La crueldad de lo visible

 Lucía Rangel

…la inclinación innata del ser humano al “mal”, a la agresión, a la destrucción y, con ellas, también a la crueldad[1]

Sigmund Freud

Introducción

El deslizamiento que efectúa Freud del “mal” hacia la agresión, destrucción y crueldad[2] es una indicación problemática y no del todo evidente, y es en ese sentido que habría que retomar en qué términos el psicoanálisis puede abordar este tema. Otro punto de partida es la ubicación de ese espacio de la agresividad como inherente al ser humano e incluso hasta constitutivo de la condición humana. Y si habría una distinción entre agresividad, odio, destrucción, tendencias mortíferas y sadismo. Esto último resulta indispensable ya que frecuentemente aparecen indistintamente en el discurso todos esos términos, igual para hablar del obsesivo, como del sádico, o bien del paranoico o del violador.

La intención última de este ensayo es indicar la diferencia entre odio especular, la violencia ligada al erotismo y lo que corresponde a la pulsión de muerte, presente en su Más allá del principio de placer, como punto nodal para trabajar lo que Lacan sostiene en su seminario La Ética del Psicoanálisis (1959-60) en cuanto que “el mal puede estar en la Cosa” en la medida en que estaría en el núcleo del mito de la creación.

Un acto de violencia sólo puede ser analizado desde su propia singularidad para discriminar si obedece a un odio especular destructivo del prójimo o si se encuentra dentro de un juego de relaciones sado masoquistas, que a través de intensificar la tensión agresiva, se persigue una excitación sexual. ¿Se podrá transitar en las explicaciones de una situación a otra? Parto de la idea que las coordenadas de un acto violento deben interpretarse a partir de la singularidad que impone el caso; no obstante, se puede plantear el lugar del odio, de la agresividad y de la pulsión de muerte como formas estructurales del humano, y es por esta vía que trataré de articular dos posturas respecto a la agresividad.

La primera corresponde a la enseñanza de Lacan de los años cincuenta, en la cual se vierte su lectura freudiana bajo la óptica del narcisismo, y a partir de la cual se explica el odio y la agresividad, como correlato de la función del principio de placer y de la estructuración del yo y del objeto. La segunda se refiere a lo que Lacan avanza, a partir de su seminario sobre La Ética del Psicoanálisis y muy especialmente en el de La Angustia, respecto al fantasma sadiano, en términos de la Cosa y del objeto parcial y su vínculo estrecho con la pulsión de muerte. Sólo así, podré dar respuesta, en parte, a las preguntas que yo misma me hago respecto al uso indiferenciado entre agresividad, odio, y sadismo.

¿El mal tiene cabida en el psicoanálisis?

En la cita del epígrafe sobresale que el vocablo “mal” esté entrecomillado, me pregunto si ¿será que para Freud no estaba completamente dilucidada la identificación realizada entre mal y agresión y por ello el uso de las comillas? Pero veamos que nos dicen las reglas del uso de las comillas:

En la reproducción fiel de las palabras escritas o dichas por alguien, es decir en las citas textuales en estilo directo; […] para poner de relieve una palabra, expresión u oración; […] cuando se proporciona el significado o traducción de una palabra o expresión; […] cuando una palabra o expresión está utilizada en un sentido especial (irónico, burlesco, impropio, etc.)… [3].

Según las reglas antes citadas, se puede deducir que la palabra “mal” “está utilizada en un sentido especial”. Por lo tanto, el mal al lado de la agresión y de la crueldad supone que no está del todo en la misma serie, que con todo tendrá un sentido especial que habrá que interpretar en su contexto global. En De guerra y muerte. Temas de actualidad (1915) Freud reitera el uso de las comillas para el significante “malas” e equipara las pulsiones “malas” con las egoístas. Este texto fue escrito como respuesta al horror de la Primera Guerra Mundial y revela una crítica a lo que socialmente pudiera juzgarse aparentemente como bueno o como malo sin tomar en cuenta el fundamento pulsional. Se deja traslucir una desconfianza al uso de esos términos para calificar los actos humanos, pues suele aparecer una interpretación errónea si uno no aborda las causas de los mismos en otros terrenos que no sean los de las reglas sociales.

