Los patrimonios del hombre

Mario Alberto Domínguez Alquicira

No es la muerte la que me hiere, sino ser siempre la muerte.

  1. MEZA

No hay que lamentarse por la muerte, como no hay
que lamentarse por una flor que crece. Lo terrible no es la muerte,
sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte.

  1. BUKOWSKI

El valor de la transitoriedad es el
de la escasez en el tiempo.

  1. FREUD

Ser inmortal es baladí; menos el hombre,
todas las criaturas lo son, pues ignoran
la muerte; lo divino, lo terrible, lo
incomprensible, es saberse inmortal.

  1. L. BORGES

¿El aparato psíquico madura?

El libro de Fanny Blanck-Cereijido y Marcelino Cereijido, titulado La vida, el tiempo y la muerte, parte de una premisa básica: que tanto la vida como los organismos que emanan de ella están organizados en niveles jerárquicos, lo cual quiere decir que hay una estratificación en jerarquías que va desde el nivel más bajo, constituido por las reacciones químicas, pasando por el enzimático, el genético, el celular, el endocrino y el cerebral, hasta llegar al de más reciente adquisición: el mental. Este último es considerado como el más complejo, delicado y sofisticado que ha producido el desarrollo de las especies biológicas; se trata de un nuevo orden jerárquico regido por un conjunto de leyes que le son propias, mismas que para ser entendidas requieren de una descripción y de un lenguaje particular.

Ahora bien, por tratarse del más alto y reciente, este sistema se coloca ante los demás en un nivel de superioridad (en tanto confiere facultades más avanzadas). Se le atribuye también mayor libertad, flexibilidad y creatividad por el hecho de no estar por debajo de ningún otro nivel, lo que le otorga un ámbito mayor para el error y la ambigüedad. Como todos los que le preceden, este nivel organizativo fue nuevo alguna vez. Y es aquí donde surge un primer interrogante: si cada nuevo nivel ha tenido su aparición en un momento determinado de la evolución y son los niveles inferiores ya existentes los que han de generar órdenes más elevados, ¿es de esperar que en el curso de la evolución tenga lugar el surgimiento de un nivel que esté por encima del mental, imponiéndole más restricciones y sometiéndolo a sus leyes? De ser así, estaríamos en presencia de un aparato mental que crece y se desarrolla hasta alcanzar su punto máximo de madurez. Esto es: si hoy por hoy el último nivel emergente en la jerarquía biológica es la mente pensante, ¿significa que el día de mañana podrá emerger otro aún más avanzado?

Es con base en estas consideraciones sobre la organización jerárquica de la vida que los autores escogen los modelos que ofrece el psicoanálisis para explicar la constitución y el funcionamiento del aparato psíquico, sin perder de vista que para obtener la descripción de este nuevo nivel (el mental) fue necesario contar primero con un conjunto particular de leyes. Así, echando mano de los modelos “más en boga” que intentan comprender la mente, la pareja de científicos realiza una sobresimplificación para exponer cómo el psicoanálisis trata de entender la estructura y el modo de funcionar del aparato psíquico. Este modo de operar parece ser producto, dicen ellos, de un largo proceso de maduración y aprendizaje, lo cual coloca a este aparato en el lugar de un órgano susceptible de madurar.

Al elegir el modelo psicoanalítico como punto de partida para su investigación, los autores recurren, un tanto indirectamente, a conceptos cuya fundamentación rebasa los propósitos de su libro. No es de extrañar entonces que intenten resumir en una página el estadio del espejo, lo que a su vez los lleva a presentar una versión en extremo simplificada del Complejo de Edipo en Lacan.

Si bien en un principio Freud intenta aproximarse a una descripción de los fenómenos psíquicos en términos neurológicos, pronto reconoce la dificultad que entraña el hecho de querer encontrar una localización fisiológica de los procesos anímicos, lo que lo lleva a decir que “nuestra tópica psíquica provisionalmente nada tiene que ver con la anatomía; se refiere a regiones del aparato psíquico, donde quiera que estén situadas dentro del cuerpo, y no a localidades anatómicas”.[2] Quince años antes había dicho lo mismo de esta otra forma: “queremos dejar por completo de lado que el aparato anímico de que aquí se trata nos es conocido también como preparado anatómico, y pondremos el mayor cuidado en no caer en la tentación de determinar esa localidad psíquica como si fuera anatómica”.[3] La pregunta sería entonces si ese aparato mental del que hablan los esposos Cereijido corresponde exactamente a lo que Freud caracterizó como aparato psíquico, y es que en ellos parece prevalecer una indistinción entre lo que es la mente, la psique y el cerebro. Veamos de qué modo.

Al decir de los autores, el nivel mental ha permitido al hombre manejarse con una eficiencia mayor que la de cualquier otra especie en el reino animal y es gracias a las funciones cerebrales (como el pensamiento) que puede construir un modelo de realidad inscrito dentro de un marco temporal. Este esquema de la realidad se engendraría a partir del ordenamiento de los datos y señales captados por los sentidos, lo que hace de nosotros la “especie observadora” por excelencia; de modo que somos nosotros, los “observadores”, quienes damos forma a la realidad. Así, desde el momento de comenzar a describir los procesos relacionados con el tiempo, la vida y la muerte, los autores han orientado su atención hacia la participación del observador, o sea del cerebro humano, quien posee sentidos que captan ciertas señales de la realidad, las organizan y explican con un aparato psíquico estratificando en planos conscientes e inconscientes. Estos niveles y estos planos aparecieron, aseguran ellos, como consecuencia de la evolución de la vida en el planeta. Con todo, lo cierto es que el aparato psíquico es patrimonio exclusivo de la humanidad, lo que no ocurre con el cerebro del cual están dotadas otras especies biológicas (sin por ello negar que el cerebro humano sea el resultado de largas edades evolutivas).

Y aunque Freud recurre a la embriología para dar cuenta de la evolución del sistema nervioso central (proveniente del ectodermo), tratando de establecer así las relaciones existentes entre el aparato psíquico con la anatomía, dejó muy claro también que todos los intentos por imaginar las representaciones almacenadas en células nerviosas y la circulación de las excitaciones por los haces de nervios estarían destinados al fracaso.[4] Y es que el suyo es un aparato virtual e imaginario, más que material. ¿Cómo podría entonces madurar un aparato construido a partir de una anatomía imaginaria, de una geografía fantástica que no remite a coordenadas biológicas sino a una virtualidad inmaterial? De lo anterior puede deducirse entonces que, en su análisis del proceso de maduración de lo mental, Blanck-Cereijido y Cereijido pecan de darvinianos.

Estos autores establecen que “si bien el aparato psíquico se basa en la estructura neurológica, la mente no puede ser entendida como si sólo fuera una función entre otras de lo neuronal, sino como un nuevo orden jerárquico que, como tal, requiere una descripción y un lenguaje propios”.[5] Y, en efecto, el modelo del aparato psíquico de apariencia neurológica que Freud concibe en el “Proyecto de psicología” de 1895 está determinado por su formación científica, proveniente de la escuela fisicalista de Hermann von Helmholtz, por lo que no debe sorprender que se le apliquen los principios de la termodinámica (principio de constancia, principio de inercia). Pero ¿de qué modo actúan en el aparato estos dos principios y cómo se imbrican en ellos la vida y la muerte?

