Psicoanálisis y libido. Un arte de la interpretación

 Teresa del Conde

1.- Ya sabemos que libido en latín significa deseo y creo que también envidia, según definen los diccionarios latinos. En el lenguaje psicoanalítico, la libido va cambiando de significado. Freud declaró haberlo tomado de A. Moll y lo usa ya con frecuencia en sus cartas a Fliess. Así, en el apartado “G” que le hace llegar a principios de 1895, utiliza un símil que hasta donde yo veo, conserva vigencia. Se refiere a la melancolía: “La melancolía consiste en dolerse por pérdida de libido”. En este contexto, afirma que la melancolía se combina de manera prototípica con ansiedad intensa, pero en todo caso, Freud de lo que suele hablar es del desarrollo de la libido. Con el tiempo, y respondiendo a su propio método de “construcciones provisionales”, él fue modificando el significado del término, ya fuere que lo adscribiera a la teoría de las pulsiones en sus diferentes etapas, o que hiciera una distinción, como sucede en el texto sobre El narcisismo, entre la libido del “yo” y la libido objetal. Se supone que la libido objetal no incluye al “yo”, pero desde mi punto de vista y siguiendo las acepciones que el mismo Freud propone, el “yo” siempre queda inmiscuido en los procesos libidinales.

En 1916 (26ª conferencia sobre el psicoanálisis) dice que “lo correcto es reservar el sustantivo “libido” para las fuerzas pulsionales de la vida sexual”. Pero poco más adelante, en la misma conferencia añade que “a las investiduras energéticas que el yo dirige a los objetos de sus aspiraciones sexuales”, las llamamos libido, a todas las otras las llamamos interés, que es la palabra que se utiliza en la traducción de Laplanche y Pontalis (en realidad, neigung quiere decir más bien inclinación, tendencia, fijación). No obstante conviene tener muy en cuenta, con todo y la contundencia con la que Freud expone su doctrina sobre las pulsiones, él, de manera implícita, acepta que las investiduras energéticas dirigidas a los objetos suponen también cargas libidinales. Su vida misma lo ejemplifica. Así, fue un coleccionista (“deposité en ello grandes cargas de libido” llega a decir) que pese al peligro que su permanencia en Viena entrañaba , sólo aceptó el exilio (1938) cuando se le prometió que su colección se trasladaría a Londres, cosa de la que se encargó, con gran empeño y resultados positivos, su amiga y discípula la princesa Marie Bonaparte.

 Las investiduras depositadas en objetos desde luego que tienen, o pueden tener, una fuerte base sexual, tal y como se desprende de las consideraciones que hizo sobre el fetichismo. En todo caso se trataría de una forma sublimatoria más.

  Al referirse al “interés por el yo”, reelabora anteriores insights que finalmente vuelca en uno de sus escritos pivote: en efecto, La Introducción al narcisismo marca un hito respecto a la evolución del pensamiento freudiano y data de 1914, año en el que ya habían tenido lugar las disensiones de Adler y Jung. Allí postula la definición de lo que entiende por narcisismo (no me adentraré en la distinción entre narcisismo primario y secundario). En términos generales, afirma que el narcisismo patológico nace a expensas de la libido de objeto. “La libido sustraída del mundo exterior fue conducida al yo, y así surgió una conducta que podemos llamar narcisismo”. El que Freud afirme que esa parte de su teoría fue extraída de su conocimiento de casos que ofrecían índices patológicos extremos, nos pone en guardia sobre dos cuestiones. La primera es archisabida. No existen fronteras netas entre lo que solemos llamar “normalidad” y lo considerado “anormal”. La segunda está referida al amor que, en diferentes dosis, todos tenemos hacia nosotros mismos. Ese amor, si no es exacerbado, es “normal” (narcisismo secundario) porque, además de estar al servicio del instinto de conservación, sin algunos índices de autoestima, nada podríamos hacer. Sólo cuando ese amor que se desborda cae en el terreno de la patología gruesa, y puede incluso conducir al suicidio, casi no sería necesario proponer ejemplos. Salvo casos particulares, como cuando una persona afectada de cáncer terminal decide mejor suicidarse, como sucedió con Jaime Torres Bodet, o cuando no es posible sobrellevar el duelo implícito en la pérdida de una persona profundamente amada, todo suicida termina con su vida, debido en primer término a depresión severa (que generalmente es de carácter congénito) o afán desmedido por quererse a sí mismo o a sí misma de un modo impoluto. El afán de perfección puede conducir no sólo al estancamiento, sino hasta la pérdida misma de la vida.

