Infancia: ¿Con-di(c)ción o evolución?

Liora Stavchansky Slomianski

¿Es el niño, aquel que cree
que las cosas suceden
por arte de magia?

Georgio Agamben, «Profanaciones».


Pensar en antropología estructural nos remite a leer a Lévi-Strauss. Hablar de psicoanálisis nos invita a recorrer a Freud. Repasar los conceptos de estructura, sujeto y lenguaje empuja inevitablemente a repensar lo planteado por Lacan. Hablar de psicoanálisis y antropología abre camino a vincular propuestas de historia, filosofía, sociología y lingüística, así como a analizar temas sobre mito, rito, creencia, religión, texto, discurso, sujeto, sociedad, comunidad, entre muchos otros.


¿Es la postura evolutiva la única que nos permite pensar “un desarrollo” de lo humano? ¿Es posible pensar la estructura psíquica sin tener que recorrer forzosamente la historia cronológica? ¿Cómo redefinir lo subjetivo si no como un espacio donde el lenguaje se desliza para proponer un “otro” orden en la construcción humana? ¿Es la infancia un punto de inicio en el trayecto de la vida? o ¿es un momento que subvierte la propia condición evolutiva, proponiéndose desde su propia historia como un inicio constante y continuo a través de la palabra, de lo nombrable? ¿Es la infancia –entonces- una condición a la cual “mágicamente” uno mismo se regresa ahí donde no hay inicio ni final, sino sólo nombres sin orden, palabras ocultas, para insertarlos en las fisuras de lo incomprensible?


Es aquí, en lo incomprensible del lenguaje y en el laberinto de lo creativo donde se abre un infinito de preguntas que movilizan el deseo por sumergirme aún más en los inmensos mares de la infancia y su posibilidad discursiva, dibujando más preguntas en mi: ¿de qué manera la infancia aparece como condición creativa en lo subjetivo?, ¿cómo pensar desde el psicoanálisis la relación del arte con lo infantil?, y más aún ¿qué entendemos por infancia?


Es indudable que el concepto de infancia me atrapa en casi todas sus facetas, y más aún cuando se trata de explorar el concepto y entender su significado, alejándonos del sentido evolutivo al que comúnmente nos remite, para acercarse a la perspectiva sincrónica que le habita, es decir, a la posición que el concepto de infancia ocupa en el campo de la subjetividad; posición que irrumpe desde lo cronológico para insertarse en las fisuras del tiempo subjetivo.


Alguna vez Walter Benjamín dijo que la primera experiencia que tiene el hombre del mundo no es “que los adultos son más fuertes, sino su incapacidad de hacer magia”[1]. Esto me interesa y me hace pensar en la magia y en su intención infantil, es quizá aquí donde ahora quisiera centrar mi atención y trabajar aún más: ¿qué es esa magia de la que habla Benjamín y que retoma Giorgio Agamben diciendo que la magia es “una ciencia de nombres secretos? ¿A qué se refiere con que “toda cosa, todo ser tiene de hecho, más allá de su nombre manifiesto, un nombre escondido, al cual no puede dejar de responder”?[2] ¿Creer en la magia es colocarse en un tiempo (infantil) donde hay una espera, una esperanza de un porvenir? ¿Ser niño implica ubicarse en un lugar donde algo no nos está destinado?


Si en la magia y en la infancia se habla de nombres y personajes secretos, nos remite inevitablemente a pensar en el concepto lacaniano del Nombre-del-Padre.


El Nombre-del-Padre manifiesta la existencia de un padre primordial, asesinado desde el origen. El significado de Dios ubicado desde un contex­to del padre responde a la herencia de este padre originario, por ello, la designación del nombre refiere al sujeto como muerto, es el nombre como referencia sin significado el cual quedará en su memoria. El Nombre-del-Padre permite nom­brar al sujeto, el nombre es un designador que no significa nada más que su simple enunciación.[3]


En esta línea, la apropiación del nombre no es un proceso natu­ral, sino un acto simbólico muy complejo. Así lo señaló Lacan cuando se refirió a los fenómenos que se observan en la clínica psicoanalítica. Por una parte, existe el origen simbólico innegable que sitúa y ofrece posi­bilidades al reconocimiento, pero por otra ubica al sujeto en su linaje y lo introduce bajo la sombra del Nom­bre-del-Padre al enfrentamiento con su finitud, con su muerte. Apropiarse del nombre es asumir la castración simbólica y enfrentar la muerte. Para impedirlo y anclarse a la vida, el neurótico rechaza su nombre y se refugia en su yo, de ahí que desde la neurosis puede entenderse cómo toda historia que se inventa, posee la ilusión de anular la que ya está determinada por el nombre propio, por esta razón, nombre y yo presentan analíticamente la incompatibilidad que existe entre el sujeto y el yo. En este mismo sentido Lacan afirmó con respecto a «la cas­tración imaginaria, que el neurótico la ha sufrido en el punto de partida, es ella la que sostiene ese yo fuerte, que es el suyo, tan fuerte, puede decirse, que su nombre propio lo importuna, el neurótico es en el fondo un Sin-Nombre”.[4]


