La Locura Ecocida: Ecosofía Psicoanalítica

Variaciones (desde el intrincamiento) sobre un tema de Luis Tamayo

 Raúl García Barrios

Hace unos pocos días, en un viaje a Boston, me sorprendió una calcomanía en el trasero de un auto que decía: «actúa localmente, piensa cosmológicamente». El libro «La Locura Ecocida» de Luis Tamayo aspira justamente a lo contrario. Nos invita a pensar local, regional, global e históricamente, sí, y lo hace magistralmente, pero también a abandonar el pensamiento cosmológico, pues para el autor ahí están los fundamentos de las ilusiones y ficciones que nos llevaron a emprender desde los orígenes de la civilización una guerra loca —matricida y filicida— en contra de nuestra propia Naturaleza.
En el libro, Luis da cuenta de estas ficciones e ilusiones como «locura» —no pecado ni voluntad de poder, y en esto se aleja tanto de los cristianos como de Nietzsche—, y adopta la posición, que algunos podrían pensar privilegiada, del terapeuta de los locos, que como tal diagnostica y prescribe. Se identifica con «Cervantes y su «hijo» Don Quijote, ex-combatientes que formaron parte de alguno de los bandos de alguna de las multivariadas guerras humanas y se curaron de ello… [Ellos…(y él)] guardan consigo, asimismo, el conocimiento de la futilidad de la guerra y las razones y las sinrazones de los guerreros. Y se guardan de decir sus secretos pues saben que no les corresponde darlos a conocer.
Efectivamente, no corresponde al psicoanalista ser profeta. Proferir su verdades, dice Luis, no le acarrearía sino el destino de Casandra…» (pag. 44), a quien clasifica entre los «locos del advenir», aquellos que profetizan grandes males o el fin del mundo sin poder persuadir a los demás. Recordemos. Casandra era hija de Hécuba y Príamo, reyes de Troya. Fue sacerdotisa de Apolo, con quien pactó, a cambio de un encuentro carnal, la concesión del don de la profecía. Sin embargo, cuando accedió a los arcanos de la adivinación, rechazó el amor del dios; éste, viéndose traicionado, la maldijo escupiéndole en la boca: seguiría teniendo su don, pero nadie creería jamás en sus pronósticos. Tiempo después, ante su anuncio repetido de la inminente guerra y caída de Troya, ningún ciudadano dio crédito a sus vaticinios y todos la creyeron «loca». (Un mito contemporáneo semejante es el de Jor-El, padre de Supermán, quien profetizó que Kriptón sería destruido sin que nadie lo escuchara hasta que fue demasiado tarde.)
Pero, aunque no es profeta, Luis sabe reconocer el valor de la profecía de la «Guerra y Venganza de Gaia», y la encuentra razonable dada la locura que él estudia y conoce muy bien. Al difundirla se arriesga, pues grupos empresariales y políticos poderosos, algunos actuando en Morelos y Cuernavaca, rechazan rotundamente la profecía, y están dispuestos a llegar a «las manos» para defender sus pasiones e intereses contra quienes pretendan contenerlos. Al mareo que a estos individuos les genera subirse al ladrillo se agrega una profunda locura, que les impide dar cuenta de que vivimos en una Sociedad de Riesgo, como la llama Ulrich Beck. Los riesgos —entre ellos los ambientales— se reconocen ahora como impredecibles y amenazantes incertidumbres de la sociedad industrial, que causan daños sistemáticos a menudo irreversibles y desigualmente repartidos, y se acumula un vacío político e institucional en su entorno y un proceso de desencantamiento de los ciudadanos con las instituciones tradicionales: mercado, estado y organización civil. Desde su posición Luis reconoce, nombra y, cuando es necesario, denuncia también a los locos activos que defienden este estado de cosas para hacer prosperar sus empresas y proyectos ecocidas, y a los pasivos que les «dejan hacer», y con ello se gana la incomprensión, el odio o la burla. La locura ecocida, él lo sabe bien, es egosintónica y thanática. «En tanto egosintónica el que sufre la locura ecocida no se considera enfermo, lo que sufren son los de su alrededor…los afectados por sus conductas ecocidas. En tanto thanática remita a uno de los deseos más profundos e inconfesable del hombre: su propio anhelo de autodestrucción.»
