Antígona: Pasión del límite

 Alberto Constante

 

“La poesía parece tener su origen en dos causas,
y ambas naturales. Y, en efecto,
imitar es algo connatural en el hombre
desde la infancia – ahí radica precisamente
su diferencia respecto a los demás animales,
en que es más apto para la imitación,
aparte que adquiere sus primeros conocimientos
imitando -; la segunda causa
es el hecho de que goza con la imitación”

Aristóteles

Lo trágico puede asumir dos formas fundamentales: la primera y más reconocida proviene del enfrentamiento de los esfuerzos humanos con fuerzas que frustran intentos y aspiraciones por incompatibilidad, antagonismo o simple incongruencia. A este género de conflicto pertenecen las situaciones de anagnórisis para el héroe, los «descubrimientos» de ocultas claves que, de seguirse, hubieran «evitado» o al menos aliviado la tragicidad de las situaciones. En tal caso, es posible para el héroe la reconciliación con el poder desafiado conscientemente o no, pues en el fondo de los males sobrevenidos al héroe, yace la ignorancia en alguna de sus formas, ya sea como desconocimiento o como falso saber, no encaminado a lo recóndito sino a lo evidente y/o aparencial.

 Se producen así estados de «ceguera» que conducen al choque con el poder representativo de la fatalidad. Esta ceguera espiritual puede manifestarse como inocencia, desconocedora de toda maquinación -tal es el caso de la Desdémona de Shakespeare- o como culpa ajena que se arrastra por herencia -la estirpe de Edipo en su conjunto, concretamente Antígona-, o como desmesura (hybris) -el caso de Medea o, en otro sentido, el de Macbeth-, o como formas de justicia conflictivas, en cuyo trasfondo pugnan fuerzas suprahumanas, sobrenaturales o no -en Las Euménides -, o como pretensión de modificar la realidad a través del solo poder individual humano – Edipo o Hamlet.

 Hay otro tipo de conflicto trágico en el cual la relación se invierte: hay en el héroe una serena sabiduría que conduce a los actos por los cuales él mismo habrá de sucumbir. Está a solas con su deber. Se le ama o se le odia pero no se le comprende. Aun quienes parecen hacerlo revelan en algún momento su saber a medias – un modo del no-saber- y se retiran desconcertados, o cometen errores que agudizan el conflicto. La tragedia en este caso proviene de lo incomunicable del saber y de la consiguiente soledad, en sufrir sin opción las consecuencias de actuar en un mundo o medio dominado por la «ceguera» . Ver claro donde otros no pueden constituye en este caso quizás el elemento fundamental que acrecienta el dolor del héroe.

 Todos sabemos que Antígona es hija de Edipo y Yocasta. Y sabemos que cuando Edipo, por medio del oráculo de Tiresias, conoce sus crímenes, se quita la vista y decreta su propio destierro de Tebas. Ciego y mendicante deambula por el camino acompañado de esta hija. Cuando muere Edipo, Antígona regresa a Tebas; allí vive con su hermana Ismene y allí también están sus hermanos, Eteocles y Polinices. En la Guerra de los Siete Jefes, Eteocles y Polinices luchan en bandos contrarios; mueren ambos, uno a manos del otro. Creonte, rey de Tebas y tío de los hermanos, decretó exequias solemnes para Eteocles, y prohibió que se diese sepultura a Polinices, acusado de traidor a la patria. Antígona considerando el deber sagrado de dar sepultura a los muertos, deber primero impuesto por los dioses y las leyes no escritas, infringió el decreto de Creonte y cumplió con la obligación religiosa. Fue condenada a muerte y enterrada viva en la tumba de sus ascendientes, los Labdácidas. Se ahorcó en su prisión, y Hemón, su prometido e hijo de Creonte, se suicidó sobre su cadáver.

 Lo que nos muestra la actitud de Antígona es la «dimensión interior de la virtud (areté) o excelencia» . Es decir, Antígona es condenada y abandonada a la soledad absoluta que proviene de una misión incompartible, por un medio ajeno a esta «virtud interior», ignorante de la esencia de la virtud, la cual reduce a leyes y fórmulas inventadas por los hombres. En este tipo de tragedia se apela a los cimientos de la condición humana, lo cual impide que el sufrimiento del héroe resulte posible de detener o de aliviar siquiera. Sólo cabe vivirlo. Es “el enigma de los límites”. A este conocimiento de los límites se accede no sin dolor. «todo acontece en el límite, y nada fuera de él», nos dice Trías y tiene razón porque el límite comparece en su mismo mantenerse oculto. El límite en Antígona es lo divino, es todo lo que representa las leyes no escritas, tanto en el sentido de que Antígona es la heredera de Áte o la maldición que acompaña a la estirpe de Edipo, y, por ello, heredera de las leyes ancestrales, cósmicas, como en el sentido del saber que Antígona tiene de cumplir con la deuda, no de ella, sino de su padre.

