El suicidio para el psicoanálisis.

 Ortega Martínez María Cristina, Pedroza Falcón Hugo

RESUMEN.

El suicidio siempre se ha presentado como un enigma para la humanidad, el psicoanálisis pues también tiene su propia lectura sobre él. A través de la revisión de algunos textos donde Freud habla de tal fenómeno y Lacan por su parte también, se puede ver la postura de ambos al respecto.  Freud mostrándolo como un asunto superyoico de autocastigo y culpa, comandado por la pulsión de muerte, deja un tanto a la deriva la explicación que sin embargo Lacan precisa un poco más al abordar el deseo, como el deseo de La Madre que por la intervención del Nombre del Padre es que puede verse acotado o refrenado, cosa que podría no suceder en el suicidio. Dejando así este texto dos propuestas para entender el suicidio, salvo el caso por caso de la clínica que pueda dar cuenta de otra lectura: el suicidio visto como acto de transgresión de la ley, entendiéndose esto en dos vertientes, como lo que la Ley transgrede, supera o bien, la afrenta contra la Ley.

Palabras clave: Suicidio, Pulsión, Muerte, Ley, Deseo.
Suicide for psychoanalysis

ABSTRACT

Suicide has always been presented as an enigma for mankind, as psychoanalysis has its own reading about it. Through the review of some texts where Freud speaks of this phenomenon and also Lacan meanwhile, you can see the position of both the matter. Freud showing it a matter of self-punitive superego and guilt, commanded by the death drive, leaves somewhat adrift explanation that Lacan however requires a little more to address the desire, the desire of The Mother by the intervention of Name of the Father is that it can be bounded or restrained, which might not happen suicide. Leaving two proposals this text to understand suicide, except in the case by case clinic that can account for another reading: suicide as an act of transgression of the law, meaning that in two ways, as the Act violates, or exceeds, the affront to the law

Keywords: Suicide, Impulse, Death, Law, Desire.

“Sólo esto ha quedado de mí,
estoy vacío,
ya no tengo nada que darle,
he estado junto a ella siempre
y ahora le exijo a la vida que
me deje vivir mi muerte.”

Federico de Victoria

Para el psicoanálisis la muerte es un tema de suma importancia que lo atraviesa de inicio a fin, y considera que es una de las marcas más importantes que posee el sujeto.  Enlazándola a las nociones de instinto y pulsión.

Freud y Lacan han tenido diversos pronunciamientos al fenómeno  del suicidio.  Breves, pero existentes que, sin embargo pueden relacionarse con el resto de sus posturas teóricas para dar un esbozo de explicación de algunos suicidios, reiterando que la particularidad del caso remite a ese acotamiento de la explicación.
1.- Freud
El padre del psicoanálisis, frente a los cuestionamientos sobre lo que sucedía en la vida cotidiana de su comunidad, se manifestó acerca del suicidio, en abril de 1910 intervino en un debate de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, el texto es recopilado en sus obras completas y aparece como Contribuciones para un debate sobre el suicidio, texto breve donde señala el equívoco de culpar a la escuela como el factor motivador del suicidio en los jóvenes y el “deber” de llevarlos al querer vivir.  En cuanto al suicidio en especial, lo que se atreve a preguntarse ante aquel auditorio es: “cómo es posible que llegue a superarse la pulsión de vivir, de intensidad tan extraordinaria; si sólo puede acontecer con auxilio de la libido desengañada, o bien existe una renuncia del yo a su afirmación por motivos estrictamente yoicos” (Freud, 1910/1998, pág. 232)

Lo cierto es que esta pregunta encierra varios asuntos:

1.    Su noción de Pulsión de Vida como la fuerza más potente que mueve al sujeto.  (En oposición a lo que dijera 9 años después en su artículo, Más allá del principio del placer y en El Malestar en la Cultura)
2.    La idea de que en el suicidio lo que está en juego es la pulsión (opuesta a la de vida), en relación a la libido.
3.    Es el Yo quien ejecuta y es causa del suicidio.

Propone otra salida asociada a la melancolía y al duelo.  Lo que lo dirigirá, años más tarde, a su texto de Duelo y Melancolía.

En Duelo y Melancolía lo que marca es la diferencia entre ambos asuntos, siendo la más evidente que el duelo es una pérdida de objeto consciente, mientras que la melancolía supone también una pérdida, pero es inconsciente, porque no se sabe qué se perdió.  Aunque tienen semejanza en que el duelo es al exterior y en la melancolía al interior.  Otra de las diferencias esenciales es el debilitamiento y rebajamiento del Yo. “El cuadro de este delirio de insignificancia –predominantemente moral- se completa con el insomnio, la repulsa del alimento y un desfallecimiento, en extremo asombroso psicológicamente, de la pulsión que compele a todos los seres vivos a aferrarse a la vida” (Freud, 1917/1998, pág. 244)   Ese desagrado moral que menciona es reiterado o recordado a sí mismo por esa instancia, que hasta entonces denominaba “conciencia moral”, es decir el Superyó.

