El Psicoanálisis en la era de la postmodernidad

Felipe Flores Morelos

Agradecimientos. Quisiera, en primer lugar agradecer de todo corazón la tan generosa como sorprendente y para muchos, comenzando conmigo, seguramente discutible invitación a participar en este Congreso, que me hizo la Asociación Psicoanalítica Mexicana, a su Comité Organizador de este XLI Congreso Nacional de Psicoanálisis y de manera muy especial a su Comité Científico, el cual realiza un notable esfuerzo por congregar y hacer convenir a las voces más variadas que puedan provocar y estimular la reflexión teórica y clínica de nuestra región, en un importante y reiterado gesto de apertura y de convocatoria cada vez más significativo.

«Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire.» [2] (Carlos Marx).

«Qu’y renonce donc plutôt celui qui ne peut rejoindre à son horizon la subjectivité de son époque ! Car comment pourrait-il faire de son être l’axe de tant de vies, celui qui ne saurait rien de la dialectique qui l’engage avec ces vies dans un moment symbolique? Qu’il connaisse bien la spire où son époque l’entraîne dans l’ouvre continuée de Babel, et qu’il sache sa fonction d’interprète dans la discorde des langages» [3] (Jacques Lacan).

Para Lidia

Los cambios sociales en la historia reciente.

«La historia de los veinte años que siguieron a 1973 es la historia de un mundo, dice Hobsbawm [4] , que perdió su rumbo y se deslizó hacia la inestabilidad y la crisis».

En estos años se han producido profundas transformaciones en las relaciones sociales y se ha problematizado de manera importante la relación de los sujetos entre sí y consigo mismos: la naturaleza de los vínculos, de los valores y de los significantes compartidos, de la relación con el propio cuerpo, de la sexualidad y la intimidad, de la vida familiar, etc., parecen hondamente perturbados, por lo menos en los países industrializados de Occidente (aunque su influencia se hace sentir también, cada vez más, de otra manera que habría que considerar, también en los demás países, primero en los países occidentales del Tercer Mundo, después en África y el Oriente).

Sería extremadamente largo y fuera de lugar trazar el recorrido de manera explicativa y con mayor detalle; así que simplemente, y a la manera de una evocación, mencionaré o enlistaré, pro memoria, algunos de los acontecimientos más significativos de esos años: La caída de la socialdemocracia y del socialismo real; el reemplazo de la ideología Keynesiana que defendía la economía mixta con la participación reguladora del Estado por la de los apóstoles del neoliberalismo Von Hayek y Friedman; el fortalecimiento de las derechas, laboristas o no; los experimentos ultraliberales de las dictaduras chilena y argentina; el fracaso del intento reaganiano de implantar en área ex – socialista una economía neoliberal de la noche a la mañana; el florecimiento del capitalismo en Oriente y el nacimiento ya no de la producción de bienes de consumo sino de «marcas» que como imaginarias realidades virtuales provocan el enorme crecimiento de la industria de la maquila a mano de obra ínfimamente remunerada; la transformación y fragmentación del mundo laboral; el debilitamiento, la burocratización y la corrupción de los movimientos sindicales y el establecimiento de manera habitual de contratos temporales e individuales de trabajo; el crecimiento de la mecanización del trabajo con la «cibernetización» de la tecnología; el traslado de la industria a los países de maquila; el enorme crecimiento del desempleo y la práctica desaparición de las sociedades rurales junto con las culturas tradicionales, trayendo con ello la volatilización de los parámetros y significantes compartidos que estas aportaban al resto de la cultura y a la comprensión que de sí mismos tenían los pueblos; las sucesivas revoluciones agrícolas, la biotecnología y la producción por ingeniería genética de la gran mayoría del alimento que hoy se consume en el mundo; la creación, promoción y la artificial alimentación armamentista de los conflictos supuestamente interétnicos, supuestamente interreligiosos, pero en realidad movidos por intereses económicos y geopolíticos (por más que se alardeen motivos humanísticos que ya nadie parece creer auténticos); el cada vez mayor distanciamiento entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo en el estilo y en el nivel de vida; el aumento de la deuda de los países pobres (se asiste, en efecto, a una diferenciación cada vez mayor de los países pobres y los países ricos, a una conciencia cada vez más clara de los grandes mecanismos económicos que gobiernan políticas, regímenes, intercambios e incluso la vida cotidiana); la desaparición de los Estados-Nación y su substitución por el enorme poder de gobernar el mundo del gran capital financiero internacional; el egoísmo colectivo de la riqueza y las crecientes y escandalosas disparidades en la distribución de los bienes; el fracaso de todos los movimientos revolucionarios y estudiantiles del Tercer Mundo; el avance del Islam sobre la Europa Occidental; la orientalización y/o africanización de Europa; etc [5] .

Estas transformaciones económicas y sociales se comenzaban ya a gestar, por una parte, en el vientre de las dos principales y más profundas heridas que ha sufrido el Siglo XX: las dos grandes guerras (y más terriblemente la Segunda junto con la más clara muestra del mal que la habitaba: la Schoah, y que en vez de ser extirpado ha sido hoy ejercido, difundido y enseñado en y por los mismos países que la sufrieron o dicen haberla combatido), y por otra parte, la caída de la verdadera o falsa, para el caso no importa, esperanza depositada en lo que hoy se llama el «socialismo real», aunada a la caída de la China maoísta, a la purga de la «banda de los cuatro», a la matanza de Tien An Men y al establecimiento simbólico del Mc Donald’s en la otrora imperial ciudad de Beijing; ¡ah! sin olvidar Camboya y la política de tierra arrasada de los Ríos Mont en Guatemala; y otros males semejantes.

Con todo ello habría quedado desenmascarado el cacareo hoy denominado moderno o de la modernidad, que exaltaba contra todo y a pesar de todo (especialmente contra la metafísica que implicaría necesaria e inmediatamente, se pensaba, la idea de Dios y de la monarquía), la idea de progreso, la razón ilustrada, el poder de la ciencia y el lugar central del hombre, del homo logicus, del homo rationis, en la historia dominada como maestra del futuro y de la democracia.

Estamos hoy delante de lo que es leído, sentido y padecido como el fracaso de los ideales de democracia y libertad que prometiera a los cuatro vientos la hoy denominada «modernidad». Nos encontramos hoy ante lo que podríamos llamar, parafraseando a De la Boètie [6] , el «discurso de la servidumbre desencantada». ¿O seguirá siendo voluntaria?

Los cambios en el pensamiento moderno y contemporáneo.

No solamente en el campo de las relaciones sociales, sino en el de las artes y las letras, en el del pensamiento y la filosofía, la educación y la política, etc., se asiste hoy a lo que algunos llaman «el fin de la historia».

Mencionemos, rápidamente y a vuelo de pájaro, la tecnologización (digitalización) de las artes visuales; la electronización de la música; la aparición del hipertexto, la «televisionización» del mundo (perdón por el barbarismo), el final, pues, de la cultura de élites y su substitución por la cultura «de masas» y el arte industrializado; el triunfo universal de la sociedad de consumo, y ya no el culto a la palabra, sino al slogan publicitario.

«Otra fuerza aún más poderosa estaba minando el «gran arte» -vuelvo a citar a Hobsbawm [7] -: la muerte de la «Modernidad» que desde fines del siglo XIX había legitimado la práctica de una creación artística no utilitaria y que servía de justificación a los artistas en su afán de liberarse de toda restricción».

La modernidad estaba preñada de la idea de progreso (todo tiempo futuro será mejor, y el presente es siempre mejor que el pasado); rechazaba las convenciones de la burguesía liberal del Siglo XIX y buscaba ser la voz de un mundo revolucionario. Poco después, se pensó que la modernidad seguía perteneciendo a la vanguardia, pero ya dominaban el espacio social los diseñadores industriales y la publicidad. La modernidad conquistó a los Estados Unidos de Norteamérica, aparecieron los símbolos del «estilo internacional», la abstracción, etc. «Hacia fines de los sesenta, dice Hobsbawm [8] , se fue dando una cada vez mayor reacción contra esto, la cual se puso de moda bajo la etiqueta de «postmodernidad». No era tanto un «movimiento» como la negación de cualquier criterio preestablecido de juicio y valoración en las artes o, de hecho, de la posibilidad de realizarlos» [9] , ya se tratase de vanguardismo o del «Segundo Imperio». Las «vanguardias» murieron. La «postmodernidad» atacó a todos los estilos.

El término «postmodernidad» se extendió, con diversos significados [10] , a todo campo de la cultura, del arte y del pensamiento. Se llamó postmodernos a filósofos, científicos sociales, antropólogos, historiadores, y literatos, desde luego, de lo más diversos. La moda postmoderna se propagó con distintos nombres: «deconstruccionismo», «postestructuralismo», etc.

Todas estas postmodernidades tenían algo en común: un escepticismo esencial sobre la existencia de una realidad objetiva o de la posibilidad de llegar a conocerla o comprenderla por medios racionales. Todo tendía a un relativismo radical que podríamos denominar equivocista [11] (por contraste frente a lo que había sido el cientificismo univocista de la modernidad de fines del Siglo XIX y principios del Siglo XX [12] , especialmente del positivismo lógico); y que podríamos llamar también (en la particular lectura que hace de Wittgenstein [13] y de Ferdinand de Saussure [14] ), bastante nominalista [15] .  

La globalización

A todo esto es necesario agregar la consideración de ese fenómeno fundamental de nuestro tiempo que se conoce como la «globalización». «La globalización es política, tecnológica y cultural, además de económica -estoy citando a Giddens [16] -. Se ha visto influida, sobre todo, por cambios en los sistemas de comunicación, que datan únicamente de finales de los años sesenta». Estos cambios están ligados al flujo y al funcionamiento actual del capital financiero internacional concentrado en algunas pocas empresas transnacionales. La «aldea global» es el saqueo del globo por parte de unos pocos; la «globalización», de la mano del neoliberalismo, es un totalitarismo [17].

La globalización, hay que hacerlo notar, ha modificado lo que sucede «dentro» de nosotros, influye en los aspectos más personales e íntimos de nuestra vida. Estas modificaciones no han sido benignas. «Nación», «familia», «trabajo», «tradición», «naturaleza» significan hoy algo diferente que en el pasado. «Allí donde las maneras tradicionales de hacer las cosas se disuelven, cito a Giddens, cuando la gente se casa o forma relaciones hay un sentido importante en el que no sabe lo que está haciendo porque las instituciones del matrimonio y la familia han cambiado muchísimo»[18] . Somos la primera generación que vive en una sociedad «cosmopolita mundial» fuera de nuestro control [19] .

La ciencia y la tecnología forman hoy parte de nuestra vida cotidiana, pero al mismo tiempo se las percibe hoy cada vez más como transitorias y variables: ningún conocimiento, ni el llamado «científicamente comprobado» es hoy estable y duradero. Lo que la gente piensa cada vez más de las teorías científicas se podría decir parafraseando a Bachelard [20] : «ésta ya no», «ésta tampoco»; todo lo cual parece ponernos en una atmósfera de incertidumbre, de ausencia de parámetros en los cuales apoyarse con seguridad, y de un constante asumir el riesgo de nuestras decisiones sin poder predecir mucho sus consecuencias.

El mundo se ha tornado en algo enormemente complejo e inestable. Vivimos en un tiempo de cambios rápidos, vertiginosos. No solamente las tradiciones estarían desapareciendo, en Occidente, sino que el mismo concepto de «tradición» tal como nos lo legara la ilustración del Siglo XVIII [21] estaría cambiando, quizá para bien. Es necesario liberarnos de los prejuicios de la Ilustración para poder redefinir varios conceptos. Curiosamente, al abandonarse muchas de las «tradiciones» de reciente cuño, y al buscarse una sociedad más tolerante frente a la diversidad, nuevas formas de intolerancia surgen un poco por todas partes: como si fueran aceptables algunas «diversidades» pero otras no.

La subjetividad contemporánea.

Estas transformaciones no solamente han problematizado las hasta hace poco más o menos estables significaciones que compartidas y transmitidas concurrían en la construcción de la subjetividad, de la identidad, del sentido de la continuidad de la propia historia individual y colectiva, de los modos mismos de arreglárselas uno con las fisuras y flaquezas de su propio psiquismo, dando lugar a formas más o menos inéditas de construirse la subjetividad, o de fisurarse, o de ser inacabada. Pareciera que la percepción del yo se sustentase sobre todo en la estabilidad de las posiciones sociales de los individuos en comunidad. La identidad personal tiene que ser creada una y otra vez y más activamente que antes, de otro modo tendrá que fingirse o fracasar del todo. Esto, según Giddens [22] , explicaría el florecimiento actual de tantas formas de «terapias» en los países occidentales.

«De todos los cambios que ocurren en el mundo, apunta Giddens [23] , ninguno supera en importancia a los que tienen lugar en nuestra vida privada -en la sexualidad, las relaciones, el matrimonio y la familia-. Hay en marcha una revolución mundial sobre cómo nos concebimos a nosotros mismos y cómo formamos lazos y relaciones con los demás». Estas transformaciones son probablemente las más inquietantes y difíciles de manejar por los sujetos. Las modificaciones en los roles de género, la toma de conciencia cada vez más general acerca de los derechos de las mujeres y los niños, los cambios en la manera de entender la educación, los cambios de actitud hacia la homosexualidad, la separación de la sexualidad respecto de la reproducción, la enorme cantidad de nacimientos que hoy tienen lugar fuera del matrimonio, etc., han modificado la vida de pareja y la familia. Hoy son mucho más importantes las relaciones de compromiso emocional, la intimidad, la amistad, que los marcos jurídicos e institucionales. Se busca constantemente liberar a las relaciones personales de cualquier poder arbitrario, coerción, limitación o violencia, de cualquier tipo: legal, moral, político o religioso, para buscar relaciones basadas más en la libertad y en la confianza mutua, y en el reconocimiento de la igualdad de derechos y obligaciones; aunque, desde luego, todo esto no es todavía más que bastante ideal.

Junto con el «fin de la historia», parece que asistimos al final de aquellas conflictivas y entidades ligadas al pasado social, expuestas en los ya rápidamente envejecidos tratados y manuales de psicopatología y de nosología, y vemos cada vez más nuevas entidades y terminologías y nuevos tipos de analizandos, en los divanes o no. Tal pareciera que la sociedad y los sujetos se han transformado mucho más rápidamente que nuestra capacidad para pensarlos, y que nuestras teorías sociológicas, psicológicas, psicoanalíticas, etc., han llegado tarde a la transformación y ahora se apresuran, también ellas, en cambiar como adaptándose, adecuándose, mimetizándose a la misma fragmentación, aislamiento (literalmente «hacerse isla»), multiplicación y digitalización del campo social o discursivo del que intentan dar algún tipo de cuenta.

La sociedad contemporánea, algunos de cuyos rasgos hacen hablar de una sociedad «postmoderna», resulta un ambiente sumamente inestable y exigente para la constitución de la subjetividad. Enfrentamos, en primer lugar, dado el carácter universalizante del sistema social contemporáneo, el peligro de destrucciones mucho más extensas y «globales» que en el pasado: ya sea de carácter bélico, ecológico o financiero. El mundo, de manera informática, se ha empequeñecido y somos más conscientes de cómo los acontecimientos próximos dependen de los ya no lejanos. La experiencia del mundo se ha ampliado al mismo tiempo que se ha «mediatizado» (a través de los «medios») e igualmente, por el mismo motivo se ha fragmentado, dispersado y relativizado. El sujeto se ha empequeñecido, en el sentido de la conciencia de la insignificancia personal, el sentimiento paradójico de que la vida, al tiempo que se amplía y se enriquece, pierde sentido y no tiene ya nada valioso que ofrecer. La globalización o mundialización, que no son lo mismo, implica un entorno, Umwelt, en el que somos cada vez más claramente conscientes de los riesgos de consecuencias graves que representan peligros que nadie puede eludir por completo. Igualmente nadie puede controlarlos. Al mismo tiempo que la mundialización de la tecnología digitalizada ha puesto al alcance de muchos cibernautas muchos megabytes de «información» ha puesto en manos de algunos pocos «especialistas» dentro de cada «especialidad», y alejado de las masas, el lugar real de control tecnológico, que no político, con lo cual el sentimiento de impotencia frente al riesgo aumenta.

