Transferencia y acción específica

Alfredo Valencia Mejía

Tra un fiore e l’altro donato
L’inesprimible nula

(Entre una flor tomada y otra ofrecida
la inexpresable nada)

Giuseppe Ungaretti

Con la transferencia sucede algo que no debería resultarnos extraño: en ella se juega todo el psicoanálisis. Que se decanten ciertos conceptos que se le subordinen, sean éstos calificados de técnicos, teóricos ideológicos, etc., no es lo fundamental; aún más, no es dando importancia a la adscripción escolar del psicoanalista, si así se puede decir, dónde encontraríamos un supuesto centro que permitiría comprenderla. La transferencia siempre sale al paso cuando se habla o se escribe el psicoanálisis; no digamos ya lo que ella tiene de fundamento, si se tiene fortuna, durante el proceso de una cura. Mucha tinta ha corrido en relación al tema, y sin embargo y a pesar de todo, lo dicho y lo escrito no hacen sino evidenciar la importancia del asunto, el cual no deja de escurrirse a la hora de intentar transmitirlo: la transferencia no se deja atrapar del todo. Tal vez ahí esté el enigma del trabajo psicoanalítico en tanto aventura que consiste en seguir pensando al sujeto en su dimensión trágica, dimensión que tiene en la tercia psicopatológica su escenificación existencial.

Podemos poner a discusión un elemento que deriva de la intuición originaria de la transferencia tanto como de la configuración del aparato psíquico conjeturado por Freud. Se trata de un elemento que podemos plantear como soporte del problema que supone vincular la pulsión al objeto, problema que condiciona la posición del psicoanalista, es decir, a ser o no ser otro que un mero artificio especular. A este elemento Freud lo llama Acción específica (1).

Muy pronto en la historia del psicoanálisis, la transferencia llegó a ser tomada como un referente ligado a todo aquello que quedaba establecido como relación de objeto, entendiéndose ésta como un proceso identificatorio puro donde la proyección y la introyección conformaban en sí un esquema especular simple donde la parte era tomada por el todo. Así la repetición en relación con la transferencia quedaba formalizada como un cliché que otorgaba al psicoanalista una posición ilusoriamente clara y específica: la de ser reflejo identificatorio (2). La investigación sobre el Yo tomaba así, en manos de algunos importantes postfreudianos, su vertiente más complicada y riesgosa para el psicoanálisis. Tendría que llegar Lacan y su » retorno a Freud» para ejercer una crítica sobre este punto (3).

Por ejemplo, los participantes fundamentales de la historia de Anna O, tanto como los de Dora, estaban comprometidos en una suerte de serie vincular que tenía a la identificación como el primordial elemento de comprensión teórica. La repetición quedaba circunscrita a un modelo de equivalencia analógica entre el pasado y el presente, que hacía del amor y la amistad algo fácilmente ajustable a la disposición inteligente de un mero mecanismo de reflejo especular. El deseo inconsciente, aquello fundamental en la hipótesis freudiana, era confinado, al igual que su referente pulsional, a pieza de museo.

Es Ferenczi quien hace referencia a la univocidad del proceso identificatorio; aún hoy, como si los cambios, dudas y rectificaciones de Freud no se hubiesen dado, esta univocidad es ejercitada para dar cuenta del amor de transferencia, haciendo evidente la incomprensión que se tiene de la temporalidad que se juega en el psicoanálisis. En este modelo de equivalencia analógica de objetos encontramos una apreciación de lo inconsciente que queda reducida al simple desconocimiento que el presente tiene del pasado, asegurando al olvido una posición que desplaza a la represión, donde entonces la resistencia estaría anclada en el mero negativismo para penetrar un pasado displacentero que se plantearía como tal por el simple hecho de ser «temprano»; como si efectivamente pasado y presente fuesen dos comportamientos de un «tiempo total». Este modelo justifica una posición harto cómoda para el psicoanalista, pues es de suponer que cree que él ya no está viviendo en ese primitivismo del pasado, de lo temprano, del antes. ¡Menuda ilusión!

El esquema Transferencia — Repetición — Resistencia engarzado a la figuración del analista como puro reflejo especular depende, para su elucidación de una concepción del objeto lo suficientemente estable como para que sea capaz de deslizar una lógica que haga posible lo imposible: hacer concordantes la realidad y la construcción; homologar lo real y la historia, es decir, hacer de dos órdenes uno solo. El modelo remeda cierta historiografía alemana del siglo XIX donde el pasado era considerado como una totalidad acabada, cuyo estudio serviría para predecir, mediante su objetiva valoración, un presente — futuro susceptible de rectificación y ávido por recibir los efectos de técnicas ortopédicas.

