«El discipulado en la formación del psicoanalista. Un aporte del psicoanálisis a la pedagogía»

Presentación del libro de Luis Tamayo

Carmen Tinajero

Hace poco recordé en mi seminario sobre la locura un libro de Margarita Duras, la escritora francesa que se hizo adulta a los quince años y que me ha ayudado tanto a entender la complicación del amor. En ese momento no vino a mi mente el título del libro (ahora lo recuerdo: Lluvia de verano), pero si la imagen del niño, protagonista del rechazo a la educación tradicional. Ese niño simplemente no podía aprender de la imposición de un conocimiento que se encerraba en textos ajenos a él y decidió abandonar la escuela. Esa es una locura como el psicoanálisis que nos dice, como Kundera, que la vida está en otra parte (parafraseando el título de una de sus novelas que acumula muchas historias). El psicoanálisis convoca, como el niño de Marguerite Duras, a un saber interior. Conviene entonces preguntarnos ¿qué tienen que ver los libros y la educación con esa experiencia?

Cuando recordamos nuestra estancia en la escuela encontramos invariablemente acontecimientos que nos marcaron, que no olvidamos, pueden ser agradables o no pero se han convertido en piedras sobre las que edificamos otros conocimientos. Esos recuerdos nos darán seguramente la pista mas confiable de la interioridad que circunda la educación que pretende ser objetiva. Yo no se por qué a mi nunca se me ha olvidado la fórmula del vidrio corriente (Na2 Ca Si6 O14), no se por qué, pero junto con la fórmula aparece la cara de mi maestro de química y el recuerdo de la vez que nos habló de que los besos de las películas, no eran inocentes pues cambiaban nuestra química. Tal vez él nunca supo lo que me transmitió, yo le tenía miedo, nunca me dio por la ciencia y el vidrio quedó fijado en mi en su inescrutable transparencia.

Luis Tamayo nos muestra en su libro la inoperancia del modelo educativo tradicional en la transmisión del afán investigativo. Sin embargo funciona en la transmisión de saber técnico cuya eficiencia es constatable pues está unida a la rapidez y a la productividad; la psicología ha contribuido a mantenerlo en los enfoques conductistas protagonizados, por ejemplo, por Skiner quien propone sustituir al docente por una máquina de enseñar reduciendo también al alumno, o paciente, o víctima, o beneficiario, o ente, o complemento (pero nunca discípulo) a la respuesta del reforzador.

Esos métodos simplificadores de la enseñanza me hacen recordar una frase de Woody Allen donde en una ocasión cuenta a un amigo del éxito de su aprendizaje obtenido cuando fue a un curso de lectura rápida: “pude leer la Guerra y la Paz en quince minutos… se trataba de Rusia”.

Discípulo dice Tamayo, es aquel que no sólo “asiste” a una situación de transmisión sino que “asume como propio el enigma transmitido por el docente, sumándose de esa manera, a la tradición que tal representa”[1]. Mas adelante en ese mismo capítulo define la educación como una práctica erótica y es aquí donde hace un llamado al psicoanálisis para entender tal atrevimiento.

No puedo dejar en este ámbito de referirme a Georges Bataille porque al decir esto se presenta ante mí la cara de Santa Teresa, quien está en la portada de su libro titulado El Erotismo. Bataille dice que el erotismo es lo que en la conciencia del hombre pone en cuestión al ser.[2] Considera que siendo el erotismo la actividad sexual del hombre, ésta difiere radicalmente de la del animal pues el animal no sabe que el desequilibrio que introduce con el sexo amenaza la vida, y no lo sabe porque es incapaz de interrogarse.

El erotismo es una experiencia interior que está vinculada a elementos objetivos y a la perspectiva histórica en que estos elementos aparecen.

A mi parecer es a partir de esta consideración que los hilos que encontramos en el libro de Luis Tamayo nos parecerán más claros y podremos seguir pensando en nuestros días de escuela desde la vertiente subjetiva que nos humaniza.

