Narcisismo, gemelidad y sacrificio.

 Daniel Gerber

 

  1. La imagen y el doble

 

 Un conocido pasaje del texto de Freud Introducción del narcisismo dice: “Es un supuesto necesario que no esté presente desde el comienzo en el individuo una unidad comparable al yo; el yo tiene que ser desarrollado. Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se constituya” (1). ¿Cuál es esa nueva “acción psíquica”? En 1936 Lacan presenta su tesis sobre el “estadio del espejo” que puede considerarse la respuesta al interrogante dejado por Freud.

 

 La imagen especular unifica al sujeto y posibilita la constitución del yo como unidad imaginaria. Es el momento del “narcisismo primario”, de la alienación en la imagen que fascina y se puede concebir como el “doble” en la dimensión especular. Este doble especular es el otro del espejo, generador del transitivismo a consecuencia de la confusión yo-otro y de la agresividad, el otro semejante con quien se establece esa disputa por un objeto que permite a Lacan afirmar que “el deseo del hombre es el deseo del otro”.

 

 Pero hay otra dimensión del doble que surgirá años después con el trabajo en torno al registro de lo real: el doble real. En esta dimensión el doble no es el de la competencia y la rivalidad en el plano especular sino eso que anuncia que el propio cuerpo del sujeto puede quedar a merced del Otro como objeto de goce de éste último.

 

 La distinción tiene su importancia porque existe la tendencia a confundir el otro especular, el que ocupa el lugar de lo unificado/integrado, con el doble como real. El doble imaginario está en una relación de exclusión con el sujeto bajo dos modos diferentes: el de la disputa por el mismo objeto o el de la competencia por el deseo de un tercero. Todo esto en el campo de lo imaginario. Pero cuando se trata del doble como real, la aparición de éste último supone que algo se va a desprender del sujeto. Los ojos arrancados en El hombre de arena de Hoffman (2) pueden considerarse un paradigma de este efecto. Freud recuerda (3) que el protagonista del relato, desde lo alto de la torre, ve avanzar a Coppelius y que la sola señal de que este se acerca lo coloca en una posición “enloquecida”, de modo que lo primero que hace es intentar arrojar a su novia, ofrecer a otro, un doble de él mismo, a quien lo amenaza con la pérdida de su condición de sujeto. En ese momento el hermano de la novia la defiende, por lo que sólo le queda la opción de arrojarse él que, como hipnotizado, no puede dejar de reaccionar como autómata: algo lo empuja sin poder evitarlo a responder a ese llamado.

 

 Se puede decir entonces que, cuando el sujeto se encuentra ante la imagen del doble en su dimensión real, el propio cuerpo pasa a ser objeto del Otro. En este momento la imagen ya no es imagen: el sujeto no se identifica con lo que se le presenta, en él no se produce ningún cambio pero sí en el Otro. La película La danza de los vampiros de Roman Polansky presenta una escena ilustrativa de este momento del surgimiento del doble real como siniestro cuando la pareja se aproxima bailando hacia el espejo en el que sólo se refleja la imagen de uno de ellos: la ausencia de imagen transforma al otro, que antes era heim, familiar, en unheim, literalmente no familiar o, como se traduce, siniestro u ominoso; otro que en todos sus rasgos aparece como humano pero que no se refleja en el espejo. Es en este otro en quien se percibe una transformación mínima pero esencial: aparece unos colmillos que lo muestran como vampiro: este es el momento del paso de lo familiar a lo siniestro porque el otro es el mismo de antes pero levemente modificado y esta leve modificación marca el momento en que el protagonista deviene otro, otro que en esta situación puede ser “chupado”, pierde su condición de sujeto para convertirse en una mera fuente de sangre. Aquí es cuando el doble es el propio sujeto como doble de él mismo al experimentarse como puro objeto, puro objeto de goce. Lacan lo señala de esta manera: “El hombre encuentra su casa en un punto situado en el Otro más allá de la imagen de la que estamos hechos. Este lugar representa la ausencia donde estamos. Para suponer lo que ocurre si ella se revela por lo que es –s saber que se revele la presencia en otra parte que lo que hace este lugar como ausencia-, entonces, ella es la reina del juego, se apodera de la imagen que la soporta y la imagen especular deviene la imagen del doble con lo que aporta de extrañeza radical. Para emplear términos que toman su significación por oponerse a los términos hegelianos, ella nos hace aparecer como objeto, por revelársenos la no autonomía del sujeto” (4).