Agrega que en lugar de callar y avergonzarse de su poca valía, la muestran como si en lugar de hablar de sí mismos hablaran de otro, lo que lleva a Freud a pensar en que se hizo una identificación con ese objeto de amor que se perdió en el exterior, de ahí su ya tan repetida frase de “La sombra del objeto cayó sobre el yo, quien, en lo sucesivo, pudo ser juzgado por una instancia particular como un objeto, como el objeto abandonado” (Freud, 1917/1998, pág. 246); así es como el objeto del castigo y de los reproches superyoicos es el Yo, y que la elección de objeto que se había realizado antes, hacia el exterior, descansaba sobre bases narcisistas, de tal manera que al retirar la libido del objeto exterior, fue inmediatamente dirigida hacia el Yo, evitando así la hostilidad hacia el otro.  Por tanto, habrá ambivalencia también en este vínculo con el Yo, es decir, el amor y la necesidad de sobrevivir y el odio trasladado a los autoreproches y castigo; en otras palabras, querer deshacerse de ese objeto que daña, pero también preservarlo, pues se le ama.  De donde Freud habla de la regresión al sadismo y comenta: “Sólo este sadismo nos revela el enigma de la inclinación al suicidio por la cual la melancolía se vuelve tan interesante y… peligrosa” (Freud, 1917/1998, pág. 249)

De tal manera que, bajo esta perspectiva, Freud argumenta que el suicidio no es más que matar a otro.

Sólo que esta afirmación contradice de alguna manera lo dicho sobre su elección narcisista, puesto que se ha elegido un objeto amoroso producto de la identificación, es decir, de la semejanza, y entonces, al querer matar a ese otro externo, no es más que a sí mismo al que finalmente desea matar.

Lo que queda claro del texto es que el conflicto del melancólico es entre el Yo y el Superyó o “instancia crítica”, como le nombra, idea que ya había aparecido en su escrito temprano de 1901, donde habla de que “hay en permanente acecho una tendencia a la autopunición” (pág. 176), mencionando además el lazo entre esta aún no identificada instancia y la pulsión de muerte, que tampoco es llamada así aún.

En ese escrito Freud habla de los suicidios conscientes como un resultado directo de esta necesidad de autocastigo, como podría leerse en este texto del diario de Kurt Cobain: “Baje andando a las vías del tren, me tumbé y esperé a que pasara el tren de las once, poniéndome un par de bloques de cemento encima del pecho y las piernas, y el tren se fue acercando… Y en vez de pasar por encima de mí siguió por la vía que había a mi lado” (Cobain, pág. 32)  ¿No es esto un castigo superyoico?  Tener toda la intención de morir, sufrir en el momento previo para tomar la decisión y, al final, cuando se cree conseguirlo, por un descuido de no revisar los detalles, es salvado, reiterando su inutilidad o su falta de eficacia.

Freud también habla de otro tipo de suicidio, de los inconscientes o “tolerados inconscientemente”, o bien los intentos inconcientes de suicidio, como aquellos en los que el sujeto no ha expresado su deseo de morir, pero que su comportamiento lo lleva a sufrir “accidentes” que debido a sus historias precedentes tal pareciera que son intencionados para autocastigarse.

Esto se puede ver en una joven adolescente de 19 años que llega a consulta por padecer de bulimia y cuya principal queja es el desamor que percibe en su madre.  No sólo la bulimia se manifiesta, sino toda serie de conductas de riesgo: fumar, beber alcohol y manejar en estado de ebriedad, manejar a alta velocidad su automóvil, tener relaciones sexuales a veces sin protección, estar en reuniones donde se “juega” a tener encuentros bisexuales.  Como protección ante estas condiciones, está la presencia de algunas mujeres mucho mayores que ella, de las que siempre se encariña fuertemente, aunque no le atraigan sexualmente, mientras que los varones le atraen sexualmente, pero no logra enamorarse de ellos. En medio de esta confusión y bajo el resguardo de una de sus tías, se entera que justo ella es su madre, no su tía y que la donó a su hermana para evitar problemas con su esposo, pues fue concebida fuera del matrimonio. Después de saber esta verdad, intenta encontrarse con esa madre amorosa (la tía), pero que ahora sabe, es quien la abandonó. No puede con eso y regresa con su madre legal. Al pasar de los meses, sin haber resuelto del todo la relación con su tía-madre –que aún sigue sin darle un lugar como hija, pues no le ha dicho la verdad a su esposo- y su madre-tía – la acepta de regreso, su frialdad es ahora comprendida por la adolescente-; sufre un accidente automovilístico al chocar con un trailer mientras ella conducía para ir a la escuela al mismo tiempo que hablaba por su teléfono celular.  ¿Es esto un accidente?, o bien, ¿un “suicidio inconsciente”?

