El sueño de un padre. El padre, el hijo. La ley

 Alberto Constante, Claudia Regina Martínez, Paola Ramírez

“Cuando el padre muere, el hijo se convierte
en su propio padre y en su propio hijo.
Mira a su hijo y se ve a sí mismo reflejado
en su rostro. Imagina lo que el niño ve
cuando lo mira y se siente como si
interpretara el papel de su propio padre.”

Paul Auster

Padre -siento
que la nada me invade.

Mallarmé

¿Qué es ser un padre? Tal parece que esa es uno de los interrogantes principales en psicoanálisis, a tal grado que podemos afirmar que esa es la pregunta. Es difícil responder a esta cuestión, puesto que no nos referimos únicamente al padre genitor, al padre biológico, sino al padre efectivo, agente de la castración. Es decir, al que instaura la ley, el que rescata al sujeto del goce de la madre y lo proyecta al mundo del deseo mediante una operación que, mucho después de Freud, Lacan llamaría la metáfora paterna. Operación que se efectúa, casi por fatalidad, siempre fallida.

A la cuestión del padre Freud dedicó buena parte de sus escritos, no pudiendo responder a ella más que con un mito: el de Tótem y Tabú, en el que el padre de la horda primitiva es asesinado por los hermanos, instaurando con ello la prohibición del incesto y la culpa, entre otras cosas. Sin embargo, desde los primeros libros psicoanalíticos, Freud pone el dedo en la llaga de la cuestión del padre.¿Es casual acaso que su primera gran obra, laTraummdeutung, haya sido escrita poco tiempo después de la muerte de su propio padre? Uno de los sueños más enigmáticos relatados en ella tiene que ver precisamente con un padre y su hijo (Cf. Op. Cit. Cap. VII). El padre duerme, después de haber velado a su hijo recién fallecido y de encargarle a un anciano su cuidado. Entonces, el padre sueña que el pequeño está de pie, junto a su cama y le dice:

Padre, ¿no ves que me estoy ardiendo?

Ante esas palabras, el padre despierta y observa el cadáver de su hijo, envuelto en llamas. Es una lástima que Freud no abunde en las explicaciones de este sueño, mas no podemos reprocharle por ello, a pesar de que es inevitable especular sobre el deseo de muerte, la culpa y el duelo por la muerte del hijo (el duelo por excelencia). El dolor inaudito provocado por la pérdida del hijo, por ese ser que le ha hecho resignificar su propia experiencia de ser hijo, me hace pensar en la novela de Auster citada al principio:

 Puesto que el mundo es monstruoso, puesto que no parece ofrecer ninguna esperanza de futuro, A. mira a su hijo y se da cuenta de que no debe abandonarse a la desesperación. Cuando está al lado de su hijo, minuto a minuto, hora a hora, satisfaciendo sus necesidades, entregándose a esta vida joven, siente que su desesperación se desvanece. Y a pesar de que continúa desesperándose, no se abandona a la desesperación.

 La idea de un niño sufriendo le resulta monstruosa, incluso más monstruosa que la monstruosidad del mismo mundo; pues lo despoja de su único consuelo, e imaginar un mundo sin consuelo es monstruoso.

 No puede seguir más allá.

El sueño del padre con su hijo muerto se nos aparece como un intento por sacarlo de lo real. Es gracias a este sueño por lo que sabemos de él. Se ha tendido un puente de papel y de tinta que nos conecta más allá del espacio y del tiempo con ese dolor insufrible y monstruoso. Ante ese dolor nosotros, al igual que Freud y que Auster, no podemos seguir más allá.

El sueño: padre, ¿no ves que estoy ardiendo?

