La locura ecocida

Luis Tamayo Pérez

A lo largo de la historia, la humanidad ha concebido a la locura de muy diversas maneras. Nuestros locos han sido considerados desde portadores de verdad hasta pecadores o, como se les considera generalmente en la actualidad, enfermos. Sin embargo, desde hace algunas décadas, gracias a los aportes del psicoanálisis, el loco ha recuperado su lugar de portador de verdad. La experiencia de la locura es una manifestación de una verdad irruptiva, explosiva, horrorosa. Pues la locura constituye una escritura de aquellos elementos que la humanidad aún no entiende de sí misma, es un texto en busca de lector. La verdad que presenta la locura, como bien ha señalado J. Lacan no es del orden de la belleza, generalmente es del orden del horror. La angustia, esa experiencia extrema, revelación de la nada, del vacio de la existencia es también una de las formas de presentación de la verdad.
Y algo es verdadero, nos enseña Heidegger, cuando abre, devela, revela, la naturaleza íntima de la cuestión. Desde este punto de vista lo verdadero ya no se aparta de la intuición o de la irrupción explosiva. Y es en el arte donde siempre se conservó esta manera de entender la verdad: un cuadro no tiene explicación, tampoco un poema, pero en ellos la verdad se revela de manera abrupta y directa a aquellos que están dispuestos a enfrentarla.
Y la locura ecocida no escapa al principio de que la locura muestra verdad.
Dicha locura ecocida se deriva de la nueva lista de pecados presentada recientemente por el Arzobispo plenipotenciario Gianfranco Girotti quien, en entrevista con L’Osservatore Romano,[2] indicó que el hombre moderno está amenazado por nuevos pecados que tienen un peso más social, como los experimentos genéticos, la contaminación, las drogas y la desigualdad social. Muy rápidamente la prensa mundial sumó tales pecados a los anteriormente existentes (soberbia, envidia, gula, lujuria, ira, avaricia y pereza). Ante la reacción de la prensa, el Vaticano se aprestó a minimizar el comentario indicando que no había nada nuevo en lo indicado por el arzobispo Girotti. Y si bien es cierto que el afán de lucro generador de la desigualdad social cabe dentro del antiguo pecado de la avaricia, el abuso de drogas dentro de la gula y la manipulación genética dentro de la soberbia, cuesta trabajo encontrarle lugar entre los anteriormente existentes al pecado de la tendencia humana a contaminar el medio ambiente. Pues varios de ellos parecen conjuntarse para producir este último y recientemente nombrado pecado.
Desde nuestro punto de vista eso esto es así porque la historia humana toda puede considerarse como la lucha a muerte del hombre contra su medio ambiente, una lucha iniciada desde los albores de la humanidad, cuando el hombre abandonó el mundo de las amenazantes cosas para vivir en un, mucho más confortable y controlable, mundo de palabras, para habitar en la ficción del lenguaje. Y dicha ficción permite a la humanidad negar la angustia primigenia derivada de la irrupción de la cosa (das Ding). La vida en el mundo de las palabras incluso nos permite excluir a la muerte de nuestro universo. Vivir en el mundo de las palabras nos hace creer en la existencia de la “vida eterna” pues mientras todas las cosas del mundo son transitorias (fallecen o se modifican) las palabras conservan por siempre su lozanía. Vivir en el mundo de las palabras, asimismo, nos permite vivir en la ilusión de un universo estable y uniforme. Esto es así porque, a diferencia de las cosas, las palabras no menguan. El vocablo “agua” es el mismo si tengo mil millones de metros cúbicos en mi pozo que si poseo tan sólo un litro. El vocablo “agua” no varía. Vivir en el mundo de las palabras nos permite no prever el agotamiento de nuestros recursos. Muchas de nuestras conductas ecocidas provienen, en buena medida, de vivir ciegos en el mundo de las palabras. El recientemente nombrado pecado de destrucción del medio ambiente (y que nosotros preferimos denominar locura ecocida) deriva directamente de nuestro habitar ciego en el mundo de las palabras. Vivir en el mundo de las palabras conduce a que el medio ambiente del neoteno[3] humano sea uno depredado por su incapacidad para mirar la mengua de las cosas, por interrumpir su capacidad de previsión y de pensamiento de largo plazo. Todo ello produce la denominada “tiranía transgeneracional” que no es sino el nombre actual de eso que en la Grecia antigua se consideraba el grado máximo de locura: el asesinato de la propia descendencia. Bastaron sólo una centena de años para producir una enorme masa de seres humanos estupidizada por los mass media, dependiente de tecnologías que no comprende e incapaz de producir los alimentos que consume. Una masa que, como puede apreciarse, es increíblemente vulnerable a las catástrofes ambientales y económicas.