Indica Freud también una característica de tales accidentes autopunitivos “[…] destinada, por una parte, a expiar su fechoría, pero, por la otra, a evitar un castigo desconocido, quizá mucho mayor, ante el cual durante meses había tenido continua angustia”. (Freud, 1901/1998, pág. 181)  Es decir, estos castigos, que podrían decirse superyoicos, son al mismo tiempo una defensa para un castigo mayor.  El castigo más fuerte que se puede padecer es la aniquilación.  Entonces, ¿el suicidio es un castigo superyoico o no?

Al ver el suicidio de Silvia Plath, quien lo había intentado ya varias veces, ella había expresado en su poesía la tristeza que le embargaba, ese sinsentido que, a pesar de tener hijos, no le era compensado.  Sin embargo, su intención de morir no era tan profunda, pues procuraba dejar instrucciones para ser salvada a tiempo, cosa que no sucediera en el último intento, en el que sí fue más bien un logro. ¿Se podría ver en esto el producto de un jsadismo superyoico del que al final, Silvia pudo liberarse tras la falta del auxilio oportuno de sus semejantes? O, como está descrito en la breve novela de Fernando Lobo (2007), en la que su personaje principal se ha dedicado a probar toda clase de formas de suicidarse, pero no lo consigue sino hasta cuando es “merecedor” y lo hace de la manera menos planeada.

Como dice Pereña (2001): “La melancolía conduce al suicidio y así suele suceder cuando no se acompaña de la reclusión narcisista en la que el Yo se hace actor y escenario de esa interminable y aburrida representación sadomasoquista que Freud resume en la expresión o des-vergonzada” (Pág. 143), lo que subraya que la melancolía puede llevar al suicidio, siempre y cuando, no funcione el sadismo proferido por el Superyó (el sádico interno).

O bien, como se ha visto comúnmente, es en el estado contrario donde puede aparecer el suicidio, en la manía; como ese momento en el que no existen ya barreras para el acto, porque todo es acting, sin que medie síntoma, represión o palabras para detenerlo; “esa supuesta energía libidinal que no se gasta en el proceso represivo, que no se traba en el lazo social ni se cifra en el inconsciente, es simple energía de muerte que se pierde como imparable.”  (Pereña, 2001, Pág. 134)

En otro momento, en una de las sesiones que presidía Freud, en Viena, se abordó el tema y lo que plantearon fue un enlace en el lenguaje con la conducta masturbatoria, para ellos fue claro que el suicidio no es otra cosa que darse muerte por sí mismo, usando la expresión de “levantar la mano contra uno mismo”  – porter la main sur soi- que en el francés también se utiliza para hacer referencia al acto masturbatorio, les fue posible pensar que el suicidio podría leerse, desde esta metáfora, como un acto masturbatorio. Así, podría buscarse esta misma asociación en otras lenguas latinas, con la misma connotación, como las hay en el castellano, en el italiano y en el portugués.

Otra de las afirmaciones consecuentes en esa sesión es que el suicidio no es otra cosa que el acto masturbatorio final. (Les premiers psychanalystes, 1978, Pág. 489, la masturbación proviene de ese cumplimiento en la fantasía del incesto y, a su vez, el suicidio se puede considerar como un acto masturbatorio; es posible pensar que el suicidio resulta un cumplimiento de la fantasía de incesto. Es decir, algo que pasa por encima de la prohibición contra el incesto y que, tanto en la masturbación como en el suicidio, se convierten en acto. Como ya se sabe, para el inconsciente no hay diferencia entre la fantasía y la realidad, o mejor dicho, entre la realidad alucinada y la que no lo es.

Revisando las nociones que preceden estas ideas, el incesto pertenece a una de las prohibiciones ancestrales para el ser humano que ayudan a la sobrevivencia de la especie, siendo el incesto lo que ocasionaría el final del grupo social; es, pues, un peligro del que la moral del grupo advierte con sus leyes.  Así, cometer incesto es faltar a la especie, a la humanidad, es un pecado social.  Como se señala en las siguientes líneas: “que existen dos tipos de castigos, uno automático por violaciones a la ley sagrada que tiene que ver directamente con afectar al tótem y el que se sigue de la violación a la prohibición del incesto cuyo castigo proviene de la sociedad o del grupo” (Ortega, 2004, Pág. 4). Freud, en su texto de Tótem y Tabú  explica, a través del mito de la horda primitiva, el surgimiento de estas leyes y sus consecuencias, además de la implicación que le trae al sujeto, es decir, de la relevancia que tienen estas prohibiciones para la constitución del sujeto.

No hay que pasar por alto que en el texto mencionado se dice que los objetos o personas tabú son aquellas que faltaron a la ley y a quienes no se puede tocar, que se ha prohibido tener contacto físico con aquel que ya infringió la ley; lo mismo que sucede con el suicida o, por lo menos, podría verse una semejanza al desconocimiento que la Iglesia Católica –entre otras- tiene hacia el suicida, dejándole fuera del lugar al que van los que han sido perdonados de sus pecados, así como se les negaba la posibilidad de ser enterrados en lugar sagrado.  Podría parecer entonces, el suicida, un tabú. Retomando las siguientes palabras: “aquel que se atrevió a dañar al padre, queda marcado con el mismo tabú de no poder ser tocado, pues si se rompiera esto, provocaría un castigo al que entrara en contacto con él.  Es como un contagio del tabú para el que lo ha roto, convirtiéndose él mismo en objeto tabú, representando un peligro para los demás.” (Ortega 2004, Pág. 9)

De tal manera que, al hablar de la conformación del sujeto como tal, se han de asumir dichas prohibiciones, al mismo tiempo en que se dan lugar las instancias psíquicas, teniendo al interior quién se encargue de recordar, de observar que se cumpla, y de castigar el incumplimiento de la ley: el nombrado Superyó.

