Poética de la interpretación

Rosario Herrera Guido

¿Ser inspirado eventualmente por algo del orden de la poesía para intervenir en tanto que psicoanalista? Es esto, en efecto, hacia lo que tienen que volverse (…) No es del lado de la lógica articulada aunque me deslice en ocasiones hacia ella donde ha de sentirse el alcance de nuestro decir…

Jacques Lacan, «Vers un significant nouveau», Ornicar? 17-18, 1977

  1. La experiencia poética del psicoanálisis

En este ensayo retomo la transformación del algoritmo de Ferdinand de Saussure que realiza Lacan, al proponer que la primacía del significante produce el significado que se desliza bajo la barra de la represión, para asumir una hipótesis de trabajo fundamental: que es la ambigüedad poética del lenguaje la causa de lo inconsciente estructurado como una poética, a partir principalmente de las figuras lenguajeras de Freud, a las que recurre la conciencia moral para implementar la censura, a saber: la condensación (Verdichtung=poesía: metáfora según Jakobson-Lacan) y el desplazamiento (Verschiebung=metonimia para Jakobson-Lacan). De lo que se colige que la interpretación psicoanalítica es una formación de lo inconsciente, al lado del sueño, el lapsus, el chiste y el síntoma, que más allá de pretender la búsqueda del sentido (como las psicoterapias «psicoanalíticas» o la hermenéutica), abre la dimensión del sin-sentido, para bordear el goce imposible de decirse, a fin de que el analizante interprete poéticamente lo que ha escuchado en el dicho del analista. En consecuencia, que la interpretación es más una trascripción poética del decir del analizante. Asimismo, que si el inconsciente estructurado como una poética se actualiza en relación con el Otro del discurso, en dependencia del goce del cuerpo que se produce y escapa en el decir, la poética del inconsciente y su interpretación sólo indica por medio del enigma el lugar del objeto innombrable que es causa del deseo y anima la estructura discursiva por la que el sujeto se historiza. Una posición que asume una poiesis a través de la que el sujeto puede identificarse con la causa de su deseo, y por la insistencia de ese deseo, abrir la consonancia poética del decir con el goce: Una (po)ética centrada en el (mal)decir, la (mal)dicción, que deviene un (bien)decir de un sujeto que actúa de acuerdo con el deseo que lo habita. Y donde el analista no es el sujeto de un saber superior al del analizante que lo coloque en el lugar de la verdad, sino que se borra como sujeto y se supedita a la función del deseo del analista: no desear nada para que aflore el deseo en el analizante e introducir la diferencia radical. Una posición (po)ética que se inscribe en el retorno de Lacan a Freud.

Una de las desafortunadas interpretaciones del pensamiento hermenéutico, desde que Freud incursiona en la interpretación de lo inconsciente, es equipararla a la comprensión, la formación humana y el diálogo, como Ricoeur, Beuchot, Habermas y Gadamer, situándose al nivel del significado del texto, para acceder a una cierta significación en el marco del horizonte de la teoría psicoanalítica. Sin embargo, en psicoanálisis (me limito al retorno de Lacan a Freud) se interpreta o descifra, teniendo en cuenta lo que se escucha que se escribe de significante (que me permite proponer una dimensión poética del psicoanálisis). Se trata de una lectura que, como advierte Freud, hay que hacer al pie de la letra, no debajo ni atrás o más allá de lo que hay en el discurso del analizante.  Unos versos que muestran que se puede leer otra cosa en lo mismo que se dice los canta Villaurrutia: Mi voz que madura / mi bosque madura / mi voz quemadura. Otro malentendido, que proviene de quedarse en Freud, se refiere a la confusión entre psicoanálisis y psicoterapia. Pero el psicoanálisis, lo advierte Freud, no tiene la finalidad de curar, sino la articulación del deseo del analizante. Freud nunca habló de su labor en términos de hermenéutica. Y Lacan sólo se refiere siete veces a la hermenéutica, para advertir la diferencia entre ambos discursos. Aunque me parece que las conclusiones de los hermeneutas son entendibles, no sólo porque no han sido analizantes ni analistas, sino porque se han quedado al margen de las innovaciones que tanto Freud como Lacan hicieron en la teoría y la experiencia psicoanalítica, además de que considerarlas pone entre paréntesis la supuesta universalidad de la hermenéutica.

