La poesía y la identidad

 Alejandro Vázquez Ortíz


Al abordar el tema de la poesía y la identidad pensé en centrarme en el papel fundamental que otorga Heidegger al forjamiento del “ser-ahí”, en su esencia a través de la poesía. Sin embargo noté que de hacerlo así no se diría nada nuevo, o peor aún dejaría sin analizar las implicaciones que atenazan dicha formación.


Planteado esto es necesario increpar a la poesía a responder: ¿Qué poder posee como para constituir la base de una identidad?


¿Dónde hemos de encontrar el límite para definir a lo que entendemos por identidad? ¿Bastaría acaso con limitarnos a lo que el psicoanálisis más ortodoxo, pragmático e ingenuo nos pueda decir de ella? ¿O debemos ahondar en aquello que el psicoanálisis muchas veces da por entado que existe?


Al investigar la formación del concepto de identidad en la historia del pensamiento occidental antes de la lógica aristotélica, empezamos a notar como en el periodo presocrático, este concepto se desarticula y deshace en un montón de regiones abstractas que más tarde se trabarían y comprometerían (formando el sentido común) en una solidificación de las reglas del discurso positivo, científico y verdadero.


Si hacemos un sobrevuelo hacia atrás, desde Aristóteles (específicamente sobre Metafísica, IV, 3 y sig., para el principio de no-contradicción, es decir sobre que un objeto no puede, ser y no ser a la misma vez), pasando por Platón en la doctrina del mundo de las ideas –formas- inmutables que se corporeizaban en el mundo físico. Esta última doctrina de las ideas pareciera la cristalización (con unos añadidos gracias a la indudable influencia de Sócrates y Anaxágoras) de la sugerencia de Meliso de Elea, discípulo de Parménides, que “es conveniente que el ser no tenga cuerpo.”[1] ¿Es pues, la identidad, desde el principio la reelaboración constante del Ser parmenídeo, pasando por la concreción de la entidad, tanto metafísica como física positiva –con la sustancia sensible aristotélica?


¿Cuál es la base del ‘ser’ en el pensamiento occidental? ¿Bajo que signo predominante surge ese concepto llamado ‘ser’ cuya función es unificar el caos abstracto bajo un único universal y hacer desaparecer la equivocidad del término?


Cosa curiosa, el texto de Parménides está escrito en hexámetro, la misma métrica en la que están escritos la Iliada y la Odisea de Homero y la Teogonía de Hesiodo. Ni siquiera utiliza la prosa poética como nos cuentan que Anaximandro hizo antes que él, sino poesía en su más puro estado, incluyendo elementos metafóricos, retóricos y estilísticos. Parménides comienza a definir propiamente el objeto que se convertiría a la ontología en algo posible según Aristóteles.


Desde la difusión de la Metafísica por Andrónico de Rodas, la relación entre la ontología y su objeto de estudio (el ‘ser’) había variado muy poco, y solo en términos formales. Heidegger es quién logra poner en marcha una diferente controversia que revoluciona la comprensión de la metafísica. Traspasa los mitos de la ontología y desmitifica la cuestión del ‘ser’. Consecuente con todo ello es capaz de observar los movimientos que ocurren en la que todavía es llamada ‘esencia del ser’ y sus vectores categoriales, es decir, funda una especie de ontología histórica. Un ‘ser’ en donde lo que cuenta no es ya propiamente la identidad a su esencia, sino la igualdad de valor a una determinada cualidad de actos, lo que cuenta para definirlo.


La identidad humana no debe sentirse alejada de dichos problemas en tanto la visión epistemológica que sobre ella se derrama, es en poco o en nada, distinta a la que se arroja sobre una operación científica de catalogación, de definición. Es decir, si podemos hablar de una cierta identidad de un sujeto cualquiera, podemos decir que hablamos sobre un determinado (o determinable) ‘ser empistemizable’. Si por ahí comenzamos, caminamos sin duda del lado de la ciencia, del lado que necesariamente admite una determinada ontología, un grado más o menos fuerte, sea el de Parménides, de Aristóteles o de Heidegger, que liga al ‘ser’ a él mismo y nos permite hablar de él.


La poesía tiene mucho que decir al respecto.