Ambas citas me indican que efectivamente hay algo fuera de lugar para los términos “mal” y “malas” en el discurso analítico. Ello me permite realizar un deslinde, entre lo que pertenece al campo de la acción moral- ética, de las máximas universales, de la dualidad entre el bien y el mal propio de una dimensión pastoral que conduce por el sendero “único y verdadero” para alcanzar un Soberano Bien; y lo que se propone la ética del psicoanálisis, en donde el Soberano Bien, el bien y el mal, y la verdad absoluta son inexistentes. Lacan será muy claro a este respecto “No hay otro bien más que el que puede servir para pagar el precio del acceso al deseo…”[4].

En psicoanálisis no hay normativización del deseo, no podríamos apegarnos a una máxima universal que dicte deseos que conduzcan al bien y otros al mal, no es un sistema moral el que rige la dirección de un análisis. Sin embargo, tampoco hay que desconocer que en la constitución subjetiva se juega la conciencia de culpa, cuya función es juzgar y recriminar los deseos, pensamientos, actos y hasta fantasías del sujeto. Se trata de la voz que ha sido incorporada como residuo del odio y de la agresividad inicialmente dirigida al padre primordial, el de Tótem y Tabú y que ahora ha dado voz al superyo. Hablamos del padre odiado y temido que es asesinado por los hijos. Aquél, que una vez muerto, ha dado lugar a la Ley más fundamental que prohíbe el deseo incestuoso. No podemos dejar de sorprendernos que en el origen mítico de la cultura, de lo que da lugar a la Ley, Freud haya colocado, nada menos que un crimen. ¿Habría entonces una bestialidad original que debe ser domesticada, un odio, una rivalidad, como punto de partida para que se funde una comunidad de hermanos? Lo inicial es el odio, llevado a su máxima expresión al aniquilar al padre que hace obstáculo para el goce; y sin embargo es la paradoja, pues en lugar de surgir el acceso a ese goce viene su interdicción por la creación de la Ley. ¿Es que la ley logra su propósito de limitar el deseo?

La Ley establece un límite a los deseos individuales de los hermanos y vela por el bien común determinado por las reglas de convivencia de la cultura que obligan a la represión de las pulsiones y en el mejor de los casos a la sublimación de las mismas. Pero en ningún caso habría una satisfacción plena. Por ello, Freud se interroga en Malestar en la cultura ¿por qué a pesar de todas estas ideas del bien común, el humano se la pasa tan mal? Es decir, toda esta promulgación de las leyes y del amor al prójimo iría muy bien si no apareciera el malestar. El análisis que conduce a la promulgación de los diez mandamientos no es otro que tener que salvaguardar que el deseo incestuoso se realice, impedir que lo “natural” no sea gobernado por las leyes de la cultura, del simbólico. No robarás, no mentirás, no matarás, no codiciarás la mujer de tu prójimo, etc., están inscritos para limitar la tendencia innata a la cual nos inclinaríamos si no hubiera un impedimento simbólico, desde la palabra. Ya que lo que Freud postula es que el goce es un mal y no como los moralistas creen que el placer es un bien, pues en el fondo, en el origen existe un más allá del placer que entraña la destrucción, la nada, el nihil, y parte de que es una condición inevitable “la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano”[5]. Es decir, no estamos en el Nirvana, en el principio de placer que tiende a la estabilización de la excitación para no perturbar el nivel de tensión, sino que estamos más allá, antes de toda representación posible de lo placentero o displacentero.

Por tanto esta “inclinación innata al mal” está en el centro mismo del ser y de la constitución del yo, esta hostilidad primaria, percibida como proveniente del exterior tiene dos vías. La primera que se constituye a partir de la pulsión de muerte que analizaremos posteriormente en función del fantasma sadiano y la segunda que corresponde a la que deriva de la constitución del yo y del mundo externo.

La constitución del objeto es dada a partir de las cualidades o atributos del mismo que serán filtradas al sistema perceptivo en términos de representaciones placenteras o displacenteras. Aquello que del mundo exterior,- los objetos-, sean fuente de hostilidad para el yo, en la medida en que son estímulos que perturban el nivel de excitación causando displacer, serán expulsados fuera del yo. Ahora bien, lo que en el exterior es percibido como placentero nunca quedará como externo al yo, sino que se incorpora. De tal modo que efectivamente lo externo es lo malo, lo expulsado y queda como lo ajeno. Aunque siempre teniendo en cuenta la aportación de Lacan respecto a la banda de Möebius, en donde lo exterior y lo interior no son dos caras, sino que ambas mantiene una sola superficie. Sostener lo anterior implica que lo extranjero, percibido como hostil, no sea más que esa misma superficie del interior; y de ahí proviene esta idea de lo unheimliche como lo familiar pero al mismo tiempo eso oculto que sale a la luz y que se percibe como extraño. La hostilidad no está dirigida más que a eso familiar pero que ha devenido extraño y en ese sentido el prójimo es tan malvado como yo.