 En el Capítulo VII, “Psicología de los Procesos Oníricos”, de su obra La Interpretación de los Sueños, Sigmund Freud relata un sueño que le fue declarado por una paciente suya, mismo que escuchó en una conferencia sobre los sueños. Los antecedentes y el sueño al que nos referimos citan así:

Antecedentes:

 “Un individuo había pasado varios días, sin un instante de reposo, a la cabecera del lecho de su hijo, gravemente enfermo. Muerto el niño, se acostó el padre en la habitación contigua a aquella en la que se hallaba el cadáver y dejó abierta la puerta, por la que penetraba el resplandor de los cirios. Un anciano, amigo suyo, quedó velando el cadáver. Después de algunas horas de reposo soñó lo siguiente”:

Sueño:

 “Su hijo se acercaba a la cama en que se hallaba, le tocaba en el brazo y le murmuraba al oído, en tono de amargo reproche: Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” “A estas palabras despierta sobresaltado, observa un gran resplandor que ilumina la habitación vecina, corre a ella, encuentra dormido al anciano que velaba el cadáver de su hijo y ve que uno de los cirios ha caído sobre el ataúd y ha prendido fuego a una manga de la mortaja”.

 Respecto de este sueño, la paciente le indica a Freud que el conferencista dio la siguiente explicación: “El resplandor entró por la puerta abierta en la estancia donde se hallaba reposando el sujeto, y al herir sus ojos, provocó la misma conclusión que hubiera provocado en estado de vigilia; esto es, la de que la llama de un cirio había producido un fuego en un lugar cercano al cadáver.

 Es también posible que, antes de acostarse, pensara el padre en la posibilidad de tal suceso, desconfiando de que el anciano encargado de velar al cadáver pudiera pasar la noche sin pegar los ojos”. A esta explicación se suma Freud y adiciona la siguiente explicación: “El contenido del sueño tiene que hallarse superdeterminado y las palabras del niño habrán de proceder de otras pronunciadas por él en la vida real y enlazadas a circunstancias que hubieran de impresionar al padre. La queja estoy ardiendo pudo muy bien ser pronunciada por el niño durante su enfermedad bajo los efectos de la fiebre, y las palabras ¿no lo ves? Habrán de corresponder a otra ocasión cualquiera ignorada por nosotros, pero seguramente saturada de afecto”.

a) El deseo inconsciente y el deseo de dormir.

 La primera dificultad que observa este sueño, es precisamente aquella que imposibilita la labor de interpretación, y es el hecho de ser narrado por una tercera fuente a Freud. A simple vista se observa la coincidencia del sueño con el hecho real: el niño le toma del brazo al padre para anunciarle el evento en la habitación vecina y es precisamente el brazo del niño el que está bajo el fuego que ha provocado la caída del cirio.

 Podríamos decir que este sueño presenta un suceso casi mágico o, incluso, sobrenatural; esto podría llamar la atención del narrador del sueño y provocar, atendiendo a la admiración de esta coincidencia, la deformación del texto del sueño o de los eventos anteriores o posteriores al momento en que se produjo.

 Por otro lado, la falta de antecedentes y de asociaciones libres del soñante dificulta aún más la labor interpretativa del sueño. Esto puede tener como consecuencia la mera descripción de los hechos, la explicación de los factores externos que provocaron el sueño y una corriente de suposiciones, aunque no por ello menos aproximadas, sobre las ideas latentes y los deseos que se cumplen en el sueño en cuestión.

 Atendiendo estas premisas, dejaremos a un lado la posible explicación del contenido latente y los mecanismos por medio del cual dicho contenido queda oculto gracias al trabajo del sueño. Nos avocaremos, pues, a exponer nuestras apreciaciones en lo conducente a los deseos que se hacen presentes en el sueño antes expuesto.

Para el año de 1900, año en que se publica la Interpretación de los sueños, Freud defendía la idea de que el sueño atendía a la realización de un deseo. Al respecto, señala que “una idea, casi siempre la que contiene al deseo, se evidencia en el sueño como escena vivida” y es representada en tiempo presente. En el sueño, el hijo se acerca a la cama del sujeto y le toma del brazo, lo que deja claro que el deseo del padre es el hecho de que el hijo continúe con vida.