El libro «La locura ecocida» se divide en cuatro partes fundamentales:
Primera Parte.- Descripción y Profecía: Una guerra loca y sus consecuencias. El autor describe la historia de la humanidad—desde la perspectiva de la hipótesis Gea (o Gaia) de Lovelock— como una violenta e insana guerra entre la virulenta especie humana y un planeta Tierra que reacciona, casi como un organismo conciente, ante las barbaridades perpetradas por aquella. Dicha guerra loca, según el autor, inició desde los albores de la civilización, cuando el Hombre (el Dasein heideggeriano) reaccionó ante la muerte de manera ignorante y torpe, expulsando (ilusa e ilusoriamente) tanto a la Muerte como a la Naturaleza de Sí Mismo y les dio vida imaginaria como entidades ajenas y enemigas. La guerra ha transcurrido por varias fases, pero en la fase última de esta guerra, al extraer el carbón y el petróleo de las entrañas de la tierra…el hombre de la era industrial contraviene el acto más importante (si de generar vida se trata) realizado por la naturaleza durante millones de año: el secuestro del carbono atmosférico. La consecuencia directa de un acto tan ignorante como imprudente es el calentamiento global…; según Enrique Molina: «la atmósfera se nos acabará antes que el petróleo». Pero el calentamiento planetario no es la única amenaza provocado por la torpe ilusión humana. La «guerra loca» ha provocado grandes males para todas las partes en guerra: desequilibrios poblacionales, degradación de los suelos, desertificación, envenenamiento de los ecosistemas, descenso de su capacidad de regeneración y enfermedades emergentes. El autor, de hecho, nos coloca de frente y sin miramientos a cuatro crisis mundiales íntimamente intrincadas entre sí: ambiental, energética, financiera y alimentaria, que en conjunto amenazan con destruir la biósfera y la civilización humana. El Dasein (ser-ahí), al expulsar de sí a la muerte y al mundo, adquiere su condición de impropio, «…se convierte en virus de Gea y por ende se construye una particular forma de locura, que ha conducido a la humanidad moderna prácticamente a los límites de su propia supervivencia, una locura ecocida cuya peligrosidad es tal que conduce a lo que, en la Grecia clásica, se consideraba la más grave locura: el asesinato de la propia descendencia (es decir, la tiranía transgeneracional)» (pag. 37).
Segunda Parte.- Diagnóstico: La Locura Ecocida. ¿ Qué es esta Locura Ecocida y cuáles son sus principales características? El autor describe tres tipos de locos:
· los activos: los ecodepredadores y sus cómplices en los gobiernos,
· Los pasivos: los que «dejan hacer» la depredación de los primeros y, finalmente,
· los «locos de advenir», como Casandra.
 
¿Cuál es el origen de tanta locura? ¿Qué impide a todos estos locos salir de ella? Luis nos propone que el hombre moderno se encuentra sumido en un mundo de ficciones /ilusiones, algunas con raíces milenarias, otras propias de nuestra sociedad moderna. Desde hace por lo menos cinco mil años, en los albores de la edad axial, la civilización occidental habita en un mundo-ficción de palabras que cree isomorfo al mundo de las cosas. Pero, a diferencia del mundo de las cosas, el mundo de las palabras está plagado de universales eternos y uniformes. A este mundo ingresamos primero al nombrar las cosas y luego conferirle a las palabras, y a través de ellas a nosotros mismos, condición autónoma. Al transfigurar el mundo de las cosas (los ecosistemas) al mundo de las palabras, los singulares se convierten en generales, el cambio en inmutabilidad y la escasez en abundancia. Vivimos en la ilusión de ser individuos autónomos habitando un universo formado, ordenado y estable, cuando en verdad ahí afuera, en el mundo de las cosas, somos uno con el mundo, un adentro/afuera, y ahí transcurre una verdadera guerra. El término utilizado comúnmente para describir este mundo de palabras es Kosmos (con k mayúscula). En su acepción original, derivada de Pitágoras, Kosmoz nos remite a un sistema ordenado y armonioso, y tras de este a una ontología sustentada en el Logos, es decir, en el principio y fundamento de organización, armonía y estabilidad, causa primera y final de todas las cosas y criaturas, materiales e inmateriales. Estas cosas y criaturas compartirían en última instancia los atributos del Logoz, aún cuando susexpresiones y relaciones fenomenológicas —necesariamente contingentes y locales— no fuesen siempre armónicas. Esta idea de Kosmos es la base de la ontología realista-idealista de Platón (recuérdese la alegoría de la cueva en La República), persiste en la noción de forma aristotélica (Metafísica) y se desarrolla ampliamente en el cristianismo a través de San Juan el evangelista, San Agustín (La Ciudad de Dios vs. La Ciudad del Hombre) y Santo Tomás (Summa Teológica), para desde ellos influir poderosamente en la concepción cartesiana de un universo estable regido por leyes.