Así como para el neurótico, para el niño ser mago significa conocer y evocar ese nombre escondido, ese Sin-Nombre, que es sólo el símbolo de su poder de vida y muerte. El nombre secreto es en realidad el gesto con el cual la infancia restituye lo imposible de decir y de significar. Por eso la magia es gesto; el niño se utiliza de ella para inventarse un nuevo nombre en el universo de los nombres y así dejarse deslizar por senderos de la felicidad. Los nombres del padres son cuentos que pueden buscarse.


La infancia y la magia de lo infantil nos remite al vínculo que existe entre el sujeto y el lenguaje; entre el sujeto y el tiempo; entre el sujeto y su estructura; entre el sujeto y su porvenir. En este sentido, la infancia atenta contra el tiempo y su cronología para insertarse en la historia subjetivada de lo humano. Si esto es así, irremediablemente se estaría hablando de “otro” tiempo que aparece en la dimensión misma del lenguaje. No sólo en lo dicho, sino en el silencio que se anuncia en eso que se dice.


La magia entonces no implica inscribirse en lo fenomenológico, en lo manifiesto, en la realidad. La magia no es conocimiento de los nombres, es “lo otro” de lo que se dice con las palabras, es gesto dice Agamben, “trastorno y desencantamiento del nombre, por ello el niño nunca está tan contento como cuando inventa una lengua secreta”.[5]


¿Es la infancia una pregunta, una duda, sobre la posibilidad de una dicción distinta en el sujeto? ¿Rememorar la infancia abre una dimensión mágica que aterriza en el lenguaje? ¿Son en los silencios del lenguaje donde el niño “disfrazado de mago” toma posición para ha-ser-se presente?


Se podría decir entonces que entrar a esta dimensión de la infancia es una de las tareas del saber del psicoanálisis y de su campo clínico, y también es trabajo de la literatura, de la antropología, del arte y de la filosofía porque abre escenas poéticas, lúdicas, re-creativas y reflexivas:


“Acaso porque el niño es un ser incompleto, la literatura para la infancia está llena de ayudantes, seres paralelos y aproximativos, demasiado pequeños o demasiado grandes, gnomos, larvas, gigantes buenos, hadas y genios caprichosos, grillos y caracoles que hablan, borricos que cagan dinero y otras criaturas encantadas que en el momento del peligro logran por milagro sacar del problema a la buena princesita o a Juan Sin Miedo”. [6]


Desde el psicoanálisis Freud reubicó el trabajo impuesto de lo anímico por lo pulsional como reto a superar. Le abrió a la ciencia puertas inexploradas de la subjetividad. Lacan por su parte, advirtió a la humanidad que el sujeto humano, sujeto del deseo, no se deja atrapar por lo imaginario, sino que sabe jugar con la máscara del “como si”, como siendo ese más allá del cual es mirado. Alain Badiou hoy en día, apuesta a un más allá de la infancia, a un aconte-ser en una “edad de oro” donde la experimentación sexual se da en todas sus formas.


Es así como la infancia se inscribe en lo inconsciente como tiempo de estructuración inseparable de lo pulsional. Se va constituyendo como un conjunto de vivencias y recuerdos capaces de ser recuperados, siempre y cuando se mantengan sepultadas y reprimidas las inscripciones fundantes de la sexualidad a las que ésta encubre. La infancia entonces propone un juego mágico con el lenguaje, colocando la condición expresiva en un sitio privilegiado de ausencia; como magia que inscribe al sujeto a los laberintos del deseo, como destino y voluntad dice Badiou, como concepto innovador que irrumpe desde lo real, para evocar a un tiempo in-definido donde la memoria y el recuerdo se inscriben en el orden simbólico que invita al juego imaginario y metafórico con sus significados.


La apuesta de la infancia está inscrita en retar al tiempo y su orden. La polémica no está en lo conciente pedagógico, sino en la postura lingüística, en la lógica subjetiva que juega con el tiempo y su ritmo.[7]


Para Badiou la infancia es irrupción que aparece de manera abrupta en lo subjetivo, y que sustituye a una unión faltante que sólo se legitima con la creación de algo nuevo. Una creación innovadora que es simultáneamente destino y voluntad. Destino por continuar en el camino de la pérdida de lo conocido y lo admirado, y voluntad por el ímpetu de superar lo antiguo.