Por otro lado, y continuando con la hipótesis de que el deseo inconsciente sería el de prolongar la vida del niño, el sueño modifica el estímulo exterior en el cual el padre percibe sobre sus ojos el reflejo de las llamas en la habitación contigua e introduce este elemento en el sueño por medio de las palabras: Padre, ¿no ves que estoy ardiendo? De esta forma, el deseo inconsciente se ve satisfecho gracias a que el estímulo externo fue capaz de producir en el sujeto un sueño que le permitiera seguir soñando y percibiendo a su hijo con vida, aunque sea por un instante más.

Este estímulo exterior capaz de producir un sueño cumple con una importante función: la de permitir que el durmiente continúe en estado de reposo. En otras palabras, el sueño es el vigía del reposo, no su agitador. Como guardián del reposo, podemos citar a los sueños de comodidad, tantas veces comentados por Freud a lo largo de laInterpretación de los Sueños, en los cuales se observa un llamado del mundo exterior, que bajo otras circunstancias provocarían el inmediato despertar del sujeto, pero que a tal llamado se crean imágenes o situaciones oníricas que permiten alargar un instante más el descanso del soñador. De hecho, el sueño en cuestión se podría catalogar como un sueño de comodidad en el cual el sujeto, en lugar de despertar abruptamente por la percepción de las llamas y el calor del fuego, introduce nuevos elementos a su sueño a fin de prolongar un poco más el estado de reposo.

En otras palabras, lo que sucede cuando hay una percepción externa, como en este caso el reflejo de las llamas, es que el sueño reacciona ante tal perturbación e introduce los elementos oníricos necesarios y asociados a tal estímulo externo para que el sujeto siga soñando; solo así, el sueño está en condiciones de cumplir con su función de preservar el estado de reposo.

A partir de este momento, podemos hacer hincapié en una parte del relato del sueño: el padre había pasado varios días, sin un instante de reposo, cuidando a su hijo enfermo y tras la muerte del niño se acostó en la habitación contigua para descansar. Podemos suponer con esto, que además del deseo del padre de mantener con vida al niño, también sentía el deseo de descansar, y gracias a este último se ha producido un sueño de comodidad que le permite, simultáneamente, la satisfacción de ambos deseos. Entonces, podemos concluir que la realización de todo deseo inconsciente se presenta paralelamente con el deseo de dormir.

Podríamos suponer, que para que estos sueños de comodidad cumplan con la función de mantener el reposo del sujeto es necesario que se cumplan dos condiciones: a) que el sueño sea capaz de acomodar el estímulo exterior en el texto del sueño y b) que este nuevo texto sea compatible con el deseo inconsciente del sujeto. En otras palabras, mientras el sueño tenga la capacidad de introducir en su texto, en el cual se está satisfaciendo el deseo inconsciente, un texto adicional compatible con dicho deseo, el sujeto podrá seguir descansando. En caso contrario, en el texto del sueño se percibirá un corte abrupto o un agregado injustificable de elementos provocando el inmediato despertar del sujeto. En este sentido, las dos funciones del sueño son: a) presentar al deseo inconsciente como realizado o b) cumplir con el deseo del dormir.

Entonces, el despertar del sujeto en el sueño en cuestión podría explicarse de la siguiente manera: El ardor en los ojos del padre que duerme, provocado por el fuego que viene de la habitación donde yace el hijo, constituye un llamado del mundo exterior. Este llamado diría: Despiértate, porque el anciano se ha dormido y no se ha percatado de que un cirio prendió fuego a tu hijo. Pero el sueño adapta un elemento para evitar que el sujeto despierte al percibir el fuego. Esta adaptación del sueño permite que el padre siga durmiendo y cumple con el deseo de mantener un instante más al hijo con vida. Sin embargo, la frase del niño Padre ¿no ves que estoy ardiendo? rompe con el texto del sueño y provoca el inmediato despertar del durmiente.

b) Sueño y repetición.

Adicionalmente a lo anterior, debemos recordar también que el deseo de dormir está condicionado por otro factor: “el sueño despierta justo en el momento en que podría retornar a la realidad”.