 
Para entender la propuesta de Luis, permítanme contrapuntear esta ficción con la visión del mundo nahua antiguo, un mundo esencialmente en desequilibrio (Booth 2003). De acuerdo a la evidencia existente (ver López Austin 1980 y Klor de Alva 1988), el mundo mesoamericano no se regía por un Logoz supremo que infundiera algún tipo de orden, balance, armonía o mecanismo regular, sino que era el espacio donde se desarrollaba la lucha eterna de fuerzas antagónicas, «todas las cuales eran necesarias pero a la vez capaces de hacer daño, y, en consecuencia, cada una de las cuales debía ser constantemente equilibrada por el resto si se pretendía preservar la estabilidad» (Klor de Alva 1988, p. 59) [3]. Además, el ser nahua y su voluntad (la «sustancia ética») no estaban —como sucede con el ser cristiano y su voluntad— suspendida entre las opuestas tentaciones de demonios y ángeles, y forzada a ser el centro de lucha entre el cuerpo y sus deseos y el alma. Tenía, en cambio, una continuidad física, a través del inconstante Tonalli (la cabeza o mente, también sede de fuerzas antagónicas del mundo y sus luchas), y podía sufrir, en el Teyolia o corazón, enfermedades y aflicciones por sus excesos y desequilibrios. Es decir, el ser nahua era, tanto en la cabeza como en el corazón, tan dinámico e inestable como el mismo mundo. A diferencia del mundo griego y luego el cristiano, donde el principio de equilibrio y estabilidad era externo y ajeno a la práctica humana, en el nahua el equilibrio sólo podía alcanzarse a través de la implicación directa del ser. En el pensamiento nahua tanto el mundo como el ser (humano) dependían cada uno del otro para su sobrevivencia. La preocupación ética fundamental no era eliminar los deseos o alcanzar el justo medio aristotélico, sino establecerse como un ser agregado (coherente) mediante actos personales y rituales disciplinarios, muchas veces sangrientos, de tal forma que se fuera capaz de eliminar las tendencias fragmentadoras de los componentes precarios del ser y balancear los extremos y desequilibrios para permitir una supervivencia compartida, ya que «únicamente el ser agregado, en concierto con los otros seres unidos, podía luchar contra los obstáculos al orden personal, social y cósmico planteados por el destino» (Klor de Alva 1988, p.65). El resultado alcanzado, sin embargo, era un equilibrio inestable, que debía ser renovado continuamente a través de prácticas y sacrificios rituales.
 
En resumen, el hombre occidental vive en una ficción de orden y estabilidad, lo que le autoriza y justifica para actuar en continua guerra contra el mundo. El hombre nahua, en cambio, reconocía que el mundo y el ser están en profundo conflicto y desequilibrio, y por lo que el ser debe estar dispuesto a disciplinarse y sacrificarse hasta el máximo para conferirle armonía.
 
Inspirado por el texto de Luis, permítanme abundar (hacer variaciones) sobre las formas sociales que adopta la locura occidental. Las sociedades humanas occidentales han adoptado muchas formas de Orden Social durante los últimos 5,000 años de su historia. Los han habido más o menos incluyentes o excluyentes; más o menos jerárquicos o igualitarios; más o menos centralizados o descentralizados; más o menos planificados o espontáneos, etc. Todos, sin embargo, se han distinguido por estructurar las relaciones humanas en torno a un principio de autoridad emanado de la ficción trascendental propia del mundo de las palabras, es decir, de un mito de carácter sagrado o secular suficientemente poderoso como para instanciarse en las normas e instituciones sociales[4], y conducir a los individuos y grupos humanos a absorberse psico-socialmente en sus significados. Ya sea porque persiguen la Contemplación y Éxtasis Cósmicos, conducir a la humanidad a la Comunión con Dios, el Progreso Científico y Tecnológico o el Bienestar Social, los Ordenes motivan y modelan las preferencias y decisiones humanas, haciéndolas converger en torno a estructuras de articulación y facilitación de procesos históricos de enajenación, educación, coordinación y cooperación necesarios para la producción y reproducción de sus Significados estructurantes y la apropiación correspondiente de las personas, especies y ecosistemas[5].