¿Qué es entonces el incumplimiento de esta ley?  Al cometer incesto, ¿contra quién se está faltando?  Ya se decía anteriormente que es una falta social, pues está en riesgo la especie humana, pero además, al interior del sujeto, esa falta sería contra el Superyó.

Luego, no podría calificarse al suicidio como un castigo superyoico, por el contrario sería una afrenta contra él. Conociendo la naturaleza del Superyó, que está invadido de pura pulsión de muerte y que es sádico, es entonces el principal interesado en que su objeto (desde Freud es el Yo quien se pone de objeto para el Superyó) no desaparezca o sea aniquilado, pues quedaría insatisfecho.  El Superyó no aniquila al objeto, sino que desea que permanezca ahí para seguir castigándole.  Otra razón por la que el suicidio o el aniquilamiento del objeto no es un asunto de castigo superyoico o comandado por él. “Sadismo que no implica la aniquilación, porque no tendría ya un objeto hacia quien dirigirse.  Y que, por otra parte recuerda la compulsión a la repetición de la pulsión.” (Ortega, 2004, Pág. 96)

Lo que podría suceder cuando se comete una afrenta al Superyó es el resto de culpa –en cualquiera de sus dimensiones simbólica, imaginaria o real- o bien la creación de un síntoma y otras formaciones del inconsciente.

¿Qué castiga el Superyó? o ¿Qué considera una afrenta?  La intención o el evitar cometer el incesto o el parricidio.  “Por el tabú, todo sujeto será portador de un miedo sin causa que no es solamente miedo de lo prohibido sino, fundamentalmente, miedo de encontrar la ocasión de realizar la transgresión”. (Gerber, en Morales y Gerber [comp.], 1998, Pág. 36) También la evitación es castigada, puesto que supone el deseo o la intención y ya se decía que para el inconsciente no hay diferencia entre lo que se fantaseó y lo que se actúa.  Naturalmente que el sustituir el objeto incestuoso o parricida por otro que sea menos culposo, no lo exime de la misma.

De ahí que, si el suicidio puede ser una suerte de cumplimiento de incesto, podría ser castigado por el Superyó, sin embargo, ante el hecho inminente de la muerte, el Superyó queda sin objeto.  Es la paradoja.  La culpa puede llevar al sujeto a buscar un castigo final, como el suicidio, sin embargo bajo esta relación con la masturbación, resultaría ser más un asunto de franquear la ley o al castigo superyoico que de someterse a él. Por lo tanto, podría ser un acto que pretende eludir la ley, tal como sería cometer incesto.

Virginia Woolf escribió a su esposo:

“Querido: Estoy segura de que me voy a volver loca de nuevo. Siento que ya no podemos atravesar otro de esos espantosos períodos. Y esta vez no me curaré. Empiezo a oír voces, ya no puedo concentrarme.  Así que voy a hacer lo que creo que es mejor. Tú me has dado la mayor felicidad posible. Has sido para mí todo lo que una persona puede ser para otra…” (Woolf citada en Vallejos, S., 2003, pág.130)

La voz de Virginia Woolf se plasma en esta carta para decir que ya no desea estar bajo la ley de la vida, bajo la ley de la “felicidad del matrimonio” y que tampoco desea seguir bajo ese castigo que le representa la locura, la depresión con los síntomas psicóticos.

En todo caso, el Superyó aparecería en todos aquellos intentos de suicidios fallidos, esos sí podrían leerse como actos provocados y calificados por dicha instancia.  Así, en el suicida malogrado no sería la pulsión de vida la que triunfó, sino el sadismo superyoico que desea mantener a su objeto en pie para seguir castigándole, incluso por su inutilidad de no poder autoaniquilarse.

Por todo lo anterior, las muertes que aparentemente son accidentales podrían ser explicadas desde esta óptica, en la que el sujeto no pretende castigarse continuamente sino, por el contrario, pasar desapercibido por el castigador.

¿Podría ser, pues, un acto perverso?  Incesto cometido, afrenta a la ley.

