Contribución al mito fundacional del Círculo Psicoanalítico Mexicano*.

 Fernando González

Introducción

Robert Castel en su clásico libro titulado El Psicoanalismo, señalaba no sin razón que el “inconsciente social” del Psicoanálisis era su institución. Que fácil nos resulta a la mayoría de los psicoanalistas, el reducir ésta a una simple suma de las proyecciones de los “objetos internos”, o de los “significantes” de cada uno. O el encerrarla en el clásico modelo familiarista parricida y edípico, que tiende a confundir engendrar con fundar. Y por lo tanto, reducirla a ser una simple prolongación de la fantasmática familiar. Desde estas diversas perspectivas, las relaciones institucionales tienden a refractarse en los divanes de cada uno y a disolverse en “otras escenas” que no son ciertamente las que genera la institución.

Si por otra parte, todo lo que nos resulta opaco rápidamente lo referimos al inconsciente, habremos perdido la oportunidad de comprender los diversos planos de lo no dicho, la especificidad de los pactos y las lógicas de la práctica que en los lazos institucionales se entretejen. Y por lo tanto, habremos renunciado a pensar las diferencias entre lo inconsciente, lo silenciado estratégicamente —diversos planos de lo no dicho como decible—, la acción y lo impensado.

A su vez, nuestras instituciones entre otras cosas, tienden al monoteísmo que se manifiesta en la devoción del fundador, del nombre propio y del tótem doctrinario en turno, para poder sostener la creencia en el inconsciente. Es decir, que no existe transmisión e institución, sin alguna forma de devoción monoteísta.

Comenzar por tratar de analizar los mitos fundacionales —una vía como otras posibles—, tiene la ventaja de tomar en serio la crítica que Michel Tort  hizo en su momento a ciertos usos de la teoría analítica: “hablamos de ésta para evitar decir lo que hacemos con nuestros analizantes y en nuestras relaciones institucionales”.

Existen dos textos de Freud que representan dos maneras antitéticas de encarar a las instituciones. Se trata de la Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914) y El Hombre Moisés (1934-1938).

El centro argumentativo del primero de los citados es emitido porun productor fundador que se cree homogéneo y que además se puede dar el lujo de interpretar “psicoanalíticamente” —fuera del dispositivo instituido para ello— a los disidentes de su discurso. Este texto está amparado por un comité secreto que hace un pacto de velar por la conservación y pureza de la doctrina: ¡un comité secreto institucional para una disciplina que lo primero que propone es la libre asociación y circulación de la palabra! En síntesis, se trata de uno de los trabajos más antipsicoanalíticos de que se pueda tratar.

Escrito que tiene la ventaja de mostrar sin velos la discordancia substancial entre la materia con la que pretende operar el psicoanálisis y la forma como las instituciones están conformadas.

En contraparte, en el Moisés y la religión monoteísta, el suelo identificatorio y purificatorio se resquebraja radicalmente; y también el supuesto de una institución con fundador homogéneo. El libro, de 1938, introduce la división en el corazón mismo de la figura de Moisés, y por tanto provoca el estallido de la identidad judía del fundador del pueblo judío.

Se podría decir que Freud, como judío y psicoanalista, ignora al judío cofundador de la institución psicoanalítica. Se trata de un caso interesante de sujeto escindido respecto de lo institucional.

De este último texto se puede extraer la consecuencia de que no sólo hay que procurar hablar francamente del sexo y del dinero, sino también de los mitos fundacionales y las relaciones institucionales. Y además, en términos tales, que busquen desfamiliarizar a las fundaciones, es decir, que sin dejar de tomar en cuenta la fantasmática familiar que las cruza, se logren discriminar las diferencias sustanciales entre fundar y engendrar,[1] y se concluya que toda fundación es de entrada una cofundación que posee su lógica específica. De otra manera, el psicoanálisis, en lugar de trascender la fantasmática familiar que descubre en sus divanes, termina por quedar atrapado en ella al proyectarla acríticamente hacia las instituciones.