Hoy día, la producción capitalista contemporánea está estructurada en torno a un Orden Social particular que, combinando lo sagrado y lo secular, ha afectado profundamente el imaginario social moderno y la concepción de sus espacios sociales fundamentales: el mercado, el Estado, la esfera pública y la sociedad civil (Taylor, 2005). El carácter combinado físico/metafísico del «Cosmos capitalista» fue develado magistralmente por Marx en El Capital. Cito del Capítulo 1, Tomo 1: «La riqueza de las sociedades en que impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un «inmenso arsenal de mercancías…Como valor de uso, la mercancía no encierra nada misterioso…pero en cuanto empieza a comportarse como mercancía, la mesa se convierte en un objeto físicamente metafísico. No sólo se incorpora sobre sus patas encima del suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías, y de su cabeza de madera empiezan a salir antojos mucho más peregrinos y extraños que si de pronto la mesa rompiese a bailar por su propio impulso» (Marx, pag. 36-37). Vivir en este mundo en donde las relaciones sociales que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad se aprecian como una relación social establecida entre los mismo objetos, sin embargo, supone contradicciones profundas y altos costos. Consideremos los más importantes. La operación de los mercados en que se intercambien mercancías ficticias (fuerza de trabajo, recursos naturales y crédito) y simultáneamente se genera el ingreso económico para todos los sectores de la población está en contradicción directa con la necesidad de proteger a la sociedad y los ecosistemas de las leyes de operación de ese sistema. El sistema autorregulado de producción de mercancías por medio de mercancías es, por ello, una ficción peligrosa y al mismo tiempo el mecanismo fundamental de generación del ingreso social. Por ello, su imposición sobre la sociedad resulta, en el mejor de los casos, en un modelo de producción fuertemente regulado y recurrentemente disfuncional; en el peor, un caos económico y social y un potente estímulo para la adopción de formas dictatoriales de control social y político. A esto se agrega que la necesidad macro-económica de mantener una alta demanda efectiva y simultáneamente aumentar la ganancia micro-económica de las empresas en competencia obligan a la reproducción ampliada del capital y hacen depender ésta de la inversión, una variable mágico/ficticia altamente incierta y difícilmente controlable, que provoca profundos dilemas de coordinación económica y financiera. Este modo de producción del ingreso acarrea necesariamente durante el proceso distributivo un conflicto entre los diversos actores involucrados (capital-trabajo-tierra-ejército de reserva). Los diversos factores de inestabilidad y crisis inherentes a la dinámica de la inversión y reproducción del capital pueden exacerbar este conflicto. Más aún, la producción moderna es contra-productiva técnica, social y culturalmente. La alta eficiencia técnica y económica propia de la era industrial alimenta un sistema de consumo de satisfactores ficticios que, a la par de estimular una falsa sensación de bienestar, dificulta e inhibe la posibilidad de satisfacción de las necesidades humanas fundamentales, genera importantes des-economías de aglomeración y pérdidas de bienestar humano y social. El proceso histórico de individuación que corresponde a este modo de producción tiene como resultado un carácter social hegemónico: el individualismo oportunista, la forma extrema que adopta el Dasein impropio en la sociedad moderna. El concepto de libertad (liberum arbitrium) se desdibuja y extingue cuando, bajo escrutinio filosófico cuidadoso, reconocemos que en esta condición impropia extrema son «los objetos» quienes se hacen elegir por nosotros, es decir, quienes portan la agencia (ver pag. 122; Luis nos recuerda el burro de Buridán). De ahí que «sumido en la ambigüedad, las habladurías y la avidez de novedades» (pag. 124)— el hombre se vuelva esclavo de la diversidad de los bienes. Predominan las relaciones cooperativas de carácter estratégico y éstas se estarán sometidas a las perversiones del riesgo moral y la selección adversa. Más aún, las prácticas cooperativas están sujetas a una profunda crisis de significados acerca de la buena vida (personal y social), el bienestar social y el bien común, así como a un inacabable debate no sólo sobre el rumbo que la sociedad debe tomar, sino también sobre los procedimientos que debieran adoptarse para determinar ese rumbo. No sorprende que en este contexto los medios de masas tengan el poder para ahogar entreteniendo al hombre, al Dasein perdido. Estos son los productos de las ficciones sobre las que se producen y reproducen nuestras relaciones sociales.
 
En consecuencia, los procesos de manejo de recursos y ecosistemas estén necesariamente sujetos a profundas dificultades, pues afectan el carácter social y formas de relacionarse de los actores, la naturaleza de los medios y procesos de producción y formación de ingreso y la definición misma de los propósitos de la vida social. Separado ficticiamente el hombre de la naturaleza y establecidas las relaciones sociales modernas hegemónicas, la «relación» entre la sociedad moderna y la naturaleza tiene las siguientes expresiones:
 
– La pérdida de valor que la sociedad otorga o reconoce en la biodiversidad. Ésta última adquiere significado sólo como recurso o servicio natural, preferiblemente mercantilizable, y debe sujetarse (“disciplinarse”) para cumplir tal función a través de procesos de especialización y domesticación productiva;
– El debilitamiento de la inversión en la reproducción (conservación) de los ecosistemas y hábitat naturales, al ser sustituida por otras formas de inversión y acumulación de capital (sustentabilidad en el sentido débil);
– El debilitamiento relativo de los propietarios o poseedores de los ecosistemas frente a los poseedores de otras formas de capital, con quienes deben negociar por el ingreso tanto a nivel local como nacional y global;
– La sobre-tecnificación del manejo de los “recursos naturales”, resultando en el mejor de los casos en el desarrollo de formas buro-tecnocráticas de manejo de los ecosistemas (vías duras), y en el peor, de formas seudo-duras o sucias, inoperantes e ineficientes;
– La incapacidad de establecer modelos éticos coherentes que sirvan de base para la práctica de la sustentabilidad, que por ello también se ha convertido en un campo de interminable debate.
