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  • Kafka

    Kafka

     Agustín del Moral

    ¿Es posible que un creador-un artista incida en la disciplina en la que desarrolla su labor, la signe, se convierta en una imagen o un símbolo de la misma, deje un legado de peso, constituya incluso un parteaguas sin que, en realidad, termine de instalarse de lleno en el terreno de esa disciplina (con las reglas y los valores que la norman, con el espacio social que ella misma se ha abierto), sin que termine de conectar del todo con ella, guardando con la misma una relación a medias o, incluso, una relación fracturada? De ser posible, ¿cómo explicar esta -¿aparente?- paradoja?

    Hace algunos años, cuando Oliver Stone dio a conocer The Doors, una sensación me quedó luego de ver la película: Jim Morrison nunca había terminado de instalarse en el terreno del rock. Ahora, en estos días en que pergeñaba estas líneas, volví a ver la película y la sensación se vio confirmada: Jim Morrison nunca terminó de instalarse de lleno en el terreno del rock. Estoy consciente de lo que sugiero: sugiero que una de las figuras emblemáticas del rock, uno de los iconos centrales del rock, uno de los héroes más venerados del panteón del rock. poco, si no es que nada, tenía que ver con el rock. Pero no vine a hablar ni de rock ni de Morrison. Así que dejen de cruzar miradas de incredulidad, vean o vuelvan a ver The Doors y, si algún sentido le encuentran, en otro momento hablamos.
    Sucede, sin embargo, que luego de leer Kafka, la excelente biografía de Claude David espléndidamente traducida por Alfonso Montelongo, una sensación muy parecida me quedó. Confieso honestamente, sin embargo, que no me atrevo a decirlo con todas sus palabras. Pero ya lo sugerí y, ni modo: al riesgo de verme envuelto en una de esas situaciones (si no es que ya estoy) que el lugar común dicta calificar de kafkiana, creo que debo seguir adelante. Y para ello, siento que lo primero que debo aclarar es a qué no (o a qué no sólo) me refiero cuando digo que tengo la sensación de que Kafka nunca terminó de instalarse de lleno en el terreno de la literatura. Así las cosas, debo decir que no hablo (o no sólo) del escritor periférico, del escritor que participa de una literatura menor, del escritor excéntrico, del escritor marginal, del outsider, en fin, del escritor que escribe a contracorriente, todo lo cual, por supuesto, en cierto sentido o a su manera lo era. Tampoco me refiero (o no sólo) a su tan traída y llevada personalidad, difícil, conflictiva, atormentada, personalidad que, es obvio, determinó su actitud frente a su propia condición de escritor y, por ende, frente a la literatura. Finalmente, tampoco hablo (o no sólo) del-oscuro-autor-cuya-vida,-obra-y-muerte-pasaron-inadvertidas-a-los-ojos-de-sus-contemporáneos-para-luego,-Max-Brod-de-por-medio,-ser-valorado-en-su-justa-dimensión-por-las-generaciones-siguientes, lo cual, de igual forma, también es cierto. Es todo esto, sí, pero es, también, algo más.

    Después, creo que debo definir lo que mi sentir me indica que es la literatura. En este punto se me podrá decir que mi sentir de la literatura no es el sentir que prevalecía en los tiempos de Kafka o, incluso, que en última instancia Kafka está más allá del sentir que de la literatura tenga cualquier simple mortal. A esto yo les respondería dos cosas. Primero, que no creo que mi sentir de la literatura difiera significativamente del sentir que prevalecía en los tiempos de Kafka; no en balde Canetti considera que Kafka es «el escritor que más puramente ha expresado el siglo XX», el mismo siglo que a mí me ha tocado vivir, con sus mismos absurdos y sus mismos desencuentros. Y segundo, que no intento considerar a la literatura a través de la obra de Kafka; intento considerar la obra de Kafka a través de mi sentir de la literatura. En otras palabras, no quiero ver a Kafka a través de su grandeza sino, por difícil y complicado que resulte, a través del aislado, provinciano y oscuro escritor que en vida fue.

    Así las cosas, siento que la literatura es, en su esencia, el acto creador, la escritura en sí, acto que, bien para respetarlas bien para transgredirlas, cuenta en su haber con un mínimo de normas o reglas. Pero para que el acto creador se convierta, propiamente hablando, en literatura, requiere de su traslado a otro terreno, el de la publicación, terreno que también tiene sus normas o reglas, algunas de las cuales, por desgracia, en ocasiones resultan ajenas o incluso atentatorias contra el acto creador: la estética vigente, los caprichos de la moda, los intereses comerciales, las relaciones personales, etc. Claridoso como es, Perogrullo me recuerda que Kafka participó de ambas «prácticas»: escribió y publicó.

    Por razones obvias, sólo voy a referirme a lo que, para simplificar, llamaré la relación entre Kafka y la escritura. Mi pregunta en este terreno es cómo escribió, bajo qué condiciones -estrictamente personales- decidió enfrentar el acto de la escritura. Una primera cuestión que siempre me ha intrigado es por qué, habiendo nacido en Praga y siendo de origen judío, lo que equivale a decir: con el checo y el yiddish como lenguas opcionales, Kafka decidió finalmente escribir en alemán (alemán «checo» o «praguense», desterritorializado, empobrecido, filtrado a través de la cultura checa, es cierto, pero alemán al fin). ¿Hubo, digamos, un cálculo en esa decisión? Y de haberlo habido, ¿a qué obedeció? Hay quienes alegan un posible rechazo al mundo paterno y, en consecuencia, al idioma paterno como razón última de su decisión de expresarse en alemán; hay quienes hablan de una cuestión estrictamente cultural. Pero, independientemente de lo que lo haya movido, ¿estaba o no estaba consciente de que, como bien lo recuerda Claude David, con esa decisión «condenaba» a su obra a formar parte de «una literatura sin público», en una Praga en la que la sociedad alemana era, por decir lo menos, reducida?

    (Pero esta cuestión también puede verse desde otro punto de vista. Cuando Jean Genet afirma que todo auténtico escritor termina por encontrar su propia forma de expresión, ¿hay que considerar al idioma como parte de esa «forma de expresión»? Para volver al rock, hay quienes afirman que su idioma «natural» es el inglés, y para ello ponen de prueba a todos los grandes solistas, grupos o bandas que en el rock han existido, en efecto, todos ellos ingleses o estadounidenses. ¿Podemos establecer, entonces, un paralelo y preguntarnos si el alemán era el idioma «natural» de Kafka, el único idioma por medio del cual podía dar forma a su mundo? Recojo de la biografía de Claude David dos opiniones sobre el alemán que manejaba el autor de La metamorfosis: «Escribía esa lengua pura, dura, casi abstracta, en la que no existen palabras para expresar el color, el brillo, el calor, la conversación viva, el diálogo auténtico»; «el cuerpo de este idioma es simple y casto; en la superficie, da la impresión de ser frío y en ocasiones tiene el aspecto de lo prosaico y aun lo abstruso, pero no es más que una apariencia: muy dentro arde sin cesar la llama».)

    Por otra parte, hoy vemos sus Diarios y su correspondencia (sus cartas a Felice, sus cartas a Milena) como literatura del más alto y refinado nivel. Entre sus páginas se encuentran innumerables pasajes de una belleza y una profundidad verdaderamente deslumbrantes. Ya Emerson había anticipado que la literatura conocería una nueva vertiente a través de los textos confidenciales (cartas, diarios, memorias, etc.). Mi pregunta, sin embargo, es: ¿esta era la clase de literatura que Kafka aspiraba a crear? En el caso de sus Diarios, me parece que hay un elemento de peso a considerar: a diferencia de otros grandes escritores que llevaron un diario y que desde un principio asumieron o que a partir de determinado momento terminaron por asumir que el mismo era o podía ser un importante vehículo de expresión literaria en el sentido más estricto de la palabra, Kafka nunca lo hizo. Es cierto: en sus Diarios encontramos continuas referencias a su trabajo literario (reflexiones sobre el mismo, esbozos de historias, etc.), pero de un trabajo literario decaído, desfalleciente, siempre a la espera de. la reanimación que nunca llegaba. Como bien lo señala Claude David, en sus Diarios el conocimiento o la búsqueda de sí mismo terminó por suplantar a la necesidad de crear.

    Otro tanto podemos decir de su correspondencia. No voy a pretender que Kafka escribiera sus cartas a Felice o a Milena con miras a hacer literatura; las escribía, simple y llanamente, para dar rienda suelta a un sentimiento. Pero independientemente de ello, lo cierto es que, como también lo destaca David, esas cartas largas, interminables, una tras otra tras otra, en cascada terminaron por paralizar completamente la creación literaria de Kafka y lo llevaron a crisis frecuentes.

    Tenemos, finalmente, lo que en sentido estricto podemos llamar su producción literaria. No voy a intentar aquí, por supuesto, un repaso de todas y cada una de sus obras. De nueva cuenta, quiero destacar, eso sí, las condiciones personales bajo las que Kafka enfrentó el acto creador. Desde mi punto de vista, en este terreno hay tres aspectos que sobresalen. El primero es el carácter intermitente de su producción: a prolongados periodos de esterilidad seguían breves y accidentados periodos de fecundidad. El segundo es el carácter fragmentario, incompleto, inacabado de una buena parte de su obra. Y el tercero, íntimamente ligado al anterior, es la presencia de Max Brod, su amigo, confidente, heredero del destino final de su obra, editor, rescatador, biógrafo y, durante mucho tiempo, única voz autorizada para hablar de Kafka, presencia que Claude David resume en los siguientes términos: sin él, es muy difícil que Kafka se hubiese mantenido en su empeño de escribir.

    No estoy casado con una imagen, un modelo o un estereotipo de escritor. Finalmente, si Kafka es uno de los escritores clave del siglo XX es porque, para retomar la idea de Genet, terminó por encontrar su propia forma de expresión. Pero, me pregunto, ¿exactamente de qué forma de expresión estamos hablando? Por decir lo menos, de una forma de expresión sui generis, única, irrepetible. Difícilmente encontraremos otro escritor que, guardando la extraña, complicada, accidentada relación que Kafka guardó con la literatura, resulte tan determinante, tan influyente, tan decisivo en la historia de la literatura universal de todos los tiempos.

    No busco apoyarme, tramposamente, en el propio Kafka para dar sustento a la sensación que me ha quedado luego de leer Kafka, la biografía de Claude David. Con la tendencia «natural» del autor de El proceso al autoescarnio, por lo demás, no es muy difícil encontrar numerosas referencias negativas a su persona y a su propio trabajo. Pero lo cierto es que no resisto transcribir las siguientes líneas, que me sorprenden no tanto por la frialdad y la dureza con que el propio Kafka se juzga a sí mismo, sino además y sobre todo por el nivel en el que coloca a la literatura: «Por mi parte no hubo el menor intento de conducir mi vida que demostrara eficacia. Todo sucedía como si me hubiese tocado en suerte el centro del círculo, al igual que a los demás hombres, y como todos debiera recorrer el radio que me convenía y, a partir de ahí, trazar una bella circunferencia; pero, en cambio, no cesaba yo de tomar impulso hacia un radio para interrumpirlo enseguida (ejemplos: el piano, el violín, las lenguas, la germanística, la carpintería, la literatura, el antisionismo, el sionismo, el hebreo, la jardinería, las tentativas de matrimonio, los domicilios independientes).»

    Una y otra vez, Kafka tomaba impulso para recorrer el radio que le permitiera trazar una bella circunferencia con la literatura, y una y otra vez lo interrumpía. Yo lo diría en otras palabras: Kafka nunca terminó de instalarse de lleno en el terreno de la literatura. Siempre tuvo en él un solo pie (¿y el otro en el vacío que era su vida?). Algo en su interior terminaba siempre por fracturar su relación con ella, le impedía conectar del todo con ella, establecer con ella una relación constante y fluida. ¿Qué era ese algo? ¿Instinto, olfato, sexto sentido, orden, disciplina, método.? ¿La incapacidad para comprenderse a sí mismo como el genio creador que en realidad era? No me atrevería a aventurar una respuesta.
    Pero un pie, un solo pie le bastó a Kafka para, Max Brod de por medio, terminar por empatar con la literatura. Su obsesión febril por la escritura; el rigor y la exigencia para consigo mismo y su labor; la sinceridad y la honestidad con que enfrentó el proceso creador; la concepción de la literatura como respuesta a una necesidad sentida, a un impulso interno; la creación de un mundo propio y único, la sensibilidad para captar en su esencia los tiempos que le tocó vivir fueron los valores que rigieron su actuar, acaso, después de todo, los únicos valores que admite la literatura. Kafka nos mostró así que para trazar una circunferencia no necesariamente se tiene que partir de un centro y recorrer un radio; para ello puede ser más que suficiente partir de una tangente.

  • Verdad; tradición judeocristiana y Psicoanálisis

    Verdad; tradición judeocristiana y Psicoanálisis

     Ricardo Blanco Beledo

    El amor y la verdad se darán cita,
    la paz y la justicia se besarán,
    la verdad brotará de la tierra
    y la justicia mirará desde el cielo.

    Salmo 85 (84): 10-11

    «Yo soy el camino, la verdad y la vida.»

    Juan 14:6

    Pilato le dijo:
    - ¿Y qué es la verdad?
    Después de hacer esta pregunta, Pilato salió otra vez…»

    Juan 18:38

    «Era necesario que fuera el Verbo mismo para que pudiera negar la evidencia hasta ese punto.»

    Jacques Lacan, Seminario 17.

    Introducción

    Las reflexiones y discusiones a las que estamos habituados para considerar el tema de la verdad, en el mundo-campo académico filosófico y psicoanalítico es heredero en línea directa de los parámetros impuestos por el pensamiento grecolatino y su desarrollo en la cultura europea – influida por el peso de la cristiandad – hasta estos momentos. ¿Que sucedería si articuláramos la investigación psicoanalítica con otros parámetros de pensamiento para plantear el problema de la verdad?

