¿Una palabra de ausencia?

 Adalberto Levi Hambra

Introducción

Hace algunos años había dado el nombre de «Una Palabra de Ausencia» a mi participación en un Coloquio de la Fundación Mexicana de Psicoanálisis. La invitación a participar en este Simposio, justamente a propósito de la Interpretación me parece una buena oportunidad para revisar las ideas desarrolladas en el escrito derivado de la citada participación.

Interpretación y ausencia del analista

Ausencia-presencia

El analista hace su aparición en el acto por excelencia: la interpretación. Es justamente en la interpretación que el analista dice su palabra (no puede decirse que la palabra interpretativa no sea palabra del analista).

El analista pone en juego su escucha y se hace presente con una lectura de aquello que articula el analizante. Pero, precisamente se trata de su lectura. No de cualquier lectura, sino de una lectura historizada, en la cual se pone en juego el analista y el análisis que lo constituyó. Cuando se sostiene que el lugar de Sujeto supuesto Saber cae en cuanto el analista habla, tal afirmación conduce al hecho concreto de que si un analista habla entonces podrá ser escuchado. (El analista no es diferente, en ese sentido, a cualquier hablante.) Bajo este aspecto puede decirse que el analista está presente.

Pero la presencia del analista no es sólo presencia. Hay, también una cierta forma de desaparición que el analista pone en juego en tanto tal. «Deseo de la máxima diferencia» «desecho de la operación analítica» son distintas formas de nombrar esa ausencia.

En cualquier caso el analista se esforzará no exactamente por «hacer nada» sino por «ser nada». Intento, desde luego imposible, pero no más que el psicoanálisis en sí mismo. No olvidemos que en la formalización del discurso del analista queda señalado específicamente que un analista no es sino supuesto sujeto (en realidad está allí como objeto) y supuesto saber (el saber ocupa allí el lugar de la verdad). Presencia y ausencia quedan anudadas en la función específica del psicoanalista.

Interpretación: un ejercicio de lectura

¿Quién lee? ¿Quién escribe?

Si pensamos la interpretación como un ejercicio de lectura, podemos preguntarnos: ¿quién lee? ¿quién escribe? Al parecer, tales preguntas no tienen sino una respuesta: «lee el analista», «escribe el analizante»

Esto, en principio es cierto. Pero no es absoluto. El analizante produce, con su discurso, una escritura. Esa escritura se presenta, para el analista, bajo la forma de un enigma (razón por la cual, se lo comparó con la Esfinge de Tebas). La función del analista (que al respecto se comporta como Edipo) será descifrar el enigma contenido en las palabras del analizante. Pero una vez descifrado, el analista dirá su palabra, cifrada, para un analizante que tendrá que, a su vez, leer la nueva cifra. Lo hará, entonces, bajo la forma de un enigma, esto es, como Esfinge, y, de esa manera, lo someterá al desciframiento de su analizante, devenido, entonces, Edipo.

Entonces ¿quién escribe? ¿Quién lee? En distintos momentos los dos términos de un psicoanálisis.

Esto, por otra parte, es estructural. No puede ser de otra manera. Estamos constituidos de forma tal que el lenguaje es el campo en el cual nos movemos, y estamos atrapados en él. Pero, a su vez, el lenguaje está constituido por palabras, de las cuales lo menos que puede decirse es que son equívocas. En una frase especialmente urticante, Lacan afirma «Yo digo siempre la Verdad». Uno suele quedar tan consternado con semejante afirmación que puede dejar de leer que, a renglón seguido, aclara que no la dice toda porque para tal cosa faltarían palabras. Y, desde luego, a Lacan le faltan como a cualquier mortal.

Otra frase que suele ser menos molesta (tal vez porque es, aparentemente, menos auto referencial) es la siguiente «El que habla no sabe lo que dice». Esta frase, absolutamente auto referencial, señala que sin importar quien hable (esto es, Lacan o cualquier otro) se produce, por estructura, un decir (desde luego, diferente del hablar) que excede aquello que se habló pero que, esencialmente, en su exceso escapa a todo control conciente por parte del hablante.