La clínica psicoanalítica nace con la escucha de los discursos del Otro, del deseo reprimido que retorna en las formaciones del inconsciente (sueño, lapsus, chiste y síntoma). Es una clínica atenta al trastabillar del discurso, que sostiene la estructura del análisis, donde el sujeto demanda alivio a una desgarradura subjetiva de la que desconoce su causa. Una clínica que nace del pedido de un sujeto efecto de su síntoma, que se dirige a un Sujeto-Supuesto-Saber (el analista) a quien supone que lo sabe a él, lo que a su vez produce un saber, que es confrontado con el desafío de su síntoma, del objeto desconocido que es causa de su deseo. La verdad del discurso analítico es el saber, que por cuestionar sus fundamentos es un saber de la estructura en falta: la relación sexual no existe (fundamento y causa del discurso analítico, axioma del psicoanálisis). Todo lo que está escrito, enseña Lacan, surge de una falla en la sexualidad. El análisis parte de la estructura del sujeto que se dirige a un Amo al que le supone el saber de lo que a él le sucede, al Sujeto-Supuesto-Saber, pero que se encuentra con la respuesta de alguien que sabe que no sabe, y por eso calla, para permitir que la verdad se manifieste poéticamente en lo que se escribe de significante. No olvidemos que Heidegger, sin ser analista, recomendaba callar, no porque se esté mudo o no se tenga nada que decir, sino porque algo de la verdad va a surgir poéticamente en el texto. El analista espera («es el verdadero paciente») a que la verdad se manifieste, puntúa, subraya, cita, escucha o acentúa la emergencia de esa verdad, dando lugar a que el sujeto del inconsciente se transforme al final del análisis en discurso que emana desde la causa del deseo.

En el discurso preconsciente están los significados, representaciones imaginarias que confirman recíprocamente la imagen del yo (del terapeuta al paciente y viceversa). Este es el campo de los significados y de la especularidad, el campo de la psicología y la psicoterapia, donde el otro, colocado en el lugar del amo saber le da significados a las formaciones del inconsciente. Es en este nivel en el que se encuentra el discurso que pretende asimilar el psicoanálisis a la hermenéutica, reducirlo a la comprensión del significado del texto escrito u oral. Pero Freud, al descubrir que más allá de las intenciones del sujeto y de las ratificaciones imaginarias en relación con otro, el sujeto dice algo diferente de lo que cree decir, y a eso no-sabido de su discurso, lo bautiza con el nombre de inconsciente. Entonces sobre el plano del enunciado está el de la enunciación, que corre paralelo al del enunciado, pero sin que el sujeto lo sepa; es el plano de la enunciación que parte de un sujeto anterior a la palabra, que es el sujeto del goce[1] , y que tiene como punto de llegada a un sujeto que es efecto de la enunciación, el sujeto de la castración, dividido entre el enunciado y la enunciación, entre el decir y el dicho. El sujeto está, sin saberlo, dividido con respecto a su propia demanda: que el Otro lo ame; demanda de reconocimiento de su existencia; que divide al sujeto del inconsciente, separado de su demanda inconsciente. Demanda al Otro para que suture la falla subjetiva: «Dime la palabra que me colme». Pero el Otro no tiene el significante de lo que el sujeto le pide, pues está en falta, que se inscribe como significante de la falta en el Otro, a causa de su castración, al acceso a la ley y la significación fálica, a su separación del goce. Lo que el Otro da es el objeto que viene a satisfacer la necesidad, pero a insatisfacer la pulsión (que es demanda de algo más). La diferencia que hay entre lo que el Otro puede dar y lo demandado constituye un resto que es el deseo, que es lo que no puede ser respondido de la demanda. El deseo pasa por la demanda y tropieza con la falta en el Otro de un significante, que confronta al sujeto con el vacío cavado por su propia demanda, imposible de satisfacer. El sujeto, frente a su propia disolución e imposibilidad de su deseo, responde con una formación imaginaria (el fantasma), un más allá del deseo, el goce. De conformidad con el principio del placer, entre el significante de la falta en el Otro y el significado que el Otro le confiere al decir, está el fantasma, una relación de conjunción y disyunción que mantiene el sujeto del inconsciente con respecto al objeto causa de su deseo.

El psicoanálisis reconoce la subjetividad, pero que no es trascendente ni psicológica, instalada en un individuo que es dueño de un psiquismo. El psicoanálisis trata con la subjetividad pero comprendida en una dialéctica con el Otro. No es un sujeto psicológico, dueño de atributos sino efecto poético del significante anterior a él y exterior a él, que le antecede, lo constituye y lo confirma. El inconsciente está estructurado como cadena significante, pues un significante es lo que representa al sujeto ante otro significante. El sujeto del inconsciente es el resultado de la articulación significante y de las formaciones del inconsciente. La clínica psicoanalítica se funda en la demanda a la que el psicoanalista no responde. El analista pide asociaciones en torno a ella, la interpreta con equívocos y enigmas oraculares, la transcribe poéticamente.

La clínica psicoanalítica está fundada en lo inconsciente, que no es colectivo sino singular, y que se define por la ausencia del sujeto en un saber que no comprende; la lengua es colectiva lo inconsciente descolectiviza la lengua común. Se trata de una clínica que tiene objetivos éticos, pues sus fines de oponen al discurso del poder, ya que no son la adaptación ni el bienestar, ideales del amo que se preocupa por el bien del esclavo. El fin de esta clínica es la articulación poética del deseo del sujeto, que confrontado con su deseo debe configurarse como yo a esa relación con el deseo. Por ello el mandamiento freudiano: Donde Ello estaba, deberá yo llegar a estar; y es que el yo debe asumirse con relación a ese deseo, que no hay que confundir con el capricho o la perversión. Más allá del principio del placer, se trata de confrontar al sujeto con el significante del goce, como imposible.