Ahora bien, si seguimos esta inclinación innata en el pensamiento freudiano por el lado del desarrollo libidinal, también encontramos una cuota de agresividad siempre presente en toda dotación pulsional. En la pulsión oral tenemos esa garganta abierta que devora, esa demanda materna capaz de aniquilar al otro; en la anal tenemos todas las pulsiones sádicas destructivas respecto al objeto, y en la genital la función de dominar al objeto sexual. Freud llega incluso a decir respecto al ser humano algo muy cercano a lo que Sade sostiene:

…el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, […] En consecuencia el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar la fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente, sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, inflingirle dolores, martirizarlo y asesinarlo.[6]

En suma, el amor al prójimo es bastante endeble y las leyes sociales son insuficientes para normar la convivencia con el semejante, pues en el fondo está la maldad constitutiva del humano que persigue el reencuentro con la muerte. La pulsión de muerte pone en marcha la repetición del evento traumático y con ello una fuerza pulsional que no alcanza nunca su objeto y por ende tampoco su satisfacción. Se llegará a pensar que el goce es masoquista en la medida en que se repite una y otra vez la misma forma insatisfactoria de alcanzar a un objeto inexistente; el eterno retorno de lo igual, que nunca será idéntico. Freud coloca a la pulsión agresiva como un sustituto de la pulsión de muerte que tiende a la destrucción y a la disolución, a diferencia de Eros cuya intención es la fusión.

En lo que corresponde entonces al desarrollo libidinal tenemos una parte de esta pulsión de muerte que tuerce a su favor la meta erótica y conforma lo que llamamos las pulsiones sádicas presentes en la neurosis obsesiva. Se trata de una tendencia a la destrucción con fuerte liga de erotismo, en donde existe una mezcla de ambas pulsiones: de vida y de muerte. Admite asimismo que los componentes sádicos de la pulsión sexual a lo largo de la organización pregenital se conforman también como una mezcla de ambas pulsiones. Aun no sabe bien qué lugar o qué estatuto se jugaría para las pulsiones de muerte, sin embargo, en Malestar en la Cultura, propone y sostiene que debe de haber otra disposición pulsional originaria que funciona de manera autónoma sin ligarse al erotismo. Esta pulsión originaria vendría a ser un subrogado de la pulsión de muerte sin carga erótica. Entonces quedan delimitados dos campos en torno a la destrucción: el campo de la violencia erótica como una mezcla de pulsiones y otra original, que sólo tendría que ver con la destrucción o aniquilación del objeto como producto de la tendencia a la disolución previa a toda diferenciación del yo.

Desde la lectura de Lacan también, habrá que distinguir la agresividad y los actos violentos como substrato de la estructuración narcisista del yo; y otra muy diferente, la del sadismo en tanto sería una pulsión no configurada a partir de la imagen narcisista del otro, de la víctima como objeto total, sino con el goce que proporciona la promulgación del derecho a usar el cuerpo del otro, conforme a mi deseo, entrando en juego el objeto parcial. Por tanto, el odio es correlativo del amor en lo que al registro imaginario se refiere, mientras que la pulsión de destrucción con fines eróticos se dirige a un objeto parcial no narcisista por lo mismo el objeto al que se dirige ya no está en el imaginario totalizante del otro, sino que está en relación directa con ese más allá del placer.

¿En qué momento la destrucción del otro (el prójimo) deja de estar ligado al registro imaginario del amor/odio para pasar a ser el encuentro con lo real del objeto parcial que Lacan llamó el objeto a y que en Sade podemos encontrar un equivalente cuando él menciona la obtención de “la piel del imbécil”? ¿Qué busca el odio respecto a su objeto y qué papel juega el objeto en las relaciones sádicas?