 Entre todos los casos posibles, que forman pléyade, propongo el ejemplo mexicano analizado con dotes indudables por Marco Antonio Campos en Las ciudades de los desdichados. Está referido al poeta Manuel Acuña (1849-1873) y al leer el escrito de Campos (2002), nos damos cuenta de que Acuña, lejos estaba de haberse suicidado debido al supuesto rechazo que sufrió por parte de la protagonista de su más conocido poema ( Nocturno a Rosario, que no es por cierto el mejor, pero sí el más conocido).

Campos hace uso de un auténtico arte de la interpretación, tomando como base las circunstancias históricas y biográficas de Acuña y examina minuciosamente el poema titulado A un cadáver, que según él es superior al Nocturno.

Podría adentrarme en estas cuestiones y argüir a manera de conjetura las preguntas: ¿Acuña se suicidó porque se había involucrado en serio con la carrera de medicina y sentía que no era esa su vocación, con lo que fallaría a la promesa hecha a sus padres?, ¿Debido a qué murió su padre y perdió apoyo afectivo y moral además del discreto apoyo económico que recibía? ¿Supo que Laura (su amante vigente, no tan estimada en ese momento como Rosario) estaba embarazada y él era el responsable? ¿Todo la vez, cuando que Acuña era la máxima joven promesa del momento y sus mentores literalmente lo adoraban? ¿Tales exigencias lo llevaron a decidir que era mejor cancelar su decurso existencial porque no se sentía a la altura de responder a las mismas?

El desenlace lo conocemos bien. Se administró dosis excesivas de cianuro (en ese aspecto, lo cursado en la carrera de medicina le sirvió bien), las suficientes para matar dos caballos. Previamente escribió limpias notas que ató con listoncitos negros para que no se culpara a nadie de su muerte. Sus exequias fueron dignas de un prócer . Hubo trayecto en carroza, presidido por personajes como Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio y Luis G. Ortiz. En el Cementerio de Campo Florido, Justo Sierra leyó el siguiente poema de su autoría:

 Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
De un porvenir feliz, todo en una hora
De soledad y hastío
Cambiaste por el triste derecho de morir
Hermano mío.

Ese cementerio ya no existe, como otros: el de Santa Paula, el de La Piedad y quién sabe cuantos más, tampoco. Se destruyeron durante el porfiriato.

José Martí (1853-1895) que lo admiraba a profundidad, se lo reprochó: “Paz y perdón para aquel grande que faltó tan temprano a su deber…”

Rosario sigue siendo “Rosario, la de Acuña”, aunque después otros poetas de su tiempo, entre ellos Ignacio Ramírez “El nigromante”, le siguieron dedicando poemas.

Y todavía hoy, Rosario es la de Acuña porque tendemos a adherirnos a la romántica fábula del suicidio por amor, que el mismo poeta, en su propio proceso creativo se encargó de difundir, aunque en el “nocturno” no hay amenazas de suicidio, sino una tierna resignación, y a la vez un apasionado rompimiento que cancelaría cualquier esperanza futura, pues nunca su madre “como un dios” compartiría en Saltillo la vida bucólica con Rosario. Ni el propio Acuña lo consideraba plausible o deseable. A pesar de sus promesas reiteradas y de sus cartas, nunca volvió a Saltillo, de donde salió para siempre en 1864 a los 15 años para inscribirse en el Colegio de San Ildefonso.

 ¿Sería que Acuña prefirió creer que “el ser que muere es otro ser que brota”?

 La idea que persiste es la de la muerte por amor. Los motivos cardinales fueron otros. Depresión severa, posible delirio de grandeza, deterioro físico (aunque hasta donde se sabe, él no contrajo sífilis), turbaciones (no perturbaciones) mentales y, desde luego, instinto de muerte. Existe además la cuestión de la “moda”. El índice de poetas suicidas es alto en todos los tiempos y Acuña es un romántico.