La literatura actual sobre los efectos de estas modificaciones sociales es enorme; los autores producen diversas descripciones, pero la mayoría de ellos coinciden en substancia: todo se mueve, nada permanece, no hay futuro ni pasado que sirvan como referentes, el tiempo y el espacio se han modificado, la vergüenza y la culpa han trastocado su lugar tradicional, y cada día hemos de vivir decidiendo cada día como hemos de vivir el día siguiente. ¿Cómo construirse en todo ello? La exigencia resulta desmesurada. Cada uno se ha vuelto, respecto de sí, discontinuo; y al hacerse discontinuo pierde ese aspecto esencial de su identidad que es el sentimiento de su continuidad biográfica. ¿Cómo no sentirse desamparado? La angustia deviene en un estado más o menos permanente.

El cuerpo mismo, como bien muestra la obra de Foucault, no es algo dado al exterior de los significantes de la cultura; por lo tanto la relación cotidiana que habíamos tenido con el cuerpo que somos, también se ha problematizado, problematizando con ello nuestro sentimiento de confianza: el cuerpo se convierte en una tarea. Y con ello también se hace tarea la construcción del género, mediada por nuestra relación con el cuerpo o, por decir mejor, con el «cuerpo en el mundo», o con el «cuerpo en la cultura».

En otras palabras, la relación del yo (en el sentido sociológico) con su «proyecto» (o, como diría Henri Ey [24] , del yo como actor y del yo como autor de su personaje) se ha problematizado, al igual que la relación del yo con su pasado y su futuro; se ha problematizado la relación con la continuidad de su historia y, por ello, la coherencia de sí. La relación del yo con el cuerpo, entendido como parte de un sistema de acción o de operación social más que como objeto, se ha alterado también junto con su relación con el espacio y el tiempo. El cuerpo se socializa cada vez más.

Algunos autores [25] , las más de las veces los inclinados por las explicaciones sociológicas, suelen referir a esta problematización social del cuerpo la multiplicación de las patologías de la alimentación tales como la anorexia. En la anorexia: «el cuerpo se convierte en parte de un sistema de falso yo, disociado de las aspiraciones internas del individuo, aunque rigurosamente gobernado por ellas.» «La anorexia es un afán por alcanzar seguridad en un mundo de opciones múltiples pero ambiguas» [26] .

Por otra parte, el reconocimiento del trastrocamiento de la vergüenza y la culpa de que hablan estos autores expresa un pasaje de las problemáticas superyoicas a las narcisistas. Por lo tanto estos autores parecen reconocer implícitamente que el problema principal hoy no es el del yo en el sentido de las identificaciones secundarias, que sería más del interés sociológico, sino en el sentido de las perturbaciones de la constitución narcisista en el sentido de la represión primaria o de la constitución del aparato psíquico. Esto situaría a algunas, por lo menos, de las anorexias, ya no en el campo neurótico de las problemáticas del Selbst, sino más cerca de las psicosis.

La modernidad habría también secuestrado al sujeto de experiencias fundamentales de la vida tales como la locura, mediante la institución manicomial; la criminalidad, mediante el régimen carcelario; la enfermedad y la muerte, mediante la hospitalización; la sexualidad, mediante la privatización de la pasión y su relegamiento a la intimidad conyugal y, finalmente, de la naturaleza, que habría estado constituida, según algunos, independientemente de la actividad humana [27] .

Las transformaciones sociales que se producen a causa de y a lo largo de la modernidad, algunas de las cuales hemos mencionado rápida y superficialmente, nos llevarían a una de sus principales consecuencias: la constitución de un yo «postmoderno».

Este yo sería frágil, quebradizo, fracturado, fragmentado. El sujeto se contextualiza y dispersa al igual que el mundo social. El yo deja de existir efectivamente: El único sujeto es un sujeto descentrado que encuentra su identidad en los fragmentos del lenguaje o el discurso [28] . Estaríamos en presencia de una subjetividad sin sujeto, no en el sentido de la desaparición del sujeto óntico, sub-jectum, hypostasis, al que me referiré más abajo, sino en el sentido de la ausencia de centro.

El yo «postmoderno», que equivaldría a decir el yo del neoliberalismo, pues en mi opinión la postmodernidad es un fenómeno del capitalismo tardío y radical de nuestros días, sería un yo narcisista. Según varios autores [29] este yo narcisista sería un yo individualista y centrado sobre sí -en el mismo sentido en que se dice que la sociedad postmoderna es individualista-, casi diríamos, egoísta; sin embargo, lo más probable es que se trata en realidad de un aumento en el número de sujetos que tienen dificultad para su estructuración psíquica, en el sentido de la dificultad para la construcción del aparato psíquico neurótico. [30] .

La proclividad de la postmodernidad, o modernidad tardía como suelen decir los ingleses, a la crisis tiene consecuencias inquietantes de dos tipos: alienta un clima general de inseguridad que llena de ansiedad al individuo, sin que importe qué zonas retiradas de su psiquismo pueda llegar a sacudir, y expone a todos a diversas situaciones de crisis más o menos graves que afectan al sujeto profundamente, al privarlo de sus referentes más o menos constantes [31] La pérdida de puntos de referencia sólidos crea una intranquilidad que es difícil de superar, de aquí que muchos consideren a esta tensión, o stress, como la principal problemática de salud de nuestro tiempo. Otros dirán que el principal y más general problema es la depresión [32] . Otros, como Elliot [33] , en cambio, verán en la postmodernidad aspectos predominantemente positivos y liberadores, promotores inclusive de la salud psíquica, si cabe el término, de los sujetos.

 

 Segunda Parte

Sociedad contemporánea e historia reciente de la filosofía

No todo lo que se atribuye a la antigüedad es tan antiguo como se dice. De hecho la mirada que tenemos de ella está mediada y nos es transmitida, en buena medida, por las concepciones que surgen después del Renacimiento como raíz y antecedente de la modernidad, en particular el surgimiento del nominalismo, la derivación matemático- geométrica del platonismo y la derivación experimental empirista que se deriva de este nominalismo. Después vendrá el giro copernicano de la respuesta de Descartes a Montaigne, el empirismo de los ingleses por un lado, el intelectualismo y el racionalismo de Leibnitz, Wolff y otros filósofos del continente por el otro y, mucho más importantes, Kant y Newton. Se puede decir que Kant es el sinónimo de la modernidad. Esto va de la mano con cambios sociales y políticos que están atados a eso que se llamó la «acumulación originaria del capital», la Ilustración, la Revolución Francesa, y el surgimiento de las sociedades burguesas.

Desde Descartes hasta hoy, el problema de la experiencia sensible (de los sentidos) o del pensamiento (razón, lógica, pensamiento, intuición, etc.) en la construcción del conocimiento ocupará el lugar central en las preocupaciones de los pensadores. El problema epistemológico se torna en «el» problema central de la filosofía, a este problema se intentarán diversas respuestas, ninguna de ellas del todo satisfactoria hasta hoy, pasando por la intuición, el sentimiento, etc., y llegando hasta el abandono de todo intento de solución del problema inaugurado, de esta manera, por la obra de Descartes: la solución será dejar de buscar la solución. Aparecerán entonces soluciones románticas, irracionalistas o agnósticas diversas. El sujeto epistémico ocupa el centro del filosofar y con ello se abandona la realidad, que hasta antes de Descartes constituía, por lo general, y hechas las consideraciones anteriores sobre el nominalismo de Ockham, etc., el punto de partida del conocimiento. Esta realidad, cuya existencia era considerada como algo no necesitado de demostración, pasará después a formar parte de toda esa nebulosa que se encuentra más allá de la sensación o del concepto, para convertirse en despreciable «metafísica», así, con comillas, en el noúmeno más allá del fenómeno, en algo finalmente incognoscible cuando no, finalmente, artificio de los juegos del lenguaje o blablablá carente de significado y de posibilidad de ser definido «operacionalmente». Si, pues, ni la razón ni la experiencia nos permiten conocer la realidad, quizá lo permitan el sentimiento (romanticismo) o algunos otros tipos de «experiencia» como la angustia, la voluntad, el sentimiento dionisiaco, etc. O, si no, podremos declarar que el problema nunca existió, o que nunca se planteó de otra manera, o que asistimos al fracaso, no del proyecto inaugurado por Descartes, sino de toda la tradición del pensamiento occidental comenzando desde los griegos.

Es decir, miramos con los ojos de la modernidad y reaccionamos frente al pensamiento pre-moderno desde un lugar que consiste en la radicalización de los contenidos de dicha modernidad, desde el lugar de sus -¿últimas?- consecuencias. Lo que hoy denominamos pensamiento «postmoderno» encuentra sus más fuertes raíces en la filosofía que surge después de Montaigne.

Se puede afirmar que la filosofía que surge a partir de Descartes será casi toda ella epistemología: el problema de la verdad y del conocimiento la ocupa toda entera. Solo que mientras Descartes pretendía construir los fundamentos de una verdad como representación adecuada, exacta, geométrica, de las cosas, la crítica contemporánea rechazará esta concepción especular del conocimiento que haría del sujeto cognoscente (concepto también puesto en tela de juicio) un mero espectador pasivo con una competencia lingüística puramente denotativa. Las metáforas oculares o relativas a la luz que se mira, tan caras a los griegos, serán puestas seriamente en duda.

Por otra parte, y cada vez más desde Marx, la teoría del conocimiento será una teoría social del conocimiento. Sujeto, objeto y categorías de pensamiento se hallan en la realidad histórico social. Toda experiencia humana es una experiencia mediada, por los otros, por el lenguaje, por la memoria, por los significantes compartidos de la cultura. Hay una institucionalización de la experiencia colectiva. En este sentido todo conocimiento está mediado socialmente. El conocimiento expresa las condiciones sociales del proceso de conocimiento. Surge una determinación social y educativa de la percepción misma. Entre el discurso científico o filosófico y las condiciones de producción de dicho discurso existe una relación, diría Eliseo Verón, que determina lo que se denomina «ideología». Así, puesto que todo discurso está determinado por las condiciones de clase en que se produce, en todo discurso se contiene una ideología. Y si, por otra parte, definimos ideología como «falsa conciencia» habremos puesto en serias dudas el contenido de verdad de todo discurso, suponiendo que por «verdad» se entienda la ausencia de determinaciones o de condicionamientos culturales y sociales. No hay pues un «objeto» de conocimiento puesto ahí enfrente, ni un sujeto individual del conocimiento. No hay una forma «a priori» del entendimiento ni un sujeto que trascienda lo histórico y lo social al conocer. La teoría del conocimiento es una teoría de la sociedad y la epistemología es un quehacer político.

Otro elemento fundamental de la filosofía contemporánea que irá a formar parte de aquello en que el pensamiento postmoderno halla su sustentación es el de la reflexión crítica sobre la naturaleza del lenguaje. Inaugurada por Ferdinand de Saussure en un aspecto, y por Bertrand Russell, Frege y otros, es en Ludwig Wittgenstein en quien encontrará sus consecuencias más influyentes y radicales. Independientemente de que se suele hablar de «dos» Wittgenstein y de que con frecuencia se lee al segundo desde el primero en una lectura más nominalista, y otras al primero desde el segundo, en una lectura menos nominalista [34] , o para nada nominalista según otros, podemos decir grosso modo que para Wittgenstein el sujeto individual no es la fuente de los significados. Que todo lenguaje es público, que no hay significado si no se sitúan las palabras dentro de un sistema de relaciones entre los signos lingüísticos, como diría Ferdinand de Saussure, pero que, además, como avanzará Wittgenstein, la unidad de referencia significativa no es la palabra ni la frase o enunciado, sino los varios contextos de uso [35] . Los portadores de los significados no son los individuos sino la comunidad social de los usuarios del lenguaje. «El lenguaje y su significado, cito a Mardones [36] , abarcan un sistema interrelacional de signos lingüísticos y no lingüísticos, instituciones, prácticas y usos fuera de los cuales no tiene sentido el lenguaje empleado. Quiere decir esto que los «juegos del lenguaje» no son juegos en el sentido genérico del término, sino «formas de vida». El significado aparece abierto a dilucidarse en el contexto de las palabras y de su mutua receptividad.». El acuerdo, pues, entre los sujetos de una colectividad decide sobre lo verdadero y lo falso, sobre lo racional y lo irracional. Estamos pues situados al interior de una comunidad comunicativa (como dirían Apel o Habermas). La razón está ahora habitada por este «otro» de la razón que es el lenguaje, cuyo sentido depende de las formas de vida de la colectividad [37] .

En este punto cabe señalar que a partir de lo que llevamos dicho se pueden inferir por lo menos cuatro tipos de verdad o cuatro conceptos de verdad: a los clásicos tres: verdad semántica (que corresponde a la hoy tan criticada verdad «especular» de la mal comprendida adequatio rei et intellectus), la verdad pragmática (ya sea funcionalista o útil en el sentido del pragmatismo o del funcionalismo de Peirce, Dewey o James, ya en el sentido de la praxis de los marxistas, ya finalmente en el sentido de la teoría concretizada en el instrumento de Bachelard) y la verdad sintáctica (o coherencial, o de la lógica y el sistema), habría que añadir la verdad consensual o social (ya sea en el sentido marxista o en el de los usos comunitarios del lenguaje de Wittgenstein, o en el de la acción comunicativa de Habermas) [38] .

Otro tema de enormes consecuencias que no abordaremos aquí, ni siquiera por su influencia en el pensamiento postmoderno y en el pensamiento psicoanalítico, es el de los conceptos de «saber» y «verdad» en Heidegger. Solo quisiera afirmar que en mi opinión Heidegger tiene una importancia mucho mayor que el uso abusivo quede él hacen varios autores postmodernos.

«La duda, un rasgo que impregna la razón crítica moderna, penetra en la vida de cada día y en la conciencia filosófica y constituye un aspecto existencial del mundo social contemporáneo» [39] .

La reflexividad de la sociedad contemporánea contradice las expectativas del pensamiento ilustrado del que proviene. No hay ya fundamentos seguros para conocer ni lo natural ni lo social. Las certezas dogmáticas de la modernidad que se opusieron a las certezas dogmáticas de la tradición nos han abandonado dejándonos en la incertidumbre. La relación entre la sociedad contemporánea y la duda no solo afecta, sin embargo, a los científicos o a los filósofos, sino que es también «existencialmente turbadora para el individuo común» [40]

El debate postmoderno.

Nos hallaríamos en una cultura «post-filosófica» marcada por la incertidumbre, la indeterminación y la inseguridad. Esto implicaría pérdida de las tradiciones, pérdida del sentido, carencia de identidad personal, pérdida de relaciones significativas con la naturaleza, desaparición de la historia, etc. La tensión entre la pretendida racionalidad económica político administrativa y la cultura ha erosionado las bases morales y significantes de lo social. El desencantamiento del mundo ha traído el vacío motivacional.

Nos enfrentamos a diversas paradojas: el problema de la integración social versus la separación y autonomización de las distintas dimensiones de la razón; la cuestión de la legitimación normativa de la sociedad versus la crítica del poder político y de la racionalidad institucional práctico-moral; el problema de las relaciones entre las diversas racionalidades. En resumen el problema parece ser el mismo que ya enfrentaban los griegos: la relación entre lo uno y lo múltiple: entre la globalización y la etnificación de la cultura, entre la internacionalización y la fragmentación, entre la tolerancia de las diferencias y la uniformización colonizante de la cultura. Entre lo pretendidamente unívoco y lo desesperadamente equívoco.

Lo específico de la era moderna sería su autonomía frente a lo bueno, lo útil y lo verdadero como resultado de una diferenciación y especificación radical de las esferas de valor.

Para los postmodernos hay que aceptar sin ambages el pluralismo inconmensurable de los juegos del lenguaje o de las esferas de valor. No hay posibilidad de establecer unidades por encima de la pluralidad de las formas de vida. Nos asentamos sobre el heteromorfismo general. Deberemos renunciar a todo discurso legitimador. Seremos incrédulos frente a los metarrelatos.

Como consecuencia, abandonaremos la epistemología de la re-presentación o la concepción de la verdad como representación especular. Lo más que podemos aceptar son los criterios locales y contextuales transitorios de validez. No hay institución permanente, todo contrato es temporal. El gran enemigo: la razón totalitaria y fundamentadora. La propuesta postmoderna es libertaria: ¡no a las añagazas del poder, del control y de la regulación del sistema! Sospechemos de todo. No hay, dirá Lyotard [41] , metaprescripciones universalmente válidas allí donde los juegos del lenguaje son heteromorfos y proceden de reglas pragmáticas heterogéneas; «la pragmática científica muestra que el consenso no es más que un estado de las discusiones y no su fin.». Sólo queda la «multiplicidad de meta-argumentaciones finitas, o argumentaciones que se refieren a metaprescriptivos y limitadas en el espacio-tiempo» [42] .