La “economía” termodinámica

Desde el principio de su obra, Freud utiliza como hito conceptual fundamental la distinción y oposición entre dos tipos de procesos: el proceso primario y el proceso secundario. El primero funciona según el modo del libre fluir y representa a la energía en su forma no ligada; se trata, por tanto, de una energía cinética. El segundo se refiere en cambio a la energía en reposo (ligada). Como puede observarse, se trata de una fabulosa maquinaria (como la de los biólogos y los físicos) cuyos procesos son accesibles a balances energéticos y a mediciones de diferencias de potencial. Si se tiene presente que la teoría económica de Freud encuentra su origen en el pensamiento de Helmholtz, se comprende mejor su asimilación de las concepciones llamadas fisicalistas; y es que en Helmholtz aparece claramente establecida la distinción entre una energía libre y otra ligada. Acerca de este científico alemán cabe hacer aquí una acotación: como resultado de sus investigaciones sobre la inervación de las células glandulares y sobre la llamada “fuerza vital” (tema que en aquel tiempo era de gran interés para los físicos, químicos y biólogos), Helmholtz publicó en 1847 Sobre la conservación de la energía, trabajo clásico en física que extendió el principio de la energía a todas las áreas de esta ciencia. En 1852 logró medir la velocidad de conducción del impulso nervioso, por lo cual merece ser recordado como uno de los pioneros de la neurofisiología moderna.[6]

Los términos introducidos por Helmholtz —que además de físico era médico y fisiólogo— designan, pues, dos tipos de energía: una energía reconvertible en trabajo (o libremente utilizable), y una energía no reconvertible. En tanto que la energía libre tiende a disminuir constantemente, la energía ligada (no reconvertible) aumenta. Laplanche[7] hace ver el modo en que Freud se apropia de los términos de Helmholtz, interpretando la calificación de “libre” en el sentido de “libremente móvil” y no ya de “libremente utilizable”. Ahora se entiende entonces por qué Freud se atiene a las leyes de la termodinámica para explicar el funcionamiento del aparato psíquico.

Así, partiendo de una concepción cuantitativa-económica, Freud enuncia en el “Proyecto” un principio fundamental de la actividad neuronal de acuerdo con el cual las neuronas procuran aliviarse de la cantidad o, lo que es lo mismo, descargarse. Una de las ideas rectoras del “Proyecto” es concebir lo que diferencia la actividad del reposo como una Q (cantidad) sometida a la ley general del movimiento. Q (cantidad) es todo lo que produce energía, una suma de excitaciones homóloga a la energía física. Es una corriente que circula, que “rellena” o “evacua” y “carga” las neuronas, mismas que al ocuparse quedan “investidas” o “inervadas”. Freud habla de ascenso y descenso del nivel de carga, de descarga y resistencia a la descarga, de barreras de contacto y de cantidad acumulada. Aunque mecanicista, este modelo le servirá para desentrañar la complejidad de la operación psíquica.

En el “Proyecto”, la concepción freudiana de “aparato psíquico” se sostiene en el principio de constancia, de acuerdo con el cual el sistema tiende a mantener lo más bajo posible el nivel de tensión. El principio de inercia (proceso de descarga o evacuación absoluta) es quebrantado desde el comienzo al resignar su originaria tendencia al nivel cero: tiene que admitir una cierta cantidad de excitación y mantenerla lo más baja posible (sin llegar a la descarga completa). Es así que todas las operaciones del sistema de neuronas se sitúan bajo el punto de vista de la función primaria (de la descarga) o de la función secundaria, que demanda un almacenamiento, una provisión de cantidad, ya que de llevarse a cabo la descarga total de toda excitación, el sistema estaría destinado a morir. Todas las acciones del aparato psíquico deben ser consideradas desde el punto de vista de estos dos principios:

1) De inercia: proceso primario, energía libremente móvil (proclive a la descarga), principio de placer, principio de Nirvana, principio de evacuación absoluta de la energía, pulsión de muerte.

2) De constancia: proceso secundario, energía ligada, quiescente, tónica (en reposo), principio de realidad, el yo como forma vital ligadora, pulsión de vida.

Es de este modo que los principios termodinámicos le permitieron a Freud comenzar a explicar los fenómenos de la vida y de la muerte. Al poco tiempo dejó atrás la casa del neurólogo para encaminarse hacia la del psicólogo; gradualmente se le fue revelando que aun la elaborada maquinaria de los sistemas neuronales resultaba demasiado incómoda y burda para enfrentarse a las sutilezas que el “análisis psicológico” sacaba a la luz, y que sólo podían describirse en el lenguaje de los procesos anímicos.

¿El aparato psíquico se polariza?

De acuerdo con nuestros autores, el psicoanálisis ha tratado de elaborar un modelo de la polarización del aparato psíquico en dos regiones: consciente e inconsciente. Ese aparato psíquico polarizado tendría —dicen ellos— por lo menos dos niveles: uno consciente y otro inconsciente; mientras el primero “enhebra su visión del mundo a lo largo de un hilo temporal”, el segundo parece no regirse por la temporalidad cotidiana “del sentido común”. Es importante hacer notar que esta idea de un aparato psíquico que se polariza resulta bastante esquemática e insuficiente, ya que da a entender que las localidades psíquicas son equiparables a cajas o compartimientos cerrados por completo independientes el uno del otro. Cuando en realidad lo que sucede es que la línea fronteriza que divide los distintos sistemas (inconsciente, preconsciente, consciente) e instancias (ello, yo, superyó) no está del todo bien delimitada. Freud mismo señala que los dominios del ello se extienden hasta las inmediaciones del yo y del superyó. Resulta, por tanto, muy difícil pensar en un aparato dividido en dos partes polarizadas: el polo inconsciente y el polo consciente.

Partiendo del supuesto de que el aparato psíquico tiene una región consciente y otra inconsciente, los doctores Cereijido mantienen la idea de que nuestro inconsciente es una especie de depósito en el cual se almacena la información que en ese momento no es consciente, comparable a una memoria en la que las historias permanecen invariables en el tiempo hasta que se les invoca de nueva cuenta. Bastaría con hacer el esfuerzo de recordar esos datos y vivencias para que el acervo inconsciente sea de pronto transferido al campo de la conciencia. Esta división tajante entre psiquismo consciente e inconsciente no permite ver que las representaciones latentes que podemos recordar no son propiamente inconscientes sino preconscientes; se trata de representaciones o ideas que pueden devenir conscientes sin dificultad y sin que se efectúen cambios.

Pero además de esa descomunal memoria, nuestro inconsciente también contiene información que jamás podrá emerger a la superficie consciente. Son representaciones a las que, debido a su carga y a su contenido, se les ha impedido el acceso a la conciencia. He aquí entonces el distingo fundamental introducido por Freud entre inconsciente descriptivo y dinámico: en tanto que los pensamientos preconscientes devienen concientes tan pronto como cobran fuerza, los inconscientes no penetran en la conciencia por intensos que sean. El término inconsciente (en el sentido propio) debe reservarse, dice Freud,[8] para designar no sólo pensamientos latentes en general, sino, en particular, pensamientos con un cierto carácter dinámico, a saber: aquellos que a pesar de su intensidad y su acción eficiente se mantienen alejados de la conciencia. En sí y por sí los procesos inconscientes son incognoscibles y sólo tenemos cierta noticia de ellos a través de las formaciones de compromiso.[9] Esta diferenciación entre unos pensamientos preconscientes que aparecen en la conciencia y pueden regresar a ella en cualquier momento, y unos pensamientos inconscientes que lo tienen prohibido (de los cuales nada se sabe) es la que parece pasar desapercibida para los autores de La vida, el tiempo y la muerte. Distinción que, dicho sea de paso, sólo cobra valor una vez que ha entrado en juego la “defensa”, con lo cual queda establecido que solamente tras haber sufrido el efecto de la represión, una representación puede ser inconsciente. De lo que da cuenta este Clivaje entre el consciente y el inconsciente es, en todo caso, de la división del sujeto.