2.- Desde Galileo en adelante, nos advierte Carlo Ginzburg en Mitti, emblemi, spie (Einaudi 1986. “Mitos, emblemas, indicios”) que los paradigmas de las ciencias de la naturaleza, han llevado a las llamadas “ciencias humanas” (a las que se supone nos dedicamos quienes participamos en este simposio y nos vemos vinculados a esta Facultad) a encarar un dilema difícil. O se asumen postulados científicos fuertes para llegar a resultados que suelen ser, a veces, de escasa relevancia, o bien se asumen estatus científicos débiles para llegar a resultados que pueden ser de relevancia. Ginzburg propone adherirse a lo que llama “un rigor elástico”. El término “rigor elástico” es una paradoja, pero es propio del psicoanálisis, aunque quizá su fundador nunca lo hubiera admitido. Como la lingüística sí parte de estatus fuertes (creo que es la única de las disciplinas humanísticas que se encuentra en esa condición), deberíamos remitirnos a lo que quería decir Wissenschaft cuando reclamaba la condición de Wissenschaftlich para el psicoanálisis. Debido a que no es ese el tema de mi participación, me remito a indicar que Freud poseía mucha de la intuición, y de los métodos del artista y aún del arqueólogo (porque hasta Schliemann se equivocó), para desentrañar códigos. Sólo recuerdo aquí que “sabiduría” es wissen y que Freud continuamente se refiere a “la ciencia del arte” en un tiempo paralelo al del primer auge de la escuela vienesa de historia del arte, que tenía status científico apuntalado en la metodología, paralela a la científica, que allí se empleaba adhiriendo al campo teórico, la práctica empírica propia del connoisseur. También me atrevo a decir que nadie aprende o practica la actitud de connoisseur o de diagnosticador, si se limita a poner en juego reglas o teorías preexistentes. Estas son útiles y hasta necesarias, pero no bastan. El psicoanálisis y aún la medicina poseen índices insuprimibles de aleatoriedad. En este terreno, el peso de las conjeturas (el término es de origen adivinatorio) tiene un peso fundamental.

 El conocedor de materias artísticas (como ejemplo paradigmático me refiero sobre todo a la identificación de originales, copias o a falsificaciones) y el método psicoanalítico de algún modo se emparentan con el método detectivesco. La comparación de las pesquisas psicoanalíticas con el método de Giovanni Morelli y las de éste con Arthur Connan Doyle y Freud, son casi del dominio común. En su ensayo sobre Miguel Ángel (que inicialmente se publicó como anónimo en 1914), Freud habla del método de Giovanni Morelli y de la analogía que ofrece con el psicoanálisis. Lo refiere a la importancia de prestar atención al refussé de la observación.

 Edgard Wind lo pone muy claro: nuestros pequeños gestos inconscientes revelan nuestro carácter en mayor grado que cualquier otra actitud formal, para la cual solemos prepararnos con bastante cuidado.

 En esta sección he propuesto asociaciones entre Morelli , Arthur Connan Doyle y Freud. Este era afectísimo a los héroes de Doyle: Sherlok Holmes y el Dr. Watson aparecen en las cartas a Fliess. Su creador, que desaparece tras de su personaje principal (llegaron a publicarse en Londres esquelas ¡sobre la muerte de Sherlok Holmes que vivía en Baker Street¡ ) era médico, como lo era también Morelli y como lo fue Freud. Los tres utilizaron el método de la sintomatología médica, que permite la diagnosis de enfermedades inaccesibles a la observación general directa, la que era propia, pongamos por caso, del Dr. Watson, un médico común y corriente, en contraste con el detective agudísimo que era Holmes.

 El arte de las conjeturas, o si se quiere de la interpretación, nos llevó a varios el año de 1990 a revisar los expedientes relativos al suicidio de Van Gogh, puesto que se conmemoró entonces el centenario de su fallecimiento. A su extraordinaria fama póstuma, desde luego que contribuyó el suicidio ocurrido cuando tenía 37 años. Pero, ¿fue realmente un suicidio plenamente logrado? Por lo menos un intento serio de parte del pintor sí lo hubo, pero como erró el tiro, regresó por su propio pie a la casa de los Ravoux, donde se alojaba y donde lo atendió el Dr. Gachet, que decidió dejar a la voluntad divina la vida del pintor. No extrajo la bala ni lo llevó a un hospital. La voluntad divina determinó que Van Gogh muriera en brazos de Theo tres días después del disparo, ya que sí se presentó una septicemia, que fue la que lo privó de la vida. Vale recordar en este momento que el Dr. Gachet era naturista y homeópata. Su diagnóstico determinó con toda probabilidad que si Van Gogh quería de veras morir, era mejor dejarlo a su destino porque de todas formas sufría mucho. Mi conjetura es que después del disparo, Van Gogh sí quiso que lo atendieran porque la atención sobre su condición perturbada era aguda. No se disparó en la boca para no fallar (como Torres Bodet) quizá, lo admito, obedeciendo tal vez a alguna razón estética. El hecho ocurrió en 1890 en Auvers sur Oise, en las afueras de París, de modo que de haberlo querido Gachet, (había trenes, recordemos) la transportación a St. Anne o a cualquier otro hospital era posible.