Al lanzarnos a estos tiempos tan alejados con nuestra ya formada visión científica de ‘lo que es’, es necesario que dejemos claro ciertas cosas.


La ‘poesía’ desde que es poesía hasta aproximadamente el s. IV a. C. –en Atenas- no se puede decir que sea lo mismo que hoy entendemos por poesía. La poesía se hallaba más cerca del cantar épico, costumbrista y folclórico que de un ‘arte’ propio de un disfrute teorético o estético.


En todas las civilizaciones más allá de la alfabetización, necesitadas de un soporte nemotécnico que permita la transmisión de las principales bases culturales que la conforman, tienen hombre dedicados puramente al ejercicio de la ‘poesía’. Resulta evidente que todas las civilizaciones, africanas, americanas y griegas desarrollaron la una música, una melodía y una letra que al unirse se convertía en eso que los antiguos llamaban ‘poesía’ que no hacía sino evocar eso que vale la pena ser recordado.


Así tenemos en Homero los modelos más importantes para la pedagogía de toda la cultura griega.[2]


Mucho después de Parménides, con Platón a pesar de los distintas desavenencias que tuvo este filósofo con los poetas, no puede negar el ámbito dramático que cruza por todo el centro el desarrollo de su obra: Los diálogos, forma en la que prevalece un elemento literario y que después de Aristóteles fue apenas visto como un método de divulgación, pero sin gran valor en lo que se refiere a su carácter de posibilidad de revelación de Verdad.


El diálogo aún conserva muchos elementos que lo separan de la Unidad del Ser, y debemos remarcar el hecho mismo que los primeros diálogos (multiplicidad de palabra) son una búsqueda, un drama, un desenvolvimiento en los cuales Sócrates, a través de interlocutores que se empeñan por obstaculizar el camino entre la multiplicidad ininteligible y la subordinación del filósofo a la Verdad (la Unidad), logra el triunfo a través de un pathos trágico que culmina, paradójicamente, en el primer diálogo escrito: La Apología.


En Platón la filosofía, (la búsqueda de lo Uno) sigue aún marcada por los derroteros de la literatura. Sin embargo entre 368/7 y 348/7 a. C. (años en los que Aristóteles entró en la Academia platónica) observamos un cambio lento pero conciso en la elaboración de esta clase de textos.[3] Incluso los últimos diálogos platónicos ya no contienen el drama, la lucha socrática del triunfo de la verdad, sino que sus interlocutores apenas cooperan con preguntas para el desarrollo inquebrantable del lógos socrático. El diálogo, lentamente se convierte en monólogo.


Pareciera que la lucha por la Unidad del ser llega hasta los extremos de la forma y no se contenta con triunfar en el contiendo. Al unificar la voz del diálogo y transfórmalo en una herramienta, ya no de discusión, sino de adoctrinamiento científico, la Unidad se consuma: se silencia al Otro y solo prevalece la Verdad.


Ocurre entre aquellos años, un motivo especial para considerar que el diálogo, la literatura, ya no es un buen vehículo para transmitir la veracidad del Ser. Cambia radicalmente la relación de Literatura y Verdad, situación que se ve llevada a sus últimas consecuencias con la creación del tratado aristotélico y la invención del ideal teorético de vida.[4]


¿Qué es esa relación que ha sido modificada? ¿Cuál es esa voz a la que se le ha impuesto silencio?


Sin duda la Academia misma ha de tener mucho que ver. La institucionalización de un determinado método, la creación de la ciencia e ideal de vida teorética, la revolución radical de los métodos de acceso a la verdad, todo esto entra en una simple y llana afirmación: a través de la Academia platónica el pensamiento se solidifica en cierto principios y métodos, y el alma necesita de ellos para llegar al conocimiento de la Verdad.[5]


Se puede ver en los fragmentos de los diálogos aristotélicos que se conservan, como opera radicalmente la nueva estructura de relación con la Verdad: ya no hay lucha o drama, sino negociación del lógos, o en todo caso reacomodación de los problemas. Con riguroso método, los diálogos aristotélicos van radicalizando los problemas y reduciéndolos a problemas de carácter lógico, de sentido común: la lucha, la voz del otro, el problema se ve tan empequeñecido que por fuerza triunfa la Verdad.