– La degradación de las relaciones de cooperación en el manejo de los ecosistemas, lo que da lugar a la llamada “tragedia de los recursos comunes”.
Las contradicciones discutidas arriba son generales, es decir, afectan todo el modo de producción y vida capitalista. Durante el siglo XIX y la primera parte del XX muchas personas creyeron que conllevarían necesariamente el colapso del modo hegemónico de vida y producción. Sin embargo, ahora queda claro que en éste persisten muchos elementos dilatorios, todos causa y consecuencia de la locura, entre otras, el crecimiento económico acelerado (muy especialmente el esperado), la racionalización moral-tecno-burocrática, la sobre-innovación y sobre-consumo, la falsa seguridad social, la dictadura, el desarrollo del monopolio, la expansión de los mercados mundiales y las relaciones de dependencia económica e ideológica. En la pos-guerra y hasta la década de los 70s se creyó firmemente que la sociedad capitalista por fin había aprendido a regular sus principales problemas, por lo que todavía existía un amplio margen para el desarrollo de nuevas fuerzas productivas.
Por lo menos durante los últimos veinticinco años, parte de este imaginario es una Visión compartida por millones de persona en todas las naciones: el “Desarrollo Sustentable”, que puede definirse como la evolución de una sociedad de individuos libres que, portadores de derechos y capacidades racionales, están inmanentemente destinados a interactuar en los espacios sociales en beneficio mutuo y a favor de las generaciones futuras y los ecosistemas. Parte de la Visión son los principios de eficiencia, equidad, participación social y democracia, que permiten y acompañan a una estructura institucional innovadora, flexible y adaptable. Pero el mundo de las cosas y esta Visión no se corresponden A pesar de las muchas advertencias sobre las diversas amenazas globales y locales que se ciernen sobre nosotros , la maquinaria de producción y consumo no se detiene, y las estructuras institucionales hegemónicas se reproducen prácticamente sin cambios fundamentales, continuando la guerra ecocida. El Orden Social contemporáneo, como todos los que le han precedido, no es ajeno a profundas contradicciones y conflictos internos, que sus Visiones y Utopías heredan necesariamente. ¿Podrá aplicarse al Desarrollo Sustentable la crítica que Iván Illich hiciera a todos los experimentos desarrollistas de su época: “una guerra contra la subsistencia”?¿Deberemos llamarlo, como lo hace César Añorve, “Desarrollo Insoportable”? Ciertamente, las normas e instituciones modernas son procedimientos míticos suficientemente poderosos para ocultar parcial y temporalmente las contradicciones y conflictos. Todo ocultamiento, sin embargo, tiene sus límites. Las contradicciones y conflictos del Orden moderno se han expresado en formas y momentos históricos terribles, en los que el celo ideológico ha tratado de suprimir, con el ejercicio de la violencia psicológica y física, la conciencia de quienes no comparten su Significado. Ahora es patente que la capacidad del sistema para resolver sus propias contradicciones internas también tiene límites, ya que el uso de los instrumentos necesarios para regularlas y contenerlas conlleva cada vez mayores costos en bienestar. En los 70s, los costos de la seguridad social comenzaron a volverse inmanejables, provocando el abandono de las políticas keynesianas. En los 80s y 90s, los gobiernos tuvieron que hacerse cada vez más sofisticados (y costosos, y controladores) para manejar los procesos de ajuste, privatización y liberalización; mientras, se estableció una sólida retroalimentación entre la espectacular innovación tecnológica ocurrida por la revolución computacional y la concentración de capital en las corporaciones. Con la excepción de algunos países emergentes (ahora es el turno de India y China; hace un par de décadas lo fue de los pequeños dragones y antes de los pequeños tigres), la casi nula esperanza de un aumento en el PIB per cápita ha debilitado este factor de estabilización social. La crisis económica global en que ahora estamos sumidos indica un profundo problema estructural. Finalmente, desde hace más de treinta y cinco años el sobre-consumo de pseudo-satisfactores se extiende cada vez con mayor fuerza entre la población, provocando su debilitamiento físico y moral. El «desaforado» crecimiento económico compulsivo contenido en un mundo finito se ha establecido como un cáncer de la humanidad que irremediablemente conducirá a la catástrofe ambiental y económico social
Dado este orden de cosas, para Luis no es raro que el mundo de las cosas desnudas — la verdad de la alienación, el despojo, la enfermedad, la violencia y la muerte — muestren continuamente su «horrible rostro» y entonces el miedo y la angustia se vuelven insoportables. Entonces el loco, nos dice, se refugia en el último bastión de lo ficticio: la religión y Dios. No sorprende que la mayoría de los locos ecocidas —tanto activos como pasivos— sean «fervorosos creyentes»: en Cuernavaca tenemos varios ejemplos de este curioso, aunque común, espécimen humano.