La temporalidad del inconsciente

Al asignar las propiedades particulares del sistema inconsciente, Freud habló de procesos atemporales que no se ordenan con arreglo al tiempo ni tienen relación alguna con él.[10] De ahí que los doctores Cereijido atribuyan al psicoanálisis cierto número de observaciones, entre las que se encuentra la referente a la “atemporalidad” del inconsciente. Al señalar que los procesos del sistema inconsciente no se modifican por el transcurso del tiempo, Freud se estaba refiriendo al tiempo de la lógica aristotélica caracterizado como un continuo y uniforme fluir. Y, en efecto, el inconsciente nada tiene que ver con ese tiempo, lo cual no implica que deje de tener relación con la temporalidad. Sí la tiene, es sólo que se trata de otra temporalidad. Esta nueva concepción de la temporalidad, aunque intuida por Freud, no podrá ser teorizada ni desarrollada por él. Corresponderá al psicoanalista francés Jacques Lacan abordar dicha problemática. No obstante, fue mérito de Freud el advertir que esta otra temporalidad del inconsciente era distinta de la aristotélica, prevaleciente en su época. Pero fue sobre todo gracias a su práctica clínica que pudo romper con la concepción del tiempo donde sólo existe el presente, pues el pasado ya se fue y el futuro aún no llega. Es entonces cuando Freud se percata de que el pasado se repite en el presente.[11]

El problema estriba en que Blanck-Cereijido y Cereijido atribuyen al psicoanálisis la afirmación de que en el inconsciente el tiempo no existe, sin especificar si se trata del inconsciente freudiano o del lacaniano. Este error de apreciación los conducirá a aseverar que la teoría psicoanalítica toda concibe al inconsciente como una enorme biblioteca que atesora palabras, huellas, representaciones, o como un archivo increíble que contiene toda la información suministrada por los sentidos. Al decir esto, parecen no haber podido reparar en que, a diferencia del inconsciente freudiano, el lacaniano se caracteriza por estar vacío de contenidos. Y es que para Lacan, como para Lévi-Strauss, el inconsciente deja de ser el refugio inefable de particularidades individuales, el depositario de una historia singular para reducirse a un término que designa una función: la función simbólica, específicamente humana. Este inconsciente estructural, lejos de ser un receptáculo de recuerdos y de imágenes coleccionados, es siempre vacío o, más exactamente, es tan extraño a las imágenes como lo es el estómago a los alimentos que lo atraviesan.[12]

La muerte como creación

Si el aparato psíquico constituye un patrimonio exclusivo de los humanos, la muerte como finitud también lo es. Pero antes de ver por qué, es necesario remitirnos una vez más al texto que motiva este ensayo. En él se establece que todo el orden vital está condicionado tanto por el aporte energético como por su disipación final, lo que explica que Freud haya introducido la construcción de una “reserva energética”, impuesta por “el apremio de la vida”. Esta continua disipación, decaimiento o muerte energética es fundamental para que la vida continúe, pero también se requiere que los organismos repongan la energía gastada para asegurar su subsistencia. Dicen Fanny y Marcelino: “tan importante es el suministro de energía como el decaimiento a un nivel más bajo”;[13] lo que puesto en términos freudianos sería: tan importante es la función secundaria (almacenamiento, acopio de cantidad) como la función primaria de descarga. En suma: la vida depende no sólo de un flujo sino también de una provisión de energía.

Freud establece que “las pulsiones de muerte son, en lo esencial, mudas, y casi todo el alboroto de la vida parte del Eros. […] Si la vida está gobernada por el principio de constancia […], si está entonces destinada a ser un deslizarse hacia la muerte, son las exigencias del Eros, de las pulsiones sexuales, las que, como necesidades pulsionales, detienen la caída del nivel e introducen nuevas tensiones”.[14] El Eros es lo que complica la vida mediante la reunión y la síntesis, para conservarla, perturbando así el estado inerte que le antecede. Todo acto vital desobedece a la muerte. Puede decirse entonces que la vida es la irrupción, el caos, el desorden, el festín que agita las calladas aguas de la muerte. Para que la vida se geste, afirman los autores, se requiere de un incesante alejamiento del equilibrio, lo que implica desatar una serie de crisis que a su vez den origen a nuevas estructuras y nuevos procesos. La historia de un organismo se reduce, pues, a una secuencia de crisis, colapsos y transiciones.

La vida tiene necesariamente que ver con la muerte porque la fuente de la creación y la integración, brota de la destrucción. Esa “fuerza” aniquilante y desintegradora se constituye como una emergencia privilegiada de la creación. Es ante la muerte que emerge el acto creador. Pero se trata de una creación que no excluye el dolor, ni el sufrimiento, ni la presencia de la muerte; al contrario, les incluye como materia prima y como fuente privilegiada. La creación misma abreva en las aguas de la muerte. Frente al vacío y ante la angustia provocada por la muerte (angustia entendida como la presencia de una nada), emerge el acto creador. En este sentido, puede decirse que la muerte es creación, síntesis, asimilación, reunión, integración, vida. Sólo los desesperados crean, los desesperados por vivir; tan es así que el acto más sublime a que puede aspirar un ser humano es al de reaccionar ante la muerte con una creación. La vida gesta discontinuidad de la muerte porque se resiste a las fuerzas opresoras de ésta.

Un mundo sin memoria, sin tiempo

La vida, tanto en su ontogenia como en su filogenia, consiste en una variedad infinita de saltos a nuevas estructuras, con formas distintas de funcionamiento. De ahí que la muerte sea tan necesaria, pues de no ser por ella los organismos serían eternos: no habría cambio, mudanza ni renovación. El resultado de todo esto, auguran los autores, sería monstruoso. Y es que, como dice José Saramago en su última novela Las intermitencias de la muerte, ser inmortal es peor aún que ser viejo. Pero, ¿en que radica el problema de vivir para siempre? En su espléndido relato “El inmortal”, Jorge Luis Borges describe una secreta ciudad donde la vida de los hombres era perdurable y sus moradores —conocidos como trogloditas— carecían del comercio de la palabra; extrañas criaturas de piel gris y menguada estatura que, además de no hablar, devoraban serpientes. Nefanda Ciudad de los Inmortales, tan horrible como eterna, donde el tiempo se había detenido y la memoria cedía paso al olvido. Atinadamente, el poeta argentino se da cuenta de que si sus habitantes no llegaron a la palabra, mucho menos habrían de arribar a la escritura. Incapaz de reproducir e, incluso, de reconocer palabra alguna, la estirpe bestial de los trogloditas se mantenía del todo ajena al mundo del lenguaje. No había representaciones para ellos sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas, no susceptibles de plasmar su huella. Pero, ¿cómo es que un mundo sin palabras es un mundo sin tiempo? Blanck-Cereijido y Cereijido observan que la adquisición de la temporalidad coincide con la inserción del niño en el lenguaje; es decir, con la inserción del hombre en la cultura. “Al construirse un esquema de la realidad con los datos que le proporcionan los sentidos, y al asignar significados y nombrar objetos, el hombre establece una cadena de palabras que lo construye como sujeto pensante, y le hace creer que hay un tiempo que fluye de modo continuo hacia la muerte”.[15]

Esa curiosa sensación de un tiempo que transcurre desde un pasado hacia un futuro obedece, dicen los autores, a una necesidad humana de encontrar sentido a la realidad y es el cerebro —equiparable para ellos a la parte consciente del psiquismo— el encargado de hacernos creer, sentir y pensar un tiempo que fluye desde un pasado (en el que se ubican las causas) hacia un futuro (en el que se ubican los efectos). Pero ¿bastará con ubicarse en un tiempo que “fluye” del pasado al futuro para advertir que este futuro contiene nuestra muerte? O más aún: ¿bastará acaso esa experiencia para asumir nuestra finitud?

El ser para la muerte

Aun cuando en éste libro, los autores se proponen describir su propio enfoque del tiempo y de la muerte partiendo de los primeros pensadores griegos hasta llegar a las concepciones físicas y a las teorías filosófico-psicológicas de la actualidad, nosotros centraremos nuestra atención en Martin Heidegger, filósofo al que ellos apenas tocan de pasada.