Según Rorty basta con «tolerancia, ironía y buena voluntad para permitir florecer a las esferas de la cultura, sin preocuparse demasiado de su fundamento común, de su unificación, de los ideales intrínsecos que sugieren o la imagen del hombre que presuponen» [43] .

«La noción misma de verdad se disuelve», dice Vattimo [44] . No hay ya ningún fundamento para creer en el fundamento ni para creer que el pensamiento deba fundar. Hay que superar la modernidad situándose más allá del punto de vista de la fundación y su pretensión de valer como cimiento del pensamiento verdadero. Ya no hay verdad ni Grund que pueda desmentir o falsear nada. No hay tal posibilidad de representación exacta y objetiva de la realidad. El instrumento del conocimiento se nos ha revelado condicionado, opaco, determinado libidinal y lingüísticamente. Quedémonos en los consensos locales, en la pluralidad de las meta-argumentaciones y en el pragmatismo de la reflexión pegada a la realidad cercana y diaria.

Esta es la «razón» postmoderna. ¿O estaremos más bien en la liquidación de la razón, como criticará Habermas? No entraré aquí en el debate de Habermas con la postmodernidad [45] debido a su importancia que no nos permitiría abordarlo en el reducido espacio, ya de cualquier manera excedido, de que dispongo. Solo diremos que el debate se centra fundamentalmente en la posibilidad de fundar criterios de validez para nuestros discursos práctico-políticos, para mantener una mínima postura ética, para poder siquiera comunicarnos y entendernos. «El debate moderno/postmoderno sobre la racionalidad ha mostrado que la vía de salida postmoderna no es la única. Se puede aceptar la sospecha frente a la razón dominadora, concluye Mardones [46] , y no renunciar al impulso universalista teórico práctico de la Ilustración [.] Se puede recuperar el poder unificador de la razón sin temor a uniformismos. Se puede mantener el impulso democrático ilustrado hacia una sociedad más racional y humana sin abandonar el poder integrador de la razón.»

El proyecto de la postmodernidad.

La crítica postmoderna a la ilustración busca, en su crítica a la modernidad, ser una nueva racionalidad y una nueva sociedad. El proyecto de cambio social se encuentra en ella implícito, aunque no siempre reconocido, junto con una cierta visión del hombre.

El pensamiento postmoderno se opone al funcionalismo dominante en la modernidad. Quiere no servir para otra cosa sino tener valor en sí mismo. Rechaza radicalmente la instrumentalización de la razón y de la misma vida. Pretende ser afirmación de lo vivido en cada momento «sin función de preparar otra cosa» [47] o de ser otra cosa que fruición, vivencia de lo que hay sin escapar del aquí para buscar el «ser». Se busca que sea un pensamiento superador de la metafísica, una actitud abierta a la multiplicidad de los juegos del lenguaje, un vagabundeo incierto en el que no hay principios ni criterios fijos, determinados, fundados de una vez por todas. Por lo tanto se opone a la metafísica que se esconde en todo proyecto de integración o afirmación de lo instituido; rompe los métodos consagrados y ofrece la discontinuidad, la búsqueda del disenso y la inestabilidad como lo verdaderamente creativo y humano. Es un pensamiento abierto. Se busca un paradigma donde el esquema sujeto-objeto quede rebasado. El sujeto, para ello, debe abandonar toda pretensión objetivante y perderse en la vivencia del momento. En fin, se trata de una labor de resistencia a esta sociedad y cultura moderna que con su aparato técnico y científico amenaza con destruir la humanidad.

Según Baudrillard [48] nos hemos salido de la historia. No tenemos ya donde ubicar lo real. Hemos perdido la percepción de lo real. Hemos perdido, con el horizonte histórico, el sentido de la historia. La postmodernidad implicaría entrar en un tiempo en que los acontecimientos no tienen finalidad propia. Somos ya incapaces de recuperar sentido ni conciencia ni posibilidad de la historia, es decir, somos incapaces de recuperar los acontecimientos en un horizonte de sentido. El resultado es el secuestro del acontecimiento, la imposibilidad de la reflexión sobre las cosas, impidiendo la recuperación de la secuencia de significados [49] . Este final de la historia es una promesa de des-alienación. No hay más norma histórica totalizante.

La problemática del fin del sentido y de la historia se continúa en el fin de la ética. Si no hay sentido en la historia hemos perdido toda orientación normativa. El único camino es poner en juego el relativismo de las esferas de valor y de los juegos de lenguaje. Es necesario aceptar la razón pluralista sin lamentos. Y aquí la insistencia en la tolerancia de la diferencia, es decir, de esta pluralidad de contextos locales y micro-relatos. Basta aceptar pragmáticamente las reglas que los grupos humanos generan sin buscar fundamentos universales de valores ni teorías de la racionalidad ni legitimaciones antropológicas. [50] .

Finalmente el pensamiento postmoderno llevaría a sus últimas consecuencias el proceso de «adelgazamiento» del moderno concepto de sujeto. No solamente desaparece el sujeto burgués ni solamente aparece el «nihilismo del individuo», ni solamente la lógica del sistema penetra en el mundo de la vida (Lebenswelt) de la comunicación, de las relaciones personales y de la libertad, sino que, si Luhman está en lo correcto, el sujeto se pierde en el sistema. El sujeto ya no es sujeto de decisiones y deseos, el sistema lo hace por él. ¿Desembocará el sujeto postmoderno en la negación del actor social de la moderna teoría de sistemas? El sujeto ha perdido su singularidad: únicamente porque no hay ningún mundo real, ninguna estructura esencial del ser, es por lo que somos realmente todos iguales. Estamos ante una subjetividad sin sujeto.

El triunfo del pensamiento sobre la metafísica se ha cumplido del todo. Hemos pasado de la suposición de univocidad a la afirmación de la equivocidad.

El pensamiento postmoderno parece extenderse de maneras diversas en varias regiones del mundo; sin embargo, aquel al cual generalmente nos referimos nosotros tiene una factura fundamentalmente europea (Vattimo, etc.) y especialmente francesa (Lyotard, Derrida). Es justamente en Francia donde el psicoanálisis y la filosofía entablan el diálogo más intenso y enriquecedor, pero también el más riesgoso. La filosofía y el psicoanálisis se influyen e inspiran en Francia mutuamente de manera entusiasta y declarada. En otros países existe este diálogo de manera menos explícita, más en relación con supuestos epistemológicos y metodológicos por parte de los psicoanalistas, más en términos críticos de parte de los filósofos.

Existe, por lo menos hasta hace poco, una diferencia importante entre la filosofía continental europea y la que podríamos denominar isleña o mejor anglosajona, aunque la influencia de algunos filósofos europeos, como Wittgenstein y un poco menos Heidegger, en ambos lados, ha contribuido poco a poco a que esta diferenciación mengüe.

Por otra parte, y por lo tanto, dar cuenta hoy del psicoanálisis en Francia o de la filosofía contemporánea francesa, en particular del pensamiento postmoderno implicaría pasar necesariamente por toda la historia del pensamiento psicoanalítico reciente, especialmente lacaniano, por un lado, y por el otro por la historia de la filosofía en Francia por lo menos a partir de la llegada de Hegel, vía Kojève y su enorme influencia en todos los que vienen después, por acuerdo o desacuerdo, de Husserl y la fenomenología, de Heidegger, y también de Nietzsche. Habría que hablar de la caída del pensamiento marxista en Francia y de la enorme desilusión y desconcierto que provoca en muchos, entre ellos en los participantes de los movimientos Socialisme ou Barbarie, Tel Quel, etc. Habría que hablar de la crítica de la historia de Foucault, del debate estructuralista, de la lectura nominalista que se hace de De Saussure y de Wittgenstein, y de la Filosofía de la Diferencia (Derrida, Deleuze) hasta llegar a esa enorme rendición desesperanzada, a esa desilusión, a ese hacer de la «necesidad» (el fracaso del pensamiento revolucionario junto con la llegada a su callejón sin salida de la razón ilustrada y de la modernidad) una virtud (el proyecto de radicalizar las propuestas del enemigo -el capitalismo-) hasta el absurdo: «Llegados a este punto, cito a Descombes [51] – quisiéramos poder interrumpir un momento a Lyotard y decirle: acaso lo que estaba mal fundado era esa verdad del militante: un deseo le ha hecho tomar los enunciados marxistas por verdaderos [52] , pero quizá sencillamente no eran verdad. ¡Vaya! No nos oye, su carrera ya le ha llevado más lejos, prosigue con tesón y franquea de un salto toda la distancia que separa su desilusión de una polémica contra la verdad en cuanto tal. De la observación que dice que esta verdad no era sino la expresión de un deseo, pasa a la interpretación que dice que el deseo que se expresaba en esta pretendida «verdad» era el deseo de verdad. Queremos ver… Pero resulta lo siguiente: si hubiera una verdad, ésta sería hegeliana o, si se prefiere, marxista. Si el marxismo no es verdad, no es porque sea falso, sino porque nada es verdad». Hasta aquí Descombes.

En este diálogo evidentemente el psicoanálisis recoge aportaciones de la filosofía, se apoya -o pierde su apoyo- en los pliegues del pensamiento crítico y epistemológico, o aporta a su vez modos de problematizar que la filosofía u otras disciplinas pueden retomar a su vez; pero hay que tener cuidado con no confundir los campos, una cosa es psicoanálisis y otra filosofía [53] , y algo connota un término o concepto en un campo y algo diverso en otro.

De la caída de algunas creencias pasamos al desmoronamiento de toda creencia. De la incredulidad al alegre saber que no sabemos nada. De la revolución a la cínica aceptación del statu quo. Del -se dice- nihilismo pasivo al nihilismo activo. De la restauración romántica al deseo de nada, a la nada del deseo: no hay origen ni hay final de la historia, no hay antes ni después, no hay realidad ni máscara, no hay versión auténtica de un texto, solamente interminables traducciones, nada que ponga algún límite a la interpretación [54] . Liquidaremos el principio de identidad (Klosowski), ¡total la lógica -con todo y su logos, y también el onto-logos- hace rato que se ha ido a paseo! y ha dejado en su lugar un vagabundeo equivocista y metafórico (donde el fundamento de la metáfora es puramente externo) en el que todo se desliza. Se acumula un término tras otro por pura homofonía, o por el gusto de la producción de polisemia, y se pretende concluir como si todavía existiera el «termino medio» de la ilación deductiva. No hay lógica, no hay saber, no hay fundamento, no hay ética: y tampoco hay sujeto.

Algunas notas críticas.

En efecto, si no hay «sub-stancia» y no hay una «naturaleza» humana, entonces no hay una «especie» humana (a menos que queramos seguir apoyando todo en este concepto tal como hoy se entiende: biológicamente), no hay género humano -pues no se sabe qué sería el tal «género», pues no hay fundamento de nada, ni del fundamento- y entonces entre cada individuo no hay fondo, fundación o fundamento común, y si los discursos son micro y localmente contextuados, entonces el discurso no es algo en común, ni la particular estructura de la asociación de sus ideas o de su «subjetividad», ni hay significantes compartidos; y entonces cada individuo es, en esa misma medida, inconmensurable a otro individuo; no hay un sujeto común del deseo; ni un sujeto común de la enunciación; ni un sujeto común de la subjetividad; como si dijéramos: cada individuo es su propia «especie» [55] . Y si cada individuo es su propia especie y es inconmensurable con el otro individuo, entonces no hay fundamento alguno para la solidaridad, o para el respeto de eso que ya no podemos llamar «semejante», ni hay una ética posible, ni una comunicación posible… ni una teoría de la subjetividad o del psiquismo que pueda generalizarse a todos los individuos, puesto que son cada uno sui generis e inconmensurables entre sí. No hay humanitas. Dicho de otra manera, si la humanidad es el individuo, o si la humanidad del individuo, aquello que lo hace hombre, no es más que su cultura, el conjunto de los discursos entrelazados en él, el conjunto de las relaciones sociales que lo constituyen, la trama de relaciones sociales que se establecen entre sus conductas [56] , etc., entonces a diferentes subjetividades, culturas, discursos y entrelazamientos, diferentes «hombres» inconmensurables entre sí; como las mónadas en la interpretación perspectivista de Leibnitz, cada una cerrada sobre sí misma. Por lo tanto los individuos (ατομοι) no comparten entre sí ninguna humaniτas común, cada uno pertenece a una «especie» diferente y entonces no tiene por qué respetarse ninguna ética común, o comunicativa o de ningún tipo. Insisto: pues si siendo cada subjetividad tan «otra» de la mía seguimos teniendo la humanidad en común, entonces la «humanidad» es algo común en que se soporta lo diferente [57] .

Es necesario, pues, postular junto a la diferencia la semejanza; junto a la inconmensurabilidad lo conmensurable; junto a lo propio lo común. No somos todos iguales sino semejantes; ni idénticos sino particulares; pero tampoco hay entre nosotros una tal otredad o equivocidad que no podamos ni hablarnos o llamarnos personas: es necesario, pues, afirmar entre lo unívoco y lo equívoco: lo análogo. Pero es necesario que este análogo no esté fundado en la exterioridad o en lo extrínseco, porque entonces la analogía sería solamente aparente o puramente retórica, sino que es necesario que esté fundado en algo intrínseco o interno a ambos términos; pero que esta semejanza no borre la diferencia. Hay que postular pues un soporte, un sustento de la subjetividad y de la individualidad, un fundamento, una humanidad que no es un puro término vacío, sino una humanidad que posee enticidad u onticidad [58] . Si no afirmamos más que la singularidad, entonces le negamos a ella misma su existencia. Si no afirmamos más que la singularidad, entonces no hay saber posible sobre el sujeto, porque como diría Aristóteles, de lo singular no hay ciencia.

No se trata pues, solamente, de diferenciar el je del moi, ni de desaparecer al sujeto, ni de multiplicarlo. Entre lo universal y lo particular hay que conservar los dos. No se pueden multiplicar las subjetividades sin conservar al sujeto. Pero la persona no es igual al sujeto. Las características o rasgos propios del individuo no son el soporte, el supuesto, suppositum. Lo idéntico a sí, el sujeto, el mismo, ο ιδιος, no anula la singularidad y la variedad, la persona (el prosopon). No se trata de optar por el être y anular el pour moi (o el pour soi), ni de desaparecer al être para salvar al pour moi. Sin être no hay pour moi, y sin pour moi no hay acceso al être. Son necesarios los dos. De igual y paralela manera no se trata de elegir el moi o el je, ni de quedarse con el ego y abandonar al objectum, al Gegenstand. Hay que diferenciar entre ego, sujeto, persona, individuo, subjetividad, existente, objeto, etc., y quedarse con todos y cada uno de ellos.

No se trata pues de la superación del sujeto propia del nietzcheísmo francés (como el de Deleuze) que suprime al objeto. No se trata de optar por la identidad o la diferencia: hay que conservar las dos. No se trata de apoyarse en una teoría del «sujeto» en la que el sujeto es desaparecido, multiplicado o confundido ya sea con el yo, ya sea con «lo otro». Tampoco se trata de quedarse con el objeto como si el sujeto no fuera, o lo inverso: hay que conservar los dos. Pero no se pueden conservar los dos, es decir, ambos, si se anula la diferencia (como en el univocismo) o si no hay alguna cosa en común (como pretendería el equivocismo).

Realismo, sí, pues, pero moderado, analógico. Subjetivismo, sí, pues, pero moderado, que no anule del todo la semejanza. Semejanza, pues, en vez de identidad, en otras palabras: analogía. «Sujeto», pues, se dice de muchas maneras [59] .