     Somos deudores de ciertos planteamientos de base tales como «develamiento de aquello que estaba oculto» (alétheia), «adecuación del pensar al objeto pensado sea este conceptual o factual» (veritas), etc.

    Flores (2001) esquematiza estas posiciones de la siguiente manera:

    «Verdad semántica ( que corresponde a la hoy tan criticada verdad «especular» de la mal comprendida adequatio rei et intellectus), verdad pragmática (ya sea funcionalista o útil en el sentido del pragmatismo o del funcionalismo de Pierce, Dewey, o James, ya en el sentido de la praxis de los marxistas, ya finalmente en el sentido de la teoría concretizada en el instrumento de Bachelard) y la verdad sintáctica (o coherencial, o de la lógica y el sistema), habría que añadir la verdad consensual o social ( ya sea en el sentido marxista o en el de los usos comunitarios del lenguaje de Wittgenstein o en el de la acción comunicativa de Habermas»,

    para demostrar que la palabra verdad no es un termino unívoco. Esta intervención se parecerá a la de André Caquot, en el Seminario XVII de Lacan. Aportar otro punto de vista, dejar alusiones, indicadores, para pensar desde otro lugar. 

    Antiguo Testamento

    Veamos ahora otra posibilidad. Por caminos totalmente ajenos a esta tradición europea, al menos hasta la necesaria traducción a la cultura griega cuando esta fue imperante, el pensamiento hebreo también ocupado en y por la verdad establece su sentido en torno a la experiencia de confiabilidad, fidelidad. Verdadero, verdad es aquello que es confiable – aman, emet – algo que se construye en la historia, en la contingencia y que da garantía de la palabra dada en una alianza, en un compromiso, en un vínculo interpersonal justo.

     El pensamiento griego, se plantea la pregunta por la verdad en términos de ser verdadero (ontos on) y a diferencia del pensamiento hebreo, no concibe la verdad como dimensión histórico-temporal; en Grecia se concibe la verdad, prescindiendo del tiempo y la historia, como existencia y ser determinado. La relación entre el ser y el conocimiento constituye el problema fundamental de la cuestión de la verdad para los griegos (Coenen, 1987); así en Aristóteles vemos que la tarea de la filosofía es avanzar a través de la apariencia encubridora hacia el verdadero ser de las cosas (Metafísica, 1003 a 21).

    El termino griego alétheia se une a verbos de percepción (ver, oír, enterarse de, etc.) por eso la verdad se puede mostrar, enseñar, decir, descubrir. En cambio en el Antiguo Testamento se une a verbos de acción (poiein, hacer, construir). El contrario a alétheia es lo que se encubre u oculta (pseudos) la afirmación falsa que esconde el verdadero carácter de la cosa. Se puede decir que el concepto griego de verdad hace referencia a la realidad manifiesta de lo existente y válido, sean cosas, afirmaciones, virtudes humanas o atributos divinos.

    En palabras de Bultmann R. [2] : «Este concepto de verdad surge, pues, sobre la base de una concepción del hombre, según la cual este no recibe su peculiaridad de lo histórico sino de los lóóogoi (logoi) inmutables e intemporales que constituyen su ser y el ser de todas las cosas.» En el Antiguo Testamento la verdad no es lo que se descubre del ser, sino lo que es firme, seguro, sólido, sostiene y lleva activamente. Referida a una afirmación, su ser verdadera (como adjetivo verbal, amen) remite a su confirmación solemne como segura y confiable en el presente y en el futuro. También expresa el descansar del hombre, lleno de confianza en una cosa, en un relato o en un derecho.

    En este contexto Veterotestamentario emunah expresa lo firme, lo que se mantiene, pero no en el caso de un objeto sino la situación permanente del hombre o de Dios respecto a otras personas. En este sentido emunah, verdad, significa fidelidad, confianza, lealtad, conducta recta o sinceridad. Por su parte cuando se habla de la Verdad – emunah – de Yahvé, se designa con ello su lealtad a la Alianza que se manifiesta en su actividad en la historia humana; por esto es que se encuentran tan cercanas la verdad con la bondad – hesed – y la justicia – tsedaka -, fidelidad que se apoya en la palabra. La verdad, emunah, es por tanto la decisión y firmeza con la que Yahvé mantiene su palabra y hace que se cumpla lo anunciado por él en la historia. La verdad de Yahvé no se manifiesta por abstracción, a un nivel de abstracción (griegos) de la historia, se manifiesta siempre en la contingencia de los acontecimientos, en la historia humana es que se reconoce a un Dios fiel, se reconoce su Verdad. Eichrodt W. y Von Rad G. [3] expresan con gran claridad las notas diferenciales del concepto de justicia en el pensamiento del Antiguo Testamento y su diferencia con nuestro uso habitual del mismo; lo cual correlaciona de manera importante con nuestro tema actual de la verdad.

    Para el pensamiento del Antiguo Testamento tampoco la justicia responde a un criterio formal o norma abstracta o absoluta; no es imparcialidad en la aplicación de la norma jurídica formal, por el contrario, este concepto corresponde a satisfacer los derechos que dimanan de circunstancias concretas muy determinadas. La justicia es, como la verdad un concepto relacional. Por mucho tiempo en occidente quiso leerse el término justicia en la tradición bíblica como si este se relacionara con una norma moral absoluta, fundada en la idea absoluta de justicia (perspectiva totalmente de origen griego).

    El error de esos intérpretes consistió en no darse cuenta de que el pensamiento hebreo «no juzgaba la conducta según una norma abstracta, sino de acuerdo con la relación comunitaria del momento en la que el socio debe dar muestras de su lealtad [4] «; cada ser humano se mueve en variados contextos de relaciones comunitarias y cada una lleva en sí su propia ley. La misma justicia de de Dios no es una norma sino actos, actos salvíficos, en los cuales su justicia se revela como fidelidad a la alianza establecida con el pueblo. Los mandamientos no se refieren a una norma abstracta sino a acciones divinas en relación al bienestar del pueblo. «Israel no se consideraba relacionado con un mundo de valores ideales, sino con una actividad divina. [5] No hay referencia a algo que pertenece al mundo de las ideas, con respecto al cual se contrasta la conducta; en este caso estamos en lo relacional, acciones coherentes o contrarias a la relación comunitaria establecida con Dios, al pacto o alianza comprometida por ambas partes. 

    Por cierto, que también los seres humanos en los que se puede confiar son calificados de «emet«, verdaderos, en tanto sean personas fieles y rectas. En todo caso, en el Antiguo Testamento no se encuentra «emet» unido a verbos de percepción sino a verbos que implican un obrar o experimentar. La verdad para el pensamiento hebreo no es sino que acontece. «Verdad es aquella conducta que cumple determinada esperanza o exigencia, la cual justifica una confianza dada.» [6] Es importante establecer que en esta concepción hebrea de la verdad no solamente se habla de emet en relación al presente sino también en relación al futuro como en el caso de los profetas; la verdad no es algo que se refiere a las cosas ocultas que se develan o descubren – griegos – , sino que verdad es aquello que va a ocurrir en el futuro.

    En síntesis [7] ; para el Antiguo Testamento la verdad no es un concepto ontológico, sino de relación.

    «Verdad no afirma de un ser-en-y-para-si, sino un estar-firme o seguro en cosas, objetos, personas o Yahvé mismo. La verdad no es abstracta, acontece más bien de modo contingente… algo que se realiza, que acontece… El Antiguo Testamento no conoce la cuestión epistemológica de los griegos: ¿qué es la verdad? En lugar de esto, implícitamente se pregunta por lo seguro que da estabilidad a la existencia»

    Citando a Koch, Link [8] compara el pensar griego con el Antiguo Testamento: «Por lo que respecta a la cuestión de la verdad, aquí (en el pensamiento griego) domina la physis, la naturaleza siempre igual a si misma; allí (en el Antiguo Testamento), en cambio el fluir contingente de la historia; aquí el conocimiento absoluto, allí la acción basada en la confianza». 

     No obstante, el texto hebreo es vertido en griego, por la necesidad histórica de un pueblo en la diáspora y ya helenizado, en un momento en que muchas comunidades judías no hablaban el hebreo y sí el idioma del universo mediterráneo, el griego. En la traducción de los LXX , siglo III a.C., en la cual se utilizan preferentemente los términos alétheia y pístis, para referirse a emet y su variantes, se debilita en muchos casos la conexión entre verdad e historia, esencial para el pensamiento hebreo, y se priva del carácter relacional del concepto para trasformarlo en una dimensión absoluta de la divinidad. Al realizar esta traducción, usando los términos alétheia y pístis, la conexión lingüística entre verdad y confianza no puede mantenerse y por lo tanto, forzosamente se rompe. «Con ello la verdad queda objetivizada y la fe subjetivizada. [9] » 

    De todos modos hay que hacer notar que por medio de esta misma traducción de los LXX se introduce en el lenguaje griego un planteamiento totalmente ajeno a él; «hacer verdad – alétheian poiein – algo desconocido en la tradición griega, ya que pasamos de los verbos perceptuales a los de acción. 

    Nuevo Testamento

    En el cristianismo la situación de nuestro tema es algo más compleja. Los textos que poseemos del Nuevo Testamento están escritos en griego y las palabras relativas a la verdad aparecen en 183 pasajes, en los cuales más de la mitad (103) utilizan el termino alétheia. A su vez es un tema que prácticamente no se toca en los sinópticos – solamente Lucas pone en boca de Jesús el tema una vez, 4; 25 – pero tiene importancia en Juan, en Pablo y en las cartas pastorales.

    Pablo toma elementos tanto de la concepción griega de la verdad como de la hebrea, lo cual no resulta sorprendente en la medida en que su formación la realizó tanto en Tarso como en Jerusalén, y desde siempre participó de ambas culturas. Al uso lingüístico griego en Romanos 2:2 dice por ejemplo «de acuerdo con la verdad» (kata alétheian); no siendo demasiado numerosos los textos en que utiliza esta modalidad.

    En lo referido al uso del concepto hebreo de la verdad como fidelidad o lealtad, así como en cuanto confirmación de lo dicho por los profetas o de que la verdad ha de ser realizada lo encontramos repetidas veces en Corintios y Gálatas.

    El aporte paulino consiste en una tercera versión del sentido del término verdad en referencia a la relación de verdad y persona de Jesús-Cristo, mensaje-revelación de Dios en Jesús-Cristo. Bultmann en Romanos 1; 18-25 ha realizado un análisis de la verdad en Pablo como la realidad creadora de Dios (v.19) y una perspectiva en la cual no acepta la verdad como contemplación al modo griego, sino como acción de obediencia a la divinidad.

    Por su parte en Juan, el concepto cristiano de verdad ha encontrado un lugar especial en la historia de esta tradición. Link [10] define la postura de Juan de la siguiente manera:

    «En la concepción joanea de verdad se conservan el concepto griego de alétheia como realidad desvelada o patente del ser, y el concepto veterotestamentario de emet como firme seguridad, y ambos combinados para formar una nueva e inseparable unidad. Y el carácter inconfundible de esta peculiar concepción de verdad está en que Juan ya no sólo relaciona, como hiciera Pablo, el concepto de verdad con Cristo, sino que lo identifica con él».

    La verdad tiene en Juan un carácter personal histórico y de acontecimiento; se descubre la realidad divina mediante un acontecimiento histórico «Yo soy el camino la verdad (manifestación-lealtad) y la vida» 14.6, «El amor y la verdad (lealtad) se hicieron realidad (egeneto) en Jesús-Cristo»1: 17.

    Ante la pregunta platónica de Pilato «¿Qué es la verdad»18.38, la respuesta fue antedicha, pero no comprendida: en Jesús-Cristo la divinidad se ha pronunciado, la presencia histórica de Jesús tiene calidad de revelación, en él está presente la verdad divina, él es el lugar histórico de la verdad. Camino inverso al platónico, en vez de volatilizarse la verdad en un mundo de ideas invisibles, se concreta en la vida inmanente e histórica. Pilato preguntaba por un «que», la respuesta de la tradición cristiana es que estaba ante la verdad en persona; la palabra hecha carne. La verdad en esta tradición no se agota en un problema de proposiciones sino en un problema de sentido; más que un «qué» es la verdad se remite a «quien» es la verdad; a un vivir en la verdad como lealtad y firmeza en forma contingente e histórica. Por tanto el problema de la verdad pasa por una ética de veracidad, la vida en la verdad; que implicaría el seguimiento de ese hombre-dios en quien se realiza la verdad.

     ¿Que tiene de especial ese hombre-dios en quien se realiza la verdad? Parece ser ante todo en un no-saber, en la experiencia de la debilidad, en la búsqueda de hacer la voluntad de un Dios, verdad-lealtad-firmeza. Un Dios interesante; aunque todopoderoso y omnisapiente renuncia a su todo-poder y todo-saber para cumplir con su palabra dada; no puede obligar al hombre. Es más ni siquiera puede intervenir para apoyar la interpretación correcta de la Ley realizada por Rabbi Eleazar, como nos lo relató ayer el Dr. Levi: Cuenta el Talmud que en una discusión acerca de lo kosher de un horno, Rabbi Eleazar solicitó el testimonio de Dios para confirmar su correcta interpretación pero aunque el mismo Yahvé se hizo oír, los rabinos presentes no aceptaron su intervención porque entonces Yahvé faltaría a su palabra de dejar al hombre hacer esta tarea. La Palabra queda independizada del mismo Yahvé y es trabajo del ser humano analizarla.

    Un hombre-dios en quien no encontramos ninguna enseñanza o doctrina novedosa. Todo lo que enseñó remite a profetas y rabinos, como Hilel, anteriores a él.