Decíamos que la muerte le pertenece exclusivamente al hombre en tanto que éste es el único que tiene conciencia de su finitud. Dicho de un modo más radical: es por la muerte que se hace hombre (ser cultural, no natural). Esto es: más allá de la entropía que afecta al cuerpo-máquina está la muerte como experiencia humana. Aunque la necesidad de sobrevivir por la alimentación y la procreación es común a todos los seres vivos, los artificios con que el hombre afronta la muerte lo convierten en un ser aparte. Sentirse y saberse mortal es ser diferente; por eso los animales no mueren, perecen. La muerte es, pues, el principio de la historia, y es por ella que estamos condenados a la cultura. Fue, por cierto, Lévi-Strauss quien señaló que la muerte nos condena a la cultura, lo cual equivale a decir que la muerte hace la verdadera diferencia; es la línea divisoria entre el hombre y las restantes formas de vida. Es incluso a partir de que el hombre empieza a realizar ritos funerarios (a enterrar y venerar a sus muertos) que puede pasar a otro estadio de su desarrollo evolutivo. Se sabe que el hombre de Cro – Magnon realizaba culto a los muertos y los neandertales los enterraban, lo que sugiere la existencia de una conciencia sobre la muerte.

El precursar la muerte implica, en sentido heideggeriano, el hecho de comenzar a vivir una vida propia. Cuando se precursa la muerte se acepta verla. Es la asunción de la muerte advenidera. Y es que asumir la finitud no significa quedarse en un mero “esperar la muerte” con resignación sino lanzarse a desarrollar verdaderamente las propias posibilidades, proyectarse al futuro, encaminarse resueltamente hacia el proyecto (de vida y obra). El “pensar la muerte” tampoco corresponde al precursar, pues se le debilita queriendo disponer de ella al calcular cuándo y cómo ocurrirá. Por el contrario, el precursar la muerte advenidera hace al hombre encontrarse con la angustia, producida por esa “posibilidad de la absoluta imposibilidad” que es la muerte. La angustia, dice Heidegger, libera al hombre y le devuelve a sí mismo. La conciencia de la nada lleva al hombre a descubrir el origen y la explicación de las cosas. Hay más: gracias a la angustia, la existencia humana advierte que la última virtualidad de su vida es la nada y, de tal suerte, está en aptitud de plantearse la cuestión del ser total.

Finar no es morir

Sería conveniente precisar aquí la diferencia existente entre finar y morir. El finar no implica llegar a la plenitud, es más bien un cesar, un “finalizar” de los signos vitales. El finar es la muerte fisiológica-biológica, más cercano al perecer de la vida animal. La muerte, en cambio, es una experiencia abismal. Cuando se precursa la muerte (sin quedarse esperándola) lo que hay es angustia, angustia de saber que no hay un sentido predeterminado, que no hay un dios que nos salve, ni una palabra ensalmadora. Es una experiencia dura y seca.

La muerte es un indecible, un irrepresentable; en tanto que no tiene representación posible, no puede ser puesta en palabras. Es inaprensible. Heidegger dice que somos tiempo, además de nosotros mismos, y es el tiempo la verdadera raíz de la existencia. La temporalidad está adherida al ser del hombre, y la muerte es lo que constituye lo fundamental para éste. La trama humana está tejida de tiempo, lo que significa que el hombre es un ser para la muerte. Si el hombre llega a ser un ser para la muerte es porque es finito, histórico y temporal.

La muerte es indomeñable. Una clara conciencia de las propias posibilidades humanas lleva, finalmente, a descubrir que todas las limitaciones de la existencia dependen de un hecho extremo e ineludible: la muerte. Ésta es además una posibilidad intrínseca y determinante de la existencia humana. La vida es incierta y azarosa; la muerte es cierta y posible a cada instante. El hombre la lleva en su costado, sabe que le va pisando su sombra; la muerte, en otras palabras, está presente en la vida entera. El hombre está arrojado en el mundo para morir, ese es su único destino.

La conciencia de la muerte es la expresión cabal de la finitud humana. En la existencia auténtica el hombre descubre el sentido de la muerte, misma que ha de afirmarnos en las tareas humanas más elevadas. Estar en el mundo significa estar en el tiempo. La existencia humana es, por tanto, un proceso de temporalización. Sólo la libertad para mirar la muerte cara a cara revela nuestra auténtica realidad y señala a nuestra existencia su único y verdadero fin. La muerte es la posibilidad más personal que hay en el hombre, pues es radicalmente inconmutable. La muerte es la posibilidad más auténtica de la existencia, puesto que la autenticidad reside ante todo en lo más peculiar e intransferible del hombre.[16] La posibilidad de morir es tan propia y exclusiva, que impide toda relación con los otros seres. En ese sentido, la muerte aísla.

Al seguir su propio desarrollo del concepto de tiempo, Heidegger distinguió entre un tiempo propio y otro impropio. El primero se caracteriza por fluir de manera lineal del pasado al presente y de ahí al futuro, es un tiempo continuo que transcurre en una dirección positiva; se trata de la flecha del tiempo que apunta desde un pasado hacia un futuro (supuesto fluir del tiempo que es atribuido por los científicos argentinos al cerebro humano). Ese tiempo del sentido común, vulgar, impropio no permite al hombre precursar la muerte advenidera. El segundo es, al contrario, un tiempo extasiado,[17] colapsado capaz de conducir al Dasein (concepto introducido por el filósofo alemán traducido por José Gaos como “ser ahí”) a asumir su vocación más original: el “ser sí mismo”, es decir, asumir la finitud. El Dasein, ese que “somos en cada caso nosotros mismos”, es entonces el hombre que se pregunta y se preocupa por su ser, por el sentido de su vida.

La muerte de un ser querido nos interpela

Sólo a partir de precursar la muerte, el hombre puede comenzar a vivir una vida propia. No obstante, esta visión de la muerte —generadora de dolor y de angustia— ha dado lugar a la creación de modelos y artificios con el fin de mitigar, atenuar, apaciguar de alguna manera la angustia de muerte. Tal es el caso de los modelos religiosos, que llevan siglos proponiéndole al hombre su inmortalidad, con lo cual le han impedido comenzar a tener una vida propia. Al no poder vencer a la muerte, se le teme como a un final ineludible; de ahí que toda actividad humana sea, en gran medida, un modo de negar esa fatal inevitabilidad. Con las religiones llegaron también los ritos de duelo, que cumplen la función de proteger al deudo de esa situación enloquecedora que constituye la muerte de un ser querido. Pero, además de posibilitar el lazo social, estos ritos niegan la muerte ineludible, en tanto se encuentra presente la creencia de la persistencia personal después de la muerte. Esta creencia de la sobrevivencia del alma es tan antigua que —según informan los doctores Cereijido— se han hallado pruebas de ella (principalmente dibujos y ofrendas) en tumbas del período paleolítico; posteriormente el cristianismo la adoptó, extendiéndola hasta la eternidad, suponiendo que a la muerte biológica seguía un reposo necesario para aguardar la resurrección en otro plano distinto y superior al nuestro. Lo que las concepciones acerca de la inmortalidad buscan es, en suma, acallar el dolor que ocasiona la idea de la muerte.