Jacobsohn había establecido una diferencia entre «enunciado» y «enunciación». En tal distinción, el enunciado no comprometía al hablante, pero la enunciación sí ponía en juego al sujeto íntegro.

Podría afirmarse que el analista escucha en el hablar, el decir del analizante; y que en el analizante el efecto de interpretación deriva del decir del analista.

«De otra manera»

La forma específica en que lee un analista es una forma trasgresora, una forma que se apoya sobre el equívoco. Una forma, en fin, que concluye con la articulación de un significante nuevo, que antes no existía.

«Supuesto saber leer de otra manera», aplicado a la lectura particular del Sujeto supuesto Saber, implica, además, saber leer en el discurso del analizante algo del orden de su deseo.

Pero no hay que confundirse. No se tratará de un descubrimiento por parte del analista sino de una construcción en la cual se juega sí un deseo, que es el deseo del analista.

Antecedentes históricos de la lectura

5000 años antes (psicoanálisis y midrash)

Los nazis consideraban al Psicoanálisis una Ciencia Nacional Judía. Si le quitamos el matiz peyorativo, podemos suscribir tal expresión.

En efecto, si aceptamos que la práctica psicoanalítica es una práctica de lectura, nada impide referir tal práctica a un origen remoto, que yo fijaría, metafóricamente hace 5000 años. Esto es, aproximadamente, en los principios de la lectura y de la escritura, principio que, justamente en la tradición judía, coincide con la misma creación. (La tradición judía lo fecha en alrededor de 5800 años.) La Torah entregada a los judíos fue escrita al mismo tiempo que se creaba el mundo. Esto es, el Génesis bíblico coincide con la Génesis de la Creación. O, lo que es lo mismo, la Escritura coincide con la Creación. De ahí que su lectura se considere lectura de un texto sagrado: palabra directa de Dios, completa, y fijada definitivamente, para ser leída y descifrada en sus más mínimos detalles. (Exactamente igual que el texto del sueño en psicoanálisis, al cual Freud designa, justamente, como «texto sagrado»).

Pero, al mismo tiempo, la lectura perfecciona y completa la Creación. Y eso no es diferente de lo que ocurre en un psicoanálisis, en el cual el deseo es creado por la interpretación. Otro elemento importante (en el cual coinciden Psicoanálisis y Midrash) es el hecho de que la palabra escrita pertenece al lector.

Con respecto a este punto citaré dos características que se atribuyen (con razón) a los judíos: por un lado se señala en los judíos la extraña costumbre de responder a una pregunta con otra pregunta (no sólo los judíos psicoanalistas, claro). A propósito de este tema se cuenta que un gentil le pregunta a un judío por qué responde una pregunta con otra pregunta; el judío, sin inmutarse, responde: «¿y qué tiene de malo?»

La segunda tradición afirma que donde hay dos judíos hay, por lo menos, tres posiciones. Justamente daría la impresión, leyendo el Talmud, que los rabinos pasaban todo su tiempo discutiendo. Una leyenda talmúdica relata una de dichas discusiones a propósito de la posibilidad de utilizar un horno manteniendo la pureza ritual (el kashrut, como se la llama en hebreo). Rabí Eliezer sostenía la corrección del uso del horno; y lo hacía con excelentes argumentos, lo cual no obstaba para que los demás rabinos estuvieran en desacuerdo. Entonces decide apelar a argumentos extralingüísticos. Cito textualmente:

«… señaló a un árbol que estaba creciendo frente a la ventana y dijo:

-Si la ley me da la razón, que ese algarrobo nos dé una prueba.

¡Y, tan pronto como terminó de hablar, el árbol se alejó de un salto! A los rabíes les resultaba difícil de creer lo que acababan de presenciar. Unos estimaron que el árbol habría dado un salto de alrededor de cien codos, y otros incluso proclamaban que se había alejado más de cuatrocientos codos. [Como ven no podían renunciar ni siquiera por obra de un milagro a la costumbre de discutir.]