    Un hombre-dios cuyos hechos extraordinarios -milagros- no satisfacen ni a los mismos creyentes teólogos-historiadores contemporáneos como Meier. 

    Conclusión

    En un encuentro entre el problema filosófico y el psicoanalítico en torno al tema de la verdad parece que la contrastación con la tradición judeocristiana, al menos, da para pensar. 

    El psicoanálisis se ha visto ajeno, alienus, al discurso universitario acerca de estos temas por su misma estructura de operación y por su temática. Los intentos de acercamiento han academizado el discurso psicoanalítico o han puesto en dificultades al discurso académico. Lo específico del quehacer, de la constitución de un campo analítico ha escapado al trabajo epistemológico en filosofía y en los mejores casos hemos presenciado cercanías asintóticas. Hacer filosofía sobre o desde el psicoanálisis es tan impensable como tomar la filosofía como sujeto analítico.

    En este trabajo solamente presentamos la posibilidad de otra línea de reflexión; desde ese amor a la verdad, que como decía Lacan en el Seminario XVII, se origina en la falta de ser de la verdad. Hoy agregamos que para la tradición judeocristiana la verdad no remite al ser sino al ex -sistir, al quien, no al qué. 

    Para Lacan, también, referido al Saber el discurso acerca de la Verdad solamente se presenta como un semi-decir; en relación con la lealtad, la firmeza, la alianza interpersonal quizás sea posible solamente semi-discernir, a medias señalar diferencias; no es descifrable. Desde aquí la verdad esta más cercana a la falta, es también hermanita del goce, porque hasta el mismo Dios es el Padre y «El Padre es aquel que no sabe nada de la Verdad».

    Bibliografía:

     Álvarez R., Asunción; «La verdad literal: judaísmo y ciencia en Lacan«, s/fecha, enwww.antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=324

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    Pfrimmer, Theo; «Freud lecteur de la Bible«, 1982, PUF, Paris.

    Rahner, Karl (Director), « Sacramentum Mundi, Enciclopedia Teológica«, 1978, Herder, Barcelona, 2ª. Ed. (pgs. 826 – 848), Vol. VI.

    Trebolle Barrera, Julio; «La Biblia Judía y la Biblia Cristiana«, 1993, Trotta, Madrid.

    Von Rad, Gerhard; «Teología del Antiguo Testamento«, 1972, Sigueme, Salamanca.


    [1] Dios Habla Hoy – La Biblia de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998.

    4 (Exegética, 153); citado por Link, H. G. «Verdad», en Coenen et alia. «Diccionario Teológico del Nuevo Testamento», 1987. 

    [3] Eichrodt, pags. 219-228 y Von Rad, pags. 453-468

    [4] Von Rad, pag. 454

    [5] Idem pag. 458

    [6] Cfr. Link H.G:, op. cit. pag. 334.

    [7] Idem pag. 335.

    [8] Ibídem  pag. 335.

    [9] Ibídem pag. 336.

    [10] Op. cit. Pg, 339.

  • Recuerdo o repetición. Una aproximación fenomenológica

    Recuerdo o repetición. Una aproximación fenomenológica

     Francisco Mancera

    1. Ante la imposibilidad del encuentro amoroso con una bella mujer llamada Faustine y después de interminables reflexiones obsesivas sobre todo cuanto se le aparecía, una certeza terrible llega para modificar radicalmente el reducido mundo insular habitado por el fugitivo y paranoico personaje de la Invención de Morel. Sobreviviente en una isla inhóspita donde inexplicablemente aparecen personajes de opereta, el fugitivo-paranoico, narrador y personaje también, descubre que en ese espacio alucinante coexisten formas y figuras reales con representaciones tridimensionales creadas por una maquina que funciona según el movimiento de las mareas. La Invención de Morel lleva hasta al delirio la voluntad humana de representación del mundo; aspiración tan vieja como el amanecer del lenguaje y de la magia, de tratar de conseguir a toda costa la identidad entre la cosa y la representación de la cosa; curiosa, pero constante en la historia de la civilización, es esta combinación ésta de anhelos arcaicos y de avance tecnológico.

    Creada a partir de principios fotográficos para captar todas las posibilidades de expresión y de presencia de lo existente para disolver su materialidad y transformar lo real en imagen, la maquina anuncia el advenimiento de una hiperrealidad donde el orden de los simulacros desplaza el orden de lo real; ese mundo de espectros que invade la soledad del fugitivo posee una lógica cinematográfica, donde el fin de una secuencia marca inevitablemente el reinicio de la trama, repitiendo una y otra vez, en un tiempo carente de pasado y de futuro, escenas, situaciones, palabras, gestos, afectos. Se trata, dice el narrador, de una repetición eterna, atroz, pero misteriosamente satisfactoria para esos sujetos virtuales; en ellos se expresa esa tendencia demoníaca de insistir en la circularidad del placer, del pasado, de la pasión y del sufrimiento.

    Bajo esta impresión delirante, la Invención de Morel nos invita a pensar la presencia de un fenómeno que pone a prueba la comprensión de aquellos aspectos más enigmáticos de nuestro comportamiento moral y psicológico así como de las constelaciones histórico-culturales y la dinámica misma de la naturaleza: se trata de la repetición, un problema que de inicio se nos aparece en fronteras conceptuales o valorativas poco definidas; es cierto que no existe ninguna semejanza entre el Dios de Kierkegaard, el eterno retorno de Nietzsche, la compulsión repetitiva de Freud, la fenomenología de la religión de Mircea Eliade y los estratos de tiempo de Koselleck, pero todos ellos coinciden de distinta manera en la fuerza, en lo terrible, en lo inevitable, en lo positivo y negativo de la repetición.

    1. Si de inicios se trata, podemos pasar a revisar las cosmologías de oriente para saber que la imagen según la cual el universo nace y perece en una sucesión cíclica es tan antigua como la idea de la existencia de un sentido en el tiempo humano donde tiene lugar una la lucha de dimensiones cósmicas entre el bien y el mal. Si las religiones del eterno retorno como el hinduismo o el budismo, hacen pasar a la humanidad a través de una serie de ciclos que se repiten eternamente, y aún en el pensamiento griego encontramos, debido sin duda a la fascinación de esta civilización por la forma, la armonía y el carácter cíclico de la naturaleza, cierta doctrina del eterno retorno o sucesión cíclica de los mundos, la tradición judeocristiana, por el contrario, nunca pudo admitir la idea de un eterno retorno -salvo sus honrosas y heréticas excepciones en la alta edad media; para el judeocristianismo lo que pasa no vuelve a pasar porque es un momento necesario de ese drama comprendido en el plan de la divinidad donde todo apunta, más bien, al fin apocalíptico de los tiempos.

    En la imagen del mundo que el pensamiento moderno insistió formarse como la mejor y única posibilidad histórica para la civilización occidental en un momento donde la capacidad de las fuerzas productivas anunciaban el advenimiento de Jauja, dominó la idea de que el tiempo del mundo de atenía a una dinámica donde los eventos en su totalidad se sucedían lineal y progresivamente. El perfeccionamiento de la especie se presentaba como destino ineluctable, pero esta idea si bien llevaba en su interior tanto espíritu de utopía de la modernidad también estaba presente el germen ideológico de su destrucción. El novum como axioma de esta imagen del tiempo no dejaba lugar para que en la experiencia y en la historia se registraran formas, fenómenos y estructuras que se atuvieran a la permanencia, a la insistencia de los ciclos, a la repetición. El absolutismo de la idea de progreso quintaesenciaba el espíritu de una época enamorada de si misma. Pero este esquema no resistió el colapso de su fundamento civilizatorio y aparecieron en el escenario de las ideas otras aproximaciones al problema del tiempo. En el terreno de la física teórica, por ejemplo, el antes y después ofrecidos por la idea de progreso estalló con la idea de la coexistencia de infinidad de temporalidades relativas, idea que en el estudio del tiempo histórico se asociaba más bien a la intrincada duración y a la conflictiva coexistencia de estructuras y formas culturales; disimultaneidad de lo simultáneo llamó Ernst Bloch a la presencia de residuos económicos e ideológicos de épocas antiguas en el presente; estructuras, obras, aspiraciones y proyectos que conservan un significado y que son reproducidos aún después de desaparecidos sus fundamentos materiales. Así, el presente se asemeja a un montaje artístico donde objetos espacial y temporalmente alejados, se aproximan, y otros que se encuentran próximos se alejan. Bajo esta plataforma explico, nada más y nada menos que el pasaje atroz del nazismo como una arcaísmo de la civilización empeñada en repetir el esquema básico del dominio y la violencia hacia lo Otro.

    Para Koselleck, el tiempo del mundo está constituido, básicamente, por tres estratos que remiten a formaciones geológicas que alcanzan distintas dimensiones y profundidades. El primer estrato es la unicidad; se trata de acontecimientos vividos como sorprendentes e irreversibles; cambios que liberan precedentes estancados, y que valen tanto para los descubrimientos técnicos, las crisis económicas, políticas, militares o de experiencia biográfica. El progreso es pensable porque el tiempo, en la medida en que transcurre como sucesión de eventos únicos libera innovaciones sustanciales. Pero la unicidad es la mitad de la verdad, ya que toda historia descansa sobre estructura de repetición. Sin retorno de lo mismo son imposibles los acontecimientos únicos, ejemplo de ello es la relación entre el habla y el lenguaje; los actos únicos del habla se apoyan en la repetición del lenguaje, que se actualiza constantemente en el habla y que se modifica a si mismo. Otro estrato del tiempo que nos remite a una muy larga duración se registra en los fenómenos que rebasan la experiencia de individuos y generaciones. En el plano biológico el círculo de la vida y la muerte que no se han modificado, para el género humano, en por lo menos dos millones de años. En el plano cultural, existen posibilidades de repetición transhistóricas y a ellas pertenecen las verdades religiosas, los comportamientos mágicos y los mitos.

    1. El orden del mundo, el cosmos, es una posibilidad de contenido que se ha expresado a lo largo de la historia de la civilización a través de entidades mágicas, figuras divinas, formas artísticas, axiomas matemáticos o concepto filosóficos. El absolutismo de la realidad, como denomina Hans Blumenberg a la presión del medio sobre la vida del hombre, es superado por la actividad intelectiva del espíritu que realiza así una posibilidad de cosmos para transforma el mundo en imagen del mundo. El mito piensa y de crea una imagen del mundo, pero también es una realidad que fundamenta todas las posibilidades de la vida. En términos narrativos es un relato de acontecimientos que tuvieron lugar en el tiempo primordial; el tiempo del origen y la creación. La totalidad de los hechos que conforman el mundo fueron posibles debido a la presencia de seres sobrenaturales y el mito cuenta su creación y en ese sentido narra como una realidad ha llegado a la existencia, pero todo lo míticamente sucedido es susceptible de repetirse por la fuerza del rito. La condición de posibilidad de la permanencia del encantamiento mítico -que a su vez es la condición de posibilidad de la pervivencia del cosmos natural y social- es la re-presentación o repetición de los hechos que dieron origen a lo que es-. Aquí, entonces, repetir significa reiterar ritualmente un acto creador, es decir representar el mundo en forma mitológica. A estas repeticiones rituales del mito se les denomina fiestas y su esencia es la escenificación de una trama donde se conjuga estrambóticamente danza, canto, comida, bebida, exceso, paroxismo colectivo, agotamiento y revitalización. Es el momento de la radical transfiguración del mundo, de las cosas y de los hombres, donde lo imaginario se vive como absolutamente real y donde lo real pasa a segundo orden en el acontecer.

    Así, toda repetición ritual, como la fiesta y las distintas representaciones de retorno al origen, inauguran un nuevo ciclo, se reinicia la creación del mundo y ello cumple una cierta función terapéutica; recrea, recompone, reactiva la vida, expulsa el mal y la debilidad que acumula todo organismo.

    1. A la luz de estas consideraciones sobre la representación de lo sagrado, podríamos leer el significado de la fuerza telúrica de la doctrina de la muerte de Dios y del advenimiento del Superhombre de Nietzsche; su pensamiento, con su grandeza y su desfallecimientos, constituye sin duda la respuesta más radical al desencantamiento del mundo operado en la modernidad; representa el momento extático que quiere refundar todos los parámetros de la vida y superar la decadencia producida por el endiosamiento de la razón y la ciencia que eliminó la supremacía de los dioses y la sacralidad del mundo, pero ese momento esperado de paroxismo y de metamorfosis profundas sólo puede experimentarse colectivamente, vivirlo en soledad supone el enorme riesgo de perderse en la locura.

    En la tercera parte de Así habló Zaratustra, se anuncia proféticamente, porque es este ya el tono de Nietzsche, el de la profecía, el más oscuro de sus pensamientos, el eterno retorno de lo igual. Zaratustra, el maestro, el sacerdote, piensa el tiempo del mundo como eterno retorno, pero su visión profética la expone más como un enigma que como un tema resuelto: Si la condición de posibilidad del superhombre es la muerte de Dios y de la muerte de Dios el conocimiento de la voluntad de poder, de ésta es el correr del tiempo; lo que existe es como estando en el tiempo, pero no en el tiempo lineal, homogéneo y vacío del progreso sino como estando un tiempo extraordinario, infinito, compuesto de múltiples ahoras, instante situados entre las dos calles del tiempo, entre pasado en si infinito y un futuro en si infinito.