Heidegger plantea que la muerte de otro no necesariamente nos hace vivir la muerte propia, sólo nos hace asistir a ella. Pero no sólo la muerte propia conduce al precursar, también la muerte de otro puede hacerlo; para ello es condición que no sea la muerte de cualquier otro, sino la de un ser querido.[18] Los fenómenos de duelo de esta naturaleza generan un agujero en la totalidad del sujeto. Quien sufre la pérdida se ve traspasado por la muerte; oquedad existencial imposible de ser rellenada. Lo que permiten los ritos funerarios (velorio, funeral, sepelio, pésame, misa de réquiem) es precisamente defender, salvaguardar al deudo sinceramente afectado de ese agujero inconmensurable. Sin embargo, por sí solos los ritos mortuorios no posibilitan la resolución del duelo. En el rito de duelo (repetido, periódico y religioso) lo que hay es una negación de la muerte, en la medida en que se halla implícita la promesa de vida eterna en el “más allá”. Lo que se busca es una palabra ensalmadora que encubra la muerte. Ese encubrir conduce a la falsedad (lo que Heidegger da en llamar “muerte impropia”).[19] Cuando un ser querido muere y no hay consuelo que alivie, se muere con él. Una parte de uno muere con el otro. Se sacrifica “un pequeño trozo de sí”. Ese “gracioso sacrificio del duelo” (según lo denomina Jean Allouch) es lo que puede ponerle a éste un verdadero fin, en tanto implica la irrupción de la finitud. [20]

La tesis expuesta por Allouch deja de pretender que el objeto de duelo sea sustituible en la medida en que da a entender que perder a alguien es también perder un pedazo de sí. Eso es justamente el duelo, por lo cual Freud señala que “la libido se aferra a sus objetos y no quiere abandonar los perdidos aunque el sustituto ya esté aguardando”.[21] Pero hay algo más: la muerte del otro remite a la nuestra, nos recuerda que también somos simples mortales; nos concierne porque también vamos a morir. Dice Freud: “[…] cuando fenece una de las personas que nos son próximas, cuando la muerte alcanza a nuestro padre, a nuestro consorte, a un hermano, un hijo o un caro amigo. Sepultamos con él nuestras esperanzas, nuestras demandas, nuestros goces; no nos dejamos consolar y nos negamos a sustituir al que perdimos. Nos portamos entonces como una suerte de Asra, de esos que mueren cuando mueren aquellos a quienes aman”.[22] Al acceder a sacrificar un “pequeño trozo de sí” se muere un poco, del mismo modo en que, al precursar la muerte, se muere un poco también. Cuando muere un ser querido se muere con él, decíamos.

Para entender la actitud que en la actualidad hemos adoptado hacia la muerte, Freud se da a la tarea de indagar la conducta que el hombre de la prehistoria pudo haber tenido hacia ella. Se trata, advierte él, de una actitud muy extraña y contradictoria. En cuanto a la muerte del otro, del extraño, del enemigo, el hombre primitivo adoptó una actitud radicalmente diversa que frente a la suya propia: no conoció reparos para provocar la muerte del que odiaba. Pero cuando veía morir a uno de los suyos, a quienes amaba; “entonces debía hacer en su dolor la experiencia de que también uno mismo puede fenecer, y todo su ser se sublevaba contra la admisión de ello; es que cada uno de esos seres queridos era un fragmento de su propio yo, de su amado yo”.[23] La contradicción radica en que cada ser querido lleva adherido también un fragmento de ajenidad, y despierta sentimientos de ambivalencia, en la medida en que esos difuntos queridos también fueron extraños enemigos que despertaron hostilidades. Del mismo modo que ocurre con el hombre primordial, en nuestro inconsciente se contraponen las dos actitudes frente a la muerte: una que la admite como aniquilación de la vida, y la otra que la desmiente como irreal. Esas dos actitudes contrapuestas hacia la muerte chocan y entran en conflicto recíproco, y esto es válido tanto para el primitivo como para nuestro inconsciente, ante la muerte o el peligro de muerte de un ser querido.

De acuerdo con Fanny y Marcelino, esta visión dramática en la que aparece el dolor y la desesperación frente a la muerte del ser amado, cobra valor hasta el siglo XIX, cuando se introduce el concepto de intimidad y se realza la privacidad. Momento en el cual, los vínculos familiares que reemplazan a la comunidad tradicional son tan próximos que la muerte del otro desata emociones dolorosas e incontenibles. Pero puntualicemos: su muerte se torna intolerable sólo en la medida en que refiere a la propia muerte. Esta inexorable intrincación de la propia muerte con la del otro se aprecia claramente en la siguiente declaración de Laplanche: “En el inconsciente, la muerte sería siempre la muerte del otro […], y únicamente alcanzaríamos a tener algún presentimiento de nuestra propia mortalidad a través […] del duelo”.[24] No así en la muerte “impropia”, en la que “nadie” muere, en tanto “uno” morirá, no precisamente “yo”. La muerte vista como fenómeno cotidiano deja de sorprender, puesto que se le percibe como una experiencia accidental, ajena, distante.[25] Se le considera como algo ajeno a la vida, y se le toma como resultado de una contingencia, de un accidente fortuito, de una enfermedad circunstancial, de una infección azarosa o de la edad avanzada; es decir, de algo extravital que viene a interrumpir el curso de una vida intrínsecamente eterna. Es así como se deja traslucir nuestro afán de rebajar la muerte de necesidad a contingencia.[26]

En relación a esto, Heidegger plantea que día a día y hora a hora “mueren” desconocidos, ante lo cual se suele reaccionar de modo elusivo y fugaz diciendo: “al fin y al cabo también uno morirá, pero por lo pronto no le toca a uno”.[27] La muerte aparece así como un “algo” indeterminado que ha de llegar algún día de alguna parte, pero que por el momento no resulta amenazante. Este modo de hablar de la muerte es, por otra parte, el de la ambigüedad, el de las habladurías; porque aun cuando se sepa de cierto que “la” muerte llegará, no se trata sino de una “certidumbre inadecuada”, una “interpretación torcida”, que encubre, esquiva todavía más el morir.

El asesinato de la muerte

¿A qué se debe que en el inconsciente la muerte sea siempre la del otro? De acuerdo con Freud, la idea de la propia muerte resulta inconcebible, inimaginable; no tiene cabida en nuestro inconsciente.[28] Y, dado que dentro del sistema inconsciente no existe negación, no existe duda, grado alguno de certeza ni principio de contradicción (en tanto que los opuestos coinciden en su interior), en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad; inmortalidad ideada por el hombre para negar la idea de la propia muerte y defenderse del dolor que causa. Por tanto, sostiene Freud, nuestro inconsciente no cree en la propia muerte, se conduce como si fuese inmortal. Ante lo cual hay que aclarar que la ausencia de la idea de muerte en el ello no es incompatible con la angustia de muerte en el yo.[29]

Este deseo de negar la existencia de la enfermedad y la muerte, la incapacidad de tolerar la muerte del otro obedece —dice Freud— a la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida; al silenciamiento, y aun al asesinato de la muerte. En otras palabras: la incapacidad de tolerar la muerte del otro se debe a que se ve inminente la posibilidad de la propia muerte. Esta desmentida (Verleugnung) de la muerte, cuyo propósito es arrebatar a la muerte su significado de canceladora de la vida, desemboca en una actitud que no está dispuesta a admitir que la muerte es el desenlace necesario de toda vida, que cada uno de nosotros debe a la naturaleza una muerte y tiene que estar preparado para saldar esa deuda; en suma, que la muerte es algo natural, incontrastable e inevitable.

La desmentida es, por cierto, un mecanismo de defensa del yo que designa la reacción de éste ante una realidad externa intolerable. Esta reacción se da generalmente ante una pérdida que la realidad asevera pero que el yo desmiente por considerarla insoportable. Ante esto el yo rompe su vínculo con la realidad, optando por la fantasía.[30] Para designar dicho estado, Freud introduce el término de psicosis alucinatoria de deseo en razón de que el deseo es alucinado y, en cuanto alucinación, recibe la creencia en la realidad de su cumplimiento. Dicho en otros términos: el sujeto alucina lo que desea, es decir, basta con que crea en lo que desea para que lo vea cumplido. Entonces, la psicosis alucinatoria de deseo no sólo trae a la conciencia deseos ocultos o reprimidos, sino que los representa, con creencia plena, como cumplidos. Esto es posible gracias a que la psicosis alucinatoria de deseo logra cancelar o poner fuera de acción el examen de realidad, restaurando así la satisfacción alucinatoria de deseo. Si la alucinación conlleva la creencia en la realidad es debido a que un pensamiento ha hallado el camino de la regresión hasta las huellas mnémicas inconscientes, y de ahí hasta la percepción. Pero ¿por qué —se pregunta Avenburg— es tan intolerable esa pérdida como para que devenga una pérdida del juicio de realidad? Su respuesta es que la relación con el objeto perdido era ya narcisística y la separación de éste determinó una pérdida en el yo.[31]

Desmentir el hecho de la muerte constituye una reacción psicótica por cuanto se da un extrañamiento de la realidad, pérdida que luego tratará de compensarse con la creación o reedificación de una nueva realidad. Se trata de la huida o retirada de un fragmento de la realidad seguida por la reconstrucción o sustitución de esa realidad por otra mejor. He aquí una de las diferencias esenciales entre neurosis y psicosis: mientras que la primera se limita a no querer saber nada de la realidad, sin llegar a desmentirla; la segunda la desmiente y procura sustituirla.[32] En la psicosis la reparación o remodelamiento de la realidad tiene lugar en los sedimentos psíquicos de los vínculos que hasta entonces se mantuvieron con ella, es decir, en las huellas mnémicas (material en bruto). De ahí su carácter alucinatorio: la nueva realidad requiere también de nuevas percepciones, mismas que le son procuradas por la vía de la alucinación.