Tercera Parte: Prescripción: La cura de la locura ecocida. ¿Cómo curar la locura ecocida? Luis renuncia a curar a los ecocidas activos: «esos que desde la cumbre del poder político y económico llenan el planeta de productos superfluos, cubriendo el mundo de mugre y polución», y se concentra en los locos pasivos, «a quienes la locura consumista nos impulsa a adquirir sin cuestionamiento y que, al hacerlo, nos hace corresponsables de la destrucción de nuestro hábitat, es decir del asesinato de la propia descendencia.
Para Luis, la cura de la locura ecocida es un proceso necesariamente personal, y conlleva romper personalmente con una serie de paradigmas. En esto se parece a un proceso de florecimiento (en el sentido aristotélico). La irracionalidad constituye el estado habitual del hombre (Dasein impropio o perdido) y su hábito fundamental y más profundo, la destrucción de la naturaleza. Para Aristóteles y sus seguidores más conservadores, los preceptos de la ética racional — virtudes y normas tradicionales— pueden identificar y prescribir las condiciones que los individuos deben cumplir para transcurrir desde este estado hacia uno de mayor realización. Pero para Luis esto no es suficiente.
La cura de la locura ecocida requiere de romper radicalmente con el hábito fundacional, lo que supone a su vez un movimiento muy profundo, un comenzar de nuevo, un transfigurarse, un desocultar, develar y abrirse del Dasein; dadas las condiciones contextuales de nuestra vida, descritas arriba, esta transfiguración requiere, y resulta socialmente provechosa, cuando se aprender a pensar contra uno mismo y pre-cursar la muerte. Sólo esto establece las condiciones del decrecimiento (deconstrucción del crecimiento).
Esta es, desde mi punto de vista, la tesis central y más novedosa del texto de Luis, y para argumentarla desarrolla un diálogo (y contrapunteo) entre Freud, Heidegger y Lacan (así, en ese orden) en una compleja, magistral y apasionante exégesis histórico/psicoanalítica de más de setenta páginas. No puedo dar cuenta aquí de todos los elementos incluidos, pero invito sin ninguna duda a los oyentes a leer el texto para conocer un rosario de relatos y argumentos fascinantes. Si puedo, sin embargo, recoger alguno de los componentes centrales de esta exégesis y discutir sus consecuencias filosóficas y prácticas, que son profundas. Uno de los éxitos del capitalismo es que ha creado para todas y cada una de las clases y estamentos sociales un sólidos conjunto de ficciones que constituyen toneladas de, usando la metáfora budista, «polvo en los ojos» que nos obstaculizan alcanzar cualquier claridad epistemológica y ontológica. Como Luis lo señala en la misma contraportada: «no se aprecia que una humanidad perdida en la locura esté dispuesta a sacrificar sus autos, a ahorrar energía y agua, y a producir sus propios alimentos. La frase está cargada de pesimismo, pero…si existe un camino y Luis lo descubre para nosotros, está abriendo una vía de iluminadora esperanza.
Vayamos, pues, por partes. ¿Qué significa aprender a pensar en contra de sí mismo? Para Luis, esto implica, primero, saberse incluido en el pensar, es decir, saber que el estudio objetivo es un estudio de nuestra propia subjetividad, de nuestro propio adentro/afuera. Requiere, además, reconocer que este pensar necesita de un testigo, un secretario, un «catalizador», un alerta, en fin, un Otro (el terapeuta del loco) que motive y acompañe en el pensar(se) y evite el autoengaño. Finalmente, involucra establecer el Ser como un objeto/sujeto situado en el horizonte (pensable pero imposible e inasequible), y con ello la renuncia a la voluntad autoafirmativa de Ser como sujeto. Las citas fundamentales, extraídas de los textos de pos-guerra de Heidegger, son:
«Frente a la hybris de la voluntad de poder, que cree tener el mundo en su puño, la ética originaria, la del habitar cuidadoso y respetuoso, propone la actitud de la serenidad. [Esto implica] una trans-formación de la voluntad pro-positiva y legisladora en una no-voluntad acogida en el ámbito de los originario…[Sucede así una modificación total de la manera de encontrarse en el mundo que]…nos promete un nuevo suelo y fundamento sobre los qué mantenernos y subsistir, estando en el mundo técnico pero al abrigo de su amenaza.» [pag. 70]. Luis recoge el comentario de Pedro Cerezo: «se trata de un nuevo ethos de la espera, de la paciencia, la renuncia y la cercanía frente al ethos del trabajo y la dominación que trasciende de la cultura moderna».