    «Mira, nosotros sabemos lo que tu enseñas; que todas las cosas retornan eternamente y nosotros mismos con ellas, y que nosotros hemos existido ya infinitas veces, y todas las cosas con nosotros. Tu enseñas que hay un gran año del devenir…: una y otra vez tiene que darse la vuelta, lo mismo que un reloj de arena, para volver a transcurrir y a vaciarse: de modo que todos estos años son idénticos a sí mismos, en lo más grande y también en lo más pequeño: de modo que nosotros mismo somos idénticos a nosotros mismos en cada gran año en lo más grande y también en lo más pequeño». [1]

    La repetición de lo mismo no significa identidad numérica de un fenómeno que se reitera sino a la mismidad de significado y sentido que subyace en una sucesión de eventos diferentes y diversos pero que no es una secesión rectilínea, sino que elimina las nociones básicas de lo anterior y lo posterior para instalarnos en un gran tiempo que no tiene más precedente en la historia del pensamiento que la temporalidad cerrada y hermética de las doctrinas de oriente. La imagen del reloj de arena expresa el deslizamiento intratemporal que se puede repetir eternamente pero en distintos momentos de tiempo que confluyen en este Gran año, el gran tiempo donde todo retorna, todo se rompe y se une, donde todo muere y florece, incluso él tiempo mismo.

    1. Para finalizar con esta nota detengámonos en Más allá del principio del placer, sin duda el texto más especulativo y menos hermenéutico de Freud. Su tema, una pulsión silenciosa que va a modificar lo que hasta ese momento, es decir hasta antes de 1920, eran los fundamentos del psicoanálisis. Su autor nunca se alejó tanto, como en esta obra de transición, de la teoría cuantitativa de las pulsiones para incursionar en un terreno cuyos precursores fueron Goethe y los Sturm und Drang. Entre las más inusuales reflexiones metabiológicas aparece la pulsión de muerte y con ella, una reinterpretación de la semántica del deseo y la posibilidad de reformular sus ideas sobre la cultura. La presencia ontológica de un impulso hacia lo no vivo, curiosamente no tiene en este texto una connotación negativa, por el contrario, es en si mismo un principio positivo. El análisis de la pulsión de muerte, su relación con la destructividad y sus implicaciones culturales llegará poco más tarde, pero aquí es donde la brecha queda abierta…

    Todo inicia – y así procedemos como si de narrar una novela se tratara, y es que en verdad tal vez la historia del psicoanálisis como toda la historia de cualquier otro saber o fenómeno cultural sea eso, una novela-, todo inicia, decíamos, con algunas experiencias analíticas de Freud que ponen en crisis el predominio del principio del placer como principio rector del suceder psíquico; si a éste le caracteriza, en términos económicos, la regulación de los proceso psíquicos al disminuir toda tensión displacentera, cómo explicar entonces esa misteriosa tendencia de repetir espontáneamente situaciones esencialmente conflictivas y penosas sin poder recordar el esquema de la escena original.

    Aunque el mismo no está totalmente claro sobre las paradojas de su tesis, Freud trata de confirmar la idea de que la compulsión a la repetición es una excepción al principio del placer, en la medida en que la labor de ligar impresiones traumáticas resulta ser a su vez anterior al trabajo de procurarse placer y evitar displacer. La compulsión repetitiva es, nos dice, «más elemental, más primitiva y más pulsional que ese principio del placer al que ella eclipsa». [2]  El núcleo básico de estas ideas en verdad proviene de un ensayo de 1914 sobre el recuerdo, la repetición y la elaboración, [3] allí insiste sobre la dialéctica recuerdo-repetición definida ésta por un peculiar modo de simbolización del sujeto. Repetición es la más pura escenificación de lo no consciente o para decirlo en otros términos, el símbolo es la letra de la repetición.

    La dinámica deseo-enmascaramiento monumentalmente expuesta en la Interpretación de los sueños, si bien reconoce las vicisitudes del momento represivo y el trabajo artesanal de la condensación y el desplazamiento como condición de posibilidad del simbolismo onírico, no contempla aún la escenificación donde el sujeto se instala en su mundo imaginario como un gran actor. Aquello que no puede reproducir como recuerdo lo reproduce simbólicamente como acción. En su gran teatro del mundo representa una y otra vez a Edipo o a Medea o a Orestes o a Electra. En los Estudios sobre la Histeria ya se anotaba que el enfermo padece reminiscencias: lo que no puede recordar y verbalizar lo enuncia disfrazado como síntoma, se sirve de su cuerpo para simbolizar, para mostrar y ocultar a un tiempo, como la Carta robada de Poe que mostrándose se oculta…

    La repetición es, nos dice, simultáneamente aliada y enemiga: primero por ser inherente a la transferencia, segundo porque impide al enfermo reconocer la expresión del pasado olvidado. Pero nada más problemático en verdad, en el psicoanálisis, que esta economía del olvido y el recuerdo. «…lo que ha permanecido incomprendido retorna; como alma en pena, no descansa hasta encontrar solución y liberación». Y la liberación está más allá del hacer consciente lo inconsciente, más allá de la memoria o de la amnesia aunque se esté enfermo de amnesia y se pueda ser como El Innombrable de Beckett para hablar sin sentido, en un lenguaje sin historicidad, olvidando inmediatamente lo enunciado; o se pueda ser el Funes memorioso de Borges para estar bajo el hechizo de la percepción, habitando un enfermizo mundo interior. Disolver la repetición requiere más el recordar arbitrario o la representación específica de acontecimiento reprimido, es necesario ir a buscar el recuerdo allí donde estaba, llevar a cabo la conjunción viviente entre saber y resistencia y continuar con una operación de tipo teatral que tiene el nombre de transferencia, la transferencia es, nos dice Freud, antes que nada, repetición. Si la repetición nos encadena, también nos libera; de ahí que sea -como dirá más tarde- una potencia demoníaca.

    Una consideración fundamental de Más allá del principio del Placer es el carácter pulsional de la compulsión a la repetición.

    «Ahora bien, ¿de qué modo se entrama lo pulsional con la compulsión a la repetición? Aquí no puede menos que imponérsenos la idea de que estamos sobre la pista de un carácter universal de las pulsiones (…) y quizá de toda vida orgánica en general. Una pulsión sería, entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducir un estado anterior que lo vivo debió resignar bajo el influjo de fuerzas perturbadoras externas; sería una suerte de elasticidad orgánica o, si se quiere, la exteriorización de la inercia de la vida orgánica.» [4]

    Freud pasa de la repetición neurótica al plano de la repetición ontológica donde se relacionan causalmente pulsión y repetición, una pulsión es el esfuerzo de lo vivo por restablecer un estado anterior, el extremo de está hipótesis es que, en última instancia, lo anterior a las manifestaciones de la vida es lo inorgánico, la nada, la ausencia de movimiento. Las pulsiones, esencialmente conservadoras pugnarían por un retorno a lo inorgánico, de ahí entonces que lo viviente se aproxima a su muerte no por fuerzas externas, sino por un impulso interior: «…la meta de toda vida es la muerte«; su voluntad no es cambiar, desarrollarse, sino conservarse. Sus motivaciones no son sino un largo rodeo hacia la muerte. Los cambios son impuestos a lo orgánico por factores externos como el sol, la tierra y el ambiente preorgánico. El progreso es trastorno y distracción a los que se adapta la vida a fin de proseguir en un plano nuevo su fin conservador. ¿La índole conservadora de la vida y la compulsión a la repetición ontológica no quedan probadas con las migraciones de los peces y de las aves que regresan sus primeros paisajes y ambientes; o la recapitulación por el embrión de las fases anteriores de la vida o en los datos de la regeneración orgánica?

    Todo parece indicar que esta introducción de la muerte como figura de la necesidad es un paso necesario, indispensable, para reconocer a las pulsiones sexuales como pulsiones de vida, justo como aquello que resiste la presencia naturalizada de Tánatos. Y aquí no hay más para Freud; Vida y muerte son las fuerzas orgánicas que equilibran todo lo vivo, pues si existe un impulso interior que empuja a lo viviente hacia la muerte, lo que se opone a ella es el gran momento romántico del discurso freudiano: la vida, que requiere la conjugación de un mortal con otro mortal, Eros, pues es el deseo del otro lo puede detener la marcha hacia la nada del ser aislado, separado y sometido a la presión de Anaké.

    En fin, sirvan estas notas para pensar que la muy conocida la narración que cuenta los trabajos del mortal más sabio y prudente que tenía como oficio el ser bandido y que fue condenado por los dioses a rodar eternamente una roca hasta la cima de una montaña donde volvía a caer por su propio peso, Sísifo, no es, como en su momento se pensó, un héroe absurdo, sino un emblema de la condición humana.

    Bibliografía

    1. Bioy Casares, Adolfo. La invención de Morel.
    2. Kerényi, Karl, La religión Antigua, Editorial Herder. Barcelona 1995
    3. Duvignaud, Jean. Sociologie du théatre. PUF, París, 1965.
    4. Caillois, Roger. El hombre y lo sagrado. Edit. Fondo de Cultura Económica, 1990.
    5. Freud, Sigmund. Más allá del principio del placer. Obras Completas Edit. Amorrortu, Buenos Aires, 1999.
    6. Freud, Sigmund. Recordar, reelaborar, repetir. Obras Completas Edit. Amorrortu, Buenos Aires, 1999.
    7. Eliade, Mircea. Mito y Realidad. Edit. Labor, Barcelona, 1983.
    8. Koselleck, Reinhart. Los estratos del tiempo. Estudios sobre historia. Edit. Paidós 2001.
    9. Bloch, Ernst. El Principio Esperanza. Tomo I. Edit. Aguilar. 1977.
    10. Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Edit. Alianza.

    [1] Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Edit. Alianza.

    [2] Freud, Sigmund. Más allá del principio del placer. Obras Completas. Tomo XVIII. Editorial Amorrortu. Buenos Aires. 1999. P.23

    [3] Freud, Sigmund. «Recordar, reelabora, repetir». Obras Completas. Tomo XIV. Editorial Amorrortu. Buenos Aires. 1999.

    [4] Freud, Sigmund. Más allá., en Obras Completas. Tomo XVIII. Editorial Amorrortu. Buenos Aires. 1999. P.36

  • Poética de la interpretación

    Poética de la interpretación

    Rosario Herrera Guido

    ¿Ser inspirado eventualmente por algo del orden de la poesía para intervenir en tanto que psicoanalista? Es esto, en efecto, hacia lo que tienen que volverse (…) No es del lado de la lógica articulada aunque me deslice en ocasiones hacia ella donde ha de sentirse el alcance de nuestro decir…

    Jacques Lacan, «Vers un significant nouveau», Ornicar? 17-18, 1977

    1. La experiencia poética del psicoanálisis

    En este ensayo retomo la transformación del algoritmo de Ferdinand de Saussure que realiza Lacan, al proponer que la primacía del significante produce el significado que se desliza bajo la barra de la represión, para asumir una hipótesis de trabajo fundamental: que es la ambigüedad poética del lenguaje la causa de lo inconsciente estructurado como una poética, a partir principalmente de las figuras lenguajeras de Freud, a las que recurre la conciencia moral para implementar la censura, a saber: la condensación (Verdichtung=poesía: metáfora según Jakobson-Lacan) y el desplazamiento (Verschiebung=metonimia para Jakobson-Lacan). De lo que se colige que la interpretación psicoanalítica es una formación de lo inconsciente, al lado del sueño, el lapsus, el chiste y el síntoma, que más allá de pretender la búsqueda del sentido (como las psicoterapias «psicoanalíticas» o la hermenéutica), abre la dimensión del sin-sentido, para bordear el goce imposible de decirse, a fin de que el analizante interprete poéticamente lo que ha escuchado en el dicho del analista. En consecuencia, que la interpretación es más una trascripción poética del decir del analizante. Asimismo, que si el inconsciente estructurado como una poética se actualiza en relación con el Otro del discurso, en dependencia del goce del cuerpo que se produce y escapa en el decir, la poética del inconsciente y su interpretación sólo indica por medio del enigma el lugar del objeto innombrable que es causa del deseo y anima la estructura discursiva por la que el sujeto se historiza. Una posición que asume una poiesis a través de la que el sujeto puede identificarse con la causa de su deseo, y por la insistencia de ese deseo, abrir la consonancia poética del decir con el goce: Una (po)ética centrada en el (mal)decir, la (mal)dicción, que deviene un (bien)decir de un sujeto que actúa de acuerdo con el deseo que lo habita. Y donde el analista no es el sujeto de un saber superior al del analizante que lo coloque en el lugar de la verdad, sino que se borra como sujeto y se supedita a la función del deseo del analista: no desear nada para que aflore el deseo en el analizante e introducir la diferencia radical. Una posición (po)ética que se inscribe en el retorno de Lacan a Freud.

    Una de las desafortunadas interpretaciones del pensamiento hermenéutico, desde que Freud incursiona en la interpretación de lo inconsciente, es equipararla a la comprensión, la formación humana y el diálogo, como Ricoeur, Beuchot, Habermas y Gadamer, situándose al nivel del significado del texto, para acceder a una cierta significación en el marco del horizonte de la teoría psicoanalítica. Sin embargo, en psicoanálisis (me limito al retorno de Lacan a Freud) se interpreta o descifra, teniendo en cuenta lo que se escucha que se escribe de significante (que me permite proponer una dimensión poética del psicoanálisis). Se trata de una lectura que, como advierte Freud, hay que hacer al pie de la letra, no debajo ni atrás o más allá de lo que hay en el discurso del analizante.  Unos versos que muestran que se puede leer otra cosa en lo mismo que se dice los canta Villaurrutia: Mi voz que madura / mi bosque madura / mi voz quemadura. Otro malentendido, que proviene de quedarse en Freud, se refiere a la confusión entre psicoanálisis y psicoterapia. Pero el psicoanálisis, lo advierte Freud, no tiene la finalidad de curar, sino la articulación del deseo del analizante. Freud nunca habló de su labor en términos de hermenéutica. Y Lacan sólo se refiere siete veces a la hermenéutica, para advertir la diferencia entre ambos discursos. Aunque me parece que las conclusiones de los hermeneutas son entendibles, no sólo porque no han sido analizantes ni analistas, sino porque se han quedado al margen de las innovaciones que tanto Freud como Lacan hicieron en la teoría y la experiencia psicoanalítica, además de que considerarlas pone entre paréntesis la supuesta universalidad de la hermenéutica.