En seguida intentaré mostrarles las dificultades que entraña la perspectiva de la agresividad correlativa del narcisismo y lo que la fantasía sadiana revela. Los psiquiatras deformaron y vaciaron de significado lo que verdaderamente representa el horror al que nos enfrenta Sade con la descripción de sus crímenes. Como dice Annie Le Brun en su libro De pronto un bloque de abismo, Sade, el catálogo de perversiones del psiquiatra Halvelock Ellis no logra horrorizarnos como lo hace Sade. Lacan extrae de Sade una ética por donde nos hace transitar para ubicar justamente lo que Freud postula con su pulsión de muerte.

Primera tesis: Amor / odio: reciprocidad especular

Si bien es cierto que ya encontramos que el mismo Freud distingue dos orígenes diferentes para la agresividad: una con fines eróticos donde se mezclan las pulsiones de vida y de muerte; y otra que versaría en la aniquilación del objeto, tenemos que regresar a Freud para entender cómo sostiene que “…el odio y no el amor, sería el vínculo primario de sentimiento entre los seres humanos”[7]. En que sentido el odio estaría primero, veamos como lo justifica “…el sentido originario del odiar signifique la relación hacia el mundo exterior hostil, proveedor de estímulos. […] Lo exterior, el objeto, lo odiado, habrían sido idénticos al principio”[8]. Más adelante, reitera esta idea: “El yo odia, aborrece y persigue con fines destructivos a todos los objetos que se constituyen para él en fuente de sensaciones displacenteras…”. Digamos entonces que la forma inicial de diferenciarse respecto al mundo exterior es el principio de placer y desde este momento Freud ubica el odio como primordial y ligado a estímulos provenientes del exterior. “Y aún puede afirmarse que los genuinos modelos de la relación de odio no provienen de la vida sexual, sino de la lucha del yo por conservarse y afirmarse”[9]. Claramente podemos leer que para Freud el odio es constitutivo de la formación del yo, es a partir de la agresión exterior que da lugar a una primera diferenciación. Freud no podría estar más cerca de Sade, en una carta de noviembre de 1783, se puede leer lo siguiente:

Con respecto a la crueldad que conduce al asesinato, nos atrevemos a decir con seguridad que es uno de los sentimientos más naturales en el hombre, […] Lo lleva consigo en todas sus acciones, en todos sus propósitos, en todas sus labores; a veces la educación lo disimula, pero no tarda en reaparecer. Se anuncia en toda clase de formas.[10]

Ahora bien, si recordamos Tótem y Tabú (1913) también tenemos desde otro costado, el mítico, un origen en donde lo central es el odio. Odio que da lugar a la transformación del mismo, en un amor fraterno. ¿Es que no se podría amar sin que mediara el odio?

Lacan habla del amor y del odio como pasiones cuyos puntos de intersección son diferentes, de acuerdo a su paradigma real, simbólico e imaginario. Del amor dirá que topológicamente está en la arista del agujero de la unión entre el imaginario y el simbólico, y el odio entre el imaginario y el real. El plano compartido sería el imaginario, aquel que da cuenta de la imagen del yo y del otro, pero el odio al colindar con el real, toca en el fondo la nada, que conduce al deseo del aniquilamiento del otro, a diferencia del amor, en donde la falta, la nada, el agujero, lleva a la construcción imaginaria de un objeto ideal que obture el vacío. En cierto sentido, el enamoramiento implicaría borrar la falta, construyendo un objeto perfecto e ideal; y para el odio no hay mejor ejemplo que el que Lacan cita en varios de sus textos, y que se refiere a la frase de San Agustín que revela esta difícil imagen de la convivencia y rivalidad con el otro: “Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeñuelo presa de los celos. No hablaba todavía y ya contemplaba, todo pálido y con una mirada envenenada, a su hermano de leche”[11]. La mirada envenenada circunscribe el campo imaginario del odio.