Esta transformación supone disolver el Yo subjetivo, es decir, haber pre-cursado la muerte del Sujeto. Precursar la propia muerte no es un acto voluntario, no puede planearse. Es gratuita (nos cae como la Gracia de Dios en el pensamiento cristiano). Pero, como señala Luis, «esto no descarta la acción de acogida, si el hombre ha preparado su dis-posición para ser admitido ante ella». De hecho, podría conjeturarse que tiene como condición necesaria el desarrollo de ciertas virtudes previas, como el valor para enfrentar varias formas de exposición y sensibilidad ante el dolor y el sufrimiento propio y ajeno, y el reconocimiento de nuestra dependencia respecto de algún Otro, quien será nuestro acompañante en el proceso. Sólo entonces «la horrible cara» de la verdad de las cosas puede aparecer ante nosotros con toda su fuerza y provocar la transformación sin que ello conlleve nuestro derrumbe personal. Más que Agustín, quienes son relevantes aquí son el Aquinate, (y, en cierto sentido, el Buda), Freud y San Agustín, de acuerdo a MacIntyre.
El precursar la muerte y aprender a pensar en contra de sí mismo es un acto mental tan profundo que revoluciona el inconsciente; cuando sobreviene el hombre reescribe su pasado (recordemos Las Confesiones de Agustín) y con ello cambia su futuro. Quien ha vivido esta transformación, sabe que a partir de entonces la vida ya no puede ser vivida de la misma forma. Con base en la comprensión de su finitud, deja atrás los proyectos fútiles y ajenos, y se lanza a desarrollar verdaderamente sus posibilidades, proyectándose a partir de su historia personal y social reconstruida, de su «tradición heredada», viviendo para sí y siendo un hombre de su tiempo. Así, el pasado y el futuro dejan de estar «atrás» y «adelante» para encontrarse en el presente, se vive el tiempo colapsado del inconsciente.
El Dasein abandona el narcisismo, reconoce el reclamo del otro, establece y asume la responsabilidad colectivamente construida y compartida, y se reconoce plenamente como Mitsein, es decir, como «ser ahí con otros», intrincado con el adentro/afuera que es el mundo. Reconoce así que la participación en el proyecto es de muchos, los cuales son «corresponsables» del mismo. Todo esto es profundamente molesto para eso denominado por Freud el Yo, el cual pretende autonomía e independencia, ese Yo definido por Lacan como «función de desconocimiento» y soporte del «discurso delirante de la libertad». También pone en profunda duda nuestro «concepto personal de libertad». La libertad, en su sentido original, implica poder asumir propiamente una tradición gracias al reconocimiento de la finitud (muerte) del Dasein. No es posible considerar a la libertad en el sentido de la autonomía respecto a los demás. La libertad implica la incorporación del Dasein a esa tradición que lo constituye como proyecto. La inclusión del mundo y el otro obliga al Dasein propio a que su acto libre sea el de una tradición, es decir, el acto libre no de un sujeto «solo» sino de un Mitsein.
Una vez alcanzado este estado propio, el Dasein podrá reconocer que hacer la guerra y depredar el mundo es una automutilación y un suicidio. Ahora está preparado para enfrentar los retos de la humanidad: detener la guerra, desmontar el falso sistema de creencias y deconstruir la economía del crecimiento. Para enfrentar estas tareas no son suficientes ni la humildad cristiana (poner «carnerilmente» la otra mejilla), ni «bajarse de la rueda de la fortuna de la economía» ni el reformismo moral-tecnocrático (es decir, el escrutinio racionalizado de los fallos institucionales del sistema-ficción que conduce, como solución, al Gobierno Mundial y el Desarrollo Sustentable).
 
4a Parte. La implicación con el Mundo y su transformación. En la última parte de su libro, Luis retoma de Latouche las tareas del decrecimiento: implicarse políticamente, luchar contra la movilidad absurda de las mercancías, dejar atrás el consumismo (incluyendo el boicot contra empresas ecocidas; promover el transporte comunitario; evitar los supermercados, la comida chatarra, la fast food y los productos suntuarios), luchar contra la rentabilidad a corto plazo y en pro de la calidad y no de la cantidad, reaprender a producir los alimentos y perseguir la autosuficiencia, reaprender a construir comunidad y habitar el espacio. Es necesario, asimismo, enfrentarse a los mass media que clara y definitivamente «destruyen el lazo social». Para todo esto, sin embargo, deberemos cambiar profundamente nuestro sentido de la justicia. Ya que la libertad y la responsabilidad son actos intrincados y compartidos, el acto criminal ecocida, profundamente injusto, es producto de nuestra participación «ciega y estúpida» en un mundo ilusorio que todos reproducimos, y del que, por lo mismo, todos somos corresponsables. Es necesario entonces admitir los principios de la justicia restaurativa, es decir, no el castigo del «criminal» (en realidad todos nosotros) sino la reparación del daño. Y hay algo más, una vez establecidos como «pensantes en contra de nosotros mismos», reconoceremos que en lo que hasta ahora ha sido corresponsabilidad criminal puede radicar nuestra fuerza. Esto lo tenía muy claro Gandhi al señalar el camino de la no-colaboración activa como una vía extraordinariamente efectiva de transformación social.
