EL NARCISISMO, EL YO Y LO REAL

                                                      Daniel Gerber

     No se nace, en sentido estricto, con un cuerpo; éste se constituye en el campo del lenguaje. El cuerpo no es primario sino secundario. Del mismo modo, no hay narcisismo “primario” si por éste se entiende un estado originario que da lugar después a algo diferente. Freud lo deja muy claro cuando dice: “El narcisismo primario que suponemos en el niño, y que contiene una de las premisas de nuestras teorías sobre la libido, es más difícil de asir por observación directa que de comprobar mediante una inferencia retrospectiva, hecha desde otro punto”[1].

     El concepto de narcisismo primario no describe entonces un momento evolutivo; se trata más bien de un mito de los orígenes: Narciso es un personaje mítico, como Edipo y el padre primordial de Tótem y tabú. El narcisismo primario es el nombre de uno de los mitos del origen presentes en la obra de Freud.

     Hay que recordar que sólo el mito puede dar cuenta de ese momento inicial porque es, ante todo, un lenguaje de los orígenes o de los comienzos: enuncia un comienzo que no tiene comienzo, habla de un inicio que no pertenece a ningún momento cronológico ubicable porque se trata de algo vivido por alguien como “siempre ya ahí”.

     El mito despliega un relato que comienza por “había una vez”, es decir, dado una forma narrativa a lo que es “desde siempre”. Hay entonces un mythos, cuento, fábula, relato, para decir un origen que, no siendo cronológico, es un puro momento lógico

     Para una definición más precisa hay que distinguir formalmente el comienzo del origen: el mito es un relato de los comienzos que evoca un origen del que nada se sabe. Se trata de lo que no está ahí y que, no habiendo estado nunca ahí, está perdido desde siempre.

     Ahora bien, hablar de pérdida no es lo estrictamente apropiado porque ella no concierne a algo que existió efectivamente en algún momento. Supone una paradoja pues no se refiere a un “objeto”, en el sentido empírico de este término, sino a la pérdida de algo que, rigurosamente, nunca estuvo; algo cuya existencia sólo puede tener, precisamente, un carácter mítico.

         El narcisismo tiene que abordarse como efecto de la captura del viviente por el lenguaje. Ya en 1936, en su presentación sobre el estadio del espejo Lacan habla de una captura que en este caso es la del viviente por una imagen, para echar así las bases de una nueva teoría del yo, concebido como una formación eminentemente imaginaria.

       Años después, con la introducción de lo simbólico, el yo será efecto de la determinación por parte de este registro cuya existencia precede al sujeto. Pero habrá un viraje posterior en la enseñanza de Lacan que lo llevará a sostener que, más allá de lo simbólico y lo imaginario, lo más específico del yo es estructurarse en torno a un núcleo real.

     Esta última afirmación tiene un antecedente importante en la introducción que Lacan redacta en 1966 para los primeros artículos de los Escritos, a la que titula De nuestros antecedentes[2]. Allí afirma que su teoría del yo se fundamenta en dos elementos que toma de Freud: la imagen del cuerpo y la identificación. La asunción de la imagen proporciona al niño esa unidad que le falta por la ausencia de coordinación motora debida a la prematuración del nacimiento. En este sentido hay alienación porque se toma como propia una imagen que es del otro.

     Un efecto de esta alienación es la distancia infranqueable que quedará establecida entre el yo como imagen y lo que denomina entonces el ser del sujeto, definitivamente excluido de aquélla. El cristal del espejo es la barrera que hace inalcanzable la imagen.

     Esto lleva a Lacan a hacer una distinción importante en el seminario Los escritos técnicos de Freud -que imparte en los años de 1953 y 1954- entre lo que denomina dos narcisismos. El primero, calificado como “animal” se refiere al hecho de que en el animal hay identidad entre el ser y el cuerpo: los animales son cuerpo. Esta identidad es imposible cuando se trata del ser humano: “somos” esencialmente seres hablantes, es decir, no somos cuerpo. Como hablantes, el lenguaje nos separa del organismo que quedará como lo originariamente “perdido” en la constitución del sujeto. A la conocida sentencia de Freud que afirma que el yo no es dueño de su propia casa puede agregarse que tampoco es dueño de “su” cuerpo. Esta pérdida, efecto del lenguaje, puede llamarse castración y es ésta lo verdaderamente “primario”, constituyente del sujeto más allá de todo mito.