Quiero, decir, por tanto, que el texto tiene un referente análogo al exterior de sí; la interpretación sí trata con hechos o referentes que se pueden distinguir de la interpretación analógicamente; el relato histórico sí se refiere a un acontecimiento exterior al relato: el relato y lo relatado no son lo mismo, idénticos, unívocos, ni del todo diferentes (equívocos). En otras palabras: ni un solipsismo, ni un realismo absoluto univocista o platónico, sino un realismo o un subjetivismo moderados y analógicos. El mundo, pues, no es una fábula: no lo represento perfecta o unívocamente, ni lo fabulo del todo equívocamente, sino que entre mi representación del mundo y su realidad hay una relación de analogía; aunque siempre asintótica, desde luego; siempre perfectible. El enunciado nunca podrá ser idéntico entitativamente con aquello sobre lo cual se enuncia: esto sería de nuevo caer en el idealismo de los postmodernos.

Tercera Parte

Postmodernidad

Muy lejos estoy de pretender que exista la posibilidad de una explicación psicoanalítica de la postmodernidad, ni siquiera del «sujeto» postmoderno (pues por «sujeto» no se entiende siempre necesariamente aquel del que se ocupa el psicoanálisis) o de los cambios en la «subjetividad» contemporánea. Ni siquiera estaría de acuerdo en decir que la sociedad contemporánea es postmoderna.

Creo que no existe una sociedad contemporánea, sino que coexisten en estos años sociedades muy diferentes entre sí, muchas de las cuales, como quizá la nuestra, están muy lejos de eso que se dice postmodernidad. Sí creo, en cambio, que los cambios sociales recientes, junto con los que se han producido en el campo del pensamiento, entre otros los denominados del pensamiento postmoderno, representan para el psicoanálisis ¿o debería decir los psicoanálisis? un desafío, un acicate para su producción y su práctica, en ese diálogo siempre presente entre el psicoanálisis y los demás campos del saber.

La sociedad y el pensamiento «postmodernos»

La postmodernidad no es una época nueva, es un nuevo modo de acentuar ciertas características que la modernidad pretendía; entre otras la del proyecto «emancipatorio». La postmodernidad es una radicalización, un llevar al extremo el proyecto mismo de la modernidad, es sacar del fondo de la modernidad sus consecuencias más extremas. La postmodernidad estaba ya contenida en la modernidad, es su denuncia. El modo particular como la modernidad rompió con lo pre-moderno no podía tener otra consecuencia. La postmodernidad es una paradoja, es una voluntad explícita de ruptura con cada uno de los rasgos definitorios de la modernidad que lleva en su seno su contenido más medular. Se trata de cancelar la concepción de la razón, la historia, la sociedad, el hombre y el arte que promoviera la modernidad [60] . Y sin embargo el pensamiento postmoderno no es la única manera de romper con la modernidad.

Muchos y muy diversos autores han producido diversas descripciones de lo que caracterizaría hoy a la llamada sociedad postmoderna. El pretendido hombre ilustrado y crítico de la modernidad, secularizado y guiado por el saber y la ciencia, se encuentra hoy desesperanzado, frustrado ante el mundo que construyó con tanta arrogancia y autonomía keynesianamente legisladora. La racionalización occidental ha significado la preeminencia de lo económico en la sociedad moderna. Poderoso caballero es don dinero. Lo que cuenta ahora es lo que Hegel llamaba el «sistema de necesidades». La racionalidad en la economía, el «espíritu capitalista» supondrían un derecho y una administración públicos, un aparato técnico jurídico muy desarrollado, la separación de la economía doméstica de la empresarial, etc. Una fundación internacional del derecho, una cada vez mayor y más democrática participación social en la elaboración de las leyes que norman su convivencia [61] .

A la imago mundi del mundo pre-moderno le sucede una visión descentrada, diferenciada en compartimentos, subsistemas cada uno con su lógica propia y su particular sistema de valores. Así crece y se multiplica el número de explicaciones no solamente del funcionamiento sociopolítico, sino de la realidad y de la vida. El racionalismo y el cientificismo se tornan totalitarios en un cierto sentido, como ideologías totalizantes, casi religiosas. Pero al crecer el número de explicaciones de la realidad con pretensiones definitivas, ocurre un fenómeno de mutua relativización. La búsqueda de la polisemia cero, del discurso unívoco de las definiciones operacionales, el anhelo de los integrantes del Círculo de Viena, ha estallado en la multiplicación de las hermenéuticas equivocistas y metaforizantes. La pretendida objetividad o verdad última de las explicaciones se ve cada vez más subjetivizada, dice Mardones, a quien estoy siguiendo muy de cerca [62] . Las religiones, las filosofías, las psicoterapias y las ideologías aparecen como un producto más a la libre disposición del consumidor. La pretensión de una filosofía o sistema, psicoanalítico o no, de poseer el verdadero acceso a la realidad, aparece como una ilusión. La teoría es una ficción.

No sólo la antigua metafísica, sino los críticos modernos, ilustrados y filósofos del idealismo alemán, así como la misma ciencia le parecerán a Nietzsche meros substitutos pretenciosos de aquella metafísica. Metafísica contemplada ya no desde los ojos de Aristóteles, sino desde las miradas posteriores a Descartes y a Kant; las miradas de los grandes discípulos y después críticos de Hegel, el último sistemático; las miradas de aquellos que frente al fracaso del proyecto de la modernidad buscan alternativas en una radicalización de esta, más que en la revisión histórico crítica de lo que fueron sus supuestos, sus fundamentos y las ilusiones de su cimentación.

Por medio del proceso de racionalización e industrialización, también de la filosofía, ha desaparecido en Occidente la posibilidad de presentarse como la alternativa.

Cada vez que buscamos el fundamento de alguna postura encontramos, dirá Nietzsche [63] , intereses, pretensiones, situaciones vitales determinadas. La crítica epistemológica se torna en crítica política, en crítica radical de lo que se piensa son los fundamentos de toda la cultura occidental. El análisis de la verdad de Nietzsche, en realidad toda su obra, es uno de los más importantes antecedentes e inspiradores de l contenido del pensamiento postmoderno y deconstruccionista. En conclusión: se dice que no hay verdad ni conocimiento de las cosas «en sí mismas» (en una particular manera de recordar a Kant).

Sólo podemos aspirar a producir metáforas de la realidad que tienen la función de expresar más el estado del individuo y las condiciones históricas y sociales en que vive, que la objetividad de lo expuesto. Ya no hay ningún fundamento fijo sobre el que se pueda o valga asentar o creer algo como seguro e inconmovible. Se ha pasado rápidamente del fracaso del univocismo a la exaltación del equivocismo. Se ha pasado de la crítica de la metafísica a la negación de una realidad más allá del mero lenguaje. Y aun en el campo del discurso habrá que reconocer la multiplicación de los nominalismos con frecuencia inconmensurables entre sí.

Se ha equiparado la reacción frente a Hegel con la crítica de todo el pensamiento occidental. Sólo nos queda, como dirá Vattimo [64] , el «vagabundeo incierto». No hay caminos que lleven a  un fin, a una realidad. Todos son, se dirá, senderos perdidos, interrumpidos (como se dice, «releyendo», interpretando, a Heidegger, en cuya lectura también buscan apoyo los pensadores postmodernos; aunque, desde luego, Heidegger va mucho más allá que todos ellos).

El desencantamiento de las visiones del mundo es uno de los acontecimientos con mayores repercusiones para la sociedad y la cultura actuales. Ligado a este desencanto podemos entender otro rasgo de nuestra cultura, la fragmentación de la razón, o la separación de, como diría Weber, las «esferas de valor». Se separan entre sí la ciencia, la moral y el arte; la lógica y la ontología; la ética y la antropología, etc. Finalmente no estamos tan lejos de la restauración cartesiana del dualismo entre el alma -a la cual se reduce la subjetividad- y la materia, el cuerpo, la res extensa, sujeta a sus propias y diferentes leyes. Aquí se separarán definitivamente las ciencias del cuerpo o de la naturaleza y las del espíritu. Aquí nacerán por un lado el empirismo y por el otro el racionalismo idealista y metafísico -no en el sentido de Aristóteles, sino en el de Wolff-. Aquí se romperá la unidad substancial del sujeto, del sub-jectum, de la hypo-stasis, reduciéndose la subjetividad al pensamiento, o a la sensación, o a la palabra que ya no es signo de ninguna cosa. Una subjetividad sin sujeto, sin soporte; pues el pensamiento de todo soporte es sospechoso de querer introducir la vieja metafísica que tan definitivamente habría sido desterrada por la modernidad.

La racionalidad muestra hoy la pluralidad de sus dimensiones, su polisemia, su inconmensurabilidad. Cada una de estas vertientes puede pretender vivir tan autónomamente que desconozca a las otras o intente someterlas a su dominio. Estaríamos ya no en la integración sino en los reduccionismos o en la era de los préstamos conceptuales «interdisciplinarios» no explicitados. La especificidad epistemológica no se encontraría ya más que en la separación de los «continentes». La «cientificidad» se encontraría en el «método» o finalmente en ningún lado. ¡Y qué más da!

Nos encontramos con el pluralismo de la razón ante lo que constituye el punto de partida de la postmodernidad. ¿O habría que hablar más bien del pluralismo de los «discursos»? Este es el rasgo que el pensamiento postmoderno radicalizará como una nueva forma de comprenderse el pensamiento, que ya no la razón, a sí mismo y de comprender la realidad. La razón, en cuanto un todo único, sólo tendrá justificación como un símbolo abstracto que cada vez encuentra menos apoyo en la realidad histórica, social, cultural, en la que opera. Las antiguas visiones totalizadoras, integradas entre sí son hoy imposibles. ¿Desde dónde pensar? Si cada una de las esferas posee su propia lógica, las miradas se hacen fragmentadas, inconmensurables, incomunicables. El pensamiento se encuentra fragmentado. La relación entre los pensamientos o los discursos se vuelve equívoca. La producción intelectual, hoy, estará habitada por el equivocismo y la metáfora extrínseca, que no por la analogía.

A este descentramiento de las imágenes del mundo o de la sociedad y a su pluralismo corresponde el descentramiento de las epistemologías, de las ciencias del hombre, y a su pluralismo corresponde el pluralismo de las psicologías y de los psicoanálisis, cada uno construido en un lenguaje y en una alternativa, al interior de una historia y de una tradición epistemológica diversa, en un contexto ideológico y en una lógica que les hace, en todo caso, por lo menos, inconmensurables; a menos que nos comprometiéramos en una difícil y ardua crítica epistemológica e histórico crítica que podría llevarnos a algo diferente del relativismo de hoy.

La llamada postmodernidad radicaliza el historicismo relativista de la modernidad. Se trata de superar a la modernidad radicalizando sus tendencias. Se trata de asentarse sin lamentos en la pérdida de sentido, de valores y de fundamento de la realidad, se trata de alcanzar una perspectiva post-racionalista: Una razón post-metafísica, una razón post-histórica, una razón post-sistemática y post-estructuralista. Una razón que asumiese el fracaso de la modernidad confundido con el fracaso de todo el pensamiento occidental desde sus orígenes hasta hoy. Pero ¡atención! en esta radicalización no hay nada de derrotista, se pretende, sino finalmente algo liberador y emancipatorio.

 Cuarta Parte

El psicoanálisis y las transformaciones del pensamiento filosófico.

«La crítica freudiana mostrará lo ilusorio de un sujeto autónomo dotado de una racionalidad transparente». Como diría Descombes [65] , la conciencia está ahora invadida por «lo otro». La autonomía de la voluntad y la conciencia es substituida o determinada por la indomeñable pulsión, por las representaciones inconscientes reprimidas ligadas a la sexualidad infantil, por el deseo, por la pulsión de muerte. La irracionalidad habita la racionalidad. Sin embargo, el proyecto freudiano está claramente inscrito en el proyecto de la Ilustración. También el proyecto freudiano está habitado por los ideales modernos del progreso, de la ciencia y de la emancipación.

Freud hablaba en un mundo muy diferente del nuestro. El Freud de los orígenes está totalmente inmerso en el pensamiento de su tiempo, independientemente de las consecuencias que para la transformación de este pensamiento tuvo su obra visionaria. Sería largo y posiblemente fuera de lugar ahondar en estos conceptos, pero no podemos dejar de mencionar la inclusión de Freud en el pensamiento darwinista, asociacionista, fisicalista y energetista del Siglo XIX, a la par que en la corriente que se deriva de Kant y de los discípulos alemanes de éste hasta llegar a la influencia de la polémica kantiana y antikantiana que marca la fundación de la psicología en Alemania con Wundt, Wolff, Külpe, Helmholtz y otros; los fisiólogos vieneses e ingleses del momento, por una parte, y la influencia de Charcot, de Schopenhauer y de Nietzsche en su polémica antihegeliana, por la otra [66] . A todo ello, sin embargo, Freud aporta concepciones de indudable novedad.

Desde sus orígenes, desde su misma fundación, el psicoanálisis ha estado en relación con el pensamiento de su tiempo, en relación con la misma filosofía. A lo largo de los años el pensamiento psicoanalítico ha ido cambiando, se ha ido reformulando, en parte por las exigencias endógenas de su práctica clínica, en parte por las diferentes lógicas a que se ve sometido dependiendo del contexto cultural y social en que se desenvuelve: léase Inglaterra, Norteamérica, Francia, Alemania de la postguerra, Argentina, etc., y finalmente, en buena medida, cosa que quiero subrayar, debido a los diferentes supuestos y opciones epistemológicos y filosóficos de quienes hacen el psicoanálisis. Cada una de estas reformulaciones y reestructuraciones teóricas preñadas de diferentes tomas de posición filosófica se revierten en una nueva y diferente lectura e interpretación del texto y del contexto freudiano. Así hay un Freud norteamericano y funcionalista, uno británico y asociacionista en extremo, uno francés y estructuralista, y asistimos ahora al nacimiento de la lectura postmoderna o post-estructuralista de Freud, etc.

Cada una de estas reelaboraciones y nuevas aportaciones conceptuales a la teoría implica por lo general una ampliación de su horizonte y un enriquecimiento importante. También puede haber desplazamientos y transformaciones radicales. Se iluminan facetas nuevas, se llama la atención sobre nuevas problemáticas, se redefinen conceptos, se enfrentan nuevas problemáticas clínicas. Pero estas reformulaciones no tienen por intrínseca naturaleza que resultar siempre positivas; de hecho, según las diferentes corrientes actuales en psicoanálisis, generalmente provocan discusión. Y muchas veces se construyen elaboraciones teóricas y conceptos muy importantes en el psicoanálisis contemporáneo sobre la base de supuestos filosóficos que son asimilados, sin percatarse de ello, por aquellos que adquieren la teoría o la estudian constantemente. Es decir, se produce con frecuencia una aceptación no consciente, irreflexiva y acrítica, de supuestos filosóficos e implicaciones epistemológicas u ontológicas cuando lo que se quiere es asimilar determinadas teorizaciones psicoanalíticas o reflexiones sobre la clínica construidas de manera no explícita sobre dichos supuestos.

Un ejemplo muy importante de la relación entre el psicoanálisis y otros campos es el de la reflexión que se lleva a cabo durante muchos años en la Escuela de Frankfurt, especialmente por Horkheimer y Adorno, y también por Benjamin, sin olvidar en ningún momento a Alexander Mitscherlich [67] . Esta reflexión cuya reelaboración y reformulación continúa críticamente Habermas hoy en día es un antecedente importante. En efecto, aunque inaugurada en otro sentido por Nietzsche, la crítica de la «razón dominadora» y «objetivante» relacionó la reflexión de estos pensadores con el psicoanálisis durante muchos años. En Nietzsche cuya importancia para el pensamiento de la postmodernidad es insoslayable, se descubre y delata lo otro de la razón dentro de la razón [68] . Esta crítica pretende ser demoledora del idealismo del sujeto, socavar la fortaleza de la razón ilustrada, y arrancar los lazos orgánicos del pensamiento del suelo nutricio de la tradición filosófica y cultural de Occidente.

La crítica de la epistemología de la dominación encontrará en estos, en cierto sentido continuadores de Nietzsche, pero también de Marx, un lugar preeminente. Ellos reflexionarán sobre la relación entre razón y poder para concluir que el proceso de la Ilustración concluye en la barbarie porque la raíz de la razón está enferma. Conocer es objetivar y todo esfuerzo objetivante es por sí sistematizador, controlador y dominador. La razón está enferma del deseo del hombre de dominar la naturaleza. Este deseo de dominio inherente a la actividad cognoscitiva hace que el descubrimiento de la verdad se vea frustrado. Estamos en la crítica más profunda de la teoría del conocimiento como apropiación del objeto de conocimiento por parte del sujeto cognoscente como ejercicio de la dominación. El sujeto del conocimiento es más que un espectador pasivo que se deja impresionar por la luz que ilumina al objeto: es un dominador. La crítica de la dominación implicará entonces la crítica del sujeto del conocimiento. Y si la razón cognoscente es siempre dominadora, entonces no hay razón que válidamente produzca un verdadero conocimiento.

