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  • La crueldad de lo visible

    La crueldad de lo visible

     Lucía Rangel

    …la inclinación innata del ser humano al “mal”, a la agresión, a la destrucción y, con ellas, también a la crueldad[1]

    Sigmund Freud

    Introducción

    El deslizamiento que efectúa Freud del “mal” hacia la agresión, destrucción y crueldad[2] es una indicación problemática y no del todo evidente, y es en ese sentido que habría que retomar en qué términos el psicoanálisis puede abordar este tema. Otro punto de partida es la ubicación de ese espacio de la agresividad como inherente al ser humano e incluso hasta constitutivo de la condición humana. Y si habría una distinción entre agresividad, odio, destrucción, tendencias mortíferas y sadismo. Esto último resulta indispensable ya que frecuentemente aparecen indistintamente en el discurso todos esos términos, igual para hablar del obsesivo, como del sádico, o bien del paranoico o del violador.

    La intención última de este ensayo es indicar la diferencia entre odio especular, la violencia ligada al erotismo y lo que corresponde a la pulsión de muerte, presente en su Más allá del principio de placer, como punto nodal para trabajar lo que Lacan sostiene en su seminario La Ética del Psicoanálisis (1959-60) en cuanto que “el mal puede estar en la Cosa” en la medida en que estaría en el núcleo del mito de la creación.

    Un acto de violencia sólo puede ser analizado desde su propia singularidad para discriminar si obedece a un odio especular destructivo del prójimo o si se encuentra dentro de un juego de relaciones sado masoquistas, que a través de intensificar la tensión agresiva, se persigue una excitación sexual. ¿Se podrá transitar en las explicaciones de una situación a otra? Parto de la idea que las coordenadas de un acto violento deben interpretarse a partir de la singularidad que impone el caso; no obstante, se puede plantear el lugar del odio, de la agresividad y de la pulsión de muerte como formas estructurales del humano, y es por esta vía que trataré de articular dos posturas respecto a la agresividad.

    La primera corresponde a la enseñanza de Lacan de los años cincuenta, en la cual se vierte su lectura freudiana bajo la óptica del narcisismo, y a partir de la cual se explica el odio y la agresividad, como correlato de la función del principio de placer y de la estructuración del yo y del objeto. La segunda se refiere a lo que Lacan avanza, a partir de su seminario sobre La Ética del Psicoanálisis y muy especialmente en el de La Angustia, respecto al fantasma sadiano, en términos de la Cosa y del objeto parcial y su vínculo estrecho con la pulsión de muerte. Sólo así, podré dar respuesta, en parte, a las preguntas que yo misma me hago respecto al uso indiferenciado entre agresividad, odio, y sadismo.

    ¿El mal tiene cabida en el psicoanálisis?

    En la cita del epígrafe sobresale que el vocablo “mal” esté entrecomillado, me pregunto si ¿será que para Freud no estaba completamente dilucidada la identificación realizada entre mal y agresión y por ello el uso de las comillas? Pero veamos que nos dicen las reglas del uso de las comillas:

    En la reproducción fiel de las palabras escritas o dichas por alguien, es decir en las citas textuales en estilo directo; […] para poner de relieve una palabra, expresión u oración; […] cuando se proporciona el significado o traducción de una palabra o expresión; […] cuando una palabra o expresión está utilizada en un sentido especial (irónico, burlesco, impropio, etc.)… [3].

    Según las reglas antes citadas, se puede deducir que la palabra “mal” “está utilizada en un sentido especial”. Por lo tanto, el mal al lado de la agresión y de la crueldad supone que no está del todo en la misma serie, que con todo tendrá un sentido especial que habrá que interpretar en su contexto global. En De guerra y muerte. Temas de actualidad (1915) Freud reitera el uso de las comillas para el significante “malas” e equipara las pulsiones “malas” con las egoístas. Este texto fue escrito como respuesta al horror de la Primera Guerra Mundial y revela una crítica a lo que socialmente pudiera juzgarse aparentemente como bueno o como malo sin tomar en cuenta el fundamento pulsional. Se deja traslucir una desconfianza al uso de esos términos para calificar los actos humanos, pues suele aparecer una interpretación errónea si uno no aborda las causas de los mismos en otros terrenos que no sean los de las reglas sociales.

    Ambas citas me indican que efectivamente hay algo fuera de lugar para los términos “mal” y “malas” en el discurso analítico. Ello me permite realizar un deslinde, entre lo que pertenece al campo de la acción moral- ética, de las máximas universales, de la dualidad entre el bien y el mal propio de una dimensión pastoral que conduce por el sendero “único y verdadero” para alcanzar un Soberano Bien; y lo que se propone la ética del psicoanálisis, en donde el Soberano Bien, el bien y el mal, y la verdad absoluta son inexistentes. Lacan será muy claro a este respecto “No hay otro bien más que el que puede servir para pagar el precio del acceso al deseo…”[4].

    En psicoanálisis no hay normativización del deseo, no podríamos apegarnos a una máxima universal que dicte deseos que conduzcan al bien y otros al mal, no es un sistema moral el que rige la dirección de un análisis. Sin embargo, tampoco hay que desconocer que en la constitución subjetiva se juega la conciencia de culpa, cuya función es juzgar y recriminar los deseos, pensamientos, actos y hasta fantasías del sujeto. Se trata de la voz que ha sido incorporada como residuo del odio y de la agresividad inicialmente dirigida al padre primordial, el de Tótem y Tabú y que ahora ha dado voz al superyo. Hablamos del padre odiado y temido que es asesinado por los hijos. Aquél, que una vez muerto, ha dado lugar a la Ley más fundamental que prohíbe el deseo incestuoso. No podemos dejar de sorprendernos que en el origen mítico de la cultura, de lo que da lugar a la Ley, Freud haya colocado, nada menos que un crimen. ¿Habría entonces una bestialidad original que debe ser domesticada, un odio, una rivalidad, como punto de partida para que se funde una comunidad de hermanos? Lo inicial es el odio, llevado a su máxima expresión al aniquilar al padre que hace obstáculo para el goce; y sin embargo es la paradoja, pues en lugar de surgir el acceso a ese goce viene su interdicción por la creación de la Ley. ¿Es que la ley logra su propósito de limitar el deseo?

    La Ley establece un límite a los deseos individuales de los hermanos y vela por el bien común determinado por las reglas de convivencia de la cultura que obligan a la represión de las pulsiones y en el mejor de los casos a la sublimación de las mismas. Pero en ningún caso habría una satisfacción plena. Por ello, Freud se interroga en Malestar en la cultura ¿por qué a pesar de todas estas ideas del bien común, el humano se la pasa tan mal? Es decir, toda esta promulgación de las leyes y del amor al prójimo iría muy bien si no apareciera el malestar. El análisis que conduce a la promulgación de los diez mandamientos no es otro que tener que salvaguardar que el deseo incestuoso se realice, impedir que lo “natural” no sea gobernado por las leyes de la cultura, del simbólico. No robarás, no mentirás, no matarás, no codiciarás la mujer de tu prójimo, etc., están inscritos para limitar la tendencia innata a la cual nos inclinaríamos si no hubiera un impedimento simbólico, desde la palabra. Ya que lo que Freud postula es que el goce es un mal y no como los moralistas creen que el placer es un bien, pues en el fondo, en el origen existe un más allá del placer que entraña la destrucción, la nada, el nihil, y parte de que es una condición inevitable “la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano”[5]. Es decir, no estamos en el Nirvana, en el principio de placer que tiende a la estabilización de la excitación para no perturbar el nivel de tensión, sino que estamos más allá, antes de toda representación posible de lo placentero o displacentero.

    Por tanto esta “inclinación innata al mal” está en el centro mismo del ser y de la constitución del yo, esta hostilidad primaria, percibida como proveniente del exterior tiene dos vías. La primera que se constituye a partir de la pulsión de muerte que analizaremos posteriormente en función del fantasma sadiano y la segunda que corresponde a la que deriva de la constitución del yo y del mundo externo.

    La constitución del objeto es dada a partir de las cualidades o atributos del mismo que serán filtradas al sistema perceptivo en términos de representaciones placenteras o displacenteras. Aquello que del mundo exterior,- los objetos-, sean fuente de hostilidad para el yo, en la medida en que son estímulos que perturban el nivel de excitación causando displacer, serán expulsados fuera del yo. Ahora bien, lo que en el exterior es percibido como placentero nunca quedará como externo al yo, sino que se incorpora. De tal modo que efectivamente lo externo es lo malo, lo expulsado y queda como lo ajeno. Aunque siempre teniendo en cuenta la aportación de Lacan respecto a la banda de Möebius, en donde lo exterior y lo interior no son dos caras, sino que ambas mantiene una sola superficie. Sostener lo anterior implica que lo extranjero, percibido como hostil, no sea más que esa misma superficie del interior; y de ahí proviene esta idea de lo unheimliche como lo familiar pero al mismo tiempo eso oculto que sale a la luz y que se percibe como extraño. La hostilidad no está dirigida más que a eso familiar pero que ha devenido extraño y en ese sentido el prójimo es tan malvado como yo.

    Ahora bien, si seguimos esta inclinación innata en el pensamiento freudiano por el lado del desarrollo libidinal, también encontramos una cuota de agresividad siempre presente en toda dotación pulsional. En la pulsión oral tenemos esa garganta abierta que devora, esa demanda materna capaz de aniquilar al otro; en la anal tenemos todas las pulsiones sádicas destructivas respecto al objeto, y en la genital la función de dominar al objeto sexual. Freud llega incluso a decir respecto al ser humano algo muy cercano a lo que Sade sostiene:

    …el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, […] En consecuencia el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar la fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente, sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, inflingirle dolores, martirizarlo y asesinarlo.[6]

    En suma, el amor al prójimo es bastante endeble y las leyes sociales son insuficientes para normar la convivencia con el semejante, pues en el fondo está la maldad constitutiva del humano que persigue el reencuentro con la muerte. La pulsión de muerte pone en marcha la repetición del evento traumático y con ello una fuerza pulsional que no alcanza nunca su objeto y por ende tampoco su satisfacción. Se llegará a pensar que el goce es masoquista en la medida en que se repite una y otra vez la misma forma insatisfactoria de alcanzar a un objeto inexistente; el eterno retorno de lo igual, que nunca será idéntico. Freud coloca a la pulsión agresiva como un sustituto de la pulsión de muerte que tiende a la destrucción y a la disolución, a diferencia de Eros cuya intención es la fusión.

    En lo que corresponde entonces al desarrollo libidinal tenemos una parte de esta pulsión de muerte que tuerce a su favor la meta erótica y conforma lo que llamamos las pulsiones sádicas presentes en la neurosis obsesiva. Se trata de una tendencia a la destrucción con fuerte liga de erotismo, en donde existe una mezcla de ambas pulsiones: de vida y de muerte. Admite asimismo que los componentes sádicos de la pulsión sexual a lo largo de la organización pregenital se conforman también como una mezcla de ambas pulsiones. Aun no sabe bien qué lugar o qué estatuto se jugaría para las pulsiones de muerte, sin embargo, en Malestar en la Cultura, propone y sostiene que debe de haber otra disposición pulsional originaria que funciona de manera autónoma sin ligarse al erotismo. Esta pulsión originaria vendría a ser un subrogado de la pulsión de muerte sin carga erótica. Entonces quedan delimitados dos campos en torno a la destrucción: el campo de la violencia erótica como una mezcla de pulsiones y otra original, que sólo tendría que ver con la destrucción o aniquilación del objeto como producto de la tendencia a la disolución previa a toda diferenciación del yo.

    Desde la lectura de Lacan también, habrá que distinguir la agresividad y los actos violentos como substrato de la estructuración narcisista del yo; y otra muy diferente, la del sadismo en tanto sería una pulsión no configurada a partir de la imagen narcisista del otro, de la víctima como objeto total, sino con el goce que proporciona la promulgación del derecho a usar el cuerpo del otro, conforme a mi deseo, entrando en juego el objeto parcial. Por tanto, el odio es correlativo del amor en lo que al registro imaginario se refiere, mientras que la pulsión de destrucción con fines eróticos se dirige a un objeto parcial no narcisista por lo mismo el objeto al que se dirige ya no está en el imaginario totalizante del otro, sino que está en relación directa con ese más allá del placer.

    ¿En qué momento la destrucción del otro (el prójimo) deja de estar ligado al registro imaginario del amor/odio para pasar a ser el encuentro con lo real del objeto parcial que Lacan llamó el objeto a y que en Sade podemos encontrar un equivalente cuando él menciona la obtención de “la piel del imbécil”? ¿Qué busca el odio respecto a su objeto y qué papel juega el objeto en las relaciones sádicas?

    En seguida intentaré mostrarles las dificultades que entraña la perspectiva de la agresividad correlativa del narcisismo y lo que la fantasía sadiana revela. Los psiquiatras deformaron y vaciaron de significado lo que verdaderamente representa el horror al que nos enfrenta Sade con la descripción de sus crímenes. Como dice Annie Le Brun en su libro De pronto un bloque de abismo, Sade, el catálogo de perversiones del psiquiatra Halvelock Ellis no logra horrorizarnos como lo hace Sade. Lacan extrae de Sade una ética por donde nos hace transitar para ubicar justamente lo que Freud postula con su pulsión de muerte.

    Primera tesis: Amor / odio: reciprocidad especular

    Si bien es cierto que ya encontramos que el mismo Freud distingue dos orígenes diferentes para la agresividad: una con fines eróticos donde se mezclan las pulsiones de vida y de muerte; y otra que versaría en la aniquilación del objeto, tenemos que regresar a Freud para entender cómo sostiene que “…el odio y no el amor, sería el vínculo primario de sentimiento entre los seres humanos”[7]. En que sentido el odio estaría primero, veamos como lo justifica “…el sentido originario del odiar signifique la relación hacia el mundo exterior hostil, proveedor de estímulos. […] Lo exterior, el objeto, lo odiado, habrían sido idénticos al principio”[8]. Más adelante, reitera esta idea: “El yo odia, aborrece y persigue con fines destructivos a todos los objetos que se constituyen para él en fuente de sensaciones displacenteras…”. Digamos entonces que la forma inicial de diferenciarse respecto al mundo exterior es el principio de placer y desde este momento Freud ubica el odio como primordial y ligado a estímulos provenientes del exterior. “Y aún puede afirmarse que los genuinos modelos de la relación de odio no provienen de la vida sexual, sino de la lucha del yo por conservarse y afirmarse”[9]. Claramente podemos leer que para Freud el odio es constitutivo de la formación del yo, es a partir de la agresión exterior que da lugar a una primera diferenciación. Freud no podría estar más cerca de Sade, en una carta de noviembre de 1783, se puede leer lo siguiente:

    Con respecto a la crueldad que conduce al asesinato, nos atrevemos a decir con seguridad que es uno de los sentimientos más naturales en el hombre, […] Lo lleva consigo en todas sus acciones, en todos sus propósitos, en todas sus labores; a veces la educación lo disimula, pero no tarda en reaparecer. Se anuncia en toda clase de formas.[10]

    Ahora bien, si recordamos Tótem y Tabú (1913) también tenemos desde otro costado, el mítico, un origen en donde lo central es el odio. Odio que da lugar a la transformación del mismo, en un amor fraterno. ¿Es que no se podría amar sin que mediara el odio?

    Lacan habla del amor y del odio como pasiones cuyos puntos de intersección son diferentes, de acuerdo a su paradigma real, simbólico e imaginario. Del amor dirá que topológicamente está en la arista del agujero de la unión entre el imaginario y el simbólico, y el odio entre el imaginario y el real. El plano compartido sería el imaginario, aquel que da cuenta de la imagen del yo y del otro, pero el odio al colindar con el real, toca en el fondo la nada, que conduce al deseo del aniquilamiento del otro, a diferencia del amor, en donde la falta, la nada, el agujero, lleva a la construcción imaginaria de un objeto ideal que obture el vacío. En cierto sentido, el enamoramiento implicaría borrar la falta, construyendo un objeto perfecto e ideal; y para el odio no hay mejor ejemplo que el que Lacan cita en varios de sus textos, y que se refiere a la frase de San Agustín que revela esta difícil imagen de la convivencia y rivalidad con el otro: “Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeñuelo presa de los celos. No hablaba todavía y ya contemplaba, todo pálido y con una mirada envenenada, a su hermano de leche”[11]. La mirada envenenada circunscribe el campo imaginario del odio.

    Asimismo en La agresividad en Psicoanálisis (1948), Lacan siguiendo a Freud nos remite a que la noción misma de agresividad es correlativa de la estructura narcisista: relación erótica en que en el humano fija una imagen que lo enajena para rivalizar con el otro, de por vida, por algún bien. Entonces esta idea de la destrucción del rival se debe hasta este momento a una relación especular a partir del cual surge el deseo de poseer aquello que reflejado en el otro, presupongo mío o lo quiero como mío y que sin embargo la imagen del otro me revela que ocupa mi lugar y me priva del objeto de mi deseo. Como consecuencia, entro en una furia, en una rivalidad y en unos celos que incitan a los actos más violentos. Así, la agresividad sería constitutiva de las relaciones con el otro a quien amo y odio al mismo tiempo, en la medida en que ese otro soy yo. Sólo podría hacerle daño a aquél que se constituya en alguna forma de mi reflejo. Freud nos da una clave para esta irremediable rivalidad: “…, incluso en la más ciega furia destructiva, es imposible desconocer que la satisfacción se enlaza con un goce narcisista…”[12]. Desde esta perspectiva no habría odio ni amor fuera de una reciprocidad especular.

    Para la furia destructiva, Lacan agrega que en la experiencia de la agresividad, en el centro del acto más violento, nos es dada una imagen de dislocación corporal:

    …las imágenes de castración, de eviración, de mutilación, de desmembramiento, de dislocación, de destripamiento, de devoración, de reventamiento del cuerpo, en una palabra las imagos que personalmente he agrupado bajo la rúbrica que bien parece estructural de imagos del cuerpo fragmentado.[13]

    Los crímenes en cuyo acto se llevan a cabo la efectuación de estas imágenes del cuerpo fragmentado, como el de las hermanas Papin[14], famoso a través de la novela Las Criadas de Genet, lo que podemos observar de la violencia perpetuada a esos cuerpos destrozados es justamente el trasfondo de un crimen paranoico en el cual el odio es especular y el pasaje al acto no es otro que la pulsión agresiva que se resuelve en el asesinato. Ni Lacan, ni en la construcción del caso que hacen Allouch, Porge y Viltard[15] nos remite a una interpretación del crimen como un acto producto de un deseo sádico. Sus argumentos versan en torno a la agresividad especular que construye un delirio paranoico.

    Hasta 1963, para Lacan la rivalidad con el otro y sobretodo la alienación primordial genera la agresividad más radical: el deseo de la desaparición del otro y de su dislocación corporal. A partir del seminario L´Angoisse (1962-63) con su invención del objeto a como ese pedazo corpóreo de goce, se podrá aclarar más la distinción entre el objeto digno de amor o de odio y un objeto parcial pulsional. Tendrá también repercusiones muy importantes para rechazar la supuesta reversibilidad de la agresividad entre el par de sadismo y masoquismo.

    Segunda tesis: ¿La fantasía sadiana excluye el odio del imaginario?

    En textos como Pulsiones y Destinos de pulsión (1915), Pegan a un niño (1919), Más allá del principio del placer (1920) y Malestar en la cultura (1930), entre otros, vamos a encontrar el testimonio, de que aún para Freud, no estaba del todo resuelta esta tendencia a la destrucción del objeto con la exclusiva referencia al narcisismo. Asimismo, Lacan será muy claro respecto al objeto que será blanco de la agresividad para su destrucción y el objeto parcial o das Ding al que apunta la pulsión de muerte como lugar designado en el más allá de la relación del espejismo especular.

    En Pulsiones y destinos de pulsión, Freud define el sadismo como una acción violenta cuyo fin sería la afirmación de poder dirigida a otra persona como objeto. Lo más sobresaliente de su análisis va a ser esta idea respecto a la cual, la meta sádica de infligir dolores ha encontrado un revés y se trata de que el sádico “goza de manera masoquista en la identificación con el objeto que sufre”[16]. Entonces no es el dolor de la víctima que le hace gozar sino que en el acto mismo, el agente sádico se posiciona en el lugar de objeto que sufre las vejaciones. Si bien es cierto que se revela cierta especularidad en el intento de apoderamiento del objeto, resulta novedoso que en la ejecución de su acto, el sádico se desdoble en verdugo y en víctima. Aclara también que el goce del que se trata no se refiere al dolor mismo, sino a la excitación sexual que acompaña al acto. En ese mismo artículo, Freud sostiene que el odio puede remplazar al amor al señalar que por alguna causa real se regresa a la etapa sádica, previa al amor de objeto, y el odiar cobra así un carácter erótico que logra que el vínculo continúe. Encontramos en esta explicación el argumento al porqué se mantiene una relación a partir de golpes, humillaciones o vejaciones. Sin caer en generalizaciones, se podría sostener que habría un carácter erótico en algún tipo de violencia. Basta remitirse a “Pegan a un niño” Contribución al conocimiento de la génesis de las perversiones sexuales (1919), para entrever el vínculo que se establece entre odio y erotismo.

    Para Lacan, ese acercamiento entre el goce y la destrucción, se va a efectuar a partir de los textos de Sade, especialmente en su seminario La Ética del Psicoanálisis (1959-1960) en el cual va a abordar la pulsión de muerte en relación al campo de das Ding como aquello que en la vida puede preferir la muerte en tanto “…se aproxima así, más que cualquier otro, al problema del mal”[17] y lo va a ligar con la idea sadiana de la voluntad de destrucción como un punto creacionista. La idea de ese campo anterior a la represión original y lugar de das Ding tendrá un desarrollo posterior en el seminario L´Angoisse (1962 – 63) en donde se puede observar con mayor precisión el deslinde del objeto parcial, del campo especular. Estos dos seminarios serán el eje para discutir en qué momento la fantasía sadiana apunta a un objeto que está lejos de ser el prójimo como imagen del yo y cuya voluntad de destrucción apunta a un vacío que los elementos imaginarios pueden llegar a encubrir y a engañar sobre lo esencial en el sadismo. Y justamente sobre esos elementos imaginarios engañosos se inicia el análisis de la fantasía de “Pegan a un niño”. Lacan, en la sesión del 12 de febrero de 1958 de su seminario Las Formaciones del Inconsciente, se detiene en el desglose que hace Freud de dicha fantasía. La primera fórmula reza así: “Mi padre pega a un niño que es el niño a quien odio”. Ésta aparece más o menos vinculada en la historia del sujeto con la introducción de un hermano o de una hermana, de un rival que en algún momento, tanto por su presencia como por los cuidados que recibe, frustra al niño del cariño de sus padres. Se trata aquí muy especialmente de su padre. Esta situación fantasmática tiene la manifiesta complejidad de constar de tres personajes – está el agente del castigo, está el que lo sufre y está el sujeto. El que lo sufre es un niño odiado por el sujeto y quien es despojado de la preferencia paterna. Mi padre, se puede decir, pega a mi hermano o a mi hermana por miedo a que yo crea que el otro es el preferido. El sujeto debe presenciar lo que ocurre, para que esa acción (golpear) le haga saber a él, que se le da algo, es decir que el sujeto recibe de esa acción agresiva, el privilegio de ser el preferido ante el padre. El niño golpeado se hace instrumento, resorte, medio, de comunicación entre el sujeto que observa la escena de la golpiza y el padre. Y es en torno al amor, a su deseo de ser preferido o amado, que entra en juego la golpiza. Lacan mantendrá la idea de que el obsesivo castiga bien porque ama bien; vemos en estos casos que la paliza ha quedado como la marca privilegiada del amor.

    La segunda etapa de esta fantasía representa una reducción: sólo hay dos personajes y la expresión inconsciente es Mi padre me pega. El espectador deviene parte de la acción, ahora es él, el objeto golpeado. Ocurre un desplazamiento del elemento que estaba en juego -la preferencia paterna- que al haberse establecido una conexión entre ser golpeado y ser amado, marca de entrada, un cierto erotismo, que da la posibilidad del intercambio de lugares entre el niño golpeado y el espectador. Y en esta misma dirección se da una mutación también del lado del espectador en la medida en que deviene el objeto golpeado. En esto radica toda la ambigüedad sado masoquista pues se da un desdoblamiento de la víctima: por un lado espectador y por el otro, se presenta como objeto. La interpretación errónea de esta situación ha llegado al extremo de plantear que se trata de una pareja de opuestos reversibles y que para todo sádico tendría que haber un masoquista que se coloque como víctima en vías de una complementariedad. Lacan se opondrá tajantemente a esta postura de los opuestos reversibles; pues de lo que se trata es que el sujeto se ve incluido en la víctima.

    En la tercera y última etapa, la fantasía desemboca en una total desubjetivación de toda la estructura, ya que el sujeto se ve reducido a su punto más extremo, un puro y simple observador: “Pegan a un niño”. El Pegan es impersonal, y sólo vagamente indica una figura paterna, pero en general el padre no es reconocible, sólo se trata de un substituto. Y a menudo no se trata de un niño golpeado, sino que ahora son varios.

    La presencia de ese impersonal es lo que llama la atención en cuanto al lugar del sujeto y del goce. Brighelli sostiene que “El libertino tiene la mirada fría del escritor, y la relación que él instituye no es una relación amorosa sino una relación de amo (o de creador) a criatura”[18]. Blanchot en el mismo sentido, escribe: “Los grandes libertinos han anulado en ellos toda capacidad de placer” más adelante, “…pretenden gozar de su insensibilidad, de esta sensibilidad negada y devienen feroces”.[19] Allouch en Ca de Kant, cas de Sade, erotologie analytique III, sugiere a través de la interpretación de su lectura de Blanchot, que el goce del verdugo sería justamente esa apatía. Blanchot, respecto a la víctima, refiere que es un simple elemento, sustituible al interior de una inmensa ecuación erótica. Vemos así esa desubjetivación de la que habla Lacan, en donde identifica la esencia del sadismo. Brighelli también considera que el erotismo sadiano mantiene al otro a punta de látigo, y lo considera sólo como un objeto fragmentado, incluso dice “el sujeto de la orgía tiende a disolverse. En cuanto al objeto, está esparcido”[20]. Estos autores retratan muy bien lo que Freud describe en su última etapa de la fantasía Pegan a un niño en donde, los personajes ya no son ni el padre, ni el niño odiado; el sujeto está reducido únicamente al estado de espectador, el niño golpeado se ha multiplicado y el amor deja de estar presente como mensaje.

    El sadismo deviene perversión cuando la paliza no es más buscada o dada como signo de amor, sino que es asimilada por el sujeto como la única posibilidad existente de hacer gozar a un falo;…[21].

    Necesariamente surge la pregunta más enigmática ¿Quién goza? La fórmula de la fantasía sadiana indica ya algo: “Tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ese derecho lo ejerceré, sin que ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él”[22]. El “tengo derecho” es la máxima sadiana que se impone como una orden, pero no se trata de gozar con otro sujeto, sino con una parte del cuerpo de éste. En cuanto a la intención del deseo sádico, Lacan, en su seminario de La Angustia, en la sesión del 16 de enero de 1963, menciona que la intención del deseo sádico no es el sufrimiento del otro sino su angustia. Busca introducir en el otro, imponiéndole, hasta un cierto límite, eso que no sería tolerable, que se manifieste el vacío que hay en la víctima, entre su existencia como sujeto [del lenguaje] y lo que puede soportar en tanto cuerpo. “Cuando se avanza en dirección a ese vacío central, […], el acceso al goce se nos presenta de esta forma, el cuerpo del prójimo se fragmenta”[23]. Se trata del más allá de la captura de la imagen, se trata de hacer resurgir un vacío inicial, antes de cualquier estructuración del sujeto. Por lo mismo, no se trata de aniquilar al objeto hecho a mi imagen, como lo que buscaría la agresividad especular, sino llevar al otro a esa nada fuera de los límites del espejo. Incluso, lo que llama la atención en la novelas de Sade, es que las víctimas siempre salen indemnes de los actos más atroces, el objeto sigue intacto, se vislumbra una necesidad de restituir ese objeto inaccesible y de la anulación del sujeto.

    Lacan sostendrá que lo que caracteriza el deseo sádico es, en el cumplimiento de su acto, de su rito, aparecer él mismo (el agente) como puro objeto, instrumento, fetiche negro, como una forma petrificada. Para ser el instrumento de las crueldades, se reduce a no ser más que instrumento de goce. Y he ahí que se nos plantea de nueva cuenta esta cuestión del goce ¿es que el verdugo que ha devenido instrumento para realizar la máxima sadiana, goza? ¿Es que el instrumento goza? ¿Es que la voz que exige el goce, goza? En la sesión del 4 de mayo de 1960 de su seminario sobre La Ética del Psicoanálisis, cuando Lacan aborda la pulsión de muerte, se detiene en esta idea de la pulsión de destrucción como más allá del retorno a lo inanimado que sería el funcionamiento del principio del placer. Si existe algo más allá, sería, dice él, una Voluntad de destrucción, Voluntad de comenzar de nuevo; voluntad de creación a partir de nada. Es el más allá de la cadena significante, es el antes de la formación del yo especular, es la Cosa (das Ding), a la que se apuntaría con esa pulsión de destrucción. A lo que apuntaría sería a esa nada, a ese vacío, a ese objeto que cae en el acto de entrada a la cadena significante y no directamente a destruir al prójimo como imagen rival.

    Si el agente sádico, el verdugo, sólo se reduce a un carácter instrumental, a ese objeto petrificado en una escena, quizás de lo que se trata es de hacer gozar al Otro (la voz que impone) y de obtener “la piel del otro”, reducirlo a ese pedazo de cuerpo que es. Aunque sigue siendo bastante enigmático que la voz pueda gozar. Para Lacan, detrás del deseo de provocar la angustia del Otro, estaría como último término, hacer caer ese pedazo de cuerpo, la piel desprendida y es en ese sentido que los latigazos, las cicatrices devienen importantes.

    Me parece que ahí radica todo el erotismo sadiano, cómo reducir el sujeto a ese trozo corpóreo de goce sin ninguna justificación ideológica de por medio y sin ningún odio o amor entre el verdugo y la víctima.

    Se puede plantear entonces, que no todos los actos de violencia pueden ser leídos desde el sadismo, sino que hay otros que son producto de un odio hacia el objeto que busca su destrucción total.

    [1] Sigmund Freud. El malestar en la cultura. (1930[1929]) Obras Completas, Tomo XXI, 1ed., Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1976, p. 116. El subrayado es mío.

    [2] Ibídem, Nota 10. “Un efecto particularmente convincente produce la identificación del principio del mal con la pulsión de destrucción en el Mefistófeles de Goethe

    [3] Océano Ortografía. Reglas y dudas, acentuación, puntuación, partición, abreviaturas, siglas, ejercicios y soluciones. Editorial Océano de México, 1996. p. 180-181.

    [4] Jacques Lacan. La Ética del Psicoanálisis, Editorial Paidós, Argentina (1ed 1988), 1990. sesión del 6 de julio 1960. p. 382.

    [5] Sigmund Freud. El malestar en la cultura, op. cit., p. 117.

    [6] Ibíd., p. 108.

    [7] Sigmund Freud. La predisposición a la neurosis obsesiva. Contribución al problema de la elección de neurosis (1913). op. cit. Tomo XII., p. 345.

    [8] Sigmund Freud. Pulsiones y destinos de pulsión (1915). op. cit., Tomo XIV, p. 131.

    [9] Ibíd., p. 132.

    [10] Sade, citado por A. Le Brun. De pronto un bloque de abismo, Sade. Ediciones literales, Córdoba, Argentina 2002. p. 102.

    [11] Jacques Lacan, “La agresividad en psicoanálisis” (mayo 1948), Escritos 1, Ed Paidós, 22 ed, México, 2001. p. 107.

    [12] Sigmund Freud, El malestar en la cultura, op. cit., p. 117.

    [13] Jaques Lacan, La agresividad en psicoanálisis (1948), op. cit., p. 97.

    [14] Jacques Lacan, “Motivos del crimen paranoico: El crimen de las hermanas Papin”, En De la Psicosis Paranoica en sus relaciones con la personalidad, Editorial Siglo XXI, 1ed 1976, México, 1984. Pp. 338-346.

    [15] Jean Allouch, E. Porge, M. Viltard, El doble crimen de las hermanas Papin, Epeele, México, 1999.

    [16] Sigmund Freud, Pulsiones y destinos de pulsión (1915). op. cit., p. 127.

    [17] Jaques Lacan, Seminario La Ética del Psicoanálisis, Editorial Paidós, Argentina, sesión del 20 de enero 1960, p. 128.

    [18] Jean-Paul Brighelli, “Justine, o la relación textual”, Litoral No 32, Epeele, México, D. F., Mayo 2002, p. 44.

    [19] Maurice Blanchot, Lautréamont et Sade, Minuit, Paris, 1963, p. 44.

    [20] Jean-Paul Brighelli, op. cit., p. 34.

    [21] Jaques Lacan, L´Angoisse, sesión del 2 de mayo de 1962, Inédito, la traducción es mía así como los subrayados.

    [22] Jaques Lacan, “Kant con Sade”, Escritos 2, Ed. Paidós, 22 ed., México, 2001, p.340.

    [23] Jaques Lacan, Seminario La Ética del Psicoanálisis (1959–1960), Sesión del 30 de marzo de 1960, Editorial Paidós, Argentina, p. 244.

  • La vecindad del mal. Del otro yo al yo auténtico

    La vecindad del mal. Del otro yo al yo auténtico

     Ernesto Priani Saisó

    Un asesino padece siempre un cierto grado de locura, aunque no por ello ha de ser menos calculador ni más cobarde.

    En el fondo, puede tratarse de alguien exactamente igual que tú y que yo.

    Wallander

    ¿Puede el mal ser objeto de nuestra cotidianidad? Esto es, ¿puede ser materia de trabajo, objeto de atención mediática, rasgo característico de uno mismo, en fin, un trozo de nuestra realidad diaria a la que no escinde, ni realmente atemoriza?

     La respuesta es si. Y se sostiene en una descripción del cambio en la representación del mal en la literatura durante el último siglo, y en el modo como la televisión, ese medio que nos esforzamos en minimizar, nos arroja todos los días una reflexión sobre el mal.

     Pero permítanme, primero, presentarles al inspector Kurt Wallander. El es detective en la zona de Malmo, al sur de Suecia. Como muchos de nosotros es un hombre aquejado por los problemas que acompañan la vida moderna: la soledad tras el divorcio, la incomprensión de la hija adolescente, la indiferencia de los compañeros de trabajo, los problemas de salud, el alcohol…

     A pesar de ello, o tal vez mejor, junto con ellos, tiene como parte de su trabajo que enfrentarse al mal. Sólo que éste ha dejado de ser visto como una entidad substancial, como un algo o un alguien definido. Porque en la serie de novelas protagonizadas por Wallander, escritas por Henning Mankell, el mal merece la misma atención que la fatiga personal, las dudas sobre el futuro, el jefe molesto y los problemas administrativos. En otras palabras, el mal no llega a rebasar la simple cotidianeidad, como uno más de los avatares de la vida diaria.

    Y uno no puede menos que sorprenderse por el contraste que este retrato del mal genera si lo comparamos, aunque sea de manera superficial, con el que nos arrojan la novela policíaca y criminal, desde sus orígenes en el siglo XIX hasta finales de la década de los años ochenta.

     Por ejemplo, pensemos en la cotidianidad de Wallander y comparémosla con las personalidades excepcionales de un Dr. Jekyll, capaz de crear una fórmula que lo convierte en Mr. Hyde, o de un Dorian Gray, que aprovecha las cualidades de un retrato para llevar a cabo una vida desenfrenada, mientras su imagen es la que envejece y se cubre con las llagas del pecado.

     Y qué decir del vínculo del solitario detective al que trastorna la demencia senil de su padre, frente a los agentes del FBI que deben recurrir a Anibal Caníbal para destruir esos portentos del mal que son los asesinos múltiples en El silencio de los inocentes y el Dragón Rojo de Thomas Harris o aquel famoso yupee asesino al que nadie detiene en American Pycho de Bret Easton Ellis.

     Hará falta, por supuesto, una lectura mucho más detallada y profunda de este cambio en la novela criminal y policíaca para darse cuenta, de manera cabal, de cómo con el paso del tiempo los detectives y los criminales van transformándose.

     Porque esa inquietud por el mal, por la mente malvada, por la identidad de lo negativo, incluso por la cualidad de vacuidad del mal en el caso de Easton Ellis, ceden finalmente su lugar a una especie de relato del mal como objeto de lo cotidiano. El mal que se reabsorbe en lo normal, en el día cualquiera y que cualquiera puede encarnar sin asombrarse, o pensar que uno mismo sea “otro”.