Muertos sin tumba

Para entender en toda su dimensión lo referente a la desmentida de la muerte citemos un acontecimiento de la historia reciente de nuestro país: el 19 de febrero de 2006 hubo una explosión en la mina de carbón Pasta de Conchos, en San Juan de Sabinas, Coahuila, provocada por la acumulación de gas grisú. En el momento del accidente laboraban 78 trabajadores, 13 de ellos fueron recatados con vida, pero 65 permanecieron atrapados a más de 150 metros de profundidad y a una distancia de entre 1.2 y 2.5 kilómetros de la boca de la mina. De inmediato se iniciaron las labores de rescate, pero a medida que transcurría el tiempo se hacía cada vez más difícil establecer contacto o llegar al lugar donde se hallaban los mineros atrapados. En la entrada de la mina, los familiares de los trabajadores accidentados comenzaron a congregarse en espera de información. Hasta ese momento nadie había mencionado la palabra muerte.

Los trabajos de rescate se vieron constantemente entorpecidos por nuevos derrumbes, a lo cual siguieron los reclamos e inconformidades de los familiares. Cada hora crecía también la incertidumbre sobre el destino de los 65 mineros bajo tierra; entre tanto entraban más socorristas a las entrañas de la mina para acelerar el rescate. Los familiares de los mineros, enardecidos y en crisis, comenzaron a reclamar una respuesta; aferrados a la fe, seguían manteniendo la esperanza de encontrarlos con vida. Pero no fue sino hasta cuatro días después de ocurrida la tragedia que se hablaba ya de muertos, confirmándose que la calidad del aire no sustentaba la vida. No obstante habiéndose comprobado la falta de oxígeno, sólo se infería la posible muerte de 18 de los 65 mineros atrapados.

El anuncio oficial de pérdida total de vidas llegó hasta el sexto día después de la catástrofe, desmintiéndose a la vez al declararse que proseguían las labores de rescate (haciendo trabajos de barrenado para poder abastecer a los mineros de oxígeno y alimentos). También se dijo que los cadáveres no podrían ser recuperados pronto, hasta que existieran condiciones técnicas para reingresar a la mina. Por su parte, la empresa minera publicó un desplegado en el que informaba a la sociedad que, con base en las últimas mediciones de gases tóxicos en las secciones de la mina donde se suponía que se encontraba el mayor número de mineros atrapados, se podía confirmar que los niveles de toxicidad hacían imposible la vida humana en la totalidad de la mina, reconociendo con ello que una vez suspendida la tarea de rescate debía pasarse a la dura labor de la recuperación de los cuerpos para que los familiares pudieran comenzar a elaborar su proceso de duelo. Además de externar sus condolencias, la empresa colmó de ofrecimientos a los deudos (indemnizaciones, sueldos completos, becas para los huérfanos, etcétera.).

Fue hasta ese momento que pudo anularse la posibilidad de encontrar sobrevivientes; sin más eufemismos, al fin se les dio por muertos. Sólo restaba el rescate de los cuerpos sepultados en la mina, mismo que había sido suspendido debido al riesgo de explosión por saturación de gas. Decretada su muerte, pudo comenzar a fluir el dolor producido por la pérdida: los familiares empezaron a sufrir crisis emocionales, conmociones y colapsos. Aun así, para hacer creíble su muerte tuvo que emitirse el veredicto de que ésta se debió a una explosión por la que se elevó a 600 grados la temperatura, acompañada de altísimas concentraciones de metano y derrumbes en toda la mina. La intención era hacer creer a los dolientes que los mineros habían muerto instantáneamente y sin agonía.

Quien sufre un duelo pasa de la experiencia de desaparición de un ser querido ocasionada por su muerte —y del desfallecimiento de la realidad que trae aparejada esa desaparición— al reconocimiento de su inexistencia. Ésta no puede ser admitida más que al final del duelo, cuando se trata con el aniquilamiento (es decir, con una “segunda muerte”) y no solamente con la muerte de quien ha fallecido. El duelo es un trabajo que el sujeto tiene que realizar en su interior. Elaborar un duelo implica enterrar al muerto por segunda vez; es decir, enterrarlo como cadáver pero mantenerlo vivo en la memoria como la persona que fue en vida. Aceptar su partida significa dejarlo ir como realidad y preservarlo como recuerdo. Esa es la complicación que ofrecen pérdidas originadas por secuestros o desapariciones, en donde el cuerpo no está presente para dar constancia de la muerte. Una situación tan trágica como la que se vivió en la mina carbonera imposibilita el duelo en la medida en que se desconocen las circunstancias de la muerte, no se pueden localizar los restos de las víctimas, ni hay certeza de lo acontecido. En estos casos de pérdidas masivas ¿cómo realizar ese aniquilamiento, esa “segunda muerte”? Se dice que la esperanza muere al último, y que mientras hay vida hay esperanza, y efectivamente: la esperanza mantenida por alguien que no ha constatado la muerte de un ser querido puede permanecer viva para siempre. ¿Cómo llorar una despedida si no hay prueba del adiós definitivo?, ¿cómo comenzar a procesar la pérdida si no hay tumba donde visitar a quien ha muerto? Tramitar un duelo es dar sepultura a una persona; enterrarla sabiendo que está ahí. Enterrar a los muertos es por eso una necesidad humana.

Blanck-Cereijido señala que el trabajo de duelo permite dar lo perdido por perdido, hace posible la apropiación de la historia y la toma de conciencia de los efectos de la pérdida en la vida presente y el porvenir. Pero las situaciones en que el duelo se torna imposible conducen a la muerte de la muerte, a la imposibilidad de su elaboración, a la melancolía o a la locura. Se trata de muertes no procesadas que tienen efectos no sólo en quien sufre esa pérdida sino sobre sus descendientes, a través de la transmisión transgeneracional del silencio y del secreto.[33] En resumen: no poder dar por perdido lo perdido es no concebir la pérdida, rechazar el duelo y negar la muerte.

Las fosas de los mineros caídos quedaron abiertas, aguardando, reclamando sus cuerpos. Muertos sepultados en las entrañas de la Tierra (que constituye el vientre universal); restos reposando en la cavidad subterránea esperando ser hallados para encontrar su morada definitiva. De ahí que no pueda dejar de realizarse la búsqueda de los cuerpos, puesto que de lo que se trata es de constatar la realidad de la muerte. Hacer constar su muerte es, pues, un acto de justicia. El proceso de duelo debe ser visto entonces como un modo de escrituración subjetiva en tanto que se trata en él de aprehender las huellas mnémicas, de dejar registro escrito en la memoria; de hacer signo, inscripción, trazo. Para que el agujero de la pérdida no quede como agujero inconmensurable en lo real es esencial que el trabajo de duelo se haga; se requiere de los ritos funerarios para movilizar el significante. Dar sepultura a sus muertos les permitirá a los deudos reconocerlos como inexistentes, transitar de la desaparición (de la presencia física-real) al reconocimiento de su inexistencia.

