Eugenia María Cárdenas Chapa

RESUMEN:

El ser humano siempre ha tenido la necesidad de sentirse identificado, correspondiente y trascendente a la sociedad que pertenece. Como mexicanos, desde la Conquista nos hemos visto ajenos a esta pertenencia, carentes de un lugar al que llamemos hogar, pero sí influenciados por otros sitios que no corresponden al nuestro. 

Este sentir se traslada hasta nuestros días, en el contexto de la Postmodernidad, donde el mexicano trata de encontrar su lugar en un mundo desencantado que poco a poco se está reconstruyendo.

Desde la creación de su obra maestra “El Laberinto de la Soledad” en 1950, Octavio Paz afirma que el mexicano se encuentra en una etapa carente de crítica, pero sí de reflexión. Esta aseveración se vuelve más potente en nuestra actualidad, analizando al mexicano desde tres conceptos que describen su actuar: el malinchismo, el machismo y el matriarcado, que al mismo tiempo podrían explicar las categorías descritas por Rogelio Díaz en su libro “Psicología del Mexicano”, algunas décadas después. 

Bajo estos conceptos y esta realidad es que el mexicano se vive como un ente confundido, carente de símbolos, que busca su identidad en generaciones anteriores porque no logra conceptualizarse en una imagen propia. No reconoce sus propias raíces, su origen, por lo que se encuentra perdido en este eterno laberinto de soledad. 

Palabras clave:

Mexicano, matriarcado, malinchismo, machismo, raíces, Octavio Paz

ABSTRACT:

Humans have always had the need to feel identified, corresponding and transcendent to the society to which they belong. As Mexicans, since the Spanish Conquest we have been oblivious to this belonging, lacking a place that we call home, but influenced by other places that do not correspond to ours.

This feeling is transferred to our days, in the context of Postmodernity, where the Mexican tries to find his place in a disenchanted world that is gradually being rebuilt.

Since the creation of his masterpiece «The Labyrinth of Solitude” in 1950, Octavio Paz affirms that the Mexican is in a stage devoid of criticism, but full of thoughts. This becomes more powerful today, analyzing the Mexican from three concepts that describe his actions: malinchismo, sexism and matriarchy, which at the same time could explain the categories described by Rogelio Díaz in his book «Psychology of the Mexican» some decades later.

Under these concepts and this reality, the Mexican lives as a confused entity, devoid of symbols, who seeks his identity in previous generations because he cannot conceptualize himself in his own image. He does not recognize his own roots, his origin, which is why he finds himself lost in this eternal labyrinth of loneliness.

Keywords:

Mexican, matriarchy, sexism, identity, roots, Octavio Paz

INTRODUCCIÓN.

El ser humano siempre ha tenido la necesidad de sentirse identificado, correspondiente y trascendente a la sociedad que pertenece. Como mexicanos, desde la Conquista nos hemos visto ajenos a esta pertenencia, carentes de un lugar al que llamemos hogar, pero sí influenciados por otros sitios que no corresponden al nuestro. Este sentir se traslada hasta nuestros días, donde actuamos como una sociedad generalizada, globalizada, en la que conceptos como identidad, individualidad, patriotismo, incluso cultura, se encuentran tergiversados. 

Para hacer frente a esta, llamémosle problemática, cabe retroceder un poco en nuestras raíces para retomar un poco el rol que nos corresponde como mexicanos; pero, ¿dónde encontramos estas raíces en este laberinto de la soledad? Menciona Octavio Paz en el párrafo introductorio de su obra maestra que: “El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia”. (Paz, 2000: 11). 

“Estamos solos”, qué potente afirmación. Y estamos solos no únicamente en el sentido físico, intensificado aún más por el aislamiento evidente; sino estamos solos psicológicamente, tratando de hacernos presentes en la exigencia de un mundo globalizado, para de una u otra forma sentir que existimos, porque la arrogancia humana nos ha superado y no visualiza que “todos somos uno y coexistimos en un continuo de vida”. (Murdock, 2010: 214).

Solos como mexicanos, solos como individuos, solos como sociedad; este desencanto provocado por una modernidad tardía y, a la vez, por una pandemia que no alcanzamos a comprender, realza su significado en la concepción de imaginarios simbólicos que no responden a nuestra nueva realidad, y por una serie de fenómenos relacionados con el consumo, la sociedad red y el inevitable sistema político del que depende nuestra subsistencia. 