Esto implica un problema epistemológico para el psicoanálisis. ¿Qué tanto conserva la teoría psicoanalítica su especificidad y autonomía conceptual en estos casos? ¿Qué tan indisociable resulta la teoría psicoanalítica de sus préstamos conceptuales de otras disciplinas? ¿Qué resignificación adquieren los conceptos tomados en préstamo o los supuestos asumidos por algunos en su nuevo contexto psicoanalítico?.

Como, por otra parte, la producción psicoanalítica es, al mismo tiempo, mucha e insuficiente, nos encontramos frecuentemente en el malentendido, en el equívoco y en el intercambio difícil. Es necesaria una labor psicoanalítica crítica en el sentido positivo del término, vale decir, histórico crítica, de sus supuestos y de su construcción que explicite el proceso de su elaboración, que reflexione epistemológicamente sobre sí misma y contribuya de esta manera a la elaboración, construcción o preservación de la coherencia y unidad teórica psicoanalítica. Y como la producción y la reelaboración son constantes, pues la reflexión crítico epistemológica tiene que serlo también [69] .

Hoy el campo psicoanalítico es tal que podríamos hablar ya no del psicoanálisis, sino de los psicoanálisis, suponiendo que más de uno lo sean. Si, además, adoptamos la creencia en el final de los «grandes relatos» y la fragmentación de los discursos parecería inevitable la también multiplicación y fragmentación de los discursos psicoanalíticos.

Recepción del pensamiento «postmoderno» en el psicoanálisis contemporáneo

Al decir de Pasternac [70] , del conjunto de las participaciones en los Estados Generales del Psicoanálisis se desprendería la existencia de una influencia cada vez mayor del pensamiento postmoderno, especialmente derridiano, en el psicoanálisis.

En realidad creo que la recepción por parte de los psicoanalistas de lo postmoderno, entendiendo por esto no solamente las aportaciones teóricas o filosóficas, sino también algunos rasgos descriptivos de nuestra sociedad occidental, no ha sido uniforme.

A guisa de ejemplo me referiré a cuatro psicoanalistas, suponiendo que unánimemente les reconozcamos como tales a pesar de las diferencias de escuela o tradición intelectual, tres de los cuales tienen hacia lo postmoderno una actitud crítica, y un cuarto una actitud más bien entusiasta y participativa. Me refiero en particular a Emiliano Galende[71] , a Cornelius Castoriadis [72] , a Roland Brunner [73] y, por último, a Anthony Elliot [74] , cada uno de ellos muy diferente a los otros.

Emiliano Galende aborda el tema de la problemática de la psicopatología y de la práctica analítica en la sociedad actual con una actitud crítica que, sin embargo, busca evitar el pesimismo paralizante. Reflexiona sobre los cambios que se han producido en nuestra sociedad al tiempo que muestra las dificultades que tienen hoy los sujetos para responder a las presiones y exigencias que el trastrocamiento de los lazos sociales, familiares y comunitarios impone a los sujetos quienes con frecuencia fallan en este intento, y al tiempo va pensando psicoanalíticamente sobre las vicisitudes del aparato psíquico. Su reflexión, fundamentalmente freudiana, que no traspasa los supuestos epistemológicos o filosóficos acostumbrados de este marco, resulta, sin embargo, notablemente creativa, reelaborativa y reordenadora, recuperadora de un pensamiento clínico claramente anclado en la metapsicología freudiana, desde la cual trata de dar cuenta de las enormes tareas que enfrentan hoy los sujetos en lo que Galende llama el «Malestar de la individuación».

La cultura contemporánea no solamente impregna el proceso de individuación de los analizandos, sino también a los psicoanalistas, lo cual hace más necesaria una actitud crítica de consciente alerta frente al malestar en esta cultura. Galende considera que estamos asistiendo al surgimiento de nuevos rasgos en el comportamiento de la cultura, de modos novedosos de formarse los vínculos inter- e intrapsíquicos, de transfomaciones profundas que han trastrocado el ordenamiento de lo público y lo privado. Estos cambios se encarnan en la subjetividad singular y producen rasgos nuevos o modifican aspectos esenciales de la individualidad. Frente a estas transformaciones, sin embargo, Emiliano piensa que el psicoanálisis (freudiano) sigue dando pruebas de su eficacia, independientemente de que sea permanentemente necesaria la creatividad clínica y teórica del analista para hacer frente a estas modalidades. Las problemáticas fundamentales que Galende menciona se refieren a la violencia intrafamiliar y social, las adicciones, las depresiones y las situaciones de desamparo extremo.

Desde luego que se introducen dificultades nuevas en el abordaje terapéutico especialmente comunes a transtornos con dificultades con la representación palabra, en general, a la transferencia, al empobrecimiento de la capacidad asociativa o de simbolización, a la dificultad para relacionar la propia sintomatología con la historia, a las tendencias al pasaje al acto, etc., todas las cuales se habrían incrementado hoy día.

Deben enfrentarse problemáticas que si no son del todo nuevas sí se producen hoy con notablemente mayor frecuencia, para ellas no siempre tenemos una respuesta teórica, aunque confiamos en contar con elementos suficientes para construir esa respuesta: adicciones diversas, trastornos psicosomáticos, desamparos extremos, maltrato intrafamiliar e infantil, etc.

Es necesario, si las nuevas condiciones en la psicopatología dependen de las modificaciones en la cultura, profundizar en la teorización sobre la relación entre lo social y lo individual, entre lo público y lo privado, en la manera como los significantes sociales determinan la constitución fantasmática de los sujetos y su operatividad en ellos. Probablemente en esta teorización, aparte de la reformulación de los criterios diagnósticos, o en ella, deberemos incluir el concepto de riesgo.

La teatralización o espectacularización de la experiencia, que Giddens pensaba como el «secuestro» de la experiencia, ha trastornado la relación de los sujetos con la realidad de manera profunda: todo es ficción, nada es real, toda representación es fugaz y evanescente, no preocupan los objetos sino que nos volcamos a la búsqueda de las insospechadas posibilidades de la imaginación y de la fantasía. La realidad consiste en las sensaciones y la enfermedad, si podemos usar aquí este término, no es más que un sentimiento: suprimidas las emociones, con un fármaco quizá, desaparece la «enfermedad»: lo interno es lo externo, el afuera es lo de adentro, no hay estructura, sólo síntomas, no hay psicogénesis, sólo semiología fenoménica. El dolor, el sufrimiento, las tristezas o las alegrías del amor son solo una posibilidad entre otras. «Tampoco podemos, cito a Galende a quien vengo siguiendo muy de cerca, sostener hoy un ideal de objetividad que rápidamente sería reducido al de una perspectiva más, un modo más de interpretar, un modo más de desear» [75] .

Ya que «la individualidad y el lazo social se constituyen mutuamente» [76] , la caída de lo público y la indiferenciación de lo individual y lo colectivo producen problemas en la constitución identificatoria de los sujetos, el individualismo se hace escepticismo, el sujeto se desdibuja a sí mismo. Estamos ante un reconocimiento de la diferencia que anula la diferenciación del individuo, porque el sentido de lo colectivo para la subjetividad termina siendo la afirmación pura de esta subjetividad sin el colectivo que la constituye. Lo colectivo es lo subjetivo, la cultura es la subjetividad: Ideales del yo sin historia. La satisfacción ya no se busca en el «otro», sino en el objeto de la adicción. Galende no puede dejar de ver en todo esto por lo menos un matiz perverso. Situaciones irresolubles en lo social se vuelcan en la colectividad de la vida amorosa, como en su substituto, otorgándole una demanda de suplencia inabordable, en lo cual se pone en juego una renegación. «Existe una estrecha relación -cito a Galende[77] – entre estos vínculos actuales y ciertas características de las defensas perversas. Recordemos que Freud caracteriza a este modo de defensa por actuar, no sobre el deseo, como en la represión, sino rehusándose el yo a reconocer la realidad de una percepción, por sus sentidos traumáticos o displacenteros [78] [.] Se trata de formas de renegación, dice más adelante [79] , por las cuales se hace posible un imaginario de tolerancia y pacificación, donde la diferencia no se carga del conflicto de la desigualdad».

Más allá de la universalidad del Edipo, si la subjetividad es mero producto de la cultura, a diferentes culturas corresponderían diferentes edipos o diferentes subjetividades; y si la sociedad contemporánea produce profundas alteraciones en la estructura o constitución de los edipos, todo esto dicho como un supuesto, entonces nuestra sociedad produce subjetividades muy diversas de las anteriores.

Estoy intentando problematizar el concepto de «producción histórico cultural de producción de la subjetividad». Dejado aparte el contrato social de Rousseau que supondría al sujeto (¿cuál?) preexistente, y si como dice Galende -cito-: «es la relación social lo que habrá de constituir la individualidad, no se trata de individuos preexistentes que se relacionan. Ahora bien, para que la individualidad se sostenga son necesarias las relaciones sociales concretas, es decir, la presencia del otro en el lenguaje y la acción» [80] -hasta aquí la cita-. Pero entonces a diversas redes o sistemas de relaciones sociales concretas corresponden diferentes individualidades. ¿Hasta dónde? Aparte de que en esta enunciación, que recuerda las tesis de Marx sobre Feuerbach, en particular la famosa sexta, parece confundirse lo social con lo psíquico. Es evidente que hay una relación entre ambos, pero esta relación no puede ser tal que se pierda algo que nos permita seguir hablando de subjetividad.

Entre los cambios en la subjetividad actual o en la sociedad actual que con ella interactúa, Galende señala profundas variaciones en la constitución familiar y en particular en la función paterna, por lo menos. Sería difícil, reconoce nuestro autor, hacer un catálogo completo de los nuevos rasgos culturales y de la subjetividad concomitante, porque algunos solamente comienzan a insinuarse o por otras razones. Por otra parte mucho se ha escrito sobre esto y Galende desea mencionar solo algunos de estos rasgos. Así, entre otros, señalará la pasivización de los individuos respecto de la cultura y lo social como uno de los más señalados. Esta pasivización del yo haría posible una saturación del yo sometido a una sobreestimulación u oferta por parte del medio, sobreabundancia de imágenes, etc., que producirían la sensación de «lleno», al mismo tiempo que se empobrecerían la sexualidad en las relaciones. Se maquinizan o robotizan los vínculos con el otro por vía de la operacionalización utilitaria de las relaciones sociales. Se superficializan los afectos. Se adquiere una sensibilidad impostada y se tiene una compulsión a hacer. Se trata también de una subjetividad que ha modificado sus relaciones con el cuerpo y las relaciones sexuales se vacían de los contenidos singulares de la historia libidinal y de la fantasía. Nos estaríamos acercando a la multiplicación de lo que Green denominaría «locuras privadas».

Sigue Galende describiendo diferentes rasgos de la subjetividad actual para después intentar comprender psicoanalíticamente algo de ellas. Así pensará, por ejemplo, que en ciertos casos se daría una dominancia de la renegación (Verleugnung) freudiana en la constitución de la realidad para estos sujetos. En las neurosis narcisistas el objeto surgiría siempre más en la dirección de un consumo sobre la oralidad y la incorporación canibalística de la melancolía.

En otras manifestaciones [81] ligadas a la modalidad denegatoria de la defensa, «el objeto que sustituye -cito- no surge en el soporte de ninguna fantasía, ni se inscribe con relación a ninguna historia, ni aparece cercano a una transferencia. Tiene los caracteres del objeto narcisístico como presencia idealizada…etc.»

En otro lugar dice: «En muchos de estos nuevos síntomas (las adicciones, los trastornos psicosomáticos, ciertas conductas perversas, las anorexias, etc.) parece insinuarse la fuerza de la repetición compulsiva, como un goce que hace fracasar a la palabra…» [82] . Y en una cita final: «… la relación de estas formas clínicas de las neurosis narcisistas con los caracteres de la pulsión de muerte, sobre todo con lo señalado por Freud en uno de sus últimos ensayos, […] en que señalaba dos formas de manifestarse la pulsión de muerte: la primera ligada a los dinamismos del superyó […] y la otra no ligada, que vinculaba a la defusión instintual…» [83] .

Lleguemos hasta aquí con este psicoanalista cuyo compromiso clínico le lleva a esforzarse en hacer teoría para dar cuenta de lo que podríamos llamar, forzando un poco la expresión, una psicopatología de la postmodernidad. Como decíamos arriba, es un autor que no se queda atrapado en la crítica de la sociedad postmoderna, sino que intenta elaborar los desafíos de la subjetividad que ella produce.

Cornelius Castoriadis es otro pensador que también se ocupa críticamente de la postmodernidad: su perspectiva es la de que la sociedad actual representa «el ascenso de la insignificancia». Su postura, más sociológico-filosófica y menos clínica, también procedente de la izquierda (Castoriadis formó junto con otros parte del grupo Socialisme ou Barbarie), nos parece muy importante en la medida en que contribuye a marcar los límites, o más bien, la impertinencia de un intento de explicar lo social por lo psicoanalítico, afirmando la necesidad de diferenciar lo social-histórico, de lo psíquico. Para él -cito-: «El conocimiento y la acción del hombre son indisociablemente psíquicos y social-históricos, dos polos que no pueden existir el uno sin el otro, y que son irreductibles el uno al otro» [84] . Y más adelante: «Lo psíquico propiamente dicho es irreductible a lo social histórico y lo social histórico es irreductible, pese a los intentos de Freud y de otros, a lo psíquico» [85] . Todo esto me parece muy importante porque es frecuente que al tratar de la subjetividad postmoderna se produzcan deslizamientos constantes entre los conceptos de subjetividad «social» postmoderna y de subjetividad «psíquica».

Si me refiero a Castoriadis, con quien, desde luego, no concuerdo en todo, es fundamentalmente por cuatro razones: primera, se trata de un crítico de la sociedad contemporánea; segunda, se trata de un crítico bastante radical del pensamiento francés de la postmodernidad; tercera, porque lleva a cabo una reflexión sobre las consecuencias que tiene la actual crisis de la sociedad occidental en lo que él denomina la crisis de las identificaciones; y finalmente, por el papel que otorga a la imaginación, no al imaginario social, ni al imaginario en el sentido lacaniano, sino en el sentido de poiésis en la constitución del sujeto, lo cual permite enlazar su pensamiento por un lado, el más crítico, con Roland Brunner, y por el otro, el más optimista, con la postura de Anthony Elliot.

En efecto, respecto de lo que él denomina la «ideología francesa» no podría ser más crítico. Para él esta ideología está muy emparentada con la desilusión política, con los efectos del fracaso del movimiento del mayo del 68, etc. Sí, se trata para él de asistir a la crisis y al derrumbe de la modernidad, «de todos modos -dice-, la historia, el sujeto, la autonomía, no son más que mitos» [86] , ya no solamente de la modernidad, sino de Occidente; sin embargo, de la constatación de una crisis que en Occidente equivaldría al mismo Occidente que, como una serpiente, se devora a sí mismo por la cola en la caída de los propios supuestos fundamentales, está lejos de concluir que la salida consista en ir «tras el hundimiento del movimiento,- estoy citando- [a] las múltiples y en múltiples sentidos irrisorias derivas hacia las microburocracias trotskistas y maoístas, hacia la liquefacción «mao-spontex» o hacia el nihilismo ideológico seudo-subversivo» [87] .

Para esta postura que casi siempre implica una crítica política, el pensamiento postmoderno significa desde este punto de vista una regresión: «Incluso admitiendo -vuelvo a citar- que vivamos el fin de una etapa de embriaguez histórica que comenzó, por segunda vez, hace unos ocho siglos en las primeras ciudades estado burguesas de Europa occidental, el fin de un sueño de libertad y de autogobierno, de verdad y de responsabilidad. Incluso admitiendo que hoy seamos capaces de ver, sobriamente, la forma por fin hallada de la sociedad política, la verdad definitiva de la condición humana en forma de Pasque y Fabius, de Hernu y Léotard, de Playboy y los video clips, de la pop-philosophie y las ensaladas «postmodernas». Aunque así fuera, sería incongruente ver en estos fenómenos el «sentido» de 1776 y de 1789, de 1871, de 1917 y del Mayo del 68, pues, incluso en esta hipótesis de pesadilla, dicho sentido habría sido la tentativa de hacer realidad otras posibilidades de existencia humana» [88] .