     Permítanme ahora introducir a los Soprano. El padre de esta singular familia de los suburbios de New Jersey es Anthony Soprano. Su trabajo, o mejor, su manera de procurarse el sustento es el de capitanear a la mafia en Nueva Jersey. Es despiadado y en ocasiones cruel. Es capaz de matar con sus propias manos y de entregarse a sus apetitos más bajos. Pero es padre de una familia de cuatro miembros, que sufre ataques de pánico que lo llevan al sillón del psicoanalista. Pese a ser temido y poderoso en la calle, tiene problemas con la esposa como los que tendríamos tu o yo. Y qué decir con los hijos adolescentes, uno de los cuales ni siquiera entiende bien a qué se dedica su padre, pero por los que, de una manera u otra se esfuerza. Un personaje pues, que vive la tensión constante que produce su proximidad con el mal y su anhelo de ser un buen padre de familia.

     En este protagónico de una de las series de televisión con mayor éxito en los últimos años, creada por David Chase, encontramos un rasgo más del retrato contemporáneo del mal: el que la parte maldita no constituye, bajo ningún sentido, un otro.

     Tony Soprano choca, por eso con Jekyill y Hyde y con Dorian Gray. También con esa “otredad” del criminal que nos revela ese Virgilio del nuevo infierno llamado Aníbal Caníbal, a un tiempo psicólogo lúcido y loco. En todos estos casos, el mal es una suerte de “otro” dentro del hombre común, una escisión de la persona en dos naturalezas distintas. La que obedece a la lucidez y la que sigue a la oscuridad. En cambio, Soprano, el vecino de los Cusamano, es el mismo cuando cena los domingo con su familia y que cuando rompe el cuello al perverso novio de su hermana. Aquí el mal no escinde nada, no sobrepone personalidades, es sólo un aspecto más de un todo unitario.

     Hay que decir que es sobre todo la televisión, la que se encuentra fascinada con esta identidad de la dicotomía. La que subyace a los Osborne, a Paris Hilton, esta fabulosa heredera de una fortuna incalculable pero que es sin ninguna duda dirty. Y claro, todos los programas de famosos actuando como cerdos, como en el Big Brother VIP. Todos ellos son, precisamente, el bien y el mal, sin ruptura en una singular continuidad.

     Pero, ¿cómo es que el mal pasó a ser objeto de nuestra cotidianidad: materia de trabajo, objeto de atención mediática, rasgo característico de uno mismo que ha dejado de escindir?

     Hace poco más de un siglo Oscar Wilde escribió a Boise, su amante, lo siguiente:

    Un gran amigo que me ha brindado su amistad durante diez años, vino a verme hace tiempo y me dijo que no creía una sola palabra de las acusaciones en mi contra y aseguró que me consideraba inocente y víctima de una siniestra conspiración tramada por tu padre. No pude contener mis lágrimas ante sus palabras y le respondí que, si bien muchos de los cargos que me hizo tu padre son falsos y me los echó encima sólo por indignante alevosía, mi vida no obstante, estuvo llena de placeres perversos y pasiones extrañas. Y a menos que él aceptara y comprendiera enteramente este hecho no podría seguir siendo su amigo ni siquiera volver a estar en su compañía. Le causé una impresión terrible, pero somos amigos y no he obtenido su amistad con base en apariencias fingidas. (Oscar Wilde, In carceres et vinculis, Pp. 175-176)

     En el momento más trágico de su vida, Wilde se reconcilia consigo mismo, se “acepta” y descubre el valor de una honestidad hasta entonces ignorada. Y podríamos tomar esto casi como una suerte de manifiesto para siglo que estaba por comenzar: la de guiar la aproximación hacia la persona, particularmente hacia sus oscuridades, con honestidad, reivindicando la unidad, la reconciliación entre las partes más luminosas y más oscuras.

     Y en efecto, algo de este espíritu puede encontrarse en Nietzsche, y en Freud, incluso en Kirkegaard y en Marx. Y podría ser un norte para explicar por qué a lo largo del siglo XX se camina hacia una proximidad con mal, guiada con un ánimo de honestidad y aceptación, en un movimiento que lleva de sacar primero la sombras a la luz, para después mostrarlas como un rasgo unitario. Algo que hoy, de manera popular, recibe el nombre de ser auténtico, como comúnmente escuchamos en un sinnúmero de anuncios comerciales.

     Pero esto explicaría también porqué, paulatinamente, el detective cede su lugar al psicólogo y finalmente, porqué el mal emerge sin su carácter de “otro” y sin su sustancialidad negativa. Como si a final de cuentas hubiera triunfado una forma auténtica de vivir, como un paso continuo entre la luz y la oscuridad.

     La hasta aquí breve descripción de la transformación en la representación del mal puede resumirse básicamente en tres puntos. Hoy el mar aparece

    · Como parte de una cotidianidad de la que no es una sustancial diferente

    · Como un rasgo característico en una persona, sin constituir una dicotomía o una escisión.

    · Como la cualidad de objeto mediático, materia de trabajo, etcétera.

     Estas, sin embargo, no son realmente conclusiones. Es más, uno debería preguntarse de qué se tratan en realidad. Porque ciertamente no son una teoría sobre el mal como tampoco se trata de prácticas concretas. Si somos sinceros, apenas constituyen unos cuantos contenidos específicos que permiten adivinar algo más allá.

     La aparición de estos personajes en la literatura en el siglo XIX y en al televisión en el siglo XX dan paso a una discusión semejante sobre su significado y sus implicaciones morales. Wilde, por ejemplo, toma una posición definitiva en muchas partes de su obra respecto a la relación entre moral y arte, que sin embargo es más característica cuando aborda la defensa de su Dorian Gray. En uno de los muchos pasajes donde defiende su novela de la acusación de inmoral, una carta abierta al director de la gaceta de San James, escribe:

    … debo reconocer que, sea por temperamento o por gusto, o por ambos a la vez, soy absolutamente incapaz de comprender cómo se puede criticar desde un punto de vista moral una obra de arte. La esfera del arte y la esfera de la ética son absolutamente distintas y separadas… (Oscar Wilde. Obras 3. p. 559)

    En otra carta dirigida al director de The Daily Chronicle enfatiza:

    … La verdadera moral de mi relato es que todo exceso, como toda renunciación lleva consigo su castigo; y esta moraleja está tan artística y deliberadamente escondida que no enuncia por sí misma su ley como un principio general, sino que se realza únicamente en la existencia de los personajes, convirtiéndose así en un simple elemento dramático de una obra dentro de una obra de arte, y no en el objeto de la obra de arte misma. (Oscar Wilde. Obras 3. p. 559)

    La posición de Wilde es muy clara:

    a) La obra de arte no puede ser cuestionada desde el punto de vista moral. Es decir, no dice nada de la moral del artista ni es una conducta objeto de un juicio moral.

    b) La obra representa una moral que solo tiene sentido y valor en el marco de la obra misma, pues se realiza únicamente en la existencia de los personajes y por lo tanto tiene valor dramático.

     Una discusión similar tiene lugar el día de hoy respecto a la televisión y los programas televisivos. Una de las preguntas más frecuentes a los que la crítica filosófica se enfrenta al abordar el tema de la televisión, es el problema de si las personas se identifican con los protagonistas y si esa identificación conduce a la imitación de conductas en la realidad. El tema se presenta cíclicamente y lo ha vuelto a hacer a propósito de Los Soprano.

     Para Noel Carroll, que ha abordado el tema de manera resiente, no podemos identificamos con un sujeto como Tony Soprano, pues si bien podemos compartir algunas cosas, difícilmente podríamos compartirlas todas. Su posición es que en cambio con él establecemos una alianza, pues

    … cuando nosotros vemos la estructura moral del ese mundo ficticio (el de los Soprano) me parece que Tony es el mejor candidato o, finalmente, uno de los mejores candidatos para una alianza… (Noel Carroll, “Sympathy for the Devil”. p. 120)

     En principio, más allá del acuerdo o desacuerdo con la posición de Carroll respecto a si existe o no identificación con Anthony Soprano, me parece interesante la manera en que subraya la misma idea que encontramos ya en Wilde: la presencia de una estructura moral, que constituye parte del argumento dramático de la obra y a partir de la cual los personajes se hacen interesantes o aburridos. La razón es que tal ves lo que hemos descrito hasta aquí no es sólo un cambio en la representación del mal sino, más allá, una modificación de la estructura moral en la construcción de mundos ficticios.

     Así, el problema no parece ser que nuestra idea del mal sea otra distinta de la de hace un siglo, sino que de hecho es toda la estructura de la escenificación de la vida moral la que ha cambiado de manera radical.

     Es interesante observar, en este sentido que ya no escenificamos la vida moral pensando en seres excepcionales. Nuestros criminales y asesinos son hijos, padres, hermanos de una familia. Algunos tienen un empleo, otros simplemente una forma de ganarse la vida. Pero el teatro de nuestra escena moral está ahora lleno de rasgos familiares.

     Esto implica que ya no se representa misma la idea de dilema moral pues ya no es esa lucha entre tendencias opuestas que escinde la naturaleza del hombre, como llegó a pensar alguna vez Schiller y representaron tan bien Stevenson y Wilde. Ahora el drama moral está representado en cómo no se renuncia a una parte de mí mismo, sin importar su carácter luminoso u oscuro.

     Ese es el avatar en que parece encontrarse Soprano, pero también Wallander, para quién renunciar a la policía no es opción. El dilema es cómo no separarse, escindirse, romperse y abandonar una parte de uno mismo. Como un deseo de permanecer íntegro también en aquello que, alguna vez fue considerado contrario a nosotros mismos.

     Las imágenes de este esquema moral son muchas y pueden transportarse fácilmente fuera de la ficción: cómo concilio trabajo con responsabilidades familiares, cómo mantengo ciertas predilecciones sin renunciar a la salud, en fin, como conservo aficiones de adolescente con mi realidad presente como adulto, en este suerte de afirmación de lo que se cree auténtico y que parece buscar ser “simplemente yo” sin adulteraciones ni enmascaramientos.

     Y ahora que he dado ese paso fuera de la ficción, tengo que detenerme porque me confunde la facilidad con que la descripción de esta estructura moral de la ficción contemporánea –al menos de una cierta ficción- puede fácilmente transportarse fuera del ámbito narrativo hacia la vida diaria. Porque me temo que se trata en realidad, de un espejismo. Me explico:

     En Tras la virtud, MacIntyre basa su argumentación en el hecho de que a partir de la modernidad se desdibujó la estructura de la moral clásica aristotélica, de manera que desde entonces nos encontramos, por un lado, con un conjunto de contenidos específicos de la vida moral, actitudes, acciones, deliberaciones, y por otro lado, con las piezas desarticuladas de un mecano que no nos permiten acomodar esos contenidos y otorgarles un significado.

     Y la imagen me parece muy precisa a la hora de querer describir la sensación que produce nuestra realidad moral: podemos aspirar a una claridad, e incluso una certeza cuando hablamos de una cuestión específica: querer a los hijos, preferir esta conducta, enaltecer la concordia. Pero todo eso se diluye a la hora de tratar de trazar un vinculo con cualquier otro acto, juicio o pensamiento moral, ya no contradictorio con los primeros sino simplemente distinto.

     Entonces, se nos hace evidente que carecemos de una estructura que otorgue significado moral a los actos, es decir, que pueda establecer vínculos entre distintas esferas de lo particular, con principios e ideas generales, que otorguen sentido, jerarquía, valor a cada hecho particular.

     En este sentido, los personajes de la literatura y de la televisión tienen una ventaja sobre nosotros: ellos poseen –perdón, la narración de sus historias posee- un orden moral finito, concreto y cerrado, a partir del cual sus actos adquieren valor dramático, a partir de una simple estructura moral que vincula sus actos particulares con ese orden moral.

     Y nosotros, ¿somos capaces de ver un orden moral en algún lado? La respuesta aquí es no. Y por eso nuestra vida no alcanza los tintes dramáticos que si posee cuando se escenifica del modo en el que hoy se hace.

     De alguna manera, esa ética de la no renuncia, de la unidad sin escisión entre el bien y el mal, entre las luces y las sombras, emana de nuestra incapacidad de conciliar nuestra propia realidad. No como una imagen de lo que hacemos, sino como una imagen de lo que no podemos hacer, de la conciliación que nos es imposible, ya no entre elementos contradictorios, sino incluso entre elementos afines. Nosotros no tratamos de trazar un puente entre nuestro lado bueno y lado mal, intentamos trazar puentes, punto.

     Si alguna conclusión puede extraerse de todas estas reflexiones es entender que contra la apariencia de una suerte de indiferencia moral, de una frivolidad moral en nuestros días, hoy la inquietud moral es objeto cotidiano, angustia inmediata no reservada a los grades héroes o las personalidades excepcionales. Ya no es Jekyll, ya no es Dorian Gray, ya no es el Dragón Rojo el que muestra la agitación de las oscuras aguas de la inquietud moral. Si, la lucha ya no es de estos personajes únicos en su maldad, sino el personas corrientes en su día a día, por cierto, débiles, inseguras, incompletas, como Anthony Soprano. También los que investigan el mal, los detectives, han dejado de ser excepcionales. Ya no son el formidable Sherlok Holmes, o los excepcionales detectives de un fabuloso FBI guiados por un loco multiasesino. Ahora son como Wallander, personas preocupadas por su jubilación.

    Bibliografía

    Carroll, Noel, “Sympathy for the Devil” en Richard Greene y Peter Vernezze ed. The Sopranos and Philosophy. Chicago: Open Court. 2004

    Easton Ellis, Bret. American Psycho. Vintage Books, 2000

    Harris, Thomas. Red Dragon. Dell Publishing Company, 1999.

    Mankell, Henning. La pista falsa. Barcelona: Ed. Tusquets, 2001. Traducción: Dea Marie Mansten y Amanda Monjonell Mansten.

    Pisando los talones. México: Ed. Tusquets, 2004. Traducción: Carmen Montes Cano.

    Asesinos sin rostro. México: Ed. Tusquets, 2001. Traducción: Dea Marie Mansten y Amanda Monjonell Mansten.

    El hombre sonriente. México: Ed. Tusquets, 2003. Traducción: Carmen Montes Cano.

    La leona blanca. Barcelona: Ed. Tusquets, 2003. Traducción: Carmen Montes Cano.

    Los perros de Riga. Barcelona: Ed. Tusquets, 2002. Traducción: Dea Marie Mansten y Amanda Monjonell Mansten.

    MacIntyre, Alasdair. After Virtue. Indiana: University of Norte Dame Press, 1984. Segunda edición.

    Stevenson, Robert Louis. Dr Jekyll and Mr Hyde. London: Penguin, 1994.

    The silence of the lambs. St. Martin’s Press, 1991

    Wilde, Oscar. Obras completas (tres tomos). Buenos Aires: El Ateneo. 1952. Traducción Ricardo Baeza. 

     Epistola:In carcere et Vinculis. Barcelona: Seix Barral. Traducción: José Emilio Pacheco.

  • El objeto del duelo

    El objeto del duelo

    Josafat Cuevas S.

    “Huérfano de la muerte soy ahora”

    Cardoza y Aragón

    Para Hiram, mi hermano, muerto.

    Este trabajo se organiza en torno al cuestionamiento de la concepción del objeto que, según Jean Allouch, sería la de Freud en su texto Duelo y melancolía. Me propongo discutir su crítica a la versión “freudiana” del duelo, desde dos perspectivas íntimamente vinculadas, presentes en su argumentación. La primera tiene que ver con consideraciones de orden general, ligadas a una contextualización histórica, que atañe a la dimensión ritual, social del duelo; y la otra, que remite propiamente a su lectura crítica de Freud, desde una doble vertiente: la del objeto y el problema de si es sustituible o no, y la de su representación.

    Antes de desplegar ese cuestionamiento, diré que la manera en que Allouch aborda la cuestión del duelo desde su propia experiencia subjetiva (su pesadilla, Literatura gris I), así como su elaboración a partir de Kenzaburo Oe (Estudio C), me parecen de una pertinencia indiscutible.

    Pero lo que no parece pertinente, es que para arribar a lo anterior sea preciso leer a Freud como lo hace; este trabajo trata de mostrar por qué no es preciso…

    Incluso me parece que el modo en que Allouch cuestiona la “versión freudiana” del duelo, oscurece ciertos puntos de acuerdo entre sus avances y algunas formulaciones de Freud. Cito un solo ejemplo, si bien me parece privilegiado: La fórmula que Allouch propone como central en la efectuación de un duelo S = -(1+a)[1], es decir poder ubicar ese “pequeño trozo de sí” que el muerto se lleva con él, resuena de manera profunda con la frase de Freud, referida al melancólico, “cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él”[2]. Más adelante volveré a la discusión acerca del tema del artículo de Freud, que para mí no es el duelo sino justamente…la melancolía!

    I

    Vayamos pues al texto de Allouch, quien se apoya en el texto de P. Ariès para hablar del “asalvajamiento” de la muerte en occidente, consecuencia de una pérdida gradual del ritual.

    Me parece que este hecho es de una evidencia incuestionable. Sólo añadiría una pregunta. Si aceptamos que esa pérdida de ritual es correlativa de una muerte del mito, del “exilio de los dioses” verdad que Hölderlin expresa con su locura sagrada, ¿por qué esa pérdida afectaría sólo a los ritos de muerte y no también de vida?

    Es evidente que vivimos una época de “asalvajamiento” no sólo de la muerte, al que contribuye lo terriblemente insoportable de su experiencia, sino de la vida misma. Asistimos a una depauperación, a una degradación de la dimensión mítica y ritual con la que los antiguos enmarcaban los grandes pequeños acontecimientos de la vida humana: nacimientos, bodas, iniciaciones a determinados períodos y estatutos sociales, defunciones, exequias, etc.

    Es muy curiosa la manera en que Allouch plantea algo que a mi juicio es pertinente, en un contexto o ligado con algo que no lo es. Por ejemplo, cuando afirma que hoy lo cómico es más esencial que lo trágico. Por supuesto, dado que ello se sigue de ese exilio de los dioses y la consecuente muerte de la tragedia[3]. El abordaje de lo cómico en el duelo por el sesgo de la cuestión del falo me parece una aportación importante de Allouch; pero lo que me resulta curioso, y este es un ejemplo entre muchos que encuentro en su libro, es que cuando quiere apoyar este registro escribe que “Lo cómico del duelo no está fuera del alcance del análisis fenomenológico. Basta con haber tenido relación un tanto lateralmente con las reacciones del entorno de un muerto para verlo aflorar: vanas palabras entonces proferidas (raras son las ocasiones en que la palabra suena más falsa, en que se piensa tanto en su mallarmeana inanidad), gestos o gesticulaciones observables (emotivos abrazos repentinos entre personas que, salvo en esas circunstancias, se ignoran), mímicas más o menos sinceramente contritas, adultos llorando públicamente como chicos sin preocuparse por el pudor. Tomados al sesgo, esos rasgos parecen ridículos, hasta grotescos”[4].

    Digo que resulta curiosa esta afirmación de Allouch, porque justamente uno de los ejes de su trabajo se apoya en los estudios de Ariès y Gorer, cuando señalan la ausencia moderna del ritual como un determinante de la “muerte salvaje” y de la “pornografía de la muerte”.

    Lo que Allouch no parece percibir, es que esos rasgos que ubica en la categoría de lo cómico, pueden ser vistos justamente como residuos, relictos, si bien tal vez degradados, de los rituales antiguos de duelo. Que las palabras dichas en esas ocasiones sean estereotipadas, indica justamente ese carácter ritual.

    Lo anterior se confirma cuando Allouch, dos líneas más abajo, habla de las “lloronas orientales” en el mismo sentido de lo ridículo, aún cuando señale las “diferencias culturales”. Pero justamente esas diferencias pueden ayudar mejor a enfocar la dimensión ritual del llanto de las plañideras, o del pésame en nuestras sociedades.

    Allouch cuestiona a Freud por no incluir en su estudio la dimensión ritual, pública, del duelo. Lo que yo sostengo es que el abordaje de Freud se inserta completo, y no sólo en este punto preciso, en un momento histórico que acusa recibo de las consecuencias de una declinación, de un desfallecimiento del mito y del rito. Cómo se insertaba un individuo en esas prácticas colectivas, sin duda es un problema fascinante, que ha sido abordado desde diversas ópticas y terrenos. No podemos pecar de ingenuidad y pretender que un individuo en esas condiciones ya perdidas y un sujeto moderno estén estructurados de manera equivalente. El surgimiento del sujeto en el sentido moderno es ubicable históricamente, y no es casual que ese surgimiento se ligue con el declinar del mito y con el advenimiento del sujeto de la ciencia[5].

    Freud constata este hecho: el hombre moderno está, como señalan los autores citados, solo frente a la muerte, solo frente a la vida. Toda esa mitología personal del neurótico, está ahí en el lugar dejado vacío por esa pérdida de la dimensión ritual, colectiva, que antiguamente acompañaba a los hombres.

    La distancia que nos separa de ese momento hace que nos resulte casi imposible precisar la economía de la pérdida y la función colectiva de esos ritos en los individuos que conformaban esas colectividades.

    Me parece un error de método extrapolar la economía y los pobres recursos de un sujeto moderno frente a la muerte y la pérdida, y decir que ese ritual permitiría que se ubicase de otra manera.

    Sería tan erróneo y difícil, como plantear, aunque no es imposible, que tal vez habría, en esas comunidades antiguas, alguien para quien el dolor suscitado por la pérdida de un ser amado no haya sido paliado en lo más mínimo por su participación en un ritual colectivo de duelo. Algo parecido a lo que podría ocurrir con alguien destinado al sacrificio: aunque su creencia en que su sacrificio ayudaría a mantener el orden cósmico se encontrase profundamente instalada en su ser, podía resistirse a ser sacrificado.

    Otro punto importante de la contextualización histórica del problema, que además es uno de los ejes fuertes de su crítica, ya que tiene que ver con la manera en que lee la cuestión del objeto en Freud, que discutiré después, es lo que Allouch llama la versión “romántica” del duelo. En la p. 63 se pregunta si P. Ariès tiene razón en situar la “versión freudiana” del duelo en la perspectiva romántica, pero en la p. 78, n. 45, y después a lo largo del libro, lo da por sentado sin argumentarlo.

    “¿Tiene razón Ariès en situar la versión psicoanalítica del duelo como un avatar de la bella muerte romántica?…ésa es la pregunta precisa que le planteamos a “Duelo y melancolía”[6].

    Quince páginas más adelante, en una nota a pie de página, Allouch concluye sin mayor argumentación que “esta psicología freudiana sirva para reafirmar la promesa de un final apacible de la vida (…), un final que nos aseguran que está al alcance de cada uno, confirma la observación de Ariès según la cual ese duelo freudiano deriva del romanticismo”[7].

    El primer punto que discutiré a J. Allouch es que hablar de “romanticismo” a secas es una enorme imprecisión. ¿a qué romanticismo se refiere? ¿Al romanticismo alemán, inglés, francés, etc.?

    El mismo Albert Béguin, autor citado por Allouch, en las primeras páginas de El alma romántica y el sueño señala la enormidad abusiva que supone hablar de “romanticismo” como si quedasen claros sus límites históricos, poéticos, filosóficos. Es por ello que, dice, “me resigné a la incertidumbre de las clasificaciones y decidí escoger instintivamente mis románticos (…) No era posible definir en cuatro líneas ni en quinientas páginas lo que es el romanticismo”[8].

    Y también encuentra “una semejanza esencial entre la psicología freudiana y el ‘realismo’ del siglo XVIII (…) mientras que los románticos, según veremos, se apoyan en una metafísica idealista o en una experiencia inmediata que concuerde con ella, y llegan a afirmaciones del todo opuestas”[9].

    Para él, un rasgo recurrente de los diversos romanticismos, es que en ellos “el sueño se asimila al tesoro de las reminiscencias atávicas donde el poeta y la imaginación mitológica sacan por igual sus riquezas”[10]. Díficil no percibir aquí la cercanía de Jung. Por si fuera poco, a propósito de un fragmento de Lichtenberg, en el que habla de los sueños de los pueblos primitivos, Béguin escribe que puede percibirse “el principio de una línea que va de Lichtenberg a C. G. Jung mucho más que a Freud: el inconsciente colectivo y el inconsciente personal están estrechamente emparentados”[11].

    Ya Lacan advertía en contra de la tendencia a ligar el inconsciente freudiano con el inconsciente romántico. El 22 de enero de 1964 afirma que “El inconsciente de Freud no es en absoluto el inconsciente romántico de la creación imaginativa (…) el hecho de que Jung, punto de relevo del inconsciente romántico, haya sido repudiado por Freud basta para indicar que el psicoanálisis introduce algo distinto”[12].

    En lo que se refiere a la “sustitución” romántica del objeto, basta citar el caso de Novalis, cumbre del romanticismo alemán[13], para refutar esa idea. Sophie, amada de Novalis, muere casi adolescente. Pocos meses después muere Novalis. Nada más lejos de una “sustitución” romántica del objeto de amor. Incluso Novalis escribe “lo que siento por Sophie es religión, no amor”; y recordemos que Kierkegaard encontró que la auténtica, verdadera repetición, sólo se alcanza justamente en la esfera religiosa de la existencia

    El encuentro en la muerte sí, pero no con un objeto sustituto, sino con ese único, irrepetible objeto de amor en lo que tiene de real. La muerte, y por si hiciese falta la segunda muerte de Antígona está ahí para mostrárnoslo, a riesgo de petrificarnos. Es la concepción trágica, y no la del ramplón romanticismo[14] derivado de la escatología cristiana a la Brontë o Lamartine[15], en la que Freud está anclado, en contra de la pendiente por la que Jung resbala y se desliza como sobre las olas.

    Allouch sostiene repetidamente que Freud se encuentra ubicado del lado de este romanticismo, que se expresa en poemas y testamentos marcados por la escatología cristiana, en la que efectivamente se ofrece un reencuentro con los seres amados en el “más allá” [16]. Volveré después sobre este punto para mostrar que no es precisamente la concepción de Freud.

    Existe una oscilación constante en el texto de Allouch, lo que para mí indica que pisa un terreno muy resbaloso. Por ejemplo, al principio de su libro dice que se ha hecho del duelo un trabajo, aunque el término Trauerarbeit no aparece sino una vez en todo el artículo de Freud[17]; y en una nota al pie de página escribe que “aparece no como un concepto inédito, sino como una palabra compuesta tal como las autoriza la lengua alemana, llegada al correr de la pluma, sin que sea necesario hacer de eso un mundo”[18]. Pero más adelante afirma que ni M. Klein, ni Lacan, ni John Bowlby “se atrevieron por ejemplo a impugnar directamente la noción de ‘trabajo del duelo’, aun cuando sus propios avances implicaban realmente su puesta en duda”[19].

    Se puede estar de acuerdo con Allouch cuando afirma que Freud no da cuenta de la efectuación del duelo, y gran parte de su argumentación se dirige a cuestionar el “trabajo de duelo”, aunque como vimos, él mismo oscila acerca del real estatuto de esta expresión en Freud.

    En lo que sigue, seguiré una vía distinta a la de él, al no interrogar el hecho de que efectivamente la cuestión del duelo está poco desarrollada en el texto de Freud: yo sostengo que el interrogante central en el artículo que nos ocupa no es el duelo, sino precisamente la melancolía.

    De igual modo, tampoco lo central ahí tiene que ver con el objeto, sino con la libido y su destino[20].

    Tendremos entonces que remitirnos a otros escritos de Freud para avanzar en la dilucidación del estatuto del objeto en su doctrina.

    Freud parte efectivamente del duelo para intentar “conquistar” la melancolía, en cuanto afección narcisista, que implicaría la muerte del sujeto tras la pérdida del objeto. Para él el duelo es un afecto “normal”, una reacción comprensible consecuencia de una pérdida. La pregunta que Freud se plantea es ¿cuáles son las condiciones de la elección de objeto que hacen que en determinados casos la muerte o pérdida de alguien suponga una imposibilidad para que el sujeto que la sufre haga algo con eso, subjetive su pérdida?

    En una nota a pie de página añadida en 1915 a los Tres ensayos de teoría sexual, fecha precisamente de la redacción de Duelo y melancolía, dice: “El psicoanálisis enseña que existen dos caminos para el hallazgo de objeto; en primer lugar, el (…) que se realiza por apuntalamiento en los modelos de la temprana infancia, y en segundo lugar, el narcisista, que busca al yo propio y lo reencuentra en otros. Este último tiene particular importancia para los desenlaces patológicos, pero cae fuera del contexto”[21].

    Este contexto será el de Duelo y melancolía, donde afirma, intentando dar cuenta de ésta, que la elección de objeto del melancólico se realizó sobre la base de una elección narcisista, identificatoria, con el objeto. Por eso, al irse éste, no puede desasir de él su libido; o más bien, vuelve a producirse la identificación del objeto con el yo.

    Como dije antes, en este punto se trata menos del objeto en sí mismo, cuanto de la libido y su destino, dado que la elección fue realizada con una base narcisista, de modo que al producirse una pérdida de ese objeto, su representación es incorporada en el yo, identificada con él. Y si el objeto desapareció, el yo puede muy bien seguir ese destino.

    El famoso “trabajo de duelo” hay que leerlo desde esta perspectiva: se trata del destino de la libido, no tanto del de el objeto; o más bien, si esta operación de desplazamiento de la libido no se produce, el yo puede morir con el objeto.

    Es por esto que Freud ubica la melancolía dentro del marco de las afecciones narcisistas, del costado de las psicosis.

    Como dije, es éste el verdadero problema para Freud, mientras que para él el duelo es un “afecto normal”, que no implica mayor cuestionamiento.

    Tal vez Allouch tiene razón cuando dice que Freud lo da por sentado sin interrogarse demasiado, lo que no va de suyo, pero sostengo que la problemática de la “sustitución del objeto” debe ser abordada desde una doble perspectiva: la primera, desde una indagación más profunda del lugar que Freud le otorga al objeto en la economía inconsciente, según la cual todo objeto, como vamos de ver, es un objeto sustituto; y la segunda desde la afirmación de que en la sustitución que Freud propone en relación con el duelo, se trata principalmente, no tanto de la sustitución del objeto perdido por otro, como del destino de la libido que estaba ligada con él.

    Algo que confirma esta última idea lo encontramos en el Manuscrito N., fechado según el matasellos del correo el 7 de enero de 1895, donde Freud le dice a Fliess que “no estaría mal partir de esta idea: La melancolía consistiría en el duelo por la pérdida de libido[22].

    Allouch formula la pregunta en la p. 53 de su texto[23]: “¿cuál es el objeto del duelo?

    Hipótesis: ni en el texto de Freud Duelo y melancolía, ni en la crítica de Allouch se establece una distinción, a mi juicio fundamental, entre el objeto de amor y el objeto de la pulsión. El primero efectivamente es insustituible, mientras que el segundo se define precisamente por ser el componente “más variable en la pulsión”[24].

    Digo que lo central de la crítica de Allouch a la “versión freudiana” del duelo podría replantearse si establecemos esa distinción, ausente en el texto de Freud y en el libro Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca.

    Citando el pasaje de los Tres ensayos de teoría sexual, donde dice Freud “Introduzcamos dos términos: llamamos objeto sexual a la persona de la que parte la atracción sexual y meta sexual a la acción hacia la cual esfuerza la pulsión”, escribe Allouch: “señalemos a pesar de todo que en el texto no es discutido. Ahora bien, hay evidentemente un mundo entre ‘la persona de la que parte la atracción sexual’ (die geschlechtliche Anziehung) y ‘el objeto sexual’ (das Sexualobjekt)” [25]. El mismo señala que el primer sentido de Geschlecht es linaje, familia, generación, descendencia. Totalmente de acuerdo con Allouch en que Freud no despliega esa distinción, a mi juicio capital para lo que nos ocupa, pues ese registro permitiría cernir lo que de singular tiene la persona de la que parte esa atracción, más del costado de un objeto de amor, y no de un objeto pulsional, por definición sustituible. En vez de avanzar en esta diferenciación, la estrategia de Allouch es la de tirar el niño junto con la bañera.

    Me parece que si no se establece más claramente la diferencia entre objeto sexual y objeto de amor, no puede avanzarse de un modo más firme en el problema del duelo planteado por Freud.

    II

    ¿Cuál es el estatuto del objeto en el inconsciente, para Freud?

    Propongo que antes de abordar ese problema respecto de Duelo y melancolía, es preciso primero dilucidar ese estatuto, cuestión vinculada inextricablemente con la de su representación (que abordaré después).

    Escribe Freud: “Cuando la primerísima satisfacción sexual estaba todavía conectada con la nutrición, la pulsión sexual tenía un objeto fuera del cuerpo propio: el pecho materno. Lo perdió sólo más tarde, quizá justo en la época en que el niño pudo formarse la representación global de la persona a quien pertenecía el órgano que le dispensaba satisfacción. Después la pulsión sexual pasa a ser, regularmente, autoerótica, y sólo luego de superado el periodo de latencia se restablece la relación originaria. No sin buen fundamento el hecho de mamar el niño del pecho de su madre se vuelve paradigmático para todo vínculo de amor. El hallazgo (encuentro) de objeto es propiamente unreencuentro[26].

    Es de este pasaje de donde se desprende la formulación freudiana de que todos los objetos son objetos sustitutos, respecto de ese primer objeto originario, radicalmente perdido; objeto real.

    Pero el hecho de formular lo anterior respecto del objeto, no le impide, en una nota a pie de página, al cuestionar de pasada a sus coetáneos, decir que “la diferencia más honda entre la vida sexual de los antiguos y la nuestra reside, acaso, en el hecho de que ellos ponían el acento en la pulsión misma, mientras que nosotros lo ponemos sobre su objeto”[27].

    Me parece que es desde aquí que debe ser abordada la cuestión que Freud plantea: cuando habla de que es preciso sustituir al objeto, desasiendo de él su libido para desplazarla a otro, el énfasis hay que ponerlo no en el objeto, que como dije, siempre es un sustituto, sino en la libido misma, que se retrae, primero al yo, para que no muera con el objeto, y después se podrá desplazar a otro objeto.

    Seguramente Freud no da cuenta de lo que podría ser la efectuación del duelo, pero dice que en la base de la melancolía se encuentra una imposibilidad de efectuar ese desplazamiento de libido. De lo contrario, se cumpliría lo que Allouch mismo señala como una característica de la muerte salvaje: “la muerte llama a la muerte”.

    Allouch escribe que “el duelo debe problematizarse no a partir de la sustitución de objeto sino, por el contrario, en función del carácter absolutamente único, irreemplazable de todo objeto”[28].

    ¡De acuerdo!, pero me parece que no puede avanzarse más si no se despeja esa confusión entre el objeto de la pulsión y el objeto de amor, patente en el siguiente pasaje:

    “Un abrigo de piel equivale a otro, un látigo es fácilmente reemplazado, un zapato, una bombachita, un traje de cuero también. ¿Es ésa una razón para proponer que un amigo, que un hombre, que una mujer, que un padre, que una madre, que un hijo también se reemplazan –aún cuando se añada que tal sustitución de objeto exige un determinado trabajo?”[29].

    Esto se conecta con otro problema. Si aceptamos que cada objeto de amor es único e irrepetible, insustituible, con la condición que ya señalé, de distinguirlo del objeto de la pulsión, ¿puede hablarse de un “paradigma” del duelo, de un “paradigma” de la pérdida?

    La afirmación repetida por Allouch varias veces en su libro acerca de que Freud propondría que la muerte del padre es “la pérdida más terrible en la vida de un hombre”, dependería de un “paradigma” de época, me parece absolutamente cuestionable y rebatida suficientemente.

    Freud está hablando de él, de lo que le ocurre a él. Me asombra que Allouch, psicoanalista, descuide este hecho. La Traumdeutung en su conjunto es un testimonio fehaciente del efecto que le produjo a Freud la muerte de su padre: “Es que para mí el libro posee otro significado, subjetivo, que sólo después de terminarlo pude comprender. Advertí que era parte de mi autoanálisis, que era mi reacción frente a la muerte de mi padre, vale decir frente al acontecimiento más significativo y la pérdida más terrible en la vida de un hombre”[30]

    El mismo Allouch propone algo que podría hacerle reconocer esto, pero no extrae de ahí ninguna consecuencia; en la nota 9 de la p. 22 dice que “Podría imaginarse que Freud escribió la intempestiva proposición que hemos subrayado bajo el golpe de ese duelo del padre y que a continuación no mantuvo esa eminencia concedida a la muerte del padre. Veremos que esa conjetura no halla en él su confirmación”.

    No la halla por el simple hecho de que esa “eminencia concedida a la muerte del padre” no es en Freud un asunto de teoría, ni de política teórica, ni de un “paradigma” localizado históricamente, que varía de un tiempo al otro. No; se trata de un hecho fundamentalmente subjetivo. Para Freud efectivamente es la pérdida más terrible. Lo confirma no sólo su propia declaración, sino la escritura misma de la Traumdeutung.

    Sin embargo Allouch desconoce sistemáticamente este hecho. Así, cuando plantea que la “familiarización” del duelo es otro rasgo común a las muertes romántica y freudiana, dice que esto “es patente cuando Freud escribe, en laTraumdeutung, que la muerte más terrible que existe es la de un padre. Adoptaba así una vía abierta hace ya un tiempo”[31].