  1. Poiesis de la interpretación.

La clínica psicoanalítica trabaja con la estructura poética del lenguaje que constituye al sujeto. El analista puntúa, pregunta, cita, escande poéticamente el decir del analizante, transcribe, descifra y eventualmente interpreta. La interpretación es un decir sorpresivo que cae en el curso de una sesión analítica, y que permite (re)significar la situación analítica en su conjunto, como una transformación gracias a un más allá de la comunicación. Hablar de interpretación implica hablar del corte poético instaurado en la cadena significante, considerando que los significados se producen gracias a este corte, por la aparición de esta interpretación como vocablo, como interjección, que hace aparecer un sentido inesperado en la cadena significante. Un corte en el discurso que puede ser también el término de una sesión, momento en que el analista profiere un decir equívoco, una palabra enigmática y corta al analizante, considerando que una palabra enigmática puede ser el silencio, que lleva al analizante a plantearse la interpretación poética del sentido de su decir.

Pero con la interpretación hay que tener mucho cuidado. Lo advierte Miller:

«No se olviden que es la religión la que nos enseña la interpretación (…) Se observa actualmente en los psicoanalistas, los latinos al menos, una valoración de la interpretación como significativa. Por esta vía, el psicoanálisis cae en el delirio de interpretación. Hay una fe ingenua en el inconsciente que es enteramente paranoica. Ya conocen la antigua definición de Lacan del psicoanálisis como paranoia dirigida… Por eso mismo, el doctor Lacan recomienda las entrevistas preliminares al entrar en psicoanálisis. El dispositivo analítico, dispositivo de interpretación, es muy favorable a la eclosión de la psicosis. Lo que en la clínica psiquiátrica se denomina automatismo mental, ¿qué otra cosa es si no el sujeto supuesto al saber, el supuesto sujeto que sabe todo lo que yo pienso? (…) La función de la interpretación, evidentemente, encuentra su lugar en la estructura que hace del lenguaje el lenguaje del Otro, ya que es el oyente el que decide sobre la significación de lo que se emite. Cuando Lacan hace hincapié en este punto no vacila en decir que el analista es el amo de la verdad. Es una fórmula de 1953, que no retoma luego, pero que explica que la interpretación pueda efectivamente reducirse a una puntuación, a una simple escansión». [2]

Por ello, la interpretación psicoanalítica no debe pretender restituir la continuidad y la coherencia del discurso. No se trata de dar un verdadero sentido a la palabra del analizante, sino de abrir la dispersión poética del significante, la polisemia, las resonancias semánticas de la palabra, el albur, el ingenio, la gracia, el Witz freudiano, la sorpresa, que despierta lo inconsciente. A través de la interpretación el analista no articula un saber que se supone que se encuentra en las asociaciones libres del analizante.