La forma pura de la estructura literaria de lo Uno es el tratado. En ellos, se convoca a las fuerzas a callar y a escuchar en silencio al Gran Uno que habla desde dónde solo rige la Unidad y la calma, donde nada puede perturbar a la Verdad.


El psicoanálisis, si desea hablar desde una identidad necesariamente debe reconocer que reprimirá otras. Al intentar establecerse como ciencia, ocurre por todo lo largo de psicología la necesidad de establecer un perfil de su objeto de estudio, sea éste el que sea. ¿El alma, la mente, la conciencia o el inconsciente? La dificultad para el psicoanalista para desarrollar un perfil ideal que pueda ser aplicable a cualquiera de los conceptos anteriores es la misma dificultad que se tiene para entender al psicoanálisis como ciencia. Aristóteles, en la Metafísica se enfrenta a un problema similar: ¿Qué omnímoda prevalece en todo “ser”? ¿Qué es eso que llamamos “ser” y como puede existir una ciencia que englobe a todos los seres, desde la hormiga hasta la estrella polar? Si el “ser” no puede englobarse bajo ningún universal tampoco se podría decir de él que es empistemizable, que es cognoscible.


Al rescatar el “ser”, Aristóteles pretendía salvar el lenguaje en occidente. Pretendía el lavar las manos manchadas de irracionalidad porque si el ser fracasa racionalmente, racionalmente no hay nada que decir respecto a ninguna cosa. Por ello activa los mecanismo de la primera relación entre “ser” y “tiempo”. Inventa propiamente un vector nuevo de la ‘esencia’ –traducida tradicionalmente como ‘sustancia’ y más modernamente como ‘entidad’- (ousía), de la destrucción, de la creación, del accidente y por tanto de todas las cosas que se sujetan al concepto de ser.


La operación no es para menospreciarse, como veremos más adelante. Al romper con el “ser” estático parmenídeo-platónico, Aristóteles crea una dinámica inmanente para lo divino trascendente. Podemos ver como se lleva acabo una modificación en las reglas del conocimiento teorético: Al afirmar que el ser no fracasa, que es posible su conocimiento a través de las experiencias físicas, ataca de alguna manera las raíces más profundas de la relación Poesía-Verdad, allá donde éstas se tocaban, en la religión.


Ante las recriminaciones sofistas y pitagóricas, Aristóteles afirma que hay una continuidad ininterrumpida e ininterrumpible entre, p.e. Sócrates sentado y Sócrates de pie. Asegura que más allá de la diferencia temporal, local y de modo, la permanencia de Sócrates es indiscutible. Acuña lazos lógicos que apuntalan la unidad del ser. Y el triunfo de ese ser es el que posibilita sin duda la expresión misma de la ontología y la identidad, puesto que sin estas ligaduras lógicas, el “ser” fracasaría permanentemente en la captación y en al subordinación de los estados de las cosas a reducciones abstractas de modelos estables. Tendríamos que Sócrates sentado sería un estado de las cosas radicalmente diferente a Sócrates de pie, y sería imposible incluso siquiera el pensar en ligar una oración como: Sócrates que estaba sentado se ha puesto de pie.


Ahora bien, ¿qué es la esquizofrenia sino la ruptura radical de esta lógica? La identidad fracasada que no puede continuar, que se fragmenta en cada estadio sin reconocer ni pasado ni futuro y se reconvierte a cada minuto en algo radicalmente diferente a sí misma? Desconoce su esencia y sus accidentes, las creaciones y destrucciones de identidades estarían a la orden del día a cada leve variación –suponiendo que consideráramos éste fracaso como una realidad unificada-, las cosas no tendrían que esperar a ver desaparecida su esencia para dejar de ser ellas mismas. Por ello la rotura mental es sin duda una esencial rotura del ser.