Si Octavio Paz desde la creación de su obra en 1950 afirma que el mexicano se encuentra en una etapa carente de crítica, pero sí de reflexión, esta aseveración se vuelve más potente en nuestra actualidad, analizando al mexicano desde tres conceptos que describen su actuar: el malinchismo, el machismo y el matriarcado, que al mismo tiempo tal vez podrían explicar las categorías descritas por Rogelio Díaz en su libro “Psicología del Mexicano”, algunas décadas después. 

Antes de profundizar en estos elementos, es relevante ubicarnos en el momento donde se desarrolla esta forma de pensamiento del mexicano aunado al contexto global. 

El positivismo, el materialismo, la descentralización europea, la Revolución Rusa y la reconstrucción de un mundo a partir de la Segunda Guerra Mundial, dan como resultado una época conocida como Postmodernidad, misma que desarrolla una cultura de ocio, en parte por el excedente económico de los países después de la guerra. Esta época, a su vez, produce una crisis de la razón generando una sociedad de consumo, la globalización y una anomia por la falta de orden y lógica en el sentido de existencia. 

Duch (1997) describe este momento de “desencantamiento” del mundo característico de la Postmodernidad de la siguiente manera: 

El momento presente se caracteriza por ser una época fuertemente marcada por una destradicionalización generada no sólo de las instituciones sociales, sino sobre todo de la misma conciencia de los individuos como consecuencia, probablemente, de la fragmentación de la memoria y de las visiones del mundo. (p.40). 

Es evidente, entonces, que sea en este contexto donde Octavio Paz desarrolla “El Laberinto de la Soledad”, que trata de cierta manera de explicar el lugar del mexicano en un mundo que se está reconstruyendo. 

EL MEXICANO MALINCHISTA.

El lugar del mexicano ha sido una incógnita desde la Conquista. Al abrir la puerta a los españoles inició la pérdida de identidad del mexicano, el olvido de sus raíces, y desembocó en una serie de influencias que siempre serán externas pero nunca propias: en la Conquista y en la Colonia fueron los españoles; en la Reforma y el Porfiriato, los franceses; y ahora, en esta Postmodernidad, lo son los estadounidenses. 

Para hacer más evidente esta afirmación, basta con realizar una visita al Zócalo de la Ciudad de México o al Museo del Templo Mayor: una civilización enterrada con tan solo unos vestigios que muestran lo que fuimos, mientras que sobre ella se erige un monumento al catolicismo, como dice Paz (2000): “El catolicismo ofrece un refugio a los descendientes de aquellos que habían visto la exterminación de sus clases dirigentes, la destrucción de sus templos y manuscritos y la supresión de las formas superiores de su cultura”. (p.116). 

Y el malinchismo se centra en eso: la actitud servil ante el extranjero, la preferencia de costumbres internacionales sobre las propias, proviene de la necesidad de exterminar nuestras raíces para darle cabida a aquellas exigencias que no reconocen a plenitud el valor que el mexicano tiene como individuo y como parte social. 

Lo cierto es que el mexicano no es racista o clasista, como suele a veces percibirse; sino que niega “al moreno” porque representa aquello que le arrancaron, aquello que exterminaron: sus raíces. Por ello, prefiere encajar en el estándar de aquellos que nos conquistaron: el español, el francés, el estadounidense; en resumen, el extranjero. 

Por ende, cuando se persiguen falsos ideales regidos sobre pensamientos que no crean identificación, resulta casi imposible hablar de respeto por la individualidad, por nuestra psicología como mexicanos, ya que se da por sentado que todas las personas son iguales y tienen las mismas esperanzas; que tienen los mismos anhelos y que aspiran a conseguir las mismas metas; las metas instauradas por un mundo globalizado y liderado por aquellos que no son mexicanos. 

El mexicano se generaliza, no se simplifica. Se generaliza en el ámbito en que ya no se distingue, ya no existe; nuestra generación es la respuesta a una carencia de simbolismos y a un mundo desencantado; tal vez la interminable búsqueda de aquello que nunca se tuvo. Por ello el mexicano cuando se siente solo, también se siente distinto. 

EL MATRIARCADO MEXICANO.

