Histeria y teatralidad

El teatro de las histéricas y el escenario de la seducción*

 Mario Alberto Domínguez Alquicira

Primero que nada debo advertir que, aun tratándose de un texto perteneciente a la colección La Ciencia desde México, del Fondo de Cultura Económica, cuyo objetivo es hacer inteligibles los temas más intrincados y complejos, su grado de dificultad teórica no es, de ningún modo, desdeñable; sobre todo cuando se aborda la concepción lacaniana de la histeria. El gran mérito de Héctor Pérez-Rincón radica en acercarnos a la figura de un personaje, del que poco se ha hablado, cuya participación sería crucial para el advenimiento de una de las disciplinas más importantes surgidas en las postrimerías del siglo XIX: el psicoanálisis. Héctor Pérez-Rincón construye su texto a la manera de una obra teatral. Todo está puesto: el escenario, los actores del reparto, el guión, el equipo de producción y hasta los espectadores, o sea, los lectores.

El papel protagónico lo ocupa nada menos que el fundador de la neurología: Jean-Martin Charcot. El mismo autor desempeña una importante función en la obra, sin la cual simplemente no sería posible el desarrollo de la misma: la de director. Y como tal, hace transitar al espectador-lector por todo el escenario para descubrir lo que en él (y detrás de él) está ocurriendo. La ambientación resulta espléndida a grado tal que uno podría imaginar que forma parte de la trama. Y, de hecho, así es.

Es como si el autor nos introdujera al óleo de Broulliet. De pronto, nos hallamos compartiendo el escenario pictórico con toda una pléyade de hombres ilustres y pioneros de las ciencias médicas. Pero ¿de qué teatro se trata? No de cualquiera, desde luego. Podría decirse incluso que más que un teatro es un anfiteatro (verdadero “museo patológico viviente”) en el cual se encuentran los cadáveres de aquellos que formaron parte del círculo charcotiano. Cadáveres animados, hablantes que relatan una historia imposible de ser sepultada. Y es por mediación del autor que podemos acceder a esa otra dimensión: la de la teatralidad dramática, donde se gesta el atroz espectáculo de la histeria. En ese sentido, Pérez-Rincón es un anatomista capaz de revelarnos —mediante una operación que en mucho nos recuerda a las autopsias practicadas por sus predecesores— que el cuerpo muerto constituye el libro-archivo de nuestra historia. Archivo pulsante que hace transitar su decir a través de la carne marchita y putrefacta. Cadáver textual que se ofrece a los ojos para ser leído, interpretado. Ante nuestra atónita mirada será representado un hecho espectacular. Juego escénico que irá de las “teatreras histéricas” al “circo de los locos”, de las “histéricas-brujas” a las “histéricas-simuladoras” y de las “farsantes-degeneradas” a las “neuróticas histéricas”.

Conforme la narración transcurra, se irán delimitando los papeles: neurológicos, neuróticos, psicóticos. El autor consigue rastrear de forma magistral la evolución del pensamiento médico siguiendo los avatares del término “histeria”. De ese modo nos enteramos, por ejemplo, que tampoco Charcot escapó a los influjos de la embriaguez.. Sumándose a una larga lista de pensadores, filósofos, escritores, poetas y científicos que han intentado ir en búsqueda del fuego fatuo, se arrojó por los despeñaderos de la ebriedad con el afán de traspasar las fronteras de la conciencia. Navegantes y alucinados a los que el psicoanalista Helí Morales Ascencio ha asignado, en su ensayo “Caleidoscopio de la ebriedad”, el nombre de “filósofos de la conciencia ebria” o “psiconautas de la embriaguez”.