Si decidimos continuar con nuestra investigación sobre la historia del “ser”, notamos que desde San Agustín hasta inmediatamente antes de Heidegger, apenas hay contribuciones formales a los problemas ontológicos (al menos en occidente). Spinoza, Leibinz, Pascal, Descartes, Kant, Hegel aportan distintos enfoques sobre una misma cuestión, haciendo posible una investigación metafísica que modifica en ciertos aspectos la concepción de ‘lo que es’ pero no alcanzan a revolucionar la ‘esencia’.[6] 


Heidegger en Ser y tiempo y sus obras posteriores, recrea la noción de “ser” a partir de una simple formulación: El ser no tiene dada su propiedad de ser, sino que el “ser-ahí” puesto que la preeminencia de aparición de éste le subordina al preguntar,[7] otorga las propiedades del mismo. Dicho de manera más simple: que la existencia precede a la esencia. Liga la ‘esencia’ al tiempo subjetivo del “ser-ahí”. Y por ello tiene tanta repercusión en todas las ramas de la ciencia, incluyendo por supuesto en el psicoanálisis.


Tenemos pues, no ya una entidad ideal a la manera platónica, o una esencia trascendental que pervive a pesar de los accidentes en la materia inmanente a la manera aristotélica, sino la “nada” que a través de al existencia se convierte en sustancia vital.


Para Heidegger, la relación íntima entre historia, poesía e identidad están perfectamente claras. Al poner en juego las estructuras de la esencia nota que los vectores categoriales (las diferentes propiedades de lo que común y necesariamente debe ser un “ser”), se cruzan sobre el punto oscuro denominado esencia (en el caso del ser humano, “alma” o “espíritu”), y ve claramente que no existen intentos serios por esclarecer eso que llamamos “ser”, por el contrario, la pregunta por el “ser” es tenida por un error de método filosófico.


Una de las cuestiones más interesantes de la forma de creación de la esencia es la aparición repetida de la historia y la poesía como coadyuvantes en la formación de la misma. La última como creación, como origen, como dogma místico, como fuego primario. La historia como memoria responsable.


Un aforismo de Hölderlin que Heidegger cita en sus lecciones de metafísica de 1935: “La mayor parte de las veces, los poetas se han formado al principio o al final de una época del mundo. Con cánticos ascienden los pueblos desde el cielo de su infancia a la vida activa, al país de la cultura. Y con cánticos retornan de nuevo a la vida originaria.” Los cánticos significan más mucho más que lugares comunes de la literatura, sino el punto a partir de cuál surge el lógos, ese momento del a priori original, que hasta Aristóteles tuvo que admitir en el libro L de la Metafísica,[8]el misterioso movimiento que intrigó tanto a los neopitagóricos y neoplatónicos, el paso de la monada a la díada…


Reaparece, pues, la poesía, la cual habíamos dejado de lado al hablar de Parménides y Platón. Después que Aristóteles, en sus tratados fundamentara plenamente la relación entre ciencia teorética y Verdad por un lado, y Poética y Verdad (relegada a la dialéctica) por otro, salvo la agridulce[9] figura de Nietzsche, ningún filósofo que se respetara había dado tanta importancia a lo que se refiere la poesía.


Heidegger celebra el origen del espíritu (esencia, ser, Unidad, etc.) en la poesía, en el momento originario de creación. Pero éste momento originario, cuando se traduce a espíritu obtiene otro tipo de relaciones, adquiere compromisos, contratos históricos. Dice en su discurso de toma de protesta del rectorado de la Universidad de Friburgo:


El espíritu es la autorización concedida a los poderes del ente como tal y en totalidad. Cuando domina el espíritu, el ente como tal siempre y en todos los casos es más ente. Por eso, el preguntar por el ente como tal y en su totalidad, el preguntar de la pregunta ontológica, constituye una de las condiciones esenciales y fundamentales para el despertar del espíritu, y con ello del mundo originario de un ser-ahí historial, así como para refrenar el riesgo de ensombrecimiento del mundo, y hacerse cargo de la misión histórica de nuestro pueblo, en cuanto que se halla en el centro de Occidente.[10]


Más allá del espíritu nacionalista de la afirmación, es decir, más allá de que la conciencia de la generación de nuestra esencia como personas nos guía a tener un compromiso con nuestra patria, ésta “autorización concedida a los poderes del ente” nos guía a tener un compromiso con el ente mismo, a saber “ser más ente”.