Lacan, en su seminario XI “los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, en el capítulo el inconsciente y la repetición, retoma el sueño del padre y nos habla “de un sueño que tiene un lugar aparte entre todos los analizados por Freud”: el encuentro único de un padre con su hijo, el que une a ese padre con el cadáver de su hijo, único, pues solo un padre, en tanto padre, puede saber lo que es la muerte de un hijo –paradigma del duelo, ya no saber dónde se es, dejar al padre sin su propio nombre”-.

 Encuentro único, sin lugar a dudas, encuentro siniestro, del orden de lo real.

Si Freud definió el concepto de repetición, sobre todo aquello que se refiere a la “compulsión a la repetición”, vinculada a la pulsión de muerte y postuló la existencia de una compulsión básica del sujeto a repetir, en Lacan el concepto de repetición está ligado a la insistencia de la cadena significante. “La repetición es fundamentalmente la insistencia de la palabra”, ciertos significantes insisten en retornar a la vida del sujeto. La repetición es pues, una característica de la cadena significante. 

Al hacer el análisis sobre los elementos designados por Freud, con relación a la construcción e interpretación de los sueños, Lacan introduce la importancia de los conceptos de registros imaginario, real y simbólico, así como las nociones de metonimia y metáfora, para designar a la condensación y el desplazamiento, respectivamente. El inconsciente se estructura y se manifiesta a la manera de un lenguaje.

El sueño del padre es un sueño que parece una calca de la realidad, sueño que sacó al soñante de la realidad aterradora, para llevarlo a otra equivalente, la de lo físico. Pero ¿qué realidad es más terrible? ¿el hijo que ha muerto y se abrasa en la habitación contigua? o ¿la del hijo que toma en el sueño a su padre del brazo y le dice, a manera de reproche: ¿qué no ves?, ¿no te das cuenta?, ¿no me ves?, ¿no me viste? Las posibilidades de interpretación de la metáfora, la del deseo, en este sueño terrible, donde solo tenemos los elementos del propio sueño son, en efecto, inconmensurables.

Estoy ardiendo, le dice el hijo a su padre. Freud dirá que esto puede ser una referencia a la fiebre del niño durante su enfermedad. Lacan lleva la metáfora mas lejos aún, cuando se pregunta ¿Qué quema al niño? Y podíamos agregar ¿dónde se está quemando?, ¿en el infierno?, ¿en la hoguera?, ¿el hijo que debe cargar con los pecados del padre, con el Nombre del Padre, según las palabras del propio Lacan? “Un misterio que es el del mas allá y quien sabe en que sentido, compartido entre el padre y el hijo”, nos dice.

Una realidad manifestada a través del inconsciente del padre, repetida en el cuarto contiguo donde el hijo se abrasa en lo real. El padre sabe, dice, que en la voz de su hijo hay reproche, su hijo sabe que se quema y el padre no parece darse cuenta: ¿qué no ves?, Palabras que van a perpetuar el remordimiento del padre ¿por haber dejado el cadáver de su hijo a un hombre que no fue capaz de cumplir la tarea de cuidarlo?, ¿palabras de remordimiento por aquello que causó la muerte del hijo?

El sueño satisface la necesidad de seguir durmiendo, entonces, ¿qué despierta al padre? El ruido, las llamas percibidas a través de los ojos cerrados del durmiente pero, sobre todo, lo casi idéntico que está pasando en el cuarto de al lado, la vela que quema al hijo, como él ya se lo dijo a su padre, en el sueño. ¿Qué despierta? La otra realidad, la del sueño. Y sin embargo, el despertar del padre parece un no despertar, el despertar no se alcanza en este sueño, pues lo que se ha soñado está ocurriendo en la realidad “la realidad que ya solo puede hacerse repitiéndose indefinidamente, en un despertar indefinidamente nunca alcanzado”

Lacan se pregunta si no es poco indicado, para confirmar la tesis de Freud en la interpretación de los sueños, esto es, que el sueño es la realización de un deseo, que se nos introduzca al último capítulo de esta obra, con el sueño del padre y el hijo muerto. Si el sueño es un cumplimiento de deseo, ¿cuál puede ser en este caso, el deseo del padre? El padre puede desear que su hijo esté vivo y lo tome del brazo, o ¿estamos hablando aquí de un sueño autopunitivo?, ¿de la realidad fallida que causó la muerte del hijo?: culpa y arrepentimiento. Pero, ¿con el arrepentimiento y la culpa, se libera el dolor?, ¿se paga con la culpa?, ¿el sentir culpa pacifica?, ¿Es acaso ese sueño, la necesidad de remediar lo que esta pasando en la habitación contigua? Lo que esperaría el padre, el deseo del padre es, tal vez, un “padre, no ves que duermo”.