    En aras de confirmar a toda costa que la posición de Freud es solidaria con el “romanticismo”, Allouch se refiere a otra de las grandes pérdidas sufridas por Freud: la de su hija Sophie en 1920. Allouch cita una carta escrita a Binswanger nueve años después de ese suceso, en respuesta a otra donde éste le anunciaba la muerte de su hijo. Y aunque Freud escribe ahí que “Se sabe que el duelo agudo que causa una pérdida semejante hallará un final, pero que uno permanecerá inconsolable, sin hallar jamás un sustituto[32].

    Allouch no da importancia a dos cosas a mi juicio centrales: la referencia a un final del duelo, aún cuando eso no implique ningún tipo de consuelo, y la afirmación de que ante esas pérdidas no se encuentra nunca un sustituto.

    Contrariamente a Allouch, leo en este pasaje que para Freud su hija es un objeto de amor, único, irremplazable; y Freud lo expresa, a pesar de que en otros lugares haya enunciado la formulación doctrinal de que el objeto siempre es un sustituto.

    Es decir, Freud no está manifestando aquí un hecho de su doctrina, como por ejemplo en Pulsiones y destinos de pulsión o Tres ensayos de teoría sexual, sino que está mostrando que, con respecto de su hija Sophie, muerta hace ya algunos años (9 para ser exactos), se ubica como erastés. Ella es un objeto único e irrepetible de amor[33], aunque en su doctrina de las pulsiones y su objeto, defina a éste precisamente por ser su componente “más variable”, uno u otro, perfectamente intercambiables, sustituibles.

    Veamos que en este punto, la argumentación de Allouch va en sentido opuesto, aunque francamente retorcida, pues, dice: “El problema del sustituto parece aquí zanjado. Decimos ‘parece’, porque el hecho de afirmar que no se lo hallará nunca no impide, ni mucho menos, pensar ese reencuentro como término del duelo. Lo que es más, Freud no se queda ahí en esa correspondencia, y el objeto sustitutivo pronto vuelve a salir a la superficie, marcado simplemente con un signo negativo: la afirmación de que no hay objeto susceptible de ocupar el lugar del objeto perdido no hace más que indicar en hueco el mantenimiento del presupuesto según el cual dicho lugar seguiría siendo ocupable. La continuación inmediata dice esto: ‘Todo lo que tomará ese lugar, aun ocupándolo enteramente, seguirá siendo siempre algo distinto’.

    Luego el resbalón (lo es para nosotros) se agrava enseguida (…) al proseguir Freud representando al viejo sabio, de hecho, cayendo siempre sobre sus pies, los del romanticismo de “Duelo y melancolía”: ‘Y a decir verdad, está bien así. Es el único medio que tenemos de perpetuar una amor al que no queremos renunciar’ (…) En efecto, estas dos últimas frases señalan ambas el amor según el recuerdo, el amor en la muerte, el amor romántico”[34].

    El procedimiento de Allouch es caricaturizar cierto modo de hablar de Freud , que por otro lado era el que usaba a menudo, en vez de reconocer lo que acabo de señalar como siendo su posición subjetiva, y por ello situada al margen de la posibilidad de ser calificada.

    Por un lado calificar esa posición subjetiva de Freud y al mismo tiempo, partiendo de una lectura sesgada de su formulación doctrinal de la esencial “sustituibilidad” del objeto de la pulsión[35], interpretar de manera salvaje, la radical expresión subjetiva de Freud en esa carta y en la Traumdeutung entera.

    Así, como conclusión de todo lo anterior, dice que “La posición manifiesta de Freud con respecto a la muerte de su hija (Sophie) es de las más defectuosas”[36]. Díficil opinar acerca de un deudo, quienquiera que sea, que su posición es “defectuosa”.

    Otra conclusión, también apresurada, y que Allouch desprende de este punto, es la que que expresa al decir que “parece que la disparidad con respecto al duelo entre Freud y Lacan corresponde a la kierkegaardiana de la reminiscencia y de la repetición, por lo tanto a dos formas de amor bien diferenciadas (…) En efecto, no hay objeto sustitutivo por la razón esencial de que el objeto de amor es situado no por el recuerdo sino por la repetición…”[37].

    De acuerdo con estas dos últimas líneas, pero diré que esta es precisamente la lectura de Lacan, que lee a Freud con Kierkegaard, como mostraré de inmediato, pues más que una “disparidad” en este punto, se trata de un encuentro de Freud con Lacan, por su lectura de Kierkegaard.

    Para estudiar esta pretendida “disparidad” entre Lacan y Freud, vayamos entonces a las formulaciones del primero sobre este punto.

    En tres ocasiones por lo menos, en 1955 (sem. El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica), en 1957 (sem. La relación de objeto) y en 1964 (sem. Los fundamentos del psicoanálisis), al abordar la cuestión de la pulsión y del objeto en Freud, se remite Lacan a la repetición kierkegaardiana. Veremos de qué modo la sitúa en esta perspectiva, y de ningún modo en la de la reminiscencia platónica.

    El 26 de enero de 1955: “En relación con los estados de deseo, Freud pone en juego la correspondencia entre el objeto que se presenta y las estructuras ya constituidas en el yo. Destaca lo siguiente: o aquello que se presenta es lo esperado, y no tiene ningún interés, o no cae bien, y entonces sí es interesante, pues toda especie de constitución del mundo objetal siempre es un esfuerzo por redescubrir el objeto Wiederzufinden. Freud distingue dos estructuraciones totalmente disímiles de la experiencia humana: la que con Kierkegaard denominé antigua, la de la reminiscencia, que supone un acuerdo, una armonía entre el hombre y el mundo de sus objetos que hace que los reconozca, porque en cierto modo los conoce desde siempre y, por el contrario, la conquista, la estructuración del mundo en un esfuerzo de trabajo, por la vía de la repetición. En la medida en que lo que se le presenta sólo coincide parcialmente con lo que ya le procuró satisfacción, el sujeto se pone a la búsqueda, y la repite indefinidamente hasta volver a encontrar ese objeto. El objeto se encuentra y se estructura en la vía de una repetición: reencontrar el objeto, repetir el objeto. Pero lo que el sujeto encuentra jamás es el mismo objeto. Dicho de otro modo, el sujeto no cesa de engendrar objetos sustitutivos[38].

    Nada que ver entonces con la lectura de Allouch en el sentido de la “disimetría” entre Freud y Lacan en este punto, en cuanto que éste se ubicaría en la perspectiva kierkegaardiana y aquél en la pendiente platónica, “antigua”, de la reminiscencia.

    En la sesión del 2 de marzo, Lacan comenta el Entwurf, y remacha: “Lo que aquí distingue a Freud de todos los autores que escribieron sobre el tema, e incluso del gran Fechner a quien sin cesar se refiere, es la idea de que el objeto de la búsqueda humana nunca es un objeto de reencuentros en el sentido de la reminiscencia. El sujeto no vuelve a hallar los carriles preformados de su relación natural con el mundo exterior. El objeto humano se constituye siempre por la mediación de una primera pérdida. Nada fecundo le sucede al hombre sino por la mediación de una pérdida del objeto”[39].

    Es desde esta perspectiva que podría replantearse el lugar de esa primera pérdida en la constitución subjetiva, y su encadenamiento con las sucesivas pérdidas que un sujeto sufre a lo largo de su vida. Esto es lo que hace Lacan leyendo a Shakespeare y ubicando la función del duelo por Ofelia como un momento fundamental de la subjetivación del deseo en Hamlet, lectura que Allouch avanza, y que no discutiremos ahora.

    Vayamos ahora a la segunda referencia a Kierkegaard, que mencionamos antes. Hablando del Trieb de Freud, que Lacan sitúa en relación con el real, en la sesión del 12 de febrero de 1964 dice: “Lo real hay que buscarlo más allá del sueño –en lo que el sueño ha recubierto, envuelto, escondido, tras la falta de representación, de la cual sólo hay en él lo que hace sus veces, un lugarteniente. Ese real, más que cualquier otro, gobierna nuestras actividades, y nos lo designa el psicoanálisis”[40]. Inmediatamente después de la cita que acabamos de leer, Lacan se refiere al texto de La repetición de Kierkegaard, y a su modo irónico, mozartiano, donjuanesco, “de anular los espejismos del amor”, y dice: “Para Kierkegaard, como para Freud, no se trata de repetición alguna que se asiente en lo natural, de ningún retorno de la necesidad (…) La repetición exige lo nuevo; se vuelve hacia lo lúdico que hace de lo nuevo su dimensión; lo mismo dice Freud en el texto del capítulo cuya referencia les di la vez pasada”[41]. Ese texto al que se refiere es Recuerdo, repetición y reelaboración, y a propósito de lo que ahí escribe Freud, Lacan dice que “en los textos de Freud, repetición no es reproducción. Nunca hay oscilación en este punto: Wiederholen no es Reproduzieren[42].

    Es una de las sutilezas de la lectura de Lacan, que respecto de este texto, encuentra que para Freud el recuerdo implica ubicar, en el análisis, la singularidad del acontecimiento, en su ligazón con otro suceso, igualmente singular, mientras que la repetición (que Lacan distingue de la reproducción, aquí sí platónica), ligada con la transferencia[43], abre a la posibilidad de lo nuevo, de lo diferente, en tanto tiene que ver con la cuenta, con la serie…Es así que Lacan lee a Freud con Kierkegaard.

    Allouch propone en cambio -a mi juicio erróneamente- que, respecto del objeto del duelo, para Freud se trata de reminiscencia. Sabemos que Kierkegaard opone la repetición en acto, de la reminiscencia platónica, que implica una idea eterna, especie de modelo ideal, de la que los sucesivos objetos no son sino copias imperfectas. Hay sin duda una cuestión sumamente problemática en el hecho de que Freud proponga que “todo encuentro con el objeto es un reencuentro”. Esto tiene que ver con ese primer objeto, radicalmente perdido, pero para nada es un objeto ideal, es un objeto real.

    Allouch cuestiona a Freud su “concepción platónica”, reminiscente, del objeto de amor, susceptible de ser reemplazado, sustituido. Creo que esta afirmación es solidaria de la indistinción, de la que ya he hablado, entre el objeto de amor, único, insustituible, y el objeto de la pulsión, que se define precisamente por su variabilidad, por ser cualquiera, siendo uno. No es casual que el texto de Freud al que se refiere Lacan pertenece a la serie de losEscritos técnicos, en los que aquél expone su concepción de la transferencia y de la singularidad de la “persona del médico”. Aquí la lectura de Lacan privilegiará la dimensión de novedad, de diferencia, ligada con cada repetición (opuesta a reproducción) en la transferencia.

    Como conclusión de todo lo anterior, digo que, lejos de haber en Freud una concepción “platónica” del objeto, como pretende Allouch, por el contrario se ubicaría en él lo que Foucault llama inversión del platonismo[44]. No se trata de un objeto ideal, del que todos los demás serían copias, representaciones imperfectas, sino del objeto real, radicalmente perdido. Más que una representación de ese objeto en el inconsciente, se trata para Freud del estatuto alucinatorio que se liga con la vivencia de satisfacción.

    A pesar del intento de Allouch por quitarle a Freud esa ancla en el real del objeto, proponiendo que se trataría del objeto ideal de Platón, toda la consistencia del planteamiento de Freud resiste a ese intento que haría de él la culminación del platonismo. La lectura que Lacan hace de esta cuestión, y no de manera aislada, como he mostrado, sino a lo largo de toda su enseñanza, enfatiza y precisa la lectura que nosotros hacemos de la cuestión del objeto en Freud.

    Como confirmación de lo que he expuesto, me remitiré al artículo titulado Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre, de 1910, que es el primero de tres textos que Freud ubica bajo el rubro de ¡Contribuciones a la psicología del amor!

    Se trata de un “tipo” de elección masculina de objeto. La primera “condición de amor” que debe cumplirse es la del “tercero perjudicado”, la mujer elegida está con otro. Freud dice que si se presenta esta condición, es dable esperar que se presenten otros caracteres que conforman el tipo. La segunda condición es que una mujer casta e irreprochable nunca es elegida como objeto de amor; debe tratarse de una mujer de “fama dudosa”, de cuya fidelidad no puede esperarse mucho. Freud designa esta condición como la del “amor por mujeres fáciles”.

    La primera de esas condiciones da lugar a la satisfacción de mociones hostiles hacia el hombre a quien se arrebata la mujer amada, mientras que la otra , la de la ligereza de la mujer, se relaciona con los celos, al parecer imprescindibles en este tipo de elección de objeto de amor.

    A continuación expone Freud la conducta del amante hacia el objeto de su elección, marcado por su liviandad: lo trata como objeto amoroso de supremo valor, y exalta “la autoexigencia de fidelidad, por más a menudo que en la realidad la infrinjan”[45]. Sin embargo, continúa Freud, de esta fidelidad y fuerte ligazón con tal clase de objeto amoroso no debe inferirse que este tipo de amante llenará su vida con exclusividad una sola vez. Por el contrario, “en la vida de quienes responden a este tipo se repiten varias veces pasiones de esa clase con iguales peculiaridades –cada una, la exacta copia de las anteriores-, y aun, siguiendo vicisitudes exteriores, como los cambios de residencia y de medio, los objetos de amor pueden sustituirse unos a otros tan a menudo que se llegue a la formación de una larga serie[46].

    Otra tendencia llamativa de este tipo de elección, es la de “rescatar” a la amada del descrédito o de las consecuencias negativas de su conducta.

    Freud hace derivar este tipo de elección de objeto de amor de la misma fuente que la elección de personas normales: “brotan de la fijación infantil de la ternura a la madre y constituyen uno de los desenlaces de esa fijación”[47].

    En cuanto a la primera condición, la de que la mujer no sea libre, y por lo mismo haya un “tercero perjudicado”, Freud la remite a la situación del niño con respecto a su madre, que pertenece al padre. Además, escribe, “si en nuestro tipo todos los objetos de amor están destinados a ser principalmente unos subrogados de la madre, se vuelve comprensible, la formación de series, que parece contradecir de manera tan directa la condición de la fidelidad. En efecto, el psicoanálisis nos enseña, también por medio de otros ejemplos, que lo insustituible eficaz dentro de lo inconciente a menudo se anuncia mediante el relevo sucesivo en una serie interminable, y tal, justamente, porque en cada subrogado se echa de menos la satisfacción ansiada”[48].

    Me parece que este planteamiento paradójico de Freud –otro más donde para mí se expresa en él ese real que Lacan define como el imposible- en el que liga la más radical singularidad con la formación de una serie, está estrictamente en la senda del rigor con el que Freud nos enseña el psicoanálisis, y que es la misma que Lacan, en este punto preciso, continúa. El uno singular, en su seriedad, hace serie. Esta es la concepción de repetición como dependiendo del anudamiento del simbólico con el real, que Lacan lee en Freud, y que el mismo Allouch reconoce[49], aunque para concluir lo contrario de lo que aquí sostengo.

    III

    Otra punta muy importante del cuestionamiento de Alouch, que se liga y se desprende de su formulación, y que vengo discutiendo, es la que se refiere al problema del estatuto de la alucinación y el papel de la famosa “prueba de realidad” para Freud.

    Allouch enfatiza que éste establece una analogía entre el proceso regresivo del sueño, regresión de la energía libidinal que llega hasta la carga de las arcaicas representaciones-cosa, lo que explica el carácter alucinatorio de lasatisfacción del deseo, con la amentia de Meynert, o psicosis alucinatoria de deseo. De ahí concluye, a mi juicio erróneamente, que lo fundamental es el carácter imaginario de ambos fenómenos, lo que atañe a la cuestión de la representación.

    Jean Allouch cuestiona a Freud y escribe que, “lógicamente dentro del pensamiento de la representación no distingue entre la alucinación y el onirismo”, y apoya su argumentación en el hecho de que no considera la alucinación verbal, estudiada por Séglas casi contemporáneamente, desarrollo que Freud no conoció.

    En lo que toca a esa no distinción se requirió el énfasis de Lacan en la alucinación verbal para establecer claramente el límite entre ese onirismo y el dominio propio de la alucinación, pero lo que prueba que Freud no se engañaba acerca del lugar del verdadero problema, es una nota a pie de página del Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños, donde dice que “…un ensayo de explicar la alucinación no debería partir de la alucinación positiva, sino más bien de la negativa[50].

    Como resultado de su argumentación, Allouch concluye que “… no habría precisamente prueba de la realidad para quien está de duelo (…) El duelo pone a quien está de duelo entre la espada y la pared de ese estatuto de la realidad” [51], pero lo que no considera, es que ese estatuto de la realidad es un problema en la doctrina freudiana en su conjunto, y no sólo respecto del problema específico del duelo, como veremos enseguida.

    En 1955, en el curso del seminario sobre “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Lacan propone al “proceso secundario”, no en oposición, en lucha con el “proceso primario”, solidario del principio del placer, rector de todo el funcionamiento del aparato psíquico, sino como una continuación, una prolongación de él; lo que problematiza radicalmente “la realidad” en Freud.

    Leyendo atentamente el Entwurf dice Lacan que “la memoria se concibe aquí como serie de engramas, suma de series de facilitaciones, y esta concepción revela ser enteramente insuficiente si no introducimos en ella la noción de imagen (…) cuando la misma serie es reactivada por una nueva excitación, por una presión, por una necesidad, se reproducirá la misma imagen. Dicho de otro modo, todo estímulo tiende a producir una alucinación. El principio del funcionamiento del aparato es la alucinación. Esto es lo que quiere decir proceso primario.

    El problema está entonces en la relación de la alucinación con la realidad. Freud se ve llevado a restaurar el sistema de la conciencia y su autonomía paradójica desde el punto de vista energético. Si la concatenación de las experiencias produce efectos alucinatorios, es preciso un aparato corrector, un test de realidad. Dicho test de realidad supone una comparación de la alucinación con algo recibido de la experiencia y conservado en la memoria del aparato psíquico. Y desde ese momento, por haber querido eliminar completamente el sistema de la conciencia, Freud se ve obligado a restablecerlo con reforzada autonomía”[52].

    Y esto se liga con otra formulación de Lacan, quien dice, comentando las relaciones entre el proceso primario y el proceso secundario, expresados en el principio de placer y su continuidad en el principio de realidad, que “mientras más satisfactoria es la realidad, menos constituye una ‘prueba de la realidad’…”[53]. Esta es una de las consecuencias radicales del planteamiento de Freud. El primado del funcionamiento del aparato psíquico corresponde al proceso primario y al principio de placer; lo paradójico y complicado en su ubicación no es este principio, sino el proceso secundario y el principio de realidad, ligado con el yo y la conciencia, y con todas las “pruebas de realidad” como se quiera.

    Pero precisamente, no la hay cuando esa realidad colma la satisfacción, y en ese sentido para Freud son equivalentes la satisfacción que procura el objeto real, y la huella de su satisfacción. Es justamente cuando falla esa satisfacción por ausencia del objeto, cuando se impone la paradójico e imposible “prueba” de esa realidad.

    Me parece que este recorrido ubica de otro modo todo el cuestionamiento que Allouch hace de la “prueba de realidad” en Freud. En todo caso, lo que Lacan muestra es que Freud se enfrenta con una verdadera dificultad al plantear las cosas como lo hace, pero esa problemática no concierne solamente al objeto perdido del duelo, sino que atañe al estatuto entero de las relaciones entre el proceso primario del inconsciente y su búsqueda del objeto original perdido, y el lugar del principio de realidad, esencialmente paradójico en tanto ubicado por Freud en continuidad con aquél.

    Encontramos confirmada esta lectura de Lacan en el siguiente pasaje de Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico de Freud: “La sustitución del principio de placer por el principio de realidad no implica el destronamiento del primero, sino su aseguramiento[54].

    Es decir, lo que resulta problemático es la ubicación de la conciencia en sus relaciones con el “principio de realidad”, pero el objeto real está donde está, como tal, perdido. Por eso Allouch tiene razón cuando afirma que el problema de la representación será ubicado por Lacan en el registro imaginario, a nivel de la constitución del yo[55].

    Sin embargo en el mismo Freud se encuentra esta línea de ubicación del problema; en el Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños, al abordar la regresión escribe: “Distinguimos dos de esas regresiones: en el desarrollo del yo y en el de la libido. En el estado del dormir, este último llega hasta la reproducción del narcisismo primitivo, y el primero, hasta la etapa de la satisfacción alucinatoria del deseo[56].

    Es con esta última que se liga el problema de la representación, que Freud ubica primero como una huella mnémica, que también llama representación-cosa, producto de una percepción original del objeto, que después se liga con su “representación-palabra correspondiente”, perteneciente al sistema Pc-c. De aquí que la representación en Freud posea dos polos: uno que se ancla en el objeto real, radicalmente perdido, y el otro que apunta al problema de la conciencia y del yo, y por lo tanto del estatuto –siempre problemático- de la realidad”[57].

    En cambio Allouch intenta, como dije, ubicar la cuestión de la representación exclusivamente desde su costado de imagen. Por eso escribe que la cuestión del objeto se encuentra situada por Freud “entre dos espejos paralelos”, lo que él liga con cierto “punto de mimetismo”, por tanto platónico, reminiscente, que perpetúa la imagen virtual del objeto hasta el infinito, a partir de un modelo que según Allouch sería el objeto original perdido.

    Al margen de lo que ya discutimos, acerca de la enorme distancia que separa la concepción platónica del objeto ideal, sustento de todas las subsecuentes rememoraciones, reminiscencias del objeto, -mientras que para Freud se trata de un objeto real, si bien representado-, Allouch privilegia entonces el costado indudable de imagen presente en la noción freudiana de representación.

    Toda su argumentación se orienta en este punto a demostrar el primado de la imagen en el funcionamiento del inconsciente freudiano, tomando como eje el trabajo del sueño

    Así, escribe que “en la doctrina de la representación-cosa, en efecto…no hay imagen directa de la cosa. La imagen directa está como excluida por el hecho de que la imagen es siempre ‘imagen de imagen’…”[58]. Pero yo pregunto ¿cuál sería esa “imagen directa” de la cosa? ¿Quién es aquí el “platónico”?

    Lo que Freud plantea es que, como resultado de las primeras percepciones del objeto real, se inscriben una serie de huellas mnémicas, registradas primero simultáneamente. Estas huellas, dice Freud, sufren de tanto en tanto una serie de ordenamientos, de retranscripciones (Umschrift) diversas, de acuerdo con varios criterios: analogía, causalidad, etc[59]. Son estas huellas mnémicas sujetas a las condensaciones y desplazamientos de la energía psíquica (que después llamará libidinal), las que a justo título pueden ser llamadas representaciones. La huella mnémica en sí, como mero registro pasivo[60] de una impresión, no es aún una representación en el sentido freudiano; es preciso el concurso de la movilidad de la energía, cargándolas y descargándolas. Es esta noción de carga y contracarga lo que distingue la concepción de representación en Freud, de la tradición clásica que abarca un amplio periodo histórico[61].

    Ligado con esto, encontramos la reiterada formulación de Freud de que en el trabajo del sueño, el inconsciente toma a las palabras como cosas, pero no por su sentido, sino como meros elementos combinatorios de una escritura, a la manera de jeroglíficos.

    Es indudable que se encuentra en este punto, respecto de la representación en Freud, un entrecruzamiento de lo que Lacan distingue como imaginario y simbólico. La misma noción de vorstellungrepräsentanz está ahí para probarlo[62].

    Es por eso que Lacan se propuso distinguir lo que en dicha noción freudiana corresponde al imaginario y lo que corresponde al simbólico, que en Freud no están “suficientemente distinguidos”[63]. Lacan avanza en esa distinción, ubicando como Allouch mismo señala, la cuestión de la representación en el imaginario, ligado con el narcisismo.

    Pero Allouch insiste: “El término de representación tiene el valor –un tanto confuso- de una palabra-valija. (…) Dicho en términos gramatológicos, todo sucedería como si los pasajes de escritura en escritura trasportaran el texto hasta producir al fin una escritura figurativa”[64].

    Figurativa, sí, pero la lectura que vengo haciendo de Freud supone que esta “figuratividad” responde a la lógica de una escritura, que no deja de estar en relación con el real, en tanto no sólo las imágenes, sino también las palabras, son elementos de una combinatoria, al modo de un alfabeto, al grado en que Lacan insistirá mucho tiempo en que los elementos de representación inconsciente en Freud no son otra cosa que lo que él llama “significantes”.

    Resulta muy curioso leer que, después de toda su argumentación para ubicar el trabajo del sueño en el terreno exclusivo de la representación en tanto imagen, Allouch pueda escribir que: “contra el onirismo, toda la Traumdeutung atestigua la experiencia del sueño como hecho de escritura”[65], es decir, que reconozca que precisamente el sueño es un asunto no de figuración, sino de escritura[66].

    El trayecto que hemos recorrido permite plantear que la cuestión del objeto del duelo no puede abordarse al margen de una concepción doctrinal de Freud, que implica necesariamente las nociones de objeto de la pulsión y objeto de amor, aunque como he intentado mostrar, es preciso avanzar en su distinción.

    Otro eje capital incluye la cuestión de la paradójica continuidad principio de placer-principio de realidad, sin la que es imposible ubicar de modo pertinente la “prueba de realidad” en Freud.

    Por último, y ligado íntimamente con lo anterior, el espinoso punto de la representación y su relación con el objeto real.

    Es desde aquí que se debería empezar a problematizar la cuestión del objeto, sustituible o no, del duelo en Freud.

    [1] Allouch, J. Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca. Edelp, Córdoba, 1995, p. 413. En adelante todas las citas de este texto corresponden a esta edición, por lo que sólo consignaré la página.

    [2] Freud, S. Duelo y melancolía. O.C. Amorrortu Ed., Buenos Aires, 1998, vol. XIV, p. 243. En adelante todas las citas de Freud corresponden a esta edición, por lo que sólo consignaré volúmen y página.

    [3] Steiner, G. La muerte de la tragedia. Monte Avila Ed., Venezuela, 1970.

    [4] Allouch, J. Op. cit., p. 25.

    [5] Cfr. Mi texto De un genio al otro. Lecturas de Descartes. Revista Me cayó el veinte, no. 3, México D.F. primavera de 2001.

    [6] P. 63.

    [7] P. 78, cursivas J.C.

    [8] Béguin, A. El alma romántica y el sueño. México, F.C.E., 1981, p. 17.

    [9] Béguin, A. Op.cit., p. 29.

    [10] Ibidem, p. 20.

    [11] P. 39.

    [12] Lacan, J. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Ed. Paidós, Barcelona, 1987, p. 32.

    [13] Cfr. Mi trabajo Novalis, ¿una escritura de real?, inédito, presentado en el Coloquio La Locura, México, abril de 1990.

    [14] El mismo Lacan, a propósito de cierto romanticismo ligado con el romanticismo que historia P. Ariès, -y que Allouch sostiene es el suelo en el que Freud se asienta en su concepción del objeto-, y precisamente en el mismo momento del seminario de la ética en el que está hablando de lo que para él es la “esencia” de la tragedia, Antígona y su acto, dice: “Tenemos (en Francia) ya la desgracia de poseer un romanticismo que no se elevó mucho más allá del nivel de cierta necedad” (Sem. 15 de junio de 1960. Op. cit., p. 340).

    [15] Allouch, J. Op.cit., p. 143.

    [16] Ariès, P. El hombre ante la muerte. Ed. Taurus, Madrid, 1999, pp. 360-371.

    [17] En realidad aparece al menos dos veces, en la misma página. Cfr. “Trauer und Melancholie”, en Psychologie des Unbewusten. S. Fisher Verlag, Frankfurt am Main, 1975, p. 199.

    [18] P. 19, subr. J.C.

    [19] P. 54, subr, J.C.

    [20] En este punto encuentro una situación similar al hecho de que, cuando Lacan aborda la cuestión de la angustia en su seminario de 1962, dice que no es en Inhibición, síntoma y angustia donde se encuentra el núcleo de su formulación por Freud, sino en Das Unheimliche.

    [21] Freud, S. Vol. VII, p. 203, n. 22.

    [22] Freud, S. Fragmentos de la correspondencia con Fliess. Vol. I, p. 240, subr. Freud.

    [23] Op. Cit, p. 53.

    [24] Freud, S. Pulsiones y destinos de pulsión. Vol. XIV, p. 118.

    [25] Allouch, J. Op. cit., p. 135.

    [26] Freud, S. Tres ensayos de teoría sexual. Op. cit., pp. 202-203, subr. J.C.

    [27] Freud, S. Ibidem, p. 136, n. 14.

    [28] P. 177.

    [29] Ibidem, p. 162.

    [30] Freud, S. La interpretación de los sueños. Vol. IV, p. 20.

    [31] Allouch, J. Op. cit., p. 147.

    [32] Cit. En la p. 168.

    [33] Como Sophie para Novalis, como vimos antes.

    [34] Pp. 168-169.

    [35] Confundida tanto por él como por el propio Freud, como he mostrado.

    [36] P. 170.

    [37] P. 171.

    [38] Seminario “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica” . Ed. Paidós, Barcelona, 1983, p. 155. Subr. J.C.

    [39] Ibidem, pp. 207-208. Subr. J.C.

    [40] Lacan, J. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Ed. Paidós, Barcelona, 1987, p. 68.

    [41] Ibidem, p. P. 69.

    [42] P. 58.

    [43] Aunque situadas en dos planos distintos. Cfr. sem. Los fundamentos del psicoanálisis, 12 de febrero de 1964.

    [44] Foucault, M. Theatrum Philosophicum. Cuadernos Anagrama, Barcelona, 1981, p. 11. Es en esta perspectiva que Foucault relaciona a Freud con Artaud, uno de cuyos principales designios fue acabar de una vez por todas con la representación: “Freud y Artaud se ignoran y resuenan entre si. La filosofía de la representación, del original, de la primera vez, de la semejanza, de la imitación, de la fidelidad, se disipa”, p.15.

    [45] Freud, S. Vol. XI, p. 161.

    [46] Ibidem. El primer subr. es de J.C. El último es del propio Freud.

    [47] P. 162.

    [48] P. 163. Subr. J.C.

    [49] Allouch, J. Op. cit., pp. 171-172.

    [50] Freud, S. vol XIV, p. 231, n. 30. Itálicas S.F.

    [51] P. 75.

    [52] Lacan, J. El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”. Ed. Paidós, Barcelona, 1983, p. 167. Subr. J.C.

    [53] Lacan, J. Sem. Las formaciones del inconsciente. Ed. Paidós, Barcelona, 1999, p. 225.

    [54] Freud, S. Vol. XII, p. 228, subr. J.C.

    [55] Allouch, J. Op. cit., p. 99.

    [56] Freud, S. Vol. XIV, pp. 221-222.

    [57] Le Gaufey, G. El lazo especular. Edelp, Córdoba, 1998, pp. 218 ss.

    [58] Allouch, J. Op. cit., p. 110.

    [59] Cfr. Freud, S. Carta 52 a Fliess, vol. I.

    [60] La metáfora de la cera de Descartes.

    [61] Cfr. Le Gaufey, G. Op. cit.

    [62] Le Gaufey, G. Op. cit.

    [63] Es también el modo de proceder de Guy le Gaufey en el libro que he citado; a través de un sutil y documentado estudio en torno a la cuestión de la representación, avanza en la elucidación de lo que Freud le debe a una concepción clásica de la imagen, del costado de lo que Allouch cuestiona a Freud, y lo que en la noción freudiana de representación implica algo radicalmente nuevo que reubica toda la cuestión. A manera de síntesis de todo su diferente abordaje, diré que más que afirmar que en Freud se trata de “dos espejos paralelos”, para Le Gaufey la representación freudiana sería más bien “un espejo de dos caras” (p. 249): una que apunta al imaginario, y otra que tiene que ver con el simbólico en su incidencia real (cifrado, escritura).

    [64] Allouch, J. Op. cit., pp. 112-113.

    [65] P. 104.

    [66] Cfr. Lacan, J. La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud. Ahí compara Lacan el sueño con ese juego de salón en el que se trata de hacer adivinar a un espectador un enunciado por medio de una puesta en escena muda, y escribe que ambos “son asunto de escritura y no de pantomima”. En Escritos I, Siglo XXI Ed., México, 1990, p. 492.

  • Desaparecidos, justicia y amnistía

    Desaparecidos, justicia y amnistía

     Edwin Sánchez Ausucua

    Más allá de las fronteras que afectan a las naciones y las sociedades, recuerdo que durante el proceso de extradición de México a España del ex-militar argentino Ricardo Miguel Cavallo, se pudo escuchar de una de las familiares de las víctimas de la actividad represiva del siniestro personaje ahora encarcelado en España, una frase que se presentaba de alguna manera como enigmática: “ahora nuestras víctimas tienen un nombre” se decía.

    ¿Cuál es sentido de esa frase? Uno de sus sentidos posibles, es que mientras no se haga justicia y se hable con la verdad de lo sucedido, mientras no se castigue a los responsables de las desapariciones, el acontecimiento represivo de la desaparición sigue teniendo lugar, de manera inequívoca y persistente entre los familiares y seres queridos que han sobrevivido al “desaparecido”.

    ¿Qué implicaciones tiene entonces el tema de la amnistía en estas condiciones en que el acontecimiento sigue actuante en los sobrevivientes afectados?

    El hecho de que muchos familiares de desaparecidos persistan en la exigencia a los gobiernos de dar una respuesta con respecto a la vida de sus ciudadanos ausentes, tiene que ver con esta realidad de un suceso que se resiste a formar parte del pasado y que supondría, también, el reconocimiento público de los temas esenciales en materia de impartición de justicia. Ningún gobierno puede cercenar la vida humana con la lógica quirúrgico tecnocrática, de extraer el tumor social para que el cuerpo de la “nación” sea salvada de una enfermedad subversiva, “antipatriótica”, sin tener que dar cuenta de ese acto en materia de las leyes que la civilización ha generado trabajosamente para superar la barbarie. El reclamo persistente de justicia -“vivos se los llevaron vivos los queremos”- supone la exigencia de que los gobiernos den la cara, que acepten el suceso de la “desaparición” en tanto asesinato y en consecuencia, reconozcan la dimensión política de su función civilizatoria y entreguen a la justicia a los responsables. El cese a la impunidad posibilita que el tiempo deje de mantenerse detenido, en el suceso de la desaparición que sigue teniendo lugar en el cuerpo y el pensamiento de los afectados, sin un punto fijo de término, prolongando el golpe de manera ilimitada en el transcurso de una vida, alcanzando en su continuidad a las nuevas generaciones a quienes inevitablemente se les transmite aquel acontecimiento.

    Dicho en otras palabras el que se identifique a los responsables y se les castigue conforme a la exigencia de justicia es además un reconocimiento de política psicosocial que permite poner un límite a lo que no se nombra y genera una dificultad mayor a los sobrevivientes para vivir con aquella pérdida sin reconocimiento de la ley. Al juzgar a los responsables, se permite que esas leyes que atañen a lo familiar y al individuo que enfrenta la pérdida, adquiera una dinámica pública distinta y la memoria del nombre de los ciudadanos desaparecidos, puedan mantenerse entre los sobrevivientes de una manera distinta, haciendo posible que se pueda cerrar una parte de esa historia ominosa. El nombre del desaparecido adquiere así un estatuto distinto al ser reconocido social y públicamente como individualidad que ha sufrido una violación de las garantías individuales esenciales. Se trata de ciudadanos que tienen el derecho a no “desaparecer” sin que la marca del reconocimiento y la ley se inscriba en sus nombres y su memoria. A diferencia de lo que ocurre en los desastres “naturales” o los accidentes, -que también dejan “desaparecidos”- en el caso de las desapariciones forzadas de la guerra sucia del régimen político mexicano, los seres queridos y familiares afectados tienen el recurso de la apelación, de la denuncia y la posibilidad de exigir el reconocimiento de los nombres en la impartición de la justicia.

    Esta exigencia es también la de restituir el pacto social y la función del Estado y del gobierno como garante civilizatorio de la legalidad y la regulación normativa que impone límites a una sociedad conformada por individualidades que poseen una historia y una subjetividad, pero también se los impone al poder mismo.

    Enjuiciar a los responsables no suprime ni elimina el daño inflingido a los sobrevivientes pero contribuye a cambiar la naturaleza del acontecimiento para que deje de seguir ocurriendo y haga posible un proceso distinto de la memoria psicosocial y subjetiva de la pérdida íntima en cada uno de los afectados. Tal es el pacto social de los actos que se circunscriben en una delimitación democrática que impone límites al poder ilimitado, que extiende las redes de su duración en la impunidad permanente que la amnistía les otorgaría.