Pero, sobre todo, la matriz heurística puesta en juego en este texto iconoclasta es que existen mínimo tres divisiones que se entrecruzan con sus lógicas propias, sin que ninguna tenga preeminencia sobre las otras, a saber: aquella del sujeto, aquella otra que pasa entre el inconsciente y la configuración institucional y finalmente (?), la del proceso fundacional; en el principio eran mínimo dos y no uno.[2]

Nunca está de más el tratar de repensar históricamente una Institución con la finalidad de tratar de desarticular aquellos aspectos de la tradición que adolecen de la compulsión repetitiva y que tienden a fijar, de una vez por todas, el sentido. Tradición, que como bien lo señala Paul Ricoeur se asemeja a la memoria traumática.

Es liberando por medio de la histori[ografía] las promesas no tenidas o incluso impedidas  [..] por el curso anterior de la historia, que un pueblo, una nación una entidad cultural [y podríamos añadir, que una institución] pueden acceder a una concepción abierta y viva de sus tradiciones. [Abandonado de esta manera…] la rumiación de las glorias pasadas o de las humillaciones sufridas.[3]

El CPM y uno de sus mitos fundacionales

La institución otorga el reconocimiento en lugar de analizarlo.

Michel Tort

“À propos de l’institution psychanalytique”,

Cahiers de Confrontatión

París, 1981, p.125.

Sin gran dificultad podría añadirse al epígrafe de Tort, que también transmite sus mitos, y la orden implícita de consumirlos, gozarlos, pero de no tocarlos. En este caso, estoy entendiendo por mito fundacional una matriz narrativa que condensa al mismo tiempo un ideal, una ejemplaridad, una serie de evitaciones y puntos ciegos así como un conjunto de pactos en general no pensados. Vaya, se trata de una formación contradictoria que intenta conjuntar el ideal, lo silenciado, lo impensado y lo pactado por interpósita narración.

Sin arrogarme el título de representar al resto de mis colegas, ni menos aún pretender ofrecer la versión totalizadora del mito fundacional del CPM, quisiera ofrecer mi particular perspectiva sobre dicha cuestión.

Nacido en el contexto de la hegemonía de la Asociación Psicoanalítica Mexicana (APM), el Círculo (1969) se planta frente a ésta como una institución que sostiene que se puede ser psicoanalista sin necesidad de tener la profesión médica.

Inspirado en el texto del psicoanálisis profano, adelanta que el cuerpo de los médicos y el de los psicoanalistas divergen en puntos sustanciales, y más aun, que el cuerpo anatomofisiológico llega a ser un obstáculo para entender el cuerpo libidinal, pero sin que esto quisiera decir que no fuese necesario tener conocimientos médicos básicos para encarar la fase diagnóstica, y procurar así no confundir lo psicógeno con lo orgánico. Vaya: que un psicoanalista, en lugar de dedicar seis años de su vida a obtener una profesión que no le redituaría psicoanalíticamente, esto es, la medicina, debía saber lo suficiente de filosofía, antropología, sociología, lingüística, historia, etcétera, para encarar con mayor pertinencia la discordancia entre la historia del sufrimiento y sus diferentes planos narrativos, por un lado, y los cuadros clínicos, por el otro.

Proponer esto era enfrentarse sin mediaciones a una de las líneas promovidas por la APM. Y si a ello se añade el hecho de que el Círculo aceptaba abandonar la endogamia formativa —a la que lo condenaba por lo pronto su momento fundacional—, y por lo tanto no obligaba a sus candidatos a analizarse sólo con “los de dentro”, y sí recibía a profesores de otras corrientes psicoanalíticas, entonces la oposición a la APM era inevitable. En síntesis, no necesidad de ser médicos, no endogamia institucional estructural, y referencia al aporte freudiano, fueron los tres rasgos que definieron a ese primer Círculo de Psicología Profunda.

En su desafío, el CPM, sólo con una P —la del psicoanálisis— había logrado sacudirse tanto los postulados que hasta ese momento estructuraban el poder legitimador de la APM como la ley que ésta imponía a todos aquellos que residían en su territorio. Porque no hay que olvidar que la APM tendía a imponer la doble P a las instituciones que buscaban ser legitimadas de alguna manera por ella. La doble P significaba psicoterapia psicoanalítica, y esto marcaba con un sello devaluatorio a las identidades que ofrecía como recambio la APM.[4]

Pero esta incipiente alternativa sostenida por el CPM traía aparejado un mito, aquél de la anti-institución: es decir, el resultado de nacer en oposición a y en favor de, implicó la obturación de la inevitable institucionalidad del CPM.