 

 El doble como real implica así la pérdida de la condición de sujeto causada por la posibilidad de convertirse en objeto del goce del Otro. Cuando se produce su aparición el sujeto deviene objeto, pierde su lazo con el significante que le asegura ese estatuto y queda aislado, excluido de todos los significantes de una cadena. Despojado así de la subjetividad y transformado en puro objeto, allí se encuentra con el doble real, como objeto del Otro en una posición imposible de soportar. Precisamente en ese instante en que corre el riesgo de devenir objeto se presenta la angustia.

 

 Innumerables obras literarias han tratado el tema presentado ese momento en que lo imaginario, por el camino de lo siniestro, se aproxima a lo real. Es el momento señalado por Lacan en su texto De nuestros antecedentes: “Lo que se manipula en el triunfo del hecho de asumir la imagen del cuerpo en el espejo, es ese objeto evanescente entre todos por no aparecer sino al margen: el intercambio de las miradas, manifiesto en el hecho de que el niño se vuelva hacia aquel que de alguna manera le asiste, aunque sólo fuese por asistir a su juego” (5). No sólo se trata de la imagen; está también lo que se recorta como mirada, objeto no reflejado en el espejo, diferente en su estatuto de la mera imagen del otro.

 

 Es importante destacar que el personaje literario del doble adquiere en el siglo XIX un significado muy diferente al que tuvo en la antigüedad con autores como Plauto en obras como El anfitrión o incluso en el renacimiento y el barroco. La dimensión lúdica del parecido físico que posibilitaba la sustitución y suplantación del protagonista en las tramas amorosas y políticas, que provocaba la confusión humorística de identidades para concluir con un final feliz, dio paso a lo siniestro en la medida en que el doble no sólo duplica físicamente al sujeto sino que también establece una continuidad inquietante; no es el fiel acompañante sino el heraldo de la muerte o el amenazador alter ego que puede aniquilar.

 

  1. El mito de Edipo y el llamado al sacrificio

 

 Es preciso situar el tema del doble en referencia con el mito de Edipo. El núcleo de éste último está constituido por la prohibición del incesto, cuya función no es solamente la prohibición de relaciones sexuales entre madre e hijo o entre consanguíneos. Su alcance simbólico no se limita a impedir la confusión de generaciones y mantener el orden del linaje según la paternidad pues al prohibir la madre, el hermano y la hermana –en su acepción más restringida- el complejo de Edipo excluye toda relación que pueda tener como efecto el de crear una identidad de sustancia entre sujetos. 

 

 En otros términos y a título de ejemplo, si un hijo desposa a la madre, sus hijos serían a la vez hijos y nietos o hijas y nietas de su madre. La relación incestuosa haría surgir así el espectro de un ser que reuniría en una sola sustancia dos posiciones subjetivas que el orden simbólico distingue absolutamente. Por esto la estructura del Edipo implica, más acá inclusive de la problemática de la castración que regula la relación del sujeto con el objeto de deseo, la cuestión más primordial todavía de la separación que es lo que permite que el objeto de deseo se desprenda como tal a la vez que el sujeto se engendra por efecto de este desprendimiento mismo: “(…) es de su partición de donde el sujeto procede a su parto” (6), dice Lacan en 1960. La afirmación parece muy abstracta pero se esclarece si se la vincula con otra que formula muchos años antes en el texto de 1938 acerca de la familia, cuando todavía no hablaba de separación ni de objeto a, ni había creado el mito de la laminilla. Lo que plantea es la estructura edípica bajo el nombre de “complejo de destete” para situarlo como “la forma primordial de la imago materna” (7).

 

 Esta imagen primordial o imago es la de una plenitud donde el niño y la madre –o más precisamente el niño y el seno- se encuentran reunidos en una común satisfacción: “El rechazo del destete es el que instaura lo positivo del complejo; nos referimos a la imago de la relación nutricia que tiende a reestablecer” (8). A este respecto Lacan se refiere al “deseo de la larva” (9) en el ser humano, que puede describirse como un goce Uno que el complejo vuelve más consistente a medida que lo torna más imaginario, en tanto lo evoca con una nostalgia que puede desarrollarse hasta llegar a algunas formas de suicidio.