¿A qué se le llama incesto?  Sería absurdo pensar que este término, que aunque en sentido estricto habla del comercio sexual entre sujetos con lazos sanguíneos y de generaciones distintas, sólo se refiere a eso. “Los deseos de muerte, la rivalidad fratricida, la adhesión pegajosa a las palabras del Otro, la idealización y degradación del goce de los otros […] son distintas formas de la presencia del incesto en la vida de los hombres” (Pereña, 2001, Pág. 97). Aunque Freud lo maneja casi todo el tiempo con algo de índole familiar, el incesto representa el deseo. La prohibición muestra el deseo. El deseo, que está del lado materno.  ¿De qué se trata ese deseo? De reintegrar el producto o de quedárselo para siempre consigo, como esa promesa cumplida de que la madre portará el falo, aquello de lo que carece.   Así, el suicidio sería ese intento de completarse, de tener el falo, de reintegrarse.  De ahí que no suena extraño que, en algunos casos – si es que no en todos -, el suicidio esté precedido de la angustia, tal como es vivenciada en la fobia, o como podría decirse que sucede en el pasaje al acto.  En ambos casos evitando el objeto o el acto de peligro. “Lo cierto es que el yo es la encrucijada de las angustias, la agencia de enlace y transmisión de lo que se juega entre su alteridad pulsional (denominada “ello”) y su alteridad legal (investida por el “superyó”)…” (Assoun, 2003, pág. 132)

Kurt Cobain escribió: “soy varón, tengo 23 años y produzco leche…llevo meses sin masturbarme porque he perdido la imaginación…tocarme me da auténtico pavor. Estoy seriamente asustado para tocarme a mí mismo”. (pág. 137)  La angustia que proviene de esa cercanía, del anuncio de la culpa por el deseo.

La angustia, que no es de otra cosa sino de castración, como Freud lo plantea en su adenda del texto inhibición, síntoma y angustia.  De nuevo aparece un concepto referente a la ley y al Superyó. La angustia de castración, angustia que disgusta, que es displacentera, pero que al mismo tiempo preserva o protege; ¿de qué?, de la muerte o aniquilación que representaría el violar la ley, si no se hiciera caso de la angustia que avisa del deseo incestuoso –o parricida-, si la castración no valiera como suficiente advertencia para no cometer la falta, – ya que la castración en el inconsciente es significada como la muerte, debido a la primacía del falo- el sujeto sería presa del deseo de la madre y se convertiría en nada, quedaría desubjetivado. Y ya se sabe que ese miedo a la muerte tan propio del ser humano no es más que una máscara que esconde el miedo a la castración, un miedo que tal vez en el suicido se desvanece, que aunque precedido de angustia se deja de temer teniendo la certeza de que termina el sufrimiento o esa lejanía y espera ante el objeto amoroso.

Mishima lo ejemplifica en su suicidio tan planeado, justificado en la ceremonia samurai, que decide morir mostrando un acto de honor, dándole a su vida una última representación, como lo fuera siempre, por esa búsqueda de la belleza, de la perfección física, ese temor a envejecer, y lo dice a su maestro Kawabata, meses antes de suicidarse:

“[…] de lo que tengo miedo no es de la muerte, sino de qué será del honor de mi familia después de mi muerte. Si alguna vez sucediera algo, supongo que el mundo lo aprovecharía para sacar sus dientes, marcar mis menores defectos y hacer trizas mi reputación […] Seguramente usted es la única persona que puede preservarlos de esto, así pues se los entrego completamente para el futuro” (Mishima en Kawabata y Mishima, 2005, pág. 195)
2.    Lacan.

La angustia en Lacan conserva ese enlace con el deseo, pero por ende con la pulsión y con la relación con el Otro. La angustia no es por la nada, es por la presencia, una presencia mortífera del Otro, sin ninguna mediación, por eso se expresa como la “falta de la falta”, porque no hay lejanía, no hay lugar, pues, al deseo del sujeto y su carencia. Esa especie de completud que nadifica, pero al sujeto, que lo aniquila.  Es “esa mirada de reconocimiento fijada sobre él por un Otro enigmático, a la vez desconocido e inexplicablemente familiar” (Assoun, 2003, pág. 129), mirada que reconoce al sujeto como objeto del deseo del Otro y que responde entonces a la pregunta que no debe ser contestada de “¿qué quiere el Otro de mí?”, pues entonces se muestra el saber que posee el Otro sobre el sujeto; ya no hay falta, ni incertidumbre, sólo certeza. Como en el caso antes citado, de la joven adolescente, cuya certeza es que su madre no le dio lugar de hija para poder seguir con su matrimonio.

La angustia se vivirá por dos cosas: que el Otro pierda al sujeto o que no lo suelte.  Es decir, tiene que ver con el deseo, como lo dijera Freud, pero con el deseo del Otro, con lo que el Otro desea del sujeto. Así es pues como “nace de la conciencia de la posibilidad de poder” (Assoun, 2003; pág. 117), del poder que tiene ese Otro sobre el sujeto, sobre el goce, sobre la libertad, sobre el sujeto convertido en el objeto del deseo del Otro.