Dadas las consecuencias desastrosas de esta “autorización”, de éste compromiso, Heidegger al término de la 2ª Guerra Mundial, los siguientes diez años en prohibición de cátedra por colaborar con el régimen nazi y el resto de su vida preguntándose ¿por qué? ¿En qué situación nos pone la ‘esencia’ que nos compromete?


Tres afirmaciones heideggerianas que si las entendemos deben sorprendernos: “El espíritu es llama.” “El espíritu es lo que se incendia.” “[Hölderlin] está en el camino de vuelta de su viaje hacia el Fuego.” [11] El alma es la sustancia primera –a la manera aristotélica- del hombre. Comprende éste filósofo el destino del alma: consumirse, morir en el campo de batalla, ¿por qué?, ¿para qué? Hacia la época de la “técnica”, Heidegger hace visible en su obra la necesidad de que el lenguaje hable. Sea el alemán o el griego, rescata que la verdadera esencia, no esta sino en la búsqueda del verdadero “significado”.


Después, en el viraje, en sus conferencias de La cosa, el Origen de la obra de arte, la Pregunta por la técnica y “…el Hombre habita Poéticamente…” nos cierra un círculo que no puede ser más específico y claro: el poetizar, la poesía –entendida no ya en su sentido como soporte nemotécnico, como en las culturas ágrafas, sino como una expresión espiritual de especialísimas cualidades-, se convierte en un acto de medida, en un acto que supera todas las posibilidades de la ciencia, la ontología, el psicoanálisis o la poesía para revelar lo que realmente las cosas son. El arte se vuelve el medio por el cual tiene el hombre de medir la ‘esencia’ de las cosas.[12]


Lo que Heidgger nos ofrece es, sin duda, una revolución radical que le quita el estamento, tanto a las ciencias como a la filosofía del poder del ‘desocultamiento’ (aletheia) de las cosas, y aunque sus alcances en el terreno de la realidad sean bastante discutibles, representa un punto de inflexión a la hora de abordar la metafísica.


No es coincidencia que Heidegger, como filósofo, comprenda la necesidad de la erradicación de la metafísica y suplantarla por la metalingüística, o en todo caso sin saberlo coopera con Sassure y cia. para articular toda una filosofía del lenguaje. El ser nada es antes de ser nombrado, antes de existir propiamente.


Debemos continuar y aplicar la palabra “significado” a donde antes mencionábamos “esencia”.[13]


Al fin y al cabo la operación de Heidegger al salvar al “ser” no se diferencia en gran manea de la de Aristóteles o de Platón, puesto que es el mismo desencantamiento del mundo que ocurre, tanto por los sofistas en el s. IV a. C., como por la crisis de valores que azotó a occidente a principios del s. XX. Ocurre en estos cambios una modificación que no permite que sobreviva la visón ontológica que se derrama sobre el “ser”, que el lógos se vuelve insostenible y necesita cambiar para mantenerse como institución. Heidegger y Aristóteles escriben lo justo en el momento justo, no se trata de filósofos geniales, sino que simplemente dan una respuesta a un mundo que los inquiere.


Al trasladarnos al significante comienza a tomar sentido de la relación íntima que existe en todo esto y la identidad psicoanalítica.


A partir de los Cursos de Lingüística general, Sassure y sus influenciados establecen de nuevo, otro tipo de relación entre el sujeto y la Verdad. El acceso se volvía sumamente difícil al saber que el significado de las cosas es absolutamente arbitrario no solo en el significante, sino en el sujeto también.


Sin embargo no debemos olvidar, que lo que realmente funda la posibilidad de existencia de una lingüística general, es decir, de mover el objeto de estudio del habla a la lengua sistémica, es la posibilidad de que se produzca su objeto de estudio: la lengua y sobre todo el significado. ¿Es que acaso hubo en algún momento que no existió el significado en la lengua? Según Lacan, Freud al hacer el análisis del inconsciente a niveles lingüísticos lo que hace es poner en práctica la ciencia que una década más tarde Sassure pondría sobre la mesa.[14] Sin embargo lo que realmente posibilita la existencia del significado ocurre dos mil años antes, y aún Platón y demás acompañantes se devanearon por poner en práctica eso que se llama lingüística general.