 

 Lacan indica que ese goce no depende simplemente de la relación con el cuerpo biológico de la madre, como si fuera la manifestación de un instinto, sino que está socializado de entrada: “Mientras que el instinto tiene un soporte orgánico que sólo es la regulación de éste en la función vital, el complejo sólo eventualmente tiene una relación orgánica, cuando reemplaza una insuficiencia vital a través de la regulación de una función social. Es lo que ocurre en el caso del complejo de destete” (10). Así, lo que Lacan llama en 1938 “complejo de destete”, ubicado en el origen de una imagen materna que realiza imaginariamente la unidad del niño con la madre nutricia, o lo que ya en los años sesenta denominaría la “dialéctica de la separación” por la que el sujeto se engendra separándose de una parte de él mismo que aísla como el objeto perdido de la pulsión, son consecuencia de la regulación del lenguaje por la que el sujeto, en su lazo con la “madre primordial”, establece una relación primaria de exclusión, de exilio, de nostalgia entonces, con respecto a una entidad que de un modo general se puede llamar el todo.

 

 De este todo es rechazado, lo que implica que el Todo como tal no existe más pues no es solamente lo que representa el Otro materno primordial; es también “socializado” por un complejo que en 1938 Lacan denomina “dependencia vital del individuo con relación al grupo”, grupo que puede ser el familiar u otros más extendidos que van a tomar el relevo del primero dando a la nostalgia del Todo un apoyo en el que puede sostenerse. Así, las últimas afirmaciones de Lacan en el capítulo sobre el complejo de destete remiten a Psicología de las masas y análisis del yo de Freud y el capítulo concluye con la afirmación de que la “imagen materna” tiene el carácter de paradigma del todo y causa de una nostalgia que es aspiración a la muerte: “Si pretendiéramos definirla en la forma más abstracta en la que se la observa, la caracterizaríamos del siguiente modo: una asimilación perfecta de la totalidad al ser. Bajo esta fórmula de aspecto algo filosófico, se reconocerá una nostalgia de la humanidad: ilusión metafísica de la armonía universal, abismo místico de la fusión afectiva, utopía social de una tutela totalitaria. Formas todas de la búsqueda del paraíso perdido anterior al nacimiento y de la más oscura aspiración a la muerte” (11).

 

 Estas últimas afirmaciones que hacen referencia a una aspiración a la totalidad del ser pueden sintetizarse en la expresión “goce del Uno”; goce imposible en tanto el sujeto se reunificaría aquí con la parte perdida de él mismo imaginándose unido al Otro en una completa fusión, es un goce que muestra el carácter mortífero de esta aspiración y permite introducir un lazo entre la dialéctica del destete o separación y lo que puede nombrarse llamado al sacrificio.

 

 Si la imagen materna, saludable en el origen en tanto posibilita la constitución de un yo unificado, puede devenir factor de muerte, es porque el goce Uno que se asocia con su exigencia, se opone por sus características no sólo al reconocimiento de todo Otro –incluso del Otro en tanto Otro- sino que implica el rechazo por el sujeto de su división estructural, de su existencia misma entonces. Sólo habría goce Uno si ya no hay Otro, lo que implica en este caso que tampoco podría haber sujeto. Es por esto que en las formas extremas de apego al Otro materno, donde se encuentra –como en la anorexia o en algunos casos de toxicomanías o somatizaciones diversas- desgarrado entre la exigencia de este goce Uno y el anhelo de mantener un deseo que se opone a la satisfacción, el sujeto se experimenta aspirado literalmente hacia una forma de suicidio lento y no necesariamente violento. Freud llamaba a esto masoquismo primario, concepto que alude al hecho de que el sujeto tiene que responder a la vez al imperativo de goce que le impone reencontrar el objeto perdido y hacerse uno con él y a la exigencia de mantenimiento del deseo cuya condición es el rechazo del objeto para preservar la falta necesaria.