El encuentro posible con ese ser inerte para siempre sucede, paradójicamente, en el momento mismo en que las llamas, como por azar, vienen a unirse con él. “Dónde está en este sueño la realidad, si no es en que se repite algo, en suma mas fatal, con ayuda de la realidad?” dirá Lacan.

Solo se muere a partir de la muerte del otro, solo en la repetición inconsciente. Solo el inconsciente lo puede saber.

b) Más fuerte que la muerte

 Este sueño alude a la víspera, al velorio y es una bella manera de expresar la culpa en el sobreviviente que pasa por la relación del hijo con el padre. Por una parte da cuenta de la piedad filial de «cerrar los ojos» al muerto para que descanse. Además este gesto es también una reacción a lo insoportable de la mirada, ya que se está ante unos ojos que miran sin ver, es la mirada de la ausencia. Vemos entonces que se trata de un sueño en el cual Freud expresa las reacciones típicas ante la pérdida de su padre: piedad filial, identificación con el muerto y culpa en el sobreviviente. Sabemos que la columna vertebral de La interpretación de los sueños son los propios sueños de Freud, de tal manera que llama la atención cómo en sueños anteriores a la muerte del padre, se hallan sueños en Freud con claras alusiones a la muerte, a la muerte de otras personas como es el caso del sueño de la «inyección de Irma».

“Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” Con estas palabras hemos acompañado esta meditación. No creo que a lo largo de las lecturas que hemos seguido hayamos encontrado tal dramatismo como puede ser esa voz, esas frases densas que puede ser la culpa del sobreviviente, la culpa feroz de quien se sabe sin inocencia, es decir, una inocencia sin ingenuidad, una rectitud sin estupidez, una absoluta rectitud que es también una autocrítica absoluta, que ya no se puede leer en los ojos del que es el objetivo de esa rectitud y cuya mirada ya no puede cuestionar más sino sólo a la manera de un reproche que se manifiesta en el propio sueño: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”. Estas frases dichas de manera alegórica, como en una suerte de revelación constituyen un movimiento hacia el otro que no regresa a su punto de origen en la forma en que regresa una desviación, incapaz como es de trascendencia: un movimiento más allá de la ansiedad y más fuerte que la propia muerte.

Estas palabras que se le revelan en el sueño al padre son como las palabras finales de un imposible: palabras que regresan, por supuesto, de ese ámbito que llamamos muerte; lo hacen precisamente para no dejar que la muerte diga la última palabra, o la primera. Antes de decir lo que debiera de ser el adiós entre el Padre y el hijo, podríamos pensar que en ese encuentro soñado el Padre habla de una exposición a la muerte, de la ausencia sin nombre del hijo, sin defensa alguna. La muerte del hijo, que ha dejado al Padre sin su propio nombre, sin su propio referente –la muerte que “encontramos”… “en el rostro del otro”– como la no respuesta es, en el caso del Padre: la sin-respuesta total.

Hay aquí un final que siempre tiene la ambigüedad de una partida sin retorno, de un llegar a su fin, pero también de la conmoción (¿es realmente posible que esté muerto?) de la no-respuesta y de la responsabilidad del propio Padre. La muerte de un hijo es de un extremo tal que tendríamos que decir que no se trata de la desaparición del hijo, ni del no ser ni de la nada, sino de una cierta experiencia, sin nombre, para el Padre sobreviviente de la “sin-respuesta”.