Asimismo en La agresividad en Psicoanálisis (1948), Lacan siguiendo a Freud nos remite a que la noción misma de agresividad es correlativa de la estructura narcisista: relación erótica en que en el humano fija una imagen que lo enajena para rivalizar con el otro, de por vida, por algún bien. Entonces esta idea de la destrucción del rival se debe hasta este momento a una relación especular a partir del cual surge el deseo de poseer aquello que reflejado en el otro, presupongo mío o lo quiero como mío y que sin embargo la imagen del otro me revela que ocupa mi lugar y me priva del objeto de mi deseo. Como consecuencia, entro en una furia, en una rivalidad y en unos celos que incitan a los actos más violentos. Así, la agresividad sería constitutiva de las relaciones con el otro a quien amo y odio al mismo tiempo, en la medida en que ese otro soy yo. Sólo podría hacerle daño a aquél que se constituya en alguna forma de mi reflejo. Freud nos da una clave para esta irremediable rivalidad: “…, incluso en la más ciega furia destructiva, es imposible desconocer que la satisfacción se enlaza con un goce narcisista…”[12]. Desde esta perspectiva no habría odio ni amor fuera de una reciprocidad especular.

Para la furia destructiva, Lacan agrega que en la experiencia de la agresividad, en el centro del acto más violento, nos es dada una imagen de dislocación corporal:

…las imágenes de castración, de eviración, de mutilación, de desmembramiento, de dislocación, de destripamiento, de devoración, de reventamiento del cuerpo, en una palabra las imagos que personalmente he agrupado bajo la rúbrica que bien parece estructural de imagos del cuerpo fragmentado.[13]

Los crímenes en cuyo acto se llevan a cabo la efectuación de estas imágenes del cuerpo fragmentado, como el de las hermanas Papin[14], famoso a través de la novela Las Criadas de Genet, lo que podemos observar de la violencia perpetuada a esos cuerpos destrozados es justamente el trasfondo de un crimen paranoico en el cual el odio es especular y el pasaje al acto no es otro que la pulsión agresiva que se resuelve en el asesinato. Ni Lacan, ni en la construcción del caso que hacen Allouch, Porge y Viltard[15] nos remite a una interpretación del crimen como un acto producto de un deseo sádico. Sus argumentos versan en torno a la agresividad especular que construye un delirio paranoico.

Hasta 1963, para Lacan la rivalidad con el otro y sobretodo la alienación primordial genera la agresividad más radical: el deseo de la desaparición del otro y de su dislocación corporal. A partir del seminario L´Angoisse (1962-63) con su invención del objeto a como ese pedazo corpóreo de goce, se podrá aclarar más la distinción entre el objeto digno de amor o de odio y un objeto parcial pulsional. Tendrá también repercusiones muy importantes para rechazar la supuesta reversibilidad de la agresividad entre el par de sadismo y masoquismo.

Segunda tesis: ¿La fantasía sadiana excluye el odio del imaginario?

En textos como Pulsiones y Destinos de pulsión (1915), Pegan a un niño (1919), Más allá del principio del placer (1920) y Malestar en la cultura (1930), entre otros, vamos a encontrar el testimonio, de que aún para Freud, no estaba del todo resuelta esta tendencia a la destrucción del objeto con la exclusiva referencia al narcisismo. Asimismo, Lacan será muy claro respecto al objeto que será blanco de la agresividad para su destrucción y el objeto parcial o das Ding al que apunta la pulsión de muerte como lugar designado en el más allá de la relación del espejismo especular.

En Pulsiones y destinos de pulsión, Freud define el sadismo como una acción violenta cuyo fin sería la afirmación de poder dirigida a otra persona como objeto. Lo más sobresaliente de su análisis va a ser esta idea respecto a la cual, la meta sádica de infligir dolores ha encontrado un revés y se trata de que el sádico “goza de manera masoquista en la identificación con el objeto que sufre”[16]. Entonces no es el dolor de la víctima que le hace gozar sino que en el acto mismo, el agente sádico se posiciona en el lugar de objeto que sufre las vejaciones. Si bien es cierto que se revela cierta especularidad en el intento de apoderamiento del objeto, resulta novedoso que en la ejecución de su acto, el sádico se desdoble en verdugo y en víctima. Aclara también que el goce del que se trata no se refiere al dolor mismo, sino a la excitación sexual que acompaña al acto. En ese mismo artículo, Freud sostiene que el odio puede remplazar al amor al señalar que por alguna causa real se regresa a la etapa sádica, previa al amor de objeto, y el odiar cobra así un carácter erótico que logra que el vínculo continúe. Encontramos en esta explicación el argumento al porqué se mantiene una relación a partir de golpes, humillaciones o vejaciones. Sin caer en generalizaciones, se podría sostener que habría un carácter erótico en algún tipo de violencia. Basta remitirse a “Pegan a un niño” Contribución al conocimiento de la génesis de las perversiones sexuales (1919), para entrever el vínculo que se establece entre odio y erotismo.