Para delimitar la interpretación psicoanalítica, nada mejor que exponer las intervenciones anti-analíticas. Desde el Discurso del Amo, el terapeuta (y hasta el psicoanalista «lacaniano»), le impone su verdad al analizante a través de una intervención perversa, que hace del otro un esclavo, desde el yo y con una voz de mando (incluso a gritos), como en la sugestión de Charcot o la del líder de las masas políticas, para que el paciente se someta y se identifique con el terapeuta y lo coloque en el lugar del amo, ideal del yo, con el que debe comparar todo lo que hace y es. Desde el Discurso Universitario, el psicoterapeuta interviene con un saber que transmite, como un maestro que desde el lugar del saber se dirige a un objeto, como lugar de una falta que va a ser obturada con la coherencia: «esto que te pasa quiere decir tal cosa…», «eso aclara la angustia» (dice también el «lacaniano», apelando a la teoría psicoanalítica: «yo estoy habitado por un saber que me permito transmitir para dar coherencia a lo que tú no sabes». Esta interpretación-comprensión es hecha por alguien «que sabe», que podría tratarse de un psicólogo o hermeneuta disfrazado de analista. Se trata de una intervención comparable a la que hace el yo cuando interviene en el discurso manifiesto del sueño a través de la elaboración secundaria, que rellena las lagunas del relato dándole coherencia al sueño. El terapeuta también puede intervenir con el Discurso de la Histeria, como sujeto tachado, como otro neurótico ante el analizante, que deja ver sus sentimientos, monta en cólera ante la impotencia de dominar los síntomas, exhibe sus proyecciones, sus impulsos, a través de reconocer que están en él o en el paciente; esta es la forma en que funciona la práctica de la «Interpretación de la transferencia», bajo el supuesto de que ambos son iguales (por eso el tuteo, también en el «lacanismo»), convirtiendo el «análisis» en una «reeducación emocional», en la que el paciente debe verse reflejado como en un espejo en su terapeuta, con el propósito de corregir la imagen especular de sí mismo, y donde el discurso del paciente es reducido a un orden imaginario sin salida. El paradigma de este espejismo es la técnica de la escuela kleiniana, que podría estar presente hasta en la práctica «lacanismo». Estas tres formas de interpretación comparten el «análisis de las resistencias», bajo el supuesto de que el paciente se resiste a los esfuerzos del analista, por maldad, y que el analista tiene que corregir a través de «una alianza terapéutica»; la transferencia no sólo determina la entrada en análisis y es su motor, sino que ella conspira contra la parte sana del paciente, por lo que hay que reducir la transferencia con interpretaciones que refuercen la parte sana (identificada con el esfuerzo del analista); una técnica megalómana, pues el analista sabe el «bien del paciente». Desde el Discurso del Analista, éste se coloca en el lugar del objeto causa del deseo (objeto a), lugar de una falta, para que el analizante pueda preguntarse por el deseo del analista, que con su silencio y sus cortes moviliza el análisis, y a partir de ello el analizante llegue a preguntarse por el deseo del Otro, como deseante, sujeto de la falta, puesto que no sólo carece de un significante que complete la cadena sino del significante del ser del analizante. Un discurso en el que el analista no interviene desde un lugar de completud o de saber, porque es sujeto del deseo, aunque el saber sea la causa de su acción, pues sabe que debe callar e intervenir en el momento menos esperado, posibilitando la resignificación retroactiva de la sesión. El analista necesita saber e ignorar lo que sabe, para permitir que el analizante produzca los significantes que regulan su acción, y pueda llegar, reconociendo la palabra originaria que lo marcó en la cuna (rasgo unario), a la falta en el Otro, y al lugar en que como sujeto ocupa en la castración y la falta del Otro.

No obstante, ha cundido como una epidemia, la estandarización de «la técnica psicoanalítica». A pesar de que al mismo Freud no le gustaba hablar de técnica. Cuando escribe unos artículos sobre la técnica del psicoanálisis, les llama «Pequeños escritos sobre la neurosis», para que nadie crea que en esos textos va a aprender La Técnica del Psicoanálisis. Fueron sus editores los que les pusieron el nombre de «Escritos sobre técnica analítica». Pero desde el retorno de Lacan a Freud, considero que la tejné-poiesis del psicoanálisis es una creación-producción que muere en el momento mismo en que nace, como la poética de Aristóteles que se funda contra toda taxativa futura. Freud escribe esos textos de técnica psicoanalítica, con mucha precaución y no sin temor de que se tomen por clisés. Freud aclara que lo que ahí expone sólo le ha resultado útil para su propia persona. [3]

La Asociación Internacional de Psicoanálisis se encargó de institucionalizar y controlar políticamente una supuesta técnica psicoanalítica, para que los analistas, ante la singularidad y el desafío de cada sujeto, no sabiendo cómo hacer, supieran hacer como, obedeciendo un patrón. Y todo el que no siguiera ese patrón era (y sigue siendo) tachado de hereje. Una excomunión que le toca vivir a Lacan a fines de los 40 y principios de los 50 en París, por introducir variables poéticas con respecto a la escucha y al tiempo de la sesión, que no se justifica ni por el tiempo cronológico ni por la costumbre, sino por lo que sucede en la sesión misma, y en función del tiempo en el que se escucha poéticamente lo que se escribe de significante, el tiempo de la retroacción significante, el instante en que se produce un efecto que descoloca al sujeto respecto de su decir, el instante mismo de concluir, en el que el sujeto sale de la sesión con un enigma oracular a cuestas, que le impele a interpretar el decir del analista, su silencio, su propio decir escandido por el analista, etc. Por ello, la interpretación analítica puede ser considerada falsa, puesto que hace falsear al sujeto. Esperar el tiempo del reloj corre el riesgo de que el sujeto se reponga y se cierre lo inconsciente que se había abierto. Si el inconsciente se ha dormido hay que despertarlo. Es el corte del significante el que despierta al inconsciente, el mismo que despertó a la Asociación Internacional de Psicoanálisis y no la ha dejado dormir. Y es que la neurosis obsesiva internacional se ha instalado para defenderse de lo inconsciente para que nada pase.

Pero no se trata ahora de caer en el lacanismo, en una nueva ritualización, en un hacer como Lacan. Se trata de no dormirse, y para ello está la función ética (el deseo del analista), que es poner a trabajar al inconsciente, lo que exige del analista el rechazo a la razón técnica, al discurso del amo y al confort. La ritualización del análisis no sólo se realiza a través del standard del tiempo sino de las intervenciones del tipo clisé, que son previsibles y no despiertan sino que hacen roncar al inconsciente.