El escenario principal en que tiene lugar este “hecho teatral” es el enorme hospital-asilo de la Salpêtrière, uno de los centros más importantes del continente europeo destinado a la atención y a la formación neurológica. Construido durante el reinado de Luis XIII, a comienzos del siglo XVII, fue en sus orígenes un arsenal. La palabra en francés designa “salitrería”, lugar donde se elabora o almacena el salitre. Será ahí donde Sigmund Freud quedará deslumbrado por la fascinante personalidad de Charcot, el “príncipe de la ciencia”, y donde se llevará a cabo un acontecimiento decisivo: el descubrimiento de la clínica, así como la transición sufrida por el propio Freud al pasar de neurólogo a psicopatólogo.

El recorrido que Pérez-Rincón realiza a través de los meandros de la historia de la psiquiatría conduce a un punto esencial: el descubrimiento por parte de Charcot de la histeria masculina, que además le otorgó el estatuto nosográfico que por pleno derecho le correspondía. Sin embargo, como lo explica el autor, “la idea de la existencia de una histeria masculina no fue tan fácilmente aceptada por el gran público, que hasta nuestros días sigue utilizando el vocablo preferentemente en femenino”. Fue precisamente ese gran descubrimiento el que motivó a Freud, admirador incondicional de Charcot, a leer en 1886 ante la Sociedad de Medicina un manuscrito titulado “Sobre la histeria en el hombre”. Ponencia que no recibió buena respuesta por parte de la comunidad médica y propició que Meynert lo retara a comprobar dicho fenómeno mediante la presentación de un caso.

Los recursos técnicos empleados por Charcot para el tratamiento de las histerias fueron ricos y variados: fue del magnetismo a la hipnosis, pasando por la metaloterapia y la electroterapia. Su intención inicial era la de aplicar a la histeria el método clasificatorio y anatomo-clínico propio de la neurología. Sin los errores y fracasos cometidos a partir de esas primeras concepciones hubiera sido difícil —si no es que imposible— dar el gran salto del enfoque neurológico al psicodinámico. Es ahí donde Freud tomaría la estafeta para posteriormente transitar del método de sugestión hipnótica al psicoanalítico propiamente dicho (el de la asociación libre). Cabe aclarar que el abandono de la hipnosis por parte de Freud y la sustitución de ese método por el de la libre asociación no se dio de un modo tan repentino —como precipitadamente señala el autor de “El teatro de las histéricas”—. No fue sino luego de un largo proceso —no exento de avatares y contradicciones— de transformación de la técnica freudiana, que el psicoanálisis pudo emerger como teoría y como técnica. Acerca de esta interesante temática se recomienda la lectura del libro “Proceso de constitución del método psicoanalítico”, del doctor José Perrés, en el que se establecen cuatro periodos metodológicos que conforman el periodo denominado “prehistoria del psicoanálisis” (que va de 1886 a 1898) a lo largo del cual se dieron los descubrimientos teóricos y técnicos que permitieron la instauración del dispositivo psicoanalítico tal como ahora se le conoce.

Pero el “Napoleón de las neurosis”no aparece solo en escena, a su lado están las grandes heroínas: Anna O. (Berta Papenheim), “la reina de las histéricas” (Blanche Wittmann) y Dora (Ida Bauer). En la histeria existe una lesión continua en la red de representaciones, y el histérico, nos dice Freud, es aquel que padece de reminiscencias. La aventura emprendida por Charcot y sus secuaces abona el terreno al psicoanálisis para inaugurar “la escucha” del discurso histérico. Pero ¿qué es lo que yace en el fondo de la histeria? No es otra cosa que la pregunta por el deseo. La neurosis histérica aparece así como una pieza clave para la fundación del psicoanálisis. Y es que ¿qué hubiera sido de Freud sin las histéricas que Charcot le heredó?