Para Lacan, ese acercamiento entre el goce y la destrucción, se va a efectuar a partir de los textos de Sade, especialmente en su seminario La Ética del Psicoanálisis (1959-1960) en el cual va a abordar la pulsión de muerte en relación al campo de das Ding como aquello que en la vida puede preferir la muerte en tanto “…se aproxima así, más que cualquier otro, al problema del mal”[17] y lo va a ligar con la idea sadiana de la voluntad de destrucción como un punto creacionista. La idea de ese campo anterior a la represión original y lugar de das Ding tendrá un desarrollo posterior en el seminario L´Angoisse (1962 – 63) en donde se puede observar con mayor precisión el deslinde del objeto parcial, del campo especular. Estos dos seminarios serán el eje para discutir en qué momento la fantasía sadiana apunta a un objeto que está lejos de ser el prójimo como imagen del yo y cuya voluntad de destrucción apunta a un vacío que los elementos imaginarios pueden llegar a encubrir y a engañar sobre lo esencial en el sadismo. Y justamente sobre esos elementos imaginarios engañosos se inicia el análisis de la fantasía de “Pegan a un niño”. Lacan, en la sesión del 12 de febrero de 1958 de su seminario Las Formaciones del Inconsciente, se detiene en el desglose que hace Freud de dicha fantasía. La primera fórmula reza así: “Mi padre pega a un niño que es el niño a quien odio”. Ésta aparece más o menos vinculada en la historia del sujeto con la introducción de un hermano o de una hermana, de un rival que en algún momento, tanto por su presencia como por los cuidados que recibe, frustra al niño del cariño de sus padres. Se trata aquí muy especialmente de su padre. Esta situación fantasmática tiene la manifiesta complejidad de constar de tres personajes – está el agente del castigo, está el que lo sufre y está el sujeto. El que lo sufre es un niño odiado por el sujeto y quien es despojado de la preferencia paterna. Mi padre, se puede decir, pega a mi hermano o a mi hermana por miedo a que yo crea que el otro es el preferido. El sujeto debe presenciar lo que ocurre, para que esa acción (golpear) le haga saber a él, que se le da algo, es decir que el sujeto recibe de esa acción agresiva, el privilegio de ser el preferido ante el padre. El niño golpeado se hace instrumento, resorte, medio, de comunicación entre el sujeto que observa la escena de la golpiza y el padre. Y es en torno al amor, a su deseo de ser preferido o amado, que entra en juego la golpiza. Lacan mantendrá la idea de que el obsesivo castiga bien porque ama bien; vemos en estos casos que la paliza ha quedado como la marca privilegiada del amor.

La segunda etapa de esta fantasía representa una reducción: sólo hay dos personajes y la expresión inconsciente es Mi padre me pega. El espectador deviene parte de la acción, ahora es él, el objeto golpeado. Ocurre un desplazamiento del elemento que estaba en juego -la preferencia paterna- que al haberse establecido una conexión entre ser golpeado y ser amado, marca de entrada, un cierto erotismo, que da la posibilidad del intercambio de lugares entre el niño golpeado y el espectador. Y en esta misma dirección se da una mutación también del lado del espectador en la medida en que deviene el objeto golpeado. En esto radica toda la ambigüedad sado masoquista pues se da un desdoblamiento de la víctima: por un lado espectador y por el otro, se presenta como objeto. La interpretación errónea de esta situación ha llegado al extremo de plantear que se trata de una pareja de opuestos reversibles y que para todo sádico tendría que haber un masoquista que se coloque como víctima en vías de una complementariedad. Lacan se opondrá tajantemente a esta postura de los opuestos reversibles; pues de lo que se trata es que el sujeto se ve incluido en la víctima.

En la tercera y última etapa, la fantasía desemboca en una total desubjetivación de toda la estructura, ya que el sujeto se ve reducido a su punto más extremo, un puro y simple observador: “Pegan a un niño”. El Pegan es impersonal, y sólo vagamente indica una figura paterna, pero en general el padre no es reconocible, sólo se trata de un substituto. Y a menudo no se trata de un niño golpeado, sino que ahora son varios.