Cuando los rabíes se calmaron, se apiñaron en un círculo por unos instantes y, luego, tras un breve intercambio de opiniones, uno de ellos le dijo al rabí Eliezer:

-Ningún algarrobo va a determinar una normativa rabínica. No habéis demostrado nada, rabí Eliezer.

-Bueno, entonces, denle un vistazo al arroyo que discurre más allá del algarrobo -respondió el rabí Eliezer-. Si lo que digo está de acuerdo con la ley, que el arroyo nos dé una prueba.

¡Y, justo en ese momento! ¡Las aguas del arroyo se invirtieron y comenzaron a correr hacia atrás!

Al principio, los rabíes se quedaron un tanto aturdidos pero, cuando discutieron acerca de lo que habían presenciado, llegaron a una conclusión similar a la primera:

-Las aguas del arroyo no pueden demostrar argumento alguno. [Señalo, de paso, que la negativa anterior está mejor fundada y construida que esta, en la medida en que pone «la normativa rabínica» por encima de una maniobra casi mágica, incluso milagrosa, esto es, ni siquiera el milagro está por sobre la ley rabínica. Incluso, otra versión del mismo episodio hace decir a los rabinos «no aceptamos razones de árboles».]

Aunque frustrado, el rabí Eliezer estaba determinado a demostrar que tenía razón

-¡Si la ley está de acuerdo conmigo -exclamó-, que las paredes de esta casa de estudio den la prueba final!

Y, en aquel momento, las paredes comenzaron a derrumbarse sobre los rabíes. El rabí Josué intervino y reprendió al rabí Eliezer.

-¿Cómo te atreves a interferir con una ley que ha llegado hasta nosotros desde el Monte Sinaí?

Y justo entonces, antes de que pudiera terminar de hablar, las paredes se detuvieron en su desmoronamiento -por respeto al gran rabí Josué- y no terminaron de caer. Pero, también por respeto al rabí Eliezer, las paredes no volvieron a su posición original. Así están las paredes de la gran yeshiva desde entonces -ni en pie, ni demolidas.

Como último recurso para convencer a sus hermanos rabíes de que tenía razón, el rabí Eliezer pidió al Cielo que le ayudara a vencer en el debate, y en aquel momento todos pudieron oír una voz del Cielo que decía:

-¿Por qué le lleváis la contraria al rabí Eliezer? ¡Es él quien tiene razón!

Pero, sin dejarse disuadir, el rabí Josué se puso en pie y anunció al Cielo.

-Mis sabios hermanos y yo no podemos aceptar esto. La prueba de una normativa no puede venir de arriba, ni el Cielo tiene que intervenir en nuestra discusión. Las palabras de la ley vinieron ya del Cielo. Recibimos estas leyes sagradas en el Sinaí, y tienen que ser interpretadas por rabíes inmersos en una discusión erudita, como hacemos ahora, no invocando a las fuerzas de la naturaleza. Por tanto debemos dejar que la mayoría decida.»

Esta leyenda indica algo realmente importante. Por un lado el hecho de que nada fuera de las palabras (y, específicamente, palabras humanas) puede intervenir en una discusión planteada en términos de palabras. Por otro lado el hecho de que todo lo dicho, incluso lo dicho por el Cielo, deja de pertenecer a su emisor y se convierte en absolutamente discutible.

Freud, que era un sabio judío, escribe a propósito de técnica psicoanalítica, que los procedimientos que él utiliza son los que más se acomodan a él y a su propia práctica. No son ni tienen por que ser universales. Esto es, el sueño es texto sagrado, pero la palabra de Freud, desde su punto de vista, no lo es.

Ocurre, a veces, que un analizante no escucha con claridad la intervención de un analista. Si el analista le aclarara lo que dijo estaría en la posición del Cielo que da su palabra sagrada. Lo más interesante de este relato talmúdico es, precisamente, la negación de toda palabra sagrada. Podríamos tal vez decir, la negación de toda objetividad. Lo que dijo verdaderamente el analista no tiene la menor importancia; importa sí lo que escuchó el analizante. Esto es así en la medida en que en la escucha se juega el deseo del que escucha. «El que escucha determina al que habla», afirma Lacan al respecto.