     No hay entonces en el estadio del espejo una captura “total”; lo que se produce es más bien un no todo, un sujeto que no queda absolutamente fascinado por la imagen. Si esto último ocurriera el efecto sería el de un completo atrapamiento pero lo que sucede en verdad es la introducción de una brecha, una hiancia, entre el yo y la imagen, homóloga a la barra que posteriormente será designada como la que separa el significante del significado y a la que atraviesa la S del sujeto dividiéndolo ($).

   El segundo narcisismo, propiamente humano al decir de Lacan, indica la imposible armonía entre el Unwelt y el Innenwelt, un desajuste inherente al ser humano, a su ser-en-el-mundo, que indica su imposible adaptación al medio y la falacia de toda psicología que pretende que ésta es posible.

     En Los escritos técnicos de Freud, así como en su siguiente seminario, El yo en la teoría de Freud y en la técnica del psicoanálisis, el esfuerzo de Lacan es el de incluir la dimensión de lo imaginario del yo en el campo simbólico y su punto culminante es la elaboración del esquema L que representa la relación entre los registros simbólico e imaginario. Simultáneamente desarrolla, a partir de la lectura de La carta robada de Edgar Allan Poe, la noción de cadena significante, que lo conduce a un descubrimiento esencial para la clínica: la resistencia no proviene solamente del yo narcisista que demanda la ratificación de su imagen; hay, de manera más radical, una resistencia que puede llamarse “de lo real” ya mencionada en Los escritos técnicos de Freud y precisada más claramente en la Introducción al comentario de Jean Hippolyte sobre la Verneinung de Freud. Para Lacan, otorgar su alcance verdadero al término resistencia es en primer lugar situarla en el seno de la dimensión del discurso, que es donde aparece en la cura psicoanalítica. Aquí el sujeto encuentra una dificultad fundamental para hablar que se deriva de dos vertientes: la represión y la resistencia.

     La represión tiene un efecto en la palabra del analizante que consiste en la dificultad para decir lo que tiene para decir, debido a una inevitable “discordancia entre el significado y el significante”[3]. Pero en este caso, agrega Lacan, la verdad puede siempre ser comunicada “entre líneas”: es lo que el sujeto hace en el lenguaje de sus síntomas. Ocurre aquí que en el margen “sin sentido” que subsiste entre los significantes de su discurso y la significación que se esperaría que éstos hagan advenir lo que responde es la producción de una cifra, un criptograma que es el síntoma.

       La resistencia es otra cosa: “es en cuanto que el sujeto llega al límite de lo que el momento permite a su discurso efectuar de la palabra, como se produce el fenómeno en el que Freud nos muestra el punto de articulación de la resistencia con la dialéctica analítica”[4]. La resistencia puntúa la palabra del analizante; emerge en el momento en que “la palabra del sujeto se orienta hacia la presencia del auditor”[5].

       Hay aquí una referencia a lo que Freud ubicó en su momento cuando señaló que “cuando las asociaciones libres de un paciente se deniegan, en todos los casos es posible eliminar esa parálisis aseverándole que ahora él está bajo el imperio de una ocurrencia relativa a la persona del médico o a algo perteneciente a él”[6]. Se puede decir que en el momento en que el sujeto es capturado por la pura presencia del Otro, su palabra se interrumpe. Y es en esta interrupción, en esta pérdida de la disposición del significante, que Lacan sitúa la raíz de lo que está en juego en la transferencia.