 Por ello Antígona es la pasión por el límite. La pasión de Antígona es la que funda su acción, es el principio de todo su empeño, la instancia de un pathos irreductible e inherente a la propia dimensión del ser que habla, pasión organizada de modo permanente, como impulso inmediato a la acción, como fuerza que la empuja, que la anima, que la encierra finalmente en el círculo que la consume en una atmósfera incandescente. Es la pasión de Antígona la que la lleva a cumplir con ese límite que la excede y le otorga su tragicidad; Antígona es un habitante de la frontera que vive más la pasión del enigma, que la posibilidad de poder narrar la experiencia atravesada. En este sentido podemos entender que Antígona se instala más en el pathos que en el ethos.

 Sabemos que “Antígona representa las leyes no escritas, la conciencia”. Y aquí se ve la novedad de la propuesta de Antígona porque ese otro límite que pone la ley humana, ella lo niega, sabe que hay otra orilla y trata de honrar esa instancia sagrada con el culto a los muertos. Antígona posee sabiduría y la vive hasta las últimas consecuencias. Se percata de que es incomunicable y asume sin ayuda su tarea. Antígona está privada de elección, porque su saber la inclina sólo a la verdad. Hay una sola opción para ella. Y queda a solas con su destino, el destierro del mundo de los vivos, en la caverna que debe servirle de sepultura. Pero no es Antígona la que padece la hamartía o error de juicio por la que los dioses también castigan a los hombres

 Es Creonte quien sufre de ese error de juicio, de ese equívoco (hamartía), de esa vana locura que lo lleva a cometer el crimen. Antígona, por el contrario, se identifica con la verdad, sabe de su destino y sabe del límite, de la frontera que dota de sentido su acto. En la teoría trágica tradicional, el destino de los héroes trágicos consiste en incurrir en la desmesura o hybris y, como consecuencia, a padecer ese cambio fatal por el que el héroe cae (metabolé). Al igual que Edipo, Ayax y Teseo, Creonte cae, sufre, se arrepiente, y por eso nos despierta compasión y temor . En Creonte el error de juicio se conjuga con la inversión de la felicidad en desgracia (metabolé) y el hecho imprevisto, los incidentes espantosos o lamentables (peripateia), para lograr que la ganancia de saber implique una pérdida.

 En cambio, Antígona es mujer y doncella. Su sabiduría es de otra índole. El poder sagrado de la virginidad le comunica una sabiduría no perseguida ni conquistada mediante el esfuerzo de la razón, pero esto tampoco explica por completo su proceder. Antígona es una «elegida» y como tal, asume todas las implicaciones de una fuerza despierta en ella y dormida en otras doncellas. Ella “es arrastrada por una pasión”. La vehemencia no es pura incandescencia, sino sustantividad. Sin embargo, no se trata de las pasiones clásicamente consideradas como trágicas: es seguro que al menos uno de los dos protagonistas, hasta el final, no conoce ni la compasión ni el temor: y éste personaje es Antígona. Por eso ella es la verdadera heroína. Mientras que al final Creonte se deja conmover por el temor y, si bien no es ésa la causa de su pérdida, ella es ciertamente su señal

 Antígona sabe qué debería hacerse y lo expresa y decide obrar. Sacerdotisa de un oráculo unido a inevitables misterios, su saber es infuso, confirmado pero no buscado. Confirmado en la tragedia del padre, padeciente por haber pretendido tomar en sus manos las leyes secretas del cosmos. Lo oculto y ancestral se le ha presentado en la tragedia paterna, en su carácter terrible e irrevocable y ese es su saber. De este modo, el respeto a lo eterno, al límite, constituye la base de la virtud, del orden y conservación del universo. Antígona realiza en vida el descenso ad inferos para abrir los ojos de otros. Los suyos no lo necesitan.

 Sólo Antígona tiene plena conciencia del alcance y las dimensiones de sus actos, del golpe de la fatalidad, y aunque el temor y el dolor ante lo irremisible la sacudan, sus actos no suponen esa desmesura (hybris) pues no quebranta la medida propia de su tipo de virtud, de la virtud (areté) femenina que exige otro tipo de temple (sofrosyne), virtud (areté) que incluye llorar la muerte virginal, sin sucesión para la estirpe. Al cabo, sus actos abren los ojos de los necios, pero no de forma tranquila, iluminada por la alegría del descubrimiento, pues no le es dada la función pedagógica: a una mujer, y más aún, doncella, no se le escucha, según expresa el rey. La enseñanza que transmite viene a través de lo irremediable.