Guadalupe Rocha Guzmán

Palabras clave: narcotráfico, niños sicarios, violencia, figura materna, muerte.

Madre Patria, Madre Naturaleza, Madre Tierra, Madre Santa … ¿Santa Muerte? 

La figura materna en México posee, como en la mayoría de los países, un lugar casi sagrado, ya que es uno de los personajes más venerados y celebrados, respetada incluso, por delincuentes y criminales. Por ese lugar tan exaltado y reverenciado que ocupa resulta chocante la relación entre lo materno y la muerte, entre lo sagrado y la muerte; sin embargo, a pesar de que casi nunca se reconoce ni se menciona, lo materno posee también un simbolismo funesto y su figura aparece como el terreno donde se juegan el amor y el odio en forma descarnada, mostrando que lo mortífero está siempre presente, enlazado de muy diversos modos con la vida, aunque sin lugar a dudas es sumamente difícil acercarse a los aspectos menos nombrados, los más oscuros y terroríficos que guarda la figura materna. Jacques Lacan es una de las excepciones y sus planteamientos acerca de los estragos del maternaje es fundamental para pensar en lo mortífero que puede ser el vínculo primario para distinguir la función del personaje y darle el peso al lugar desde donde se ejerce la función materna. Y en este orden de ideas, la Santa Muerte venerada especialmente por narcotraficantes me remitió a pensarla como una condensación de estas propiedades, puesto que simboliza velada –o no tanto– la vida, lo sagrado, lo materno y la muerte. 

En la Ciudad de México se encuentra, en el barrio de Tepito, uno de los altares más visitados de la Santa Muerte a donde acuden sus devotos para honrarla y agradecer los favores obtenidos. Le llevan ofrendas y se encomiendan a ella. Antonio es uno de ellos, lleva un tatuaje de la Santa Muerte en la espalda y al preguntarle sobre éste explica que durante un asalto a mano armada –obviamente cometido por él– se encomendó a ella y le dijo que si sobrevivía la llevaría siempre en su piel. “La trato de madre, de amiga, de lo mejor”. Personas que no han encontrado en la religión – principalmente la católica – consuelo o respuestas, así como de manera distintiva delincuentes y narcotraficantes, veneran a la virgen, a la Santa Muerte y a su madre. Como escribió Javier Valdéz en un reportaje titulado La madre no se toca: “La figura de la madre representa el único de los valores del ‘narco’; es la última figura que sigue siendo intocable, porque en los pactos que había entre los cárteles ya hubo muchas cuarteaduras. Hace unos 20 años, no mataban a los niños ni a las esposas. Ahora ya matan a niños y uno de los últimos espacios que todavía respetan es el de las madres” .  Por ello Sara Sefchovich suponía que pidiendo ayuda a estas madres para impedir que sus hijos entraran al mundo de la delincuencia podía lograr cambios; viajó por muchas zonas de México para reunirse con ellas y tratar de convencerlas; asimismo, con esa intención escribió la novela Atrévete, propuesta hereje contra la violencia en México, pero como ella misma reconoce: se llevó la sorpresa de que ninguna estaba dispuesta a sacrificar los beneficios que reciben por las “actividades” de sus hijos. De ahí surgió otra de sus novelas, Demasiado odio, en la que arremete contra la moral de las madres mexicanas tomando como tema principal su complicidad y la de los familiares de los narcos. De hecho, se puede decir que algunas de estas mujeres también se han hecho famosas, como María Consuelo Loera Pérez, madre de Joaquín Loera, mejor conocido como “el chapo Guzmán” y Aurora Fuentes, madre de Amado Carrillo Fuentes, “El Señor de los Cielos”.

Por otro lado, se encuentran también los cientos de niños y niñas enrolados fácilmente por los grupos delincuenciales debido a que son abandonados, vendidos, maltratados y abusados cruelmente por esas mujeres que los parieron, a quienes reconocen como madre, y de quienes a pesar de todo, añoran su presencia. ¿Qué queda cuando las fantasías, los sueños, aquello que hacía creer, anhelar o que era soporte de ideales día a día se va derrumbando? Los niños sicarios muestran una aproximación de respuesta que obliga a reflexionar acerca de ese empuje hacia la muerte que parece lanzarlos al vacío de sentido, sin amparo ni sostén, en un presente continuo. 