 

 Sólo el autosacrificio suicida parece satisfacer estas dos exigencias a la vez: refugiándose en la muerte el sujeto puede al mismo tiempo reencontrar la cuna del ser y negarse a esto como viviente. Pero si otro, un hermano por ejemplo, aparece de repente en posición de gozar inocentemente de esta totalidad del ser a la que él aspira desesperadamente, en ese momento se producirá un doble movimiento en el sujeto por medio del cual realiza el pasaje del autosacrificio al sacrificio. En primer término se identifica con su hermano pero inmediatamente quiere su destrucción: “(…) la no violencia del suicidio primordial engendra la violencia del asesinato imaginario del hermano” (12).La intrusión narcisista del hermano determina el paso desde la posición masoquista a la sádica, del autosacrificio al sacrificio; en este sentido Lacan menciona un poco después el caso de los gemelos que vendría a confirmar esta tesis: “Sabemos que múltiples mitos les atribuyen el poderío del héroe, por el cual se restaura en la realidad la armonía del seno materno, aunque a costa de un fratricidio” (13).

 

 En relación con esto último cabe recordar que en la Grecia antigua, como en otras culturas, la gemelidad, por el exceso de semejanza que manifiesta, es considerada como mancha o impureza. La simple existencia de gemelos constituye en los mitos griegos una mancha de la que la ciudad tiene que liberarse. Los gemelos son portadores de una criminalidad latente que amenaza extenderse, por contagio, a la ciudad entera. También en algunos mitos mesoamericanos los gemelos son considerados productos de partos monstruosos, temidos como extraños y portadores de malos augurios. El Dios perro Xolótl es el de los gemelos y las deformidades. Entre los aztecas los gemelos constituían una amenaza mortal para sus padres, de tal modo que uno de ellos debía ser sacrificado al nacer. El temor ligado a ellos se derivaba del hecho de que personificaban el tiempo mitológico de la creación.

 

 Así, los gemelos aparecen con frecuencia en la mitología de la creación de aztecas, mayas y otros pueblos. Son caracterizados como monstruos asesinos y a la vez héroes que crean el entorno y los materiales necesarios para la vida humana. Son pues creadores del orden pero también encarnan la personificación de conflictos y cambios. En este sentido Quetzalcóatl es identificado con los hermanos gemelos: su nombre contiene el cóatl que significa a la vez gemelo y serpiente; supone pues la identidad de ambos: Quetzalcóatl es la serpiente con plumas, el doble preciosos, el ave de las edades, la gema de los ciclos, el ombligo o centro precioso, la divina dualidad, lo femenino y lo masculino, el pecado y la perfección, el movimiento y la quietud. Frecuentemente es emparejado con Xolótl y Tezcatlipoca debido a la dualidad que representa: la serpiente evoca el cuerpo físico y sus limitaciones, las plumas representan los principios espirituales. Así, el universo posee esa naturaleza dual o polar. Por otra parte, entre los toltecas el ser supremo posee una doble condición: crea el mundo y lo destruye: la función destructora corresponde a Tezcatlipoca, cuya referencia a la gemelidad está ya en su nombre que significa humo del espejo.

 

 ¿Cuál es la razón de esta criminalidad latente atribuida a los gemelos? Podría pensarse que los nacimientos gemelares tienen cierto parecido con los de animales donde el parto múltiple es regla general y que esto evocaría la amenaza de retorno, en el seno de la comunidad humana, de formas de goce prohibidas como el canibalismo que pueden atribuirse a animales. Pero esta explicación es insuficiente porque –como lo dicen de algún modo los mitos, los gemelos evocan más bien la realización del Todo, es decir, de ese goce Uno mortífero.

 

  1. La gemelidad, el sacrificio y el mito nazi

 

 El fenómeno histórico del nazismo que tiene como sustento fantasmático la relación de Hitler con el judío puede tomarse como un lazo de gemelidad paradigmático, al punto que este lazo condujo finalmente al sacrificio del Otro, los judíos en este caso, así como al autosacrificio del pueblo alemán. En este sentido se puede considerar el sentido de lo que se ha llamado el Holocausto como la tentativa de eliminar radicalmente en los judíos esa parte que para el discurso antisemita significaba un acceso directo a un goce “animal”.

 

 Es preciso destacar cierta relación de doble, de fraternidad, de gemelidad inclusive –con las características señaladas- que ligaba a Hitler por sus orígenes, y al pueblo alemán por su historia y sus creencias, con lo que ellos denominaron “el judío”. Relación de gemelidad que, como se ha dicho, desde tradiciones muy diversas es asociada con la idea de una mancha, de contaminación incestuosa tal como se desprende de una afirmación de Hitler acerca del “peligro” que los judíos representaban para los arios. De este modo, siguiendo lo que formulan esas tradiciones, era necesario el sacrificio, si no del gemelo al menos de un sustituto que pudiera representarlo, lugar éste que precisamente iba a ocupar el judío.