La presencia de ese impersonal es lo que llama la atención en cuanto al lugar del sujeto y del goce. Brighelli sostiene que “El libertino tiene la mirada fría del escritor, y la relación que él instituye no es una relación amorosa sino una relación de amo (o de creador) a criatura”[18]. Blanchot en el mismo sentido, escribe: “Los grandes libertinos han anulado en ellos toda capacidad de placer” más adelante, “…pretenden gozar de su insensibilidad, de esta sensibilidad negada y devienen feroces”.[19] Allouch en Ca de Kant, cas de Sade, erotologie analytique III, sugiere a través de la interpretación de su lectura de Blanchot, que el goce del verdugo sería justamente esa apatía. Blanchot, respecto a la víctima, refiere que es un simple elemento, sustituible al interior de una inmensa ecuación erótica. Vemos así esa desubjetivación de la que habla Lacan, en donde identifica la esencia del sadismo. Brighelli también considera que el erotismo sadiano mantiene al otro a punta de látigo, y lo considera sólo como un objeto fragmentado, incluso dice “el sujeto de la orgía tiende a disolverse. En cuanto al objeto, está esparcido”[20]. Estos autores retratan muy bien lo que Freud describe en su última etapa de la fantasía Pegan a un niño en donde, los personajes ya no son ni el padre, ni el niño odiado; el sujeto está reducido únicamente al estado de espectador, el niño golpeado se ha multiplicado y el amor deja de estar presente como mensaje.

El sadismo deviene perversión cuando la paliza no es más buscada o dada como signo de amor, sino que es asimilada por el sujeto como la única posibilidad existente de hacer gozar a un falo;…[21].

Necesariamente surge la pregunta más enigmática ¿Quién goza? La fórmula de la fantasía sadiana indica ya algo: “Tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ese derecho lo ejerceré, sin que ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él”[22]. El “tengo derecho” es la máxima sadiana que se impone como una orden, pero no se trata de gozar con otro sujeto, sino con una parte del cuerpo de éste. En cuanto a la intención del deseo sádico, Lacan, en su seminario de La Angustia, en la sesión del 16 de enero de 1963, menciona que la intención del deseo sádico no es el sufrimiento del otro sino su angustia. Busca introducir en el otro, imponiéndole, hasta un cierto límite, eso que no sería tolerable, que se manifieste el vacío que hay en la víctima, entre su existencia como sujeto [del lenguaje] y lo que puede soportar en tanto cuerpo. “Cuando se avanza en dirección a ese vacío central, […], el acceso al goce se nos presenta de esta forma, el cuerpo del prójimo se fragmenta”[23]. Se trata del más allá de la captura de la imagen, se trata de hacer resurgir un vacío inicial, antes de cualquier estructuración del sujeto. Por lo mismo, no se trata de aniquilar al objeto hecho a mi imagen, como lo que buscaría la agresividad especular, sino llevar al otro a esa nada fuera de los límites del espejo. Incluso, lo que llama la atención en la novelas de Sade, es que las víctimas siempre salen indemnes de los actos más atroces, el objeto sigue intacto, se vislumbra una necesidad de restituir ese objeto inaccesible y de la anulación del sujeto.

Lacan sostendrá que lo que caracteriza el deseo sádico es, en el cumplimiento de su acto, de su rito, aparecer él mismo (el agente) como puro objeto, instrumento, fetiche negro, como una forma petrificada. Para ser el instrumento de las crueldades, se reduce a no ser más que instrumento de goce. Y he ahí que se nos plantea de nueva cuenta esta cuestión del goce ¿es que el verdugo que ha devenido instrumento para realizar la máxima sadiana, goza? ¿Es que el instrumento goza? ¿Es que la voz que exige el goce, goza? En la sesión del 4 de mayo de 1960 de su seminario sobre La Ética del Psicoanálisis, cuando Lacan aborda la pulsión de muerte, se detiene en esta idea de la pulsión de destrucción como más allá del retorno a lo inanimado que sería el funcionamiento del principio del placer. Si existe algo más allá, sería, dice él, una Voluntad de destrucción, Voluntad de comenzar de nuevo; voluntad de creación a partir de nada. Es el más allá de la cadena significante, es el antes de la formación del yo especular, es la Cosa (das Ding), a la que se apuntaría con esa pulsión de destrucción. A lo que apuntaría sería a esa nada, a ese vacío, a ese objeto que cae en el acto de entrada a la cadena significante y no directamente a destruir al prójimo como imagen rival.