Lo que está en juego en la histeria, decíamos, es la pregunta sobre el deseo y sobre la diferencia entre los sexos, en tanto que los contenidos bisexuales del deseo constituyen componentes inmanentes. La histérica está peleada fundamentalmente con su ser mujer. ¿Qué es ser una mujer?, se pregunta Dora. O más precisamente: ¿qué es un órgano femenino?, ¿qué es una vagina? Tal es “la pregunta histérica”, como después la llamará Lacan, y tal es también la pregunta planteada por Dora a través de su neurosis como un intento por simbolizar aquello que se aparece como imposible de simbolizar. Y es ese mismo el enigma de la femineidad que Freud nunca alcanzó a resolver. No obstante, es gracias a Dora que Freud pudo aproximarse lo más posible al problema de la histeria —sin llegar a resolverlo, claro está—.

Charcot se distinguió principalmente por tratar de conferir a la histeria la dignidad de una enfermedad auténtica. Su más ferviente deseo era el de ser “un experimentador” para sustentar las bases de una verdadera medicina científica, para lo cual tuvo que demostrar que la histeria era poseedora de una sintomatología capaz de ser descrita y clasificada como cualquier otra afección neurológica. Mediante la delimitación de la histeria pudo conquistar el trono que tanto anhelaba. Fue así como se vio llevado a precisar el sentido de las llamadas “zonas histerógenas”, que constituyen a decir de Freud “lugares dolorosos en partes del cuerpo que de ordinario son insensibles”. La excitación de la zona histerógena (mediante el tacto, por ejemplo) era capaz de provocar una crisis epileptoide. Una característica esencial de estas zonas, y que correspondía perfectamente a la inclinación de Charcot hacia una construcción sólida y verificable, es la de que están tan bien delimitadas que puede establecerse una topografía (mapa corporal) de las mismas.

En el texto, Pérez-Rincón habla de la sugestión y de la seducción, pero cuando hace referencia a la relación médico-paciente no la reconoce por su nombre, que es el de “transferencia”. Hecho que no deja de resultar extraño, tomando en cuenta que se trata de un autor cuyo dominio de la terminología psicoanalítica es absoluto. Añade incluso un Glosario en el que se precisan los conceptos técnicos, y en el cual se hace aún más notoria la ausencia de dicho término. ¿Por qué no hablar, pues, de “transferencia”? ¿se puede acaso hablar de histeria sin referirse explícitamente a la transferencia?

Antes de cerrar el telón y poner fin a la obra, su autor-director lanza una pregunta conclusiva de gran pertinencia: “¿habrá lugar todavía para que los especialistas sean, con provecho para la medicina, nuevamente “seducidos” (conducidos a otro sitio, llevados a otra reflexión) por las bellas histéricas?”. Ese parece ser todo el dilema: dejarse seducir o no por la histeria. La seducción vuelve a ocupar un lugar primordial en la historia. Se diría, de hecho, que es la que ocupa el verdadero y único papel protagónico. Baudrillard ha dejado ver ya, en su libro “De la seducción”, los peligros que entraña todo intento de “asesinato” y “extirpación” de la seducción. Siempre que ha tratado de desechársele, sus desafíos resurgen como muertos vivientes. Del mismo modo que cobran vida las imágenes pintadas por Broulliet.

Llegados a este punto vale preguntarnos: ¿quiénes son y cómo actúan los actores que animan este teatro? Las histéricas escenifican dramas, poniendo en escena el libreto de la seducción. Podría decirse entonces que el teatro de las histéricas está compuesto al menos de dos tipos de escenas:

  1. La “escena originaria”: modelo más antiguo y fundamental de una escena de seducción en que los padres seducen al niño.
    2. las “escenas edípicas de seducción”: escenas trastocadas, enmascaradas, que sólo contienen una parte de verdad.

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* Trabajo que obtuvo el segundo lugar en el VII Concurso Nacional “Leamos la ciencia para todos, 2001-2002” convocado por la Secretaría de Educación Pública, el Fondo de Cultura Económica y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Ensayo del libro El teatro de las histéricas. De cómo Charcot descubrió, entre otras cosas, que también había histéricos de Héctor Pérez-Rincón (Fondo de Cultura Económica, México, 1998).