       Quiere decir que cuando se habla de resistencia es preciso considerar otra cosa que un posicionamiento del yo imaginario. Si el analista pensara en ese momento que sólo tiene que tratar con el ego del paciente, se condenaría a no ser sino su alter-ego y con esto la transferencia quedaría reducida a su dimensión imaginaria, ilustrada por el eje a’-a en el esquema L. Quedaría así excluida la dimensión del Otro (A); más precisamente –y en este sentido la noción de resistencia tal como se desprende del comentario de Lacan sobre la Verneinung de Freud es lo que permite subrayarlo- del Otro en tanto inexistente como Otro del sentido pleno. Por esto, a su aparición como pura presencia –más allá de su ubicación como la de quien puede “dar sentido”- responde en el analizante con un silencio, una palabra interrumpida.      

     Se trata de una dimensión radical de la resistencia que es la resistencia de lo que no se puede nombrar, el objeto perdido en la constitución del sujeto en el campo del lenguaje que impone la repetición del encuentro siempre fallido con eso que nunca estuvo porque no es sino el efecto retroactivo de la articulación significante. Así, la supuesta fusión madre-hijo no puede situarse sino en el mito, no es nunca una experiencia vivida, sólo en el mito existió alguna vez “su majestad el bebé”.  

     El objeto que se llamará causa del deseo está perdido desde siempre por efecto de la estructura, no como resultado de alguna clase de “maduración”. Pero este objeto –cuyo paradigma puede apreciarse en otro de los mitos del origen: el carretel del juego del “fort-da”- no es “exterior” al sujeto: él mismo lo es en tanto, en su constitución, cae necesariamente del Otro como lo que ex-siste a éste, inasimilable en cierta medida al campo del significante. Dice Lacan: “Pues esos objetos, parciales o no, pero sin duda alguna significantes, el seno, el excremento, el falo, el sujeto los gana o los pierde sin duda, es destruido por ellos o los preserva, pero sobre todo es esos objetos, según el lugar donde funcionan en su fantasma fundamental”[7].

     El juego del “fort-da” ilustra la inexistencia de alguna clase de fusión primaria pues muestra que el Otro es lugar de la falta y que ante esta falta del Otro el sujeto se divide entre su existencia en lo simbólico ($) y ese resto que cae de esa dimensión que recibirá el nombre de a, objeto perdido causa del deseo. Esta división se manifiesta en el hecho de oscilar entre una posición y la otra en lo que se denomina el fantasma fundamental.

       ¿Qué es en este sentido lo que se denomina fantasma? La respuesta a la pregunta por el deseo del Otro que surge ante la falta de éste, al Che vuoi?[8], ¿Qué quieres?, que viene desde ese lugar como retorno de la pregunta del sujeto, tal como el grafo del deseo lo indica. Pero hay que agregar que el yo como precipitado de identificaciones es también efecto de esta pregunta, de modo que su estructura no puede concebirse al margen del fantasma tal como lo explicita Lacan: “El grafo inscribe que el deseo se regula sobre el fantasma así establecido, homólogo a lo que sucede con el yo con respecto a la imagen del cuerpo, con la salvedad de que señala además la inversión de los desconocimientos en que se fundan respectivamente uno y otro”[9]  

     De este modo, si en una primera instancia eran la prematuración y el desamparo de la cría de hombre los determinantes de la identificación con la imagen, lo que aparece aquí es la vivencia de otro desamparo: el de estar sin recursos ante la presencia del deseo del Otro. Esta es la experiencia traumática fundamental: ante el deseo del Otro nada del sujeto puede responder a la pregunta que se abre y es entonces la relación yo-otro –en la que el otro es el semejante- con sus componentes que de la fascinación pasan por la rivalidad y la competencia hasta llegar al enfrentamiento a muerte, lo que permite hacer frente, defenderse de esa vivencia traumática que es el enigma del deseo del Otro; “en los efectos que responden en un sujeto a una demanda determinada van a interferir aquellos de una posición con relación al otro (al otro, aquí su semejante) al que él sostiene en cuanto sujeto. ‘Al que él sostiene en cuanto sujeto’ quiere decir que el lenguaje le permite considerarse como el tramoyista, o incluso como el director de escena de toda la captura imaginaria, de la cual en caso contrario el no sería sino un títere vivo”[10].

