La verdad del artificio

El testimonio como literatura

 Raymundo Rangel Guzmán

Es cierto que la Segunda Guerra Mundial no es únicamente los campos de concentración nazis, y por supuesto que tiene muchas más aristas que las que podemos contar con los dedos de las manos. Sin embargo, son los campos quienes dan a esa guerra su carácter más específico, que permite diferenciarla de manera particular frente a otros acontecimientos a lo largo de la historia. Igualmente, me parece que el testigo de Auschwitz no es el testigo de los frentes de batalla. Por lo que atravesaron cada uno de ellos fue de orden distinto, y no me atrevería a plantear que una experiencia haya sido más terrible que la otra. Fueron simplemente diferentes, y lo mismo podría decirse de los prisioneros en los campos de trabajo y exterminio. La experiencia de cada exdeportado depende tanto del campo al que se vio conminado, como de las razones por las llegó ahí.

Advertidos de lo anterior, habremos de decir que hay algo sin precedentes en la industrialización de la muerte en los campos de concentración, y es a los testimonios de sus sobrevivientes que quisiera referirme durante esta disertación, para tratar de bordear una problemática en torno a eso que dichos testigos podrían o no transmitir a todos aquellos quienes, afortunadamente, no atravesamos por tal experiencia concentracionaria, pero que heredamos la responsabilidad de mantener vigente la memoria, con la esperanza de que la historia no vuelva a repetirse.

Mi encuentro con la escritura testimonial tuvo lugar a través de las obras de exdeportados como Primo Levi, Imre Kertész y Jorge Semprún, principalmente, quienes han alimentado sus creaciones, en mayor o menor medida, de su estancia en los campos de concentración nazis. ¿Qué hay de especial en lo que ellos han hecho? Diría que han renunciado a escribir una “objetiva” enumeración y descripción de los detalles del horror, en favor de una forma diferente de contarlo. Han convertido su testimonio en obras literarias, cada uno en su estilo personal.

La discusión en torno a la forma que habría que dar a los testimonios sobre los campos nazis está especialmente presente en uno de los autores antes mencionados y con cuya obra he tenido mayor acercamiento, Jorge Semprún, español exdeportado de Buchenwald, militante de la resistencia francesa y llevado ahí como prisionero político a finales de 1944, y donde permaneció hasta su liberación en 1945. Una buena parte de su producción, la medular para mí, gira en torno a la experiencia de los campos. La relación de Semprún con la escritura, como en cada uno de aquellos que han testimoniado desde el lugar de escritor, tiene ciertas peculiaridades. No ocultan sus producciones cierto carácter autobiográfico, puesto que la gran mayoría de sus personajes están basados en personas concretas, así como en experiencias propias. En La escritura o la vida (1995), uno de sus más conmovedores relatos en torno al tema que nos ocupa, habla de ello:

…me siento incapaz, hoy, de imaginar una estructura novelesca, en tercera persona. Ni siquiera deseo meterme por ese camino. Necesito pues un ‘yo’ de la narración que se haya alimentado de mi vivencia pero que la supere, capaz de insertar en ella lo imaginario, la ficción…[1]

Asimismo, en este libro expone la gran dificultad a la que se enfrentó a su regreso de los campos, su lucha entre la necesidad de escribir y la imposibilidad para hacerlo, y la dificultad para elegir entre la escritura o la vida, es decir, entre una angustiante reconstrucción de su experiencia en los campos y una vida basada en el olvido de ellos. De alguna manera, La escritura o la vida representa una vuelta al horror de Buchenwald casi cincuenta años después.

A lo largo de toda su obra encontramos que Semprún defiende la idea de que los testimonios sobre la experiencia de los campos tienen que pasar por el artificio literario si se quiere que algo sea transmitido a todos aquellos que han sido ajenos a dicha experiencia. Representa una parte central de su proyecto, y se niega a la representación sin más del horror, a la exposición de los detalles desnudos, de los datos e imágenes sin mediación alguna. Habría que contarlo de manera distinta. Una vez más, en La escritura o la vida, encontramos el siguiente fragmento, en el que narra una discusión entre compañeros prisioneros recién liberados:

Estábamos preguntándonos cómo habrá que contarlo, para que se nos comprenda. Asiento con la cabeza, es una buena pregunta: una de las buenas preguntas. –No es ése el problema –exclama otro enseguida–. El verdadero problema no estriba en contar, cualesquiera que fueren las dificultades. Sino en escuchar… ¿Estarán dispuestos a escuchar nuestras historias, incluso si las contamos bien? […] Contar bien significa: de manera que sea escuchado. No lo conseguiremos sin algo de artificio ¡El artificio suficiente para que se vuelva arte! […] La verdad que tenemos que decir (en el supuesto que tengamos ganas ¡muchos son los que no las tendrán jamás!) no resulta fácilmente creíble… Resulta incluso inimaginable…[2]

