Onfray, fabulador antifreudiano.

 Elizabeth Roudinesco

Fundador de una Universidad popular en Caen, Michel Onfray se dio a conocer con la invención de una “contrahistoria de la filosofía” cuya metodología se basa en el principio de la prefiguración: todo ya está en todo incluso antes de que ocurra el acontecimiento. Y así se permite afirmar cosas de lo más extravagantes, es decir: que Emmanuel Kant era el precursor de Adolf Eichmann – porque se consideraba kantiano – (Le songe d’Eichmann, Galilée, 2008) -, que los tres monoteísmos (judaísmo, cristianismo, islamismo) son empresas genocidas, que el evangelista Juan es el ancestro de Hitler, que Jesús prefiguraba Hiroshima y, por último, que el mundo musulmán es fascistas (Traité d’athéologie, Grasset, 2005). Los Judíos, fundadores del monoteísmo – centrado en la pulsión de muerte- serían los responsables de todos los males del Occidente. A esta empresa mortífera, Onfray opone una religión hedonista solar y pagana, investida por la pulsión de vida.

Desde la misma perspectiva, declara que leyó durante cinco meses la obra completa de Freud y después redactó el Crepúsculo de un ídolo. La obra está plagada de errores, atravesada por rumores, carece de fuentes bibliográficas y sólo es la proyección de los fantasmas de su autor sobre Freud. En efecto, Onfray habla en primera persona para denunciar la idea de que Freud pervirtió el Occidente con la invención, en 1897, de un complot odipiano, es decir, un recuento autobiográfico que sólo es la traducción de su propia patología. El hace del teórico vienés un “estafador”, motivado por “el dinero, la crueldad, la envidia y el odio” (p. 44 – 85). Ante esta imagen que le sirve de contraste y de la cual anuncia el crepúsculo, Onfray revaloriza el destino de los padres y, ante todo, el suyo propio.

Como Freud tuvo una madre que lo adoraba, Onfray considera que el fundador de psicoanálisis era un perverso que odiaba a su padre y abusó psíquicamente de sus tres hijas (Mathilde, Sophie y Anna). El apartamento de Viena habría sido, según él, sólo un burdel y Freud un Edipo que sólo pensaba en acostarse realmente con su madre y luego matar verdaderamente a su padre para fabricar hijos incestuosos y tiranizarlos mejor.

Freud habría torturado a su hija Anna durante diez años, de 1918 a 1929, a lo largo de su análisis, durante el cual la habría constantemente incitado a convertirse en homosexual (p. 243-245). La verdad es muy diferente: Freud analizó a su hija pero la cura duró cuatro años, y cuando Anna comenzó a tomar conciencia de su atracción por las mujeres, fue ella quien eligió su destino y Freud no la tiranizó, pero sí dio muestras de tolerancia.

Cediendo al rumor inventado por Carl Gustav Jung, según el cual Freud habría tenido una relación con Minna Bernays, la hermana de su mujer Martha, en 1898, y en la misma línea de los historiadores estadounidenses de la corriente “revisionista”, Onfray imagina que Freud habría dejado embarazada a Minna y luego la habría obligado a abortar. Además, sin preocuparse por las leyes de la cronología ni de la procreación, Onfray sitúa este hecho en 1923, fecha en la cual Minna ya tenía 58 años y Freud 67.

Onfray agrega que Freud habría cedido a la tentación de someterse a una operación de los canales espermáticos destinada a aumentar su potencia sexual con el fin de gozar mejor del cuerpo de Minna (p.246). La realidad es otra: en efecto, en 1923, Freud acababa de saber que padecía de cáncer y se sometió a una operación de ligadura llamada “operación de Steinbach” que, en aquel entonces, se consideraba como un medio de prevenir la recidiva de cáncer.

Si Freud es un perverso, su doctrina no es más que la prolongación de una perversión aún más grave, para Onfray sería el “producto de una cultura decadente de fin de siglo que ha proliferado como una planta venenosa” (p. 566-567). El autor reanuda así una temática conocida desde León Daudet, según la cual el psicoanálisis es una ciencia parasitaria concebida por un cerebro degenerado y nacida en una ciudad depravada.