  • Espanto y silencio en la poesía de Paul Celan

    Espanto y silencio en la poesía de Paul Celan

    Evodio Escalante

    Quizás el dolor es el verdadero principium individuationis. Vivir es aprender a vivir con ese dolor que nos adviene y permanece en nosotros de forma tal que de él y sólo de él estamos obligados a extraer nuestro sentido de la identidad. El sentido del ser, mientras la época no sea otra, encarna en un sentido del yo que permite que el sí mismo se corone en la tesitura de su estremecimiento más abismal. El sufrimiento se acoraza y produce silencio, mutismo, desesperación, rabia, y una cuota de identidad. La tierra vive de nuevo por el sufrimiento, y hasta se hace habitable por él. A pesar de los pesares y por paradójico que parezca, el dolor habita. Hace espacio y crece hacia lo inmensurable. Lo dice Celan: “Imagínate: / el soldado en la ciénaga de Masada / aprende patria, de la manera / más imborrable, / contra / cada púa en el alambre.” De la púa pende la pertenencia. Insiste Celan: “Imagínate: / tu propia mano / ha sostenido / este pedazo / de tierra habitable / alzado / de nuevo /a la vida / por el sufrimiento.” Es el dolor el que insufla la vida, y algo más, lo que hace habitable el pedazo de tierra que funda la pertenencia. Si el dolor es el mal, entonces la individuación de lo humano necesita a paletadas su cuota de dolor. El dolor es genésico. ¿No será esto lo insepultable que nombra el poema al terminar? “Imagínate: / esto me tocó en suerte, / en vela el nombre, en vela la mano / para siempre, / desde lo insepultable.”

    Interpretar es a menudo simplificar, lo sé muy bien. La exégesis que exigen los poemas de Celan pasa siempre por una interrogación acerca de la época en que fueron escritos, como pasa por una clarificación —así sea a tientas— sobre la circunstancia a menudo traumática evocada en los textos. Si Hegel afirmaba que la filosofía era el propio tiempo aprehendido con el pensamiento, habría que replicar que la poesía no podría ser otra cosa que ese mismo tiempo aprehendido en imágenes. Todavía Rilke puede preguntarse por la respuesta de los ángeles a su grito desgarrador. La presencia del ángel terrible no obstruye el paso de la palabra; en dado caso es fuente de una misteriosa silenciosidad. La distancia que hay de un Rilke a un Celan podría indicar el tránsito a una época a la que todavía estamos tratando de dar un nombre. En Celan como en Ingeborg Bachmann, su amiga y antecesora en el camino de la poesía, el silencio que se impone es oscuro y a la vez ominoso. “WieB ich nur Dunkles zu sagen”, “Sólo sé decir lo oscuro”, declara la escritora en uno de sus poemas más conocidos. “Wie Orpheus spiel ich / auf den Saiten des Lebens den Tod.” “Como Orfeo extraigo mi canto / de la lira del hígado de la muerte.”

    En “Stretta”, uno de sus poemas más conocidos, Celan comienza estableciendo un paralelismo entre la cerrazón del cielo y la soledad de un hombre a quien ya nadie interpela: “la noche / no necesita estrellas, en ninguna parte / se pregunta por ti.” Por un procedimiento en cascada, la estrofa que sigue reitera cada vez los últimos versos de la que la antecede: “En ninguna parte / se pregunta por ti.” El pasaje que me interesa destacar le otorga un protagonismo a la palabra, esto es, a la sustancia del poema, y dice así, atendiendo al ritmo tartajeante que le impone Celan:

    Vino, vino.

    Vino una palabra, vino,

    Vino por la noche,

    Quería iluminar, quería iluminar.

    Ceniza.

    Ceniza, ceniza.

    Noche.

    Noche y noche. Al ojo

    Va, a lo húmedo.[1]

    La imagen del poema tiene que incidir en el ojo, tiene que conformarlo, de otro modo carece de justificación. No se olvide que la tarea principal del poema, tal como lo concibe Celan, es otorgar testimonio. En la breve alocución con la que recibe el premio de literatura de la ciudad libre anseática de Bremen, Celan lo deja muy claro: los poemas son transitivos, y por esto mismo, podría agregarse, hablan de la realidad. “Los poemas están de camino: rumbo a algo”, asevera Celan, y complementa ahí mismo: el poeta “va con su existencia al lenguaje, herido de realidad y buscando realidad.”[2]

    En su famoso discurso de “El meridiano”, pronunciado dos años más tarde, el 22 de octubre de 1960 en ocasión de la entrega del Premio Georg Büchner, que años antes había recibido su amiga Ingeborg Bachmann, Celan reitera esta concepción: “El poema está solo. Está solo y de camino. El que lo escribe queda entregado a él (…) El poema quiere ir hacia algo Otro, necesita ese Otro, necesita un interlocutor. Se lo busca, se lo asigna.”[3]

    Es este anclaje en lo real, y en la realidad de un “tú” al que con todo rigor se busca, lo que hace desesperar a Celan de las metáforas. Nada le disgusta tanto como que se piense que sus poemas construyen o se sirven de metáforas. En una carta a su amigo Walter Jens, en relación con unos discutidos versos de su poema “Fuga de muerte” en los que aparece la expresión “cavamos una fosa en los aires”, enfático señala: “Dios sabe que no es ni un préstamo ni una metáfora.”[4]

    En su discurso de “El meridiano” corrobora, para que no quede lugar a dudas: “El poema sería así el lugar donde todos los tropos y metáforas nos invitan a reducirlos al absurdo.”[5]

    El arranque de “Stretta” es inequívoco respecto del papel testimonial del poema. Por eso comienza diciendo así: “Deportado al campo / de la huella infalible.”[6] Esto no obsta para que se agregue que un tal testimonio a menudo tiende de modo fatal hacia el silencio, hacia el enmudecimiento, y lo que éste tiene de inquietante y no asimilable. Esto también ha sido abordado en el discurso de “El meridiano”. Ahí leemos: “Por supuesto el poema, el poema hoy, muestra –y eso tiene que ver, creo, a la postre sólo indirectamente con las dificultades, no subestimables, de la elección de vocabulario, de los abruptos cortes en la sintaxis o de un sentido más despierto para la elipse—, el poema muestra, es imposible no reconocerlo, una gran tendencia a enmudecer.”[7]

    La corroboración más famosa, o cuando menos la más explícita, de esta epocal tendencia a enmudecer, la encontramos en el poema “Tubinga, enero” en el que se evoca la figura del Hölderlin de la torre, presa ya de la locura e incapaz de decidir entre un “sí” y un “no”. Para evitar pronunciar estas palabras comprometedoras, Hölderlin recurre cada vez para salir airoso del trance a una palabra de su invención, que no quiere decir nada: <>. Celan pone al día su herencia bíblica y articula:

    Si viniera,

    si viniera un hombre,

    si viniera al mundo un hombre, hoy, con

    la barba de luz de

    los patriarcas: debería,

    si hablara de este

    tiempo,

    debería

    sólo balbucir y balbucir,

    siempre, —siempre,

    asíasí.

    (<>.)[8]

    Pero no es el silencio, la poderosa tendencia a enmudecer, ni la cerrazón hermética ni el consiguiente balbuceo, con su ritmo entrecortado y angustiante lo que caracteriza la mejor poesía de Celan. Lo que caracteriza a la mejor poesía de Celan es el pavor. Lo que todavía en Rilke es sublime, en Celan deviene ominoso; lo que en el primero es etéreo y nimbado de misterio, en el segundo representa de manera significativa lo pavoroso. No es la presencia de la muerte, el tema de la irremediable finitud del hombre lo que marca la diferencia, sino, se diría, la distinta actitud ante ella. La metafísica de Rilke se encamina a la construcción de un mundo invisible, purificado de toda rebaba de animalidad. La descarnada lección de poesía de Celan sacraliza cada momento en esta tierra, pero lo sacraliza por la vía del terror.

    En su Introducción a la metafísica, Martin Heidegger observa: “El hombre no sólo carece de salidas frente a la muerte cuando llega su hora sino de modo constante y esencial. Es cuanto es, se halla en el camino sin salidas de la muerte. En este sentido, la existencia humana es el acontecer mismo de lo pavoroso.” Y todavía agrega ahí mismo, entre paréntesis: “Este acontecer de lo pavoroso inicialmente tiene que ser fundado para nosotros como la ex-sistencia.”[9]

    La ecuación Dasein-como-ser-pavoroso la encuentra Heidegger justificada en la traducción que realizara Hölderlin de Antígona, la tragedia de Sófocles. En efecto, en el primer coro de la de Antígona Sófocles, se encuentran estos versos significativos: “Muchas cosas son pavorosas: nada, sin embargo, / sobrepasa al hombre en pavor.” Transcribo el pertinente comentario de Heidegger: “En estos dos primeros versos se anticipa a todo el canto siguiente lo que éste trata de alcanzar en lo particular de su discurso y que debe someter a la articulación de las palabras. Expresado en una palabra: el hombre es to deinotaton, lo más pavoroso. Este decir capta al hombre desde los límites más extremos y desde los escarpados abismos de su ser. Esta brusquedad y finitud jamás se hace visible a la mirada que meramente describe y constata lo materialmente existente, aunque fuesen mil ojos los que quisieran buscar las cualidades y condiciones del hombre. Sólo a un proyecto poético y pensante se le revela un tal ser.”[10]

    La palabra griega deinon, precisa Heidegger, requiere una aclaración previa. “El deinon es lo terrible en el sentido del imperar que somete <überwältig>, que impone el pánico, la verdadera angustia y también la intimidación concentrada y callada que se agita en sí misma. La violencia, lo que somete, constituye el carácter esencial del imperar mismo. Allí donde irrumpe, puede retener en sí mismo su poder sometedor. Pero no por esto es más inofensivo sino todavía más terrible y más extraño.”[11]

    Continúa abundando Heidegger: “En otro sentido, deinon significa violencia, en el sentido de que aquel que la usa no sólo dispone de ella sino que es violento en la medida en que el empleo de la violencia para él no sólo constituye un rasgo fundamental de su conducta sino de toda su existencia. Damos aquí un sentido esencial a las palabras <> <Gewalt-tätigkeit>, que sobrepasa radicalmente la significación habitual según la cual éstas a menudo quieren decir mera rudeza y arbitrio.”[12]

    En su libro póstumo, Aportes a la filosofía. Acerca del evento, recién traducido al castellano, se podría decir que Heidegger no sólo retoma sino que radicaliza esta posición. La Befindlichkeit, el “encontrarse” y el temple de ánimo (Stimmung) correspondiente, que habíamos conocido en Ser y tiempo (§ 29) reaparecen de una manera magnificada. Ya no se habla de Stimmung sino de Grundstimmung, esto es, de un temple anímico o disposición fundamental. Esta disposición es el espanto. Cito la prosa a veces telegráfica de este libro de Heidegger: “El espanto: más fácilmente aclarable en contraposición a la disposición fundamental del primer comienzo, al asombro. Pero la aclaración de una disposición no garantiza nunca que realmente acierte, en lugar de ser sólo representada.”

    Enseguida, Heidegger agrega una explicación del concepto. “El espantarse es el retroceder desde lo corriente del proceder en lo familiar, hacia la apertura de la afluencia de lo que se oculta, en cuya apertura lo hasta ahora corriente se muestra como lo separado y a la vez confinante (….) El espantarse hace al hombre retroceder ante esto, que el ente es, mientras antes el ente le era precisamente el ente: que el ente es y que esto –el ser [Seyn]—ha abandonado, se ha sustraído a todo <> y lo que así parecía.”[13]

    Esta violenta y hasta expoliatoria desfamiliarización del hombre con respecto a su mundo que reviste aquí el nombre del espanto aparece escenificada en algunos de los poemas más impresionantes de Celan. Puedo recurrir a la situación que evocan los primeros versos de “Shibbolet”:

    Junto con mis piedras,

    crecidas en el llanto

    detrás de las rejas,

    me arrastraron

    al centro del mercado,

    allí

    donde se despliega la bandera, a la que

    no presté juramento…

    Explico. Un hombre, un prisionero de guerra, es sacado de su celda junto con sus piedras, esas piedras que han crecido a fuerza de recibir sus lágrimas, mudos y a la vez solidarios testigos de su dolor tras las rejas; es llevado a lo abierto de un mercado donde todos pueden mirarlo, y donde ondea una bandera a la que él no ha prestado juramento. Podemos colegir que será ejecutado. El terco grito de resistencia está ahí, contenido: “Febrero, no pasarán.” Este grito se ha escuchado lo mismo en Viena que Madrid, y quizás lleve a algún amigo hasta la salvación en Extremadura, lugar al que ya no podrían perseguirlo. Pero el condenado está condenado. Nada lo salvará. Su testimonio es absurdo pero por esto doblemente valioso:

    Pon tu bandera a media asta,

    memoria.

    A media asta

    hoy para siempre.

    Corazón:

    date a conocer también

    aquí, en medio del mercado.

    Dí a voces el shibbolet

    en lo extranjero de la patria:

    Febrero: no pasarán.

    La rosa de nadie, el libro que Celan dedica a la memoria de Ossip Mandelstamm, se abre con otro poema que atisba la experiencia de lo pavoroso. La escena no podía ser más terrorífica. En un campo de concentración nazi, los prisioneros cavan la tumba en la que serán enterrados. Esto, que los ajusticien, que los maten, ¿es querido por Dios? ¿Todo sucede porque Dios, que todo lo sabe, también lo quiere, y lo autoriza con su silencio?

    Mejor que demorarme en una simbólica del shibbolet y de la firma, como me parece que hace Derrida en un libro famoso,[14] o en el tema de la alianza que sin duda emerge en la prosopopeya a la vez de la vigilia y de la vigencia del último verso al rubricar que “despierta el anillo”, el anillo que permite que un judío reconozca al otro, y que reconozca o “recuerde” a su vez su pacto con Dios según el Antiguo Testamento, lo que me interesa destacar es la extraordinaria violencia expoliatoria de la escena que el poema pone ante nuestros ojos. En el texto anterior, como se vio, se arrastraba a alguien hasta el mercado, como si fuera un costal de piedras; en éste, los capturados cavan la tierra en la que pronto, justo al terminar su tarea, serán enterrados. Los asesinos se ahorran el trabajo de cavar las tumbas de sus ajusticiados. Celan, empero, y estro vuelve más pavoroso su texto, no adopta de ningún modo una posición maniquea. Los expoliados están implicados también en esta violencia vuelta contra ellos. Esto queda patente desde los dos versos iniciales: “Tierra había en ellos / y cavaron.” Este enunciado en apariencia neutro y hasta denotativo, contiene todo el secreto de la acción. El acto de “cavar”, por siniestro que parezca, no es sólo un acto dictado desde la exterioridad, en el que se transmite la violencia de los militares. Está también justificado desde adentro, desde el cuerpo mismo de las “víctimas”. Por eso dice el poema: “Tierra había en ellos / y cavaron.” La remisión al mito bíblico de la creación adquiere aquí un sesgo inusitado. En efecto, los hombres están hechos de barro. Hay, pues, tierra en ellos. Que lo de la tierra vuelva a la tierra es, se diría, un acto al mismo tiempo necesario e inevitable del equilibrio en esta tierra. Así tiene que ser según las disposiciones de la creación divina. ¿Dónde queda el sarcasmo, pues? Transcribo el poema en su integridad:

    Tierra había en ellos

    y cavaron.

    Cavaron y cavaron, así pasaron

    su día, su noche. Y no alabaron a Dios

    que, así oyeron, todo aquello quería,

    que, así oyeron, todo aquello sabía.

    Cavaron y nada más oyeron;

    ni se volvieron sabios, ni inventaron canción,

    ni imaginaron lengua alguna.

    Cavaron.

    Vino una calma, vino también una tempestad,

    los mares todos vinieron.

    Yo cavo, tu cavas y cava el gusano además,

    y el lugar que canta dice: cavan ellos.

    Oh uno, oh ninguno, oh nadie, oh tú:

    ¿Hacia dónde fue aquello hacia nada ido?

    Oh, tú cavas y yo cavo y me cavo adonde tú,

    Y en nuestro dedo despierta el anillo.[15]

    El horror no está exento de sarcasmo. Es, al fin, algo tan “natural”. Hasta el gusano cava y lo hace por mero instinto de supervivencia. ¿Por qué no habrían de cavar también los prisioneros de los nazis? El lugar, como sacralizando el horror, y volviéndolo inolvidable, canta y dice: los que cavan son ellos. Si esto no es el espanto vuelto literatura, todavía más, el espanto que se insinúa con su peculiar bable desde la literatura, entonces no sé de qué se trata.

    Recuerda Heidegger en la Introducción a la metafísica: “Entendemos lo pavoroso <Un-heimlich> como aquello que nos arranca de lo familiar <heimlich>, es decir, de lo doméstico, habitual, corriente e inofensivo. Lo pavoroso no nos permite permanecer en nuestra propia tierra <einheimisch>. En esto reside lo sometedor. Pero el hombre es lo más pavoroso no sólo porque su esencia transcurre en medio de lo pavoroso, sino porque se pone en camino y trasciende los límites que inicialmente y a menudo le son habituales y familiares.”[16]

    Es la ruptura de estos límites habituales y familiares lo que explora Celan en uno de sus poemas más estremecedores, “Tenebrae”. Decirlo de este modo, empero, es ya simplificar demasiado. Parecería que Celan ha escrito un poema para ilustrar con sus imágenes lo que ha escrito un filósofo. Nada más lejos de esto. La primacía no la tiene el pensador del ser, sino la experiencia histórica que hace posible que el poema se erija como poema, la existencia histórica que habla a través del poema. Heidegger mismo, en sus Aportes a la filosofía, ha escrito: “Más fácilmente que otros el poeta encubre la verdad en la imagen y la obsequia entonces a la mirada para preservación.”[17] Lo que alcanza a articularse en “Tenebrae” no es pues la explicitación de algo que hubiera sido dicho antes en un tratado de metafísica, sino la cristalización de una escena histórica que desde que ha llegado al lenguaje nos define y nos caracteriza como seres entrampados en la desolación y en lo pavoroso. El Dasein humano es algo tan aterrador y tan ominoso, que se diría que incluso Dios retrocede ante su presencia. Esta es la verdad que se revela en el texto. Imposible resumir el poema, o citarlo sólo en parte; me veo obligado a leerlo completo:

    Tenebrae

    Cerca estamos, Señor,

    cercanos y aprehensibles.

    Aprehendidos ya, Señor,

    entregarfados, como si fuera

    el cuerpo de cada uno de nosotros

    tu cuerpo, Señor.

    Ruega, Señor,

    ruéganos,

    estamos cerca.

    Agobiados íbamos,

    Íbamos a encorvarnos

    Hasta badén y bañil.

    Al abrevadero íbamos, Señor.

    Era sangre, sangre era,

    Lo que derramaste, Señor.

    Relucía.

    Nos devolvía tu imagen a los ojos, Señor.

    Ojos y boca están tan abiertos y vacíos, Señor.

    Hemos bebido, Señor.

    La sangre y la imagen que estaba en la sangre, Señor.

    Ruega, Señor.

    Estamos cerca.[18]

    Nadie discutiría que se trata de una mixtura de relato y de oración. La escena evoca de modo irremediable una circunstancia de guerra. El hombre ansioso de sangre va sobre la imagen que resplandece sobre el charco. El procedimiento paralelístico y la letanía repetitiva, que se mantiene a lo largo del texto: “Era sangre, sangre era, / lo que derramaste, Señor”, le otorga el carácter de oración.[19] Es como un Padre Nuestro para los tiempos de guerra en que vivimos. Pero el viraje genial, el giro estremecedor es que la oración parece desplazarse de centro. Imperceptiblemente algo empieza a cambiar. Es tal el imperio de la fuerza depredadora que hay en cada uno de estos miembros del rebaño, aparentemente contritos, que en definitiva quien debe cuidarse de nosotros es Dios. “Ruega, Señor. Estamos cerca.” No conozco un retrato más espeluznante y también más malvado de la especie humana que este poema de Celan.

    [1] Paul Celan, Obras completas. Trad. de José Luis Reina Palazón. Madrid, Editorial Trotta, 1999, pp. 147-48. Modifico la traducción para restituir el carácter transitivo de estos decisivos versos de Celan. En la traducción antes citada, se sostiene que la palabra… “quería lucir.” Pienso que esta traducción de “wollt leuchten” le otorga en dado caso un involuntario toque “narcisista” a la palabra poética. No es que la palabra quiera “lucir”, lo que quiere esiluminar, de otro modo el testimonio carece de sentido. Lo peculiar aquí, el oxímoron constitutivo de la poesía celaniana, podría decirse, es que lo que la palabra ilumina es “la ceniza” y “la noche”.

    [2] Ibid., p. 498

    [3] Ibid., p. 506

    [4] Tomado de Barbara Wiedemann (ed.), Paul Celan. Die Goll-Affäre. Frankfurt, Suhrkamp, 2000

    [5] Paul Celan, Obras completas, p. 507

    [6] Recurro a la traducción de José María Pérez Gay, en Paul Celan, Sin perdón ni olvido. Antología. México, Universidad Autónoma Metropolitana, 1998, p. 47 En este caso la versión de Pérez Gay me parece más atendible que la antes citada de Reina Palazón. La versión de este último: “Trasladado al / terreno / del vestigio inequívoco”, aunque más fiel en términos de ritmo, vuelve confuso el sentido eminentemente testimonial del texto de Celan. Un “vestigio inequívoco” bien puede ser un resto arqueológico, dejado al azar. La “huella infalible”, en cambio, remite a una testificación que no puede concebirse sino como voluntaria. Tan voluntaria, al menos, como la escritura, a la que se hace mención de manera inmediata.

    [7] Paul Celan, Obras completas, p. 506 Modifico ligeramente la traducción de Reina Palazón.

    [8] Ibid., p. 163 El tema del “balbuceo” está íntimamente vinculado con la poesía de Ossip Mandelstam, con la que Celan se identifica a profundidad.

    [9] Martin Heidegger, Introducción a la metafísica. Trad. de Angela Ackermann Pilári. Barcelona, Editorial Gedisa, 1993, p. 146

    [10] Ibid., pp. 136-38

    [11] Ibid., p. 138

    [12] Ibid.

    [13] Martin Heidegger, Aportaciones a la filosofía. Acerca del evento. Trad. de Dina V. Picotti. Buenos Aires, Editorial Biblos, 2003, p. 30

    [14] Me refiero a Jacques Derrida, Shibbolet. Para Paul Celan. Trad. de Jorge Pérez de Tudela. Madrid, Arena Libros, 2002, pp. 57

    [15] Paul Celan, Obras completas, p. 153 Modifico ligeramente el último verso de la penúltima cuarteta.

    [16] Martin Heidegger, Introducción a la metafísica, p. 139

    [17] Martin Heidegger, Aportaciones a la filosofía. Acerca del evento, p. 34

    [18] Paul Celan, Obras completas, p. 125

    [19] Debo reconocer que el retruécano: “Era sangre, sangre era, / lo que derramaste, Señor”, que recuerda los procedimientos paralelísticos del Génesis, no está a la letra en el original de Celan, aunque sí se cierne sobre el sentido, y hasta podría decirse que está implícito en la repetición. Lo que Celan escribió dice así: “Es war Blut, es war, / was du vergossen, Herr.” Se trata pues de una interpretación, afortunada, a mi modo de ver, del traductor Reina Palazón, que se apega además a la intencionada cercanía con los textos bíblicos.

  • En el nombre del padre, la “depredación sexual”: interrogantes, enigmas, dificultades

    En el nombre del padre, la “depredación sexual”: interrogantes, enigmas, dificultades

     Alberto Sladogna

    Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo.
    Isaías 66, 13 (Biblia de Jerusalén).

    La noche de su cumpleaños 15 años le canté a Delgadina la canción completa, y la besé por todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento: la espina dorsal, vértebra por vértebra, hasta las nalgas lánguidas, el costado del lunar, el de su corazón inagotable

    Profesor Mustio Collado, Memorias de mis putas tristes, Gabriel García Márquez, México, 2004.

    La cita bíblica nos lleva al nudo de un tema: el desamparo, la religión se ofrecía como albergue ante las fallas de la paternidad, hoy al parecer, según los testimonios de alguno de sus fieles, esa institución se ha convertido en un lugar donde los espera una practica de la sexualidad. En principio sólo “afectaba” a los seminaristas, clérigos, monjas y otros funcionarios de la institución. El abandono se extiende como una nueva epidemia a los creyentes, de forma particular, a las niñas y niños que le son confiados a la Iglesia. El desamparo es una de las fuentes del odio por existir, y el psicoanálisis ha revelado su participación en la constitución de las tres formas de la normalidad: la neurosis, la psicosis y la perversión. Ese odio se muestra en la odioenamoración de cada cura, mientras que en el lazo social pos moderno como en los EEUU., ese odio se ha desplaza a los tribunales: un joven afectado por una malformación biológica tiene una demanda contra sus padres y el estado de New York, por haberlo traído al mundo en esas condiciones.

    El desamparo es una de las fuerzas por las que el sujeto hablante ha vivido, vive, y aún vivirá a partir de su origen: sus padres con sus enigmas. Dios, el Padre, y por derivación metonímica, la Iglesia, tenían a su cargo ofrecer un lugar a quienes sufren, sufrieron y sufrirán la orfandad. En la actualidad ese albergue en el nombre del padre y de su metáfora, temas caros a la doctrina del psicoanálisis, está puesto entre signos de interrogación a partir del erotismo y de la sexualidad. En sincronía con ese evento asistimos a un despliegue en el campo cultural de hechos semejantes, a través de lo que se ha dado en llamar el “abuso sexual”; la “violencia sexual”; el “hostigamiento sexual”, la “violencia intrafamiliar”. Muchas de estas situaciones han pasado ser lemas del Estado en nuestro continente, e incluso, los diversos gobiernos convocan a las “víctimas” a efectuar denuncias mediante la conservación del anonimato. Subrayamos un hecho histórico: la sexualidad y el erotismo entre los humanos se transmitió en un mal lugar: el seno de los complejos familiares.

    Esas denuncias se producen junto con el aumento de la “libertad” sexual, misma que pareciera no conocer límites; ampliación acompañada de un creciente abordaje jurídico – penal de las prácticas sexuales y eróticas. Ese fenómeno tiene además otra compañía: en el campo del psicoanálisis no faltan las voces que a nombre de vaya a saber que “ética psicoanalítica”, se suman con total desparpajo a esta nueva cruzada pastoral estatal. Baste recordar la efectuación de un seminario en la ciudad de San Miguel Allende, Guanajuato, México[1], para hacer frente a “las respuestas salvajes”, según el argumento, de la sexualidad ante la transferencia; en otro estilo se hacen seminarios so pretexto de que Sigmund Freud y Anna Freud comparten el apellido, reduciendo lo que habría sido su relación analítica al calificativo abusivo de ”analizarse con su padre” y desde allí se vuelve a levantar compañas “éticas” –una de las ganzúas preferidas de los truhanes, decía José Ingenieros- en defensa de las hijas, hijos y analizantes. “Calificativo abusivo” pues él autor se ahorra la demostración de aquello que tendría que demostrar[2]. También se puede leer en el número de diciembre del 2004 de la revista digital “Psychenavegante” como algunos psicoanalistas se suman a la defensa y protección de la “familia” agraviada por la violencia sin el menor asomo de un análisis.

    La reciente novela de Gabriel García Márquez, Memorias de mis putas tristes[3] podría ser objeto de un juicio penal por alentar la práctica de la pederastia, amenaza cuyo horizonte dibujan ya algunas críticas acusándolo de “misógino” y de fomentar el “abuso sexual”[4]. Llegaremos al extremo de ver reflotar la censura y persecución contra la novela Navokov, Lolita, y el filme homónimo, pues se trataría de una erótica que afecta a un adulto atrapado por la seducción de una adolescente. Y qué diríamos hoy de los primeros hallazgos de Sigmund Freud respecto de la seducción ejercida por el padre hacia sus hijas, lo acusaríamos de “misógino” por haber descubierto allí las formas singulares de la fantasía erótica y sexual con la cual la histeria atrapaba al padre.

    Con textos

    En México se editó el libro del periodista Carlos Fazio, En el nombre del padre. Depredadores sexuales en la Iglesia[5]. Estas líneas trataran de abordar los interrogantes, los enigmas y las dificultades presentes cuando en la esfera pública se “denuncia” la práctica de actividades sexuales y eróticas en instituciones, en este caso: en una congregación, Los legionarios de Cristo, perteneciente a la Iglesia Católica. Se trata de recuperar una práctica extendida en el psicoanálisis: interrogar lo evidente y disolver la obviedad que impone y sostiene prejuicios dejando a los afectados, quizás, en una situación más difícil aún que la experiencia por la cual atravesaron. La “evidencia” y la “ética del bien para otros” y “sobre los otros” constituyen una pareja de términos que conviene analizar en detalle.

    Es también parte de ese texto, el reciente y sonado caso del entrenador del equipo mexicano de clavados: a quien se le retiro de por vida ese título por la denuncia de la madre de una clavadista que lo acusa de “abuso sexual” contra su hija. Además, la madre abrió una demanda penal contra él, pese a que la “víctima” no reconoce las denuncias de ella ni de los expertos “psi” sobre el “abuso” o “acoso” sexual que se le quiere forzar a reconocer. Su posición de rechazar la denuncia es acompañada por otras y otros integrantes del equipo de clavados que reclaman el regreso de su entrenador. Añadimos, en Mérida, Yucatán, en una comunidad de pescadores se encuentra preso uno de sus miembros debido a que el ministerio público encontró evidencias de “acoso sexual” en el contenido de las cartas de amor que él dirigía a una mujer del pueblo[6]. La denuncia fue levantada por el padre de la “acosada”. Lacan tenía razón en las cartas de amor se consuma la relación sexual.

    Freud inició interrogando las evidencias cuando sostuvo, revelo y demostró la existencia de una sexualidad y erotismo presentes desde y en la infancia de cada ser humano (Tres ensayos para una teoría sexual, 1905) El texto reveló un dato: la inocencia atribuida a los infantes, era uno de los elementos perdidos para lograr salir del paraíso. Freud sostenía lo siguiente:

    Es instructivo que bajo la influencia de la seducción el niño pueda convertirse en un perverso polimorfo, siendo descaminado a practicar todas las trasgresiones posibles. Esto demuestra que en su disposición trae consigo la aptitud para ello; tales trasgresiones tropiezan con escasas resistencias porque, según sea la edad del niño, no se han erigido todavía o están en formación los diques anímicos contra los excesos sexuales: la vergüenza, el asco y la moral. En esto el niño no se comporta diversamente de la mujer ordinaria, no cultivada, en quien se conserva idéntica disposición perversa polimorfa

    Freud sostuvo el carácter perverso polimorfo del niño y añadió algo más, esa disposición se efectúa a partir de la relación que el infante sostiene con el otro, con el otro de la primera dependencia, incluyendo en la escena de seducción infantil no sólo al padre sino también, y de manera específica, a la madre. Esa descripción conlleva una consecuencia: si el cachorro humano no pasa por ese desfiladero muere, entra en marasmo neurológico[7], sin seducción muere, con ella vive una vida con inhibición, síntoma y angustia. Por otro lado el niño está ubicado como una mujer, es decir como el objeto sexual por excelencia, incluso para el caso de las mujeres, de los hombres, de los discapacitados y discapacitadas, de las vidas lesbianas y homosexuales. Aquí se revela un dato, la “seducción” no encontraba diques ni en el “niño” ni en la “mujer ordinaria”. No hay evidencias ni clínicas ni doctrinarias para eximir de tal condición al resto de los humanos vivan como vivan su identidad sexuada, tengan la edad que tengan, sea y cual sea su nivel cultural.

    El hallazgo freudiano respecto de la seducción fue notoriamente modificado por Jacques Lacan cuando formuló su estudio respecto de la función del espejo en la constitución del Yo humano en la experiencia del análisis[8]. Esa investigación clínica partió de los estudios sobre el tema especular de la psiquiatría de su época[9] y, a consecuencia de su curso, Jacques Lacan describió y reveló la estructura singular del régimen de la libido entre los humanos: la libido proviene del objeto e inviste a los sujetos, ya no se tratará más del individuo cubriendo con “su” libido los objetos, por el contrario será el objeto libidinoso quien lo cubra, lo enviste e inviste de actividades sexuales, eróticas, desiderativas. El objeto es la fuente de la seducción que atrapa al seductor y no a la inversa. Se encuentra localizado aquí un obstáculo para dos premisas mayores: la seducción desde afuera y la manipulación. Esas son las premisas para incorporar la actividad sexual, erótica al terreno jurídico, el derecho penal en particular.

    La seducción cuando se despliega en actividades eróticas de las que participan infantes, adolescentes con la presencia de adultos toca aspectos sensibles para el lazo cultural, a tal grado, como más adelante lo desplegaremos, esa sensibilidad ha sido recuperada por el sistema jurídico e ideológico del Estado. Los tiempos de la biopolítica estatal, tiempos que reemplazan al régimen paterno, están llevando a cabo un cambio en la sexualidad; ésta se desplaza desde las articulaciones singulares y privadas entre humanos a ser la materia primordial de un régimen del derecho penal, con la consecuencia de generar los lugares de víctima y victimario. Ese nuevo régimen da lugar a modificaciones que en su extremo comprometen la actividad misma del psicoanálisis en su clínica, baste con recordar que son ya muchas los ordenamientos penales de diversos países donde quienes reciben pacientes –psicólogos, psiquiatras, pedagogos, psicoanalistas con niños, psicoanalistas- están obligados por la legislación penal a denunciar a las autoridades si uno de sus casos cae dentro de lo que se conoce como “abuso sexual”. Si no lo hacen pueden ser acusados de complicidad. ¿Cómo podría en tales condiciones, si tal fuera el caso, desplegarse el análisis de un infante “afectado” por tales eventos? Los analistas no estamos al amparo de ese horizonte jurídico que promueve en el paciente descargar sobre su analista un acto jurídico en lugar de una transferencia. Esto no es nuevo tenemos ya un antecedente histórico que dio lugar a un texto de Sigmund Freud: ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (1926). El texto surge a partir de una querella jurídica iniciada por un paciente paranoico impulsado por la asesoría de la embajada de EEUU en Austria, iniciando así un juicio contra T. Reik. Conviene anotar que la UNICEF, ha declarado sin preámbulos que “la infancia es el mejor capital que los países tienen para su futuro”, avalando los avances que la institución del Estado efectúa, día con día, para tomar en sus manos la vida de los infantes.

    ¿Cómo hacer frente al tema de la sexualidad y la práctica erótica con niños en el ejercicio del psicoanálisis? Indiquemos un primer dato a tomar en cuenta: los practicantes de la pederastia no llegan al diván. Quienes les toca sostener esa práctica como estilo de vida, si consultan, no lo hacen por esa razón, como por ejemplo suelen hacerlo casos de exhibicionismo sintomático reportados con frecuencia en la literatura analítica. Quienes tienen esa forma de vivir la vida erótica consideran que al respecto no tienen nada de qué curarse, así lo declaraba un pederasta para Discovery Channel, EEUU, en un documental al respecto. Una situación semejante se encuentra en los casos de locura, psicosis si se quiere, el loco reconoce estar enfermo de muchas cosas, salvo de una, la locura, él no se considera enfermo de eso y no tiene de qué curarse allí. Comprobamos que el único que tiene la estrafalaria fantasía de cambiar su origen es el neurótico, recordemos la extraña “queja” de Ferenczi ante Freud por no haberlo curado en profundidad. En la literatura psicoanalítica no se encuentran casos reportados, es decir, escritos de psicoanalistas respecto de pederastas en su diván. Hacemos una observación de orden etimológico sobre el pederasta:

    Del gr. «paiderastés», comp. con las raíces de «pais, paidós», niño, y «erastés», amante. (Diccionario de uso del Español de Maria Moliner)

    El pederasta es el erastés, el amante, de un eromenós, un amado, o sea el amado en este caso es un infante. Éste es considerado por el erastés como portador de un objeto agalmático. Recordemos que los portadores del objeto, de acuerdo a los testimonios del libro de Carlos Fazio se encontraban en estado de desamparo: o toman ese amor o se desamparan más aún. Es una disyuntiva formulada por Hegel, ¡La bolsa o la vida!, no todos tienen la oportunidad de elegir, defender la bolsa y perder la vida ¿Quién puede lanzar la primera piedra ante esa situación? De ahí el peligro que acecha a las “víctimas” cuando el mundo “psi” se lanza a difundir sin ton ni son, un supuesto carácter “obligatoriamente” traumático de esas experiencias.

    Mientras la posmodernidad demanda involucrar, con una gran presión social y estatal, al psicoanálisis y al psicoanalista en la atención de casos que son referidos con la designación de “víctimas de abusos sexuales”. Esa designación, como muchas otras, suele hipotecar la posibilidad de un análisis para alguien que haya tenido esa clase de experiencias. La victimización condena a la víctima al lugar eterno de ser eso, y sólo eso, consagrado, por otros, a servir de sacrificio rendido, entre otros, al llamado victimario, esa posición recorta una de las figuras del sufrimiento organizado para que el Otro goce. Tales enigmas son documentados, hasta el exceso, por el texto objeto de este comentario.