Si la subjetividad está incluida en la educación ¿cómo articularla al proceso de formación sin caer en la ambigüedad?, ¿cómo establecer la relación entre sujeto y objeto?, Luis Tamayo responde a esto en el Capítulo I mostrándonos cómo el psicoanálisis posibilita que el sujeto se investigue a si mismo gracias a la transferencia que instaura el analista como objeto. Freud se daba cuenta de que en la medicina alopática (como en la antropología, en la psicología, en la sociología) el enfermo es tomado como objeto, y como tal intentó curar a la histeria concebida como enfermedad hereditaria de los nervios mediante la electroterapia que buscaba restablecer el flujo eléctrico de las neuronas. No existía en él en ese entonces la idea de inconsciente, de recuerdos o de represión, se trataba de una enfermedad médica y objetiva a la cual había que aplicarle el saber médico que se constituía en dueño de la voluntad del paciente. Después de la experiencia de la hipnosis su objeto de estudio cambió, ya no curaba a una neurona sino a una psique disfuncional pero no escuchaba al paciente sólo le daba ordenes, su relación con el saber no había cambiado.

Freud deja entonces de ser objetivo e introduce en su clínica la noción de Deseo. Tamayo hace un recorrido histórico muy interesante para que comprendamos su aparición. Si pensamos de nuevo en nuestros recuerdos de infancia podemos sin ningún problema encontrarnos con ese deseo, tocarlo.

Pero ¿qué hacer en el ámbito de la educación con el deseo si sabemos que cuando un deseo se convierte en deber se esfuma? Nadie nos puede obligar a desear y por eso es que los deseos se desbordan y nos acompañan a pesar de no ser explícitamente invitados. Así que reconocer su presencia en la educación es ineludible si no queremos hacernos tontos y pensar que el aprender depende sólo de la voluntad.

El psicoanálisis entra a la universidad por su relación con el saber a través de un sesgo subversivo: la ignorancia, esto está explicado ampliamente en el capítulo tres. El psicoanálisis introduce la ignorancia ahí donde aparentemente sólo hay seguridades.

Los institutos psicoanalíticos y las universidades con “escuelas de psicología orientadas psicoanalíticamente” no forman psicoanalistas, lo mejor que pueden hacer es poner a pensar juntas a personas interesadas en temáticas similares y esto tiene efectos creativos.

Luis Tamayo dedica a Lacan los últimos capítulos de su libro porque la invención del paradigma RSI transita por su relación con personajes importantes para su creador. La concepción del mundo desde esta perspectiva abarca su clínica y su formación teórica. Lacan nos muestra que la transmisión y la producción del saber depende de las redes transferenciales, orientadas por su deseo que lo lleva finalmente a ser él.

En el capítulo cinco me parece fundamental el llamado a la locura en el ámbito de la educación donde ésta es colocada en primer plano y quiero citar un párrafo[3]:

Al principio está la locura.[4] Una locura insidiosa que muestra su horrible rostro a la primera oportunidad, generando infelicidad y el ferviente deseo de deshacerse de ella . . . o de negar su existencia proyectándola a los otros. La primera opción genera un paciente, la segunda un “psi” (psicólogo, psiquiatra).

Me detengo en el deseo de deshacerse de la propia locura porque esto implica reconocerla como propia y el deseo es de des-hacerse… de ella. Tamayo asigna a tal reconocimiento y a tal deseo la posibilidad de ser paciente, de ser ignorante, de ser discípulo visualizando consecuencias funestas en la negación de la locura y la apropiación del saber.

El discipulado es pues un efecto, una producción que implica el reconocimiento de la propia locura y la presencia de otro colocado en el lugar de maestro, – ¿Tiene usted un maestro? Me dijo una vez un analista que me entrevistaba allá por los años ochenta, y yo le respondí con una especie de currículum a lo que él reiteró, ¡no, no!, ¡un maestro, alguien que realmente haya sido su maestro! entonces tuve que nombrar… al que luego fue realmente mi analista.

En su texto dice Luis Tamayo que el valor de una institución educativa estriba en la tradición que genera, y las tradiciones dependen de la generación de discípulos capaces de asombrarse y de desear saber. El maestro, que a mi parecer llega a serlo por el reconocimiento de su propia locura, no puede sino que propiciar eso, porque lejos de vigilar y castigar, compartirá con sus seguidores aquello que ignora.

En fin, no termino sin dejar de recomendar la lectura del libro de Tamayo.

[1] Tamayo, L., El discipulado en la formación del psicoanalista, ICM/CIDHEM, México, 2004, p.16

[2] Bataille G., El Erotismo, Tusquets, México 1997, p.33.

[3] Tamayo L., El discipulado en la formación del psicoanalista, Op. cit., p.84.

[4] El subrayado es mío