A la concepción del análisis obsesivo y burocrático, Lacan le opone la interpretación que tiene efecto de sorpresa, que cae bruscamente como un decir enigmático y oracular, [4] que no cierra el inconsciente aportando el significado que falta y la comprensión del sin-sentido (como ciertas hermenéuticas). La palabra del analista debe ser un acicate, no un somnífero. La intervención del analista no tiene la función de hacer consciente todo lo inconsciente hasta obturar la falla subjetiva. En lugar de resolver todas las preguntas del sujeto, el análisis es la experiencia del no-saber, de la falta y la verdad a medias. Ciertamente la intervención oracular incomoda al sujeto, pues tiene que preguntarse ¿Qué dijo? La intervención del analista debe ser inesperada, como un lapsus, que como cae en medio de la frase, el sujeto no puede escuchar al analista porque está escuchándose a sí mismo, donde la palabra cae de canto, cortando poéticamente el discurso. Y el que escucha tal oráculo se ve impelido a interpretar lo que se quiso decir; la interpretación en realidad la hace el analizante. Toda intervención que apunte al sentido de los significados, desde la filología, el contexto histórico, la tradición o el medio cultural, que trabaja con significados, es una interpretación imaginaria. La función del analista es articular el saber que está en las asociaciones del sujeto.

La escansión del discurso y los significantes, la cita que se extrae de otro momento del análisis, la metáfora, la metonimia, el quiasmo, son diversas formas de intervenir en análisis. Una intervención analítica privilegiada es el silencio. Puede haber un silencio de cortesía: se escucha porque el analizante está hablando. Hay un silencio que confronta e interroga; el analizante hace una pregunta y el analista calla, lo que lo lleva a la cuestión: ¿Por qué pregunto esto? ¿Por qué espero que éste me conteste? Hay un silencio denso, en el que el analizante calla y el analista también. Hay otro silencio que es de elaboración. Hay otro silencio que puede ser heideggeriano; se guarda silencio no porque no haya nada qué decir o porque se esté mudo, sino porque hay que esperar que algo de la verdad venga a develarse (Aletheia) en el discurso (Logos). Hay también un silencio que es sabio, en que el analista calla porque cualquier cosa que diga puede ser una verdadera tontería. Si el analista, frente a las anécdotas del analizante dice algo, se compromete con los significados de éste, indicando que ha comprendido, y que se compromete con las identificaciones imaginarias, sancionando que las cosas son como el analizante las cuenta, o que se tiene una actitud diferente frente a esas cosas, lo que sería reducir el análisis al registro imaginario. Como Wittgenstein: ante lo que no se puede hablar más vale callar.

Lacan llega a plantear que la interpretación litiga lo falso, pues le hace percibir al analizante que su ser se encuentra en la falla de su decir, además de que hace resonar lo que no es significante sino lo real del goce. Donde reina el medio-decir de la verdad sólo se puede responder con el equívoco homofónico y gramatical que apunta a subrayar la enunciación del sujeto y lo que ex-siste en sus dichos. Por ello, la interpretación permite que se desprendan los significantes insensatos apresados en el síntoma.

  1. La poética de la interpretación, como lo imposible de saber.

A fin de ahondar en la interpretación voy a abordar el texto «El decir del analista» [5]  de Collete Soler, un ensayo basado en El atolondradicho [6] de Lacan. Es Lacan quien hace de la interpretación un acto analítico, en tanto que produce efectos estructurales reales. En los albores del psicoanálisis la interpretación está a nivel de los efectos de significación; una interpretación adecuada no es la que aprueba el analizante sino la que produce nuevas asociaciones, o la que produce -según Lacan- a partir de la movilización de los significantes, nuevos efectos de significación; la interpretación impulsa el análisis pero no se sabe cómo ponerle fin. Por ello cuando Lacan habla de interpretación no sólo se refiere al empuje del análisis sino al efecto real que produzca un cambio del ser hablante, un sujeto asegurado de saber. [7] Mientras al principio del análisis está el sujeto-supuesto-saber, al final del análisis se suprimen los supuestos para dar paso a la certeza.