Armado con una ideología grupalista y una serie de lecturas anti-institucionales, se produjo un punto ciego con su consiguiente secuela de buena conciencia. Siendo una grupalidad institucional atrapada en este tipo de representación, no podía encarar sus propios procesos de institucionalización, en la medida en que siempre los depositaba en la institución de enfrente: la APM-IPA, y esto en términos más morales que analíticos; como si toda institucionalidad se igualara con burocracia y con poder. El poder también percibido en términos fundamentalmente morales.

El estar a favor de Franco Bassaglia y su experimento italiano de desestructuración manicomial, o de Michel Foucault y su análisis histórico crítico de la locura, o de David Coooper y Ronald Laing, y sus experiencias “antipsiquiatricas” cubrió de un velo hacia adentro la propia institucionalización.[5]

Creíamos que en la medida en que no había presidente, secretario o tesorero —¡oh, ingenuidad supina!— todo era pura anarquía creativa, cuando en realidad se trataba de una no-institución puramente imaginaria, sostenida al menos en tres tipos de relaciones institucionales con todas las de la ley: analistas-analizantes, maestros-alumnos, supervisores-supervisantes, aunque sostenida también por la referencia a la institución psicoanalítica en sentido general y con la especificidad de sentirnos aquella que iba a la vanguardia.

Entonces, la institución que se creía ligera, ágil y etérea en realidad estaba bien enraizada y ya preparando sus futuros conflictos.

Junto con ese aspecto del mito, se coló otro elemento: aquél de nunca saber dónde ponerle un límite a la formación básica. Si no se estaba legitimado por los rígidos controles de la IPA vía la APM, entonces ¿qué era necesario para darse por mínimamente satisfechos?

Y así estuvimos alrededor de ocho años, en formación permanente, hasta que se nos ocurrió armar el instituto de formación, con lo cual casi automáticamente nos concedíamos el título de maestros y nos convertíamos en posibles analistas de otros. Fue una manera de ponerle un límite a la ilimitación que se desprendía de haber nacido en contra de…

Pero si recurrimos a la historia fundacional podemos encontrar una explicación a este síntoma de falta de límite en el periodo formativo. Veamos.

El CPM tenía una genealogía procedente de Viena, y luego de Insbruck: aquélla de Igor A. Caruso y el llamado Círculo de Trabajo de Psicología Profunda. Entonces, ¿por qué esa herencia no ayudó a asegurar una formación con todas las de la ley?[6] Porque sucedió algo curioso desde el principio: el primer Círculo —1969— fue fundado por dos discípulos de Caruso y un miembro disidente de la APM —digamos que se trataba de tres marginales del psicoanálisis—.[7] El integrante de la APM, Jaime Cardeña, fue su director con el “acuerdo”[8] de Igor Caruso, que vino en agosto de 1969 a un congreso internacional de psicoanálisis.[9] En ese primer Círculo, de entrada existió un puesto de dirección.

¿Por qué otorgarle la dirección de la incipiente institución al ex APM? Me imagino que porque Armando Suárez era extranjero —español— y Raúl Páramo vivía en Guadalajara. Un cuarto miembro que fue invitado a integrarse y que se había formado en Viena alrededor de un año, Arturo Fernández Cerdeño, decidió entrar a la APM para terminar —o iniciar—[10] su formación, hecho que al parecer fue visto como una suerte de “traición” por sus otros dos colegas formados en Viena.

Pero Fernández Cerdeño ponía un dedo en una parte de la llaga, pues Armando Suárez había estado cerca de tres años en formación y Raúl Páramo al parecer sólo un año y medio. Esto significaba que ambos tenían que continuar como pudieran su formación básica. Como ambos eran muy responsables, siguieron estudiando y buscando analizarse. Para el segundo, puesto que vivía en Guadalajara, la situación era más complicada a este respecto.