    La clínica psicoanalítica nace con la escucha de los discursos del Otro, del deseo reprimido que retorna en las formaciones del inconsciente (sueño, lapsus, chiste y síntoma). Es una clínica atenta al trastabillar del discurso, que sostiene la estructura del análisis, donde el sujeto demanda alivio a una desgarradura subjetiva de la que desconoce su causa. Una clínica que nace del pedido de un sujeto efecto de su síntoma, que se dirige a un Sujeto-Supuesto-Saber (el analista) a quien supone que lo sabe a él, lo que a su vez produce un saber, que es confrontado con el desafío de su síntoma, del objeto desconocido que es causa de su deseo. La verdad del discurso analítico es el saber, que por cuestionar sus fundamentos es un saber de la estructura en falta: la relación sexual no existe (fundamento y causa del discurso analítico, axioma del psicoanálisis). Todo lo que está escrito, enseña Lacan, surge de una falla en la sexualidad. El análisis parte de la estructura del sujeto que se dirige a un Amo al que le supone el saber de lo que a él le sucede, al Sujeto-Supuesto-Saber, pero que se encuentra con la respuesta de alguien que sabe que no sabe, y por eso calla, para permitir que la verdad se manifieste poéticamente en lo que se escribe de significante. No olvidemos que Heidegger, sin ser analista, recomendaba callar, no porque se esté mudo o no se tenga nada que decir, sino porque algo de la verdad va a surgir poéticamente en el texto. El analista espera («es el verdadero paciente») a que la verdad se manifieste, puntúa, subraya, cita, escucha o acentúa la emergencia de esa verdad, dando lugar a que el sujeto del inconsciente se transforme al final del análisis en discurso que emana desde la causa del deseo.

    En el discurso preconsciente están los significados, representaciones imaginarias que confirman recíprocamente la imagen del yo (del terapeuta al paciente y viceversa). Este es el campo de los significados y de la especularidad, el campo de la psicología y la psicoterapia, donde el otro, colocado en el lugar del amo saber le da significados a las formaciones del inconsciente. Es en este nivel en el que se encuentra el discurso que pretende asimilar el psicoanálisis a la hermenéutica, reducirlo a la comprensión del significado del texto escrito u oral. Pero Freud, al descubrir que más allá de las intenciones del sujeto y de las ratificaciones imaginarias en relación con otro, el sujeto dice algo diferente de lo que cree decir, y a eso no-sabido de su discurso, lo bautiza con el nombre de inconsciente. Entonces sobre el plano del enunciado está el de la enunciación, que corre paralelo al del enunciado, pero sin que el sujeto lo sepa; es el plano de la enunciación que parte de un sujeto anterior a la palabra, que es el sujeto del goce[1] , y que tiene como punto de llegada a un sujeto que es efecto de la enunciación, el sujeto de la castración, dividido entre el enunciado y la enunciación, entre el decir y el dicho. El sujeto está, sin saberlo, dividido con respecto a su propia demanda: que el Otro lo ame; demanda de reconocimiento de su existencia; que divide al sujeto del inconsciente, separado de su demanda inconsciente. Demanda al Otro para que suture la falla subjetiva: «Dime la palabra que me colme». Pero el Otro no tiene el significante de lo que el sujeto le pide, pues está en falta, que se inscribe como significante de la falta en el Otro, a causa de su castración, al acceso a la ley y la significación fálica, a su separación del goce. Lo que el Otro da es el objeto que viene a satisfacer la necesidad, pero a insatisfacer la pulsión (que es demanda de algo más). La diferencia que hay entre lo que el Otro puede dar y lo demandado constituye un resto que es el deseo, que es lo que no puede ser respondido de la demanda. El deseo pasa por la demanda y tropieza con la falta en el Otro de un significante, que confronta al sujeto con el vacío cavado por su propia demanda, imposible de satisfacer. El sujeto, frente a su propia disolución e imposibilidad de su deseo, responde con una formación imaginaria (el fantasma), un más allá del deseo, el goce. De conformidad con el principio del placer, entre el significante de la falta en el Otro y el significado que el Otro le confiere al decir, está el fantasma, una relación de conjunción y disyunción que mantiene el sujeto del inconsciente con respecto al objeto causa de su deseo.

    El psicoanálisis reconoce la subjetividad, pero que no es trascendente ni psicológica, instalada en un individuo que es dueño de un psiquismo. El psicoanálisis trata con la subjetividad pero comprendida en una dialéctica con el Otro. No es un sujeto psicológico, dueño de atributos sino efecto poético del significante anterior a él y exterior a él, que le antecede, lo constituye y lo confirma. El inconsciente está estructurado como cadena significante, pues un significante es lo que representa al sujeto ante otro significante. El sujeto del inconsciente es el resultado de la articulación significante y de las formaciones del inconsciente. La clínica psicoanalítica se funda en la demanda a la que el psicoanalista no responde. El analista pide asociaciones en torno a ella, la interpreta con equívocos y enigmas oraculares, la transcribe poéticamente.

    La clínica psicoanalítica está fundada en lo inconsciente, que no es colectivo sino singular, y que se define por la ausencia del sujeto en un saber que no comprende; la lengua es colectiva lo inconsciente descolectiviza la lengua común. Se trata de una clínica que tiene objetivos éticos, pues sus fines de oponen al discurso del poder, ya que no son la adaptación ni el bienestar, ideales del amo que se preocupa por el bien del esclavo. El fin de esta clínica es la articulación poética del deseo del sujeto, que confrontado con su deseo debe configurarse como yo a esa relación con el deseo. Por ello el mandamiento freudiano: Donde Ello estaba, deberá yo llegar a estar; y es que el yo debe asumirse con relación a ese deseo, que no hay que confundir con el capricho o la perversión. Más allá del principio del placer, se trata de confrontar al sujeto con el significante del goce, como imposible.

    1. Poiesis de la interpretación.

    La clínica psicoanalítica trabaja con la estructura poética del lenguaje que constituye al sujeto. El analista puntúa, pregunta, cita, escande poéticamente el decir del analizante, transcribe, descifra y eventualmente interpreta. La interpretación es un decir sorpresivo que cae en el curso de una sesión analítica, y que permite (re)significar la situación analítica en su conjunto, como una transformación gracias a un más allá de la comunicación. Hablar de interpretación implica hablar del corte poético instaurado en la cadena significante, considerando que los significados se producen gracias a este corte, por la aparición de esta interpretación como vocablo, como interjección, que hace aparecer un sentido inesperado en la cadena significante. Un corte en el discurso que puede ser también el término de una sesión, momento en que el analista profiere un decir equívoco, una palabra enigmática y corta al analizante, considerando que una palabra enigmática puede ser el silencio, que lleva al analizante a plantearse la interpretación poética del sentido de su decir.

    Pero con la interpretación hay que tener mucho cuidado. Lo advierte Miller:

    «No se olviden que es la religión la que nos enseña la interpretación (…) Se observa actualmente en los psicoanalistas, los latinos al menos, una valoración de la interpretación como significativa. Por esta vía, el psicoanálisis cae en el delirio de interpretación. Hay una fe ingenua en el inconsciente que es enteramente paranoica. Ya conocen la antigua definición de Lacan del psicoanálisis como paranoia dirigida… Por eso mismo, el doctor Lacan recomienda las entrevistas preliminares al entrar en psicoanálisis. El dispositivo analítico, dispositivo de interpretación, es muy favorable a la eclosión de la psicosis. Lo que en la clínica psiquiátrica se denomina automatismo mental, ¿qué otra cosa es si no el sujeto supuesto al saber, el supuesto sujeto que sabe todo lo que yo pienso? (…) La función de la interpretación, evidentemente, encuentra su lugar en la estructura que hace del lenguaje el lenguaje del Otro, ya que es el oyente el que decide sobre la significación de lo que se emite. Cuando Lacan hace hincapié en este punto no vacila en decir que el analista es el amo de la verdad. Es una fórmula de 1953, que no retoma luego, pero que explica que la interpretación pueda efectivamente reducirse a una puntuación, a una simple escansión». [2]

    Por ello, la interpretación psicoanalítica no debe pretender restituir la continuidad y la coherencia del discurso. No se trata de dar un verdadero sentido a la palabra del analizante, sino de abrir la dispersión poética del significante, la polisemia, las resonancias semánticas de la palabra, el albur, el ingenio, la gracia, el Witz freudiano, la sorpresa, que despierta lo inconsciente. A través de la interpretación el analista no articula un saber que se supone que se encuentra en las asociaciones libres del analizante.

    Para delimitar la interpretación psicoanalítica, nada mejor que exponer las intervenciones anti-analíticas. Desde el Discurso del Amo, el terapeuta (y hasta el psicoanalista «lacaniano»), le impone su verdad al analizante a través de una intervención perversa, que hace del otro un esclavo, desde el yo y con una voz de mando (incluso a gritos), como en la sugestión de Charcot o la del líder de las masas políticas, para que el paciente se someta y se identifique con el terapeuta y lo coloque en el lugar del amo, ideal del yo, con el que debe comparar todo lo que hace y es. Desde el Discurso Universitario, el psicoterapeuta interviene con un saber que transmite, como un maestro que desde el lugar del saber se dirige a un objeto, como lugar de una falta que va a ser obturada con la coherencia: «esto que te pasa quiere decir tal cosa…», «eso aclara la angustia» (dice también el «lacaniano», apelando a la teoría psicoanalítica: «yo estoy habitado por un saber que me permito transmitir para dar coherencia a lo que tú no sabes». Esta interpretación-comprensión es hecha por alguien «que sabe», que podría tratarse de un psicólogo o hermeneuta disfrazado de analista. Se trata de una intervención comparable a la que hace el yo cuando interviene en el discurso manifiesto del sueño a través de la elaboración secundaria, que rellena las lagunas del relato dándole coherencia al sueño. El terapeuta también puede intervenir con el Discurso de la Histeria, como sujeto tachado, como otro neurótico ante el analizante, que deja ver sus sentimientos, monta en cólera ante la impotencia de dominar los síntomas, exhibe sus proyecciones, sus impulsos, a través de reconocer que están en él o en el paciente; esta es la forma en que funciona la práctica de la «Interpretación de la transferencia», bajo el supuesto de que ambos son iguales (por eso el tuteo, también en el «lacanismo»), convirtiendo el «análisis» en una «reeducación emocional», en la que el paciente debe verse reflejado como en un espejo en su terapeuta, con el propósito de corregir la imagen especular de sí mismo, y donde el discurso del paciente es reducido a un orden imaginario sin salida. El paradigma de este espejismo es la técnica de la escuela kleiniana, que podría estar presente hasta en la práctica «lacanismo». Estas tres formas de interpretación comparten el «análisis de las resistencias», bajo el supuesto de que el paciente se resiste a los esfuerzos del analista, por maldad, y que el analista tiene que corregir a través de «una alianza terapéutica»; la transferencia no sólo determina la entrada en análisis y es su motor, sino que ella conspira contra la parte sana del paciente, por lo que hay que reducir la transferencia con interpretaciones que refuercen la parte sana (identificada con el esfuerzo del analista); una técnica megalómana, pues el analista sabe el «bien del paciente». Desde el Discurso del Analista, éste se coloca en el lugar del objeto causa del deseo (objeto a), lugar de una falta, para que el analizante pueda preguntarse por el deseo del analista, que con su silencio y sus cortes moviliza el análisis, y a partir de ello el analizante llegue a preguntarse por el deseo del Otro, como deseante, sujeto de la falta, puesto que no sólo carece de un significante que complete la cadena sino del significante del ser del analizante. Un discurso en el que el analista no interviene desde un lugar de completud o de saber, porque es sujeto del deseo, aunque el saber sea la causa de su acción, pues sabe que debe callar e intervenir en el momento menos esperado, posibilitando la resignificación retroactiva de la sesión. El analista necesita saber e ignorar lo que sabe, para permitir que el analizante produzca los significantes que regulan su acción, y pueda llegar, reconociendo la palabra originaria que lo marcó en la cuna (rasgo unario), a la falta en el Otro, y al lugar en que como sujeto ocupa en la castración y la falta del Otro.

    No obstante, ha cundido como una epidemia, la estandarización de «la técnica psicoanalítica». A pesar de que al mismo Freud no le gustaba hablar de técnica. Cuando escribe unos artículos sobre la técnica del psicoanálisis, les llama «Pequeños escritos sobre la neurosis», para que nadie crea que en esos textos va a aprender La Técnica del Psicoanálisis. Fueron sus editores los que les pusieron el nombre de «Escritos sobre técnica analítica». Pero desde el retorno de Lacan a Freud, considero que la tejné-poiesis del psicoanálisis es una creación-producción que muere en el momento mismo en que nace, como la poética de Aristóteles que se funda contra toda taxativa futura. Freud escribe esos textos de técnica psicoanalítica, con mucha precaución y no sin temor de que se tomen por clisés. Freud aclara que lo que ahí expone sólo le ha resultado útil para su propia persona. [3]

    La Asociación Internacional de Psicoanálisis se encargó de institucionalizar y controlar políticamente una supuesta técnica psicoanalítica, para que los analistas, ante la singularidad y el desafío de cada sujeto, no sabiendo cómo hacer, supieran hacer como, obedeciendo un patrón. Y todo el que no siguiera ese patrón era (y sigue siendo) tachado de hereje. Una excomunión que le toca vivir a Lacan a fines de los 40 y principios de los 50 en París, por introducir variables poéticas con respecto a la escucha y al tiempo de la sesión, que no se justifica ni por el tiempo cronológico ni por la costumbre, sino por lo que sucede en la sesión misma, y en función del tiempo en el que se escucha poéticamente lo que se escribe de significante, el tiempo de la retroacción significante, el instante en que se produce un efecto que descoloca al sujeto respecto de su decir, el instante mismo de concluir, en el que el sujeto sale de la sesión con un enigma oracular a cuestas, que le impele a interpretar el decir del analista, su silencio, su propio decir escandido por el analista, etc. Por ello, la interpretación analítica puede ser considerada falsa, puesto que hace falsear al sujeto. Esperar el tiempo del reloj corre el riesgo de que el sujeto se reponga y se cierre lo inconsciente que se había abierto. Si el inconsciente se ha dormido hay que despertarlo. Es el corte del significante el que despierta al inconsciente, el mismo que despertó a la Asociación Internacional de Psicoanálisis y no la ha dejado dormir. Y es que la neurosis obsesiva internacional se ha instalado para defenderse de lo inconsciente para que nada pase.