     El sujeto se defiende de su desamparo con su yo. Este es el efecto de la identificación con la imagen especular, i(a), imagen del otro, imagen que es el recubrimiento del objeto perdido a la vez que una cierta recuperación del mismo en tanto goce, un plus-de-gozar, el de los restos del cuerpo erógeno no integrados totalmente a la imagen.

     Este objeto plus-de-gozar corresponde en alguna medida al objeto pregenital mencionado en el texto de Freud y de los post-freudianos, con la salvedad de que en el enfoque de Lacan el componente de goce que contienen esos objetos no queda reabsorbido en lo genital –a través del paso por lo fálico- sino que constituye los elementos permanentes a los que el deseo inconsciente queda ligado en el fantasma, como lo indica la fórmula de éste último: ($<>a). Estos a son partes del cuerpo, “sustancias”, que producen goce y que están fuera de la primacía del falo, en posición de “transgresión” respecto de la castración. Precisamente por tratarse de elementos de un goce “suplementario”, Lacan los denominará plus-de-gozar[11].

     Por su condición de puro efecto del significante, carente por lo tanto de cualquier sustancialidad, el sujeto se aferra a este plus que le “da cuerpo”. De ahí esta notación, i(a), que puede leerse como imagen del otro pero también como la imagen que recubre por un lado una ausencia a la vez que es exterior –la i fuera del paréntesis- a un goce que escapa a su dominio.

     En el discurso a la Escuela Freudiana de París del 6 de diciembre de 1967, dice Lacan: “Así funciona el i(a) con el que se imagina el yo su narcisismo al hacer casulla para este objeto a que del sujeto hace la miseria. Esto porque el (a) causa del deseo, por estar a merced del Otro, angustia ocasionalmente, se viste contrafóbicamente con la autonomía del yo, como lo hace el cangrejo con cualquier caparazón”[12].

       Esto se puede entender en el sentido de que la presunta autonomía del yo es una de las formas de este plus-de-gozar con que compensa el menos de goce consecuencia de la castración en la medida en que no toda la libido pasa del yo a la imagen. Ésta es no-toda, no toda investida libidinalmente, queda una “reserva” de goce del lado del yo de modo que el efecto de pérdida que implica la castración se “compensa” con un plus-de-gozar que es producido como un excedente por el significante y se aloja en el yo bajo su investidura narcisista. El neologismo parlêtre que inventa Lacan para nombrar al ser que, hablando, goza, viene a indicar la existencia de ese plus-de-gozar que constituye el núcleo del yo.

     Hay entonces un doble efecto del significante: un efecto de pérdida, que implica un menos de goce, a la vez que un más suplementario, una especie de “bonificación” que viene en “compensación” de lo perdido. En Encore[13] Lacan va a decir que el significante es causa de goce, de tal modo que hablar no es sólo demandar: el habla produce también un plus-de-gozar que no demanda nada a nadie. En este sentido el sujeto se satisface él mismo, autoeróticamente, y este goce se disemina por todos lados, particularmente en el cuerpo. Por esto el yo es esa imagen cuya consistencia depende del plus-de-gozar y el narcisismo envuelve así un mítico autoerotismo primario tal como lo describe Freud: “Es un supuesto necesario que no esté presente desde el comienzo en el individuo una unidad comparable al yo; el yo tiene que ser desarrollado. Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se constituya”[14].

     Para fundamentarlo más rigurosamente Lacan indica en el grafo del deseo una analogía entre el fantasma como respuesta al deseo del Otro y el yo como efecto de la identificación con la imagen del otro (el semejante en este caso). Si el fantasma es esa fórmula del goce singular del sujeto y el yo es homólogo al fantasma, hay entonces goce en el núcleo mismo del yo, como se desprende de la definición que propone para esos objetos que serán llamados posteriormente “plus-de-gozar”: “Un rasgo común a esos objetos en nuestra elaboración: no tienen imagen especular, dicho de otra manera, de alteridad. Es lo que les permite ser ‘el paño’, o para ser más precisos el forro, sin ser por ello su envés, del sujeto mismo que se considera sujeto de la conciencia. Pues el sujeto que cree tener acceso a sí mismo designándose en el enunciado no es otra cosa que un objeto tal”[15].