Ahora se verá de qué manera es la angustia y ese deseo del Otro lo que interviene en el suicidio, puesto que Lacan tampoco estuvo exento de hablar del tema, aunque no lo abordó en demasía, quizás para evitar las generalizaciones contrarias al caso por caso del psicoanálisis.  Así, en la entrevista que se le hiciera y se publicara después como Radiofonía y Televisión, en la quinta parte dice: “El suicidio es el único acto que tiene éxito sin fracaso. Si nadie sabe nada de él, es porque procede del prejuicio de no saber nada.” (Lacan, 1970) No expresa otra cosa que esa completud, ese logro final, ese único “acto” que por tanto provoca angustia, eso único que es el cierre o la finalidad de aquel instinto  de muerte de Freud y que no queda en la apariencia, como el resto de los actos subjetivos destinados al fracaso, debido a la falta, debidos a la amenaza de castración.  En el suicidio es, pues, algo cumplido, esa desaparición de la barrera ante el goce y, por tanto, no hay apariencia, sino evidencia, autenticidad.  Un acto donde las palabras ya no tienen lugar:

“Van cuatro meses que estoy internada en el Pirovano.
Hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas.
Hace un mes, quise envenenarme con gas.
Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba.  Mi necesidad de ternura es una larga caravana.
En cuanto al escribir, sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran”  (Pizarnik, 2005, Pág. 502).

Para Lacan (1963), el asunto del suicidio en la melancolía, respetando la propuesta de Freud, tiene que ver con el narcisismo y mediante su fórmula o representación: i(a), explica que el objeto ha triunfado, que se ha quedado ahí instalado porque le pertenece al sujeto y, en lugar de quedarse a distancia o velado como en el fantasma, se lo apropia como a su imagen para terminar aniquilándose, una especie de ia sin paréntesis de por medio.  “[…] el objeto perdido es motor del deseo, y ésa es la condición metafórica del sujeto” (Pereña, 2001, Pág. 134).

Es pues en la melancolía donde hay una falta de intervención de la palabra, un silencio discursivo donde ya no hay lugar para el seguir deseando… hablar, “la melancolía representaría esa posición de no aceptación, de no consentir a la experiencia del lenguaje y al desplazamiento libidinal y del sentido, al deseo, a una sexualidad apalabrada pero no programada, de modo que por ese hueco del no consentimiento la vida puede perderse” (Pereña, 2001, Pág. 127)

Quizás es, pues, que no logra hacer esta separación del deseo materno y ofrece como respuesta, ante la pregunta de ¿qué me quiere el Otro?, la desaparición, en una especie de sacrificio, como puede verse en lo escrito por la poeta argentina, en su diario a un año de su suicidio:

“Hoy todos me han traicionado.
El diálogo delirante con mi madre.
Es un peso gravísimo, terrible, temible, que me hará perder la vida del modo más cruel. Ella sabe, ahora, del fracaso de toda su vida. ¿Cómo compensarla? ¿Cómo ayudarla? […] Ésta es mi madre, la que hizo de mi infancia un laberinto de tristezas sin nombre. Y ella y yo estamos tan vencidas que desapareció la culpable así como la víctima. La quiero mucho, pero sobrellevar su vida (en mis hombros que tanto me duelen) implica inmolarme. Y claro que me inmolo. Por supuesto que me doy en holocausto. ¿Y qué?” (Pizarnik, 2005, Pág. 493).

Cuando Lacan plantea que el objeto – como causa de deseo – es el propiciador de la angustia, es justamente porque si se consiguiera estar frente al objeto y tomarlo, se dejaría de ser deseante, y por lo tanto, se conseguiría la completud.  Sin duda esto significa el aniquilamiento del sujeto, es decir, la muerte. “…en las dos situaciones opuestas de estar intensamente enamorado y de querer suicidarse, el ego se encuentra abrumado (ahumado) por el objeto; pero en cada caso de un modo bien distinto” (Freud citado en Álvarez, 1999, Pág. 164). Si el Yo se presenta como el objeto del suicida, es el cuerpo ese exterior del yo que también tiene que aniquilarse.

De ahí que, a pesar de la angustia que precede al acto suicida, cuando éste se consuma, se desobedece la ley; es posible verlo entonces como un acto incestuoso, que escapa de la ley.
Se encuentra por tanto al suicidio, más como una transgresión de la ley, un deseo llevado hasta sus últimas consecuencias, sin ningún obstáculo, o sea, satisfaciéndose.  Si para Lacan el deseo es de muerte, es ahí, en el suicidio, donde está su realización.

De lo que se puede entender que el suicidio pasa por el deseo y todas sus implicaciones, incluyendo esta otra manera en que Lacan aborda el deseo a la luz de los discursos, en el del Amo.

Ese Amo del discurso es también ese Otro que conlleva esa ley de castración, esa ley de muerte, ¿no es pues, en este discurso –en el extremo- que a lo que se conduce es por tanto a la muerte? “…la muerte es el verdadero rostro de ese señor del mundo” (Trías, 1981, Pág. 107).

Desde esta mirada de Trías, en la que pareciera más se habla de personajes que de elementos discursivos, el suicidio podría leerse como una relación entre Amo y Esclavo, donde el sujeto está alienado del deseo, o tal identificado con el del Amo –si es que puede decirse que el Amo desea-, que impele a gozar, mejor dicho, un acceso al “de más” del gozar.