    Pero no se trata ahora de caer en el lacanismo, en una nueva ritualización, en un hacer como Lacan. Se trata de no dormirse, y para ello está la función ética (el deseo del analista), que es poner a trabajar al inconsciente, lo que exige del analista el rechazo a la razón técnica, al discurso del amo y al confort. La ritualización del análisis no sólo se realiza a través del standard del tiempo sino de las intervenciones del tipo clisé, que son previsibles y no despiertan sino que hacen roncar al inconsciente.

    A la concepción del análisis obsesivo y burocrático, Lacan le opone la interpretación que tiene efecto de sorpresa, que cae bruscamente como un decir enigmático y oracular, [4] que no cierra el inconsciente aportando el significado que falta y la comprensión del sin-sentido (como ciertas hermenéuticas). La palabra del analista debe ser un acicate, no un somnífero. La intervención del analista no tiene la función de hacer consciente todo lo inconsciente hasta obturar la falla subjetiva. En lugar de resolver todas las preguntas del sujeto, el análisis es la experiencia del no-saber, de la falta y la verdad a medias. Ciertamente la intervención oracular incomoda al sujeto, pues tiene que preguntarse ¿Qué dijo? La intervención del analista debe ser inesperada, como un lapsus, que como cae en medio de la frase, el sujeto no puede escuchar al analista porque está escuchándose a sí mismo, donde la palabra cae de canto, cortando poéticamente el discurso. Y el que escucha tal oráculo se ve impelido a interpretar lo que se quiso decir; la interpretación en realidad la hace el analizante. Toda intervención que apunte al sentido de los significados, desde la filología, el contexto histórico, la tradición o el medio cultural, que trabaja con significados, es una interpretación imaginaria. La función del analista es articular el saber que está en las asociaciones del sujeto.

    La escansión del discurso y los significantes, la cita que se extrae de otro momento del análisis, la metáfora, la metonimia, el quiasmo, son diversas formas de intervenir en análisis. Una intervención analítica privilegiada es el silencio. Puede haber un silencio de cortesía: se escucha porque el analizante está hablando. Hay un silencio que confronta e interroga; el analizante hace una pregunta y el analista calla, lo que lo lleva a la cuestión: ¿Por qué pregunto esto? ¿Por qué espero que éste me conteste? Hay un silencio denso, en el que el analizante calla y el analista también. Hay otro silencio que es de elaboración. Hay otro silencio que puede ser heideggeriano; se guarda silencio no porque no haya nada qué decir o porque se esté mudo, sino porque hay que esperar que algo de la verdad venga a develarse (Aletheia) en el discurso (Logos). Hay también un silencio que es sabio, en que el analista calla porque cualquier cosa que diga puede ser una verdadera tontería. Si el analista, frente a las anécdotas del analizante dice algo, se compromete con los significados de éste, indicando que ha comprendido, y que se compromete con las identificaciones imaginarias, sancionando que las cosas son como el analizante las cuenta, o que se tiene una actitud diferente frente a esas cosas, lo que sería reducir el análisis al registro imaginario. Como Wittgenstein: ante lo que no se puede hablar más vale callar.

    Lacan llega a plantear que la interpretación litiga lo falso, pues le hace percibir al analizante que su ser se encuentra en la falla de su decir, además de que hace resonar lo que no es significante sino lo real del goce. Donde reina el medio-decir de la verdad sólo se puede responder con el equívoco homofónico y gramatical que apunta a subrayar la enunciación del sujeto y lo que ex-siste en sus dichos. Por ello, la interpretación permite que se desprendan los significantes insensatos apresados en el síntoma.

    1. La poética de la interpretación, como lo imposible de saber.

    A fin de ahondar en la interpretación voy a abordar el texto «El decir del analista» [5]  de Collete Soler, un ensayo basado en El atolondradicho [6] de Lacan. Es Lacan quien hace de la interpretación un acto analítico, en tanto que produce efectos estructurales reales. En los albores del psicoanálisis la interpretación está a nivel de los efectos de significación; una interpretación adecuada no es la que aprueba el analizante sino la que produce nuevas asociaciones, o la que produce -según Lacan- a partir de la movilización de los significantes, nuevos efectos de significación; la interpretación impulsa el análisis pero no se sabe cómo ponerle fin. Por ello cuando Lacan habla de interpretación no sólo se refiere al empuje del análisis sino al efecto real que produzca un cambio del ser hablante, un sujeto asegurado de saber. [7] Mientras al principio del análisis está el sujeto-supuesto-saber, al final del análisis se suprimen los supuestos para dar paso a la certeza.

    Después de distinguir el enunciado de la enunciación en el campo del lenguaje, Lacan introduce la diferencia entre el decir y los dichos, que no sólo se refiere al lenguaje sino a la estructura del discurso. De acuerdo con la distinción enunciado-enunciación, la interpretación trataba de revelar la enunciación de los enunciados. En principio no hay dichos sin alguien que los diga; toda proposición es dicha. Pero el decir es heterogéneo al dicho pues es ajeno al problema de la verdad. De cualquier frase se puede preguntar si es verdadera, falsa o ambas cosas. También se puede preguntar por qué lo dice en lugar de callarse, que apunta al acto del decir, a la causa de la proposición, que es independiente de la verdad o falsedad. Y es que la regla analítica de que el sujeto diga todo lo que se le ocurre, suspende el valor de lo que se dice, la verdad; el analizante suspende la aserción de sus freses al autorizarse a hablar de cualquier cosa; el inconsciente es siempre un tal vez. Pero la suspensión de la pregunta por la verdad destaca que la proposición haya sido dicha. Se pueden poner en duda las frases pero no el decir. En la experiencia la diferencia y autonomía del decir con respecto a los dichos, se presenta en forma de sorpresa. El sujeto es sorprendido por su decir, sea verdadero o falso. Por lo que el decir no cae bajo la jurisdicción de la verdad como opuesta a la falsedad. Entonces el decir escapa a los dichos y su enunciación es momento de existencia. Cuando Lacan se pregunta por el significado del decir se tiene que dirigir al significante. A lo que responde que el significado del decir es la ex-sistencia (ex=afuera; sistir=sitio). Así presenta la diferencia entre los dichos que representan al sujeto y cuyo significado es el sujeto a todos los dichos, y el decir que tiene un significado de ex-sistencia, distinto de los dichos. Lo que significa que el decir existe a todos los dichos. Para sostener que todo fue dicho es necesario que haya habido un decir; un análisis llega a su fin cuando ya no es olvidado el decir.

    En principio Lacan subraya el olvido del decir en el discurso de la lógica de las proposiciones de Aristóteles, que conduce a la lógica de las funciones proposicionales que Lacan utiliza en El atolondradicho. El primer ejemplo de olvido del decir está en el logos apofánticos de las proposiciones asertivas de Aristóteles. Ciertamente no todo discurso puede ser sometido a la pregunta por la verdad, como el existencial, la orden, la pregunta o la oración que no son apofánticos (asertivos). Lacan destaca que las proposiciones asertivas de la lógica clásica disimulan el decir. Porque Wittgenstein forcluye el decir para poder cuestionar sólo las proposiciones y muestra el engaño filosófico, es que Lacan se opone a los lógicos que disimulan el impacto mandatario del decir. Esta es una cuestión que no se debe desconocer para poder pensar en la interpretación. Ante la disociación de la gramática de la lógica desde Aristóteles, Lacan toma otra dirección: «La gramática mide ya la fuerza y debilidad de las lógicas que se aíslan de ella». [8] La gramática, a través de sus modos verbales, expresa la posición del sujeto que habla en relación con lo que dice y de lo que significa su frase. Y es que son los modos gramaticales los que permiten diferenciar el decir del dicho.

    Mientras las fórmulas de interpretación son múltiples, la interpretación, en tanto que decir, es siempre singular. Por ello lo importante es el decir y no las interpretaciones. Se puede pensar en la oportunidad de las interpretaciones, en los efectos producidos, en las interpretaciones desapercibidas, que tienen efectos espectaculares sin que el analizante registre la interpretación. Pero antes del valor o la exactitud de la interpretación es necesario que sea una interpretación, que sólo se entiende a partir de la diferencia entre el decir y el dicho. Y es que la interpretación en singular tiene un efecto estructural: hace ex-sistir el decir. Más allá del efecto terapéutico es preciso que se produzca un sujeto asegurado de saber lo imposible. En el análisis hay dos tipos de decires: el del analizante que demanda y el del analista que interpreta; ninguno de los dos es un enunciado o una proposición. [9] El decir-demanda del analizante se capta en la experiencia de la transferencia, bajo la forma de la queja, la decepción, la nostalgia, en la que el sujeto hace una petición silenciosa y deja escuchar el peso del decir de todos los dichos del analizante. Una demanda que no es universalizable pues es de cada cual, que se manifiesta como exigencia de satisfacción, en la que insiste el deseo y la repetición de lo que se pide: demanda a interpretar. La interpretación del analista es apofántica, asertiva, reveladora, hace aparecer con el equívoco de escritura el obstáculo respecto al ser; un decir en el que el analista -como Wittgenstein, dice Lacan- se elimina como sujeto de su discurso. La interpretación es decir apofántico que no deja lugar a la duda y se dirige al decir del analizante, exclusivamente a él. La interpretación es asertiva, acierta, es una afirmación categórica, aunque no es una proposición. La interpretación compensa la suspensión de la aserción de la asociación libre. El análisis debe conectar la afirmación del analista con la indeterminación de la asociación libre, para extraer del decir del analizante una proposición. Pero esta afirmación categórica no es el dictado de los mandamientos del amo. Muy temprano Lacan habla de la puntuación, como punto de almohadillado que señala un momento significativo que puede cristalizar una significación. A diferencia del corte, que al separar los significantes interrumpe la cadena pero impide el cierre, produciendo una perplejidad alejada de la certidumbre, introduciendo el sin-sentido que exige del analizante la interpretación.

    Otro tipo de intervención que gesta perplejidad es el enigma, que es un enunciado sin mensaje, el colmo del sentido sin significación, que apunta a la presencia pura de la enunciación. El común denominador de las diversas interpretaciones es que son intervenciones o dichos que no dicen nada, en el sentido mismo de la proposición asertiva. Son enunciaciones que presentifican la inconsistencia del Otro (el orden simbólico). Pero no hay que olvidar la diferencia entre «no decir nada» y «decir nada», pues es este último decir silencioso el que introduce la castración y falta de goce. Lo importante en el análisis es que el silencio funcione como un significante en lo real, a fin de que produzca una significación enigmática, y que el analizante sea conducido a tratar de interpretarlo de muchas maneras, según sus fantasías poéticas. La función del silencio en análisis introduce el imperativo de «decir más».

    Un instrumento privilegiado del análisis es el equívoco, pues utiliza la plurivocidad poética de la lengua, permitiendo el pasaje de la indeterminación a la certidumbre. El equívoco, que parece sostener la duda, posibilita un decir que le pone punto final al enigma subjetivo del analizante. El equívoco sustituye la falta de relación sexual en el inconsciente; asegura la cópula entre los significantes y sustituye la falta de relación sexual. El gran descubrimiento de Freud es que la equivocidad del lenguaje opera en todas las formaciones del inconsciente (sueño, lapsus, chiste y síntoma). El equívoco aprovecha la homofonía poética, no a nivel del lenguaje sino de la lengua. [10] El equívoco le presentifica al analizante, al margen de sus intenciones, que no es hablante sino hablado, porque heideggerianamente El habla, habla (lo que abre la dimensión poética del psicoanálisis), pues hace tambalear la consistencia de las significaciones, en tanto que es un decir que no dice nada y que por ello produce la división del sujeto, entre su intención de significación y un saber del que se encuentra separado. El equívoco presentifica que en el lugar de la verdad a la que el sujeto tiende hay significantes sin sujeto, que nacen en la lengua y que tienen un efecto de revelación. Existe un segundo equívoco que no se dirige a la polisemia de la lengua sino a la gramática, que como está en el nivel del lenguaje limita el equívoco. La gramática constituye el lenguaje del sujeto, su lenguaje. La gramática, al fijar las significaciones, reduce la polisemia. La gramática está conectada al fantasma, porque fija las significaciones particulares del sujeto. Por ello Freud -dice Lacan- les hacía repasar a sus pacientes su lección de gramática. El lenguaje no es universal; cada cual tiene el suyo. Y es que las significaciones giran en torno a una significación fantasmática del lenguaje de cada uno que no es universalizable. Algo que los posfreudianos (también los hermeneutas) interpretaron como que el analista inyecta su propia lección. Pero la respuesta es anterior a la pregunta, puesto que el saber ya está en lo inconsciente. Ciertamente el analizante le demanda un saber al analista, pero con su silencio el analista le responde que lo que tiene que hacer es hablar, pues la lección ya está inscripta, que el texto no va a ser el del analista, aunque provenga del Otro. Lo que hay del lado del analista es el silencio del decir. La interpretación dice: no te lo hago decir. La intervención del analista es un decir nada, puesto que no introduce un significante nuevo sino un equívoco de doble sentido. De lo que se colige que las intervenciones del analista no deben ser ni filológicas ni pedagógicas, sino lógicas y poéticas, a fin de que el analizante reflexione, interprete y saque sus conclusiones de lo que le pasa. La intervención del analista apunta a la conjunción-disyunción entre los dichos y su causa. Hay un tercer equívoco que es el lógico-poético y que se relaciona con el goce sexual o más bien a-sexual, que indica que la repetición de la demanda hace inalcanzable la relación sexual. La interpretación sin la lógica-poética sería insensata, pues desconocería la incompletud, la inconsistencia del orden simbólico, es decir lo real de lo simbólico.