Hacia el s. X o IX a. C., el dialecto jónico griego sufre una mínima evolución que posibilita, de un plumazo, la elevación abstracta de las ciencias teoréticas, metafísicas y por supuesto la producción de significados y niveles semánticos: esto es la invención del artículo neutro.


El “lo”, permite que los griegos a la misma vez que se preguntan: ¿qué es bello?, pregunten por, ¿qué es lo bello? Homero y Hesíodo (que escribieron sus respectivas obras en dialecto jónico, al igual que los primeros filósofos, Anaxágoras, Anaxímenes, Heráclito, etc.), apenas utilizan éste artículo. La novedad no tiene tanta repercusión sino hasta la época sofística.


En el s. IV a. C. la fuerza del significado era tal, que Sócrates iba por ahí haciendo ver a la gente que aquello que tomaban por el significado de las cosas, no era tal en tanto que no tenían forma de descubrir las realidades de la idea, de la esencia. Los diálogos platónicos son una suerte de búsqueda del significado dentro de una lengua que se reconoce como sistematizada. Resulta elemental la ligazón no solo evidente sino esclarecedora entre filosofía-lingüística-psicoanálisis, a tal punto que todas parten de un mismo meollo común: el platonismo.


Lacan dice que el significante es lo que representa a un sujeto ante otro significante.[15] Lo interesante de esta afirmación no está en su aplicación práctica, puesto que si lo aplicamos, más allá del comportamiento, a un significante lo suficientemente cohesionado como para no descomponerse en lo abstracto, a un significante trascendentalizado en su arbitrariedad (es decir, sin el cual, la concepción misma de la arbitrariedad del significante-significado peligraría), como es la noción de la identidad, notamos que la relación apunta a que el sujeto que se revela en el significante no es otro que el significado puro, la sustancia trascendente.


En la fórmula de Lacan, sin embargo permanece la ignorancia, el pesimismo de los primeros diálogos platónicos (los irresueltos en donde Sócrates lo único que hace es demoler al significado sin reemplazarlo por otro más correcto [un ente más ente, como diría Heidegger]). Lacan atrapa al sujeto revelado entre dos significantes que, aún y que se comuniquen por la vía trascendente de un sujeto revelado, nada de ello tienen que compartir. Sin embargo no puede dejar de parecer sospechosa la revelación del sujeto dentro del significante. No podemos dejar de preguntar ¿dónde habita pues ese sujeto revelado, dónde habita realmente el inconsciente?


El inconsciente se revela aquí como el deux ex machina que hace descender al sujeto a la corporeidad del significante. Se convierte en cierto sentido, en el mundo platónico donde reside la esencia, liberado por supuesto de sus connotaciones religiosas. A partir de Freud, no debemos dudar, se construyó alrededor del inconsciente una mitología, una simbología que, como las antiguas escrituras arcanas, quien sepa interpretarlas conocerá al verdadero sujeto. Lacan no se engaña, pero sigue creyendo que hay un sujeto que descubrir.


¿Realmente existe un sujeto que descubrir?


En tanto que buscamos definir identidad, por ejemplo, y según los lógicos esta es una noción primitiva (no reductible a otros términos), tendremos que utilizar un caso particular. Tomemos a Sócrates. Tenemos que Sócrates participa esencialmente de su modelo platónico: Sócrates. Tenemos pues que Sócrates ≡ Sócrates.[16] Para que esta afirmación tenga sentido necesita, por ejemplo y según la definición de Leibinz de los indiscernibles, que el primer Sócrates tenga todas y cada una de las propiedades del segundo y que el segundo tenga todas las del primero; luego podemos decir que el primero es el segundo.[17] Se propone pues que se realice una operación identitaria que es la misma que se realiza al decir, yo soy X, a saber que cuando me defino como X, debo tener todas y cada una de las propiedades de X. Pero al momento de intentar criticar y separar por medio del lógos las propiedades que pueden o no pertenecer a X o a Sócrates, el resultado que tenemos es que el sujeto y la identidad se vuelven indiscernibles: se transforman en Uno. Sin embargo si yo, siendo un sujeto X, digo que soy Sócrates, la identidad no opera más como agente de apropiación reductiva de mi sujeto; puesto que en el momento en que el lógos rechace que yo y Sócrates tenemos las mismas propiedades, deviene en esquizofrenia o en la no captación correcta de lo que llamamos realidad. La identidad revela su poder por encima del sujeto, destruyéndole metafísica, moral, jurídica, económica y médicamente. El sujeto queda inutilizado, solo importa la identidad.