     Es importante precisar que lo traducido como “paño” es, en francés, étoffe, cuyo correspondiente más adecuado en español es “estofa”. Étoffe proviene del francés antiguo stofe que significa “materiales de cualquier clase, tela o tejido de labores”, así como también “calidad, clase”, presente en expresiones como “de mi estofa” o “de baja estofa”. El yo, señala así Lacan, está hecho de esa “estofa” que es la de los objetos que se separan del sujeto como consecuencia de su constitución en lo simbólico.

     Hay entonces algo más que narcisismo en el yo y este algo más es precisamente el plus-de-gozar que constituye su núcleo. El significante que determina al sujeto introduce una brecha, esa hiancia entre el cuerpo como “corporización” significante y el goce que se llama “castración” y que es un vaciamiento de goce que hace del cuerpo ese “desierto de goce”. Pero junto a este vaciamiento produce un excedente, un plus que va a alojarse en el cuerpo como esa “estofa” del yo.

     En estas consideraciones está la base de las reflexiones que Lacan va a desarrollar en los seminarios De otro al otro y Encore en los que formulará desde la perspectiva del goce un importante replanteamiento del concepto de narcisismo así como del de “herida narcisista”. Afirma allí que el plus-de-gozar constituye el núcleo del yo, lo que significa que la llamada “herida narcisista” consiste en algo más que el daño que puede sufrir la imagen yoica; atañe más bien al cuestionamiento de un modo de gozar en el que el sujeto está instalado y que no quiere abandonar.

     Ya en 1948, más de diez años antes de la aparición del concepto de goce, Lacan pone en boca de quien llega a análisis estas palabras que hacen alusión a lo que se señala: “Échate encima –nos dice- este mal que pesa sobre mis hombros; pero tal como te veo, ahíto, asentado y confortable, no puedes ser digno de llevarlo”[16]. ¿Qué otra cosa podría ser ese “mal” –a la luz de los desarrollos posteriores- sino ese goce que habita al sujeto y configura el núcleo mismo de su yo?

      Se puede decir entonces que no todo en el yo es efecto imaginario del significante. Incluye también la dimensión real, el objeto a, que es refractaria a la interpretación significante. En otros términos, el yo no sólo se sostiene de la imagen del otro, del semejante sino también, y básicamente, del plus-de-gozar que encarga el objeto a.

       Una ilustración muy clara se encuentra en el comentario que hace Lacan en el seminario Encore acerca de la “cotorra enamorada” de Picasso, que le mordía el cuello de su camisa y los botones de su saco: “Esta cotorra estaba en efecto enamorada de lo que es esencial en el hombre, su vestimenta”[17]. Enamorarse de la vestimenta es el paradigma del amor: “El hábito ama al monje porque debido a esto no son sino uno […] “Lo que hay bajo el hábito y que llamamos el cuerpo no es tal vez sino ese resto que llamo el objeto a” […] Lo que sostiene la imagen es un resto. El análisis demuestra que el amor en su esencia es narcisista y denuncia que la sustancia del pretendido objetal -baratin[18]– es de hecho lo que, en el deseo, es resto, a saber, su causa y el sostén de su insatisfacción, incluso de su imposibilidad”[19].

       Se trata indudablemente de una ironía que alude a la llamada “relación de objeto” como supuestamente contraria al narcisismo: el objeto de amor no es sino la vestimenta –la imagen de sí- que envuelve al objeto causa de deseo –el objeto perdido y a la vez plus-de-gozar- y lo oculta. Hay así en el amor una conjunción entre vestimenta –la imagen- y objeto a, una conjunción que no es sin resto porque la vestimenta deja aflorar inevitablemente un residuo no investido: “El amor es impotente aunque sea recíproco, porque ignora que no es sino deseo de ser Uno”[20].

     La llamada “relación de objeto” no es un vínculo “complementario” entre sujeto y objeto. Se trata más bien de una relación con esa vestimenta que es la imagen pero que apunta a alcanzar en el otro ese objeto que encarna su plus-de-gozar”. Por esto la sentencia de Lacan: “Te amo, pero como inexplicablemente amo en ti algo más que a ti mismo, el objeto a, te mutilo”[21].