En la misma veta, da vuelta a la acusación de “ciencia judía” pronunciada por los nazis contra el psicoanálisis, para hacer de ésta una ciencia racista (p. 532-33, 566 y sq.), afirmando que, dado que los nazis llevaron a cabo la más bárbara ejecución de esa pulsión de muerte teorizada por Freud, esto significa que él admiraba a todos los dictadores fascistas y racistas (p. 228, 476, 524-532). Pero Freud habría hecho algo aún peor: al publicar, en 1939, Moisés y la religión monoteísta, es decir, al hacer de Moisés un egipcio y del asesinato del padre un acto fundador de las sociedades humanas, habría asesinado al gran profeta de la Ley (p. 226-227) y por anticipación sería cómplice de la exterminio de su propio pueblo. Cuando sabemos que Freud afirmaba que el origen de la democracia estaba relacionado con el advenimiento de la ley que sanciona el asesinato original y, por consiguiente, la pulsión de muerte, observamos que el argumento de un Freud asesino de Moisés y de los judíos no tiene ningún sentido.

Al recusar el principio fundador de la historia de las ciencias según el cual los fenómenos patológicos siempre son variaciones cuantitativas de los fenómenos normales, Onfray esencialaza la oposición entre lo normal y lo patológico, afirmando así que Freud es incapaz de distinguir al enfermo del hombre sano, al pedófilo del buen padre y, sobre todo, al verdugo de la víctima. Y, con respecto al exterminio de las cuatro hermanas de Freud, concluye diciendo que desde la perspectiva de la teoría psicoanalítica, es imposible “captar intelectualmente lo que distingue psíquicamente a Adolfine, muerta de hambre en Theresienstadt, o a sus otras tres hermanas desaparecidas en los hornos crematorios de Auschwitz en 1942, de Rudolf Höss, si nada los distingue psíquicamente, más que algunos grados apenas visibles”(p. 566). Notemos de paso que Onfray se equivoca de campo de concentración: Rosa fue exterminada en Treblinka , Mitzi y Paula en Maly Trostinec. Si bien la “solución final” golpeó duramente a la familia Freud, seguramente no fue en este careo, producto de la imaginación.

Aunque se declare de tradición freudo-marxista, lo que hace Onfray en realidad es rehabilitar el discurso pagano de la extrema derecha francesa: tal es la sorpresa que nos reserva este libro. En consecuencia, elogia La escolástica freudiana (Fayard, 1972), obra de Pierre Debray-Ritzen, pediatra y fundador de la Nueva derecha, quien nunca cesó de fustigar tanto el divorcio como el aborto y la religión judeo-cristiana. Pero además, ensalza los méritos de otra obra, proveniente de la misma tradición, (Jacques Bénesteau, Mensonges freudiens. Histoire d’une désinformation séculaire [Mentiras freudianas. Historia de una desinformación secular], Mardaga, 2002), prologada por un allegado del Frente nacional, y respaldada por el «Club del Reloj». Onfray escribe: “Bénesteau critica el uso que Freud hace del antisemitismo para explicar el distanciamiento de sus pares, la falta de reconocimiento por parte de la universidad hacia él y la lentitud de su éxito. A modo de demostración, explica que “en Viena, en esa época muchos Judíos ocupaban puestos importantes en la esfera judicial y política” (p. 596). Al término de su requisitoria, Michel Onfray suscribe a la tesis según la cual en Viena no se produjo persecución antisemita alguna, porque muchos Judíos ocupaban puestos de importancia.

Muy lejos estamos del debate clásico que opone a los partidarios y opositores del psicoanálisis, tenemos el derecho de preguntarnos si las consideraciones comerciales de esta publicación, no tendrán en adelante un peso tal, que lleguen a suprimir todo juicio crítico y cualquier sentido de responsabilidad. En todo caso, vale la pena hacer la pregunta y el debate queda abierto.