Después de distinguir el enunciado de la enunciación en el campo del lenguaje, Lacan introduce la diferencia entre el decir y los dichos, que no sólo se refiere al lenguaje sino a la estructura del discurso. De acuerdo con la distinción enunciado-enunciación, la interpretación trataba de revelar la enunciación de los enunciados. En principio no hay dichos sin alguien que los diga; toda proposición es dicha. Pero el decir es heterogéneo al dicho pues es ajeno al problema de la verdad. De cualquier frase se puede preguntar si es verdadera, falsa o ambas cosas. También se puede preguntar por qué lo dice en lugar de callarse, que apunta al acto del decir, a la causa de la proposición, que es independiente de la verdad o falsedad. Y es que la regla analítica de que el sujeto diga todo lo que se le ocurre, suspende el valor de lo que se dice, la verdad; el analizante suspende la aserción de sus freses al autorizarse a hablar de cualquier cosa; el inconsciente es siempre un tal vez. Pero la suspensión de la pregunta por la verdad destaca que la proposición haya sido dicha. Se pueden poner en duda las frases pero no el decir. En la experiencia la diferencia y autonomía del decir con respecto a los dichos, se presenta en forma de sorpresa. El sujeto es sorprendido por su decir, sea verdadero o falso. Por lo que el decir no cae bajo la jurisdicción de la verdad como opuesta a la falsedad. Entonces el decir escapa a los dichos y su enunciación es momento de existencia. Cuando Lacan se pregunta por el significado del decir se tiene que dirigir al significante. A lo que responde que el significado del decir es la ex-sistencia (ex=afuera; sistir=sitio). Así presenta la diferencia entre los dichos que representan al sujeto y cuyo significado es el sujeto a todos los dichos, y el decir que tiene un significado de ex-sistencia, distinto de los dichos. Lo que significa que el decir existe a todos los dichos. Para sostener que todo fue dicho es necesario que haya habido un decir; un análisis llega a su fin cuando ya no es olvidado el decir.

En principio Lacan subraya el olvido del decir en el discurso de la lógica de las proposiciones de Aristóteles, que conduce a la lógica de las funciones proposicionales que Lacan utiliza en El atolondradicho. El primer ejemplo de olvido del decir está en el logos apofánticos de las proposiciones asertivas de Aristóteles. Ciertamente no todo discurso puede ser sometido a la pregunta por la verdad, como el existencial, la orden, la pregunta o la oración que no son apofánticos (asertivos). Lacan destaca que las proposiciones asertivas de la lógica clásica disimulan el decir. Porque Wittgenstein forcluye el decir para poder cuestionar sólo las proposiciones y muestra el engaño filosófico, es que Lacan se opone a los lógicos que disimulan el impacto mandatario del decir. Esta es una cuestión que no se debe desconocer para poder pensar en la interpretación. Ante la disociación de la gramática de la lógica desde Aristóteles, Lacan toma otra dirección: «La gramática mide ya la fuerza y debilidad de las lógicas que se aíslan de ella». [8] La gramática, a través de sus modos verbales, expresa la posición del sujeto que habla en relación con lo que dice y de lo que significa su frase. Y es que son los modos gramaticales los que permiten diferenciar el decir del dicho.

Mientras las fórmulas de interpretación son múltiples, la interpretación, en tanto que decir, es siempre singular. Por ello lo importante es el decir y no las interpretaciones. Se puede pensar en la oportunidad de las interpretaciones, en los efectos producidos, en las interpretaciones desapercibidas, que tienen efectos espectaculares sin que el analizante registre la interpretación. Pero antes del valor o la exactitud de la interpretación es necesario que sea una interpretación, que sólo se entiende a partir de la diferencia entre el decir y el dicho. Y es que la interpretación en singular tiene un efecto estructural: hace ex-sistir el decir. Más allá del efecto terapéutico es preciso que se produzca un sujeto asegurado de saber lo imposible. En el análisis hay dos tipos de decires: el del analizante que demanda y el del analista que interpreta; ninguno de los dos es un enunciado o una proposición. [9] El decir-demanda del analizante se capta en la experiencia de la transferencia, bajo la forma de la queja, la decepción, la nostalgia, en la que el sujeto hace una petición silenciosa y deja escuchar el peso del decir de todos los dichos del analizante. Una demanda que no es universalizable pues es de cada cual, que se manifiesta como exigencia de satisfacción, en la que insiste el deseo y la repetición de lo que se pide: demanda a interpretar. La interpretación del analista es apofántica, asertiva, reveladora, hace aparecer con el equívoco de escritura el obstáculo respecto al ser; un decir en el que el analista -como Wittgenstein, dice Lacan- se elimina como sujeto de su discurso. La interpretación es decir apofántico que no deja lugar a la duda y se dirige al decir del analizante, exclusivamente a él. La interpretación es asertiva, acierta, es una afirmación categórica, aunque no es una proposición. La interpretación compensa la suspensión de la aserción de la asociación libre. El análisis debe conectar la afirmación del analista con la indeterminación de la asociación libre, para extraer del decir del analizante una proposición. Pero esta afirmación categórica no es el dictado de los mandamientos del amo. Muy temprano Lacan habla de la puntuación, como punto de almohadillado que señala un momento significativo que puede cristalizar una significación. A diferencia del corte, que al separar los significantes interrumpe la cadena pero impide el cierre, produciendo una perplejidad alejada de la certidumbre, introduciendo el sin-sentido que exige del analizante la interpretación.