Si el agente sádico, el verdugo, sólo se reduce a un carácter instrumental, a ese objeto petrificado en una escena, quizás de lo que se trata es de hacer gozar al Otro (la voz que impone) y de obtener “la piel del otro”, reducirlo a ese pedazo de cuerpo que es. Aunque sigue siendo bastante enigmático que la voz pueda gozar. Para Lacan, detrás del deseo de provocar la angustia del Otro, estaría como último término, hacer caer ese pedazo de cuerpo, la piel desprendida y es en ese sentido que los latigazos, las cicatrices devienen importantes.

Me parece que ahí radica todo el erotismo sadiano, cómo reducir el sujeto a ese trozo corpóreo de goce sin ninguna justificación ideológica de por medio y sin ningún odio o amor entre el verdugo y la víctima.

Se puede plantear entonces, que no todos los actos de violencia pueden ser leídos desde el sadismo, sino que hay otros que son producto de un odio hacia el objeto que busca su destrucción total.

[1] Sigmund Freud. El malestar en la cultura. (1930[1929]) Obras Completas, Tomo XXI, 1ed., Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1976, p. 116. El subrayado es mío.

[2] Ibídem, Nota 10. “Un efecto particularmente convincente produce la identificación del principio del mal con la pulsión de destrucción en el Mefistófeles de Goethe

[3] Océano Ortografía. Reglas y dudas, acentuación, puntuación, partición, abreviaturas, siglas, ejercicios y soluciones. Editorial Océano de México, 1996. p. 180-181.

[4] Jacques Lacan. La Ética del Psicoanálisis, Editorial Paidós, Argentina (1ed 1988), 1990. sesión del 6 de julio 1960. p. 382.

[5] Sigmund Freud. El malestar en la cultura, op. cit., p. 117.

[6] Ibíd., p. 108.

[7] Sigmund Freud. La predisposición a la neurosis obsesiva. Contribución al problema de la elección de neurosis (1913). op. cit. Tomo XII., p. 345.

[8] Sigmund Freud. Pulsiones y destinos de pulsión (1915). op. cit., Tomo XIV, p. 131.

[9] Ibíd., p. 132.

[10] Sade, citado por A. Le Brun. De pronto un bloque de abismo, Sade. Ediciones literales, Córdoba, Argentina 2002. p. 102.

[11] Jacques Lacan, “La agresividad en psicoanálisis” (mayo 1948), Escritos 1, Ed Paidós, 22 ed, México, 2001. p. 107.

[12] Sigmund Freud, El malestar en la cultura, op. cit., p. 117.

[13] Jaques Lacan, La agresividad en psicoanálisis (1948), op. cit., p. 97.

[14] Jacques Lacan, “Motivos del crimen paranoico: El crimen de las hermanas Papin”, En De la Psicosis Paranoica en sus relaciones con la personalidad, Editorial Siglo XXI, 1ed 1976, México, 1984. Pp. 338-346.

[15] Jean Allouch, E. Porge, M. Viltard, El doble crimen de las hermanas Papin, Epeele, México, 1999.

[16] Sigmund Freud, Pulsiones y destinos de pulsión (1915). op. cit., p. 127.

[17] Jaques Lacan, Seminario La Ética del Psicoanálisis, Editorial Paidós, Argentina, sesión del 20 de enero 1960, p. 128.

[18] Jean-Paul Brighelli, “Justine, o la relación textual”, Litoral No 32, Epeele, México, D. F., Mayo 2002, p. 44.

[19] Maurice Blanchot, Lautréamont et Sade, Minuit, Paris, 1963, p. 44.

[20] Jean-Paul Brighelli, op. cit., p. 34.

[21] Jaques Lacan, L´Angoisse, sesión del 2 de mayo de 1962, Inédito, la traducción es mía así como los subrayados.

[22] Jaques Lacan, “Kant con Sade”, Escritos 2, Ed. Paidós, 22 ed., México, 2001, p.340.

[23] Jaques Lacan, Seminario La Ética del Psicoanálisis (1959–1960), Sesión del 30 de marzo de 1960, Editorial Paidós, Argentina, p. 244.