De acuerdo con Semprún, el testimonio habrá de ser contado de manera que sea escuchado, y para él, la forma de lograr tal propósito es a través de un artificio literario, de una ficción. Pero surge entonces la pregunta ¿y cómo distinguiremos lo que es o no verdad? ¿acaso no miente quien hace ficciones? Para tal efecto, quisiera retomar una breve reflexión planteada por Mario Vargas Llosa en su libro de ensayos literarios titulado La verdad de las mentiras. En su introducción, éste autor se interroga ¿de qué depende la verdad de una novela? A lo cual responde:

De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un género amoral, o, más bien, de una ética sui géneris, para la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente estéticos.[3]

Así, la literatura dice la verdad en tanto que cuenta una historia con verosimilitud, es decir, que logra que el lector sea capturado por el relato y se vea transformado por éste. No haría falta ir a la realidad –lo que el término signifique– para corroborar si hay o no verdad en el artificio literario. Precisemos que entiendo por artificio aquella habilidad o mecanismo implícitos en la creación de toda forma artística. El arte literario, pues, implica un artificio. Y más aún, un artificio amoral en el que verdad o mentira pertenecen al plano estético.

¿Qué se busca entonces haciendo del testimonio una novela? No, ciertamente, reproducir la realidad. Esta, como tal, se nos escapará siempre, como la zanahoria al burro. Pero es posible cercar, rodear dicha realidad y construir en sus márgenes una verdad. Más bien, entonces, creo yo que a eso apunta la escritura novelesca, hacia la construcción de mundos posibles, no reales, sino verdaderos, y sobre todo, habitables para nosotros, que estamos hechos, en gran medida, de palabras.

La película proyectada con motivo de esta reunión, realizada por Brauman y Sivan sobre el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, es ella misma un artificio. Sus autores, a partir de las filmaciones llevadas a cabo en aquel año de 1961, han creado un objeto artístico, han «mentido» para tratar de decir una verdad que no podría ser dicha de otra manera, sino seleccionando momentos, enfatizándolos aquí y allá con música, con acercamientos y tantas otros recursos que, infinitamente mejor que yo, un especialista en cine podría exponer y analizar. La filmación no es el juicio de Eichmann. No es lo que ocurrió, sino una reconstrucción, con algo más.

Claude Lanzmann, autor del filme “Shoah”, en un artículo escrito para la revista francesa Le Nouvel Observateurdeclara con respecto a su trabajo cinematográfico:

Yo representé la Shoah durante nueve horas y media de cine, y de la única manera posible, inventado una forma nueva, adecuada a la Cosa.[4]

La única manera posible para Lanzmann quiere decir creación, no simplemente tomar los elementos y mostrarlos tal cual están. Hay que recrearlos y hacerlos pertenecer a una nueva forma que se adecue a aquello que busca representar. Más adelante continúa su reflexión diciendo que:

«Shoah» responde al desafío de lo imposible y muestra eso que no se puede ver.[5]

En este sentido, la película “El Especialista” ¿qué nos muestra? O mejor dicho ¿qué no nos muestra? Ante todo, no muestra cientos de cuerpos amontonados siendo arrastrados por un buldózer hacia las fosas comunes; no muestra tampoco las cámaras de gas, ni los crematorios, ni las promiscuas y pestilentes barracas en las que hacinaban a los deportados. No hay imágenes de los montones de zapatos y ropas, listos para ser reutilizados, de los miles de niños que no supieron ni cómo ni por qué encontraron la muerte de esa manera. Aún más, explícitamente, esas imágenes, que ciertamente durante el juicio sí se exhibieron, no se muestran en la película, es decir, vemos que ocurre su proyección en la sala de tribunales, pero no alcanzamos a discernir qué están viendo los jueces. ¿Por qué hacerlo de tal manera? ¿No eran acaso esas imágenes las pruebas irrefutables por las habría sido posible sentir aversión por aquel sujeto dentro de la caja de cristal? ¿No tendrían ellas que estar en el pináculo de las evidencias de su culpabilidad? ¿No dirían ellas más que los miles de palabras contenidas en las diatribas de la parte acusadora? ¿No se desprende de ellas la verdad?