Para que todo esto sea posible es necesario plantear la superioridad de un tipo específico de objeto, el de la identificación, aún a expensas del desconocimiento de aquello que lo posibilita: la pulsión; quedando ésta sometida a una pura cualidad conductual que se valora exactamente. Es el legado de Fairbairn: pensar la pulsión da trabajo.

Es claro que Freud tuvo sus dificultades para abordar la transferencia ¿Quién no? Hizo indecidible y problemática, en su texto, la referencia al enclave entre el objeto y la pulsión, es decir, entre la cosa y el concepto. Para Freud la pulsión se presenta a sí como el límite de la presentación de sí, donde la percepción, la fuerza, hace su juego en la construcción de un objeto. Así, la percepción en tanto razón se fundamenta en la facultad de representar (se) para poder pensarse ¿Cómo representarse la pulsión si no es en su representatividad objetivante? Más no por eso la pulsión y el objeto, el de la identificación, son concordantes; en el medio cabe, y Freud lo enfatizó, el fantasma: ni lo uno ni lo otro.

Es con esa problemática que Freud se enfrentó al problema de la sugestión en relación con la transferencia. Si podemos aceptar que la pulsión se engrana al acto de representar sin referencia directa a la realidad valorativa para la conciencia, se hace entonces difícil construir una teoría que lleve la marca de una técnica, pues esta sólo tiene que pertinencia para la conciencia que valora. Por el contrario, si anticipamos un valor al objeto, valor supuestamente derivado de una «intención» pulsional, haremos la ilusoria clasificación de objetos en virtud de un funcionamiento determinado anticipadamente; sólo entonces la técnica sería posible.

Los modelos que privilegian el campo del objeto identificatorio dan preferencia a lo que sella el registro imaginario; las consecuencias de este privilegio hacen que la transferencia sea una pura herramienta, un simple herraje a usar que da la ilusoria garantía de que el psicoanalista sabrá manejar con destreza los enclaves donde el pasado y el presente se acoplan, para entonces poder presentar «ante la conciencia» las inadecuaciones de las conductas. Nada garantiza, sin embargo, que el analista maneje la herramienta sin que se le cuelen sus fantasmas: el deseo inconsciente, tarde o temprano, escenificará su fuerza.

Desde la Dinámica de la transferencia, Freud planteó el papel de soporte que tiene la pulsión en este fenómeno; sin embargo, su forma de señalar la repetición en referencia al objeto de las series parentales y filiales, hizo que algunos importantes psicoanalistas postfreudianos privilegiaran la historia, el principio de realidad y el pensamiento como acción, olvidando o desconociendo que dichos elementos tienen como basamento a la descarga. Y es que no es lo mismo el acto que la descarga (4); su diferencia consiste en los efectos de un retardo, de tal suerte que se confundían el origen con lo relativo al origen, con lo originario, y se tomaba entonces a los procesos de identificación como si fuesen originales, y no la consecuencia de un retardo. Véanse si no lo que sobre la transferencia dice recientemente Daniel Stern (5). La teoría del objeto que privilegia con exclusividad la percepción conciencia, el registro imaginario y la analogía de identificación, ha permitido la fuga del psicoanálisis hacia una psicología vincular; se trata de un retorno al antes de Freud que no puede ser llamada son resistencia del psicoanalista al psicoanálisis.

Así pues, Transferencia — Repetición — Resistencia, referidos únicamente al soporte identificatorio, es decir, al Yo en su dimensión de sujeto de la conciencia, lleva la consecuencia de tener que reformular el inconsciente freudiano y figurarlo como un mero desconocimiento cognoscitivo.