Esta parte de la formación incompleta de ambos no fue hablada nunca francamente, sino a media voz, o, para ser más exactos, como sordo y espasmódico susurro, y esto parece haber tenido efectos transfigurados en la primera generación cofundadora, por ejemplo en el síntoma de inacabamiento que nos habitó como espectro, a pesar de que tomamos cuanto seminario, supervisión y análisis nos fue posible durante años y años. No nos bastó María Langer, quien había cofundado la APA, se había salido de ésta y estaba dispuesta a otorgarnos todas las legitimaciones de que carecimos. Lo no hablado pesaba.

Aún más: tuvimos acceso, por las circunstancias de la transformación que se operó en el campo psicoanalítico en la década de los setenta, a una formación básica envidiable, mejor sin duda que la de nuestros cofundadores, didactas y maestros.[11] Pero, curiosamente, éstos nunca fueron nuestros supervisores de casos clínicos. La clínica nos la ofrecieron los ex APM que salieron de ésta en 1972,[12] y después, los argentinos y uruguayos que llegaron al exilio en 1973,74.[13]

Todo esto de los límites formativos de nuestros co-fundadores mayores, quedó sobreentendido, impensado y mejor obturado gracias al “pasaje al acto” de la conformación del instituto de formación. Sólo recuerdo que a mediados de los ochenta, un día, como al pasar, Armando Suárez —que había sido mi analista y maestro del seminario de Freud— me comentó lo de los años de formación pasados en Viena por él y por Raúl, y de cómo Igor Caruso le había aconsejado que terminara su formación y que procurara tomar sólo los casos de futuros analistas, ya que eran ¡menos difíciles! que los de los neuróticos anónimos; este consejo no dejó de sorprenderme, pero no lo cuestioné en su momento.

He aquí un tipo de pacto curioso, porque estoy casi seguro de que no todos conocían abiertamente la información completa —de Arturo, de Raúl y de Armando—. En el caso del primero, se habló de cómo había “transado” al irse con la APM, pero no se llegó a la explicación de por qué lo hacía, es decir, no se concluyó que se debía a su formación claramente incipiente. Menos aún, se reparó en cómo su acto tocaba a sus dos ex compañeros y a la primera generación co-fundadora.

Recuerdo que en julio de 1974, cuando Igor Caruso vino a participar en el programa televisivo Encuentro acerca del psicoanálisis,[14] en la casa de Armando Suárez estuvo presente Arturo Fernández, quien al parecer propuso pertenecer al Círculo, pero Raúl Páramo se opuso bajo la divisa “o él o yo” —versión de Armando Suárez, que tampoco veía con buenos ojos el ingreso—. Todo esto sucedió tras bambalinas, y por tanto quedó de nueva cuenta silenciado, porque no se supo hasta mucho tiempo después.

Pero a cambio del rechazo de Arturo Fernández, su mujer entró a la formación, como si se hubiera tratado de una transacción que de nueva cuenta quedó como un hecho consumado que nunca se relacionó con el rechazo de su marido. ¡Qué difícil a de haber sido para Magda Franco sostenerse en ese lugar![15]

Todo lo anterior, contribuyó sin duda al síndrome de incompletud transfigurado ya citado, y más si lo sumamos a la específica manera de emprender la fundación, en un momento preciso de la configuración del campo psicoanalítico en México.

¿En que consistió el citado pacto denegativo (Kaës)[16] y por qué pudo consolidarse?

Primeramente, al no ser hablado con franqueza, nunca pudimos, los más jóvenes, discriminar nuestras diferencias con la generación de los co-fundadores mayores, entre otras, que gracias a ellos, pero también más allá de ellos, habíamos tenido acceso a una formación básica que rebasaba los estándares habituales.

Segundo, el haberlo enfrentado nos habría puesto a todos en un predicamento. A unos —los mayores—, porque significaba ponerlos a ajustar cuentas de una manera diferente de la hasta entonces consignada. A nosotros, los más jóvenes, nos habría enfrentado a la necesidad de decirles que ése era un asunto suyo que se había convertido en nuestro. Y a todos, porque el orgulloso desafío a la APM, compartido por todos, finalmente hacía entrar por la ventana —por intermediación de la incompletud— lo que habíamos arrojado desenfadadamente por la puerta, a saber: una especie de “ilegitimidad” que nada parecía saciar. Las razones para vivirla como tal, sin duda debieron haber sido diferentes para ambas partes, pero en la medida en que no se había puesto sobre la mesa, todo quedaba entremezclado y no dilucidado.