Tal vez el único lugar al que el mexicano puede decir que pertenece es a su madre. Sigmund Freud decía con certeza del cuerpo materno que: “No hay ningún otro lugar del que se pueda decir con tanta certidumbre que se ha estado ya en él”. (Barthes, 1989: 76). A la vez, Paz afirma que: “La soledad, fondo de donde brota la angustia, empezó el día en que nos desprendimos del ámbito materno y caímos en un mundo extraño y hostil”. (Paz, 2000: 88). 

La madre ha sido considerada como uno de las causas principales del desarrollo positivo o negativo de sus hijos; “la madre representa, no sólo un aspecto del inconsciente, sino también un símbolo de todo el inconsciente colectivo, que contiene la unidad de todos los opuestos”. (Murdock, 2010: 32). De ahí que la separación de la madre sea un proceso intenso para los hijos: el miedo a la pérdida, la ansiedad por encontrarse solo, separado de aquella que es igual a nosotros; de quién sí representa nuestras raíces. 

Por ello, tal vez el simbolismo que tiene la madre para el mexicano es tan potente porque significa que si está con ella, no estará solo y no será distinto a ella. 

Murdock (2010), redacta un párrafo donde reflexiona acerca del vínculo materno:

Uno se enfrenta una y otra vez, como un destino. No sólo los contenidos de los sentimientos, sino también sus mismas funciones, se conforman a partir de las reacciones y valores que aparecen en la relación madre/hijo. La forma en la que nos sentimos en la relación al cuerpo, nuestra autoconcepción física y la confianza en nuestro cuerpo, el tono subjetivo con el que integramos o salimos al mundo, los temores y culpabilidades básicos, cómo nos comportamos ante el amor y cómo nos comportamos en el contacto físico y la intimidad, nuestra temperatura psicológica de frío o calor, cómo nos sentimos cuando estamos enfermos, nuestros modales, nuestro gusto o estilo de comer y de vivir, nuestras estructuras habituales de relación, los patrones de gestos y el tono de voz, todos llevan al sello de la madre. (pp. 169-170).

Es así que México vive en el matriarcado. La madre tiene su fiesta, tiene sus representaciones, tiene sus groserías: te pueden ofender a ti, pero que no ofendan a tu madre. La madre es abnegada, servil, sufrida, “chingona” (no “chingada”); por ende, así es el mexicano. 

Y sin la madre que nos proteja, estamos expuestos ante ese mundo hostil que perjudica a los más débiles, donde se pierden tradiciones y costumbres milenarias; y en este proceso inevitablemente se olvida la identidad y la promesa de desarrollo de un país que tiene demasiado qué ofrecer, pero que está destinado al consuelo de su matriarcado. 

No por nada “la patrona” es la Virgen de Guadalupe: “Consuelo de los pobres, el escudo de los débiles, el amparo de los oprimidos. En suma, es la Madre de los huérfanos”. (Paz, 2000: 93). Y somos huérfanos porque perdimos a nuestra madre desde la ya mencionada Conquista. 

EL MEXICANO MACHISTA.

Desde la perspectiva del mexicano no puede confundirse el papel de la madre con el de la mujer; la mujer que no es madre, entonces, no cumple su rol protector y por ello representa lo que más desprecia el mexicano: la vida vista como lucha, la idea de actividad; en contra de la abnegada madre o la novia que espera. 

Bien afirma Murdock (2010): “Dependencia y necesidad son dos palabras malditas para una mujer” (p. 69); y son malditas porque a las niñas mexicanas no se les motiva a ser independientes o autónomas al igual que a los niños. La narrativa de la mujer mexicana está destinada a ser un cuento de hadas donde el príncipe montado en su caballo llegue a salvarla, para mantener esas relaciones de dependencia hacia el sexo masculino: el padre, el marido y los hijos. Por ello, la madre ejerce autoridad en la familia mexicana (en el matriarcado), para compensar el poder que no pudo tener en el mundo externo de los hombres (el mundo del machismo).

Al respecto, Paz (2000) desarrolla un párrafo sumamente interesante: 

Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asignan la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre lo que nunca se le ha pedido consentimiento y en cuya realización participa sólo pasivamente, en tanto que “depositaria” de ciertos valores”. Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos. (p. 39). 