Valdría la pena desarrollar aquí algunas consideraciones respecto a lo que significa el sepulcro como inscripción lapidaria en la que algo queda grabado, escrito. El Camposanto se erige como una ciudad silenciosa, con un valor histórico que preserva la memoria de los muertos. Los panteones son grandes archivos para la historia de las ciudades, una especie de museo escritural. Las tumbas, las sepulturas, los sepulcros, son archivos que albergan cadáveres textuales. La muerte hecha texto, la muerte escriturada y textualizada en el cuerpo muerto. La cripta es el lugar en que el archivo se hace texto y se ofrece a los ojos para poder ser leído. La lápida, inscripción grabada en piedra que dice: “Aquí yace”.

La historia sepultada subsiste, no ha desaparecido. La exhumación de lo enterrado equivale, por tanto, a recuperar la memoria. Los panteones son ciudades de muertos, razón por la cual se les llama “necrópolis”, y tienen los mismos esquemas que los trazados en una ciudad. Los muertos albergan la escritura del tiempo, es por eso que puede decirse que los muertos hablan. Las tumbas son monumentos funerarios que relatan historias. El epitafio cumple justamente la función de anunciar que algo ahí se gesta del orden de la inscripción y de la escritura. Es la muerte que habla por mediación del cadáver. La tumba permite testificar la escritura de la existencia, y por tumba se entiende aquí texto, acta, prueba tallada, marca indeleble, inscripción de la muerte. La contraparte de esto sería la fosa común, que es como un “archivo muerto” (anónimo) que sirve para olvidar la memoria de los que ahí yacen. El archivo muerto encarna letra muerta, muda, despojada de su decir; es la verdad acallada.

La concepción de la muerte

Según Blanck-Cereijido, la noción de muerte está presente desde la niñez, desde el advenimiento del sujeto.[34] Pero el comienzo real del conocimiento de la muerte coincide con el inicio de la capacidad de simbolización, alrededor de los dos años. Es la pérdida del objeto lo que inicia al niño en el proceso de simbolización; las palabras designan objetos cuando éstos faltan, y es precisamente su pérdida lo que introduce al niño en el proceso de simbolización. Esto es: la palabra nace cuando la cosa está ausente; es su aparición lo que hace posible las abstracciones y conceptualizaciones. Por eso la temporalidad se adquiere a partir de que hay ausencias, pérdidas y palabras.

Al examinar el modo en que se desarrolla la concepción infantil de la muerte, Blanck-Cereijido y Cereijido establecen que para un niño, la muerte es siempre la de otro. Es hasta el quinto año de vida que aparece la noción de muerte personal, pues antes de esa edad los niños no ven a la muerte como algo inherente a la vida. Es, empero, hasta los cuarenta y cinco años —dicen ellos— que aparece la noción de la muerte personal e inevitable, junto con la de la temporalidad propia. La posibilidad de aprehender la noción de muerte en su dimensión de finitud e irreversibilidad implica un largo y doloroso proceso, en el cual la concepción de la propia vida adquiere un conocimiento de los límites y de la mortalidad. En otras palabras, es la adultez la que permite admitir y asumir la existencia de limitaciones personales, así como la finitud de la vida propia. Llegados a este punto no podemos dejar de plantearnos los siguientes cuestionamientos:

  1. ¿Quiere decir esto que el niño es un Dasein impropio, puesto que para él la muerte es siempre la muerte del otro, a consecuencia de lo cual el adulto maduro sería un Dasein propio en tanto que para él la muerte del otro siempre refiere a la suya propia? Planteado de otra manera: ¿significa que al no tener posibilidades de elegir su proyecto propio (por carecer de una concepción de la vida por venir), al no tener conciencia de su finitud, el niño no puede precursar la muerte siendo, por tanto, un Dasein impropio?
  2. ¿La asunción de la muerte advenidera estaría marcada entonces por criterios cronológicos (tiempo, edad) y evolutivos (maduración, experiencia, crecimiento)?
  3. ¿Aceptar tales proposiciones implicaría llegar a la conclusión de que por el simple hecho de alcanzar la madurez se está en condiciones de precursar la muerte?
  4. ¿El adulto joven tiene, por tanto, un menor conocimiento y conciencia de la muerte que el adulto mayor?
  5. ¿Sólo después de llegar a su estado adulto, el hombre comprenderá que el fluir del tiempo lo llevará inevitablemente a la muerte?

En busca del objeto perdido

En otros textos, Fanny Blanck-Cereijido se propone revisar el concepto de objeto contingente, así como considerar algunos avatares en la elaboración del proceso de duelo.[35] En cuanto a la contingencia del objeto, establece que no es condición necesaria, ya que puede darse un lazo íntimo y temprano, una fijación de la pulsión a su objeto. Y es la pérdida de este objeto lo que desencadenaría el duelo. ¿Querrá decir esto que el objeto está predeterminado, es decir, dado de antemano? ¿O que a cada cual le está destinado un objeto único y particular? Lo que podemos entender hasta aquí es que la contingencia del objeto está muy acotada o que, en todo caso, el objeto es tan contingente como el sujeto. Pero, sabemos de buena fuente que la experiencia contradice la idea de un objeto armónico, que por su naturaleza consuma la relación sujeto-objeto.[36] El objeto se presenta de entrada como perdido para siempre, por lo que se tratará de su búsqueda perpetua. Objeto vuelto a encontrar, implicado en una búsqueda perenne e incesante (insistencia expresada en la compulsión repetitiva).

Lo primero que aportó Freud sobre este tema fue que la relación que une al sujeto a sus objetos es bien lábil; que el objeto es lo que más puede variar, lo que el sujeto más puede cambiar. El objeto es descrito como lo más variable en función de que no hay una relación de determinación de la pulsión a su objeto. De hecho, la labilidad aparece como una de las características fundamentales de la pulsión, por lo que habría que decir que la pulsión no tiene un objeto dado, natural. Y si no hay un objeto adecuado que satisfaga la pulsión significa que la pulsión no tiene objeto. No se trata, por tanto, sino de “falta de objeto”. Dicho de un modo más crudo: la pulsión, por definición, carece de objeto.[37]

Para concluir diremos, siguiendo a Luis Tamayo,[38] que la tesis heideggeriana del hombre como un “ser para la muerte” cobra su real sentido cuando se entiende que no es una tesis fatalista sino vitalista, pues permite la decisión y la resolución del destino individual, permite vivir con plenitud la vida propia. Desde esta lectura, el texto que nos ocupa puede contribuir al entendimiento de que si se quiere soportar la vida hay que prepararse para la muerte, para la propia muerte. La muerte se nos aparece entonces como la única fuerza primordial en el seno del psiquismo, del ser vivo y aun de la materia; porque, como dice Borges en su bellísimo relato:

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.[39]

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[1] Texto presentado en el IX Concurso Nacional y I Iberoamericano “Leamos la Ciencia para Todos” 2005-2006 convocado por la Secretaría de Educación Pública, el Fondo de Cultura Económica y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología para participar en la categoría “D” con un Ensayo didáctico; en este caso, del libro La vida, el tiempo y la muerte de Fanny Blanck-Cereijido y Marcelino Cereijido.

[2] Sigmund Freud, “Lo inconciente”, en Obras completas, p. 170. Las cursivas pertenecen al original.

[3] Sigmund Freud, “La interpretación de los sueños”, en Obras completas, p. 529.

[4] Sigmund Freud, “Lo inconciente”, op. cit., p. 170.

[5] Fanny Blanck-Cereijido y Marcelino Cereijido, La vida, el tiempo y la muerte, p. 70.

[6] Aréchiga, Hugo, El universo interior, p. 63.