En este momento histórico de predominio de la imagen como prueba última de realidad, resulta más que pertinente un señalamiento de Semprún con respecto a ella como forma privilegiada de transmisión, situándola en otro nivel, no descartándola, sino reubicándola dentro de una trama de ficción, supeditada a un tratamiento artístico. Dicho autor describe el momento de la proyección, en un cine de París, de una serie de imágenes filmadas por los ejércitos aliados apenas llegados a los campos de concentración:

Las imágenes, en efecto, aun cuando mostraban el horror desnudo, la decadencia física, la labor de la muerte, eran mudas. […] Mudas sobre todo porque no expresaban nada preciso sobre la realidad mostrada, porque sólo daban a entender retazos mínimos de ella, mensajes confusos. […] …se tendría que haber tratado la realidad documental como una materia de ficción.[6]

La imagen en sí misma es problemática. Algunas consideraciones en relación a la fotografía, en tanto objeto paradigmático de la imagen como prueba de realidad, permitirán ilustrar en qué consiste dicho problema. La imagen, tal como nos recuerda Semprún y al contrario de lo que comúnmente se piensa, es muda. Quienes hablamos por ella somos nosotros. La fotografía, en este sentido, ha problematizado desde su invención la distancia existente entre la realidad y lo que la imagen impresa representa. Philippe Dubois, en su ensayo titulado El acto fotográfico nos ofrece un panorama bastante claro de la discusión. Ahí encontramos la siguiente cita de Roland Barthes con relación a la fotografía:

Una fotografía se encuentra siempre al final de este gesto; ella dice ¡esto, es esto, es así! pero no dice nada más (…). La fotografía nunca es más que un campo alternado de “Vean”, “Ve”, “He aquí”; señala con el dedo. [7]

Al respecto, Philippe Dubois comenta lo siguiente:

En virtud de este mismo principio, la foto llega a funcionar también como testimonio; ella atestigua la existencia (pero no el sentido) de una realidad. […] …la foto-índex afirma ante nuestros ojos la existencia de aquello que representa (el “eso ha sido” de Barthes), pero no nos dice nada sobre el sentido de esta representación; no nos dice “esto quiere decir tal cosa”. El referente es presentado por la foto como una realidad empírica, pero “blanca”: su significación permanece enigmática para nosotros, a menos que formemos parte activa de la situación de enunciación de donde proviene la imagen.[8]

Vemos, entonces, por qué la imagen aislada no puede funcionar como única forma de transmisión. Le haría falta inscribirse en un discurso que le reconstruya la mencionada situación de enunciación.

En relación con lo anterior, Georgio Agamben retoma, al inicio de su libro Lo que queda de Auschwitz, dos palabras latinas para referirse a la figura del testigo: testis, que es aquél que se sitúa como tercero en un litigio, y superstes, que se refiere a quien ha atravesado una determinada situación y se encuentra en posibilidad de decir algo sobre ello[9]. Si estamos de acuerdo con Dubois, la fotografía, en tanto que atestigua sobre la existencia de una realidad pero no sobre su sentido, lo hace como un testis, como un tercero que da fe de que algo ha existido y lo señala; haría entonces falta aquél que además pueda dar sentido a eso señalado y que no puede ser otro que el testigo como un superstes, ése que ha formado parte activa de la situación de la enunciación. ¿No es esta la dificultad que Jorge Semprún propone rodear por intermedio de la ficción literaria? Él va incluso un poco más allá y propone una regla moral para la literatura testimonial:

Exagerar el horror del detalle para hacer comprender el horror del conjunto es un procedimiento humano, demasiado humano, demasiado habitual, que habría que evitar a toda costa, en la literatura testimonial de los campos nazis. Tal debería ser una regla moral de la escritura, en este caso preciso.[10]

Regla que podríamos extrapolar a las diversas evidencias sobre los campos de concentración, es decir, las fotografías, los objetos, las edificaciones, los datos duros. Todos éstos, fuera de una reconstrucción que les otorgue sentido, que les impregne una forma verdadera, no son más que entes mudos, que hacen muecas pero tienen pocas posibilidades de contar. Leemos en Semprún lo siguiente:

No obstante, una duda me salta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio.[11]

Queda claro pues que, para Jorge Semprún, la creación artística, y de manera más específica el relato literario, es la forma ideal para la transmisión del testimonio. Ahora bien, ¿habría que establecer entonces que dicho artificio tendría que ser elaborado por el superstes para estar autorizado a construir la verdad de los campos de concentración? ¿Una vez desaparecidos todos ellos, no habrá más que decir? No lo creo así. Si bien es cierto que nadie estaría más cerca de la experiencia de los campos que el testigo, pueden no ser ellos directamente quienes se encarguen de llevar su testimonio a los otros. Bien podría hacerlo aquel que se ubique ante el testigo en la función del secretario que toma nota, y que hablará, creará en el nombre de aquél, no en el propio. Será el instrumento de la transmisión, alguien que logrará que el testigo sea escuchado ahí donde él no sabría cómo hacerse escuchar. ¿No es esto pues lo que intentan los autores de “El Especialista”? ¿No es también lo que Claude Lanzmann, creador de “Shoah”, busca con sus nueve horas y media filmación de testimonios?.