Quizá ese “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” sólo sea la forma del síntoma de la culpa del sobreviviente; sobrevivir es ahora tremendo, incluso “más fuerte que la propia muerte”. Aquí de lo que estamos hablando es de una culpa que no tiene falta ni deuda; es, en realidad, un instante de excepción, del dolor delegado, postergado, embozado tras la sobrevivencia del hijo en el sueño, como dice Freud, aunque sea de un solo instante; es la emoción confiada en un momento sin paralelo, el intervalo en el que la muerte se revela al Padre como la excepción absoluta.

Para expresar esta emoción sin precedentes, la que el Padre siente y no puede compartir, la que su sentimiento de propiedad le impide exhibir, y que es en sí misma la “primera muerte”, en la medida en que el Padre es responsable de ese otro que es el hijo y que es responsable de su propia muerte como muerte. Acaso el “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” sólo sea una metonimia de la sobrevivencia.

La muerte del hijo no es, a pesar de lo que parecería ser a primera vista, un hecho en sí (la muerte como un hecho empírico, cuya sola presencia sugeriría su universalidad); no se agota en esa forma. La muerte del hijo hace que el Padre se exprese en su desnudez: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”. Esta frase es la voz de la culpa que busca al Padre mismo y a ese gesto que es el hijo sólo en el sueño: ahora el Padre debe contestar por él, ser responsable de él. Cada gesto del hijo en el sueño del Padre es una señal dirigida hacia él mismo.

El dolor es inconmensurable, como la deuda, porque lo que se debe no puede pagarse: nunca estaremos a mano, es más, se trata de una obligación más allá de toda deuda, porque el Padre que es lo que es, singular e identificable, sólo es a través de la imposibilidad de ser sustituido, aun cuando es precisamente ahí donde la “responsabilidad por el otro”, la “responsabilidad del rehén” es una experiencia de sustitución y sacrificio. El hijo individualiza al Padre en esa responsabilidad que él tiene del hijo. La muerte del hijo lo afecta en su identidad como un yo responsable… constituido por una responsabilidad imposible de describir. Es así como el Padre es afectado por la muerte de su hijo; ésta es su relación con su muerte. Es desde ese momento, en su relación, en su deferencia hacia alguien que ya no responde más, una culpa del sobreviviente.

La relación con la muerte en su excepción –y la muerte es, sin importar su significado en relación con el ser y la nada, una excepción– a la vez que confiere a la muerte su profundidad no es una visión, ni siquiera una aspiración, una relación meramente emocional, que se mueve con una emoción que no está compuesta de las repercusiones de un conocimiento previo de nuestra sensibilidad y nuestro intelecto. Es una emoción, un movimiento, una inquietud hacia lo desconocido.

Aquí el énfasis se halla en lo desconocido. Lo desconocido no es el límite negativo de alguna forma de conocimiento. Más bien es un no-conocimiento. Este no-conocimiento es el elemento de amor que permite la trascendencia del hijo en el Padre, la distancia infinita del otro. Si la relación con el otro presupone una separación infinita, una interrupción ahí donde aparece el rostro, ¿qué sucede en el momento en que esa interrupción surge de la muerte para hacer un vacío todavía más infinito que la separación anterior, una interrupción en el centro de la interrupción misma?, ¿dónde y a quién le sucede? Le sucede al Padre frente a la ausencia irremediable del hijo.

Freud en la Carta Nº 50 a Fliess señalaba, respecto a la muerte de su Padre que “Cuando murió, hacía mucho que su vida había concluido, pero ante su muerte todo el pasado volvió a despertarse en mi intimidad». En el caso que nos ocupa, ¿qué pasado podía despertarse en la intimidad del Padre que asiste a la muerte del hijo, a esa muerte que carece de nombre y que por ser una experiencia extrema puede ser llamada “más fuerte que la muerte”? Quizá también aquella otra que en palabras de Freud dice: «En realidad, nadie es insustituible; a cuántos he acompañado a la tumba, y yo sigo viviendo, los he sobrevivido a todos, he quedado dueño del terreno. . . me alegra sobrevivir de nuevo a alguien, que yo no esté muerto sino él, que yo quedo dueño del terreno como entonces, en la escena infantil fantaseada». Podría aquí entra la interpretación de que el momento de sobrevivir es el momento del poder.