Si el deseo es el deseo del Otro, desde ahí el sujeto está sometido, y si ese deseo está dirigido a la muerte o llevado al más allá, sin que funcione como defensa, ¿entonces se enmarca en el Goce? Pues sólo puede gozar el Otro.

La única manera de romper esa fuerte dependencia con el Amo, hablando otra vez de personas, es marcar la diferencia, y marcar la diferencia es perder el deseo, por tanto quedar a merced total del Goce, no ya en su plus, sino en el mismo, ahora sí, en la transgresión.  Este movimiento sólo puede hacerse de manera agresiva. “el crimen es principio separador en el seno mismo de la vida“ (Trías, 1981, Pág. 34). Pero eliminar a quien encarna al Amo, por lo menos en lo social, no resuelve la servidumbre, muchísimo menos podría ser a nivel psíquico.  Lo cual refuta que se mate al Otro en el acto suicida, como una solución, aunque no se podría saber si fue exitoso si fuera ese el objetivo.

Es inevitable que el discurso del Amo suponga agresión y ante la agresión sólo se responde de dos maneras: con otra agresión, o dejando de responder y no defenderse, como lo afirmara Hegel.

¿El suicidio puede ser responder con agresión al otro en uno mismo , o bien, dejar de defenderse?

Quizás el caso por caso daría mayor luz al respecto, puesto que algunos suicidios podrían pretender ese dejar de luchar, aunque el término de la vida siempre se viva como algo violento.

Tal parecería que en el discurso del Amo un suicidio no podría leerse pues, aunque hay ahí un significante amo que ordena a gozar, no le da lugar al sujeto para que tenga acceso al goce directamente, sino sólo a ese resto que le permite al ser hablado, no pudiéndose tampoco apropiarse de un deseo.  Por lo menos no si se habla del acto suicida como acceso al Goce, lo que no es posible desde ninguno de los discursos.

Desde el deseo podría suceder, en cuanto a que en el del Amo queda totalmente ajeno a él y es ordenado por el significante, el rasgo unario, cuyo contenido es la muerte.  Es hablado para morir, está marcado su destino, pero no llevado a desear o esperar algo.  Habría, en este caso, un suicidio como devenir, donde no hay un sujeto deseante (¿psicosis?), mientras que si se ve la relación de amo y esclavo el suicido puede considerarse como la búsqueda de la liberación con tal de conservarse, pero que tal libertad sólo se consigue a través de la muerte.  Quien no sirve, se muere.  La vida, entonces, sería sostener esa servidumbre, “vida (y por ende amor) es algo que hunde a la autoconciencia en la servidumbre. La libertad se alcanza negando la vida” (Trías, 1981, Pág. 103).

Esto parece discurso Schopenhaueriano o propio de Hume, o más cercano a  Améry, quien dijera que la libertad plena sería poder elegir entre vivir o no y que no fuera el vivir un deber.

3.    El Suicidio como transgresión.
El acto masturbatorio final es el suicidio. Momento en que el cuerpo recobra de nuevo la importancia para el Yo, pues es la vía para terminar consigo mismo. O tal vez se pueda hablar de autoerotismo, de narcisismo; como sea, es el Yo y el cuerpo en una relación erótica: “La masturbación finaliza sin orgasmo” (Améry, 1999, Pág. 75).

Es el suicidio, ese encuentro con el cuerpo que en el transcurrir de la vida ha sido lo extimo, aquello que pertenece, pero que al mismo tiempo no, y que se ha construido por el Otro.  Ese cuerpo que en inicio es la relación con la madre y que al llegar el significante los separa: “Un padre es el olvido del cuerpo”  (Pereña, 2001, Pág. 95). El padre como función viene a separar al sujeto de su madre, es una separación de cuerpos; si el padre recordara al cuerpo lo que se activa es la angustia, y entonces ha dejado su función, mientras que por el lado contrario “[…]La madre es, de por sí, olvido del nombre” (Pereña, 2001, Pág. 95) y una huella del cuerpo, puesto que su origen no es otro que el incesto; por eso todo sujeto habrá de pasar por un duelo, un duelo por esa pérdida de la madre, mientras que su insistencia sexual es “el olvido del olvido del cuerpo” (Pereña, 2001, Pág. 96), una especie de retorno forzosamente insatisfecho para que discurra el deseo y no se franquee la ley de prohibición del incesto.

De ahí que el suicidio sea contra el cuerpo, por dejarse vencer por la madre, por olvidar lo que es un padre, por no olvidar lo que es una madre; por olvidar la Ley y no olvidar el deseo. El suicidio es contra el cuerpo, porque no se le puede olvidar ni buscar en el otro mediante un encuentro sexual.

La resistencia a la castración, a la Ley, a la prohibición, o como dice Pereña la resistencia al trauma o a la experiencia misma de la palabra, que supone ese duelo por la cosa, hace que lo que retorna, no como formación del inconsciente, lo haga directamente en el cuerpo, sin palabra, sin experiencia, de manera inmediata.