3.- Siguiendo a Freud, el tipo narcisista ama

a)  A lo que uno mismo es (a sí mismo)

b)  A lo que uno mismo fue

c)  A lo que uno querría ser

d)  A la persona o personas que fueron una parte del sí mismo propio

 La sobreestimación (marca inequívoca de narcisismo exacerbado) gobierna las elecciones de objeto. Es un “sentimiento de sí” (selbstgefül) que expresa el grandor o grosor del yo, pero al parecer, la fuente principal de ese sentimiento está en el empobrecimiento del yo, en el deterioro del yo debido a condiciones adversas, o también a aspiraciones exacerbadas ( no sólo primariamente sexuales) , que han quedado fuera de control.

 La contrapartida a lo que hasta ahora he intentado explicar está en los estados agudos de enamoramiento. El enamoramiento “consiste en un desborde de la libido yoica sobre el objeto”. El objeto de amor (por ahora me estoy refiriendo sólo a personas) entra en una relación auxiliar con el ideal del yo. Se ama, dice Freud “a lo que posee el mérito que falta al yo para alcanzar el ideal”, que fue, pongamos por caso, lo que debido a una cuota excesiva de autoestima ocasionó la desgracia de Oscar Wilde, quien confió demasiado en sus propias dotes cuando el joven Lord Alfred Dowglas lo obligó a desatar un enfrentamiento legal, muy poco recomendable, con su padre, el marqués de Queensberry. Los resultados son los que de sobra conocemos, Queensberry, acusado por Wilde, presentó evidencias en contra de Oscar y éste fue condenado a trabajos forzados en la cárcel de Reading. No es necesario explicar aquí que Wilde sobreestimó al joven , un ser seductor, bello, frívolo y nefasto. Basta leer el De Profundis (la larga carta a Bossie escrita en Reading) para confirmarlo. Ni tampoco es necesario objetar su amor por este sujeto más joven a quien trató en cierto modo como discípulo a la vez que como amante. En lo que falló fue en ceder a la provocación del joven, cosa de la que se lamentó amargamente después. Al impedir que su adorado Bossie se sentara en la silla de testigo enfrentando a su padre, firmó su propia sentencia. “ I determined to bear on my own shoulders whatever ignominy and shame might result from my prosecuting Lord Quensberry”. (En Inglaterra la sodomía se encontraba sólo un peldaño abajo del asesinato, dice Richard Ellmann). El resultado fueron los dos años en Reading. Wilde no esperaba tal desenlace. Esto ocurría en abril de 1895. “Wilde’s love affair provides an example of berserk passion”, es decir, el affaire provee de un ejemplo de amor desenfrenado. En parte le costó la vida a Constance, la esposa de Wilde y madre de sus dos hijos, que murió en 1898. Wilde murió dos años después en París, el mismo año de la publicación de La interpretación de los sueños.

 El caso Wilde involucra los afanes culturales, filosóficos y creativos que nos tienen aquí reunidos y que representan las “investiduras de objeto”, a las que el padre del psicoanálisis hace continuas alusiones en un número considerable de sus escritos. Vale recordar ahora que sin Reading no tendríamos ni el De profundis, ni la Balada de la cárcel de Reading.

 Oscar Wilde aparece dos veces en la obra de Freud. La primera es sólo una mención que le hace una paciente y queda registrada en Psicopatología de la vida cotidiana en el apartado del olvido de nombres propios. Se trata de un caso de olvido de nombre que Sandor Ferenczi le comunicó. La paciente quiere, pero no logra, recordar el nombre de un autor que es Carl Gustav Jung. Le vienen a la mente otros nombres: Wilde, Nietzsche y Hauptman. Ferenczi le pide que asocie. Ella dice “no puedo tolerar a Wilde y a Nietzsche. No los comprendo. Me entero de que ambos eran homosexuales. Wilde se ha dado al trato con gente joven (jungen leuten).” Ya en esa frase estaba el apellido de Jung.