Cierto, si la caída del marxismo parece sepultar las esperanzas de transformación social, por otra parte su rechazo los lleva a la adopción apresurada del «mejor de los mundos» en la convicción creciente que vivimos hoy bajo el régimen menos malo. Sin embargo, de ahí no se sigue que debamos ser fatalistas. «La idea de hacer tabla rasa de todo lo que existe – disculpen que vuelva a citar- es una locura que conduce al crimen. De ello tampoco se sigue que debamos renunciar a lo que define nuestra historia desde Grecia y a lo que Europa ha conferido nuevas dimensiones» [89] . No por el hecho de que sin producción y consumo no haya sociedad han de erigirse estos en el fin último de la sociedad y la existencia.

La crisis no sería la de la modernidad, sino la de un Occidente que vive devorando su propia historia. Mantiene un statu quo liberal, pero carecería ya de significaciones emancipatorias.

El pensamiento postmoderno, un pensamiento de la finitud que se muerde la cola, sería una manifestación más de la esterilidad de nuestro tiempo. «Y no es casual -dice- que ello vaya parejo a las ridículas proclamas del «fin de la filosofía», a las imprecisas y confusas declaraciones sobre «el fin de los grandes relatos», etc. Tampoco lo es el que los representantes de estas tendencias sean incapaces de ofrecernos algo más que comentarios de los escritos del pasado y eviten cuidadosamente hablar de las cuestiones que hoy plantean la ciencia, la sociedad, la historia y la política [.] Esta esterilidad no es un fenómeno aislado, sino precisamente la expresión de la situación social-histórica. Hay también ciertamente un factor filosófico «intrínseco», por decirlo así: evidentemente, hay que realizar una crítica interna de la filosofía heredada, sobre todo de su racionalismo. Pero pese a las pomposidades de la «deconstrucción», esta crítica se realiza de forma reductora. Reducir toda la historia del pensamiento greco-occidental a la «clausura de la metafísica» y al «onto-teo-logo-(falo)-centrismo», es escamotear la multitud de potencialidades infinitamente fecundas que contiene esta historia; identificar el pensamiento filosófico con la metafísica racionalista es sencillamente absurdo. Por otra parte y principalmente, una crítica que no es capaz de establecer principios distintos de los que critica se condena a permanecer en el círculo trazado por lo criticado. De este modo toda la crítica del «racionalismo» desemboca hoy meramente en un irracionalismo que es sólo su otra cara, y, en última instancia, en una posición filosófica tan vieja como la misma metafísica racionalista.» [90] .

Para Castoriadis hay en la actualidad una verdadera crisis de la sociedad que tiene como una de sus más graves consecuencias una crisis del proceso de identificación, interactuando ambas y agravándose mutuamente. Este proceso singular de identificación se encuentra hoy en crisis al encontrarse modificada la familia, el lugar del padre, etc. Se trataría de una crisis de las significaciones imaginarias sociales, es decir, de aquellas que mantendrían cohesionada a la sociedad y que estructuran la imagen del mundo y la representación que la sociedad tiene de sí misma; mediadamente, también la representación que el sujeto psíquico se hará de sí mismo; aunque queda por explicar como se pasa de un plano, el social, al psíquico. [91]

Desde el punto de vista de Castoriadis el asunto no se refiere solamente a las identificaciones «tardías». Según él algo del modo de ser de los primeros adultos se filtra en la estructura psíquica incluso psicocorporal. No se trataría tampoco de una madre «genérica» o de un padre «genérico», sino de la madre de una sociedad concreta. Esto pondría en el tapete el asunto de la atemporalidad o ahistoricidad del inconsciente y sobre su significación exacta. Del mismo modo plantea el asunto de cómo se puede hablar al mismo tiempo de una cultura particular y de una cultura de la humanidad que solamente se puede pensar como universal. De nuevo el problema de la relación entre lo particular y lo universal. Pero Castoriadis no aborda el asunto [92] .

Liberarse de la ilusión de un «progreso histórico» es, para Castoriadis, liberar nuestra imaginación poiética, nuestro imaginario social creador. «La obra del psicoanálisis es el devenir-autónomo del sujeto en el doble sentido de liberación de su imaginación y de establecimiento de una instancia reflexiva y deliberante que dialoga con esta imaginación y juzga sus productos» [93] .

Liberación de la imaginación, de la creatividad, esta parece ser, para Castoriadis, la «naturaleza» del hombre. Creación como una capacidad de crearse a sí mismo en la sociedad, de crear los significantes sociales que le constituirán. Creación no como indeterminación sino en el sentido de la apertura. [94] Creación que aprovecha lo que ya está ahí para producir nuevas formas. Ya lo había dicho Aristóteles: la imaginación es lo que permite que del caos hagamos un mundo.

Hay, pues, un genus, un genus humano que tiene que ver con la génesis, con la poiésis, con la phantasia.

Es justamente en esta afirmación de la imaginación, la creatividad y la fantasía, en la capacidad creativa y autocreativa que socialmente posee el genus humano, donde Castoriadis parece acercarse a otro psicoanalista: Elliot, con el natural deslizamiento semántico que provocará el paso de las creativas imagination y fantaisie a la más representacional fantasy de los psicoanalistas de la escuela inglesa.

Roland Brunner, en quien me detendré algo menos, es un psicoanalista, está claro, de lengua francesa.

De los cuatro autores que he elegido como ejemplo es el más crítico, tanto de la sociedad contemporánea, como del pensamiento postmoderno y del pensamiento psicoanalítico influido por él. El entramado estilístico de su irónico estilo es difícil de sintetizar. A lo largo de su pequeño libro dedicará pequeños capítulos a casi todo: el individuo, el amor, la mujer, la felicidad, la comunicación, el dinero, el desempleo, la mundialización (globalización), el poder, la perversión, la democracia, la guerra, etc.

Por un error de diagramación o diseño, que más parece un acto fallido, el encabezado que lleva cada página izquierda a lo largo de todo el libro, puesto que la derecha lleva el nombre de cada capítulo, en vez de llevar, como se supondría, el título que el libro ostenta en su portada, lleva otro, alguno quizá que se hubiera preferido: Psicoanálisis y «barbaries». El autor, sin embargo, que sepamos, no perteneció al grupo Socialisme ou Barbarie, sino que se agrupa, al parecer, con Jean Nadal y aquellos que publican la serie Psychanalyse et Civilisations. Recorramos, a saltos, algunas de sus páginas:

Sobre el psicoanálisis: «Para quien está listo – estoy citando- para hacer un trabajo en sí mismo, para quien tiene el coraje de sufrir una cirugía del alma sin anestesia, porque la vida es cruel, el psicoanálisis ofrece al sujeto las sensaciones fuertes de una cita consigo mismo. Yo pienso, luego soy, pero no se quién soy. En esta perspectiva el psicoanálisis sirve más para ser mejor que para ir mejor. El psicoanálisis sirve así para facilitar el cambio personal. Ahora bien, si el sujeto reivindica la curación, entonces repugna -rechaza- ordinariamente este cambio personal. Cambiar, es morir un poco, es morir un poco para poder renacer. El psicoanálisis ayuda al sujeto a parirse a sí mismo. En este sentido es una especie de mayéutica. En este sentido, el psicoanálisis se inscribe en la tradición socrática del conócete a ti mismo» [95] . Un poco más abajo: «El psicoanálisis no puede curar de la vida .[.] El psicoanálisis ayuda el sujeto a cumplir con su único deber, el de tener que soportar la vida. En esta perspectiva, el psicoanálisis ayuda al sujeto a renunciar a esa búsqueda persecutoria de la felicidad [.] La vida es un largo duelo más o menos tranquilo» [96] . Así comienza el libro, en su primer capítulo «Malestar en el psicoanálisis», y así termina este capítulo: «Ya lo habíamos comprendido, el psicoanálisis no es un paseo para la salud».

Sobre el sujeto contemporáneo: «Su primer rasgo – sigo citando a saltos- reside en la exigencia de un moi fuerte y bien templado, sin flaqueza, sin falla, sin carencia para un sujeto en el fantasma del dominio; para un sujeto que se dice regente de su cuerpo, su salud, su sexualidad, su dinero, su carrera profesional. como si se pudiese dominar lo que sea [.] Un segundo rasgo reside en la confusión operada por el sujeto entre lograrse profesionalmente y lograr su vida […] Un tercer rasgo reside en la anemia del moi del lado de las referencias familiares, nacionales, religiosas y políticas. El sujeto contemporáneo, como atomizado, no tiene ni raíz, ni pasado, ni historia, ni porvenir, ni nada que transmitir. Con su imperativo de gozo inmediato y efímero, con su superyó bonachón, después de él, el diluvio. A este título, el sujeto perverso que se constituye su M. Hyde, se ha puesto a proliferar y a mostrarse en público de manera ostentosa, sin duda en parte por causa de la decadencia de la función paterna observada por J. Lacan en Occidente. El ideal del yo del sujeto contemporáneo ¿será el de un yo perverso? .[.] perverso a gusto en una civilización cada vez más libertina y menos liberal [.] El yo se reduce a su más simple expresión en las derivas psicopáticas de adolescentes errantes por las barriadas de las megalópolis, sin referencia identificatoria frente a padres desfallecientes y a adultos incapaces de encarnar la «Ley» de manera creíble [.] En fin, un último rasgo reside para el sujeto en una filosofía del ser que se confunde con una filosofía del parecer, en una obsesión de la pamema y de la seducción» [97]

Así continuará Brunner hasta el final del libro, con su ironía demoledora entramada con el lenguaje psicoanalítico, cáustico crítico del modo como hoy se piensa y se vive:

«El nuevo orden amoroso» (en el cual «no existe ninguna certeza, ninguna seguridad, y nada se da jamás por adquirido [.] El malestar del desamor no es, puede ser, más que el miedo del amor, de la duración de la pareja en el tiempo [.] hasta la muerte» [98] ).

La vivencia del tiempo en la sociedad contemporánea («la sociedad postmoderna no es una civilización de la espera.No future. Otrora se esperaba al Mesías, el año próximo en Jerusalén, el fin del mundo. Esperas escatológicas pero también espera del retorno de las golondrinas. Viviendo en una idolatría de lo presente, el sujeto contemporáneo se dispensa de declinar el pasado y de imaginar el porvenir. No sabe, tan apresurado que está, que pierde el tiempo al no darse tiempo» [99] ).

La comunicación («para hacer pasar el mensaje se banaliza un lenguaje pobre expresando ideas sumarias, esquemáticas, simplistas y caricaturescas» [100] ).

La sociedad como espectáculo («En una palabra, la imagen se sitúa como eco del fantasma y permite la realización alucinada de un deseo con frecuencia perverso [.] La sociedad está también fundada en lo no dicho, en la semi-verdad, la mentira a medias, la falsa confidencia, el rumor, la logorrea de frases huecas y de palabras vacías» [101]).

La sociedad del desperdicio, de la idolatría del objeto tecnologizado, del culto de la empresa, de la utopía de la sociedad administrativa (incluso del deseo); la globalización («victoria de un pensamiento único tecnoeconómico omnipresente, cancerizado por el orden cuantitativo y binario.» [102] ).

Los «infortunios de la virtud» y del «espíritu de las leyes» («Para el psicoanalista, es la problemática perversa lo que subyace en este debate en el que nadie osa decir en voz alta lo que todo mundo piensa por lo bajo. [.] ¿No es el perverso el más eficaz en el arte de manejar, de dirigir y de mandar a los hombres [.] Pero ¿qué es un perverso?»[103] y «Para el psicoanalista, puede ser, debido a que hay menos Ley cada vez, hay cada vez más leyes» [104] ).

En resumen, y me imagino que ha quedado claro, para Brunner la sociedad contemporánea es una sociedad perversa. Queda claro también que él encuentra en el campo psicoanalítico tanto elementos desde los cuales puede ser pensada -o criticada.-, como también puede ser, y de hecho a veces lo es, justificada y defendida.

Anthony Elliott, al contrario de Galende, de Castoriadis y de Brunner, no es un crítico de la postmodernidad sino un entusiasta defensor de ella.

A diferencia de Castoriadis y de Galende, que expresan una clara preocupación política, Elliot es políticamente bastante más light. Castoriadis es un psicoanalista con una particular manera de teorizar el psicoanálisis, pero, diríamos, de cualquier modo freudiana, a la francesa, mientras que Elliot es un teórico a la inglesa; su pensamiento recorre desde Melanie Klein, Winnicott y Bion para, curiosamente, llegar, atravesando el Canal de la Mancha, hasta la Kristeva [105] . El autor, en efecto, es también un estudioso de la producción francesa del psicoanálisis y de la filosofía «continental», y a lo largo de su obra entablará con los representantes de la Escuela de Frankfurt, con Habermas, con Lacan, con Castoriadis, con Zizek, etc., interesantes conversaciones y debates que, desde luego, no podemos revisar aquí.

Anthony Elliot, independientemente de que se comparta o no su posición teórica como psicoanalista o su exaltación de la postmodernidad, es un autor interesante y creativo. Según él, los argumentos concernientes a la relación inconsciente entre la fantasy y el meaning encuentran su más serio apoyo en la lectura decostruccionista que J. Derrida hace del psicoanálisis. Derrida enfatizaría, además, liberando de todo biologismo al pensamiento freudiano, que la fantasy es un orden activo en el que está en proceso un constante deslizamiento. Las fantasies no son copias, sino inconscientes construcciones y reconstrucciones. Desde este ángulo -estoy siguiendo muy de cerca a Elliot[106] – el registro o almacenamiento de la experiencia es una activa creación; una elaboración de la fantasy que es central para el hacerse de los mundos personal y social.

Este enfoque subraya la relación entre la fantasy y el orden social existente, el orden de la modernidad tardía y de la postmodernidad. De este modo se desarrollan complejos y contradictorios escenarios para la fantasy que forman creativamente, y son a su vez formados por los mundos de las culturas moderna y postmoderna. Elliot piensa que el concepto de fantasy, entendido a la manera psicoanalítica inglesa, como expresión representacional de los deseos y las pasiones, es indispensable para entender la inseparabilidad de lo social y lo subjetivo en nuestra sociedad.

No se trata para él de ver la crisis actual como únicamente el producto de un cierto impulso compulsivo por un orden social determinado, o como un resultante del «colapso de los grandes relatos» que tiende a ser descrito como fragmentación o dislocación en la cultura postmoderna. Sin embargo, las tensiones entre lo moderno y lo postmoderno, que según el autor coexisten en la sociedad actual, y esta crucial inseparabilidad, según él, entre lo psíquico y lo social, implican que la subjetividad contemporánea no se encuentre libre de la dispersión psíquica de la fantasía y de la sexualidad. La fantasy es entendida como un reino creativo donde los lugares son intercambiables, existen múltiples puntos de entrada, rotación de identificaciones; y puede acudirse a ella para conceptuar el punto en que se dividen el self y el otro, la identidad y la diferencia, el deseo y la historia, la sexualidad y la política. Puede servir también para articular las múltiples junturas y separaciones entre lo moderno y lo postmoderno.

Para entender al sujeto postmoderno, piensa Elliot, hay que romper con la idea del self fragmentado, tanto en la teoría social como en la social.

Argumenta Elliot que la postmodernidad es una modernidad automonitoreada que promueve un mapeo (Mapping) o un barrido (scanning) de las dimensiones fantasmáticas del self y de la sociedad. La subjetividad postmoderna se constituiría mediante una vuelta de la fantasy contra sí misma para lograr abarcar la ambivalencia y la incertidumbre de la mente y del mundo. Esto significa que hay que proceder en la vida personal como en la cultural sin una guía absoluta, sin autoridades definitivas, tolerando la incertidumbre y la confusión, y tratando de pensar lo impensable al interior de la turbulencia de los procesos sociales contemporáneos.

Lo que interesa a Elliot especialmente es esta dimensión fantasmática de identidad, sociedad, cultura y política.

El orden de la postmodernidad es algo descentrado, fragmentado, que implica la necesidad de la fantasy en la conformación de la intensa fascinación de la postmodernidad por la pluralidad, la ambivalencia, la ambigüedad, la incertidumbre y la contingencia. Por ello la postmodernidad promueve un mapeo reflexivo sobre nosotros mismos, múltiple, otro y extraño.