    Una “erótica” en el nombre del padre

    El libro de Carlos Fazio, En el nombre del padre. Depredadores sexuales en la Iglesia (Océano, México, DF, 2004), es un testimonio actual, el autor es un hombre de la época de los derechos humanos. Derechos erigidos para levantar un dique al goce de nuestros cuerpos. Un dique construido ante las fallas en las protecciones provistas por la función paterna[10]. Esos derechos fueron desplegados en Occidente a partir de la cruenta experiencia de los campos de concentración nazis. Allí nacieron dos cosas a la vez: los derechos humanos y la instalación de un lazo social pos humano.

    Los derechos humanos tienen dos filos, de un lado protegen y del otro en su nombre y con su practica, hoy, se condena a las culturas diferentes para ubicarlas como las próximas “beneficiarías” masoquistas de la imposición de esa legislación; masoquistas pues se enfrentan a la incorporación forzada a otro sistema y como el masoquista buscan ser “rechazados” por ese Otro. Esas culturas son castigadas por rechazar activamente lo que se considera serían sus derechos[11]. Un trato semejante reciben las declaradas “víctimas” debido a que en nombre de su bien, se les impone ese carácter, más la obligación de vivir tal o cual trauma “psíquico”.

    Fazio escribió solo:

    Cuando el escándalo, que obnubila el juicio, ha, de hecho desaparecido de la escena pública…por lo que el problema central puede ser visto –es decir abordado-…gracias a la ausencia del alboroto mediático.

    El alboroto de los medios hace pareja con la “opinión pública”, esa pareja nos muestra el caso más notorio constituido por el goce de la desgracia ajena[12]. Esos medios funcionan hoy en sustitución o en un intento de subsanar el déficit, falla o desaparición de las instituciones de la cultura, hecho subrayado en 1938, por el joven Jacques Lacan en su artículo Los complejos familiares. Los medios subsanan a su manera y con sus intereses singulares una falla estructural de las instituciones: la pérdida de la mediación entre el Estado, la sociedad y los ciudadanos que la habitan, en particular, en las grandes ciudades. Los medios y la opinión pública afectan al lazo social con sus formas intangibles: son una parte de la mano invisible del mercado, y también una realización sui-generis de la figura del Otro, esa es su grandeza, esa es su miseria[13]. Nuestro país acaba de vivir unos de sus episodios más cruentos: la instalación del homo zaping con unos medios que hacen del goce de la desgracia ajena su plus valor. ¿Cómo se diferencia el linchamiento de la delegación Tlahuac del DF del circo Romano o las ejecuciones públicas del Dr. Guillotine? ¿Se trata allí del goce estudiado por la clínica analítica? ¿Será así?

    El sexo, el erotismo en tiempos de la muerte de Dios

     “En el nombre del padre…” aborda varios aspectos, nos detendremos en uno de ellos para llamar la atención: el ingreso de la sexualidad y del erotismo al orden penal, y su inclusión en el orden jurídico. Al libro le sirve de marco la práctica milenaria del amor en el seno de la Iglesia. El amor es una experiencia vital y mortal a la vez, no es lo uno sin lo otro. En la creencia religiosa, en particular, en la Iglesia Católica, los miembros de las comunidades eclesiásticas ponen en juego una práctica del amor para sostener la creencia o la creencia es el resultado de un estado de enamoramiento. Baste con subrayar que Padre y cuerpo de la Madre no son sólo metáforas del amor místico.

    El amor es al mismo tiempo dos cosas:

    Todo en amor es triste, más triste y todo es lo mejor que existe

    Y para vivir, sabemos:

    Que el amor es todo, es todo lo que sabemos del amor.

    El amor es una forma de practicar la sublimación de un deseo, es su vía para que allí se de una singular de satisfacción. La vida en la tierra no es un paraíso por suerte y para desgracia de quienes la habitamos. En ese contexto se despliegan los acontecimientos de “abuso sexual” o de “depredación sexual” tratados en el libro.

    El amor y el odio no pueden excluirse si se pretende estudiar y analizar la “pedofilia”, “paidofilia”, “pederastia”, términos desplegados en ese libro. Es chocante localizar la eficacia del amor en esas prácticas, pero la dificultad no se salva excluyendo la presencia allí del amor, el amor incluye esas prácticas. Tales prácticas no parecen registrarse por fuera del universo humano. El texto contiene una basta documentación, entre otros, los testimonios de quienes vivieron esos episodios. Eludir, excluir, reprimir el amor y el odio hipoteca cualquier estudio crítico, y al mismo tiempo, incluirlo da lugar a reconocer su presencia sin por ello avalar, proponer o justificar esa o ninguna otra forma de amor, es solo analizar. Serán otras las instancias sociales o ideológicas o morales o éticas que dictaminaran juicios, condenas o absoluciones.

    El subtitulo del libro contiene el término “depredadores”. Etimológicamente el vocablo hereda tanto el costado de robo, como su relación el predio y el goce del mismo. En la actualidad su empleo es frecuente en los territorios de la caza animal. El arte de la caza tiene una estructura singular: el depredador, el cazador atraído por su presa no puede dejar de hacer otra cosa que perseguirla para cazarla, siendo, en ese movimiento, cazado por ella[14]. Esa escena se muestra en la pintura del Renacimiento Italiano en sus alegorías de la rana y el alacrán, así como los cuadros donde Cupido, el amor, es una figura de la caza, que al flechar enamora y hiere al mismo tiempo; también es Cupido quien cae rendido ante Psique, el cazador seducido por su presa termina cazado por ella. La caza es una escena del amor por la presa que hace presa al cazador, se trata del cazador cazado, vieja forma conocida por la práctica de la paranoia, el perseguido perseguidor. El tema del amor y de erotismo como escena de la caza fue tratado por Jacques Lacan en varias sesiones de su seminario oral, 1960-1961, inédito: La transferencia, en su disparidad subjetiva, su pretendida situación, sus excursiones técnicas.

    Los llamados pederastas, al parecer, no pueden dejar de someterse al atractivo que sobre ellos ejercen los niños o púberes que adquieren el valor de objetos eróticos. Conviene hacer una precisión: la antigua tradición de la pederastia griega o romana no guarda relación alguna con las actuales prácticas que reciben ese nombre, como lo señalan estudios de miembros de la comunidad homosexual[15]. Nótese, otro carácter de esa época, allí no existía la condición de posibilidad del estadio del espejo, tal como Lacan lo descubrió en la clínica analítica, faltaba un elemento real, el espejo que sólo apareció como tal a partir de los artesanos de Murano, Italia, alrededor del mil quinientos de nuestra era. No se trata sólo de un dogmatismo lacaniano, sino de que el estadio del espejo requiere condiciones para ejercer su régimen, verbg., la generalización a través de todos los estratos sociales del espejo. Este hecho sed realizó en Occidente a partir de 1869: fabricación de espejos en condiciones de reflejar al cuerpo humano, y de su instalación generalizada en el conjunto de los hogares. La palabra “espejo” localizada en los textos griegos y romanos no basta para suplantar al objeto real y producir un objeto imaginario, el simbólico tiene límites ¡Aunque usted no lo crea!

    En la época greco-romana, la pareja hombre-mujer no era objeto de celebración, ni de tanta celebridad, la cultura valorizaba en particular el paradigma de la pareja hombre-hombre, al margen de que la relación entre ellos sea del orden de la iniciación erótica o de la amistad masculina, hechos mostrados por vez primera en el cine comercial con el reciente estreno de la producción de los EEUU: Alejandro. Esas condiciones se modificaron a partir de la poesía de los trovadores en el siglo XI, fecha que coincide con la invención de una forma del amor en Occidente. Así como el sadismo, el masoquismo -Sade, Masoch- revelan la eficacia de la literatura para inventar formas subjetivas de la vida cotidiana, ¿será acaso el amor un invento de la poesía cantado por los trovadores? La gente se enamora de esa manera pues escucho hablar del amor, sino lo escuchan no tienen condiciones para enamorarse, de manera semejante a un psicoanálisis, se lo emprende a condición de haber oído hablar de él.

    Consideremos un hecho, si bien la religión católica fue desplegando la práctica del amor, en particular, hacia la Virgen Maria, misma que levantaba un fuerte rechazo a la cultura heterosexual. El cristianismo vivió un lapso importante privilegiando el amor hacia “una” mujer, quizás otra forma de “La” mujer, aquella que estuvo en relación con Dios, para el cristianismo, en su faz doctrinaria, se trataba del verdadero amor. Los hombres de la Iglesia fueron los primeros en oponerse a la cultura heterosexual. San Pablo afirmó la preeminencia del celibato sobre el matrimonio, los Padres de la iglesia valoraban la vida eremítica y la monástica, es decir, una vida entre hombres, donde la mujer, un ser concupiscente, y de la que era necesario huir. Baste con recordar a los doce apóstoles, todos hombres. Maria Magdalena no era convidada para esos comensales.

    Regresemos al tema del objeto erótico que cada quien porta. El valor de objeto erótico opera al margen del conocimiento o ignorancia del portador del objeto. Así las niñas o niños, como cualquier otro ser humano, pueden portar un objeto erótico que atrae a otro humano. La violación, en su antigua acepción, es el caso paradigmático que confirma esa disposición. Allí no se trata de una erótica compartida o compartible sino del uso de la fuerza física como atajo para ahorrarse la seducción y sus juegos; juegos en los que se gana o se pierde. A esa apuesta le huye el violador y cuando se condena a la “víctima” a sostener ese lugar se la deja sin su única protección: la de un saber no sabido, portar un atractivo erótico para otro u otra. Con ese saber no sabido es factible hacer algo, como lo revela la cura analítica, caso por caso. Así lo ilustró Freud al dejar hablar al “hombre de los lobos” quien ante el trasero de la muchacha de servicio se ponía a aullar more ferrarum[16].

    Volviendo a la práctica actual de la pederastia, es una delicada y difícil experiencia, tal como lo subrayaba Michael Foucault, a quien no se puede acusar de tener prejuicio moralistas o de practicar alguna forma de pastoral laica o religiosa de las almas. En el curso de un diálogo propone a sus interlocutores un tema:

    Hay actualmente en Francia una Comisión de Reforma del Derecho Penal…Sorprendentemente, decidieron telefonearme. Y me dijeron: estamos estudiando el capítulo de la legislación sobre la sexualidad

    Foucault cambió su posición al aceptar las preguntas, ya no mantiene una postura:

    Que ha sido, por otra parte, la mía durante largo tiempo y que ya no suscribo, que consiste en decir: para nosotros, nuestro problema es denunciar y criticar; que se despabilen con su legislación y sus reformas. No me parece una actitud justa.

    Con ese cambio del punto de vista aborda los interrogantes:

    En todo a lo que concierne a la legislación sobre filmes, libros, etc.,…no hay problema. Creo que se puede afirmar que la sexualidad no pide ningún tipo de legislación, sea cual sea. Bien. Pero hay dos dominios que son problemáticos para mí. El de la violación. Y el de los niños.

    Foucault afirma un hecho, el amplio campo de la literatura sexual –desde el erotismo hasta la pornografía- no pide ni requiere de ningún tipo de legislación, no hay materia para legislar, pues en caso contrario se abren las grandes avenidas para el amor del censor. Gracias a esa afirmación distingue dos dominios para él problemáticos: la violación y el sexo con niños. David Cooper, psiquiatra inglés, fundador del movimiento antipsiquiátrico, participa del diálogo y narra el caso de Roman Polanski, acusado en los EEUU de abuso sexual de una menor con quien llevo a cabo una practica de la sexualidad anal, oral y vaginal y la chica no aparecía traumatizada, telefoneó a una amiga para narrarle su experiencia, su hermana escuchó la llamada detrás de una puerta. A partir de esa “escucha” se puso en marcha el proceso. Cooper añade, “Allí no hubo lesiones…Parece ser que la chica gozo con sus experiencias” (Michel Foucault, Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, Alianza Editorial, H 4228, Madrid, 2004. Encuentro publicado en la revista Change, 32-33, 1977, bajo el título de Encierro, psiquiatría, prisión., pp.130-131).

    Tras escuchar el relato de Cooper, Foucault agrega:

    Por lo visto consintió…Al contrario, el problema se plantea tanto para los niños como para la niñas cuando se trata de seducción, el problema del niño seducido. O que se trata de seducir ¿es posible pedirle a un legislador que diga: con un niño que consiente, con un niño que no rechaza, se pueden tener no importa qué forma de relaciones, esto no atañe para nada a la ley?

    Luego en tono condicional sostiene:

    Me atrevería a decir: desde el momento en que el niño no rechaza, no hay ninguna razón para castigar nada

    Los cambios de posición, la delicadeza, el cuidado y las cavilaciones de Foucault revelan que el tema no es simple, en efecto cada matiz cuenta para hacer un distingo y mantener una diferencia clínica relevante para quien vive esa experiencia: la distancia que separa una actividad erótica de una violación. En psicoanálisis están dadas las condiciones para distinguir entre la imposición y la obligación, por ejemplo, un análisis se le impone a tal o cual sujeto, mientras que si se lo obliga no puede analizarse. Foucault específica que consentir es no rechazar la actividad erótica, se trata de abordar preguntas surgidas de la actividad erótica, no se trata de un terreno del conocimiento, sino del orden de la experiencia y de cada una de las experiencias alejadas del marco universal y general de una legislación. Cada experiencia da un testimonio para analizar. El sociólogo francés se cuida de no generalizar el tema del “consentimiento”, no sólo por su vecindad con Witgenstein, así lo testimonio de manera trágica para nosotros su propia experiencia, eso le costo la vida; en la práctica erótica no funcionan los “consentimientos” contractuales, que, p.e., sí operan en la práctica de la prostitución: el cliente y el o la servidora pactan las condiciones y límites del servicio a prestarse.

    El libro de Carlos Fazio a pesar de su tono no denuncia nada, tampoco ataca a tal o cual institución: su género es el testimonio, es un tesoro documental sobre un tema a interrogar: el erotismo en la Iglesia bajo su forma de actos sexuales donde participan niños o púberes. Su obra ofrece el testimonio documentado de una situación que atraviesa a la posmodernidad, estilo pocas veces practicado en el medio periodístico, estilo que también carga con los prejuicios de ese medio. La tarea emprendida tiene una sólida estructura basada en documentos y por eso quizás, será para quienes se interesen, una plataforma para lanzar estudios donde las mitologías urbanas tomen el lugar que les corresponde. En la documentación adquiere relevancia los testimonios de quienes vivieron esos momentos y los narran. El sacerdote Marcial Maciel por motivos que no están del todo claros no ofreció su testimonio, y en esa y solo en esa dirección, nos enfrenta a un hecho reiterado en estos casos, en el lugar del victimario otros hablan por él, de él y de lo que a él se le atribuye, es decir, si ellos tuviesen algo que decir no pueden hacerlo, su palabra será tomada en su contra, como reza la advertencia que el buen policía de la serie americana le recita al prisionero “todo lo que diga desde este momento puede ser utilizado en su contra”. En esas condiciones, mismas que no coinciden exactamente, según se afirma con el sacerdote mencionado, ¿Quién se atrevería a dar curso a la palabra? ¿Será esa condición la que conduce al suicidio a muchos de los acusados de pederastia? El filme documental Retrato de la familia Friedman muestra la fabricación jurídico-policíaca de un caso de pederastia; fabricación denunciada por dos de los tres hijos del acusado, quien se suicida, no sin antes aceptar, como lo ya lo había aceptado del montaje jurídico policial que él ejercía esa práctica. Añadimos, uno de esos dos hijos, es en la actualidad el principal animador de fiestas infantiles de la ciudad de New York.

    Una erótica en el mundo desencantado

    Los ex legionarios toman a su cargo testimoniar de lo que les ha tocado vivir. Testimonios ¿de qué? De vivir en un mundo desencantado como subrayó Max Weber. Un mundo cuyo desencanto incluye y afecta el terreno de la erótica sexual ejercida en el nombre del padre. En efecto sus testimonios muestran que el sacerdote invocaba al Papa como forma de autorizarse para proponer y sostener ante sus discípulos las prácticas que luego ellos denunciaron. Esa invocación no dejo de tener efectos disuasorios sobre cada uno de ellos, en la medida de que su amor hacia el Santo Padre era compartido, al pie de la letra ellos participaban a partir del amor al Padre. Los testimonios no dejan de subrayar la búsqueda desesperada del Padre Ideal –valga la redundancia- que los ex seminaristas experimentan, por eso aún hoy esperan una repuesta de su Santidad, por ello a pesar que algunos abandonaron los hábitos, continúan siendo creyentes, incluso, quizás, más que antes. Aquí tenemos un nudo para estudiar en un caso, la forma que adquiere la versión del padre, muy cercana a la perversión del padre.

    El desencanto, la perdida de la creencia se produce en sociedades laicas compuestas por una masa de creyentes; creyentes para los cuales, el quehacer cotidiano les muestra la desaparición del lazo religioso como hecho público. Es decir, una de las tres religiones monoteístas, la católica, ya no ofrece ligazón social: la creencia se convierte en un hecho cada vez más privado. Los encantos de la creencia señalo Sigmund Freud (El malestar en la cultura, 1929) han comenzado a perder eficacia pues los humanos gracias a la vía de la ciencia tienen acceso a las potencias reservadas con anterioridad sólo a los dioses. La Iglesia Católica de México discutió la autorización de la “pastilla del día después” basando su objeción en argumentos científicos relegando, sin saberlo, la teología al desván, lo mismo hizo respecto del uso del condón. Los humanos han sido convertidos en un dios individual y privado, con o sin su voluntad.

    La muerte de Dios no es sólo filosófica como el anuncio de Nietzsche en La gaya ciencia, la muerte de Dios, también incluye la muerte del sistema de la paternidad, por ende de una forma de ejercicio de la función del Padre y de la Madre, debido a esa situación en la vida diaria, estamos ante un duelo no efectuado por su muerte, duelo que la humanidad realiza a regañadientes. Llevar a cabo ese duelo y su entierro no es proponer ninguna forma de ateísmo, es, quizás, el último y necesario acto de reverencia y respeto a quien, en el pasado nos dio tanto de lo bueno y de lo malo. Ese duelo implica consecuencias para la vida sexual, erótica, reproductiva: inhibiciones, síntomas y angustias. Incluso a consecuencia de él y con él se eleva una angustia de nuevo tipo pues el creyente ya no cuenta con la protección que la culpa otorgaba cuando uno estaba en falta con Dios. ¿Y entonces cómo se enfrenta hoy a la angustia tan cercana al punto del deseo?

    Las consecuencias impactan en las condiciones ya de por si singulares y difíciles que cada ser humano tendrá que experimentar ante la vida sexual, erótica, como lo documenta el texto. Señalemos, el encuentro de cada humano, con la vida sexual y erótica, se produce en un “mal” lugar para todos y para cada uno desde la infancia hasta la adultez, si es que este último estado existe para alguien. Ese mal lugar se llama nacer de padre y madre. El biopoder intenta construir mediante el expediente judicial un “buen” lugar, para terminar con la locura de haber descendido al mundo de un padre y una madre, quizás por ello, en la actualidad los recién nacidos no vienen al mundo, se caen en él, carecen del anterior sostén. La secta de los raelinianos, delirantes o no, lo dicen con claridad, con la clonación se resuelve el enigma de la muerte y se acaba, según ellos, con un tipo singular de locura: la locura de haber nacido del encuentro cadenciado de dos pelvis en movimiento, dos cuerpos gimientes enlazados de lo que luego serán una madre y un padre.

    Tomando en cuenta estas consideraciones leemos algunos términos que Carlos Fazio subrayo localiza en su investigación: abuso; pedofilos; pedofilia criminal; abusadores criminales/seriales; delitos sexuales; masturbación, traumas “psíquicos” o “psicológicos”. Ellos muestran el elemento jurídico criminal que pretendemos subrayar.

    El pasaje de la paternidad a la justicia del equilibrio con vendas

    A partir de 1980 como consecuencia de los movimientos feministas, y paradójicamente de sectores conservadores opuestos a ese movimiento, en las instancias jurídicas se produjo un cambio frente a la sexualidad y los delitos “asociados” con ella: se criminalizo la sexualidad al pasar del terreno de las “ofensas a la moral” o “a las costumbres” al “régimen del sexo”. Su antecedente proviene de cambios introducidos en los años previos: reconocimiento de la igualdad entre hijos naturales y legítimos; salida del adulterio de la legislación penal; avances en la despenalización parcial o total del aborto; el concubinato dejo de ser ilegítimo. Es paradójico, no se puede estar en contra de esos cambios que afectaban a muchos humanos, y sin embargo, el “bien” que trasportan no elimina alguna de sus consecuencias.

    El sexo jurídico acompaña el paso en la reproducción humana, paso dado gracias al concurso de la ciencia consistente en separar el sexo de la procreación. Una consecuencia fue desexualizar el matrimonio, como lo señala la jurista Marcela Iacub[17], jurista, a quien seguiremos en nuestro recorrido. Con esa separación el sexo ingreso al orden penal, se decreta sin demasiado pudor la existencia de Los derechos sexuales, donde se prescribe quien los tiene, quien no, quien los puede ejercer, a quienes les deben ser dosificados pues fueron declarados “incapaces”, “débiles”. Es notable que esos derechos adjudiquen el estatuto de “ser incapaces”. Esta práctica proviene del tratamiento cartesiano –la ciencia- y el jurídico dado a los alienados. La jurista nos informa de un cambio en lo jurídico:

    En el Derecho contemporáneo, la muerte no es el único mal absoluto; a su costado, esta el crimen sexual. Desde hace más de 15 años, los violadores, en una media, casi son condenados de manera más pesada que los asesinos y los violadores.

    Al menos en Francia cerca de la miad (48,1%) de las condenas pertenecían a crímenes sexuales. En 1999, los condenados por estos crímenes eran 20% de la población carcelaria. Esta incorporación al orden jurídico de lo sexual sigue muy cerca un hecho más que sorprendente: en Occidente asistimos a la separación de la sexualidad de la procreación. Así hoy día, en muchas sociedades, no habría persona que pudiese impedir a alguien procrear por las llamadas vías naturales, tampoco habría persona que lo podría imponer. Eso implica que un elemento constitutivo del Ideal de Yo para algunas mujeres en anteriores lazos sociales, la maternidad, está de salida o cuando menos alicaído. Es necesario ubicar que la penalización jurídica del sexo tiene una singularidad: el carácter positivo, por ejemplo, si alguien quiere impedir a determinada ciudadana o ciudadano, la práctica de una actividad sexual, esa persona puede ser requerida jurídicamente por violación de domicilio, por golpear y herir a alguien, pero no sería juzgada como un crimen de origen sexual, la diferencia entre uno y otro, al menos, en Francia son 15 años.

    El régimen jurídico traslado el trato dado a la locura a la actividad sexual. Así lo muestra un caso cercano, el funcionamiento de la Cárcel de Guantánamo, Cuba, por el ejercito americano, para retener a los “terroristas” se basa en el tratamiento dado a los locos considerados irresponsables. En el actual lazo social asistimos a la desaparición práctica de la psiquiatría, de los hospitales psiquiátricos y ello se acompaña de la extensión del tratamiento de la locura generalizado sobre la vida cultural. (Caso del alcoholismo, psicosis u otras anomalías de los padres, etcétera) Ese traslado se inicio con una nueva figura penal: la violación en el matrimonio (1980) – tema cuya aprobación y debate en el Congreso de México espera ser leído y estudiado. En el código penal del DF, aprobado el 16 de julio del 2002, se encuentra ya incorporado en los artículos 174, 175, 176, 179.

    En 1980 en Francia, en forma rápida y simultanea en otros países, se introducen cambios en la vida cotidiana: el concubinato dejó de ser considerado ilícito o contrario a las costumbres; la contracepción y el derecho al aborto, la igualdad dada a los niños legítimos y naturales, la posibilidad de efectuar investigaciones para localizar la paternidad; en 1975 el adulterio sale del campo del derecho penal. Se instala un procedimiento por el cual bastas esferas de la vida salen del orden matrimonial. En este marco comienza a ser objeto de cuidado el acto sexual y no sólo el acto sexual en el matrimonio, llegando a que la “virtud fecundante” del acto sexual se ha trasformado en fuente de derechos y deberes como lo reveló el caso del tenista alemán B. Becker, quien luego de una relación oral con una ex agente de la extinta KGB soviética, debió pagar por el embarazo, parto y manutención de un bebe producido por inseminación resultante del semen que ella supo guardar.

    En junio de 1992, se presenta un caso singular en Francia: se trata de dos esposos casados después de 14 años. Luego de 18 meses de vivir en recamaras separados por decisión de la mujer, una noche el marido penetra en la habitación y dice:”Te voy a violar” y luego pasa al acto. Ese día la mujer no dice nada, días después cuando su esposo reitera el acto, ella decide, no aceptar más la ley del matrimonio, y piensa que este hombre disponiendo de su cuerpo a cometido una violación. Los doctrinarios consideraban con anterioridad que los esposos realizaban sus encuentros sexuales mediante un consentimiento dado previamente por el hecho de haberse casado. Es notable y notorio que ese conjunto de medidas van en contra de un sistema de la paternidad ligado a la autoridad, a la tradición y a las costumbres mientras que hoy la paternidad está bajo la mira de la autoridad jurídica estatal.

    Carlos Fazio registra frases tales como “abusadores seriales”. Ella compara elementos sin ningún punto clínico de comparación. Mientras los “criminales seriales” cometen sus crímenes para saltar a la esfera pública y alcanzar un lugar de “prestigio” en la sociedad[18] , al contrario los acusados de pederastia rehuyen el espacio público y mantienen sus actividades en el ámbito íntimo hasta donde les es posible. Sólo los “accidentes” los hacen saltar a la esfera pública, produciendo así una situación semejante a los efectos en el público de los pasajes al acto de las formas de la locura.

    La pena de encarcelamiento de los “abusadores seriales” contiene un añadido, una pena complementaria, de carácter invisible y peor que la detención: la obligación de sostener tratamientos médicos-psiquiátricos- psicológicos de por vida o casi. Estos “tratamientos psíquicos” han aumentado a partir del fracaso de las “castraciones quirúrgicas” (aceptadas por los acusados) o de la “ablación química” dejada de lado luego de un pasaje al acto donde fue asesinada la “víctima” que se intentaba “proteger” con esa medida médica.

    Los elementos psiquiátricos- psicológicos e incluso, a veces, también psicoanalíticos colaboran para montar un procedimiento que conduce a una paradoja, cuyo carácter cómico sería saludable sino produjera efectos trágicos en los afectados. Se trata de la doble pena impuesta también a las “víctimas”. Esos tratamientos “psi” parten de una “teoría traumática” tan manipulada, traída, llevada y soplada a los oídos de las “víctimas”. Esa “teoría” previa a los descubrimientos de Freud sobre el trauma provoca una consecuencia fatal para los afectados. Veamos: Los llamados perpetradores sexuales fueron, se dice, la consecuencia de haber sufrido en su infancia “abusos sexuales”, es decir, cargan con una “vivencia traumática” y que entonces se dedican a “repetir”. Esa vivencia es la que también experimentan sus “víctimas”, y por consecuencia, las “víctimas” además de vivir lo que vivieron, pasan a ocupar el papel de “perpetradores potenciales” pues como vivieron esas experiencias las repetirán. Son “víctimas” de las cuales la sociedad debe protegerse por su peligro potencial debido a tal o cual estrambótica y absurda “teoría” del trauma.

    La recopilación de testimonios publicados en el libro desmiente esa teoría. A los ex legionarios no les ocurrió ni es la práctica de ninguna de las “víctimas de la depredación” atribuida al padre Marcial Maciel, al parecer, por el momento ninguno de ellos se dedica a hacerle a otros lo que ellos denuncian que Maciel les hacia. Lo cual genera un interrogante mayúsculo: ¿esa teoría es por lo menos incorrecta o ellos no sufrieron, según esa teoría, trauma alguno?

    No es descartable que, quizás, algunos de ellos, pueden estar atormentados a consecuencia de esas teorías “psicológicas” que inducen el temor de transmitir esa práctica a sus descendientes. Esa consecuencia iatrogénica proviene de los profesionales de lo “psíquico” puestos al servicio del campo jurídico-estatal. Añadimos, en muchas circunstancias los interrogatorios penales, así como los de los psiquiatras, de los psicoterapeutas y también de algunos psicoanalistas soplan a la “víctima” su condición de tal –las preguntas inducen las respuestas-, y también dibujan un “trauma” por el que “deben estar” afectadas y no se dieron cuenta. Un psicoanalista, George Melenotte, sostiene sin argumento clínico ni doctrinario alguno que las “los torturados por la policía gozan y ellos no lo saben”. Pregunta, si ellos no lo saben ¿Cómo es posible que él lo haya sabido?

    El libro revela el despliegue de una antigua y “bíblica” práctica sexual, erótica: la masturbación. Esa práctica estaría en el núcleo de los abusos que se denuncian. Convendría detenerse en que el supuesto carácter traumático no proviene de ella, todos los estudios al respecto han demostrado que el único trauma que ella producía era una consecuencia de las teorías delirantes sostenidas por la medicina y los médicos higienistas de fines del siglo XVII hasta comienzos del XX. Sólo cuando fue objeto de estudios e investigaciones críticas un texto de sabiduría delirante titulado Onania –primer edición en 1715,1716 la segunda, la tercera,1717 y una cuarta en 1718, en 1778 ya se acercaba a su vigésima segunda edición- su autor era anónimo, solo al ser objeto de estudios críticos se revelo su fraude delirante[19]. Freud estudió el caso del hombre de las ratas quien se masturba convocando al fantasma de su padre, mientras que el libro de Fazio relata un caso inverso : un padre los masturbaba para que lo masturbaran.

    La penalización de las prácticas sexuales arroja como consecuencia la extensión del terreno de la violación y de la noción flotante de “abuso sexual” reservadas sólo en una época a la violencia física para producir una penetración vaginal o anal, ahora se la extendió a todo el cuerpo, hasta llegar a producir una aberración: castigar los “móviles” y no sólo las “intenciones”. Llevados por teorías “psicológicas” o incluso “psicoanalíticas”, los juristas se despachan con la gran cuchara de la interpretación: ahora existe también la “violación moral” o “psíquica”.

    Las intenciones en derecho penal están establecidas, de manera objetiva y precisa, el móvil se mueve, es muy elástico, comprende elementos “psicológicos” que deben interpretarse. Sólo la Iglesia contemplaba que él hecho de que alguien pensará en tal o cual cosa, podría ser ya motivo de un pecado y por ende de un castigo. El Papa Juan Pablo II le enseña a su feligresía, que desear sexualmente a su mujer, a la del matrimonio, ya es una forma de pecar. Todo podría caer dentro de esa acusación en función de lo arbitrario de introducir una norma penal que requiere de interpretar los “motivos”, verbg.: el caso reciente del presidente de la comisión de arbitraje del fútbol en México, acusado de “acoso” por haberle hecho propuestas e insinuaciones a la mujer que saco bailar. ¿Quién llevo al baile a quién?

    Con el poder atribuido al estado y al derecho penal en el área de la sexualidad y el erotismo, quizás sin saberlo dejamos más desamparadas que antes a quienes sufren ante experiencias de por si complicadas, por ejemplo, condenarlos de por vida a no dejar su lugar de víctimas, y por el otro colaboramos sin saberlo en el establecimiento de un Estado de protección psicológica o psíquica cuyo modelo esta desplegado en la novela de Stanley Kubrick : La naranja mecánica, donde un “depredador“, luego de ser sometido a los “tratamientos” de electroshock y otros, termina integrándose a la fuerza policíaca, encargada de prevenir o cometer esos mismos crímenes. Es decir, avalamos, quizás, el abuso de olvidar a quienes sufrieron y sufren a consecuencia de esas experiencias. Las “víctimas” suelen ser olvidadas por sus protectores.

    Si esto parece exagerado, Carlos Fazio, en la página 260 de su libro transcribe un testimonio que conviene retener por sus consecuencias:

    El obispo de Aguascalientes, Ramón Gódinez, definió, a los curas predadores como “degenerados que no han crecido en su madurez…que se han desviado”. Godínez explicó en que consistían las sanciones a los sacerdotes degenerados:”Una semana de ejercicios espirituales, donde se incluya una terapia psicológica, sin dejar de considerar una fuerte sanción que puede llegar hasta el retiro del ministerio”…Pilar Sánchez, integrante de…Católicas por el derecho a Decidir, dijo que no se puede asegurar que haya sacerdotes “curados”, dado que los desordenes sexuales “requieren de un tratamiento permanente y no sólo de dos o tres meses”… El grupo Democracia y Sexualidad opinó que dada la magnitud del problema “resulta insuficiente ‘vigilar’ y realizar ‘pruebas psicológicas’ a los sacerdotes pederastas”

    Es insólita está coincidencia de personajes e instituciones con objetivos y propuestas tan distintas entre sí, ¿a qué se debe? quizás, en ese punto, lo s católicos tradicionalistas –la voz del obispo- y los católicos de la Iglesia de la Liberación- operan como la “opinión pública”. A la “opinión pública” no le interesa el que sus opiniones jueguen con las vidas presentes y futuras de los afectados, la opinión sólo se contenta con aplicar criterios a priori, el caso por caso no les dice nada, al contrario les da terror pues no soportarían escuchar la tan mentada “verdad” que reclaman. La voz de la opinión pública en ocasiones es la voz del amo, a quien la verdad revelada por tal o cual de sus lapsus sólo le produce inhibición, síntoma o angustia, y por lo tanto la desecha.

    Carlos Fazio recoge en una página anterior a la citada más arriba declaraciones de un alto dignatario del clero católico de México, una de las cabezas intelectuales de la curia, el arzobispo de Guadalajara, Juan Sandoval Iñiguez:

    El abuso de menores es un crimen sumamente grave, [que] empaña la belleza divina que se refleja en el rostro de los niños [y] mata su inocencia desde temprana edad…será castigado terriblemente por Cristo: “Cuidado con escandalizar a uno de estos pequeños, al que lo haga, más le valiera que le ataran una piedra de molino al cuello y lo arrojaran al marcos] (Marcos, 9: 42)(Página 256)

    Tenemos ante nosotros la pretensión de introducir la “solución definitiva” para un interrogante humano: la pena de muerte para los victimarios con un elemento peor aún, que esa pena arrastrará a las “víctimas” a sufrir el mismo destino, basta con leer y comprobar la alta tasa de suicidios entre los “victimarios”, a la par que es poco estudiada, por no decir negada, la tasa de suicidios involuntarios entre las “víctimas”. Debido al tratamiento que reciben las “víctimas” son conducidas a una sola forma de salir de ese sufrimiento, la muerte. No será hora de estudiar, como propone el autor y abrir las puertas para otras respuestas a esos interrogantes, respuestas que no son una solución pero que al menos no dejen a los participantes en el más cruel de los desamparos. Pues para un psicoanalista la cuestión no es reconocer cómo se forma tal o cual trauma, tal o cual constitución subjetiva, su interrogante, es cómo a pesar de ello, hay o no posibilidades de organizar un deseo que mantenga con vida a quien no retroceda ante él, haya tenido las experiencias que le haya tocado vivir.

    Alberto Sladogna,

    Psicoanalista, Tlalpan, México, DF.

    22 de diciembre del 2004.

    Teléfono 560644693

    <sladogna@mx.inter.net>


    [1] El anuncio del seminario incluía una imagen de sodomización con lo cual las buenas conciencias “ocultaban” el contenido de pastoral de su argumento. Baste confrontar la posición de Freud respecto del posible encuentro sexual de Marie Bonaparte con su hijo para medir la distancia del psicoanálisis con cualquier despliegue de una pastoral. El tema ha merecido un mejor trato en el filme “Almas al desnudo”,donde se muestra el caso de Sabina Spielrein con su analista C.G. Jung, el acto sexual no pareció afectar el fin de la cura, sino que quizás fue su forma de efectuación. 

    [2] Ver el boletín interior de la «Escuela lacaniana de Quito», Ecuador, febrero del 2004. L a coincidencia con las siglas de la “Escuela” a la cual pertenezco es sólo eso, una coincidencia. El argumento mencionado trataba de alertar sobre el “goce” del padre respecto de sus hijas o hijos, y desde allí lo extendía al analista y sus analizantes, quizás se trataba sólo de una demanda.

    [3] Gabriel García Marques, Memorias de mis putas tristes, Diana , Mondadori, México, octubre del 2004. La novela comienza con el siguiente párrafo: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen”, p.9.

    [4] Suplemento cultural del periódico La Jornada, noviembre, 2004

    [5] Carlos Fazio, En el nombre del padre. Depredadores sexuales en la Iglesia, Océano, México, DF, 2004. Este artículo recoge en parte nuestra intervención en la presentación del texto efectuada en nombre del 2004 en la Casa Lamm, DF., México.

    [6] Suplemento, El ángel, periódico Reforma, noviembre del 2004.

    [7] Rene Spitz, El primer año de vida, FCE, México.