La humanidad actual padece, y parece no darse cuenta de ello, una grave enfermedad: la locura ecocida.
La locura ecocida es similar al alcoholismo, es egosintónica y thanática. En tanto egosintónica el que la sufre no se considera enfermo, para él los equivocados son los demás (y ello es cierto, los que sufren, ciertamente, son los de alrededor, los familiares, los vecinos y demás afectados por sus conductas). En tanto thanática la locura ecocida remite a uno de los deseos más profundos e inconfesables del hombre: su propio deseo de autodestrucción.
El carácter thanático de dicha locura la hace muy difícil de curar. Para lograrlo es menester, primero, curarla en nosotros mismos, curarnos el consumismo y la incapacidad de mantenernos a nosotros mismos, curarnos la desesperanza y encontrar nuestro deseo, en suma, madurar y ser capaces de sostener nuestra palabra. Después es menester la creación de la conciencia de enfermedad en los ecocidas. Un buen ejemplo de cómo lograrlo lo aporta Anna Freud cuando creó la conciencia de enfermedad en un niño que era aficionado a golpear a las niñas de su escuela: en su primera cita Anna Freud preguntó al infante si podría dejar de golpear a las niñas si quisiese, a lo que el niño, seguro de sí, contestó afirmativamente, acto seguido le dijo que si al día siguiente tenía el reporte de que ya no había golpeado a niña alguna le daría una apetecible golosina, a lo que el niño accedió gustoso. Pero al día siguiente, y a pesar de su esfuerzo, el niño no pudo dejar de golpear a las niñas y, perplejo, tuvo que reconocerlo ante su, a partir de entonces, terapeuta. Digo “a partir de entonces” pues con ese movimiento el infante reconoció la existencia de un problema y el deseo de curarse de ello. Anna Freud, con esa argucia, convirtió un síntoma egosintónico en egosdistónico (es decir, en uno que molestaba al yo del niño pues le mostraba que no tenía control sobre él). Y quizás eso tengamos que hacer con la locura ecocida: señalar a los ecocidas que sus afanes desarrollistas, su consumismo desaforado, su atadura a modas, su incapacidad para generar sus propios alimentos y la destrucción del medio ambiente de todos constituyen graves síntomas de los cuales deberían curarse.
Pero todo esto sin dejar de reconocer que la locura ecocida también porta una importante verdad: el anhelo thanático del hombre de destruirse, de acabar con su propia descendencia, es decir, de su propio deseo suicida.
Sin embargo, tal como lo manifiesta Freud, cuando un deseo inconsciente (vgr. el deseo incestuoso) se hace consciente su fuerza destructiva mengua pues una vez hecho consciente se pueden hacer varias cosas con él: sea aceptarlo y rechazarlo, sea aceptarlo y realizarlo, sea sublimarlo.[4]
¿Qué harán nuestros grandes locos ecocidas con sus deseos destructivos una vez que lográsemos hacerlos conscientes de ellos? No lo sabemos y no podemos saberlo, lo que si importa es lo que haremos los demás, los que sufrimos y sufriremos las consecuencias de los actos de los grandes locos ecocidas, esos que desde el poder cambian nuestros bosques por “mancha urbana” para construir carreteras innecesarias (como la Lerma-Tres marías en el norte de Cuernavaca), esos que ubican rellenos sanitarios en lugares incorrectos (en vez de educar a la población en el reciclado de sus residuos sólidos), esos que consideran que el “progreso” consiste en crear la infraestructura para que nuestros excrementos se desalojen ¡utilizando agua potable! y nos habitúan a productos superfluos y que cubren cada vez más el mundo de mugre y polución.
Todo esto sin olvidar que nosotros somos corresponsables de esa locura en la medida en la que hacemos el juego a dichos grandes ecocidas, pues adquirimos los productos que la locura consumista presenta. Por tal razón no es errado decir que compartimos la misma locura thanática: al hacerle el juego somos corresponsables de la destrucción de nuestro hábitat y, por ende, del asesinato de nuestra propia descendencia.
Cuernavaca, Morelos, 25 de junio de 2008

[1] Dr. en Filosofía (UNAM). Miembro de L’école lacanienne de psychanalyse y de la Heidegger Gesellschaft. Actualmente Director académico y Coordinador del Seminario Filosofía y psicoanálisis del Posgrado en Filosofía del CIDHEM (Centro de Investigación y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos).
[2] El 9 de marzo de 2008.
[3] De esta manera denomina D.-R. Dufour al ser humano en su Lettres sur la nature humaine à l’usage des survivants (Calmann-Levi, Paris, 1999) debido a que, generalmente, el ser humano, como el ajolote del altiplano mexicano, nace, se reproduce y muere sin haber alcanzado nunca la madurez.
[4] Freud, S., “Cinco conferencias de introducción al psicoanálisis” (1909-1910), en Obras completas, XI, Amorrortu, 1976, p. 49-51.