Hans Mayer, mejor conocido como Jean Améry, cuando escribe su texto sobre el suicidio, discute sobre la idea freudiana de la pulsión empujando al sujeto a la muerte, suponiendo él que toda pulsión lleva hacia algo, hacia el ser, no al vacío, pero afirma que tal vez el problema, o la negación está en ese ser hacia el que empuja la pulsión. Por eso cambia la palabra pulsión por la de “inclinación”, porque esa conduce hacia abajo, hacia la tierra, hacia “la falta de lugar de la nada más nula” (Améry, 1999, pág. 83); no es pues un retorno a un estado anterior para este autor, puesto que la pulsión de vida sí le parece que tiene mayor fuerza que cualquier otra.

Independientemente de su idea sobre las pulsiones, esto, para precisar, lleva a pensar que la sola pulsión de muerte, con toda su fuerza, aún y cuando las demás pulsiones están ordenadas a cumplir el mismo objetivo que la de muerte, no puede ser la causa del suicidio, en tanto que no todos lo eligen.  Siendo la pulsión de muerte tan esencial al sujeto, no se puede hablar de una cantidad o de que algún sujeto tiene más pulsión de muerte que otro.  Sí del Superyó más severo o no, sabiendo que el Superyó es la instancia impregnada de dicha pulsión.

Se puede sucumbir ante el Superyó y autocastigarse y maltratarse como en la melancolía más profunda, pero eso no garantiza la muerte.  Probablemente sólo en los intentos, esos que fallan, pues no hay que olvidar que el Superyó es sádico, angustiante y cruel pero no mortífero.  La angustia es la señal que previene.

Por supuesto que entre más cerca se esté de cumplir con esta encomienda del suicidio, más angustia se presentará, en tanto que supone esos avisos o señales de que se quiere transgredir la ley, de que se quiere traspasar el lugar del “no-todo” al “todo”.

Es entonces Lacan quien ofrece otra explicación a partir de su noción de deseo.  Del deseo del Otro, porque no se puede hablar de que el deseo sea de alguien más. Y si el deseo del Otro es del falo, está enmarcado por la muerte.  Así posiblemente esta identificación del propio deseo del sujeto con el deseo del Otro lo lleva al suicidio.

Este acoplamiento con el deseo del Otro, acoplamiento que recuerda a la relación prohibida, incestuosa cuyo castigo es la muerte, no sólo está amenazada por la amputación de un órgano, sino de la vida entera: es la transgresión de la ley. “…tú, Otro, como elemento de la trama social, tenías razón frente a mí, independientemente de lo que me has hecho; sin embargo, mira: puedo sustraerme a la legalidad. Lo hago sin perjudicarte.” (Améry, 1999, pág. 120)

No se mata al otro dentro del sujeto, se mata al Yo del sujeto. Como Freud dijera en el melancólico, por el que la elección objetal es de base narcisística, a quien se mata es al mismo Yo que representa a ese otro abandonador. Cierto que ese Yo se conformó por el otro, en todo caso se mata a todos, a todo.  Tal vez por eso se dejan mensajes o el mismo suicidio es ya un mensaje dirigido a los demás.  En realidad al matarse el Yo lo que queda es el Otro, el Otro completo, el Otro que ya no desea, pero ese Otro que es como el Amo, que sin su esclavo tampoco existirá.  Así, no queda ni el sujeto ni el Otro.

¿El suicida deja de pertenecerle al Otro para pertenecerse a sí mismo o, al contrario, queriendo liberarse, cae finalmente en pertenecerle por completo al Otro?

Existen autores que afirman que el acto se comete ante no ser deseados, es decir en no encontrarse en un lugar otorgado por el Otro, puesto que revela la falta de falta “cuando no veo en el Otro nada que me revele algún indicio de su deseo, cuando ese deseo del Otro me deviene completamente extraño y, por lo tanto, no puedo saber qué objeto soy para él” (Gerber, pág. 120). Es, pues, el otro extremo de sucumbir ante el deseo del Otro que sería la reintegración, sin ningún intermediario, muchísimo menos el significante.

Es una suerte de regreso a ese gran Otro que produjo al sujeto y su falta; como lo dijera Paz (2003): “Aunque la muerte es la gran madre, no es ni sexo ni tumba sino espacio ilimitado y vacío.” (Pág. 81)

El punto inevitable es que cada suicidio será diferente, no sólo en los detalles, sino que, sea consciente, voluntario o inconsciente, accidental, cada uno de estos actos representa algo que ya no se podrá saber qué es, pues es donde el significante en verdad ya no puede “parecer” que diga algo.  “Por medio del escrito el sujeto procura restituirse como sujeto del significante amenazado de desaparecer por el encuentro con lo real” (Gerber, pág. 123). A pesar de las notas del suicida, que son un intento de hacerse entender finalmente en toda una vida (o el tiempo que tardará en tomar la decisión) en la que no sirvió del todo, ni para extender el deseo de vivir, de vivir así y se instaló el de no ser más, logrando cumplirlo.

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