 Implicarse políticamente para cumplir la tarea de decrecer a través de deconstruir la economía del crecimiento también requiere de sujetos capaces y dispuestos a soportar una verdadera carga: la responsabilidad de encaminar el futuro de todos. Se tratan de servidores públicos que, por serlo realmente, defiendan a sus pueblos de los actos de los grandes locos ecocidas. Deben contar con un enorme desapego al poder, un continuo pensar en contra de uno mismo (una clara conciencia, podría decirse, del «mandar obedeciendo»), que permita a los líderes reconocer cuando se abre y cuando se cierra el ciclo de su competencia, y aceptar la transmisión del poder sin costosos forcejeos, arrebatos ni sacrificios. Aunque el neo-keynesianismo podría permitir que el Estado, y no el mercado, vuelva a tener el control sobre las necesidades y requerimientos básicos de la sociedad, no podrá remitir a las tareas de la deconstrucción de la economía del crecimiento sin este tipo de liderazgos.
Terminaré retomando lo que Luis tiene que decir de nuestros pares: los transmisores del conocimiento. Cito textualmente: «Si la humanidad pretende verdaderamente resolver sus problemas medioambientales, requiere de sujetos capaces de pensar por sí mismos, «sin Dios ni esperanza», intranquilos, sujetos activos que sepan que no hay entidad extraterrena que venga en su ayuda, que de nada sirve esperar a que un dios aparezca. Sujetos que soporten la angustia que el vacío genera y, por ende, se comprometan con el resguardo del mundo —es decir, de sí mismos—para las generaciones venideras, para el fruto de su propia semilla. Constituir este tipo de sujetos, lo sabemos, requiere haber pre-cursado la muerte y aprender a pensar contra uno mismo, y estos, aunque no son actos voluntarios, requieren de una acción de acogida, una preparación de la dis-posición para ser admitido ante ella. Más aún, una vez establecido, el Dasein propio se proyecta desde su tradición. ¿Cómo podemos levantar el proyecto educativo que prepare la disposición y fundamente el proyecto desde la tradición?
Toda tradición viva se fundamenta no sólo en un conjunto de principios ontológicos, estándares epistemológicos y valores comunes que constituyen su base de conocimientos establecidos, sino también de un conjunto de enigmas compartidos. Dichos enigmas surgen no sólo del reconocimiento que los participantes en la tradición tienen de las insuficiencias y contradicciones de su propio conocimiento, sino de la necesidad de responder a los reclamos y críticas que otras tradiciones rivales hacen a nuestras posiciones y respuestas. Dentro de cada tradición, un verdadero docente es alguien que transmite no sólo los conocimientos establecidos, sino también los enigmas. Un verdadero discípulo es aquel que «no sólo «asiste» a una situación de transmisión, sino que asume como propio el enigma transmitido por el docente, sumándose, de esa manera a la tradición que representa. Sin embargo, en el proceso, el discípulo puede profundizar en el enigma, demostrando incluso que éste es mayor de lo que hasta el momento los maestros habían discurrido, o incluso buscar en las tradiciones rivales los recursos que mejores las posibilidades de dar respuesta al enigma en términos de la propia tradición. En ambos casos, el discípulo no sólo será un auténtico miembro de la tradición, sino también «un hereje» que brinda a la tradición sus mejores posibilidades, y el verdadero docente se alegrará de que lo sea.
Ahora la pregunta obligada es: ¿Cómo realizar esta operación en México, desde las tradiciones liberal, católica e indígenas que sirven de base a nuestra cultura nacional?

 


[1] Fontamara, México, 2010. Este texto formó parte de las presentaciones de dicho libro en el Círculo Psicoanalítico de Cuernavaca, AC, 12 de mayo de 2010.
[2] Investigador del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, UNAM.
 
[4] Las instituciones son subsistemas de normas.
[5] Las instituciones, entonces, aparecen con una fuerza extraordinaria, que la comunidad debe propiciar, obedecer y proteger de cualquier contacto contaminante externo a ellas.