Desde hace 15 años, la presencia en México de los cárteles de narcotraficantes ha ido en aumento hasta llegar a escenarios inimaginables, permeando en todas las capas de la sociedad y a partir de entonces, empezaron a convertir en una práctica común la de reclutar adolescentes y niños cada vez más pequeños debido a que, el plazo máximo de encierro antes de los 18 años es de siete años y antes de los doce años son considerados inimputables. Hace cinco años, en 2016, se calculaba que había alrededor de 45 mil menores de edad incorporados a la delincuencia organizada. Con esta barbarie desatada se develaron descarnadamente rostros de pequeños que participan en robos, secuestros, tráfico de drogas y asesinatos que implican una crueldad desmedida. Uno de los más famosos hasta hace poco seguía siendo Edgar Jiménez “El Ponchis” quien a los 11 años ya formaba parte de el Cártel del Pacífico Sur. Fue detenido en el año 2010 y confesó haber decapitado por lo menos a cuatro personas. 

Actualmente encontramos cientos de testimonios, reportajes y noticias sobre muchos casos de niños que lamentablemente lo han superado con creces. Tal como los que encontramos en el libro titulado Un sicario en cada hijo te dio. Niñas, niños y adolescentes en la delincuencia organizada. A través de los relatos de seis menores que fueron reclutados por diversos cárteles, descubrimos el infierno que han vivido a sus cortas edades; las estrategias utilizadas por los delincuentes para reclutarlos, para que quienes ‘levantan ‘ permanezcan ahí y además se vuelvan fieles a su grupo. A continuación, algunos breves ejemplos de lo que narran:

Blanca: —Me agarraron por el primer secuestro que hice, pero ya traía yo muchas cosas encima; desde los trece años me uní a un cártel en el que tenía un rol específico por ser mujer … 

Jesús: —Los que subimos a la sierra ese día aplicamos para ser sicarios. Antes de subir, se firmaba una hoja en la que decías cuánto querías durar a quién y a dónde querías que dejaran el dinero si te mataban… 

Raúl: —Empiezas a seguir los mismos pasos y de pronto te das cuenta de que ya estás mochando cabezas, brazos y todo … y ya no sientes nada. 

Damián: —Creo en Dios y en la Santa Muerte, ella me ayudó en muchos problemas … los mismos del cártel me querían matar, me mandaron a la cocina y todo eso, pero ella me salvó. Tienes que “cocinar” lo más rápido que puedas porque si los zopilotes huelen se dejan caer. Los soldados andan persiguiendo zopilotes en el monte porque así dan con nosotros y descubren que estás “cocinando” a alguien. Sofía: —A los cinco años sufrí mi primera violación. No sabía lo que pasaba. Sólo llegó mi tío … que en ese momento tenía 30 años, y lo hizo varias veces. No recuerdo cuántas, pero fueron muchas durante un año. Cuando empecé con todo lo del crimen mi mente me decía “Mata al que te violó, mátalo, mátalo”. La banda me apoyaba mucho. Cuando le platiqué a mi patrón (jefe del cártel al que se unió) que mi tío me violó, me preguntó si quería que lo violaran.  

Empujados a la inmediatez, a la sobrevivencia y a la satisfacción instantánea frente al ambiente de inseguridad y de incertidumbre generalizados, los niños sicarios parecen asumir esa aparición omnipresente de la figura de la muerte que puebla el espacio de lo cotidiano. La muerte ha ido quedando como espectáculo, borrando la diferencia entre la fantasía y el horror de la realidad. Engrosando las filas de la delincuencia organizada, secuestran, torturan, degüellan, o “cocinan” seres humanos; la mayoría son niños y adolescentes que se convirtieron o a quienes convirtieron en adictos a las drogas, que buscan fugarse de la realidad donde han crecido. Desterrados de su propia infancia, ofrecidos al culto de la violencia, estos niños y adolescentes son engullidos por la barbarie. Asesinados, desaparecidos, “levantados” por el narco. Son sólo un instrumento, testimonio del desbordamiento de la crueldad a la cual los ha llevado la degradación del vínculo, el borramiento del semejante como “fuente de todos los motivos morales”.