Es claro entonces que México sea uno de los epicentros para la nueva lucha feminista. En un país donde en 2020 se registraron 3,723 muertes violentas de mujeres, es evidente que la figura del macho sigue permeando como aquel ser hermético, encerrado en sí mismo, que no logra concebir que la mujer sea dueña de sí misma. 

Tal vez el mexicano le tenga tanto miedo a la mujer porque representa la muerte. La mujer, al igual que la muerte, es íntima. La muerte no engendra como la madre; vivir con indiferencia ante la muerte, es ser intrascendente a la vida. Nuevamente, la mujer representaría un no pertenecer. Pero a la vez, “en toda tradición mitológica, la mujer está ya ahí. Lo único que tiene que hacer es darse cuenta de que ella es el lugar al que la gente intenta llegar”. (Murdock, 2010: 14). Como la muerte.

Por lo tanto, estos tres elementos: el malinchismo, el matriarcado y el machismo, son aquellos que se instauran y permanecen en la psicología del mexicano. 

CONCLUSIÓN.

Según la clasificación de Díaz, el malinchista correspondería al mexicano rebelde, aquel solitario sin su lugar en el mundo, inconforme y hostil ante la realidad de la cual forma parte; el matriarcado encaja en la descripción del mexicano pasivo, el que obedece a la madre y muestra sus buenas conductas ante ella; y finalmente el machista es un claro reflejo del mexicano con control externo pasivo: es el agresivo, envuelto en una violencia y corrupción de la que no puede escapar por su necesidad de generar el conflicto. 

¿Y el mexicano con control interno activo? Tal vez aquí yace la posibilidad de desarrollo, donde el mexicano dé ese salto de lo reflexivo a lo crítico. Citando a Martínez Miguélez (1997), tal vez lo valioso de la postmodernidad es “su sensibilidad cuestionada y crítica ante las grandes y más significativas propuestas no realizadas de la modernidad”. Es decir, es ahora, más que nunca, cuando el mexicano debe pasar de su estado reflexivo, de vivir en el mundo de las ideas, para transitar a un actuar crítico, donde su historicidad brinde significado a sus nuevos imaginarios urgentes de ser transformados. 

El mexicano se vive como un ente confundido, carente de símbolos, que busca su identidad en generaciones anteriores porque no logra conceptualizarse en una imagen propia. A la vez, no reconoce sus propias raíces, su origen, por lo que se encuentra perdido en este eterno laberinto de soledad. 

Toda evolución tiene sus raíces, y en este proceso de avance no debe olvidarse de dónde provenimos porque “olvidar las raíces es traicionar el presente”. En palabras de Paz (2000): “El mexicano no quiere ser ni indio ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo”. (p. 96). 

No venimos del español, del francés o del estadounidense; nuestra riqueza cultural yace desde los aztecas, los tlaxcaltecas, desde aquellas civilizaciones que ocultamos con las representaciones de lo que no somos. 

Mientras como mexicanos sigamos aceptando la realidad que vivimos como la única posible, el cambio y la evolución hacia una mejor sociedad seguirán sin ocurrir. Los sistemas e imaginarios son creados por los mismos seres humanos y, de igual manera, pueden ser derrocados. 

Si somos conscientes, críticos y analíticos, sabremos discernir y utilizar de buena manera aquello que nos pueda ayudar a construir sobre bases sólidas, y tal vez dejar de sentirnos solos. Tendremos un mejor juicio y un criterio más acertado para tomar mejores decisiones respecto a nuestro presente y el futuro que queremos construir. 

“Si nos arrancamos esas máscaras, si nos abrimos, si, en fin, nos afrontamos, empezaremos a vivir y pensar de verdad. Nos aguardan una desnudez y un desamparo. Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”. (Paz, 2000: 210). 

FUENTES DE CONSULTA. 

  • Barthes, R. (1989). La cámara lúcida. España: Paidós Comunicación. 
  • Díaz, R. (1999). Psicología del mexicano. México: Trillas. 
  • Duch, L. (1997). La educación y la crisis de la modernidad. Barcelona: Paidós. 
  • Martínez Miguélez, M. (1997). El paradigma emergente. México: Trillas. 
  • Murdock, M. (2010). Ser mujer: un viaje heroico. España: Gaia Ediciones. 
  • Paz, O. (2000). El laberinto de la Soledad. México: Fondo de Cultura Económica.