De nuestra parte, entonces, habría que saber prestar oídos a aquellos que, directamente, o por intermedio de otros, tienen algo que contarnos, ya que como Semprún nos advierte, se ve próxima la desaparición de todo testigo:

Ya nadie más podrá aventurarse a describir lo que fueron las enfermerías de los campos, las barracas de los inválidos; a intentar hacer comprender, al menos sugerir, por el rodeo del artificio narrativo, eso que fue el olor de los hornos crematorios, de sus nubes de ceniza imperceptibles sobre los campos de Alemania y de Polonia. Y sin embargo, ¿qué recuerdo más contundente, más emblemático, que este olor del crematorio, evanescente pero imborrable; indescriptible mas reconocible entre todos? En efecto, es probable, es casi cierto que la literatura secundaria, de comentario, proseguirá su trabajo. Pero no habrá ahí memoria verdadera, viva, si la ficción novelesca no se ocupa de esta materia.[12]

Me parece, finalmente, que la problemática que aborda Semprún no es trivial. Por el contrario, creo que, con respecto a una transmisión posible de la experiencia concentracionaria, tiene un lugar central. Y la forma marca una enorme diferencia. Como vimos, todo aquello que se presenta como unidad perceptiva inmediata, como totalidad instantánea, tiene la característica de actuar de golpe, tiende a “comprimir” la dimensión temporal en un eterno presente. La imagen produce el efecto en el espectador de hacerle creer que ella habla, puesto que “exige” un decir del espectador, le exige ser puesta en perspectiva con lo ya conocido. Y el mismo efecto tendrán el dato crudo, los objetos sensibles conservados. Por supuesto que no se pretende que tales entidades sean inútiles y que más valdría deshacerse de ellas. Por el contrario, son importantísimas siempre y cuando sea posible sacarlas de su mutismo, de su inmovilidad temporal para ponerlas en un movimiento discursivo que reconstruya su sentido.

La escritura testimonial sobre los campos de concentración tendrían entonces dicha función de tratar de dar un sentido a toda vivencia, a todo objeto, a toda imagen que, si bien da fe de la existencia del suceso, no resulta ni suficiente, ni adecuada para tratar de transmitir, en la medida de lo posible, eso implicado en lo que Claude Lanzmann prefirió referirse como a “la Cosa”. Desde mi punto de vista, todas aquellas instancias que den testimonio de la existencia de Auschwitz adquirirán su verdadero valor si logran ser insertadas en un discurso que hable con ellas, de ellas y por ellas. Para acercarnos a la verdad de Auschwitz, no solamente hay que hacer el “tour” por los hornos crematorios y las cámaras de gas, no únicamente hay que ver todas las imágenes existentes y saber a pie juntillas todos los datos estadísticos. Esto ciertamente es importante, mas no suficiente; soy de la idea de que tendríamos más bien que acercarnos a aquél que habla entre líneas y nos pide, angustiosamente, que sigamos dando vuelta a las páginas.

 

BIBLIOGRAFÍA:

AGAMBEN, Georgio, Lo que queda de Auschwitz
Ed. Pre-Textos, 2000, Valencia, España.

DUBOIS, Philippe, El acto fotográfico. De la Representación a la Recepción.
Editorial Paidós Comunicación, 1986, Barcelona, España.

SEMPRÚN, Jorge, La escritura o la vida
Tusquets Editores, junio de 2002, Barcelona, España.

VARGAS LLOSA, Mario, La verdad de las mentiras
Editorial Punto de Lectura, mayo de 2003, Madrid, España.

Revista Le Nouvel Observateur “La mémoire de la Shoah”
Edición diciembre 2003 / enero 2004, París, Francia.

 

[1] Semprún, Jorge, La escritura o la vida, Ed. Tusquets, pp. 181-182.

[2] Semprún, Jorge, La escritura o la vida, Ed. Tusquets, p. 140.

[3] Vargas Llosa, Mario, La verdad de las mentiras, Ed. Punto de lectura, p. 21.

[4] Lanzmann, Claude, Représenter l’irreprésentable, Revista Le Nouvel Observateur Dic. 2003/Ene. 2004, p.6.

[5] Ídem, p. 8.

[6] Semprún, Jorge, La escritura o la vida, Ed. Tusquets, pp. 217-218.

[7] Barthes, Roland, citado por Philippe Dubois en El acto fotográfico, Ed. Paidós, pp. 50.

[8] Dubois, Philippe, El acto fotográfico, Ed. Paidós, pp. 50-51.

[9] Agamben, Georgio, Lo que queda de Auschwitz, Ed. Pre-Textos, (p.15).

[10] Semprún, Jorge, L’écriture de l’Anéantissement, Revista Le Nouvel Observateur Dic. 2003/Ene. 2004, p. 36.

[11] Semprún, Jorge, La escritura o la vida, Ed. Tusquets, p. 25.

[12] Semprún, Jorge, L’écriture de l’Anéantissement, Revista Le Nouvel Observateur Dic. 2003/Ene. 2004, p.37.