Además, en los principios y en la primera etapa fundacional, no fue posible hablar de una unidad formativa ya que las referencias teóricas de los tres cofundadores de más edad, divergían. Jaime Cardeña se había formado en la APM de la década de los sesentas, Raúl Páramo estaba más cargado hacia la línea carusiana y el psicoanálisis alemán, y Armando Suárez claramente hacia el psicoanálisis francés contemporáneo, empezando por Lacan y la brillante primera generación de sus discípulos, como Leclaire, Laplanche, Pontalis, Aulagnier, Mannoni, etc, y también, fue muy simpatizante de Barthes, Levi Strauss, Ricoeur, Foucault, etcétera. Si a esto añadimos las diferencias en los tiempos de formación teórico clínica de cada uno de ellos, y aquellas que los co-fundadores estudiantes fuimos generando con lo que íbamos recibiendo y elaborando, tenemos un cóctel nada despreciable.

¿Se trataba acaso de algo inconsciente? No creo. En ese pacto, más que hablar de inconsciente, se trataba de una combinación complicada entre lo impensado, lo no explicitado y huecos en la información. Todo esto aunado a una idealización que había que sostener.

¡Vaya! Estaba a flor de palabra, pero el solo hecho de que los más implicados lo evitaran era como una orden para no abordarlo. Sin duda en ese pacto de no explicitación, los más jóvenes protegíamos la idealización depositada en los dos co-fundadores mayores, Armando y Raúl. Y no sólo lo hacíamos por medio del silencio, sino exaltando su formación teórica y su manejo del alemán y del francés.[17] Tanto más lo exaltábamos cuanto mejor permitía cubrir la falta.

Se podría concebir el pacto citado como una especie de intermedio entre el pacto denegativo y lo que Pierre Bourdieu denomina como “tabú de la explicitación”. Intermedio porque ya afirmé que no creo que se jugara algo del orden de lo inconsciente de una manera determinante. Ni tampoco estrictamente hablando que todo ocurriera bajo la lógica del “como sí” como define Bourdieu al citado Tabú, inspirándose en el precio de los regalos. Precio que cada una de las partes sabe cual es, pero acuerdan sin acordar, que nunca deben explicitarlo para no dañar el don ofrecido por una de ellas. Y al mismo tiempo, saben que el don recibido espera una restitución equivalente.[18]

 

El primer Círculo se desconfigura

Es difícil saber por qué finalmente el primer Círculo se deshizo literalmente ante mis ojos. Sólo recuerdo dos escenas que me impactaron. La primera, previa a la navidad de 1970, cuando nos reunimos todos a celebrar, tanto los analizantes de Jaime Cardeña como los de Armando Suárez. Algo que me sorprendió fue ver cómo los alumnos-analizantes del primero le dedicaban toda clase de lisonjas, mientras él, abrazado de su esposa y rodeado de sus hijos, las recibía con enorme satisfacción. Hubo algo en esa escena que me escandalizó, a saber: ¿cómo es posible seguir sosteniendo el lugar de analista frente a aquellos con los que se fomentan y toleran ese tipo de comportamientos? En cuanto pudimos, los tres analizantes de Armando partimos de la citada reunión.

Después, en mi análisis lo traté críticamente. Silencio.

La segunda escena ocurrió algunos meses después. Jaime Cardeña nos ofrece la posibilidad de tomar un paciente. Los analizantes de Armando decimos que no estamos preparados, y entonces, un analizante de Cardeña, que era comerciante y asistía a los seminarios de Freud y de filosofía, sin pretensiones de formarse para analista —había dos estatutos en los asistentes a los seminarios[19]— dice que él lo toma. Armando interviene y sostiene que analizar a otro implica mucha responsabilidad, y que él cree que ninguno de los estudiantes está preparado para asumir un analizante. Entonces, Jaime acota y dice: “Armando, me estás desautorizando frente a mis alumnos. Hasta aquí llegamos”. Y, en efecto, ahí se rompió.