Otro tipo de intervención que gesta perplejidad es el enigma, que es un enunciado sin mensaje, el colmo del sentido sin significación, que apunta a la presencia pura de la enunciación. El común denominador de las diversas interpretaciones es que son intervenciones o dichos que no dicen nada, en el sentido mismo de la proposición asertiva. Son enunciaciones que presentifican la inconsistencia del Otro (el orden simbólico). Pero no hay que olvidar la diferencia entre «no decir nada» y «decir nada», pues es este último decir silencioso el que introduce la castración y falta de goce. Lo importante en el análisis es que el silencio funcione como un significante en lo real, a fin de que produzca una significación enigmática, y que el analizante sea conducido a tratar de interpretarlo de muchas maneras, según sus fantasías poéticas. La función del silencio en análisis introduce el imperativo de «decir más».

Un instrumento privilegiado del análisis es el equívoco, pues utiliza la plurivocidad poética de la lengua, permitiendo el pasaje de la indeterminación a la certidumbre. El equívoco, que parece sostener la duda, posibilita un decir que le pone punto final al enigma subjetivo del analizante. El equívoco sustituye la falta de relación sexual en el inconsciente; asegura la cópula entre los significantes y sustituye la falta de relación sexual. El gran descubrimiento de Freud es que la equivocidad del lenguaje opera en todas las formaciones del inconsciente (sueño, lapsus, chiste y síntoma). El equívoco aprovecha la homofonía poética, no a nivel del lenguaje sino de la lengua. [10] El equívoco le presentifica al analizante, al margen de sus intenciones, que no es hablante sino hablado, porque heideggerianamente El habla, habla (lo que abre la dimensión poética del psicoanálisis), pues hace tambalear la consistencia de las significaciones, en tanto que es un decir que no dice nada y que por ello produce la división del sujeto, entre su intención de significación y un saber del que se encuentra separado. El equívoco presentifica que en el lugar de la verdad a la que el sujeto tiende hay significantes sin sujeto, que nacen en la lengua y que tienen un efecto de revelación. Existe un segundo equívoco que no se dirige a la polisemia de la lengua sino a la gramática, que como está en el nivel del lenguaje limita el equívoco. La gramática constituye el lenguaje del sujeto, su lenguaje. La gramática, al fijar las significaciones, reduce la polisemia. La gramática está conectada al fantasma, porque fija las significaciones particulares del sujeto. Por ello Freud -dice Lacan- les hacía repasar a sus pacientes su lección de gramática. El lenguaje no es universal; cada cual tiene el suyo. Y es que las significaciones giran en torno a una significación fantasmática del lenguaje de cada uno que no es universalizable. Algo que los posfreudianos (también los hermeneutas) interpretaron como que el analista inyecta su propia lección. Pero la respuesta es anterior a la pregunta, puesto que el saber ya está en lo inconsciente. Ciertamente el analizante le demanda un saber al analista, pero con su silencio el analista le responde que lo que tiene que hacer es hablar, pues la lección ya está inscripta, que el texto no va a ser el del analista, aunque provenga del Otro. Lo que hay del lado del analista es el silencio del decir. La interpretación dice: no te lo hago decir. La intervención del analista es un decir nada, puesto que no introduce un significante nuevo sino un equívoco de doble sentido. De lo que se colige que las intervenciones del analista no deben ser ni filológicas ni pedagógicas, sino lógicas y poéticas, a fin de que el analizante reflexione, interprete y saque sus conclusiones de lo que le pasa. La intervención del analista apunta a la conjunción-disyunción entre los dichos y su causa. Hay un tercer equívoco que es el lógico-poético y que se relaciona con el goce sexual o más bien a-sexual, que indica que la repetición de la demanda hace inalcanzable la relación sexual. La interpretación sin la lógica-poética sería insensata, pues desconocería la incompletud, la inconsistencia del orden simbólico, es decir lo real de lo simbólico.

El primer equívoco, a nivel de la lengua, apunta a la división del sujeto y a la presencia de un saber poético sin sujeto que determina su goce. El segundo, a nivel del lenguaje, revela que la consistencia del lenguaje, de la fijación de sus significaciones gracias a la gramática, implica una causa desapercibida. El tercero, a nivel de la lógica, señala los vacíos lógicos del discurso que valen como reales. No se puede decir cualquier cosa, puesto que hay un saber que labora solo, una consistencia fantasmática con causa y una inconsistencia lógico-poética sin remisión. La interpretación apofántica (asertiva) apunta a los diversos niveles de imposibilidad del discurso, sin enunciarlos. La interpretación analítica, sin predicar ni ser una proposición, pone en su lugar a la función proposicional, a la función fálica que suple el sin-sentido de la relación sexual. La interpretación es una respuesta que marca los tres modos de lo imposible. La interpretación se dirige a la causa del deseo, al objeto causa del deseo (a), pero no como un saber del goce sino como un saber imposible. Por ello al fin del análisis el sujeto está asegurado de saber, seguro de los límites del saber que lo condenan a ser uno solo, pues hay el dos de la relación sexual. El análisis implica la travesía del fantasma (que es respuesta ante la falta) y el beneficio del saber, lo que no asegura el saber sobre el fantasma fundamental (afectado por la represión primaria), sino la falta en la estructura. Entonces lo apofántico de la interpretación se dirige a lo imposible de saber.