 La segunda vez que lo menciona es una referencia directa que incluye en Das Unheimliche, que para mí es su mejor ensayo sobre cuestiones estéticas, publicado en 1919. Se trata de una referencia a El fantasma de Canterville, que en el cuento es un fantasma “real”. Freud dice que ese fantasma tiene que perder sus poderes (el poder de causar horror) en el momento en el que su creador, Wilde, se permite divertirse con él, ironizándolo. A través del talante elegido por Wilde, la comicidad toma la delantera al aspecto aterrorizante que debe tener todo fantasma. Este fantasma pierde su misterio porque el autor así lo quiere, se trata de una elección de material literario. Para Freud, Wilde, en este cuento, supera lo ominoso porque en el terreno de la ficción no son ominosas muchas cuestiones que, de ocurrir en la vida real, producirían ese efecto inquietante y extraño.

 En una serie de conversaciones que llevaron a cabo el filósofo Remo Bodei, catedrático de filosofía en la Universidad de Pisa, con la psicoanalista Cecilia Albarella se discute, una vez más en los últimos tiempos, las cuestiones del psicoanálisis aplicado. Este diálogo que tuvo lugar en 2001, fue editado el año pasado por la editorial valenciana Pre-textos, y consta de tres rubros: el primero vincula el análisis con la sociedad; el segundo, que es el que más compete a la generalidad de los temas que en este simposio se van a tratar, abarca posibles relaciones entre filosofía y psicoanálisis, y el tercero que desde mi punto de vista converge tanto con Carlo Ginzburg como conmigo, establece que el psicoanálisis es un puente entre hermenéutica y ciencia.

 En lo personal, yo no comparto la idea de que el psicoanálisis pueda ser considerado tan solo como una terapia para “los nervios del alma”, acertado título que abarca las consideraciones que todos los participantes en este coloquio presentarán, es decir, que en varios momentos la idea del psicoanálisis como “cura” fue para mí condición sine qua non para abordarlo, hoy día admito con Remo Bodei que esa especie de “descarga de detritus psíquicos individuales” no es la meta fundamental del psicoanálisis en general.

 El psicoanálisis es un método que contribuye a aclarar los problemas relativos al funcionamiento mental y el análisis del yo, a partir de las pesquisas siempre conjeturales dirigidas a que el ello tramite sus códigos a la conciencia.

 Pero el psicoanálisis como teoría y desde luego que también como práctica, implica, además del deseo de un imposible conocimiento absoluto de uno mismo, una actividad de reflexión duradera y articulada. A lo largo del tiempo yo me he topado con personas inteligentes y preparadas en filosofía y en historia, que abominan el psicoanálisis. No puede tratarse más que de uno de los principales tópicos psicoanalíticos: la resistencia, inclusive la resistencia ya no digamos a situarse como analizandos, sino también a todo vislumbre teórico. Esto, con todo y que el psicoanálisis se encuentra en relación de interdependencia con contextos cada vez más amplios, ya sea que nos refiramos a Freud, a Adler, a Jung, a Carl Jaspers o a Lacan, el fundador y después cancelador de la Escuela freudiana de París y puntal indiscutible de las teorías discursivas.

 Por último, ¿es posible incluir al psicoanálisis en las disciplinas científicas? El recientemente fallecido Paul Ricoeur en un texto muy conocido titulado Freud una interpretación de la cultura, vincula las teorías freudianas más que a la ciencia a la hermenéutica, es decir, a la capacidad de interpretar de acuerdo con métodos precisos, pero de una manera abierta y siempre aleatoria, las experiencias psíquicas.

 Como conclusión que no es tal. En el tipo de conocimiento que el psicoanálisis depara entran en juego elementos imponderables: golpe de vista, intuición, el refussé de la observación, los indicios, las conjeturas, las hipótesis, lleguen o no a encontrar pruebas.

 Aunque los procedimientos psicoanalíticos tuvieron y tienen aún, una base clínica en el mejor de los casos, y en este aspecto son empíricos, la parte especulativa es fundamental en ellos. De aquí que el psicoanálisis, como disciplina humanística, se encuentre cada vez más cerca de la filosofía. Es parte del episteme.