[7] Jean Laplanche, Vida y muerte en psicoanálisis, p. 164.

[8] Sigmund Freud, “Nota sobre el concepto de lo inconciente en psicoanálisis”, en Obras completas, pp. 273 y 274.

[9] Sigmund Freud, “Lo inconciente”, op. cit., p. 185.

[10] Ibid., p. 184.

[11] A pesar de lo dicho, hay que reconocer que los doctores Cereijido extraen como una de las principales enseñanzas de su capítulo dedicado al papel del tiempo en la mente que sólo el estrato consciente parece necesitar “un tiempo que fluye lineal y homogéneamente” desde el pasado hacia el futuro, como dejando abierta la posibilidad de que el inconsciente necesite de otro tiempo.

[12] Claude Lévi-Strauss, “La eficacia simbólica”, en Antropología estructural, p. 226.

[13] Fanny Blanck-Cereijido y Marcelino Cereijido, op. cit., p. 39.

[14] Sigmund Freud, “El yo y el ello”, en Obras completas, p. 47.

[15] Fanny Blanck-Cereijido y Marcelino Cereijido, op. cit., p. 14.

[16] Es también la posibilidad más irreferente, cierta, indeterminada e irrebasable.

[17] En la temporalidad extática planteada por Heidegger el tiempo se unifica, se colapsa. Es un conglomerado integrado por tres éxtasis: el advenir, el sido y el presentarse.

[18] No toda muerte produce duelo. El dolor del duelo es producto de la preocupación (Sorge: cuidado, cura), por eso la muerte de un ser querido nos hace experimentar tristeza, congoja, pena, dolor. El dolor del duelo surge entonces porque la muerte de un ser querido nos interpela; interpela nuestra vida, nuestro quehacer. Muy bien lo ha expuesto León Tolstoi en su magnífico cuento “La muerte de Iván Ílich”, escrito entre 1884 y 1886: “La idea de los sufrimientos soportados por un ser no extraño, por un hombre a quien primero le conociera chiquillo alegre, más tarde colega adulto, no obstante el sentimiento de su propia afectación y de la afectación de aquella mujer, aterró súbitamente a Piotr Ivánovich. Tornó a ver la frente, la nariz deprimiendo el labio, y temió por sí mismo”.

El siguiente párrafo da cuenta del modo en que Piotr Ivánovich —íntimo amigo del difunto— se ve enfrentado con su propia muerte: “¡Tres días de horribles sufrimientos, y morir al final! ¡Cosa que puede ocurrirme de un instante a otro!”, con lo cual habría que suponer entonces que la muerte humana como finitud —y no como simple muerte biológica— se sitúa, en psicoanálisis, en una dimensión ética.

[19] Este “encubridor esquivarse ante la muerte” se pone de manifiesto en los denodados intentos que Iván Ílich realizaba infructuosamente por velar, disimular, destruir la conciencia de la muerte: “Se veía morir y le invadía continua angustia. En el fondo de su alma sabía que debía sucumbir; y no sólo no estaba acostumbrado a aquella idea, sino que ni aun la comprendía, ni la podía de ningún modo comprender”. Continúa Tolstoi: “El ejemplo del silogismo que aprendió en la Lógica de Kiseveter: ‘Cayo es un hombre; todos los hombres son mortales; por consiguiente, Cayo también es mortal’, le parecía aplicable únicamente a Cayo, pero de ningún modo a sí mismo”. En su loco afán por alejar la idea de la muerte, Iván Ílich se decía: “Cayo es verdaderamente mortal, y normalísimo es que muera; pero yo, con todos mis sentimientos y pensamientos, yo… ¡Distinto es el asunto! ¡No es posible que yo deba morir! Esto sería excesivamente terrible”.

Esta forma de “tranquilizar constantemente acerca de la muerte” se expresa también en sus allegados, quienes renegaban de la enfermedad, de los sufrimientos, de la muerte: “El mayor sufrimiento de Iván Ílich era la mentira, aquella mentira adoptada por todos los demás, de que él no estaba enfermo, que no se moría, que le bastaba estar tranquilo y cuidarse para en seguida ponerse bien. […] Y aquella mentira le torturaba. Sufría porque no se quería reconocer lo que todos y él sabían, porque absolutamente queríase mentir respecto a su estado terrible. Y a él mismo se le obligaba a tomar parte de la mentira. […] ¡Horrible era aquello! ¡Cosa extraña! A menudo, mientras que se formaba tal mentira, estaba a punto de gritarles: ¡cesad de mentir!…¡Sabéis, como lo sé yo, que eso no es cierto! […] Aquella mentira, en torno de él y en él mismo, envenenaba más que todo los últimos días de Iván Ílich”.

De este modo vemos cómo la muerte en el mundo del “uno”, de la cotidianidad y la rutina no deja brotar el denuedo de la angustia ante la muerte; es entonces cuando esta angustia se convierte en el temor de dejar de vivir, en el temor ante un accidente que se acerca. Esta indiferente tranquilidad frente al “hecho” de que uno “morirá” acompañaba también a Iván Ílich, quien “veía que nadie le compadecía, que nadie quería comprender su situación”, pues les era del todo indiferente.

[20] En Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca, Allouch propone una nueva concepción del duelo, en la cual a la pérdida sufrida se le añade un sacrificio: la entrega de “un pequeño trozo de sí”, que permite el fin del duelo.

[21] Sigmund Freud, “La transitoriedad”, en Obras completas, pp. 310-311.

[22] Sigmund Freud, “De guerra y muerte. Temas de actualidad”, en Obras completas, p. 291. Las cursivas aparecen en el original.

[23] Ibid., p. 294.

[24] Jean Laplanche, op. cit., p. 14.

[25] Esta tendencia al encubrimiento alcanzó también a Piotr Ivánovich, quien tras atemorizarse por el solo hecho de pensar en su propia muerte, se tranquilizó diciéndose que “aquello habíale ocurrido a Iván Ílich, no a él; que semejante cosa no había de sucederle; que, pensando en ello, se procura uno tristes impresiones, lo cual no debe hacerse […], y continuó pidiendo, con muchísimo interés, todos los detalles concernientes a los últimos instantes de Iván Ílich, como si la muerte fuese una aventura propia de Iván Ílich, sólo de Iván Ílich”. Y remata Tolstoi: “El fenómeno de la muerte de un ser conocido provocó, según ocurre siempre, en cuantos recibieron la noticia, un sentimiento de alegría, la alegría que les causaba saber que ‘el muerto era él [Iván Ílich]’, no ellos”.

[26] Sigmund Freud, “De guerra y muerte. Temas de actualidad”, en op. cit., p. 291.

[27] Martin Heidegger, El ser y el tiempo, p. 276.

[28] Sigmund Freud, “De guerra y muerte. Temas de actualidad”, en op. cit., p. 290.

[29] Fanny Blanck-Cereijido y Marcelino Cereijido, La muerte y sus ventajas, p. 138.

[30] Sigmund Freud, “Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños”, en Obras completas, p. 232.

[31] Ricardo Avenburg, El aparato psíquico y la realidad, p. 24.

[32] Sigmund Freud, “La pérdida de realidad en la neurosis y la psicosis”, en Obras completas, p. 195.

[33] Fanny Blanck-Cereijido, “Duelo, melancolía y contingencia del objeto”, en Litoral, p. 206.

[34] Ibid., p. 191.

[35] Cfr., a este respecto los artículos “Acerca de la muerte y del duelo” y ”Duelo, melancolía y contingencia del objeto”.

[36] Jacques Lacan, El Seminario 4. La relación de objeto, pp. 27-28.

[37] Esta idea fundamental ha sido trazada y delimitada con claridad por Oscar Masotta en sus Lecciones de introducción al psicoanálisis.

[38] Luis Tamayo, La temporalidad del psicoanálisis, p. 48.

[39] Jorge Luis Borges, “El inmortal”, en Nueva antología personal, p. 159.