El significante al querer imitar la mismidad del concepto, quiere lograr diana en un punto que por inamovible,[18] resulta inaccesible. En realidad el ser en su forma parmenidea-platónica no admite movimiento (línea) en ninguna circunstancia y ante el punto –pieza incalculable, adimensional tanto en aritmética como en geometría- el lenguaje pasa de largo en la intencionalidad que le es propia. Es decir, al formular x ≡ x, nuestra afirmación pasa de largo en todo lo que X tiene de X. Si el ser como tal existe, resulta innombrable y es anónimo antes que incognoscible. Porque x existe en un lugar antes que el habla porque el habla con todo lo que tiene de fracaso epistemológico al hacer aparecer a X, da a X diferentes propiedades que no le corresponden, p. e. la de ser X misma.


Acaso piensen que se exagera al hacer una comparación de un diagnóstico de un perfil psicológico con una operación matemática, pero en tanto que ambas buscan un resultado, ambas forman operaciones, acaso gradualmente distintas, de un mismo mecanismo: el del significado, el de la esencia, el del sujeto. Si creemos en un sujeto que podría decir más o menos verdad oculto en el inconsciente, creemos en la esencia y por mínima que sea, creemos en una naturaleza humana, en una ‘naturaleza’ (phísis). Al fin y al cabo, gracias a ésta se puede llevar a cabo la operación del análisis, y sea ésta ‘naturaleza’ dictada por quién sea, es la causa esencial y la operación previa al ajuste, reelaboración, crítica y justificación de los hechos psíquicos contrastada con una “realidad” dada,[19] sea con el propósito que sea.


Y hasta aquí nos persigue la naturaleza humana, la esencia de lo claramente determinado que nos exige la indiciernibilidad del sujeto –lléguese o no a revelarse- con el significante y la identidad (el significado puro). Surge como poesía en Parménides, surge acaso como un terror a la multiplicidad del caos, de la muerte, de la existencia, surge como un Uno que unifica los estratos irracionales y absurdos de la existencia bajo un mando común, digerible y dominable. Surge a partir de un hecho poético, de un momento originario, de una creación que destrascendentaliza cualquier uso científico u objetivo, como una aplicación conciente de una fuerza espiritual, y no como el descubrimiento genial de una verdad por todos intuida. Surge el Ser, la identidad, la esencia, como técnica abstracta de recogimiento del hombre. Al fin y al cabo, fue por ‘naturaleza’ que Aristóteles concibió una política racial en donde los bárbaros –los ajenos a la polis, que bien podrían ser hoy los marginados de cualquier clase- ser esclavos por naturaleza. Fue por esta naturaleza que la medicina de la Ilustración fue tan radicalmente racional hasta el punto de la supresión total de la libertad humana. Fue por esta dichosa ‘naturaleza’ por la cual la gran mayoría del pueblo alemán se sumó a Adolf Hitler y sus crematorios.


Cada vez que nos acercamos a un resurgimiento platónico de la naturaleza humana hay de pronto un salvajismo institucionalizado que aplasta la voz de la alteridad y tiende a reducir el caos a la identidad: la Inquisición, la Conquista, el positivismo científico, etc. Porque es la naturaleza humana la que actúa, sea positivamente –obligando a…[20]– o negativamente –prohibiendo el…[21]– para constituir la base profundamente sólida y burocratizada sobre la que se cimienta la gran mayoría de nuestras instituciones que marcan el paso de lo “real”.


La esencia juega este doble papel en nuestra vida, por tanto debemos dudar de ella, porque la esencia, la identidad, es literatura hecha mito, trascendentalizada más allá de sus orígenes hasta aquello que llamamos Verdad.


Bibliografía


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Foucault, Michel, Sobre la ilustración, Ed. Tecnos, Madrid, 2004


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