Lo que dice el Cielo no importa hasta el momento en que es interpretado (leído) por los hombres.

Esta historia tiene un colofón:

«La leyenda cuenta que, poco después, el rabí Natán se encontró con el profeta Elías, al cual le preguntó:

-¿Cómo reaccionó el Todopoderoso ante el hecho de que los rabíes desautorizaran al Cielo?

Y Elías respondió con una sonrisa:

-Dios tan sólo se rió y dijo: ’En esta ocasión mis hijos me han superado. ¡Míralos! ¡Me han derrotado!’» (Bava Metzia 59b).

Volvamos ahora a lo que decíamos más arriba. ¿La interpretación pertenece al analista? Esta parábola nos enseña que no le pertenece. Una vez dicha pertenece al analizante. (Aún cuando, como dije antes, el analista no puede sino estar comprometido con sus palabras.)

¿Qué lee un psicoanalista?

Todos derivamos de él, de modo que partiremos del fundador. Freud lee fundamentalmente un cuerpo. Un cuerpo parlante que habla a través de síntomas. Es el cuerpo de la histérica. Justamente, el cuerpo de la histérica es un cuerpo legible. Legible porque en él se inscribe lo que resulta de una intersección entre lo específicamente corporal que es, en esencia, imagen, y lo específicamente discursivo, que es, en esencia, símbolo. De hecho el cuerpo puede caracterizarse como aquello que resulta del organismo (desnaturalizándolo) cuando éste es marcado por el significante.

Un ejemplo paradigmático de Freud es uno de los casos presentados en Estudios sobre la Histeria. Cualquiera es excelente como ejemplo, pero decido citar uno. Se trata de una mujer que ama a su cuñado. Ocurre que un día realiza con dicho cuñado un paseo a pie, en el cual se convence de que ese sería un esposo ideal para ella. Pero claro, no le pertenece, en tanto es esposo de su hermana (agreguemos que se trata de una hermana bienamada).

Poco después su hermana se enferma y muere. Y frente a su lecho de muerte esta mujer piensa por un segundo «ahora está libre para mí». Esto la aterroriza. De inmediato se olvida de todo lo pensado. Pero, en el lugar de lo olvidado aparece un síntoma: una parálisis dolorosa de los miembros inferiores.

Los síntomas siempre tienen más de un motivo. El paseo a pie con el cuñado es uno de ellos, pero también el hecho de que sobre la parte dolorosa su padre, enfermo, había reposado cuando estuvo a su cuidado (lo cual justifica el hecho de que frente a la curiosa exploración de Freud, consistente en pellizcar las zonas dolorosas, aparezca antes la voluptuosidad que el sufrimiento). El hecho de que tal cuidado fue momentáneamente abandonado en un cierto momento de la enfermedad del padre para ir a bailar (a mover las tabas, algo parecido a mover las patas, diríamos en Argentina).

Lo cierto es que la astasia abasia, la parálisis dolorosa de sus miembros inferiores, le impide «dar el mal paso». O, más precisamente, «llegarle a su cuñado». Todo esto es claramente legible para Freud.

Ahora bien, las neurosis actuales tienden a actualizarse, y las histerias ya no son lo que eran. Por esa razón nosotros actualmente leemos un discurso. Claro que tal lectura no nos es exclusiva. Ya Freud leía un discurso. Y de hecho el cuerpo legible que mencionaba hace un momento es precisamente un cuerpo discursivo, un cuerpo en el cual el síntoma se literaliza. Como sucede, en este caso, con la parálisis dolorosa que inmoviliza literalmente a la analizante.