 

 Este sacrificio se inició con el proceso de aislamiento y estigmatización que se aplicó a los judíos antes de decretar su concentración y exterminio, como una forma cruda de exposición del gemelo como desecho o como una tentativa de “desgemelización” por la degradación de la imagen corporal. En este sentido se puede pensar que los campos de concentración, antes de que se transformaran en campos de la muerte, tuvieron la función esencial de eliminar el goce supuesto a los judíos imponiéndoles el exterminio por el trabajo, considerado en este caso como antinómico del goce. Hay pues una lógica sacrificial en el nazismo en la medida en que el exterminio de judíos tenía el valor de un sacrificio ofrecido a algún oscuro dios de la ciencia: uno de sus nombres era la Salud.

 

 Un aspecto de esa gemelidad puede definirse así: a lo largo de los siglos los judíos formaron un pueblo “espiritual” alrededor de la noción de Ley (Torá). Los nazis, por su parte, buscaron fundar un pueblo “material”, concebido como un gran cuerpo orgánico, alrededor de un imperativo de salud: la pureza de la sangre. Esto fue entendido como un objetivo “natural” por una doctrina que mezclaba la ideología hitleriana con el discurso médico y biológico.

 

 Para los nazis, la naturaleza -descifrada por la ciencia- imponía un imperativo absoluto de salud del cuerpo nacional, lo que implicaba la necesidad de curar este cuerpo de sus enfermedades, de purificarlo de sus desechos, de amputarlo incluso de sus “apéndices gangrenosos”, según los términos con los que un médico designaba el exterminio de judíos en Auschwitz. Este lugar devino, en el espacio de cinco o seis años, la encarnación de la “nueva medicina” al servicio del pueblo, “medicina” en la que los médicos seleccionadores se consideraban como los dispensadores de la “Terapia Magna”, para lo que utilizaban la sigla T.M. que designaba la cámara de gas, otras veces llamada “Hospital Central”. Otros médicos “aprovechaban” sus funciones en el campo para organizar ahí algunas experiencias de laboratorio, regocijándose de las inmensas “posibilidades científicas” que se les presentaban. Señalaban en este sentido que en Auschwitz el hombre era un animal de experiencia “más barato” que la rata.

 

 Para el discurso nazi los judíos constituían un obstáculo a la homogeneidad, es decir, a la integralidad del cuerpo popular alemán –que debía ser biológicamente coherente e indivisible para estar en perfecto estado de salud- por su persistente condición “extranjera”. El médico debía ser entonces un verdadero “soldado biológico” del partido y colaborar en la eliminación de todo lo que pudiera introducir una división en ese cuerpo. En Mi lucha, Hitler escribe: “Este mundo no pertenece sino al hombre fuerte ‘entero’ y no al débil ‘medio hombre’”.

 

 Por otra parte, las condiciones de vida en los campos eran tales que, muy rápidamente, los judíos se enfermaban, se volvían portadores de epidemias y parásitos, y llegaban inclusive a perder su apariencia humana, lo que “justificaba” aún más la decisión médica de eliminarlos. Pero este exterminio tenía otro objetivo, más secreto, que podía encontrar el asentimiento del médico como funcionario “al servicio de la vida”. Este objetivo se aclara si es posible responder a la pregunta acerca de qué quería Hitler arrebatar a los judíos al exterminarlos, ¿qué “beneficio” esperaba de ese sacrificio masivo?

 

 La respuesta este interrogante está en Mi lucha, donde el autor habla de la lucha entre los dos pueblos “elegidos”, el judío y el ario, para constatar con sorpresa irritada que los judíos son auto conservadores mientras que los alemanes son siempre individualmente proclives al auto sacrificio en provecho de la comunidad del pueblo. Es así como pretende explicar la extraordinaria supervivencia del pueblo judío a todas las persecuciones de las que fue víctima y de este modo se puede detectar la paradoja de que Hitler, odiándolos intensamente, admira a los judíos y siente celos hacia ellos precisamente por su resistencia y lo que denomina su inmortalidad.