¿Resulta acaso extraño, que fuera precisamente la falta de formación la que irrumpiera en la primera ruptura? Creo que no. Esa carencia, aludida más arriba, en este caso se hace presente de manera salvaje, y no deja lugar a ninguna negociación.

Todo era endogámico en ese primer Círculo, ya que nadie quería formarnos, más allá de los citados. Ni siquiera Raúl Páramo, que, como ya señalé, vivía en Guadalajara y entró a dar técnica en la refundación del Círculo en 1971. La esposa de Armando, también candidata, estaba en ese momento en análisis con Cardeña.

De esa experiencia de ruptura dos cosas se decantan: 1. la necesidad de salir lo más rápido posible de la endogamia formativa, y 2. la ingenuidad de proponer de no tener más puestos directivos. Si el ex APM se las gastaba de esa manera, mejor era sucumbir a la ilusión grupal igualitarista en el puro imaginario. Esta ingenuidad está sin duda vinculada a la traumática ruptura que vengo de describir y que quedó sin poder analizarse grupalmente, recubierta por la posición anti institucional ya señalada.

Las dos maneras específicas como se hizo presente la APM hacia dentro del incipiente CPM, aquella de Fernández Cerdeño y la de Jaime Cardeña, resultaron sencillamente inmetabolizables. En resumen, en esa primera década de la existencia del CPM fue imposible descolocarse lúcidamente de la lógica de poder y legitimación que imponía en el campo Psicoanalítico, la IPA y sus sucursal de la APM. Y lo mismo vale pero desde otra perspectiva, para aquellas instituciones que aceptaron plegarse obedientemente a sus mandatos.

Ya lo decía Brillat Savarin: “no vivimos de lo que comemos sino de lo que digerimos”. Y ciertamente, los mitos y procesos fundacionales constituyen uno de los alimentos más difíciles de digerir.

Basten estas líneas, que reclaman un seguimiento posterior.

 


[1]Para un análisis más preciso de esta cuestión ver, Fernando M. González, “La cuestión del padre y la del fundador. Entre lo inconsciente y lo impensado en las instituciones.” Revista Mexicana de Sociología, Vol., 64, núm. 2, abril-junio, 2002, México, D.F. pp., 47-67.

[2]A estas tres divisiones habría que añadirles los efectos que introducen las prácticas que sirven para la transmisión y reproducción de las instituciones analíticas, a saber: la que viene de un tradición universitaria, como la de organización de seminarios, la que viene del aprendizaje medieval del aprendiz, como resultan ser las supervisiones de casos clínicos y la que tiene su “arqueología” (Foucault) en la “dirección de conciencias” como es el proceso analítico. Cada una resulta en buena medida irreducible a las otras en cuanto a sus fundamentos, normatividades, objetivos, y temporalidades puestos en juego. Si a todo esto todavía le añadimos la imagen de legitimación que dentro de un campo de fuerzas tiende a vender cada institución o secta analítica, nos haremos una cierta idea de la complejidad que las habita.

[3]Paul Ricoeur, La marque du passé, en Revue de Metaphysique et de morale, num 1, 1998, .p.31.

[4]Aunque esa normatividad la impusiera de diferente manera. Por ejemplo, en la Asociación Mexicana de Psicoterapia Psicoanalítica (AMPP), surgida en 1965, por el hecho de no ser médicos —la mayoría eran mujeres— fueron vistas como terapeutas psicoanalíticas de segunda. En el inicio si bien sólo tuvieron una p esta se refería a psicoterapia (AMP). En las propias siglas estaba la marca de las jerarquías. En cambio en la Asociación Mexicana de Psicoterapia Analítica de Grupos (AMPPAG)  a pesar que aquellos que la fundaron tenían la formación de psicoanalistas requerida por la APM y el plus de la grupal, esta segunda formación no contó con el reconocimiento de ser considerado como un objeto psicoanalítico a cabalidad.  A la inversa de la AMPP, en el origen del AMPPAG está también una sola P la de psicoanálisis de grupo, pero terminan por subordinarse a la ley médico psicoanalítica de la APM.  En el caso de los fundadores de la asociación de grupos la profesión médica no se les podía reclamar. Pero sí se plegaron a la APM me imagino que fue porque de alguna manera participaban de sus postulados. Entre otros, que el grupo además de no ser estrictamente psicoanalítico servía para “abaratar” al psicoanálisis y por tanto atentaba contra el mercado. No es casual en esto, que el líder fundacional decidiera mantener una doble pertenencia. Digamos que se trató de una disidencia interruptus. Lo mismo sucedió en su momento con el fundador del Instituto Mexicano de Psicoterapia Psicoanalítica de la Adolescencia, (IMPPA), el cual mantuvo la doble pertenencia.