Considera Elliot esencialmente dos tipos contrastantes de configuración de la relación de objeto, una moderna y otra postmoderna. La primera estaría relacionada con un modo de fantasy en el cual la seguridad y el gozo derivan de alcanzar el control, el orden y la regulación del self, de los otros y del mundo sociopolítico; la otra, postmoderna, implicaría una configuración en la que el modo de la fantasy supone un espacio reflexivo centrado en la identidad y lo político, en la creación de espacios abiertos que abracen la pluralidad, la ambigüedad y la incertidumbre.

Una tesis fundamental del autor es que la sociedad contemporánea, no sin tensiones ni contradicciones, despliegareveries modernas y postmodernas simultáneamente. Habría que evitar, sin embargo, el maniqueísmo de pensar que si la modernidad tiene que ver con el orden, entonces la postmodernidad tiene que ver con el desorden. [107]

Desde un punto de vista postkleiniano, y como pensamiento radical, podemos hablar de modos de reflexividad que pueden implicarse con algo más que la contradicción y el conflicto, con las angustias, ansiedades y movilización de afectos que esto implica. Podemos pensar también en una reflexividad creativa que entraña la posibilidad de pensar, sentir y actuar de manera innovadora en relación con las representaciones imaginadas más allá de lo instituido en lo social y la cultura. Esto es lo que el autor llamará «autorreflexión crítica» [108] que relaciona con un modo esencial de alcanzar la autonomía personal y social. Esta actividad reflexiva supondría una implicación de las estructuras profundas de la subjetividad, de la sexualidad, de la otredad, de la diferencia, de necesidades, anhelos, pasiones y deseos inconscientes.

De cierta manera el «malestar en la cultura» sería muy propio de la cultura de la modernidad que por una parte descubre la profunda imbricación entre la fantasy inconsciente, el deseo y el ser, pero por otra la reprime sometiéndola al orden y a la racionalidad. Y, sin embargo, la postmodernidad ha demostrado la imposibilidad de construirnos a nosotros mismos dentro de los grandes relatos de la razón, el progreso y la emancipación, piensa Elliot. La postmodernidad tiene que ver con la apertura, estaría constituida por la heterogeneidad en el espacio y el tiempo de configuraciones que circulan en una pluralidad irreductible; de esta manera el sujeto experimenta la diversidad cultural. El ideal de identidad en estos tiempos se reconfigura desde el punto de vista de circuitos defantasy que operan como reguladores.

En otras palabras, en las condiciones de la postmodernidad los sujetos flotan, suspendidos en la apertura del espacio-tiempo, siendo constituidos y reconstituidos en relación con diversas configuraciones de la experiencia. Desde luego esta flotación implica varias tensiones y presiones respecto de la experiencia de sí mismos, pero en conjunto se trata de algo liberador y positivo.

Para los psicoanalistas de hoy la realidad psíquica estaría localizada en un estado de continuo movimiento no lineal, al interior de un campo interpersonal de interacción que enmarcaría la significación personal y su autenticidad, en íntima conexión con la fantasy y la imagination.

El inconsciente, entendido como imaginación radical, sería un fluir representacional que subyace en todas las configuraciones organizativas del self y en todas las disposiciones intersubjetivas. Esta concepción subraya la importancia de las imágenes contenidas y de los estados afectivos como organizadores del desenvolvimiento psíquico; la subjetividad sería pensada a la manera del trabajo del sueño, sobredeterminada, desplazada, condensada, simbólica. Cada uno de nosotros integraría la experiencia cotidiana en la textura interna de su mundo interno. La vida psíquica, entonces, es contemplada como una corriente de fantasías, de envolturas representacionales, sensaciones corporales, expresiones idiomáticas, envolturas, contenedores, introyecciones y memorias. En la medida en que este mundo interno es entendido como abarcando tales formas psíquicas multivalentes, en esa medida se diría conformado a través de un campo interpersonal de interacciones con personas significativas. El individuo, visto como un flujo representacional, está inmerso tanto en relaciones intrasubjetivas como intersubjetivas. Esta focalización en el fluir, en las múltiples subjetividades en el psicoanálisis contemporáneo se corresponde, dice Elliot [109] , con las corrientes postmodernas acerca de la dialéctica de la identidad y la diferencia, con su insistencia en la irreductible multiplicidad de la experiencia y del mundo.

«Los efectos psíquicos y personales de la postmodernidad son la emergencia de nuevas formas de pensar, mapeos y barridos (scannings) por lo que se refiere a las relaciones entre la seidad (mismidad) y la otredad, entre la identidad y la no-identidad, entre la sexualidad y el género» [110] .

Esta optimista mirada concluye con las siguientes palabras: «En efecto, la articulación contemporánea de las diferencias culturales es insistentemente identificada con el reconocimiento de la naturaleza dañada y del traumatizada de la subjetividad humana y de las comunidades sociales. Más allá de las imágenes especulares de los modernistas, de ideologías imperialistas que oponen el sí mismo y los otros, la postmodernidad se apoya en los deslizantes márgenes de la ambivalencia, y de la incertidumbre, tolerando la confusión, y arriesgándose a afirmar la necesidad emocional de relaciones humanas autónomas y de la solidaridad social. Esta es la oportunidad de la postmodernidad, una oportunidad más allá de las políticas de la identidad hacia el futuro político de nosotros mismos» [111]

Conclusiones

«¡Larga vida a la heterogeneidad!» [112] , exclama Elliot. Heterogéneas, en efecto, son las tradiciones intelectuales, filosóficas y culturales que confluyeron en el surgimiento del psicoanálisis. Heterogéneas las líneas de diversificación y multiplicación tanto geográficas, como ideológicas así como epistemológicas que ha seguido el psicoanálisis en su dispersión en el espacio y en el tiempo; heterogéneo el campo psicoanalítico actual; heterogénea la manera de ser recibido el pensamiento postmoderno en este campo; heterogénea la actitud con que los analistas se sitúan frente a los diversos rasgos de la sociedad actual.

¿Confirmará esta heterogeneidad que estamos ante la renuncia definitiva a los grandes relatos? ¿Tendremos que renunciar definitivamente a la unidad y a la coherencia?

Y sin embargo, el hecho de poder decir aquí lo que yo he dicho, tan heterogéneo al resto, y de ser escuchado tan generosamente; el hecho de buscar entre nosotros, más allá de las instituciones, escuelas, etc. un mínimo de interlocución, demuestra que, aunque no podemos aspirar a construir un sistema total, perfecto y sin ambigüedades, sí podemos aspirar a ir construyendo cierta comunicación. La heterogeneidad no es, pues, absoluta y nuestra comunicación implica simultáneamente la diferencia y la semejanza: por tanto, es analógica.

Muchas gracias.

[1] XLI Congreso Nacional de Psicoanálisis de la Asociación Psicoanalítica Mexicana. Guadalajara, Jal. 31 de octubre, 1, 2 y 3 de noviembre del 2001. México.

[2] Citado por Marschall Berman. Todo lo sólido se desvanece en el aire. México, S.XXI, p.7

[3]  «¡Que renuncie a ello, pues, más bien, aquel que no puede alcanzar en su horizonte la subjetividad de su época! Porque ¿cómo podría él hacer de su ser el eje de tantas vidas, él, que no supiese nada de la dialéctica que lo compromete con estas vidas en un momento simbólico? Que conozca bien la vuelta de espiral en la que su época lo arrastra en la obra continua de Babel, y que sepa su función de intérprete en la discordia de los lenguajes». J. Lacan, Écrits. Paris, Le Seuil, p. 321. Citado por Alain Vanier en «Avant-propos. Psychanalyse et figures de la modernité», en Claude Boukobza (dir.). Où en est la psychanalyse? Psychanalyse et figures de la modernité. Paris, Érès, 2000.

[4] Eric Hobsbawm. Historia del Siglo XX. Crítica. Serie Mayor. Barcelona 1995, p. 403ss. A partir de aquí sigo a este autor a vuelo rasante.

[5] Este texto fue escrito antes de que los lamentables acontecimientos de septiembre 11 ofrecieran la ocasión a los dueños de este mundo para desatar una campaña, que, además de abarcar la agresión militar desmesurada y la absurdamente rápida modificación del orden jurídico mundial, no solo internacional sino también local, echa por tierra conquistas sociales y civiles para las cuales se requirieron años de esfuerzo; todo ello a la cola del imperio, cuyas consecuencias serán muy profundas, de muy larga duración, en buena medida incalculables, para las relaciones entre los pueblos, y absolutamente contraproducentes para los fines que le sirven de pretexto. La gravedad de esta descabellada conflagración traerá muy negativas consecuencias para las culturas y organizaciones sociales tanto de Occidente como de los Orientes Medio y Extremo. A tal grado que hablar hoy de postmodernidad parece anacrónico y hecho del pasado, pequeño, casi ridículo frente a lo que acontece no solamente en el ámbito militar y con enormes pérdidas humanas, sino, sobre todo, al nivel del profundo trastrocamiento de los universos culturales y discursivos que implicará a mediano o largo plazo. Baste pensar en las consecuencias que en el campo de la vida y del pensamiento trajeron las Primera y Segunda Guerra Mundiales. Con la Primera Gran Guerra la desaparición casi total de la cultura de lengua alemana y francesa -la Viena de Freud y la Francia de Charcot- que diera origen, a fines del siglo XIX, a la disciplina psicoanalítica que hoy nos congrega, y a muchos de sus presupuestos y fundamentos epistemológicos, y que sufrió profundas transformaciones en su estructura teórica y epistemológica a raíz de la Segunda Guerra, con las migraciones de sus fundadores, la muerte de muchos de ellos devorados por la Schoah, y por los cambios que en el ámbito de la filosofía y la cultura siguieron a estas casi irrepresentables transformaciones violentas de la cultura y la sociedad. Estas transformaciones pueden ser pensadas como cortes en la modernidad que nos permitirían sin demasiado abuso hablar de varias modernidades, de modernidades entre guerras, diferentes entre sí, o de acontecimientos que, precisamente, habrían marcado el fin de la modernidad. Y se puede decir también que la postmodernidad de la que hoy se habla es precisamente consecuencia muy directa de los cambios que esas dos grandes conflagraciones provocaron.

[6] Etienne de la Boétie. El discurso de la servidumbre voluntaria. Tusquets, Acracia 31, Barcelona, 1980

[7] Hobsbawm, Op. Cit., pág. 508ss.

[8] Ibidem.

[9] Ibidem.

[10] Véase, para esto, la excelente obra de Klaus von Beyme. Teoría política del siglo XX. De la modernidad a la postmodernidad. Madrid, Alianza Editorial, Alianza Universidad, 1994.

[11] Mauricio Beuchot. Tratado de hermenéutica analógica. UNAM. Facultad de Filosofía y Letras. Dirección General de Asuntos del Personal Académico, 1997. Véase también: Mauricio Beuchot, Miguel Ángel Sobrino, Historia de la filosofía desde la antigüedad hasta la postmodernidad. México. Editorial Torres Asociados, 1998.

[12] La crisis de las ciencias y de la matemática a principios del Siglo XX, con la aparición de la Teoría de Conjuntos, de las paradojas en la matemática, de la aparición de nuevas lógicas y geometrías formales, de la crisis de la teoría de la demostración-falsación de Popper, del resurgimiento del pensamiento hermenéutico, etc., son también antecedentes importantes del asunto que tratamos.

 

Vide I.M. Bochensky. La filosofía actual. México, FCE, Breviarios 16, 19655ª.

[13] Ludwig Wittgenstein. Tractatus logico-philosophicus. Tagebücher 1914-1916. Philosophische Untersuchungen. En Schriften 1- Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1969.

La filosofía de Wittgenstein ha sido leída por muchos como relativista y nominalista. Creo que esta lectura distorsiona el sentir del autor: Wittgenstein no era ni nominalista ni relativista. Existe para él un mundo experimentado como realidad externa; lo que sucede es que la significación no es descriptiva directa de esta realidad, ni el lenguaje consiste en códigos semióticos al margen de nuestra relación con esa realidad. Nuestro conocimiento de la realidad y nuestra referencia a ella es resultado de la práctica diaria, de la relación práctica cotidiana con esa realidad. El uso del lenguaje se refiere a la relación pragmática con la realidad que funda nuestro lenguaje. Los significados implican conjuntos de diferencias, pero se trata de diferencias aceptadas como parte de la realidad tal como las encontramos en nuestra experiencia de cada día.

Tampoco creo suficientemente fundada una lectura «estructuralista» de Wittgenstein.

[14] Ferdinand de Saussure. Curso de lingüística general. Bs.As. Losada, 197514ed..

De Saussure, por su parte, no pretendió fundar un sistema filosófico nominalista, sino fundar la autonomía epistemológica de la lingüística.

[15] Al final sólo queda «el nombre de la Rosa», como concluye Eco su excelente novela sobre Guillermo de Ockham, el gran inaugurador del nominalismo en la historia de la filosofía

[16] Anthony Giddens. Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas. México. Taurus. Pensamiento. 2000

[17] Noam Chomsky, Heinz Dieterich. La sociedad global. México, Joaquín Mortiz, Contrapuntos, 1999.

[18] Ibidem, p. 40

[19] Los últimos dolorosos acontecimientos nos muestran también lo ilusorio que tiene, en buena, medida, el concepto de «globalización» en la medida, por lo menos, en que los diferentes efectos que tiene el fenómeno en diversos ámbitos culturales, por no decir civilizaciones, convierte al concepto en equívoco.

Precisamente Huntington, cuya orientación general no comparto, y cuyas conclusiones y recomendaciones imperialistas definitivamente rechazo, señala, sin embargo, algunas cosas interesantes que sí habría que tomar en cuenta. Véase: Samuel P. Huntington. » El conflicto entre civilizaciones», en la compilación de varios autores Civilización y Cultura, Vol. II. Problemas de la Civilización Contemporánea I. Publicado por el Departamento Académico de Estudios Generales del ITAM. México 1977, Pág. 33 y Sigs., y «The West, Unique, Not Universal», publicado en «Essays», Foreign Affairs, Volume 75, Nº 6, Págs. 28-46.

[20] Gaston Bachelard. La philosophie du non. Paris, PUF, Bibliothèque de philosophie contemporaine, 1970.

[21]  Giddens, Op. Cit. p. 51

[22] Ibid. p. 60

[23] Ibid. p. 65

[24] Henri Ey, P. Bernard. Ch. Brisset. Tratado de Psiquiatría. Barcelona, Toray-Masson, S.A. 1969, Pág. 419.

[25] Véanse, por ejemplo, Joan Jacobs Brumberg. Fasting Girls: The emergence of Anorexia Nervosa as a Modern Disease, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1988 y Hilde Bruch, The Golden Cage: The Emergence of Anorexia Nervosa. Londres, Routledge, 1978. Citados por Giddens, Op.Cit. Págs. 134s.

[26] Giddens, Op. cit. Págs. 138s.

[27] Vide Giddens, Op. Cit. Pág. 214.

[28] Véanse Michael R. Wood y Louis A. Zurchner, The Development o a Postmodern Self, Nueva York, Greenwood, 1988, cit. Por Giddens, Ibíd. Pág. 215.

[29] Giddens, Op. Cit. Pág. 217, cita expresa y críticamente especialmente a Christopher Lasch, The Culture of Narcissism, Londres, Abacus, 1980 y The Minimal Self, Londres, Picador, 1985.

[30] En este como en otros diálogos de frontera entre el «psicoanálisis y .» es frecuente hallar una equivocada psicologización o psicoanalitización de las categorías sociológicas, o incluso de la ética, así como una indebida etificación o moralización de algunos conceptos psicoanalíticos; del mismo modo que se puede encontrar una confusión entre conceptos tomados de otras ciencias humanas y los específicos de las teorías psicoanalíticas. Tampoco los psicoanalistas, al tomar en préstamo conceptos tomados de la filosofía o de otras ciencias humanas, tienen con frecuencia el cuidado de explicitar la transformación a que someten dichos conceptos, o confunden el sentido metafórico que adquieren en nuestro campo cuando son sacados del suyo. A esto se debe que algunas veces nos encontremos en una verdadera Babel semántica. En la misma línea es importante no pensar que la práctica psicoanalítica viene a ocupar el lugar de prácticas sociales o morales tradicionales en vez de ser una expresión específica que se origina en algunos de los dilemas propios de la modernidad.