    [8] La primera formulación de su estudio se denomino “Estadio del Espejo. Teoría de un momento estructurante y genético de la constitución de LA REALIDAD, concebido en relación con la experiencia y la doctrina del psicoanálisis” (3 de agosto de 1936). De ella sólo se conserva un resumen editada por el International Journal of Psychoanalysis . Luego se encuentra una versión escrita de 1949 con el título de El estadio del espejo como formador de la función del Yo tal como nos es revelado en la experiencia psicoanalítica (Escritos I, 1984). En sus Escritos hay no menos de cinco modificaciones y reescrituras de ese estudio, y en sus seminarios orales, algunos ya editados en forma de libro, las modificaciones abundan y señalan su presencia desde el inicio al fin de su enseñanza oral.

    [9] Indicamos la existencia en esos años de diecinueve artículos previos, otros sincrónicos y otros inmediatamente posteriores elaborados por varios de psiquiatras, amigos y colegas de Lacan que laboraban en la misma institución hospitalaria que él. En esa lista se puede incluir un texto de José Ingenieros, Clasificación de delirios de metamorfosis (1908), escrito al calor de sus experiencias clínicas en instituciones asilares de Buenos Aires, Argentina.

    [10] S. Freud en, Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis,[!933(1932)] Conferencia XXXI, volumen XXII , Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1978; Jacques Lacan, seminario oral inédito, 1966-1967, La logique du fantasme [La lógica de la fantasía].

    [11] Jacques Lacan, abordó un caso de este masoquismo al detenerse en la respuesta de los vietnamitas a la invasión norteamericana. Ver: Seminario oral, 1966-1967, inédito, La logique du fantasme [La lógica de la fantasía]

    [12] La figura del goce de la desgracia ajena como estilo de la opinión pública fue descripto por Ernst Wagner, un caso importante en la psiquiatría clásica, presente en la tesis de J. Lacan como el pastor Wagner. Ver: Anne-Marie Vindras, Ernest Wagner ¡Ecce animal!: Pastor, maestro, masacrador, dramaturgo, Colección de libros de Artefacto, México, DF, abril, 2002

    [13] Esa figura del Otro, como mano invisible, no sólo afecta hoy al campo de la paranoia, pues ella parece extenderse al conjunto social. Por otro lado es conveniente notar que Jacques Lacan, llevado por la vorágine del descubrimiento del registro simbólico, en varios de sus seminarios orales como Las formaciones del inconsciente (1957-1958) coqueteaba con el Otro como una máquina simbólica que no requería de un personaje a través del cual se realizaría su función.

    [14] David M. Halperin, Platon et la réciprocité érotique, Cahiers de l’Unebévue, Epel, Paris, janvier, 2000. En ese estudio llama la atención sobre las figuras de la caza y las articulaciones del arte de la caza, del cazador, de la presa, su reciprocidad e inversión de sus posiciones.

    [15] Ver: Louis-George Tin, L’invention de la culture hétérosexuelle, Les Temps Modernes, Paris, 624, mai/, juin/ juillet, 2003.

    [16] Sigmund Freud, Historia de una neurosis infantil (Caso del « Hombre de los lobos”),1914-1918. Allí Freud indica que “En el coito more ferrarum podemos ver, en efecto, la forma más antigua de la cohabitación desde el punto de vista filogenético. Más adelante volveremos sobre este punto, cuando hayamos expuesto el material referente a su condición erótica inconsciente.”.

    [17] Ver: Marcel Iacub, Le crime était presque sexuel et autres essais de casuistique, Epel, Essais, Paris, 2002.

    [18] Al menos esa es la hipótesis sostenida en los trabajos de la psicología y psiquiatría forense americana. 

    [19] Ver : Jean Stengers, Anne Van Neck, Histoire d’une grande peur, la masturbation, Agora, Paris, 1998.

  • De Sade a Freud: el mal como un deber kantiano

    De Sade a Freud: el mal como un deber kantiano

     Daniel Gerber

     En el comienzo de su texto Kant con Sade, Lacan afirma que la obra de Sade no se adelanta a Freud por el hecho de elaborar un catálogo de perversiones sino porque el tocador sadiano puede equipararse a aquéllos lugares que dieron nombre a las escuelas de filosofía antigua: Academia, Liceo, Stoa. ¿Cómo se justifica esta insólita equiparación? En todos estos lugares se piensa una nueva praxis y la teoría inherente a ella y el tocador sadiano es el espacio donde se produce una rectificación de la ética que prepara el terreno para el discurso de la ciencia, discurso que a lo largo de los siglos XIX y XX irá tomando la función de organizar la sociedad a partir de plantear la posibilidad de un Otro –la ciencia misma- que regule perfectamente el goce por medio del total sometimiento del deseo y, por lo tanto, de la exclusión del sujeto deseante.

     ¿Cuál es, en el caso de la elaboración de Freud, el papel de la rectificación ética sadiana?: “Si Freud pudo enunciar su principio del placer sin tener siquiera que señalar lo que lo distingue de su función en la ética tradicional, sin correr ya el riesgo de que fuese entendido, haciendo eco al prejuicio introvertido de dos milenios, para recordar la atracción que preordena a la criatura para su bien con la psicología que se inscribe en diversos mitos de benevolencia, no podemos por menos de rendir por ello homenaje a la subida insinuante a través del siglo XIX al tema de la “felicidad en el mal”[1]. Lo que puede hallarse en Freud es la constatación de que en los sujetos opera una ética de raigambre kantiana no sostenida por el principio de placer.

     Efectivamente, el principio de placer, en la primera elaboración freudiana, es el regulador del aparato psíquico y se define como una tendencia a la homeostasis, el equilibrio, la estabilidad; en una palabra, el bienestar del sujeto. Sin embargo, en 1920 aparece en la obra de Freud el “más allá” del principio de placer que tomará el nombre de pulsión de muerte. La idea freudiana de lo que mueve a los sujetos en sus vidas se transforma radicalmente y ya no es el bienestar la meta que se busca en la existencia. Esto puede leerse en Freud: “Eso mismo que el psicoanálisis revela en los fenómenos de transferencia de los neuróticos puede reencontrarse también en la vida de personas no neuróticas. En estas hace la impresión de un destino que las persiguiera, de un sesgo demoníaco en su vivenciar; y desde el comienzo el psicoanálisis juzgó que ese destino fatal era autoinducido[2].

     ¿Qué quiere decir esto? Esencialmente, que puede haber satisfacción en el mal. Como lo afirma Lacan: durante el siglo XIX se fue gestando una subida insinuante de la idea de que hay “felicidad en el mal” que prepara las tesis de Freud. En Kant y en Sade se produce un giro con respecto a la ética tradicional, la ética aristotélica. En particular, una ruptura con la ética finalista que propugna el dominio de las pasiones como condición para la obtención del bienestar, ética ésta de un corte finalista porque sostiene que el fin último es la felicidad, de modo que placer y felicidad equivalen al soberano bien. Para llegar a Freud será necesario un replanteamiento de esta concepción que va a producirse con lo que se puede llamar la ruptura kantiana y lo que se elabora en la obra de Sade.

     El fin del siglo XVIII marca así un viraje, la formulación de nuevas ideas que caminan por las profundidades hacia el final del siglo XIX. Este viraje es el apartamiento con relación a la tesis de la bondad natural del hombre que propugnaron los enciclopedistas. Así, el acento de la literatura cambia: desde el romanticismo hasta Baudelaire –que va a escribir justamente Las flores del mal– ya no se habla de lo bueno. Y aún cuando Fausto y Mefistófeles ya pertenecen a este giro, es en el siglo XIX cuando se asiste a una “diabolización” de la literatura en la que ya no existe ninguna posibilidad de armonía entre la criatura humana y el universo: el mal deja de considerarse un error, ahora es una necesidad.

     Hay que recordar que anteriormente, con base en postulados que se remontan a Platón, no se concebía una sustancialidad del mal. Para el filósofo griego nadie es malo voluntariamente: el mal no es sino un error sobre el bien, la consecuencia de cometer errores por no saber, concepción los progresistas de todos los tiempos han sostenido,. Pero al presentarse en el siglo XIX este crecimiento de la “felicidad en el mal”, éste último adquiere sustancia: la vida humana puede tener existencia – y no hay contradicción en esto- en el mal. Puede recordarse al respecto a un escritor francés del fin del siglo XVIII, Jules Barbey D’Aurevilly, que escribe Las diabólicas, un conjunto de seis relatos uno de los cuales se titula La felicidad en el crimen, porque la frase de Lacan que se comenta hace eco a ese título.

     El psicoanálisis es heredero de ese movimiento que pone énfasis en la inexistencia de armonía en la vida humana, de ese cambio radical con la concepción del siglo XVIII según la cual el hombre sólo puede ser en el bienestar, en armonía con el bien como sí existiese esa “atracción que preordena a la criatura” tal como lo pensaba Platón. El nuevo estatuto del mal llevará finalmente a Freud a hablar de un malestar en la cultura como constitutivo de ésta.

     Es posible la felicidad en el mal, por esto puede leerse en Lacan: “Que se esté bien en el mal, o, si se prefiere, que el eterno femenino no atraiga hacia arriba, podría decirse que este viraje se tomó sobre una observación filológica: concretamente que lo que se había admitido hasta entonces, que se está bien en el bien, reposa sobre una homonimia que la lengua alemana no admite: Man fühlt sich wohl im Guten. Es la manera en que Kant nos introduce a su Razón Práctica”.[3]

     Se pone así en cuestión lo que las éticas tradicionales sostienen: que se esté bien en el bien. La existencia de dos términos en alemán que aluden al bien –Wohl y Gutte– está en la base del replanteamiento porque hay una diferencia entre el bien como Wohl –cuya acepción es la de sentirse bien, la de bienestar- del bien como Gutte, entendido como un valor, como cuando se dice “hacer el bien”.

     El Wohl es la ley del bienestar. Dependería, en términos freudianos, del principio del placer. Para Kant la ley moral no puede basarse en él: la auténtica moralidad debe depender de un juicio que rebase el plano del bienestar propio o del otro, de tal modo que el bienestar (Wohl) no puede ser un signo del Bien (Gutte). La ley de la razón práctica debe imponerse a la conciencia en todos los casos, independientemente de las fluctuaciones de lo sentido, del pathos. Se trata de actuar no solamente según la ley lo impone: la acción no puede tener otro móvil que la ley en su enunciación.

     Así, la ley se impone según dos principios:

     El rechazo de todo patológico, es decir, de todo lo que se relaciona con los afectos, el amor, el odio, la ternura, la piedad. Lo sentimental no puede ser el criterio para el comportamiento: “La apatía es la condición indespensable de la virtud”, afirmará Kant.

     La ley se impone incondicionalmente, por la enunciación de su mandato, no por el enunciado de su contenido. No requiere de explicaciones que la hagan aceptable.

     La apatía propia del comportamiento moral no debe entenderse como una condición para la felicidad sino como lo incondicional mismo de la ley en tanto pura, despojada de todo interés por uno mismo y por el semejante, llevó a Freud a advertir la relación entre el imperativo categórico –el nombre que toma este mandato incondicional- y lo que él denominó super-yo. Este concepto designa a la instancia psíquica caracterizada no sólo como el “censor” interno sino como una exigencia insensata y feroz que se impone al sujeto sin admitir ningún tipo de pretextos para no ser cumplida: “el superyó, la conciencia moral eficaz dentro de él, puede volverse duro, cruel, despiadado hacia el yo a quien tutela. De ese modo, el imperativo categórico de Kant es la herencia directa del complejo de Edipo”[4]

     El super-yo tiene la forma de una exigencia de satisfacción absoluta, total, exigencia imposible por lo tanto de cumplir. De ahí que culpabilice sin contemplaciones y sin que el sujeto pueda saber de qué es culpable. El mandato del super-yo no admite ningún tipo de pretextos para eludir su cumplimiento. Por ésto es la perfecta encarnación del imperativo categórico kantiano: Du kannst, denn du sollst! (¡Puedes porque debes!). Como se advierte, este mandato puro de toda presencia de lo patológico exige lo imposible, de ahí su carácter obsceno y feroz.

     Es en este sentido que Lacan va a afirmar que la verdad de la pureza kantiana está en Sade. ¿Donde está el nexo entre ambos? En su seminario de 1959-60 titulado La ética del psicoanálisis Lacan va a señalar que, a pesar de su desprendimiento de lo patológico, Kant no puede dejar de admitir un correlativo sentimental de la ley moral que es congruente con sus características: el dolor. Cita para esto a la Crítica de la razón práctica: “En consecuencia, podemos ver a a priori que la ley moral como principio de determinación de la voluntad, por la razón de que va en detrimento de todas nuestras inclinaciones, debe producir un sentimiento que puede ser llamado el dolor. Y es éste el primero, y tal vez el único caso, donde nos es permitido determinar por conceptos a priori, la relación de un conocimiento que viene así de la razón pura práctica con un sentimiento de placer o de dolor”.

      Será aquí donde puede encontrarse la convergencia con el pensamiento de Sade. Particularmente en La filosofía en el tocador, escrito que es más o menos contemporáneo de la Crítica de la razón práctica, encuentra Lacan los argumentos que validarían su tesis: “La filosofía en el tocador viene ocho años después de la Crítica de la razón práctica. Si, después de haber visto que concuerda con ella, demostramos que la completa, diremos que da la verdad de la Crítica[5]. Lo que Sade viene a mostrar es que el mal radica justamente en la pureza de la ley misma; denuncia entonces la verdad del pensamiento moral de Kant: la crueldad esencial del Otro a quien es referida la ley, más allá de su apariencia neutral.

     En efecto, la ley moral, en tanto exige el rebasamiento del placer y la comodidad del sujeto, no puede concebirse sin una violencia ejercida sobre él, para mayor goce del Otro y, finalmente, del sujeto. Esta ley no es la del principio del placer: en La filosofía en el tocador Sade propone como regla de la sociedad absolutamente republicana que la abolición de la propiedad del hombre sobre el hombre vaya hasta la de cada uno sobre uno mismo y que el derecho al goce sea reconocido sin límites.

     Para comprender este postulado es preciso detenerse en la reflexión sobre el término libertino, que tiene un lugar fundamental en el sistema de Sade. De una manera general, se llama así al final del siglo XVIII a quien aparentemente procura no sujetarse al discurso dominante, a las creencias de la religión y a las reglas de las costumbres que se derivan de ella. Sade, si bien se califica a sí mismo como libertino, no cabe enteramente en esta definición: es más que un libertino en la medida en que sus escritos revelan la cara reprimida del libertinaje. Lo que la obra de Sade expone es la denuncia de la falsa libertad moral que exaltan los libertinos pues desconocen su sujeción a una instancia que los gobierna y propone una moral nueva, de estricta obediencia.

     El aspecto novedoso de Sade consiste en esto: allí donde los libertinos se contentan con promover la no obediencia a la ley moral establecida afirmando que “se puede tener placer, no está prohibido”, Sade franquea el límite del placer y propaga una ley moral más severa todavía que aquélla que coarta los placeres. Su orden es: “se debe gozar, es una obligación”. Obligación impuesta en nombre de la Naturaleza, que quiere gozar y prohíbe que cualquier cosa pueda poner algún obstáculo a su goce destructor.

     Para Sade nuestro deber, de esencia kantiana, es aniquilarnos para dejarle el camino libre a la Naturaleza. Así la ley podrá cumplirse. Es Dolmancé quien lo expresa claramente:

     “Siendo la destrucción una de las primeras leyes de la naturaleza, nada de lo que destruye podría ser un crimen. ¿Cómo podría ultrajarla una acción que sirve tan bien a la naturaleza? Esa destrucción, de la que el hombre se vanagloria, no es por otra parte sino una quimera: el asesinato no es una destrucción, quien lo comete no hace más que variar las formas; da a la naturaleza los elementos de que ésta, con su hábil mano, se sirve para recompensar al punto a otros seres; y como las creaciones no pueden ser más que goce para quien se entrega a ellas, el asesino le prepara, por tanto, uno a la naturaleza; le proporciona materiales que ella emplea inmediatamente, y la acción que los tontos locamente censura no es más que un mérito a los ojos de este agente universal”[6] .

     La Naturaleza, en Sade, reclama el crimen; tiene necesidad de cuerpos muertos para producir nuevos cuerpos. La ley establece entonces: es necesario destruir para poder crear. La justificación del crimen no se basa en la obtención del placer que éste podría procurar: el verdugo sadiano sacrifica su subjetividad al Otro sanguinario y exigente, se reduce a no ser sino una voz que enuncia la orden natural del goce y un instrumento apático que la ejecuta como funcionario celoso.

     Todos los comentadores modernos de Sade como M. Heine, G. Bataille, P. Klossowski, M. Blanchot, R. Barthes, han señalado el lugar determinante que ocupa el concepto de apatía en la obra de Sade. Así, Blanchot señala: “Todos esos grandes libertinos, que no viven sino para el placer, no son grandes sino porque han aniquilado en ellos toda capacidad de placer. Por ello llegan a espantosas anomalías, pues la mediocridad de las voluptuosidades les bastaría. Pero se han vuelto insensibles: pretenden gozar de su insensibilidad, de esa insensibilidad negada y se vuelven feroces. La crueldad no es sino la negación de sí mismo, llevada tan lejos que se transforma en una explosión destructora; la insensibilidad se vuelve estremecimiento de todo el ser, dice Sade: ‘el alma pasa a una especie de apatía, que pronto se metamorfosea en placeres mil veces más divinos que aquellos que les procurarían sus debilidades’”[7].

     En Sade el verdugo no realiza su actividad para obtener placer sino porque debe cumplir con un mandato del cual es el brazo ejecutor. Para esto se mantiene rigurosamente apático. Frente a su apatía es la víctima quien duda y plantea preguntas sobre lo que se quiere de ella, y como ignora la ley habrá que educarla: los textos de Sade tienen siempre un sesgo inequívocamente pedagógico. En ellos la víctima se divide entre cuerpo y palabra y sufre todo el peso de la angustia. La víctima del sádico no es el masoquista que busca gozar sino más bien aquél que se considera como el sujeto moral y es confrontado por la acción del verdugo con el horror del goce.

     El escenario sadiano pone así en cuestión la ley moral en su sentido tradicional, es decir, la demarcación entre el bien y el mal que ella realiza. La pone en cuestión porque la meta del personaje del marqués no es tanto “hacer el mal”, causar sufrimiento al otro, sino someterlo a un imperativo absoluto que no toma en cuenta ni el bienestar ni el pudor. Un claro ejemplo se puede encontrar en La filosofía en el tocador cuando el caballero penetra a Eugenia con su miembro monstruoso. En este momento se desarrolla este diálogo:

     “EL CABALLERO, sosteniendo con toda la mano su polla tiesa: ¡Sí, joder! ¡Es necesario que penetre!…Hermana mía, Dolmancé, sostenedle cada uno una pierna… ¡Ah, santo dios!¡Qué empresa!…¡Sí, sí, aunque tenga que ser atravesada, desagarrada, es preciso, rediós, que pase por ello!

     EUGENIA: ¡Suavemente, suavemente, no puedo aguantar!… (Ella grita; las lágrimas corren por sus mejillas…) ¡Socorro! ¡Querida amiga!… (Se debate) ¡No, no quiero que entre! ¡Si seguís, gritaré que me están asesinando!…

     EL CABALLERO: Grita cuanto quieras, pequeña tunante, te digo que tiene que entrar, aunque tengas que reventar mil veces”

     Se puede afirmar que lo esencial de Sade está aquí, en este “es necesario” o “tiene que”, porque se trata del “es necesario”, el “tiene que” del imperativo que no depende de la búsqueda de placer de ningún sujeto en partircular. Es el imperativo que es preciso cumplir sin consideración por el sufrimiento del otro, ni tampoco para obtener algún placer de él.

     Es claro entonces que el primero de los principios kantianos está presente en Sade: el rechazo por todo lo patológico, la renuncia a los sentimientos y la sumisión al imperativo de gozar. Lo mismo puede decirse respecto del segundo, el carácter incondicional del mandato, pues es la Naturaleza aquí, el Otro universal, quien exige el goce y el sujeto no es sino un mero instrumento apático que debe ejecutar esa orden.

     Sade revela así la verdad oculta de Kant: el lado oscuro, cruel del Otro de la ley que ordena el sacrificio de todos los sentimientos en nombre de la pureza del imperativo categórico. De este modo, Kant, leído desde Sade, abre el camino que llevará hasta Freud ¿En qué sentido? En la medida en que la gran tesis del creador del psicoanálisis sostiene que la característica fundamental del sujeto en tanto sujeto del inconsciente es su división: el sujeto está dividido pues más allá de la búsqueda del placer, del bienestar, la homestasis, está determinado por un imperativo que le ordena el goce sin consideración alguna por su bien en términos convencionales o incluso por su supervivencia.

     Este mandato llega incluso hasta el extremo de que cuando el sujeto renuncia a la satisfacción pulsional mortífera en nombre de la sensatez o el amor al prójimo, la pulsión se vuelve contra él causándole una culpa agobiante. Para el sujeto freudiano no es posible, pese a sus sacrificios, renunciar al goce, es decir, al mal: cuando lo hace, el super-yo acumula ese goce que él rechaza y, sea bajo la forma del imperativo categórico kantiano o del acusador kafkiano, lo considera siempre culpable. Portador de este “sentimiento inconsciente de culpa”, el sujeto experimentará la necesidad de expiación para obtener con ella el goce de ese mal radical que es el castigo.

     Este último es la manifestación de eso que se denomina el destino, concebido por Freud como una de las manifestaciones más características del super-yo. Una y otra vez el destino renovará el golpe hasta la consumación final de su obra. No hay pues otro mal que ese goce siempre culpable que horroriza y atrae a la vez, goce del que nadie podrá sustraerse enteramente, que empuja al sacrificio de sí mismo o del objeto. Es así como el imperativo categórico que Kant imaginó tan puro como el cielo estrellado aparece en Freud como la forma más radical de la satisfacción, la de la pulsión de muerte, el goce extremo de ser que se confunde con ya no ser.

     En conclusión: el mal es inevitable desde el momento en que hay logos, razón, discurso, orden simbólico que genera su más allá. Ahora bien, ante esta perspectiva, ¿existe algo que pueda instaurar un límite al avance arrollador del goce de la pulsión de muerte? La pregunta no tiene una respuesta precisa, más bien convoca al debate. Desde el psicoanálisis se puede señalar lo que Lacan llamó la ética del bien decir, que no consiste ni en decir bien ni en decir dónde está el bien sino, paradójicamente, en mal-decir, esto es, intentar decir lo indecible del mal. Esto significa que, lejos de las posturas morales que pretenden rechazar el mal, con lo que sólo provocan su retorno aún más violento, una ética del bien-decir pretende que se le de su lugar en la palabra como el camino para hacer de él la causa de la sublimación creadora.

     No hay formas preestablecidas para llevar esto a cabo. Pero un aporte para pensar en esto puede hallarse en estas palabras del gran filósofo que quedan para la reflexión final:

     “Si fuésemos un buen campo de labor, no dejaríamos perecer nada sin utilizarlo y

     veríamos en todo, en los acontecimientos y en los hombres, estiércol útil, lluvia y sol”

      F. Nietzsche: Humano, demasiado humano.

     

    [1] J.Lacan: Kant avec Sade. En Ecrits, Paris, Seuil, 1966, p. 765 [Escritos 2, México, Siglo XXI, 1994, p. 744].

    [2] Sigmund Freud: Más allá del principio de placer. En Obras Completas, Tomo XVIII. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p. 21. Las cursivas son mías.

    [3] Jaques Lacan: op. cit, p. 765 [op. cit., p. 744]

    [4] Sigmund Freud: El problema económico del masoquismo En Obras Completas, Tomo XIX. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p. 173.

    [5] J.Lacan: Kant avec Sade. Op. cit., p. 765 [Kant con Sade, op. cit., p. 744].

    [6] D. A. F. Sade: La filosofía en el tocador. Barcelona, Akal, p. 86.

    [7] Maurice Blanchot: Lautremont y Sade. México,  F.C.E., p. 58.

  • Mal de ojo

    Mal de ojo

    Benjamín Mayer Foulkes

    1. El mal de ojo en el borde

    Dice Freud que la angustia ante el mal de ojo es la de quien posee algo valioso y frágil que teme la envidia de los demás (esto es, quien teme la envidia que él mismo habría sentido en el caso inverso). Tales mociones se traslucirían por vía de la mirada al haber sido denegada su expresión en palabras. Cuando alguien se diferencia de los demás por unos rasgos llamativos, en particular si son de naturaleza desagradable, se le atribuye una envidia de particular intensidad y la capacidad de trasponer en actos esa intensidad. Se teme así un propósito secreto de hacer daño, y por ciertos signos se supone que ese propósito posee también la fuerza de realizarse. Es éste para Freud un ejemplo de atribución de “omnipotencia de pensamiento”: el mal de ojo conlleva un pensamiento negativo que, por el hecho mismo de transcurrir, produciría efectos negativos en los hechos.[1]

    Para Lacan, el ojo tiene apetito, y el ojo malo, el mal de ojo, es el ojo voraz. La envidia que acarrea enfermedad y desventura deriva de videre. Ejemplo por excelencia de la envidia es la que destaca san Agustín con su descripción del niño que mira a su hermanito colgado del pecho de su madre con una mirada amarga que lo deja descompuesto. A diferencia de los celos, la envidia suele provocarla la posesión de bienes que no tendrían ninguna utilidad para quien la siente y cuya verdadera naturaleza ni siquiera sospecha: la envidia hace que el sujeto se ponga pálido ante la imagen de una completitud que se cierra, porque el objeto envidiado del que se está separado puede ser para el otro la posesión con la que alcanza la satisfacción. El mal de ojo es el fascinum, su efecto es detener el movimiento y matar a la vida.[2]

     Sirvan estos pasajes de Freud y de Lacan como anticipación de lo que seguirá, en la medida en que destacan el borde como su motivo principal: el borde, la distancia, la disyunción entre el sujeto y el objeto de la envidia, el objetoa; borde que, de diversas maneras, resulta amenazado y cuya amenaza es siempre angustiante: por ejemplo, al no quedar articulado en las palabras, al resultar borrado en la supuesta “omnipotencia” del envidiado o del envidioso, en la voracidad del ojo que con todo acabaría, en una completitud clausurada, e, incluso, en una satisfacción última cuyo efecto sería terminar con el deseo, detener el movimiento, interrumpir la existencia.

    2. Testimonios de la ceguera como mal de ojo

    Detengámonos, pues, en cuatro testimonios sobre el mal de ojo como ceguera, seguidos cada uno de una puntual indicación de lectura, para interrogarnos sobre la ceguera como mal y como bien, y concluir con la descripción de una sugerencia topológica general del mal como ceguera en los términos en que es posible hacerlo desde el psicoanálisis.  

    Primero, un pasaje de “Amor”, breve relato de Clarice Lispector aquí adaptado, donde figura Ana, a quien la ceguera se presenta violentamente como un mal:

    “Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Entonces se recostó en el asiento en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya nada precisaba de su fuerza, se inquietaba. En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar sorprendente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se casó era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad. Había emergido de ella muy pronto para descubrir que también sin felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja: con persistencia, continuidad, alegría. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba, salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. El tranvía se arrastraba, en seguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros era que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era ciego. ¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase, erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces se dio cuenta: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle. Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer: el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento de masticar hacía que pareciera sonreír y de pronto dejar de sonreír, sonreír y dejar de sonreír. Como si él la hubiera insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada. El tranvía arrancó súbitamente arrojándola desprevenida hacia atrás; la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó al suelo; Ana dio un grito y el conductor impartió la orden de parar antes de saber de qué se trataba. El tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras. Ana de puso de pie, pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían roto en el envoltorio de papel periódico. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que sucedía. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha. Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho. La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la tejiera. La bolsa había perdido el sentido y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué? ¿Acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba pesadamente. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban cautelosas, tenían un aire hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad, y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan repentino que Ana se aferró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía. Ella había apaciguado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo”.[3]

    Ana tiene la necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. No la siente. Su existencia tiene la consistencia de una cáscara de huevo. Su fuerza es la que le demandan los demás. Ha logrado dejar atrás la “enfermedad” de su juventud, pero al precio de abolir su felicidad, o al menos su esperanza. Su problema surge cuando se le presenta cierto vacío. Entonces su espanto la sofoca. De este sofocamiento procura pasar, por ejemplo, saliendo de compras. Y es en una de tales salidas cuando se le presenta el ciego que mastica chicle. No lo sospecha, pero se reconoce en él. Y más: la mirada del ciego, que es la suya propia, la traspasa. ¿Por qué? Ella, como el ciego, es imperfecta (el texto nos indica en otro punto que, en su solidez adulta, ella ha descubierto que “todo era susceptible de perfeccionamiento”). Pero él (a diferencia de ella, que ha abolido la felicidad) permanece en la oscuridad a la vez que mastica goma sin sufrimiento. Como cualquiera en la parada del tranvía, al masticar, ora sonríe, ora no. ¿Cómo no va ella a sentirse insultada? ¿Y cómo no va a odiarlo (esto es, amarlo, como emerge posteriormente: “¡Oh, pero ella amaba al ciego!”)? El ciego le ha hecho mal. Como sus huevos, su quebradiza escenografía ha quedado destrozada. El mundo se ha podrido. La ley se ha ausentado. No podría ser de otra manera: presa del ojo ausente del ciego, ahora ella es la goma, mueca tras mueca, masticada por él.

     Segundo testimonio de la ceguera y el mal, la “Oda al mal ciego” de Pablo Neruda:

    Oh ciego sin guitarra

    y con envidia,

    cocido

    en

    tu

    veneno,

    desdeñado

    como

    esos

    zapatos

    entreabiertos y raídos

    que a veces

    abren la boca como si quisieran

    ladrar, ladrar desde la acequia sucia.

    Oh atado

    de lo que nunca fue, no pudo serlo,

    de lo que no será, no tendrá boca,

    ni voz, ni voto,

    ni recuerdo,

    porque así suma y resta

    la vida en su pizarra:

    al inocente el don,

    al nudo ciego

    su cuerda y su castigo.

    Yo pasé y no sabía

    que allí estaba esperando

    con su brasa,

    y como no podía

    quemarme

    y me buscaba

    adentro de su sombra,

    me fui

    con mis canciones

    a la luz de la vida.

    Pobre!

    Allí transcurre,

    allí está transcurrido,

    preparando

    su sopa de vinagre,

    su queso de escorbuto,

    cociéndose

    en su nata corrosiva,

    en esa oscura olla

    en que cayó

    y fue condenado

    a consumir su propio

    vitalicio brebaje.[4]

    Aquí quedan contrastados dos personajes, el ciego y el cantador. El ciego no canta, ni siquiera tiene voz; solamente mira a los demás, envidiosos, cocidos en sus propios jugos, autosuficiente a la vez que desechado por los demás como un viejo zapato hambriento. Prisionero de lo imposible, invisible, indecible, de aquello que no tiene palabra ni representación, ni recuerdo, el ciego es el efecto insólito de un cálculo espantoso. Por eso permanece castigado, enmarañado consigo mismo, oscuro sabedor de lo que no debiera saberse… y quema, como el mismísimo sol. Por su parte, el cantador sería el socio ejemplar del club luminoso de la vida, dueño de sus letras y su destino, un ser contento, sano, alimentado por la existencia aérea y exterior. ¿Mas no será que el ciego es el motivo de la Oda (la Odia) justamente en virtud de la sombría envidia que le produce al primero? De otro modo, ¿por qué cantarle? ¡Qué mejor que ser el mal encarnado, en vez de una criatura temerosa! ¡Qué dicha: corroer, ser dueño de la nada, beberse en soledad y plenamente! Éste, al menos, sería el ensueño del cantador, el mismo ensueño acaso que consignara Georges Bataille en otro poema:

    véndame los ojos

    me gusta la noche

    mi corazón está negro

    empújame hacia la noche

    todo es falso

    sufro

    el mundo huele a muerte

    los pájaros vuelan con los ojos vaciados

    eres sombría como un cielo negro[5]

     Pero no sólo es malo el ciego y funesta la ceguera. Felizmente, el propio Neruda nos lega otra “Oda al buen ciego”, tercer testimonio aquí que nos dará oportunidad de detenernos en la ceguera como un bien:

    La luz del ciego era su compañera.

    Tal vez sus manos de artesano ciego

    elaboraron con piedra perdida

    aquel rostro de torre,

    aquellos ojos que por él miraban.

    Me vino a ver y en él

    la luz del mar caía

    cubriéndolo de miel, dando a su cuerpo

    la pureza como una vestidura,

    y su mirada no tenía fondo,

    ni peces crueles en su abismo.

    Tal vez aquella vez perdió luz

    como un hijo a su madre, pero siguió viviendo.

    El hijo ciego de la luz mantuvo

    la integridad del hombre con la sombra

    y no fue soledad la oscuridad

    sino raíz del ser y fruta clara.

    Ella con él venía,

    bienamada,

    esposa, amante

    del muchacho ciego,

    y cuando vacilaba su ternura

    ella tomó sus manos

    y las puso en su rostro

    y fue como violetas el minuto,

    toda la tierra allí se hizo fragante.

    Oh hermosura

    de ver alto y florido el infortunio,

    de ver completo el hombre

    con flor y con dolor, y ver de pronto

    al héroe ciego

    levantando el mundo,

    haciéndolo de nuevo,

    anunciándolo,

    nacido otra vez él en sus dolores

    entero y estrellado

    con infinita luz de cielo oscuro.

    Cuando se fue, a su lado

    ella era sombra pura

    que acompaña a los árboles de enero,

    la rumorosa sombra,

    la frescura,

    el vuelo de la miel y sus abejas,

    y se fueron

    a todos sus trabajos,

    capaces de la vida,

    profesores

    de sol, de luna, de madera, de agua,

    de cuanto él abarcaba sin sus ojos,

    dándote, ciego, inquebrantable luz

    para que tú camines.[6]

    ¡Qué ciego tan distinto! Éste posee y da una luz más allá de la que le falta, y es capaz de esculpirse un par de ojos con una piedra perdida. Puro y elegante, su mirada divisa horizontes infinitos sin sed ni sangre. Buen ciego es quien mantiene su integridad ante la sombra, quien no se deja inundar por ella y la convierte, en cambio, en “raíz del ser y fruta clara“. Buen ciego es quien sabe cómo recibir el amor fragante de una mujer, el hombre con flor completado con dolor. Así porta al mundo como un héroe, renovándolo, luz sin fin de cielo oscuro. Buen ciego es quien sublima el infortunio, quien celebra la imposibilidad, quien a todos nosotros, los demás ciegos, dona luz confiable para proseguir. Buen ciego es quien completa a la mujer que, a su vez, lo cura de su ausencia (¡la ausencia de ella!). Locura: buen ciego ése que con su ceguera ciega a la ceguera. No existe el buen ciego: sería éste un ciego tan sublimador, que terminaría por hacer de la propia sublimación algo innecesario.