 

 Esto último impone recordar que en Alemania, el mito del judío errante que todo el mundo conocía a principios del siglo XX recibía el nombre de “der ewige Jude”: el judío eterno. Es esta eternidad lo que Hitler quería arrebatar a los judíos para transferirla a los alemanes y fundir ésta en una sustancia orgánica al servicio del Reich milenario. El problema que no podía advertir consistía en que, al concebir la noción de pueblo en el plano biológico, Hitler no podía comprender que la “eternidad” de los judíos se situaba en otro plano que el del cuerpo material del pueblo y así su objetivo no podía llevar sino a un impasse: ¿cómo dar a un cuerpo viviente la única cosa que le faltará para siempre, aunque fuese orgánicamente unificado y purificado: la eternidad? ¿Cómo transformar en provecho del pueblo alemán la eternidad biológica que creía arrebatar a los judíos que eran enviados a las cámaras de gas?

 

 Es aquí donde la lógica del sacrificio se invierte y el auto sacrificio toma necesariamente su lugar: como ilustran las óperas de Wagner, sólo la muerte, paradójicamente, puede dar acceso a la eternidad. La vida arrebatada a los judíos en los campos de la muerte no podía sino transformarse en auto destrucción del pueblo alemán. El proceso podría entenderse de esta manera: al condenar a los judíos al trabajo como el medio para eliminar el goce que encarnaban, los alemanes no podían sino condenarse aún más al deber, pues el goce extraído de uno de los gemelos no podía dejar de amenazar con retornar en el otro. La paradoja y el impasse esencial del nazismo fue esta imposibilidad de eliminar el goce porque en la medida en que más procuraban despojarse de él eliminando a los judíos, más retornaba éste en su seno bajo una forma insidiosa, provocando la necesidad de nuevos autosacrificios alemanes y nuevos sacrificios de judíos: el gemelo que elimina a su hermano se mata él mismo en el otro.

 

 “El judío está siempre instalado en nosotros”, decía Hitler, y agregaba otra frase reveladora del desconocimiento total en que lo situaba su posición subjetiva, desconocimiento que su fantasma disimulaba: “Pero es más simple combatirlo en carne y hueso que bajo la forma de un demonio invisible”. No por azar Joseph Mengele consagró lo esencial de sus “investigaciones científicas” en Auschwitch-Birkenau al estudio de los gemelos. Encarnaba así, de modo enteramente inconsciente, el punto extremo del fantasma hitleriano y su impasse trágico en lo real: en su afán de suprimir al gemelo judío del pueblo alemán para arrebatarle la elección “divina” (14), el nazismo apuntaba a fundar un nuevo pueblo “elegido” que, en el extremo, si la biología racial hubiera sido llevada hasta las últimas consecuencias, no había sido integrado sino por gemelos arios de una misma sustancia cuyo destino no podría ser otro que la mutua destrucción.

 

  1. Freud: Introducción del narcisismo. En Obras completas, Tomo XIV. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 74.

2 Cf. E.T.A. Hoffman: El hombre de arena. Factoría Ediciones, México, 2007.

3Cf. S. Freud: Lo ominoso. En Obras completas, Tomo XVVI. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 215.

4 J. Lacan: Le séminaire. Livre X. Langoisse. Seuil, Paris, 2004, p. 60. Las cursivas me pertenecen.

5 J. Lacan: De nuestros antecedentes. En Escritos 1, Siglo XXI, México, 1995, p. 64.

6 J. Lacan: Posición del inconsciente. En Escritos 2. Siglo XXI, México, 1994, p. 820.

7 J. Lacan: La familia. Ed. Argonauta, Buenos Aires/Barcelona, 1978, p. 30.

8 Ibíd., p. 33.

9 Ibíd., p. 36.

10 Ibíd., p. 40. Las cursivas pertenecen a Lacan.

11 Ibíd., p. 43.

12 Ibíd., p. 51.

13 Ibíd., p. 60.

14 Una declaración de Ella Ligens, médica en Auswich, es reveladora respecto a esto: “Una vez me dijo (Méngüele) que sólo había dos pueblos elegidos en el mundo, los alemanes y los judíos, y que era cuestión de tiempo ver quién era superior. De manera que decidió que había que destruirlos” (citado en G.L. Posner y J. Ware: Mengele. El médico de los experimentos de Hitler. La esfera de los libros, Madrid, 2005, p. 73)