     En el afán de alcanzar la meta narcisista el amor “quiere” ese plus que sitúa en el otro y en la medida en que no lo obtiene se convierte en odio: “El verdadero amor desemboca en el odio”[22]. Este amor “verdadero” no es sino la otra cara del amor que se sostiene en el espejismo del narcisismo y la idealización. En ambos casos se enlazan solamente dos dimensiones: el amor y el goce y esto conduce a ese atolladero.

       Será necesario entonces, para que el lazo se sostenga, la articulación de ellas con una tercera: el deseo. Hay que recordar otro de los aforismos de Lacan: “Sólo el amor permite al goce condescender al deseo”[23]. Ahora bien, si el deseo es posible porque el otro del amor –más allá de su condición de objeto de satisfacción- toma el lugar de causa para el mismo, su presencia puede operar como límite ante la exigencia “amorosa” de mutilarlo de su objeto plus-de-gozar y, al no lograrlo, dar lugar al odio.

       No habrá por lo tanto posibilidad de lazo sino por el anudamiento del amor con el deseo y el goce. Se puede así intentar una variante de la sentencia de Lacan: “Solo el deseo permite al amor coexistir con el goce”.          

 

 

[1] S. Freud: Introducción del narcisismo. En Obras completas, Tomo XIV. Amorrortu, Buenos Aires, 1978, p. 87. Las cursivas me pertenecen.

[2] Cf. J. Lacan: De nuestros antecedentes. En Escritos 1.Siglo XXI, México, 1995, p. 59.

[3] J. Lacan: Introducción al comentario de Jean Hippolyte sobre la Verneinung de Freud. En Escritos 1, Siglo XXI, México, 1994, p. 357.

 

[4] Ibíd., p. 357.

[5] Ibíd., p. 357.

[6] S. Freud: Sobre la dinámica de la transferencia. En Trabajos sobre técnica psicoanalítica. Obras completas, Tomo XII, Amorrortu, Buenos Aires, 1978, p. 99.

[7] J. Lacan: La dirección de la cura y los principios de su poder. En Escritos 2, Siglo XXI, México, 1995, p. 594.

[8] Cf. J. Lacan: Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. Ibíd., p. 794.

[9] Ibíd., p. 796.

[10] J. Lacan: La dirección de la cura. Op. Cit., p. 617.

[11] Hay que agregar que en esta categoría de objetos pueden incluirse también –además de aquéllos que vienen del cuerpo y se pierden por el cuerpo ya sea por sus características “naturales” o por la intervención de lo simbólico- los llamados actualmente gadgets que se adhieren al cuerpo como verdaderos apéndices de los que no se desprende.

[12] J. Lacan: Scilicet 2/3. Seuil, Paris, 1968, p. 11.

[13] Cf. J. Lacan: Le séminaire. Livre XX. Encore. Seuil, Paris, 1975.

[14] S. Freud: Introducción del narcisismo. En Obras completas, Tomo XIV, Amorrortu, Buenos Aires, 1978, p. 74.

[15] J. Lacan: Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. En Escritos 2, op. Cit. P. 798.

[16] J. Lacan: La agresividad en psicoanálisis. En Escritos 1, Siglo XXI, México, 1995, p. 99.

[17] J. Lacan: Le séminaire. Livre XX. Encore. Op. Cit., p. 12.

[18] En francés: “discurso abundante (sobre todo para engañar, seducir)”.

[19] J. Lacan: Le séminaire. Livre XX. Encore. Op. Cit., p. 12.

 

[20] Ibíd., p. 12.

 

[21] J. Lacan: Le séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fundamentaux de la psychanalyse. Seuil, Paris, 1973, p.241

[22] J. Lacan: Le séminaire. Livre XX. Encore. Seuil, Paris, 1975, p. 133.

[23] J. Lacan: Le séminaire. Livre X. L’angoisee. Seuil, Paris, 2004, p. 209,