Lectura y formación de analistas

Un analista se forma como un lector. Pero convertirse en lector implica que él mismo sea leído. Lacan afirma que él no habla de «formación de analistas» sino de «formaciones del inconsciente». Esto es equivalente a lo que se desprende de afirmaciones de Freud en el sentido de que aquello que forma a un analista es su propio análisis. Freud decía, por ejemplo, que lo esencial no podía enseñarse en un seminario, que la única transmisión posible era la transmisión uno a uno en la sesión analítica. Se trataba nada menos que de la constancia de lo inconsciente. De hecho, la misma palabra «enseñanza» es cuestionable cuando se trata de psicoanálisis. Es más adecuada la palabra «transmisión». Porque lo que está en juego en el psicoanálisis es una tradición. Tal vez por eso las «guerras religiosas» sean tan frecuentes en nuestro ámbito. (Y esto no es nuevo, ya comenzó en vida de Freud). En el campo lacaniano, el acceso a un lugar de analista suele vincularse con un testimonio frente a un jurado de pares (y mediado por un transmisor). Me refiero al dispositivo del pase. Dispositivo en el cual, igual que en un psicoanálisis, se juegan únicamente discursos.

Pequeño apartado para decir que no

«…comprender no es meramente repetir el acontecimiento de habla en un acontecimiento similar, es generar uno nuevo, empezando desde el texto en que el acontecimiento inicial se ha objetivizado.»

Paul Ricoeur

«Cuando tenemos al otro presente como verdadera individualidad, como ocurre en la conversación terapéutica o en el interrogatorio de un acusado, no puede hablarse realmente de una situación de posible acuerdo.»

Hans Georg Gadamer

Comienzo con un epígrafe que contradice mi título. Porque justamente a esto no puedo decir que no. Este apartado surge de mi descubrimiento, un poco tardío, de que esta mesa sería compartida con filósofos y que en el público también los habría en abundancia. Hecho el descubrimiento y teniendo en cuenta que la mesa es sobre Interpretación asumí que no podía prescindir de la hermenéutica. Recordé que varias veces había afirmado (desde luego que no sólo yo) que el psicoanálisis no es hermenéutica. Pero para sostenerlo era necesario considerar que la hermenéutica perseguía un sentido preferentemente unívoco que permita un apoyo sólido para la interpretación. Ya me habían advertido que eso es un cierto tipo de hermenéutica, pero no toda. Según mis informantes (entre ellos Ricardo Blanco y Mariflor Aguilar) había líneas en la hermenéutica que llegaban a una construcción. Ese es también el sentido de la interpretación en psicoanálisis: no el hallazgo del deseo que subtiende cualquier formación del inconsciente sino su creación a partir de la palabra del psicoanalista. («El deseo es la interpretación», como afirma Lacan).

La primera frase que puse como epígrafe está extraída de un texto de Ricoeur. Pero el problema así planteado confirma las advertencias que me hicieron al respecto más que mis prejuicios.

La frase de Gadamer, puesta en segundo término, de algún modo confirma el sentido general de la primera, pero menciona la posibilidad o imposibilidad de un acuerdo.

Dicho muy rápidamente, aún cuando parece haber en la hermenéutica, tal como la conciben ambos autores, un cierto margen para la imprecisión y el hallazgo, hay también un claro criterio de encuentro que subtiende, al parecer, toda posición hermenéutica. Encuentro que implica, a su vez, cierta intelección de algo comprensible. De hecho, «comprensión» suele ser uno de los términos en juego en la acción hermenéutica. En Psicoanálisis esta dimensión está totalmente ausente.

Ricoeur acuña una expresión interesante para agrupar a Nietzsche, Marx y Freud: los llama Maestros de la Sospecha. Aunque de sus desarrollos parecería derivarse una condición más bien sospechosa en sus teorías. Se trata en los tres de un desplazamiento de la verdad. Específicamente en Freud la pérdida de las ilusiones de la conciencia.

Por último, Richard Rorty hace una afirmación sugestiva: «la hermenéutica es una expresión de esperanza de que el espacio cultural dejado por el abandono de la epistemología no llegue a llenarse». Afirmación sugestiva en la medida en que, junto con el psicoanálisis se distancia del terreno de la ciencia. En ese distanciamiento, al menos el psicoanálisis se acerca a la ética.

Yo espero que los filósofos aquí presentes me aclaren este punto o bien me lo discutan. Pero, mientras tanto, yo sospecho que lo mejor sería dejar en suspenso la cuestión de si, desde el psicoanálisis, habrá que decir que no a la hermenéutica o habrá que decir ¿»por qué no»?

México, 2003