[5]Sin duda hay en estas referencias teórico-políticas algo del efecto del “futuro anterior”, porque no todas estaban tal cual desde los inicios del CPM.

[6]El conde políglota Igor Alexander Caruso, se había analizado con un cercano colaborador de Freud, August Aichhorn, que fue el primero en aplicar los principios del psicoanálisis a los menores infractores o con problemas de adaptación familiar, escolar o social. Y luego con el barón Viktor von Gebsattel, que había pertenecido al círculo de Freud en 1912 y 1913, y se había analizado con Otto Seif, discípulo de Jung, que se rehusó a tomar partido cuando se consumó la ruptura entre Freud y el citado. Confr. Armando Suárez, “Igor A. Caruso, profeta desterrado y mártir de la esperanza”, en Varios, El Psicoanálisis como teoría crítica y la crítica política al Psicoanálisis, México, Siglo XXI, 1985. Por cierto no entiendo que tiene que ver Igor Caruso con el “martirio” aunque sea el de la “esperanza”. A propósito de legitimaciones, Igor Caruso presenta aquella de la genealogía de su título de conde, de la siguiente manera: “Mis antepasados medievales eran ‘barone’ en Sicilia (probablemente miembros de la mafia de entonces). Uno de ellos, más tarde, se puso al servicio de la República de Venecia y su familia fue agraciada con un título de conde (probablemente en premio a otros saqueos). Ulteriormente Francesco Caruso fue nombrado gobernador de las Islas Jónicas y, cuando Venecia fue ocupada por Napoleón, le hizo a éste la guerra al servicio del zar de todas las Rusias. Fue premiado por ello con gigantescas propiedades en el Cáucaso, que debió dilapidar en el juego o en borracheras, porque en el momento de la Revolución de Octubre mi familia no tenía en Rusia sino una hacienda insignificante y no en el Cáucaso precisamente”. Citado por  Armando Suárez, op. cit., p. 14. Qué esconde el conde, se podría titular la obra que aplica la matriz ofrecida por Freud en el Moisés, es decir, aquella de una distancia irónica.

[7]Dos que tenían como primera profesión la medicina —Cardeña y Páramo— y el tercero había sido abogado, filósofo y ex dominico, antes de optar por el psicoanálisis.

[8]Lo del acuerdo lo pongo entre comillas porque los Círculos de Psicología Profunda estaban organizados a la manera de la tradición de las iglesias ortodoxas rusas —al menos en el discurso que propugnan— en una red federada, en la cual había una gran libertad para elegir autoridades e incluso orientaciones en cuanto a las lecturas. Por ejemplo, en el CPM lo que primó fue Freud y la escuela Francesa, aunque se les hacia un cierto espacio a la inglesa, americana y bonarense.

[9]El IV Foro Internacional de Psicoanálisis. En México DF. Puse acuerdo entre comillas, porque Caruso, que venía de una tradición ortodoxa griega, concebía los círculos como una federación con un primo inter pares —que era él—, perosinautoridad para imponer a las autoridades locales. Se trataba de una federación en la que se compartían la  “lectura de Freud, discusión de casos, psicopatología, psicoanálisis aplicado a la educación. El análisis didáctico y la supervisión considerados como pilares insustituibles de la formación”. Armando Suárez, Igor Caruso, op. cit., p. 22.

[10]En la lógica que por entonces regía a la APM, toda formación previa no era validada. Se comenzaba de cero. Una manera, como otras, de vivir la castración cerebral que no simbólica.

[11]Para un análisis un poco más pormenorizado, véase Fernando M. González, “Notas para la historia del psicoanálisis en México”, en Psicoanálisis y realidad, México, Siglo XXI, 1989.