     El cuarto y último testimonio, que nos remite a la ceguera como profilaxis, corresponde a Jacques Lusseyran, miembro fundador a los 15 años y responsable, a los 16, del reclutamiento en Los voluntarios de la libertad, el importante movimiento francés de resistencia contra la ocupación nazi. Ciego desde los 8 años, Lusseyran fue traicionado por el único recluta del que había dudado; capturado, finalmente fue enviado al campo de exterminio de Buchenwald:

    “La Sección de Inválidos era una barraca como las demás. La única diferencia era que en ella se hacinaban 1,500 hombres en lugar de 300 (que era el promedio de las otras secciones) y que tenía reducida a la mitad la ración de comida. Había cojos, mancos, trepanados, sordos, sordomudos, ciegos, gente sin piernas, afásicos, atáxicos, epilépticos, cancerosos, sifilíticos, viejos mayores de setenta años, niños menores de seis, cleptómanos, vagabundos, pervertidos, y, por último, un rebaño de locos. Ellos eran los únicos que no parecían infelices. La gente moría en ese lugar a un ritmo tal que hacía imposible llevar cualquier recuento de la población. Me hice un espacio en la masa de carne. Mis manos viajaban del muñón de una pierna a un cadáver, de un cuerpo a una herida. A fines de mes súbitamente caí enfermo, muy enfermo. Me desahuciaron. ¿Qué otra cosa podían hacer? Durante los primeros momentos de la enfermedad yo me fugué a otro mundo deliberadamente. Observé las etapas de mi propia enfermedad con mucha claridad. Sabía exactamente qué era esta cosa que estaba observando: mi cuerpo en el acto mismo de dejar este mundo, no esperando para dejarlo enseguida, ni siquiera esperando para dejarlo del todo. ¿He dicho que la muerte ya estaba allí? Si lo dije, estaba equivocado. La enfermedad y el dolor sí, pero no la muerte. Muy por el contrario nunca antes había estado tan completamente vivo. La vida se transformó en una sustancia dentro de mí. Rompió mi armazón, presionando con una fuerza mil veces más poderosa que yo. Ciertamente no estaba hecha de carne y hueso, ni siquiera de ideas. Vino hacia mí como una onda brillante, como una caricia de luz. Podía verla más allá de mis ojos y de mi frente por encima de mi cabeza. Me tocó y me llenó hasta desbordarse. Había nombres que farfullaba desde lo más profundo de mi asombro. Mis labios no los hablaban, pero tenían su propio sonido: ‘Providencia, el Ángel de la Guarda, Jesucristo, Dios.’ No intenté darles vueltas en mi mente. No era el momento para metafísicas. Saqué fuerza de esa fuente. No iba a abandonar ese manantial celestial. Porque esa sustancia no me era extraña; había venido a mí justo después de aquel viejo accidente cuando descubrí que me había quedado ciego. De nuevo fue la misma cosa, la Vida manteniéndome vivo. Poco a poco regresé de la muerte. Todavía permanecí once meses más en el campo. Una mano me conducía. Ahora era libre para ayudar a los demás; no siempre, no mucho, pero a mi manera, podía ayudar. Podía conducirlos hacia el flujo de luz y alegría que brotaba de mí en abundancia. A menudo mis compañeros me despertaban en la noche y me llevaban a reconfortar a alguien, a veces me llevaban lejos, a otra sección. Me convertí en ‘el ciego francés’. Para muchos, yo era ‘el hombre que no murió.’ Cientos de personas se confiaron en mí. Los hombres estaban determinados a hablarme. Lo hacían en francés, en ruso, en alemán, en polaco. Hacía mi mayor esfuerzo por comprenderlos. Así es como viví, como sobreviví. Lo demás no lo puedo describir”.[7]

    En virtud de su ceguera, Lusseyran es asignado a la sección de Inválidos, que de sí misma es de inhabilitación e inexistencia. Por eso ésta ni siquiera cuenta con el espacio y las raciones mínimas de las otras secciones. A este lugar informe, donde ni siquiera la muerte podía calcularse de tan veloz, son enviados todos aquellos que no tienen cabida en otro lado. Entre esta masa, que no era de personas sino de carne, resultaba, como subraya Lusseyran, “más sorprendente caer entre los vivos que entre los muertos. Y era de la vida de donde provenía el peligro”. Para evitar el peligro era menester, entonces, morir o, al menos, enfermar. En Lusseyran ocurrió lo segundo: a partir de ello se fugó deliberadamente a otro mundo y entró en una profunda introspección. Y a partir de este verse a sí mismo, el gran torrente de la sustancia vital, más allá de sus ojos y por encima de su cabeza, lo arrastró consigo. Ciertos nombres divinos sólo atisban a nombrarlo. Crucialmente, se trata de la misma sustancia que vino a él tras el accidente que lo cegó. Es así como la Vida (con mayúscula) lo mantuvo vivo. Es esta mayúscula lo que le permitió librar el mortífero campo e intercambiar con otros más allá de su propia, inválida, sección. Lo que les compartió a cientos de hombres es su no-todo. El “hombre que no murió” puso en juego cierto más allá de la vida y la muerte. Así se inscribió el “ciego francés” en el linaje de profetas ciegos que registra nuestra historia desde la Torre de Babel (incluyendo a Tiresias, a quien Lacan nombra maestro honorario de los psicoanalistas).

    Hasta aquí los cuatro testimonios. ¿Cómo dar cuenta del conjunto?

    3. Para una topología del mal

    Nunca es seguro que la ceguera sea un mal ni tampoco un bien. En términos topológicos, el mal y el bien se escurren a lo largo de ese borde único que es la banda de Moebius. Al ir más allá del principio del placer, Freud nos muestra que no hay un Bien Soberano, que éste no es más que el objeto del incesto, un bien prohibido, y que no hay otro. Este es el fundamento invertido de la ley moral que nos brinda Freud.[8] De ahí en más, la topología del bien y del mal no puede ser la topología del principio del placer, sino de la pulsión, que representa en el psiquismo las consecuencias de la sexualidad en la medida en que ésta se instaura en el campo del sujeto por la vía de la falta.[9]

    La pulsión, que se presenta siempre bajo la forma de pulsiones parciales, es, intrínsecamente, pulsión de muerte;[10] la distinción entre pulsión de vida y pulsión de muerte sólo manifiesta dos aspectos de la pulsión.[11] Así, distinguir lo bueno de lo malo deja de ser una cuestión de frontera u oposición, para tornarse en una cuestión de borde y de anudamiento. Como lo expresa Lacan, “no hay bien sin mal, no hay bien sin padecimiento, que mantiene en ese bien, en ese mal, un carácter de alternancia. No hay mal sin que de ello no resulte un bien, y cuando el bien está ahí, no hay bien que no se sostenga con el mal.[12] Por contraste con el principio del placer, la pulsión se caracteriza por la imposibilidad de la satisfacción. Lo que hace obstáculo al principio del placer y al Bien Soberano que le correspondería no sólo es la permanencia de la traza del mal, sino también algo más radical: la neutralidad de lo Real como imposible.[13] La pulsión gira en torno al objeto a (que antes describí como el objeto de la envidia); este objeto introduce el juego del significante en la existencia humana posibilitando el sentido del sexo como presentificación de la muerte.[14] De vez en vez, la pulsión truquea el hallazgo de este objeto estrictamente irrecuperable.[15] Es por eso que, en el caso de la pulsión escópica, es justamente hacia donde no se puede ver que el sujeto mira: “lo que el voyeur busca y encuentra no es más que una sombra, una sombra detrás de la cortina, ahí fantaseará cualquier magia de presencia. Lo que busca no es, como se dice, el falo, sino precisamente su ausencia”.[16]

    Dejemos a un lado el aspecto fundamental de la repetición que entraña la pulsión para concentrarnos en el aspecto del borde corporal que siempre la anima (la pulsión está siempre asociada con los orificios del cuerpo).[17] El borde está en el corazón mismo de la operación pulsional: “la pulsión designa la conjunción de la lógica y la corporeidad. Se trata del goce de un borde”[18] ¿Pero de qué borde se trata? La banda de Moebius también nos asiste para pensar el singular movimiento de la pulsión en torno a un centro invisible. La banda sirve de apoyo para definir la función del sujeto, que Lacan describe como la conjugación de la identidad y la diferencia;[19] el sujeto, pues, es el nudo que articula la imagen y la palabra, el Yo y el Ello, lo Imaginario y lo Simbólico. No es éste un anudamiento cualquiera, pues son éstos factores esencialmente heterogéneos: el primero suscita los simulacros de la completitud que el segundo torna imposibles. La complejidad de tal conjunción queda de manifiesto en el siguiente pasaje de la Lógica de Hegel: 

    “La diferencia en sí es la diferencia que se refiere a sí; como tal, es la negatividad de sí misma, la diferencia no respecto a otro, sino diferencia de sí con respecto a sí misma; no es sí misma sino su otro. Pero lo diferente de la diferencia es la identidad. La diferencia es por lo tanto sí misma así como la identidad. Ambas, en conjunto, constituyen la diferencia; la diferencia es el todo y su momento. Puede igualmente aseverarse que la diferencia, como simple, no es diferencia; es diferencia sólo cuando está en relación con la identidad; pero la verdad es más bien que, como diferencia, contiene igualmente la identidad y esta relación consigo. La diferencia es el todo y su propio momento[20]

    Sin embargo, bello como es, el planteamiento de Hegel aún es demasiado consonante con la lógica del principio del placer y del Bien Soberano que le corresponde. Situados, como estamos, más allá del principio del placer, atenidos a la lógica de la pulsión, no podríamos aceptar la conclusión de que, como leemos, “la diferencia es el todo y su propio momento”. Porque la diferencia y la totalidad son inconmensurables, y lo son desde el principio. Ante Hegel el psicoanálisis no puede, entonces, dejar de considerar lo Real, que imposibilita cualquier completamiento de lo Imaginario y lo Simbólico precisamente en virtud de ser inarticulable en términos de identidad cuanto de diferencia. Dice, por ejemplo, Lacan:

    “¿Qué es lo que estaba antes de la distinción bien-mal, antes de la división entre lo verdadero y la estafa? Ya habla ahí algo antes de que Hércules oscilara en el cruce de los caminos entre bien y mal, él seguía ya un camino. ¿Qué es lo que sucede cuando se cambia de sentido, cuando uno orienta la cosa de otro modo? Se tiene, a partir del bien, una bifurcación entre el mal y lo neutro. Un punto triple; es real incluso si es abstracto. Qué es la neutralidad del analista si no es justamente eso, esta subversión del sentido, a saber esta especie de aspiración no hacia lo Real sino por lo Real”.[21]

    De modo que la pulsión, como sostén del sujeto, no puede desplegarse solamente en dos registros (el Simbólico y el Imaginario), sino que requiere de uno adicional (el Real) que haga borde con los dos primeros. De otro modo no es posible que los dos primeros tengan lugar: más allá de la torsión que requiere para ser una única superficie, la banda de Moebius es esencialmente ese borde continuo (común para el Simbólico y el Imaginario) que se distingue de aquello que la excede (el Real).

    Podríamos extendernos mucho en la exploración de esta topología general en relación con el tema del mal y del bien como ceguera. Pero atengámonos al límite: éste marca la diferencia entre dos clases de mal: el mal (y el bien) tal como puede figurar imaginaria y simbólicamente a lo largo de la extensión de la banda de Moebius, y el “mal radical” (como lo denomina Derrida en Mal de Archivo) que asoma a partir del borde. Males hay muchos; lo que está claro es lo que, topológicamente, puede ser descrito como lo peor (indistinto en este punto de un mejor que ya no sería ni siquiera un bien): a saber, la desmezcla pulsional a la que se refiere Freud, o el desanudamiento de los tres registros del que habla Lacan. Cada uno a su manera implican la disipación del borde entre la identidad-en-la-diferencia y su más allá. Tal disipación conllevaría que el mal o el bien cobraran la consistencia imposible de lo Real, y se disparan a su vez.

    Entendemos así la polivalencia de la ceguera que describen los cuatro testimonios presentados. Según la relación que mantenga con el borde mencionado, la ceguera resulta ser un mal o un bien. Cuando la ceguera atenta contra el borde, el sujeto la malvive. Así sucede a Ana en el relato de Clarice Lispector: el ausentarse de la ley en Ana es la desaparición misma del borde por efecto de la disgregación de la mujer en la mirada sin confines y su boca engullidora. En cambio, cuando la ceguera hace borde, el sujeto la experimenta como un bien. Así sucede en la “Oda al buen ciego” de Pablo Neruda donde, aun de manera idealizada, ciego es quien celebra la imposibilidad. Esto es también lo que nos transmite el testimonio de Jacques Lusseyran, quien sobrevive la invalidación genocida del borde gracias al vital no-todo con el que quedó familiarizado en el momento de perder originalmente la vista. Por último, cuando la ceguera se ubica en el borde mismo, el sujeto la goza: eso es lo que sucede en la “Oda al mal ciego”, amoroso canto de odio, como también en el citado poema de Georges Bataille que nos sugiere una clave de lectura para el primero.

    El mal, así, como la ausencia de borde…


    [1] Sigmund Freud, “Lo ominoso” en Obras Completas, vol. XVII, Amorrortu, Buenos Aires, 1992. p. 239-240

    [2] Jacques Lacan, seminario del 11 marzo, 1964 CD-ROM Lacan, Seminarios 1-27 sin textos establecidos Traductores diversos. Versiones de la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina, s/ed., s/año.

    [3] Clarice Lispector, “Amor“, traducido por Cristina Peri Rossi, en Cuentos reunidos, compilación y prólogo de Miguel Cossío Woodward, Alfaguara, México, 2001. p. 45-49 (He editado este fragmento sin indicar los cortes a fin de no perder continuidad. No lo tomo, pues, sólo como una cita que soportaría cierta evidencia, sino propiamente como un testimonio que registro en la integridad de lo que de él consigno por escrito. La referencia del psicoanalista no es la del académico).

    [4] Pablo Neruda, “Oda al mal ciego“ en Libro de las odas, Losada, Buenos Aires, 1972. p. 834-835

    [5] Georges Bataille, Poemas, traducción, selección e introducción de Ignacio Díaz de la Serna, El Tucán de Virginia, México, 1995. p. 33

    [6] Pablo Neruda, Libro de las odas, Losada, Buenos Aires, 1972. p. 832-833

    [7] Jacques Lusseyran, “Los vivos y los muertos“, traducción de Francisco Rebolledo en Diálogo en la oscuridad, Fondo de Cultura Económica/Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 2004. (Aplican a este pasaje las observaciones proferidas en la nota número 3.)

    [8] Jacques Lacan, Op. cit., seminario del 16 diciembre, 1959

    [9] Op. cit., 27 mayo, 1964

    [10] Ibid.

    [11] Ibid.

    [12]  Op. cit. 10 junio, 1964

    [13] Op. cit. 6 de mayo, 1964

    [14] Op. cit. 27 mayo, 1964

    [15] Op. cit. 6 de mayo, 1964

    [16] Op. cit. 13 de mayo, 1964

    [17] Op. cit. 6 de mayo, 1964

    [18] Op. cit. 27 mayo, 1964

    [19] Op. cit. 12 enero, 1966

    [20] G. W. F. Hegel Science of Logic, traducido al inglés por A. V. Miller, Humanities Press International, Atlantic Highlands, 1993. p. 417 (Versión castellana mía.)

    [21] Op. cit. 28 febrero, 1977

  • La textura del infierno.

    La textura del infierno.

     Alberto Constante

    Porque los vivos tienen que recordar siempre
    Lo que los muertos no pueden olvidar nunca
    Laurence Durrell

    ¿Cómo vivir después del horror? El mal sufrido
    debe inscribirse en la memoria colectiva,
    pero para dar una nueva oportunidad al porvenir
    Tzvetan Todorov

     La textura del infierno
     
     
     
     
    Hablar del mal no es más que un simulacro. Y, sin embargo, al igual que Heidegger frente a los prejuicios que envuelven al ser, podemos decir que el simulacro no nos exime de plantear la pregunta por el mal: ¿Qué es el mal? Mi relato será infiel a la realidad o, en todo caso, a mi impresión devastada de la realidad, lo cual es lo mismo. Recuerdo aquí estos versos que leí en el texto de Antonio Gómez Ramos: “Totalitarismo, historia y banalidad del mal”[1]
    No, no soy yo, es otra la que sufre,
    yo no podría sufrir tanto. Dejen
    que un manto negro cubra lo ocurrido,
    y que retiren las linternas…
    Cae la noche.
     
    Gómez Ramos anota que “Ellos provienen del Réquiem, poema que Anna Ajmátova[2] escribió durante el estalinismo y del que ella misma y su familia fueron víctimas: su marido, el poeta Lev Gumilov, y su compañero sentimental (Nikolai Bunin) murieron fusilados; su hijo pasó quince años en el Gulag sin que Ana supiera de su suerte”[3]. En 1935, su poesía fue prohibida por el régimen, y se le tildó de «puta» y «contrarrevolucionaria».
     Sobre el Requiem, apunta Gómez Ramos, Brodsky comentó: “está rozando constantemente los límites de la locura, que se introduce, no por la propia catástrofe, no por la pérdida del hijo, sino por esa esquizofrenia moral, por esa escisión, no de la conciencia, sino de la conciencia moral. La escisión entre el que sufre y el que escribe. Eso es lo que hace grande a esta obra. […] El dramatismo del poema no está en los acontecimientos horribles que describe, sino en cómo estos hechos transforman la conciencia individual, la idea que se tiene de uno mismo. El carácter trágico del poema no está en la muerte de las personas, sino en la imposibilidad de que el sobreviviente tome conciencia de esa muerte”[4].
     En ese poema se narra las dimensiones reales de lo que fue una gran operación de exterminio, sistemática y razonada, con la que las autoridades soviéticas se propusieron, durante años, eliminar toda sombra de disidencia en el seno de la sociedad rusa. Más que disidencia, la capacidad de opinión. A partir de cierto momento ya no fue una cuestión de oposición o de diferencia de criterios. La estructura del poder soviético se basó en la aceptación ciega de una doctrina que afectó a todos los estamentos de la vida social, económica, política y por supuesto literaria y artística, y que no admitió ningún conato de disidencia y fue más allá: no admitió la menor capacidad del hombre, ni individual ni colectiva, para tomar decisiones. Cuando arrestaron a Punin, Ajmátova pudo exclamar:
    Te llevaron al alba[5],
    y fui tras de ti como en un entierro.
    En el ático oscuro lloraban los niños,
    y ante la imagen sagrada se derretía la vela.
     
    En tus labios estaba el frío del icono
    y un sudor mortal en tus cejas. ¡No lo olvidaré!
    Como las viudas de los Streltsy[6] aullaré bajo las torres del Kremlin
     
    Para Stalin esta mujer tenía que ser despojada de su libertad y gloria. Vivió en la miseria, el frío, el hambre. Subsistió gracias a la caridad de sus amigos. Y para acabar de una vez por todas con cualquier pretensión de que la libertad creativa no tiene un altísimo precio, su hijo fue enviado a un campo de concentración. Ajmátova se dolió escribiendo:
    Diecisiete meses hace que grito.
    Te llamo a casa,
    me arrojé a los pies del verdugo,
    hijo mío, horror mío.
    Todo se ha enturbiado para siempre
    y no puedo distinguir
    ahora quién es el animal, quién la persona,
    cuánto tiempo queda para la ejecución.
     
    Liberado en 1956, el hijo y la madre ya no se reconocieron. No tuvieron nada que decirse. «Mis contemporáneos y yo podemos contaros -dice Ajmátova en Poema sin héroe- cómo vivimos el miedo inconsciente. Cómo criamos hijos para el verdugo, hijos para la prisión y la cámara de torturas…». Con razón dice que «rara vez visito a la memoria, y cuando lo hago me siento siempre sorprendida». Porque la represión, en todos los sentidos, fue tan vasta que Ajmátova la describió en un poema como una vigilia perpetua:
    Y vino una noche
    que no conoció la aurora.
     
     Pero si el episodio trágico de esta poetiza nos conmueve, sabemos que hubo otros. Osip Mandelstam[7] fue uno ejemplo de este tipo de barbarie. Como el suicida que busca el método más doloroso para acabar con su vida, Mandelstam creó –sin llegar a escribirla jamás- la única poesía política de toda su existencia, un producto de escasa calidad literaria pero decididamente mortífero, como si le complaciera elaborar un veneno que garantizara la muerte pero a largo plazo y mediante indecibles sufrimientos.
     El poema ni siquiera tenía título, pero su lectura no permitía confusiones: era contra Stalin, de boca en boca, esos versos llegaron a oídos del dictador. La mañana en que lo arrestaron, el 13 de mayo de 1934, su mujer llamó a Anna Ajmátova[8] para que lo auxiliara. Estaban leyendo sus escritos cuando tocaron a la puerta. Se presentaron tres hombres: Guerasimov, Veprintsev y Zablovski, todos agentes de la policía secreta. Sin violencia, aunque con el trato propio de quienes se saben con el poder sobre la vida del otro, ingresaron en la casa y comenzaron a revisar cada uno de los papeles del poeta. No tenían apuro, y la labor les llevó toda la noche: buscaban la poesía que jamás podrían encontrar porque nunca se escribió, ella permanecía guardada en la memoria.
     Fue una noche larga y tensa; cada nota, cada escrito fue revisado minuciosamente. Amaneció y Nadiezhda, Ajmátova y el poeta seguían sentados esperando que terminara la labor de los agentes. Los tres sabían que él iba a ser detenido. Ajmátova y Boris Pasternak intercedieron por él y el autor de Doctor Zhivago recibió, a los pocos días, una llamada del propio Stalin: «¿Pero, acaso es Mandelstam su amigo?», le interrogó. Pasternak se quedó callado y Stalin volvió a la carga: «¿Es acaso un gran escritor, un maestro?». Pasternak pensó que Stalin quería sonsacarle, averiguar si conocía el poema de Mandelstam contra él, y respondió: «Bueno, eso ahora no importa». Stalin colgó después de decirle que llevaba tiempo pensando en hablar con él. «Hablar, ¿sobre qué?», pudo aún decir Pasternak. «Sobre la vida y la muerte», contestó Stalin.
     El poema nunca escrito pero recitado en algunas oportunidades dentro del círculo de amigos, había sido copiado por alguien que pretendía los favores del régimen y que lo entregó a las autoridades. Esa delación le costó tres años de destierro en un campo, un breve período de libertad restringida y una nueva detención que acabó con su vida.
     Tres meses después de ese episodio, se realizó el Primer Congreso de Escritores Soviéticos y la palabra de Máximo Gorki fue escuchada con religiosa atención. Pero muchos resultaron defraudados: el discurso del escritor no incluyó mención alguna del poeta preso. A pesar de las solicitudes para que influyera ante las autoridades y lograra la liberación de Mandelstam, Gorki prefirió callarse. Preocupado por otros temas, habló de Oscar Wilde y lo incluyó entre los «muchos otros ‘degenerados’ sociales creados por la influencia anarquista de las condiciones inhumanas en el estado capitalista». Unos meses más tarde, en enero de 1935, Gorki insistió en que «hay que exterminar al enemigo sin cuartel ni piedad, sin prestar la menor atención a los gemidos y suspiros de los humanistas profesionales». El peso que su voz tenía en la Unión Soviética era sólo comparable con el de León Tolstoi en la primera década del siglo. ¿Ignoraba que su consejo sería llevado a cabo por burócratas solícitos siempre atentos a satisfacer los deseos de Stalin?
     Ignorante o no, su palabra fue escuchada. En 1937 no hubo cuartel ni piedad: fueron fusilados el poeta Nikolai Kliuiev, cercano a Esenin, y el escritor Boris Pilniak; en 1938 murió el prisionero Mandelstam; el mismo año fue fusilado Aleksandr Arosev, escritor que había participado junto con los bolcheviques en la Revolución; en enero de 1940 fue fusilado Meyerhold, el vanguardista director de teatro que había hecho suyas las ideas revolucionarias; en el mismo mes y año fue fusilado el escritor Isaak Babel, autor de Caballería Roja. La lista es interminable e incluye críticos literarios, pintores, ensayistas, novelistas y cuentistas… la complicidad de Gorki, en medio de su silencio fue abrumador, irritante, y extremadamente sonoro.
     En medio de ese espanto, Mandelstam compuso su obra maestra, los Cuadernos de Voronezh, que ha llegado hasta nosotrospor el cuidado de la buena memoria de su esposa[9]: muchos poemas existen porque ella se los aprendió y los copió. Hay muchos casos parecidos al de Mandelstam: el del poeta turco Nâzim Hikmet, que escribió gran parte de su obra en las prisiones de Ankara, Bursa y Çankïrï; o el de Oscar Wilde, que compuso su Balada de la cárcel de Reading en la celda donde lo había metido la sociedad de la Inglaterra de 1895; o el del autor húngaro Miklós Radnóti, cautivo en un campo de “trabajo” de Yugoslavia, obligado por los alemanes, tras un largo suplicio, a cavar su propia tumba antes de dispararle un tiro en la nuca y al cual, cuando fueron a desenterrarle tras el fin de la guerra, se le encontraron los bolsillos llenos de poemas bellos y estremecedores sobre aquel calvario; y leyendo el Réquiem, vemos desfilar por nuestra imaginación más trágica y realista a Maiakovski pegándose un tiro -por razones personales-, a Pasternac condenado al silencio de su tumba, a Babél asesinado, a Pilniak liquidado, a Tsvietáieva suicidada, a Gumiliov fusilado. La lista del holocausto es tan escalofriante como infinita[10] y nos arroja todo el dolor que un gesto produjo, aquello que, como escribe Gómez Ramos en el trabajo citado: “según Hannah Arendt[11], el totalitarismo, y también ciertas modulaciones de la Modernidad, tendieron a destruir”[12].
     En el mismo texto que he citado de Antonio Gómez Ramos, con absoluta profundidad nos narra esta experiencia: En el Réquiem[13] “se trata de la distancia de una fractura, la escisión entre la mujer que escribe y la madre que sufre, entre quien sobrevive y la muerte de aquellos a quienes sobrevive…. Una distancia interna y fracturada, una escisión interior… que destruye al sujeto y salva, apenas aquí, a la mujer y a la artista. Sabemos que esa distancia interior tuvo mucha más eficacia artística y moral que eficacia política; que apenas rescató al ciudadano; pero, por otro lado, ¿dónde, si no, podría crearse cualquier otra distancia, si, como enseña Hannah Arendt, el trabajo de todos los totalitarismos consisten, precisamente, en “apretar a unos hombres contra otros, en destruir el espacio entre ellos”? El terror totalitario no ataca o suprime simplemente las libertades, si no que destruye las condiciones esenciales de toda libertad, que son la capacidad de movimiento, y el espacio sin el cual ese movimiento no puede darse”[14].
     Y prosigue Gómez Ramos: “Hay un problema de respiración”, de miradas cegadas, de acción quebrada, sin duda. El totalitarismo, cualquier totalitarismo, incluyendo los de nuevo cuño disfrazado de globalización, en el que los procesos de homogeneización y pérdida de las identidades por las del consumo, es asfixiante. Pero no sólo. Sobre todo, en ese espacio de apariencias que se extiende entre y ante los hombres, “insistirá Arendt a lo largo de toda su obra, tiene lugar la acción humana que podemos llamar específicamente política, y por la que los hombres definen y perfilan su individualidad más propia. Creo que el concepto de ese espacio articula –negativamente, como ausencia o como crítica- tres conceptos: totalitarismo, historia y banalidad del mal”[15].
     Se cierran los ojos y se olvida; o ellos se abren a rachas devorando confusamente el mar de todo aquello que después será recuerdo y para luego recordar la pesadilla mientras mecánicamente se reza para que no vuelva a suceder. Cuando uno mismo ha sido víctima del mal, tal vez sienta la tentación del olvido total, de borrar un recuerdo doloroso o humillante. Sin embargo, de la historia de los individuos se desprende que una represión sistémica de esa índole es peligrosa: el recuerdo descartado de ese modo se mantiene presente, activo, impulsando neurosis dolorosas. No podemos olvidar. El pasado siempre está ahí, en los pliegues de la memoria, persistentemente, sin ceder ni un ápice de su fuerza, empujando, el juego consiste en tenerlo presente o negarlo y reprimirlo; no para cavilar sobre él hasta el infinito, lo que sería caer en el otro extremo, sino para dejarlo progresivamente de lado, neutralizarlo, someterlo en cierto modo a otra lógica. Un cierto alejamiento viene entonces a atenuar el dolor, pero no es el olvido. No hay olvido, quizá, como decía Derrida, es el punto del “perdón imposible”. Pero el mal no sólo estuvo en el mundo staliniano, bajo la sombra de la muerte de la época de los zares.
     Marcado del infamante signo de la cruz gamada se yergue el Mal ante los hombres, separado y cercano, distante y próximo, decididamente lo Otro, la Negación, el Enemigo, o la “Nuda vida”, como la llamó Agamben. Cuando se juzgó, por ejemplo, a Klaus Barbie[16], conocido como «El Carnicero de Lyon», se evocaron sus sevicias y los campos de exterminio, Dancy y Auschwitz, los vagones de ganado humano, las cámaras de gas y la «solución final». Pero en la sombra, muy atrás, agazapados, en el oscuro rincón de la memoria, sin jamás mencionarlos, quedaron los pogroms, las inquisitoriales piras, los primeros campos de concentración sudafricanos inventados por los ingleses, las múltiples noches de San Bartolomé, el millón largo de armenios masacrados, el tráfico de esclavos, las brujas calcinadas, los niños de Guernica, los indígenas de todos los extremos de América exterminados, los mencheviques destruidos, los protestantes aniquilados, los católicos arrasados, las purgas de Stalin y los Gulags de todos los tiempos, otros nazis, los mismos nazis, los de ayer y los de siempre, la bestia demasiado humana.
     Klaus Barbie hoy, Adolf Eichmann ayer pueden llenar su pecho de civilizado orgullo: representan toda una forma de ser y de vivir, una tradición histórica secular. Que no termina con ellos. Hacia adelante surgen otros hitos no menos gloriosos: My Lai[17], los boat people[18][19] y el asesinato de Ahmed Yasín[20], o el de Tal-al-Zahar[21] o el «septiembre negro», las madres de Mayo, las madres de todos los desaparecidos de la llamada “guerra sucia”, el éxodo de Mariel, el apartheid, Camboya, Indonesia, Etas y otras Iras, brigadas rojas, negras, de todos los colores, Vietnam y las bombas de fragmentación y el napalm y los defoliantes, Idi Amin, Pol Pot[22], Bokassa[23]. ¿Dónde elegir mientras lleguen los legítimos e inevitables sucesores?, los Rosenberg electrocutados, Sabra, Chatila
     ¿Basta recordar el pasado para evitar que se repita, como afirmó en su día Santayana?[24] En absoluto. A decir verdad, lo que se produce con mayor frecuencia es lo contrario: es un pasado de antigua víctima lo que permite al agresor actual encontrar sus mejores justificaciones. Los nacionalistas serbios se remontaron a tiempos muy lejanos para buscar las suyas: a la derrota que les infligieron los turcos en los campos del Kosovo en el siglo XIV. Los franceses justificaban su propia actitud belicosa, en 1914, con la injusticia que habían sufrido en 1871. Hitler esgrimía el recuerdo del humillante tratado de Versalles, al término de la Primera Guerra Mundial, para convencer a sus compatriotas de que había que iniciar la Segunda. Una vez concluida ésta, el hecho de haber sido víctimas de la violencia nazi no impidió de ningún modo que los franceses —a veces los mismos, convertidos en militares después de haber sido resistentes— practicaran la tortura y arremetieran contra la población civil en Indochina o Argelia. Existe el riesgo de que los que no olvidan el pasado lo repitan también, cambiando de papel: nada impide que la antigua víctima se convierta a su vez en agresor. La memoria del genocidio que sufrieron los judíos está viva en Israel; y, sin embargo, los palestinos están siendo allí víctimas de enormes injusticias por los sionistas. Nadie tiene la patente del sufrimiento en la historia ni tampoco la del ejecutor del miedo y el odio.
     Apoderarse de la memoria[25] de un antiguo héroe o, lo que es más sorprendente, de una antigua víctima, puede ser necesario para que el individuo o una colectividad afirmen su derecho a la existencia; ese acto sirve a sus intereses pero no le concede ningún mérito adicional. Al contrario, puede tornarlo ciego a las injusticias de que es responsable en el presente. Los límites de esta forma de memoria, que da primacía a los papeles del héroe y de la víctima, quedaron de manifiesto durante la conmemoración del cincuentenario de Hiroshima y Nagasaki: en los Estados Unidos sólo querían recordar la actitud heroica del país en la derrota del militarismo adverso; en Japón, sólo el hecho de haber sido víctimas de las bombas atómicas.
     El racismo, la xenofobia, la intolerancia y el fanatismo son el retorno constante de la exclusión de la particularidad. La reinscripción de la diferencia en el interior mismo de la formación identitaria. El nazismo ha sido la primera experiencia de reducción de millones de seres humanos a un puro “real” –como dice Lacan- cenizas y humo, la más exitosa prueba de nadificacion que en un rápido proceso, los transformó en sub-humanos -sin nombre, historia, familia o identidad. Y la única ocasión donde el poder absoluto ejerció una violencia sistemática, sin razones ideológicas o políticas, y sin ninguna necesidad racional para sustentarse en el poder.
     De allí es que Lacan plantea lo siguiente: «Es necesario decir simplemente que no hay ninguna necesidad de esta ideología para que se constituya un nazismo, basta con un plus de gozar que se reconozca como tal, y si alguien se interesa en lo que puede ocurrir, hará bien en decirse que todas las formas de nazismo en tanto que un plus de gozar basta para soportarlo, esto es lo que está para nosotros a la orden del día. Esto es lo que nos amenazará en los próximos años…».[26]
     Y sin embargo, el Gulag, los campos de concentración nazi o la brutal represión surgida en Latinoamérica en los años 70 durante la llamada “Guerra sucia”, tuvieron, sin duda, un hilo conductor que los hermanó en el tiempo: fueron algo radicalmente nuevo y sin precedentes porque fue el primer acontecimiento que se propuso eliminar del todo la condición por la que los hombres pueden ser humanos. Lo inquietante fue, pues, que el totalitarismo, sin dejar de ser algo único en su aberración, sin poder de ningún modo compararse con nada de lo que existió antes que él, tampoco con lo que existió a la vez que él y le venció, estaba hecho de la misma materia que la modernidad. Elías Canetti escribió que “la forma más baja de supervivencia consiste en matar”, y Wolfgang Sofsky[27] muestra cómo las formas más perversas de aniquilamiento surgen precisamente en una época en que el Estado se fortalece y, para ello, denosta al que es diferente hasta buscar su absoluta desaparición. Si Safranski nos brindó un buen análisis sobre el mal entendido como una hipoteca que pesa sobre la libertad del hombre, Sofsky ilustra de qué es capaz esa libertad cuando se abandona a sus peores movimientos. Pero, como apunta Hanna Arendt: “…El mal no es jamás radical, es solamente extremo, y no pertenece a la profundidad y tampoco a una dimensión demoníaca. Puede invadir y devastar al mundo entero, ya que se desarrolla en la superficie como un hongo… ‘desafía’ al pensamiento, puesto que éste intenta comprender la profundidad, llegar a las raíces y cuando busca el mal, se frustra, debido a que no encuentra nada, esa es su “banalidad”.[28]
     No se deducía necesariamente de ella; pero tampoco le era extraño. Lo que había producido fue, sin duda, el mal: un mal (dijo alguna vez Arendt al principio, retomando con cierta infidelidad una vieja expresión kantiana) para el que no teníamos conceptos, y justo porque no estábamos capacitados para tratar con él nos sorprendió en lo más íntimo de nuestra capacidad de valoración. Llegamos a estos acontecimientos con un equipaje de viejas concepciones que no pudieron dar cuenta de ese lado oscuro en donde la muerte significó, para siempre, otra cosa. La monstruosa dimensión de su daño era y es patente. Hoy podemos ver que en la conciencia pública el siglo XX empieza a aparecer como un periodo marcado por inmensas experiencias de horror y a las cuales nuestro siglo parece digno heredero de este espanto. Tal conciencia, sin embargo, no ha sido ni obvia ni inmediata y ha estado marcada por un destino de maquinaciones de silencios y confabulaciones. En todos estos genocidios hubo intereses políticos y económicos que mantuvieron en alto un silencio cómplice, una hipocresía que ajustició a miles de seres humanos. El silencio, ese silencio cómplice, incomprensible, no acaba de dejar de sorprendernos por los gritos que salen del infierno clamando justicia. Pero, ¿por qué se han llegado a definir tales experiencias como el «mal»?
     Agamben[29], por ejemplo, siguiendo a Primo Levi y otros testimonios de la Shoah hace un análisis de lo que representa la existencia de los llamados “musulmanes” dentro de los campos de concentración. El término “musulmán” era el utilizado dentro de los campos para designar las castas más bajas.[30] Los llamaban así porque estaban resignados (habían perdido toda voluntad y conciencia) y eran fatalistas (se sometían sin reserva a la voluntad divina). Eran considerados por los otros prisioneros del campo que no se encontraban en ese estado (aún) como muertos en vida, estaban totalmente desnutridos lo cual afectaba sus capacidades físicas y mentales y por tanto habían perdido toda dignidad humana. Estas personas habían llegado a un estado total de deterioro y degradación perdiendo inclusive la conciencia de sí. Cuando una persona entraba en tal estado era casi imposible que sobreviviera.
     Diríamos, sin temor a equivocarnos que todos los “musulmanes” murieron o lo que es lo mismo la gran mayoría de los muertos en los campos fueron los “musulmanes”. De entre los sobrevivientes, la gran mayoría no fueron musulmanes. Es sabido que la cuota alimentaria suministrada a los prisioneros más el trabajo forzado al que eran sometidos era insuficiente para la supervivencia de un hombre. Los que lograron sobrevivir debieron obtener un suplemento dietario conseguido de alguna manera y suelen encontrase entre los que Levi denomina “prisioneros privilegiados”.[31] Pero la gran mayoría de los miles de asesinados en los hornos eran “musulmanes”, y sin embargo no tenemos testimonio de lo que significa para la humanidad llegar a tal estado, porque justamente al ser un estado de no retorno, no han podido dejar testimonio. Eso implica que la humanidad no cuenta con la prueba de las más terribles víctimas del Holocausto, pero tampoco de los Gulags como de los miles de desaparecidos en la “guerra sucia”. Por eso, en el planteamiento, la memoria occidental se encuentra ante una paradoja, por un lado los “musulmanes” son el “testimonio integral” de lo que Auschwitz realmente significa para la humanidad pero ese testimonio constituye una “laguna memorial”, “el memorial del mal”, imposible de llenar y al que no podemos acceder porque no hay palabras, porque sólo tenemos el silencio, la mudez que nos agobia.
     El problema es que la gran mayoría de los prisioneros de los campos, de los Gulags o de las cárceles clandestinas murieron, los sobrevivientes son la excepción. Ahora bien en cuanto sobrevivientes tienen el deber de testimoniar acerca de la regla, no la excepción, pero como la regla era la muerte no hay testimonio posible de la regla y los sobrevivientes se encuentran con la difícil carga de testimoniar en lugar de los exterminados. ¿Cuál es entonces su testimonio, qué es lo que testimonian lo sobrevivientes que pudieron ser “musulmanes” y en qué consiste o qué es lo que testimonian los que sobrevivieron y en esas condiciones fueron “privilegiados”? Me sigue pareciendo un poco estúpido hablar de “privilegios” en donde no se puede hablar de “privilegios”, ¿cómo hablar de dignidad, de valor, de coraje, de vergüenza humana cuando se está frente a la destrucción propia? ¿Podemos acaso sostener los valores, el éthos mismo frente al punto límite en donde ya no somos más que un amasijo de carne y sangre? ¿Podemos hablar de dignidad humana donde todo está dispuesto a exterminarla? Podrían cuestionarse muchas cosas que ya han sido objeto de mil controversias: las causas y raíces del fenómeno nazi, su interpretación sociológica o religiosa (en especial el llamado «silencio de Dios»), el significado de la palabra prójimo, el contenido de los valores morales y religiosos, sobre todo cristianos, pues la Shoah tuvo lugar en Europa, de tradición predominantemente cristiana. Podría repetirse hasta la saciedad que los asesinos se adherían a un culto neopagano que los estudiosos del hitlerismo esotérico has investigado y puesto en evidencia. Pero al final, siempre lo mismo. El silencio.
     “Hay también otra laguna, en todo testimonio: los testigos, por definición, son sobrevivientes, y todos de un modo u otro han obtenido un privilegio… La suerte de un detenido ordinario, nadie la cuenta, porque para él no ha sido materialmente posible la supervivencia. Yo he descrito al detenido ordinario hablando de los musulmanes, pero ellos mismos por sí mismos no han podido hablar”[32], nos dice Agamben. La pregunta es: ¿Qué palabras utilizar para intentar describir el envés y el revés de la trama del infierno? ¿Cómo volver a los textos ejemplares de la literatura allí donde el infierno era metáfora de una realidad imaginaria cuando, en Auschwitz o en el Gulag, o en las cárceles clandestinas se han vuelto manifestación de lo humanamente posible?[33] Preguntas iniciales, simples marcas de una interrogación que no cesa de crecer en una época, la nuestra, que por diversos y extraños caminos vuelve a toparse con los relatos del horror, con la presencia, tan difícil de explicar, del mal absoluto asociado con la banalidad del mal. “Ellos son los que han visto a la Gorgona[34] y no han regresado para contarnos… ellos son, los musulmanes…ellos son la regla, nosotros la excepción”[35] dice Agamben. Según el planteamiento de Primo Levi del que Agamben se hace eco los “musulmanes” no hubieran podido testimoniar porque su muerte comenzó antes de la muerte corporal.
     El que se encarga de testimoniar por ellos sabe que deberá testimoniar la imposibilidad de testimoniar. Los detenidos que habían llegado a ese estado no daban piedad sino horror a los otros detenidos: ellos eran el esperpento de sí mismos. Eran cadáveres ambulantes que no podían distinguir entre el bien y el mal. Según Levi estaban en el límite entre el hombre y el no-hombre, sin rostros, sin expresión en los ojos. Son la masa renovada que terminaba inexorablemente en la cámara de gas. “La ética de Auschwitz comienza -como lo dice el título de Levi: Si esto es un hombre-, en el punto preciso donde el musulmán, “testimonio integral”, llega al punto de ya no poderse distinguir entre el hombre y el no-hombre”.[36]
     No creo que podamos vislumbrar Auschwitz hasta que comprendamos quién fue el “musulmán”, hasta que no miremos con él a la Gorgona. Comúnmente se consideraba al “musulmán” como aquel que ha perdido su dignidad y por eso era visto como no-humano (esta figura aparece recurrentemente en los relatos de los sobrevivientes). Sin embargo el estado de “musulmanería” también provoca una pregunta a la ética kantiana. Porque en los campos hablar de dignidad casi no tiene sentido, de ahí la culpa y la vergüenza de los sobrevivientes: “Esa es la aporía de Auschwitz: un lugar donde es indecente continuar decente, un lugar donde aquellos que han conservado su dignidad y respeto de sí no sienten más que vergüenza ante aquellos que la han perdido en los campos de concentración”.[37] Para entender la experiencia del musulmán las categorías kantianas[38] de dignidad y respeto de sí no tienen ninguna utilidad. Por eso esta experiencia es un límite para la ética kantiana. “Musulmán” es la forma de vida que comienza cuando termina la dignidad, la vida desnuda o la “nuda vida”[39] a la que el hombre se ve reducido. En el caso de los “musulmanes” no se trata tanto de que su vida no sea una vida sino de que su muerte no es una muerte. El exterminio es una suerte de producción en cadena de cadáveres. En Auschwitz no se mueren, se producen cadáveres.
     Hanna Arendt advirtió esta presencia del cadáver, de la no muerte como muerte, del «desecho social», por esto Hanna parte de una tesis ontológica con respecto al mal. Si bien el mal no es visto como ausencia de ser -con la tradición agustiniana- no es que el mal carezca de positividad ontológica, el mal es una realidad pero que no conlleva ninguna determinación objetiva. Si se debe partir de la constatación de que nada está en el orden del ser ya en sí determinado como bien o como mal, independientemente de un acto de evaluación, interpretación y de juicio, entonces la distinción entre el bien y el mal sólo se alcanza a través del pensamiento que reflexiona y juzga la realidad. De allí el rol capital de nuestra responsabilidad. Eso explica la paradoja de Eichmann, éste era un hombre mediocre y banal que sin embargo había cometido crímenes horribles, no había en él una maldad profunda, Eichmann no tenía intenciones ni perversas ni diabólicas sino que carecía de conciencia moral certera y reflexiva. Realizaba una aplicación adecuada de la ley y el modo de pensar “corriente” en la Alemania nazi. Pero adolecía de un conformismo superficial y cómodo, una ausencia de pensamiento- juicio reflexivo- que le incapacitaba para distinguir el bien y el mal. La coherencia ética no es la coherencia lógica y la significación moral sólo puede ser vislumbrada por el pensamiento.
     Foucault ya había apuntado que, entre otras cosas, el cambio socio-político más importante que transcurrió en el siglo XIX y del que el siglo XX es heredero e hizo posible Auschwitz. Para Foucault el cambio se operó cuando se abandonó el viejo derecho de la soberanía -hacer morir o dejar vivir-, por un nuevo derecho o poder cuya máxima se invertiría, ahora se trata de hacer vivir y dejar morir. Así el Estado se convierte en el sustentador de una política de control de la vida (control de natalidad, mortalidad, enfermedad, etc.) que Foucault denomina biopolítica o biopoder.[40] El pueblo se convierte en población, el cuerpo político se transforma en un cuerpo biológico, el pueblo democrático se convierte en población demográfica.
     Así, tanto para Agamben como para Foucault el Estado nazi es la absolutización sin precedentes del biopoder donde el hacer vivir se integra con una generalización no menos absoluta del hacer morir, de modo que biopolítica y thanatopolítica se confunden. Las cesuras biopolíticas son, en efecto, esencialmente móviles, ellas introducen cada vez en el continum de la vida una zona residual, que corresponde al proceso de degradación. El no ario se convirtió en gitanos, homosexuales, minusválidos y otros seres humanos incluidos por el fascismo en la categoría de «desechos sociales», éstos, a su vez en judíos, el judío en deportado, el deportado en internado, hasta el punto donde, las cesuras biopolíticas encuentran su límite último. Este es el “musulmán” y en el Gulag donde habría predominado la ley de la “confesión”, la delación hecha también en nombre de los más altos principios morales. En el campo los prisioneros se encuentran despojados de cualquier condición política, por eso, en tanto nuda vida, no hay límite para el ejercicio del biopoder.
     La paradoja de Levi según Agamben es la siguiente: Si allí donde la humanidad fue destruida es el único testimonio verdadero de la humanidad, eso quiere decir que la identidad entre el hombre y el no-hombre jamás es perfecta, nunca es posible destruir integralmente lo humano, siempre queda (resta) algo. El testigo es el resto. En palabras de Blanchot: El hombre es indestructible y eso significa que no hay límites para su destrucción.[41] Nos quedan esas palabras de Ana Ajmátova:
    ¿Has sido tú la que le dictó a Dante las páginas
    sobre el infierno?
     