    El primer equívoco, a nivel de la lengua, apunta a la división del sujeto y a la presencia de un saber poético sin sujeto que determina su goce. El segundo, a nivel del lenguaje, revela que la consistencia del lenguaje, de la fijación de sus significaciones gracias a la gramática, implica una causa desapercibida. El tercero, a nivel de la lógica, señala los vacíos lógicos del discurso que valen como reales. No se puede decir cualquier cosa, puesto que hay un saber que labora solo, una consistencia fantasmática con causa y una inconsistencia lógico-poética sin remisión. La interpretación apofántica (asertiva) apunta a los diversos niveles de imposibilidad del discurso, sin enunciarlos. La interpretación analítica, sin predicar ni ser una proposición, pone en su lugar a la función proposicional, a la función fálica que suple el sin-sentido de la relación sexual. La interpretación es una respuesta que marca los tres modos de lo imposible. La interpretación se dirige a la causa del deseo, al objeto causa del deseo (a), pero no como un saber del goce sino como un saber imposible. Por ello al fin del análisis el sujeto está asegurado de saber, seguro de los límites del saber que lo condenan a ser uno solo, pues hay el dos de la relación sexual. El análisis implica la travesía del fantasma (que es respuesta ante la falta) y el beneficio del saber, lo que no asegura el saber sobre el fantasma fundamental (afectado por la represión primaria), sino la falta en la estructura. Entonces lo apofántico de la interpretación se dirige a lo imposible de saber.

    La interpretación analítica no da sentido sino que reduce los significantes a su sin-sentido para ubicar las determinaciones del sujeto. La interpretación también interviene para invertir la producción de sentido (en la que el significante produce significado), de tal modo que puede intervenir a nivel del significado para generar significantes irreductibles que no signifiquen nada (única forma de disolver el síntoma, que es el abrochamiento de un significante a un significado). No se trata pues de hacer concordar el discurso del analizante con la teoría psicoanalítica, sino de deconstruir todas las teorías de la interpretación, de forma que en lugar de una técnica se geste una tejné-poiesis. Así, el analista en lugar de darle un nuevo mensaje al analizante, debe hacer posible que el analizante escuche su propio mensaje inconsciente. Porque la interpretación posibilita que el analizante escuche su propio mensaje en forma invertida, acorde con la inversión de Lacan a la moderna teoría de la comunicación.

    Después de esbozar una poética de la interpretación psicoanalítica resulta más comprensible la distancia que Lacan marca entre el psicoanálisis y la hermenéutica. De entrada hay que evitar el malentendido de que el psicoanálisis es un método de investigación, ya que es un pretexto para muchas cosas, por lo que no es de fiar. Por ello Lacan no se considera un investigador; evocando a Piccaso, dice: Yo no busco, encuentro. Y es que existe un parecido entre la investigación que busca y el registro religioso, pues lo encontrado está siempre detrás, como olvidado o escondido, lo que hace de la investigación una actividad complaciente. Si la investigación le interesa al psicoanálisis es en relación al debate sobre las ciencias humanas, ya que tras los pasos del que encuentra está la reivindicación de la hermenéutica, que es la que investiga y busca la significación nueva e inagotable, aunque amenazada por el que la encuentra. Si a los analistas les interesa la hermenéutica -sostiene Lacan- es porque la búsqueda de la significación que propone es confundida con lo que el psicoanálisis llama interpretación. La interpretación psicoanalítica no debe confundirse con la interpretación hermenéutica, aunque ésta siga sacando provecho del psicoanálisis. [11]

     En Respuestas a unos estudiantes de filosofía sobre el objeto del psicoanálisis, Lacan señala que el sujeto del inconsciente es el ser del hombre que es hablado, que el psicoanálisis rechaza todas las ideas del hombre que se han vertido (que ya no valían antes de su nacimiento) y que el objeto del psicoanálisis no es el hombre sino lo que le falta, un objeto. Asimismo, subraya que la unidad de las ciencias humanas debe reconocer sus límites. Lacan se refiere a las pretensiones de universalidad de la hermenéutica:

    «Nos hace sonreír por cierto uso de la interpretación, como jugada tramposa de la comprensión. Una interpretación de la que se comprenden los efectos no es una interpretación psicoanalítica. Basta para saberlo haber sido analizado o ser analista. Es por ello que el psicoanálisis como ciencia será estructuralista hasta el punto de reconocer en la ciencia un rechazo del sujeto«. [12]    

    Por último, la poética de la interpretación, cuyo correlato es la interpretación poética, a partir del retorno de Lacan a Freud, pretende destacar que existe una dimensión poética del psicoanálisis, que no reduce el psicoanálisis a una poética, ni supone que los analistas y los analizantes son poetas, aunque podrían serlo, sino que ambas experiencias beben en la misma fuente. Recordemos que tanto Freud como Lacan aspiraron a elevar el psicoanálisis a un rango científico. Freud soñaba con darle un estatuto científico como el de las ciencias naturales y por otro llega a decir que inscribiría el psicoanálisis en la universitas literarum. Lacan se afanó en darle al psicoanálisis una cientificidad próxima a las ciencias formales, aunque en su última versión afirma que el psicoanálisis no es una ciencia sino un delirio científico.

    [1] El goce, anterior a la palabra, se concibe como no habiendo sido exiliado de la naturaleza, o como diría Freud en diversos lugares de su obra: como la entrega al apareamiento en la que viven los animales.

    [2] Jacques Alain Miller, «El otro Lacan» en Matemas I, Buenos Aires, Manantial, 1987. p. 112.

    [3] Sigmund Freud, «Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico» (1912), op. cit., t. XII, p. 111.

    [4] Rosario Herrera, «El Oráculo del Siglo XX», en revista La Nave de los Locos, no. 14, Morelia, Lust, 1989.

    [5] Collet Soler, «El decir del analista», Varios Autores, El decir del analista, Buenos Aires, Piados, 1975, pp. 13-48.

    [6] Jacques Lacan, «El Atolondradicho», passim.

    [7] Ibíd., p. 60.

    [8] Ibíd., p. 18.

    [9] Ibíd., pp. 59 y 62.

    [10] Ibíd., p. 64.

    [11] Jacques Lacan, Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, op. cit.,  pp. 15-16.

    [12] Jacques Lacan, El objeto del psicoanálisis, Barcelona, Anagrama, 1970, p. 57-58.

  • ¿Una palabra de ausencia?

    ¿Una palabra de ausencia?

     Adalberto Levi Hambra

    Introducción

    Hace algunos años había dado el nombre de «Una Palabra de Ausencia» a mi participación en un Coloquio de la Fundación Mexicana de Psicoanálisis. La invitación a participar en este Simposio, justamente a propósito de la Interpretación me parece una buena oportunidad para revisar las ideas desarrolladas en el escrito derivado de la citada participación.

    Interpretación y ausencia del analista

    Ausencia-presencia

    El analista hace su aparición en el acto por excelencia: la interpretación. Es justamente en la interpretación que el analista dice su palabra (no puede decirse que la palabra interpretativa no sea palabra del analista).

    El analista pone en juego su escucha y se hace presente con una lectura de aquello que articula el analizante. Pero, precisamente se trata de su lectura. No de cualquier lectura, sino de una lectura historizada, en la cual se pone en juego el analista y el análisis que lo constituyó. Cuando se sostiene que el lugar de Sujeto supuesto Saber cae en cuanto el analista habla, tal afirmación conduce al hecho concreto de que si un analista habla entonces podrá ser escuchado. (El analista no es diferente, en ese sentido, a cualquier hablante.) Bajo este aspecto puede decirse que el analista está presente.

    Pero la presencia del analista no es sólo presencia. Hay, también una cierta forma de desaparición que el analista pone en juego en tanto tal. «Deseo de la máxima diferencia» «desecho de la operación analítica» son distintas formas de nombrar esa ausencia.

    En cualquier caso el analista se esforzará no exactamente por «hacer nada» sino por «ser nada». Intento, desde luego imposible, pero no más que el psicoanálisis en sí mismo. No olvidemos que en la formalización del discurso del analista queda señalado específicamente que un analista no es sino supuesto sujeto (en realidad está allí como objeto) y supuesto saber (el saber ocupa allí el lugar de la verdad). Presencia y ausencia quedan anudadas en la función específica del psicoanalista.

    Interpretación: un ejercicio de lectura

    ¿Quién lee? ¿Quién escribe?

    Si pensamos la interpretación como un ejercicio de lectura, podemos preguntarnos: ¿quién lee? ¿quién escribe? Al parecer, tales preguntas no tienen sino una respuesta: «lee el analista», «escribe el analizante»

    Esto, en principio es cierto. Pero no es absoluto. El analizante produce, con su discurso, una escritura. Esa escritura se presenta, para el analista, bajo la forma de un enigma (razón por la cual, se lo comparó con la Esfinge de Tebas). La función del analista (que al respecto se comporta como Edipo) será descifrar el enigma contenido en las palabras del analizante. Pero una vez descifrado, el analista dirá su palabra, cifrada, para un analizante que tendrá que, a su vez, leer la nueva cifra. Lo hará, entonces, bajo la forma de un enigma, esto es, como Esfinge, y, de esa manera, lo someterá al desciframiento de su analizante, devenido, entonces, Edipo.

    Entonces ¿quién escribe? ¿Quién lee? En distintos momentos los dos términos de un psicoanálisis.

    Esto, por otra parte, es estructural. No puede ser de otra manera. Estamos constituidos de forma tal que el lenguaje es el campo en el cual nos movemos, y estamos atrapados en él. Pero, a su vez, el lenguaje está constituido por palabras, de las cuales lo menos que puede decirse es que son equívocas. En una frase especialmente urticante, Lacan afirma «Yo digo siempre la Verdad». Uno suele quedar tan consternado con semejante afirmación que puede dejar de leer que, a renglón seguido, aclara que no la dice toda porque para tal cosa faltarían palabras. Y, desde luego, a Lacan le faltan como a cualquier mortal.

    Otra frase que suele ser menos molesta (tal vez porque es, aparentemente, menos auto referencial) es la siguiente «El que habla no sabe lo que dice». Esta frase, absolutamente auto referencial, señala que sin importar quien hable (esto es, Lacan o cualquier otro) se produce, por estructura, un decir (desde luego, diferente del hablar) que excede aquello que se habló pero que, esencialmente, en su exceso escapa a todo control conciente por parte del hablante.

    Jacobsohn había establecido una diferencia entre «enunciado» y «enunciación». En tal distinción, el enunciado no comprometía al hablante, pero la enunciación sí ponía en juego al sujeto íntegro.

    Podría afirmarse que el analista escucha en el hablar, el decir del analizante; y que en el analizante el efecto de interpretación deriva del decir del analista.

    «De otra manera»

    La forma específica en que lee un analista es una forma trasgresora, una forma que se apoya sobre el equívoco. Una forma, en fin, que concluye con la articulación de un significante nuevo, que antes no existía.

    «Supuesto saber leer de otra manera», aplicado a la lectura particular del Sujeto supuesto Saber, implica, además, saber leer en el discurso del analizante algo del orden de su deseo.

    Pero no hay que confundirse. No se tratará de un descubrimiento por parte del analista sino de una construcción en la cual se juega sí un deseo, que es el deseo del analista.

    Antecedentes históricos de la lectura

    5000 años antes (psicoanálisis y midrash)

    Los nazis consideraban al Psicoanálisis una Ciencia Nacional Judía. Si le quitamos el matiz peyorativo, podemos suscribir tal expresión.

    En efecto, si aceptamos que la práctica psicoanalítica es una práctica de lectura, nada impide referir tal práctica a un origen remoto, que yo fijaría, metafóricamente hace 5000 años. Esto es, aproximadamente, en los principios de la lectura y de la escritura, principio que, justamente en la tradición judía, coincide con la misma creación. (La tradición judía lo fecha en alrededor de 5800 años.) La Torah entregada a los judíos fue escrita al mismo tiempo que se creaba el mundo. Esto es, el Génesis bíblico coincide con la Génesis de la Creación. O, lo que es lo mismo, la Escritura coincide con la Creación. De ahí que su lectura se considere lectura de un texto sagrado: palabra directa de Dios, completa, y fijada definitivamente, para ser leída y descifrada en sus más mínimos detalles. (Exactamente igual que el texto del sueño en psicoanálisis, al cual Freud designa, justamente, como «texto sagrado»).

    Pero, al mismo tiempo, la lectura perfecciona y completa la Creación. Y eso no es diferente de lo que ocurre en un psicoanálisis, en el cual el deseo es creado por la interpretación. Otro elemento importante (en el cual coinciden Psicoanálisis y Midrash) es el hecho de que la palabra escrita pertenece al lector.

    Con respecto a este punto citaré dos características que se atribuyen (con razón) a los judíos: por un lado se señala en los judíos la extraña costumbre de responder a una pregunta con otra pregunta (no sólo los judíos psicoanalistas, claro). A propósito de este tema se cuenta que un gentil le pregunta a un judío por qué responde una pregunta con otra pregunta; el judío, sin inmutarse, responde: «¿y qué tiene de malo?»