La interpretación analítica no da sentido sino que reduce los significantes a su sin-sentido para ubicar las determinaciones del sujeto. La interpretación también interviene para invertir la producción de sentido (en la que el significante produce significado), de tal modo que puede intervenir a nivel del significado para generar significantes irreductibles que no signifiquen nada (única forma de disolver el síntoma, que es el abrochamiento de un significante a un significado). No se trata pues de hacer concordar el discurso del analizante con la teoría psicoanalítica, sino de deconstruir todas las teorías de la interpretación, de forma que en lugar de una técnica se geste una tejné-poiesis. Así, el analista en lugar de darle un nuevo mensaje al analizante, debe hacer posible que el analizante escuche su propio mensaje inconsciente. Porque la interpretación posibilita que el analizante escuche su propio mensaje en forma invertida, acorde con la inversión de Lacan a la moderna teoría de la comunicación.

Después de esbozar una poética de la interpretación psicoanalítica resulta más comprensible la distancia que Lacan marca entre el psicoanálisis y la hermenéutica. De entrada hay que evitar el malentendido de que el psicoanálisis es un método de investigación, ya que es un pretexto para muchas cosas, por lo que no es de fiar. Por ello Lacan no se considera un investigador; evocando a Piccaso, dice: Yo no busco, encuentro. Y es que existe un parecido entre la investigación que busca y el registro religioso, pues lo encontrado está siempre detrás, como olvidado o escondido, lo que hace de la investigación una actividad complaciente. Si la investigación le interesa al psicoanálisis es en relación al debate sobre las ciencias humanas, ya que tras los pasos del que encuentra está la reivindicación de la hermenéutica, que es la que investiga y busca la significación nueva e inagotable, aunque amenazada por el que la encuentra. Si a los analistas les interesa la hermenéutica -sostiene Lacan- es porque la búsqueda de la significación que propone es confundida con lo que el psicoanálisis llama interpretación. La interpretación psicoanalítica no debe confundirse con la interpretación hermenéutica, aunque ésta siga sacando provecho del psicoanálisis. [11]

 En Respuestas a unos estudiantes de filosofía sobre el objeto del psicoanálisis, Lacan señala que el sujeto del inconsciente es el ser del hombre que es hablado, que el psicoanálisis rechaza todas las ideas del hombre que se han vertido (que ya no valían antes de su nacimiento) y que el objeto del psicoanálisis no es el hombre sino lo que le falta, un objeto. Asimismo, subraya que la unidad de las ciencias humanas debe reconocer sus límites. Lacan se refiere a las pretensiones de universalidad de la hermenéutica:

«Nos hace sonreír por cierto uso de la interpretación, como jugada tramposa de la comprensión. Una interpretación de la que se comprenden los efectos no es una interpretación psicoanalítica. Basta para saberlo haber sido analizado o ser analista. Es por ello que el psicoanálisis como ciencia será estructuralista hasta el punto de reconocer en la ciencia un rechazo del sujeto«. [12]    

Por último, la poética de la interpretación, cuyo correlato es la interpretación poética, a partir del retorno de Lacan a Freud, pretende destacar que existe una dimensión poética del psicoanálisis, que no reduce el psicoanálisis a una poética, ni supone que los analistas y los analizantes son poetas, aunque podrían serlo, sino que ambas experiencias beben en la misma fuente. Recordemos que tanto Freud como Lacan aspiraron a elevar el psicoanálisis a un rango científico. Freud soñaba con darle un estatuto científico como el de las ciencias naturales y por otro llega a decir que inscribiría el psicoanálisis en la universitas literarum. Lacan se afanó en darle al psicoanálisis una cientificidad próxima a las ciencias formales, aunque en su última versión afirma que el psicoanálisis no es una ciencia sino un delirio científico.

[1] El goce, anterior a la palabra, se concibe como no habiendo sido exiliado de la naturaleza, o como diría Freud en diversos lugares de su obra: como la entrega al apareamiento en la que viven los animales.

[2] Jacques Alain Miller, «El otro Lacan» en Matemas I, Buenos Aires, Manantial, 1987. p. 112.

[3] Sigmund Freud, «Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico» (1912), op. cit., t. XII, p. 111.

[4] Rosario Herrera, «El Oráculo del Siglo XX», en revista La Nave de los Locos, no. 14, Morelia, Lust, 1989.

[5] Collet Soler, «El decir del analista», Varios Autores, El decir del analista, Buenos Aires, Piados, 1975, pp. 13-48.

[6] Jacques Lacan, «El Atolondradicho», passim.

[7] Ibíd., p. 60.

[8] Ibíd., p. 18.

[9] Ibíd., pp. 59 y 62.

[10] Ibíd., p. 64.

[11] Jacques Lacan, Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, op. cit.,  pp. 15-16.

[12] Jacques Lacan, El objeto del psicoanálisis, Barcelona, Anagrama, 1970, p. 57-58.