Lo que algunos discípulos de Freud no estuvieron dispuestos a hacer para salvar el escollo que supone diferenciar entre sugestión y transferencia, entre repetición y reproducción de la experiencia, él lo intenta en Más allá del principio de placer (6), ahí, él desliza tres fenómenos que sustentarían la experiencia de donde surge su concepto de pulsión de muerte: el juego del carrete, los sueños traumáticos y la transferencia. Esta última, vinculada hasta entonces a Eros y a la autoconservación, y desde ahí, figurando su ligazón identificatoria con la resistencia y la repetición, queda ahora sujetada al deseo, al recuerdo y a la descarga, en un más acá a la construcción del objeto imaginario. Funda Freud la posibilidad de que la transferencia, en tanto descarga, sea algo siempre aún por comprender y por teorizar. Es ahí dónde la posición del psicoanalista encuentra su principal motivo de malestar, pues se hace obligatorio no comprender ni teorizar del todo. En un reciente libro se dice: «La propuesta de Freud en el Proyecto es la siguiente: si el método de exhausión no lo agota (al pensamiento, al sueño, al aparato psíquico) es porque no hay objeto correspondiente sino más bien solamente sustracción. Y si no hay objeto no tiene por qué haber necesariamente método. Y menos una teoría» (7) La transferencia en tanto repetición queda absorbida en el antes del objeto de la identificación, es decir, en un antes que es pura fuerza, descarga, trazo, escritura, exactamente en donde Freud marca la especificidad del deseo como lo ligado a una huella específica: la huella de la vivencia de satisfacción (8). Apenas ahí donde el objeto no llega aún a serlo, ahí donde la marca deja un resto restado, ahí es donde la transferencia encuentra sus raíces.

La transferencia y su interpretación se juegan, cuando más, en el fantasma y el anclaje en el cuerpo; cuerpo que no es otra cosa que escritura devenida en palabra: metáfora. Lugar desde donde la voz y el símbolo se hacen posibles. Si la transferencia tiene su fundamento en la pulsión de muerte, la repetición será repetición sin cualidad y no repetición de la experiencia. El asunto no es fácil, lo dicho ahí parece condensar la pregunta que Derrida se hace cuando lee el Proyecto: ¿Cómo la fuerza deviene en sentido? (9) Dicho de otra manera: ¿Cómo, de nada, algo se presenta como representación? Es con esta pregunta con la que tenemos que ir armados cuando intentemos entender el concepto de Acción Específica según Freud la plantea en el Proyecto. Se trata de un entidad conceptual que se presta al equívoco; tiene un lado de aparente simpleza que nos hace figurárnosla como la acción intencional específica de un objeto respondiendo a la acción comunicativa de otro objeto, por ejemplo, el llanto como acción comunicativa dirigida a otro que comprende y presta un auxilio específico.

Si esto fuese así, desde el principio estaríamos hablando de una acción que por necesidad hace referencia al proceso secundario. Mas sabemos que, en el origen, lo que figura el modelo es la descarga, no la acción, ya que ésta última implica ya intención; por eso es fundamental, para esquivar la simplificación, criticar el asunto e intentar pensar que lo que Freud llama «acción específica» tiene por característica la descarga sobre un «individuo» que sólo de manera temporal resuelve la tensión. No soluciona el desamparo originario, sino únicamente la acumulación de tensión, de ahí que se llame «objeto». Es decir que la idea de objeto está ligada a una acción que en última instancia, es fallida; una acción del Yo para huir del dolor y el desamparo, que está condenado a repetir (10) ¿No será acaso esta repetición la que configura la transferencia? Es posible que la posición del analista encuentre su especificidad en el acto de soportar, en tanto objeto contingente, esa acción del Yo repetitiva, que no es otra cosa que el intento de huída del displacer. Se trata de una posición que tiene la función de soportar y que hace presencia de una falla desde donde el objeto se construye. Esta posición negativa, en tanto presencia tan sólo intuitiva del objeto, no debe confundirse con una concepción trasnochada del nihilismo; sólo lo podría ver así quien privilegie la disciplina psicoanalítica, con su estatuto de «identidad» profesional instituida, antes que al proceso psicoanalítico como basamento de la cura.

La transferencia comprendida desde la pulsión de muerte y anclada a la repetición que ofrece la acción específica, permite, desde el complejo del semejante y la indefensión originaria, develar el nivel básico del objeto fuente de la pulsión, siendo éste un cuerpo escritura del que el Yo huye, para desde ahí vislumbrar el correlato fantasmático que anticipa y conforma a todo objeto identificatorio. La posición del analista es la del hueco, la del vacío que construye mundos.

Dice José Ángel Valente: «Quizá el supremo, el solo ejercicio radical del arte sea un ejercicio de retracción. Crear no es un acto de poder (poder y creación se niegan); es un acto de aceptación o reconocimiento. Crear lleva el signo de la feminidad. No es un acto de penetración en la materia sino pasión de ser penetrado por ella. Crear es generar un estado de disponibilidad en el que la primera cosa creada es el vacío, y en el espacio de la creación no hay nada (para que algo pueda en él ser creado), la creación de nada es el principio absoluto de toda creación.