     

     


    [1] Gómez Ramos, Antonio, TOTALITARISMO, HISTORIA Y BANALIDAD DEL MAL, en Institut Universitari d’Estudis de la Dona, Universitat de Valencia, http://www.uv.es/iued/actividades/articulos/Valencia-arendt1.pdf
    Soy deudor de este trabajo en muchos sentidos y quiero dejar constancia de ello asentando que retomo la idea original, citas extraordinarias por la pasión con que están escritas así como datos que me fueron valiosísimos.
    [2] Seudónimo de Anna Andreievna Gorenko, que junto a Osip Mandelstam fue la que encabezó el acmeísmo, movimiento artístico de principios del siglo XX y que, en oposición al simbolismo, preconizaba el uso de un lenguaje poético que contuviera significados exactos. Las primeras composiciones líricas de Ajmátova, Atardecer (1912) y El rosario (1914) juega con imágenes concretas que quieren presentar la intimidad. Los poemas posteriores, como Anno domini MXMXXI (1922), introdujeron temas patrióticos, pero no apaciguaron a los críticos soviéticos, que consideraban a los acmeístas demasiado personalistas. Anna no volvió a publicar más poemas hasta 1940, fecha de publicación de Iva (Sauce). Su poema Réquiem (1935-1940) no se publicó en la antigua URSS hasta 1987, ya que por su temática, una elegía por los prisioneros de Stalin, fue considerado demasiado polémico. Sin embargo, durante la última década de su vida escribió varios poemas caracterizados por la gran belleza de su imaginería visual. Entre ellos está su autobiográfico Poema sin héroe (1962). Por otra parte, podemos decir que el mundo de Ajmátova es interior y privado. Un destello de mundo exterior se vuelve en ella sentimiento, y dicta la poesía. Sus versos son casi siempre breves, parecieran apuntes de un diario íntimo y sentimental. Siempre están evocando un lugar, una hora precisos: porque en realidad los poemas de Anna son fragmentos de vida y de pasión. Y de pasión Anna Ajmátova canta de manera totalmente pura: las imágenes nunca llevan la huella de la locura o del frenesí. Ajmátova es fiel a los hombres, al amor, a la vida y a las leyes de naturaleza de su sexo; reconoce las luces y las sombras, la gloria y la debilidad de su condición de mujer. El amor es maravilloso y terrible porque es cosa cotidiana, la costumbre más dulce, un presente eterno; no es historia, sino crónica de la vida, en que se alternan el encuentro y la despedida, el deseo y el recuerdo, la añoranza y la nostalgia, el remordimiento.
    [3] Gómez Ramos, Antonio, TOTALITARISMO, HISTORIA Y BANALIDAD DEL MAL ed., cit.
    [4] Ídem.
    [5] En realidad el poema Te llevaron al alba se refiere al arresto del historiador de arte Nikolai Punin, con quien vivía Ajmátova en 1935.
    [6] Los Streltsy era el cuerpo militar de elite instituido por Iván el Terrible. En 1698 se amotinaron frente al zar Pedro el Grande, quien consiguió aplastar la rebelión. Casi todos los Streltsy fueron torturados y ejecutados «a pesar de las súplicas de clemencia de sus esposas ante las torres del Kremlin. Este incidente es el tema de un cuadro famoso de Vasily Suríkov, «La mañana de la ejecución de los Streltsy».
    [7] Osip Mandelstam es, sin duda, uno de los grandes poetas de este siglo gracias a obras como Tristia y Los cuadernos de Voronezh. Osip Mandelstam, ruso por adopción, nació en 1891 en Varsovia en el seno de una familia judía. Miembro de la corriente acmeista, amigo de Anna Ajmátova, recibió la Revolución de Octubre con indiferencia. Poco le atrajo el clima revolucionario que recorrió Rusia y prefirió mantenerse ajeno a la actividad política. Fue miembro, como muchos otros, de la Unión de Escritores, pero distante de la militancia gremial de la entidad. Su energía se resolvió en el papel, donde escribió poemas que nada tuvieron que ver con la revolución social, el comunismo o el proletariado. A diferencia de Maiakovski, Babel y tantos otros poetas que se habían comprometido con el surgimiento de los soviets, Mandelstam prefirió mantener distancia de esa estética que más tarde se encaminaría con paso militante hacia el realismo socialista. En alguna fosa común que todavía hoy comparte con cientos de intelectuales, revolucionarios o campesinos disconformes, los restos del poeta se ha congelado. Nunca más se supo de él. No hay memoria que pueda rescatar sus huesos. Y nunca, además, fue posible comprender el gesto que lo condujo a la cárcel y la muerte.
    [8] Ajmátova, en aquellos tiempos lúgubres, para pagarse el billete de ida y vuelta desde Leningrado a Moscú, tuvo que empeñar una vieja condecoración y venderle a la Unión de Escritores un busto que le había hecho el escultor Danko.
    [9] Nadiezhda Mandelstam.
    [10] A Vitali Shentalinski le cabe el honor de haberle restituido a Rusia su identidad literaria moderna. Es el responsable, con su trabajo de investigación en los sótanos del KGB a partir de la perestroika gorbachoviana, de la recuperación de los manuscritos incautados a escritores de la talla de Mijaíl Bulgákov, Borís Pasternak o Ana Ajmátova durante los años más oscuros de la era soviética.
    [11] H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Ed. Alianza, Madrid, 1987, en donde dice: “…el mal no es jamás radical, es solamente extremo, y no pertenece a la profundidad y tampoco a una dimensión demoníaca. Puede invadir y devastar al mundo entero, ya que se desarrolla en la superficie como un hongo. Tal como dije “desafía” al pensamiento, puesto que éste intenta comprender la profundidad, llegar a las raíces y cuando busca el mal, se frustra, debido a que no encuentra nada, esa es su “banalidad”. Cfr. También, H. Arendt, Eichmann en Jerusalén, Ed., Lumen, Barcelona, 1967 [2ª edición, 1999].
    [12] Antonio Gómez Ramos, TOTALITARISMO, HISTORIA Y BANALIDAD DEL MAL, ed. Cit.
    [13] Cuando murió Ajmátova, la fila de dolientes afuera de la Casa del Escritor en Moscú se extendió a lo largo de varias cuadras. Éste es su testamento: «Ni siquiera hoy conocemos bien el mágico coro de poetas que son nuestros, ni siquiera hoy entendemos que la lengua rusa es joven y flexible, ni siquiera hoy sabemos que apenas hemos empezado a escribir poesía, que la amamos y creemos en ella…».
    [14] Antonio Gómez Ramos., TOTALITARISMO, HISTORIA Y BANALIDAD DEL MAL ed. ,cit.
    [15] Ídem.
    [16] Klaus Barbie, alias “Altmann”, ex jefe de la policía secreta alemana (Gestapo) en la ciudad ocupada de Lyón, (Francia), en los primeros años de la década del cuarenta, responsable de haber asesinado al jefe comunista de la resistencia francesa Jean Moulin. Sometido a juicio en su ausencia en la ciudad de Lyon, al término de la guerra, fue condenado a la pena de muerte por su participación en 4 mil 342 asesinatos, el envío de siete mil 591 judíos a campos de concentración y el arresto y tortura de 14 mil 311 miembros de la resistencia francesa. El sobrenombre de «El carnicero de Lyon», tiene pues, su razón de ser. Barbie fue uno de los criminales que llegaron a Bolivia donde hizo carrera en ese país, al parecer bajo la égida de la CIA. Amasó una considerable fortuna con negocios sucios de madera y barcos. Barbie llegó a ser General “ad honorem” del ejercito boliviano y fue responsable de la muerte de por lo menos tres mil bolivianos durante los años de las dictaduras militares. Fue “asesor” en labores de inteligencia y de seguridad estatal. Asimismo fue uno de los impulsores de la organización paramilitar “Los ángeles de la Muerte”. Quiénes financiaron a esta organización y para qué es algo hasta ahora no esclarecido. El 5 de febrero de 1983, fue llevado a Francia e ingresado a la prisión de Montluc, para responder por delitos contra la humanidad. ¿Había una respuesta?
    [17] Fue el 16 de mayo de 1968 cuando una división del ejército de Estados Unidos atacó la aldea de My Lai en Vietnam. 347 seres fueron masacrados, la mayoría mujeres, ancianos y niños. La matanza duró cuatro horas. Cierto es que algunos soldados se negaron a obedecer la orden de exterminio y que algún oficial llegó a apuntar a otro para salvar la vida de vietnamitas. Pero aquello era la excepción. La norma en My Lai y otras aldeas era la de imponer el terror. La política fue: de tierra arrasada, genocidio y tortura aplicada por el ejército norteamericano a todos los vietnamitas.
    [18] Un cascarón a la deriva estuvo a punto de hundirse cerca de Creta el 1 de enero de 2002 con 254 refugiados kurdos, paquistaníes y sierraleoneses a bordo. Cuando el capitán del mercante turco llamado «Aydin Kaptan», dio la voz de alarma, el barco había perdido dos motores. Sobre su cubierta se hacinaban los inmigrantes. Hacía ya tres días que no habían comido. Tampoco les quedaba agua. El final de su largo viaje se adivinaba trágico. Una fragata española, el «Extremadura”, fue en su ayuda. La intervención impidió que el mercante, que presentaba una gran fisura en el casco, se fuera a pique. Finalmente, un pesquero griego remolcó al «Aydin Kaptan» hasta el puerto de Hierapetra, donde los inmigrantes quedaron a disposición de las autoridades. Muchos fueron deportados. Tuvieron suerte. Podrían haber acabado abonando el fondo del Mediterráneo, o abandonados a la deriva, como los cuatrocientos afganos del «Tampa» que Australia e Indonesia se negaron a acoger en agosto del 2001.
    [19] Al comienzo del día diecisiete de septiembre de 1982 empezó una historia más de sangre del pueblo palestino. Lo que ocurrió fue tan imposible, que es difícil de creer que haya ocurrido, miles de hombres, mujeres, niños palestinos y libaneses, habitantes de los campamentos de Sabra y Chatila, fueron asesinados en una masacre salvaje, causando la repugnancia de todo el mundo y provocando la caída del gobierno de Menahim Beguin, aun así, ningún criminal de los que dieron las ordenes y / o ejecutaron dicha masacre, han sido presentados ante un tribunal todavía. No obstante, el dieciocho de junio 23 personas, 15 de nacionalidad palestina y ocho libanesa presentaron una querella ante un Juzgado de Instrucción belga contra Ariel Sharon y Amos Yaron, así como contra otros responsables israelíes y libaneses.
    [20] El asesinato del jeque Ahmed Yasín forma parte de una política general llevada a cabo por el gobierno del Estado de Israel y se puede describir como un genocidio simbólico. Incapaz de liberarse del traumatismo de la Shoah y de la inseguridad que causó, el pueblo judío, víctima suprema del genocidio, está infligiendo, en la actualidad, un genocidio simbólico al pueblo palestino. El mundo no permitiría una eliminación total, así que se está llevando a cabo una aniquilación parcial.
    [21] El diez de septiembre de 2003, los aviones de la fuerza aérea israelí lanzaron varios misiles contra un edificio de dos plantas situado en el populoso barrio Al Sabra, de la Ciudad de Gaza. Su misión: acabar con la vida de Mahmud al-Zahhar, un cirujano de 59 años, jefe de fila y portavoz del Movimiento Nacional de Resistencia Islámica (HAMAS). En el ataque fallecieron dos personas: Jaled, el hijo del militante islámico, y su guardaespaldas, Sehda Yusef Al Deri. Tras la eliminación de Abdelaziz Rantisi, efímero sucesor del jeque Ahmed Yasín en la jefatura de la agrupación político-religiosa que controla un importante segmento de la sociedad palestina, Al Zahhar vuelve a convertirse en blanco predilecto del ejército israelí. Resulta sumamente difícil esbozar el perfil de este «enemigo público» del establishment hebreo.
    [22] Saloth Sor, “alias” Pol Pot, fue un militar y político camboyano, considerado responsable de que su país viviera bajo el régimen de los jemeres rojos (Khmer Rouge) entre 1975 y 1979.En 1960, participó en la fundación del Partido Popular Revolucionario Jemer (o Partido Comunista Jemer), del cual fue nombrado secretario general. En 1963, se desplazó a la selva camboyana, donde organizó el grupo guerrillero denominado Jemer Rojo. Durante la abierta guerra civil que siguió al golpe de Estado de Lon Nol en 1970 se alió con el príncipe Norodom Sihanuk. Después de que los jemeres rojos expulsaran del poder a Lon Nol en 1975, Pol Pot ocupó la jefatura de gobierno y dirigió la evacuación de las ciudades camboyanas, obligando prácticamente a toda la población del país a trabajar como campesinos. Se calcula que más de 1.7 millones de personas murieron en los llamados “campos de la muerte”, en los que se sometió a los detenidos a ejecuciones, torturas, hambre y trabajos forzados. Pol Pot fue depuesto en enero de 1979 por los vietnamitas, que habían invadido el país; a partir de entonces, desencadenó una guerra de guerrillas contra el nuevo gobierno impuesto por Vietnam. En 1982, se creó un frente común con los líderes de la oposición hasta su dimisión como comandante en jefe en 1985. Lo que siguió fue el más cruento genocidio perpetrado después de Auschwitz. Sin embargo, ninguno de los responsables ha enfrentado la justicia por el genocidio de los dos millones de personas ni tampoco por los cometidos en la guerra de Vietnam.
    [23] Centroáfrica antes de la colonización se constituye de las gentes que huían de la trata de esclavos. En 1910 se incorpora a la África Ecuatorial Francesa y desde entonces este país dependerá de la política y la economía Francesa. David Dacko logró la independencia de Francia en 1960, lo derroca Bokassa en el 65 y éste se autoproclama, mariscal, presidente vitalicio y emperador con el apoyo de Francia. Bokassa en contraprestación financiaba con diamantes las campañas electorales de Giscard D’Estaing, máximo responsable de la constitución europea. Pero fue la misma Francia que derrocó a Bokassa en la “operación Barracuda”, restableciendo la república. Finalmente fue arrestado bajo los cargos de tortura, asesinato y canibalismo. Bokassa fue condenado principalmente por asesinar a varios opositores políticos y se le condenó a muerte, pero la pena fue conmutada más adelante por prisión.
    [24] ¿Por qué necesitamos recordar? Porque el pasado constituye realmente el fondo de nuestra mismidad individual o colectiva y ella es la que se teje con los hilos de necesidad, azar y libertad. La identidad o mismidad no es algo que esté ahí, sino que la vamos construyendo, diríamos que constituye esa misteriosa “esencia” de la que nos hablaban los medioevales. A fin de cuentas necesito saber quién soy y a qué grupo pertenezco. Pero tanto los hombres como los grupos viven en medio de otros hombres, de otros grupos. Por eso no es posible contentarse con decir que cada uno tiene derecho a existir; es indispensable ver cómo esta afirmación influye en la existencia de los demás. En la esfera pública no todos los recuerdos del pasado son igualmente admirables; el que da pábulo al afán de venganza o de desquite suscita, en todo caso, algunas reservas. En cuanto a las colectividades, es raro que sientan la tentación de olvidar radicalmente el mal de que han sido víctimas. Los afroamericanos de hoy no procuran de ningún modo que se olvide el traumatismo de la esclavitud que sufrieron sus antepasados. Los descendientes de las personas fusiladas o quemadas en Oradour-sur-Glane, en 1944, no quieren que se olvide esa ofensa: al contrario, hacen lo necesario para que el pueblo se conserve en ruinas. También en esos casos cabría desear que, al igual que para los individuos, se evite la alternativa estéril de la omisión total o de la evocación sin fin: el mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para permitir que nos volquemos mejor hacia el porvenir.
    [25] La memoria no se opone al olvido. La memoria es, siempre y necesariamente, una interacción entre el olvido (el hecho de borrar) y la salvaguarda del pasado en su totalidad —algo a decir verdad imposible. Borges, en “Funes el memorioso”, imaginó un personaje que retiene la totalidad de lo que ha vivido: es una experiencia pavorosa. La memoria selecciona en el pasado lo que considera importante para el individuo o para la colectividad; además, lo organiza y lo orienta de acuerdo con un sistema de valores que le es propio.
    [26] Proposición del 9 de octubre 1967.
    [27] Cfr., Wolfgang Sofsky Tiempos de horror, Amor, violencia, guerra, Ed., Siglo XXI, Trad. Isabel García Adanes, Madrid, 2004, passim. Todos los análisis que lleva a cabo Sofsky se refieren a todas las formas de terror, con especial incidencia a la que se desata en las guerras, a su irracionalidad y a su atractivo.
    [28] Hanna Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999.
    [29] Giorgio Agamben, Ce qui reste d¨Auschwitz, Bibliothéque Rivages, París, 1999.
    [30] A este respecto véase el análisis que hace Primo Levi de las distinciones entre prisioneros en su análisis de la “zona gris” en Los Hundidos y los Salvados, Muchnik Editores, Barcelona, 1989, p. 32-45.
    [31] “Los prisioneros privilegiados estaban en minoría dentro de la población del Lager pero representaron, en cambio, una gran mayoría entre los sobrevivientes, en realidad, aun sin tener en cuenta, el cansancio, los golpes, el frío, las enfermedades, debemos recordar que la ración alimenticia era del todo insuficiente incluso para el prisionero más sobrio”, Op. cit, p.36.
    [32] Citado por Giorgio Agamben, p.35, extraído de: Primo Levi, Conversazioni e interviste, Einaudi, Turín, 1997.
    [33] Edmónd Jabès ha descrito con palabras justas esta nueva configuración del infierno en la sociedad contemporánea: “Auschwitz es el infierno donde millones de seres humanos fueron los mártires inocentes de una monstruosa empresa de inferiorización, de desvalorización, de rebajamiento sistemático del hombre ante los ojos espantados de la muerte, tan degradada ella misma, que por primera vez conoció el asco (…).” Por eso las llamas que se elevaban en el humo de los hornos crematorios no eran las del infierno de San Pablo. Las llamas de Auschwitz no purificaban el alma de los deportados. Las devolvían más livianas a la nada.” (Edmónd Jabès, “El infierno de Dante”, Nombres, año III, Núm. 3, Córdoba, sept. de 1993, p. 132). Primo Levi también nos ofrece una imagen del infierno concentracionario: “Esto es el infierno. Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar de pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muertos. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota.” (Primo Levi, Si esto es un hombre, Muchnik, Barcelona, 1995, p. 32).
    [34] La Gorgona constituía un objeto de horror y espanto no sólo para los mortales, sino también para los inmortales (…) Volvía piedra a los que la miraban”.
    [35] Citado por Giorgio Agamben, p.41, extraído de: Primo Levi, Les Naufragés et les Rescapés, trad. André Maugé, Gallimard, París, 1989.
    [36] Giorgio Agamben, op. cit., p. 57.
    [37] Ibídem, p. 75.
    [38] Immanuel Kant, La Religión dentro de los límites de la Mera Razón, Alianza Editorial, Madrid, 1995 (trad. Felipe Martínez Marzoa). En la primera parte del libro “De la inhabitación del principio malo al lado del bueno o sobre el mal radical en la naturaleza humana”, Kant plantea su tesis del mal radical, p. 46. El hombre en tanto ser natural y ser moral tiene como motivos impulsores el amor físico hacia sí y el deber, el mero respeto a la ley moral. En el hombre coexisten ambos aspectos, el amor hacía sí (ser natural) y la ley moral (ser racional). El problema es cuál de los dos aspectos es el fundamento subjetivo de la determinación del albedrío. La tesis kantiana consiste en que el hombre es bueno o malo según la subordinación a cualquiera de los dos aspectos: “El hombre es malo por cuanto invierte el orden moral de los motivos al acogerlos en su máxima: ciertamente acoge en ella la ley moral junto a la del amor a sí mismo (…) hace de los motivos del amor a sí mismo y de las inclinaciones de éste la condición del seguimiento de la ley moral, cuando es más bien esta última la que, como condición suprema de la satisfacción de lo primero, debería ser acogida como motivo único en la máxima universal del albedrío”.
    [39] El concepto de nuda vida, ha sido desarrollado por Agamben en otro libro, Homo Sacer: El poder soberano y la nuda vida, Pretextos, Valencia, 1998.
    [40] Michel Foucault, Defender la Sociedad, Fondo de Cultura, México, 2000, p. 218.
    [41] Giorgio Agamben, Op. Cit., p. 204.
  • Quebrar límites…

    Quebrar límites…

    Editorial

     Julio Ortega Bobadilla

    Fecha a no olvidar: 27 de enero de 1945. A finales del mes de enero de este año, se conmemoró el 60 aniversario de la liberación de Auschwitz. Jefes de estado de diversos países se encontraron en una mañana de frío inclemente y hablaron más en nombre, de la humanidad que de sus personas y países, para decirnos que la memoria de esos hechos sigue presente y hacer al mundo la promesa de que tales actos no volverán a ser cometidos por nadie. No recordamos se haya realizado una evocación así cuando se cumplieron 50 años y debemos agradecer con humildad a quienes tuvieron la idea de darle presente a ese día que cintilar como una vela viva en nuestros corazones.

    A la ceremonia llegaron no sólo políticos y gente que tenía la obligación de estar ahí, sino algunos sobrevivientes de los espantosos campos de exterminio. Quizá fue una de las últimas oportunidades que tuvimos de escuchar a esas víctimas valerosas del infortunio de la máquina demente de destrucción fascista. En el número anterior de CARTA PSICOANALÍTICA ya habíamos tenido oportunidad de entrar al tema, gracias a los artículos que nos fueron mandados sobre el caso Eichmann, pero no por ello es un tópico que tengamos que descartar pues de lo que se trata es de intentar descifrar lo incomprensible.

    También hubo ausencias notables, indisimulables ante los ojos del mundo. No estuvieron presentes, el Papa polaco (¿Promotor de la canonización del pagano Pío XII y amigo defensor del padre Massiel?) que pasó la guerra internado en un seminario, ni tampoco estuvo el presidente Bush que quiere liberar al mundo de las cadenas de cualquier dictadura y llevar la democracia a los más apartados rincones del planeta. Tuvieron seguro, cosas más importantes que hacer: uno, prepararse para la aparición ante los feligreses en la semana santa que viene; el segundo, jugar golf y/o encontrarse con sus generales y distinguidos ejecutivos del gobierno americano, que echaron a andar unas elecciones en Irak, que no obstante sus buenos propósitos siguen rechazando algunos grupos radicales.

    Esa buena gente, sigue sorprendida de que los salvajes de oriente no acepten la democracia y el sentido común occidental. Por cierto, la mayor parte de los soldados muertos en Irak deben tener apellidos latinos como: González, Domínguez, Ríos o Sánchez. Tienen sus deudos el consuelo de que sobre sus ataúdes tienen ahora la bandera de barras y estrellas.

    Su servidor, terminó de leer una novelita de 600 páginas como es La Decisión de Sophie (Grijalbo Mondadori, Barcelona 1995) de William Styron –llevada al cine medianamente por Alan J. Pakula (Sophie’s Choice, 1982), casi al mismo tiempo que esos hechos y comprobó, no sólo lo buen escritor – con la tradición de la novela norteamericana a cuestas– que resulta este hombre angustiado y sobresaliente (autor de un extraño texto de aflicción llamado: Esa visible obscuridad), sino lo alejados que estamos en mi país de esas pesadillas que marcaron a tantas generaciones de manera definitiva. No hacía mucho tiempo, había tenido la oportunidad de ver en la televisión satelital el bizarro documental sobre el comediante, actor y cineasta Kurt Gerron que lleva por título Prisioner in paradise (Malcolm Clarke, Stuart Sender, 2002) que narra su estancia en el campo de concentración de y los servicios que realizó para los nazis al hacer una película –nunca exhibida por fortuna– sobre lo bien que trataban a los judíos sus trastornados captores. En mi mente estos horrores quedan todavía sin explicación alguna, como un enigma insoluble al que ninguna psicología puede dar una completa respuesta y del que me siento extrañamente –puesto que no había nacido– avergonzado y hasta culpable como miembro del género humano.

    En México, tales acontecimientos pasaron casi sin pena ni gloria. Los sucesos políticos nacionales que suponen una lucha entre partidos sin igual de cara a la justa presidencial del 2006 tienen ocupados a los medios informativos completamente. También las noticias sobre la guerra declarada del narcotráfico al Estado mexicano, el hecho de que seamos la nación que tiene más asistentes en el mundo a una feria como la Expo – Sexo, el libro que publicó una mujer ex – política de Gran Corazón y el gesto de misericordia del procurador Encinas hacia el corruptor Ahumada que le hace gozar de más derechos que la mayor parte de los mexicanos, acontecimientos de política doméstica que no voy a explicar ahora al visitante de otra geografía pero que muestran un panorama de nuestra vida cotidiana en México.

    Todas estas noticias son importantes, pero me da la impresión de que, a veces, vivimos en la Luna respecto a lo que pasa en el mundo y que la memoria es un mal que nos esforzamos en erradicar de nuestro presente. Represión le llama Freud al mecanismo que subyace a esta actitud, y hace de este mecanismo el precio de la cultura, pero: ¿Acaso puede sostenerse alguna civilización sobre las ruinas del olvido?

    Por lo pronto, estamos llegando al No. 6 de CARTA PSICOANALÍTICA y en el comité editorial de la revista nos congratulamos que así sea. Tenemos ahora un margen de visitas que no habíamos soñado cuando iniciamos nuestra tarea. Somos el lugar de coincidencia de las diferentes corrientes, instituciones y escuelas de psicoanálisis en México. En los Foros puede apreciarse ahora la diversidad de oferta hacia el público de conferencias, cursos seminarios y eventos diversos de nuestro medio.

    Los colegas de nuestro país nos mandan ahora información puntual y estamos en contacto permanente con los colegas de nuestro medio, haciendo que las barreras que se habían instituido tan firmemente entre los diversos grupos tengan ahora un patio de encuentro. No vivimos en un olimpo psicoanalítico y cada grupo se juega todavía, a través de reglas y políticas excluyentes, prevalece el esoterismo sobre la exoteria.

    Con todo, este principio de año depara muchos eventos en psicoanálisis protagonizados por visitantes de otras latitudes y nos alegramos porque deseamos oír muchas voces diferentes. Unos regresan después de larga ausencia, otros pisan por primera vez nuestro país. A todos damos la bienvenida, pero desearíamos que no sea ésta la forma elegida por los analistas de nuestro país para validar prácticas institucionales, clínicas o celebrar un cóctel party.

    La defensa de nuestras posiciones debe basarse en la solidez de nuestro propio discurso y no en alianzas con asociados y colegas de otras latitudes. Uno esperaría que la política psicoanalítica fuera diferente de la que hacen los políticos profesionales. Necesitamos oír más nuestra propia voz y comparar frecuencias, para saber hacia dónde se dirige el psicoanálisis mexicano que tiene una identidad propia. Me parece que es el propósito que se han conseguido en un reciente Coloquio sobre el tema de EL CUERPO (noviembre 2004) que organizaron algunos colegas de APM y la asociación TRISKEL de la elp. Allí escuchamos diferentes lenguajes sobre un mismo tema y se discutió abiertamente, el problema de la confusión de lenguas en nuestra disciplina, corroboramos que cuando los analistas pueden dejar de lado su narcisismo e intereses cerrados de grupo, puede existir comunicación pese a todo y extensión del psicoanálisis. En la diferencia de enfoques, encontramos puntos de contacto, preocupaciones y líneas de investigación que nos dicen que el psicoanálisis es una cosa viva que se mueve con fuerza propia y fuera del dogma, también, que para trabajar no se necesita el patrocinio de ningún santo en particular.

    Les invitamos a ver en la sección El psicoanálisis en México algunas de las imágenes que pudimos apreciar en esa reunión, todos se ven muy gozosos y con ellos compartimos momentos muy placenteros. Esperamos que este tipo de reuniones heteróclitas, plurales, se repitan con más frecuencia, de eso depende el futuro del psicoanálisis.

    Iniciamos un nuevo ciclo en CARTA PSICOANALÍTICA, hemos renovado la página gracias a nuestro webmaster Mauricio Ayala, a fin de prestarles un mejor servicio. También con este cambio de look, emprendemos más proyectos que ya irán ustedes encontrando en el espacio de nuestro sitio que ahora está sobre las 300 visitas diarias, de las cuales el 85 por ciento corresponden a México. Estas cifras nos complacen, pero para seguir produciendo CARTA PSICOANALÍTICA necesitamos de la colaboración y ayuda de todos los que siguen nuestro trabajo. Por de pronto, vamos a pedirles que sigan enviando sus artículos, enterándonos de las actividades de sus grupos y dando a conocer la aparición de nuevos sitios web relacionados con el psicoanálisis. Vamos a seguir adelante con nuestra labor con más empeño, porque sabemos en el comité editorial que es trabajar por la causa psicoanalítica mexicana. Gracias a todos.