[12]Como Santiago Ramírez, Isabel Díaz Portillo, Celia Díaz.

[13]Entre otros, Maria Langer, Ignacio Maldonado, Armando Bauleo, Diego García Reynoso, Gilou Roger, etcétera.

[14]Organizado por Armando Suárez y con la colaboración de Andrés Martínez Corzos, bajo los auspicios del IMSS. En principio están previstos dos programas, uno sobre psiquatría y antipsiquiatría y otro sobre psicoanálisis, pero una serie de avatares, entre otros interferencia directa de un psicoanalista de la APM, hicieron que sólo se presentara uno en el que estuvieron, además de Caruso, Franco Basaglia, Thomas Szasz, Marie Langer, Eliseo Verón. “La empresa televisiva había decidido cancelar el Encuentro sobre psicoanálisis, gracias a la intervención sintomática del representante ocasional de la institución psicoanalítica, justamente puesta en cuestión en estas páginas”. [Se refiere a la APM y específicamente al doctor Armando Barriguete]. Armando Suárez, Prólogo al libro Razón, locura y sociedad,  México, Siglo XII, 1978, p. 11.

Además se había invitado a Roland Laing, que por compromisos previos no pudo aceptar, y también, a Jacques Lacan, del cual Suárez añade lo siguiente: “Después de haber rehusado con distintos pretextos la invitación, cuando finalmente se mostró dispuesto a aceptarla ya era demasiado tarde”. (Ibíd.) Y ese “demasiado tarde” tuvo que ver con la cancelación del segundo programa.

[15]Por cierto cuando terminé de escribir el primer borrador,  “olvidé” incluir el asunto de Magda, hasta que mi estimado amigo y colega Juan Diego Castillo me lo puso frente a los ojos.

[16]“Este acuerdo inconsciente sobre el inconsciente se organiza y mantiene en una complementariedad de interés. […]

[Existen] dos polaridades del pacto denegativo: una organizadora del lazo trans-subjetivo, la otra defensiva. Cada conjunto particular se organiza […] sobre investimentos mutuos, identificaciones comunes, sobre una comunidad de ideales y creencias, sobre un contrato narcisista, sobre modalidades tolerables de realización de deseos [pero también], cada conjunto se organiza sobre una comunidad de renuncias y sacrificios, borramientos, rechazos y represiones [lo cual] crea en dicho conjunto lo no significable, lo no transformable, zonas de silencio, bolsas de intoxicación, espacios basura, líneas de fuga y mantiene al [o los] sujetos ajenos a su propia historia […] Los pactos denegativos están [sostenidos] por un sellamiento de los inconscientes acordados para producirlos”. René Kaës, « Pacte denegatif et alliances inconscientes. Élements de métapsychologye intersubjective », Revista Gruppo, num 8, 1992, p.126. El problema con este sugerente planteamiento, es que en dicha definición se condensan demasiadas cosas que a mi parecer habría que analizar con más cuidado. Me refiero a que no basta que algo esté no explicitado para acudir prontamente al inconsciente. Porque habría que distinguir entre lo impensado, los diferentes planos de lo no dicho, la lógica de la práctica (Bourdieu y De Certeau) y el “poder normativo de lo fáctico” (N. Lechner), antes de utilizar la clásica dicotomía consciente e inconsciente. Esto será cuestión de otro trabajo en preparación.

[17]Armando era el director de la colección Psicoanálisis y etología, de la Editorial Siglo XXI, después de haberlo sido por un corto tiempo de aquella, auspiciada por el FCE, hasta que el presidente Díaz Ordáz para el que nada de la represión le fue ajena, decretó la salida de Arnaldo Orfila. Es en Siglo XXI, que bajo la supervisión psicoanalítica de Armando Suárez, el poeta Tomás Segovia, inició la traducción de algunos textos escogidos de los Escritos de Lacan.

[18]Confer. Pierre Bourdieu, Razones Prácticas, Editorial Anagrama, Barcelona, 1997. Sobre todo el capítulo VI “la economía de los bienes simbólicos”.

[19]Aquellos que pretendían ser analistas y  otros que sólo asistían a algunos seminarios por interés. Además del citado comerciante y su mujer, un arquitecto tomaba los seminarios de Freud y filosofía.