Para colmo y de forma escandalosamente cínica, para las nuevas generaciones los narcotraficantes son ahora el modelo identificatorio a seguir y la “narcocultura” ha atravesado todos los niveles socioeconómicos. Los menores juegan a ser narcos, los adolescentes sueñan con serlo, cantan sus corridos y buscan parecerse a ellos. En diversas comunidades estos personajes han contribuido con mejoras que el gobierno nunca realizó, lo que provoca que estén protegidos e incluso, que vivan en la absoluta impunidad. La gente sabe dónde habitan, comen, circula, pero nadie los delata o bien, suele ocurrir que el gobierno esté coludido. En su cotidianeidad, los pequeños sicarios saben que un “chavo” que roba, vende drogas, recluta a otros niños y que no es detenido por la policía – ya que se encuentra “protegido” por el cártel al que pertenezca – se convierte en un personaje de admiración y de ejemplo para sus semejantes, tanto por el dinero que obtiene, como por el poder que suele ejercer en su barrio o colonia. Sara Sefchovich escribe en “Demasiado odio”:  

“Lo terrible, tanto en México, como en otros países, es que el narcotráfico ya no es sólo de arriba para abajo, sino de abajo para arriba, por eso mismo es más difícil de combatir. Tú puedes tener un líder terrible y corrupto y a lo mejor logras sacarlo del poder, pero no puedes impedir que la mayor parte de la sociedad participe en el narcotráfico, como sucede en México, porque muchos están satisfechos con la situación actual. Aunque cambies a los líderes, pierdes la batalla, porque siempre habrá familias que quieren seguir en el comercio de la droga porque les beneficia y eso me parece realmente catastrófico”.

Sumado a este panorama, es claro que por el miedo a la impunidad con la que actúan, casi nadie se atreve a denunciar un robo, un secuestro, una extorsión, o un delito padecido, provocando la exacerbación de un actuar en el vacío de valores. La violencia en general se ha convertido en un modo de vida para los niños, niñas y adolescentes víctimas de la delincuencia organizada que los va llevando del apremio de la vida al de la muerte. Los caminos para el ejercicio de la crueldad son los que han encontrado abiertos para transitar y estos chicos circulan por ellos convertidos en objetos desechables que pueden ser tratados como herramienta, arma, escudo, mercancía o “deshecho”, utilizados como “carne de cañón”. Para los niños que han perdido el miedo a matar, pero también la esperanza de vivir, pertenecer a un cártel suele ser visto como una oportunidad para salir de la miseria –en todos sentidos– en la cual muchas veces sobreviven. Esto hace que fácilmente puedan sentir pertenencia y lealtad hacia el grupo delincuencial que lo reclutó o incluso, lo secuestró, pues a pesar de todo, se sienten cobijados por ellos. 

En este contexto, es importante señalar que para renunciar al arrojo pulsional, se requiere que el principio del placer ponga coto al goce, que el yo pueda creer en la promesa de un futuro en el que podrá alcanzar anhelos; pero como hemos visto, en muchos casos esa promesa nunca se produjo y son cientos de niños y adolescentes que carecen de condiciones que les permitan investir un futuro que derrame para ellos algún baño de sentido; hay, más bien, un baño de excitación en el que se sumergen para experimentar el aquí y ahora. ¿Qué hemos hecho y qué les estamos dejando a las nuevas generaciones, a las que están por venir? ¿Hasta dónde somos cómplices? ¿Nos hemos convertido en espectadores pasivos que, en el mejor de los casos, logramos sorprendernos y nos dejamos afectar? Los niños sicarios, los “narco juniors”, los niños huérfanos y los miles de menores asesinados pueblan el mundo. Es una realidad que produce una sensación de derrota y de impotencia. ¿Enseñarles a matar para defenderse será uno de los legados que les dejemos? ¿Los niños de Ayahualtempa serán el ejemplo a seguir para estás comunidades abandonadas a su suerte?

Finalmente, y quizá para empezar, sólo nos resta salir del estupor o peor aún, de la indiferencia. No hay fórmulas que valgan, no hay mucha esperanza tampoco, pero la poca que queda habrá que ponerla a trabajar para intentar sembrar algunas semillas que apunten hacia lo imposible, hacia las utopías.