Jacques Lacan por su parte, reubica al sujeto en un plano estructural. Esto significa que es en relación con los fenómenos del lenguaje que el sujeto se estructura y se delimita. Para él, no hay posibilidad de hablar del acto creador si no es a partir del universo simbólico, pues es desde ahí donde el sujeto se reconoce en y con el Otro. Lo que implica que no hay vínculo directo entre el creador y lo creado; el intermediario y soporte de este proceso se encuentra en el lenguaje. De hecho, podemos afirmar, que el verdadero héroe de toda ficción y el verdadero mago de toda magia, es el lenguaje mismo. La subjetividad entonces, no se vincula con algún tipo de sustancia, sino que aparece en el momento en que se reconoce la duda como certidumbre.


Desde el punto de vista etimológico infancia viene del latín infantia que significa incapacidad de hablar. Significado mismo que nos remite a la relación que construye el sujeto con el lenguaje; relación en la que no hay inicio ni llegada, ni interno ni externo, tampoco etapas por vivir ni momentos pasados. La infancia en este sentido es una dimensión en la que se está siendo en un tiempo lógico, done lo íntimo y lo externo tienen una función paradójica. Lo íntimo está contenido por una puesta en acto (creativo o juego), y lo externo (el Otro o lo otro) por lo íntimo, es decir, esto es lo nos lleva a reflexionar en la infancia como posibilidad inacabada; como condición permeable donde habita la imposibilidad de hablarlo todo. La infancia entonces, se organiza a partir de la estructuración de mediaciones y retoños, de la configuración y de un espesor deseante. La función de la infancia, es invitar al sujeto a reescribir-se y re-presentar-se ahí donde la creación se anuncia como inacabada.


La infancia coloca al sujeto frente al poder de la significación (imaginario), la posibilidad de hablar y re-presentar (simbólico) y marca una fisura desde lo real en el sujeto. Así, siendo el sujeto presa de lo indecible propio, lo real irrumpe desde su silencio con palabras que intentan ocupar esa ruptura violentando el vacío y construyendo fragmentos de realidad, que sólo interrogan incesantemente al sujeto sobre su condición, a lo cual sólo puede responder que “sólo sabe que no sabe”.


Este saber que no se sabe, es uno de los puntos centrales de encuentro entre el psicoanálisis y el lenguaje, porque desde este lugar estructural es donde se debe situar el “no saber” de la infancia. En El creador literario y su fantaseo Freud da cuenta que los fragmentos de un pasado, los desgarros del presente y los azares del futuro son las cuentas de un collar engarzado por el deseo.[8] El camino de retorno que el deseo encuentra desde su universo histórico hacia la realidad, hace valer las fantasías en una nueva forma de expresión.


Desde Freud, la infancia ha sido el escenario de la construcción del sujeto en y por el deseo; en y por el ejercicio del placer ligado a las representaciones de objetos. Es decir, desde la teoría psicoanalítica, la infancia fija el marco sexual dentro del cual el sujeto y su pensamiento se mantienen por sublimadas que sean sus operaciones.


La infancia pues, abre caminos no sólo en el espacio transitorio, en la escena de juego y de la magia, a la cual no deja de responder, sino también en la escritura de la trama de su propio juego. Esto es, la magia de lo infantil y el decir de la infancia, son condiciones textuales que producen su propia dicción y gramática, siendo éste el tejido por el cual emerge toda subjetivación. Así la magia, privada de nombre y abrumada de silencios ocultos, arrebata al niño que llama a la puerta del país de los magos, que hablan sólo con gestos.


Para concluir y dejar abiertas las reflexiones que vengo a exponer en esta presentación, sólo me resta decir que la infancia con su propia con-di(c)ción gramatical abre caminos y puertas, pronuncia con su voz enmudecida, rompiendo espejos para insertarse en sus fisuras, y marcar en la diferencia su pro-posición subjetiva. La infancia no sólo implica disfrutar, posibilita re-producir inventándose de nuevo, y sabe –la infancia- que para ser felices es preciso tener de su lado al genio de la botella… .



[1] AGAMBEN, Giorgio, Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2005, p. 21.


[2] AGAMBEN, Giorgio, op.cit., p. 24.


[3] MILLER, Jacques-Alain, Comentario del seminario inexistente, Buenos Aires: Manantial, 1992, p. 29.


[4] LACAN, Jacques, Escritos 2, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, (1960), México D.F.: Siglo XXI, 1985, p. 799.


[5] AGAMBEN, Giorgio, op. cit., p. 24.


[6] AGAMBEN, Giorgio, op. cit., p. 39.


[7] BADIOU, Alain, El siglo, Buenos Aires: Manantial, 2005, p. 52.


[8] FREUD, Sigmund, El creador literario