Si el psicoanálisis se establecerá de modo permanente en el campo epistémico concerniente al hombre deberá ser capaz de evolucionar desde adentro y sobre la base de su quehacer clínico, sin confundirse con otras disciplinas o dejarse invadir en sus conceptos centrales por ellas; aunque siempre, pienso, será movido y estimulado por los hallazgos y reflexiones de otras ciencias humanas o de la filosofía. En otras palabras, lo que quiero afirmar aquí es la necesidad de explicitar los cambios semánticos que se producen al transportar los conceptos de un campo a otro, en buscar que se incluyan de manera más o menos coherente con el resto o se formulen abiertamente las modificaciones y resignificaciones que el resto de la teoría adquiere con la adquisición de tales conceptos, so pena de encontrarnos siempre medio ahogados en una ensalada polisémica. Evidentemente estoy hablando en el supuesto de que podamos contar con, por lo menos, sectores más o menos coherentes y bien armados de teoría psicoanalítica.

[31] Cfr. Giddens, Op.Cit. Pág. 235.

[32] Véase lo que acerca de estos conceptos «light» tiene que decir Elizabeth Roudinesco. ¿Por qué el Psicoanálisis? México, Paidós, 2000.

[33] Ver Pág. Y ss.

[34] Véase Christian Delacampagne. A history of philosophy in the twentieth century. The Johns Hopkins University Press. Baltimore and London. 1999, Págs. 42-60.

[35] Véase José Mª Mardones. Postmodernidad y cristianismo. El desafío del fragmento. Santander, Sal Terrae, Presencia Teológica. 1988. Pág. 41ss.

[36] Ibid.

[37] Esta temática nos llevaría a plantear la pregunta habermasiana sobre las condiciones de posibilidad de la comunicación y, por tanto, de la significación.

[38] No es este el lugar para entrar en matices o en la discusión de las relaciones que existen entre estas facetas o clases de «verdad», pero me interesaba mostrar como el concepto de «verdad» no es un concepto unívoco.

[39] Anthony Giddens. Modernidad e identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea. Barcelona. Península. 1997. Pág. 11

[40] Ibíd. Pág. 34

[41] J.F. Lyotard. La condición postmoderna. Cátedra. Madrid. 1984. Pág. 117.

[42] Ibid. Pág. 118.

[43] R. Rorty «Habermas and Lyotard on Post-Modernity» Praxis-International. 4.1 (1984), Pág. 38. Cit. por Mardones Op. Cit. Pág. 50.

[44] Giovanni Vattimo. El fin de la modernidad. Gedisa, Barcelona, 1986, Pág. 147-148.

[45] Véase por ejemplo J. Habermas. Der philosophische Diskurs der Moderne. Suhrkamp. Frankfurt am Main. 1985, Aunque la bibliografía sobre esta crítica discusión y las alternativas que Habermas propone es sumamente amplia.

[46] Mardones, Op. Cit. Pág. 57.

[47] G. Vattimo. Op. Cit. Pág. 155.

[48] J. Baudrillard. Las estrategias fatales. Anagrama. Barcelona, 1984.

[49] Véase Mardones, Op. Cit. Pág. 64-65.

[50] Habermas propondría en cambio, como alternativa, que en el mero hecho de la comunicación hay una razón comunicativa común a todas las racionalidades y, por lo tanto, una ética comunicativa. Si hay una posibilidad de diálogo entre diversas racionalidades es porque una comunicación entre ellas supone unos mínimos comunes tanto para el discurso racional como para el entendimiento solidario, es decir, tanto para la razón comunicativa como para la ética comunicativa. También la praxis estético-política de los postmodernos despierta críticas: en la práctica incurren en un neo-conservadurismo. El abandono de la razón crítica y de la búsqueda de esa racionalidad nos deja a merced del sistema, nos deja en manos de los imperativos del sistema y a la deriva del consumismo y de la comunicación publicitaria (Wolin). La idea de la normatividad de los micro contextos y de los juegos locales del lenguaje repetiría en cierto modo las ingenuidades de la tradición libertaria y anarquista (Wellmer).

Véase Mardones, Op. Cit. Pág.66

[51] Vincent. Descombes. Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco años de filosofía francesa (1933-1978). Cátedra, Teorema. Madrid, 1998. Págs. 235ss.

[52] Descombes alude a la obra Economie libidinale, «Le désir nommé Marx».

[53] El reciente libro de Pasternac apunta explícitamente a esta diferenciación necesaria, aunque su propósito no aborda este tema directamente y en general, sino uno más particular, el de la diferencia entre el psicoanálisis (lacaniano) y algunos asertos o supuestos críticos de la filosofía (derridiana). Véase: Marcelo Pasternac. Lacan o Derrida. Psicoanálisis o análisis deconstructivo. México, Epeele, 2000.

[54] Véase, sobre esto: Umberto Eco. Interpretación y sobreinterpretación. Cambridge University Press. Gran Bretaña. 1995. y Umberto Eco. Los límites de la interpretación. Lumen. México, 1992.

[55] Si los antiguos postularon el concepto de substancia fue, entre otras cosas, para que los rasgos o características personales no se pensaran como individuantes, ya que si las características personales son las individuantes no hay nada que se pueda sostener como común: y cada individuo es su propia especie; un poco como se decía de los ángeles, que al no tener materia corporal no podían individuarse y diferenciarse uno del otro más que siendo cada uno su propia especie.

[56] Véase Lucien Sève. Marxismo y teoría de la personalidad. Amorrortu. Bs. As. 1972.

[57] Esta idea del sujeto como soporte de toda subjetividad (donde subjetividad no es siempre un término análogo al de humanitas, sino que se puede referir al «sujeto social», «sujeto del lenguaje», «sujeto del deseo», etc.) es precisamente lo que está presente en la idea griega de sujeto, que el latino traducirá por sub-jectum, lo que «yace-bajo», y que en griego, υποκειμενο, podría ser tomado a la letra como «bajo-[el]-texto», independientemente de queκειμενο, que significa «texto», remite también a yacer. Diríamos entonces: «aquello en lo que se ha de inscribir», aquello en lo que yace la letra o el texto inscrito.

[58] Y volvemos a la disputa sobre los universales y al retorno del problema ontológico. Fue precisamente la famosa disputa sobre la «realidad» de los conceptos universales y las diferentes soluciones a que dio pie, lo que es el verdadero punto de partida del tema que nos ocupa en este congreso: ¿Tienen términos como humanidad o sujeto alguna «realidad? La primera respuesta consistió en aceptar tal cual la «realidad» de los universales: fue la solución de los «realistas», los platónicos; y es la misma postura que, hasta cierto punto, adoptó en nuestro tiempo Bertrand Russell, por ejemplo, atribuyendo una existencia «real» a los números. La postura contradictoria a esta fue la de los que negaron cualquier «realidad» a los universales: toda existencia es siempre particular, lo universal es un puro término, un flatus vocis, un mero nombre; diríamos hoy un vacío «juego del lenguaje», algo sin ningún referente extralingüístico: fue la solución de los nominalistas y es hoy la de los postmodernos y la de muchos otros. ¿Hay pues, una «realidad» del sujeto o el «sujeto» es solamente un hecho del lenguaje sin referencia extralingüística? ¿Hay una «humanidad» que nos sea común a todos de tal manera que seamos, en tanto que hombres, conmensurables? En la tercera posición no existe «realmente» la humanidad como tal, o el sujeto como tal, sino este hombre, este sujeto en particular. Pero esto no significa que «humanidad» y «sujeto» son entidades puramente lingüísticas. Significa que humanidad y sujeto son construcciones conceptuales, abstracciones intelectuales que, sin embargo, tienen su punto de partida, su fundamento, en la existencia particular e individual de los hombres, de los sujetos individuales, de los existentes «reales». La «realidad» de la «humanidad» o del «sujeto» es entonces una realidad relativa, analógica, como sostiene esta tercera posición o del «realismo moderado» a la cual me adhiero.

Por cierto que la palabra «realidad» del verbo latino «reor«,

es en su origen un gesto, una enunciación performativa casi onomatopéyica en su origen, pues «reor» no es otra cosa que la acción del agricultor apisonando la tierra. La realidad es aquello en lo que estoy parado, aquello que me sustenta.

Del mismo modo que en el asunto que tratamos se pone en juego el asunto de lo universal y lo particular, que equivale al asunto de lo uno y de lo múltiple, de igual manera se pone en juego el tema de lo idéntico y de lo diferente. Pues existen muchos sujetos y muchos sujetos son un sujeto. Existen múltiples sujetos y cada uno es este sujeto, diferente de este otro sujeto. De esta manera hay entre ellos algo que es uno, la humanidad, el modo peculiarmente humano de ser sujeto y que tenemos en común, y hay también algo que es múltiple, la muchedumbre de individualidades que hace que un sujeto sea otro para el otro sujeto. No solamente en el sentido enumerativo, sino también en el sentido de que múltiples subjetividades son soportadas por el mismo sujeto uno. Así, inevitablemente entre la diferencia radical de lo múltiple y la identidad indivisible de lo uno introducimos una terceridad: lo semejante. Ni una interpretación cosificante del sujeto que anule la diversidad en lo imposible de lo unívoco, ni un enjambre de términos, nombres, inconmensurables de la interminable fragmentación en el equívoco, sino una terceridad que conserve lo uno y lo múltiple, lo analógico.

Finalmente me parece importante añadir algo más. Entre otros, Heidegger, cuyo proyecto lleva otra dirección, nos permitió rescatar, por encima de la baja escolástica latina, el sentido dinámico y energético (en el sentido griego) que tuvieron en su origen los conceptos del pensamiento clásico, cosificados y convertidos en entidades inmóviles y estáticas en la baja escolástica. El pensamiento griego clásico está lejos de ser ese catálogo de definiciones y de «cosificaciones», que no entes, inertes, en que los convirtiera la escolástica latina. Esta degradación de la metafísica clásica constituye uno de los aspectos frente a los cuales reaccionará fuertemente el pensamiento de la modernidad, transmitiendo hasta nosotros esa visión de la metafísica. Otra de las razones para ello es que la modernidad heredó, por la vía del pensamiento inglés, la respuesta nominalista frente al asunto de los universales.

Véanse, sobre este tema, especialmente: Mauricio Beuchot. El problema de los universales. UAEM. México, 1997. Y también: V.V. A.A. El problema de los universales. El realismo y sus críticos. UNAM. Instituto de Investigaciones Filosóficas. México, 1980.

[59] Cornelius Castoriadis hace también una crítica de muchas posturas actuales en torno al asunto del sujeto, pero desde otro punto de vista, y a mi modo de ver vuelve a caer en ciertas afirmaciones que lo incluyen en la crítica que hago aquí. Véase su «El estado del sujeto hoy», publicado en El psicoanálisis, proyecto y elucidación. Nueva Visión. Bs. As. 1992.

[60] Cfr. José Mª Mardones. Postmodernidad y cristianismo. El desafío del fragmento. Santander, Sal Terrae, Presencia Teológica. 1988. Pág. 17.

[61] Hemos esperado esto durante un tiempo, hemos asistido al difícil, lento y precario parto de algunas instancias internacionales de justicia y regulación, pero estas se han revelado demasiado frágiles y han sucumbido hoy a la nueva legalidad, que no justicia, de la potencia hegemónica que impone a todos su irreflexiva voluntad forzando la modificación apresurada del orden jurídico internacional al servicio de sus propios intereses y la construcción de un mundo vertical y policiaco controlado por el gran capital financiero, sin el más mínimo respeto por las tradiciones y las difícilmente a lo largo de varios siglos logradas culturas jurídicas. El híbrido jurídico totalitario en el que se busca hacernos vivir, «protegidos» por el gendarme internacional es el nombre que hoy tiene la globalización. El cambio del centro institucional en la sociedad moderna marcaría la ruptura con la sociedad tradicional. Acontece un cambio en la visión del mundo. La visión tradicional del mundo como unidad cósmica integrada salta en pedazos. Pero estos pedazos estarán hoy encubiertos bajo la etiqueta del nuevo orden mundial, de una pretendida libertad y de una pretendida justicia que aprovecha las atrocidades de otros para justificar las propias en el nombre de la lucha del bien contra el mal.

[62] José Ma. Mardones. Op. Cit. Págs. 22 y sgs.

[63] F. Nietzsche. La gaya ciencia. Sarpe. Madrid, 1984, aforismo 125. Cit por Mardones, p. 23

[64] G. Vattimo. El fin de la modernidad. Gedisa, Barcelona 1986, Pág. 149. Cit. por Mardones, Pág. 23

[65] V. Descombes. Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco años de filosofía francesa (1933-1978). Cátedra. Madrid. 1082.

[66] Véanse, por ejemplo: José María Pérez Gay. El Imperio perdido. México, Cal y Arena, 1991. Frederic V. Grunfeld. El drama de los intelectuales judíos centroeuropeos en vísperas del nazismo. Profetas malditos. El mundo trágico de Freud, Mahler, Einstein y Kafka. Barcelona, Sudamericana-Planeta, 1980. Erna Lesky. The Vienna Medical School of the 19th Century. The John Hopkins University Press. Baltimore and London, 1976., entre muchos otros.

[67] Alexander Mitscherlich. Auf dem Weg zur vaterlosen Gessellschaft. Piper Verlag. München, 1963.

[68] Gianni Vattimo. Introducción a Nietzsche. Península. Barcelona. 1996.

[69] Y todo esto sin mencionar el papel político que juegan las instituciones en la elaboración y en la discusión teórica psicoanalítica.

[70] Op. Cit. Pág. 139ss

[71] Emiliano Galende. De un horizonte incierto. Psicoanálisis y salud mental en la sociedad actual.. Paidós. Psicología Profunda 204. Bs. As. Barcelona, México, 1997.

[72] Cornelius Castoriadis. El ascenso de la insignificancia. Frónesis. Cátedra. Universitat de Valencia. 1998. Véase también, del mismo autor: El psicoanálisis, proyecto y elucidación. Nueva Visión. Bs. As. 1998.

[73] Roland Brunner. Psychanalyse et société postmoderne. L’Harmattan. Paris, Montréal, 1998.

[74] Anthony Elliott. Subject to ourselves. Social Theory, Psychoanalysis and Postmodernity. Polity Press. Cambridge. 1996.

[75] Galende. Op. Cit. Pág. 64.

[76] Ibíd. Pág. 70.

[77] Ibíd. Pág. 89.

[78] Galende se refiere aquí a «El fetichismo», a «Una teoría sexual» y a «La organización genital infantil».

[79] Ibíd. Pág. 118.

[80] Ibíd. Pág. 229.

[81] Véanse Págs. 272 y Sigs.

[82] Ibídem.

[83] Ibídem.

[84] Castoriadis, Op.Cit. Pág. 113.

[85] Ibíd.

[86] Ibíd. Pág. 35.

[87] Ibíd. Pág. 37.

[88] Ibíd. Págs. 38-39.

[89] Ibíd. Pág. 51.

[90] Ibíd. Pág. 79.

[91] Véase. Castoriadis. Op. Cit. Págs. 124-133.

[92] Ibíd. Pág. 137.

[93] Ibíd. Pág. 75.

[94] Cfr. Ibíd. Págs. 109 y siguientes.

[95] Roland Brunner. Op. Cit. Pág. 6

[96] Ibíd. Pág. 7.

[97] Ibíd. Pág. 10 y sigs.

[98] Ibíd. Pág. 19.

[99] Ibíd. Pág. 38s.

[100] Ibíd. Pág. 44.

[101] Ibíd. Pág. 48.

[102] Ibíd. Pág. 84.

[103]  Ibíd. Pág. 93.

[104] Ibíd. Pág. 100.

[105] Véanse Anthony Elliott. Op. Cit. y también, del mismo autor, Social Theory and Psychoanalysis in Transition. Self and Society from Freud to Kristeva. London, New York. Free Association Books, 1999.

[106] Cfr. Anthony Elliot. Op. Cit. Págs. 2 y sigs.

[107] Cfr. Ibíd. Pág. 95 y sigs.

[108] Ibíd. Pág. 94.

[109] Cfr. Op. Cit. Pág. 104.

[110] Ibíd. Pág. 129.

[111] Ibíd. Pág. 155.

[112] Ibíd. Pág. 111.