    La segunda tradición afirma que donde hay dos judíos hay, por lo menos, tres posiciones. Justamente daría la impresión, leyendo el Talmud, que los rabinos pasaban todo su tiempo discutiendo. Una leyenda talmúdica relata una de dichas discusiones a propósito de la posibilidad de utilizar un horno manteniendo la pureza ritual (el kashrut, como se la llama en hebreo). Rabí Eliezer sostenía la corrección del uso del horno; y lo hacía con excelentes argumentos, lo cual no obstaba para que los demás rabinos estuvieran en desacuerdo. Entonces decide apelar a argumentos extralingüísticos. Cito textualmente:

    «… señaló a un árbol que estaba creciendo frente a la ventana y dijo:

    -Si la ley me da la razón, que ese algarrobo nos dé una prueba.

    ¡Y, tan pronto como terminó de hablar, el árbol se alejó de un salto! A los rabíes les resultaba difícil de creer lo que acababan de presenciar. Unos estimaron que el árbol habría dado un salto de alrededor de cien codos, y otros incluso proclamaban que se había alejado más de cuatrocientos codos. [Como ven no podían renunciar ni siquiera por obra de un milagro a la costumbre de discutir.]

    Cuando los rabíes se calmaron, se apiñaron en un círculo por unos instantes y, luego, tras un breve intercambio de opiniones, uno de ellos le dijo al rabí Eliezer:

    -Ningún algarrobo va a determinar una normativa rabínica. No habéis demostrado nada, rabí Eliezer.

    -Bueno, entonces, denle un vistazo al arroyo que discurre más allá del algarrobo -respondió el rabí Eliezer-. Si lo que digo está de acuerdo con la ley, que el arroyo nos dé una prueba.

    ¡Y, justo en ese momento! ¡Las aguas del arroyo se invirtieron y comenzaron a correr hacia atrás!

    Al principio, los rabíes se quedaron un tanto aturdidos pero, cuando discutieron acerca de lo que habían presenciado, llegaron a una conclusión similar a la primera:

    -Las aguas del arroyo no pueden demostrar argumento alguno. [Señalo, de paso, que la negativa anterior está mejor fundada y construida que esta, en la medida en que pone «la normativa rabínica» por encima de una maniobra casi mágica, incluso milagrosa, esto es, ni siquiera el milagro está por sobre la ley rabínica. Incluso, otra versión del mismo episodio hace decir a los rabinos «no aceptamos razones de árboles».]

    Aunque frustrado, el rabí Eliezer estaba determinado a demostrar que tenía razón

    -¡Si la ley está de acuerdo conmigo -exclamó-, que las paredes de esta casa de estudio den la prueba final!

    Y, en aquel momento, las paredes comenzaron a derrumbarse sobre los rabíes. El rabí Josué intervino y reprendió al rabí Eliezer.

    -¿Cómo te atreves a interferir con una ley que ha llegado hasta nosotros desde el Monte Sinaí?

    Y justo entonces, antes de que pudiera terminar de hablar, las paredes se detuvieron en su desmoronamiento -por respeto al gran rabí Josué- y no terminaron de caer. Pero, también por respeto al rabí Eliezer, las paredes no volvieron a su posición original. Así están las paredes de la gran yeshiva desde entonces -ni en pie, ni demolidas.

    Como último recurso para convencer a sus hermanos rabíes de que tenía razón, el rabí Eliezer pidió al Cielo que le ayudara a vencer en el debate, y en aquel momento todos pudieron oír una voz del Cielo que decía:

    -¿Por qué le lleváis la contraria al rabí Eliezer? ¡Es él quien tiene razón!

    Pero, sin dejarse disuadir, el rabí Josué se puso en pie y anunció al Cielo.

    -Mis sabios hermanos y yo no podemos aceptar esto. La prueba de una normativa no puede venir de arriba, ni el Cielo tiene que intervenir en nuestra discusión. Las palabras de la ley vinieron ya del Cielo. Recibimos estas leyes sagradas en el Sinaí, y tienen que ser interpretadas por rabíes inmersos en una discusión erudita, como hacemos ahora, no invocando a las fuerzas de la naturaleza. Por tanto debemos dejar que la mayoría decida.»

    Esta leyenda indica algo realmente importante. Por un lado el hecho de que nada fuera de las palabras (y, específicamente, palabras humanas) puede intervenir en una discusión planteada en términos de palabras. Por otro lado el hecho de que todo lo dicho, incluso lo dicho por el Cielo, deja de pertenecer a su emisor y se convierte en absolutamente discutible.

    Freud, que era un sabio judío, escribe a propósito de técnica psicoanalítica, que los procedimientos que él utiliza son los que más se acomodan a él y a su propia práctica. No son ni tienen por que ser universales. Esto es, el sueño es texto sagrado, pero la palabra de Freud, desde su punto de vista, no lo es.

    Ocurre, a veces, que un analizante no escucha con claridad la intervención de un analista. Si el analista le aclarara lo que dijo estaría en la posición del Cielo que da su palabra sagrada. Lo más interesante de este relato talmúdico es, precisamente, la negación de toda palabra sagrada. Podríamos tal vez decir, la negación de toda objetividad. Lo que dijo verdaderamente el analista no tiene la menor importancia; importa sí lo que escuchó el analizante. Esto es así en la medida en que en la escucha se juega el deseo del que escucha. «El que escucha determina al que habla», afirma Lacan al respecto.

    Lo que dice el Cielo no importa hasta el momento en que es interpretado (leído) por los hombres.

    Esta historia tiene un colofón:

    «La leyenda cuenta que, poco después, el rabí Natán se encontró con el profeta Elías, al cual le preguntó:

    -¿Cómo reaccionó el Todopoderoso ante el hecho de que los rabíes desautorizaran al Cielo?

    Y Elías respondió con una sonrisa:

    -Dios tan sólo se rió y dijo: ’En esta ocasión mis hijos me han superado. ¡Míralos! ¡Me han derrotado!’» (Bava Metzia 59b).

    Volvamos ahora a lo que decíamos más arriba. ¿La interpretación pertenece al analista? Esta parábola nos enseña que no le pertenece. Una vez dicha pertenece al analizante. (Aún cuando, como dije antes, el analista no puede sino estar comprometido con sus palabras.)

    ¿Qué lee un psicoanalista?

    Todos derivamos de él, de modo que partiremos del fundador. Freud lee fundamentalmente un cuerpo. Un cuerpo parlante que habla a través de síntomas. Es el cuerpo de la histérica. Justamente, el cuerpo de la histérica es un cuerpo legible. Legible porque en él se inscribe lo que resulta de una intersección entre lo específicamente corporal que es, en esencia, imagen, y lo específicamente discursivo, que es, en esencia, símbolo. De hecho el cuerpo puede caracterizarse como aquello que resulta del organismo (desnaturalizándolo) cuando éste es marcado por el significante.

    Un ejemplo paradigmático de Freud es uno de los casos presentados en Estudios sobre la Histeria. Cualquiera es excelente como ejemplo, pero decido citar uno. Se trata de una mujer que ama a su cuñado. Ocurre que un día realiza con dicho cuñado un paseo a pie, en el cual se convence de que ese sería un esposo ideal para ella. Pero claro, no le pertenece, en tanto es esposo de su hermana (agreguemos que se trata de una hermana bienamada).

    Poco después su hermana se enferma y muere. Y frente a su lecho de muerte esta mujer piensa por un segundo «ahora está libre para mí». Esto la aterroriza. De inmediato se olvida de todo lo pensado. Pero, en el lugar de lo olvidado aparece un síntoma: una parálisis dolorosa de los miembros inferiores.

    Los síntomas siempre tienen más de un motivo. El paseo a pie con el cuñado es uno de ellos, pero también el hecho de que sobre la parte dolorosa su padre, enfermo, había reposado cuando estuvo a su cuidado (lo cual justifica el hecho de que frente a la curiosa exploración de Freud, consistente en pellizcar las zonas dolorosas, aparezca antes la voluptuosidad que el sufrimiento). El hecho de que tal cuidado fue momentáneamente abandonado en un cierto momento de la enfermedad del padre para ir a bailar (a mover las tabas, algo parecido a mover las patas, diríamos en Argentina).

    Lo cierto es que la astasia abasia, la parálisis dolorosa de sus miembros inferiores, le impide «dar el mal paso». O, más precisamente, «llegarle a su cuñado». Todo esto es claramente legible para Freud.

    Ahora bien, las neurosis actuales tienden a actualizarse, y las histerias ya no son lo que eran. Por esa razón nosotros actualmente leemos un discurso. Claro que tal lectura no nos es exclusiva. Ya Freud leía un discurso. Y de hecho el cuerpo legible que mencionaba hace un momento es precisamente un cuerpo discursivo, un cuerpo en el cual el síntoma se literaliza. Como sucede, en este caso, con la parálisis dolorosa que inmoviliza literalmente a la analizante.

    Lectura y formación de analistas

    Un analista se forma como un lector. Pero convertirse en lector implica que él mismo sea leído. Lacan afirma que él no habla de «formación de analistas» sino de «formaciones del inconsciente». Esto es equivalente a lo que se desprende de afirmaciones de Freud en el sentido de que aquello que forma a un analista es su propio análisis. Freud decía, por ejemplo, que lo esencial no podía enseñarse en un seminario, que la única transmisión posible era la transmisión uno a uno en la sesión analítica. Se trataba nada menos que de la constancia de lo inconsciente. De hecho, la misma palabra «enseñanza» es cuestionable cuando se trata de psicoanálisis. Es más adecuada la palabra «transmisión». Porque lo que está en juego en el psicoanálisis es una tradición. Tal vez por eso las «guerras religiosas» sean tan frecuentes en nuestro ámbito. (Y esto no es nuevo, ya comenzó en vida de Freud). En el campo lacaniano, el acceso a un lugar de analista suele vincularse con un testimonio frente a un jurado de pares (y mediado por un transmisor). Me refiero al dispositivo del pase. Dispositivo en el cual, igual que en un psicoanálisis, se juegan únicamente discursos.

    Pequeño apartado para decir que no

    «…comprender no es meramente repetir el acontecimiento de habla en un acontecimiento similar, es generar uno nuevo, empezando desde el texto en que el acontecimiento inicial se ha objetivizado.»

    Paul Ricoeur

    «Cuando tenemos al otro presente como verdadera individualidad, como ocurre en la conversación terapéutica o en el interrogatorio de un acusado, no puede hablarse realmente de una situación de posible acuerdo.»

    Hans Georg Gadamer

    Comienzo con un epígrafe que contradice mi título. Porque justamente a esto no puedo decir que no. Este apartado surge de mi descubrimiento, un poco tardío, de que esta mesa sería compartida con filósofos y que en el público también los habría en abundancia. Hecho el descubrimiento y teniendo en cuenta que la mesa es sobre Interpretación asumí que no podía prescindir de la hermenéutica. Recordé que varias veces había afirmado (desde luego que no sólo yo) que el psicoanálisis no es hermenéutica. Pero para sostenerlo era necesario considerar que la hermenéutica perseguía un sentido preferentemente unívoco que permita un apoyo sólido para la interpretación. Ya me habían advertido que eso es un cierto tipo de hermenéutica, pero no toda. Según mis informantes (entre ellos Ricardo Blanco y Mariflor Aguilar) había líneas en la hermenéutica que llegaban a una construcción. Ese es también el sentido de la interpretación en psicoanálisis: no el hallazgo del deseo que subtiende cualquier formación del inconsciente sino su creación a partir de la palabra del psicoanalista. («El deseo es la interpretación», como afirma Lacan).

    La primera frase que puse como epígrafe está extraída de un texto de Ricoeur. Pero el problema así planteado confirma las advertencias que me hicieron al respecto más que mis prejuicios.

    La frase de Gadamer, puesta en segundo término, de algún modo confirma el sentido general de la primera, pero menciona la posibilidad o imposibilidad de un acuerdo.

    Dicho muy rápidamente, aún cuando parece haber en la hermenéutica, tal como la conciben ambos autores, un cierto margen para la imprecisión y el hallazgo, hay también un claro criterio de encuentro que subtiende, al parecer, toda posición hermenéutica. Encuentro que implica, a su vez, cierta intelección de algo comprensible. De hecho, «comprensión» suele ser uno de los términos en juego en la acción hermenéutica. En Psicoanálisis esta dimensión está totalmente ausente.

    Ricoeur acuña una expresión interesante para agrupar a Nietzsche, Marx y Freud: los llama Maestros de la Sospecha. Aunque de sus desarrollos parecería derivarse una condición más bien sospechosa en sus teorías. Se trata en los tres de un desplazamiento de la verdad. Específicamente en Freud la pérdida de las ilusiones de la conciencia.

    Por último, Richard Rorty hace una afirmación sugestiva: «la hermenéutica es una expresión de esperanza de que el espacio cultural dejado por el abandono de la epistemología no llegue a llenarse». Afirmación sugestiva en la medida en que, junto con el psicoanálisis se distancia del terreno de la ciencia. En ese distanciamiento, al menos el psicoanálisis se acerca a la ética.

    Yo espero que los filósofos aquí presentes me aclaren este punto o bien me lo discutan. Pero, mientras tanto, yo sospecho que lo mejor sería dejar en suspenso la cuestión de si, desde el psicoanálisis, habrá que decir que no a la hermenéutica o habrá que decir ¿»por qué no»?

    México, 2003

  • Los laberintos de la identidad en Paul Valery

    Los laberintos de la identidad en Paul Valery

     Fernanda Navarro

    La poesía de Valéry destaca entre las más singulares por su riqueza simbólica, su resonancia clásica y su cadencia. En torno al tema de este Simposio, encontramos también en él una raigambre fecunda, al introducirnos en ese laberinto interior que es, para él, la identidad.

    El poeta mediterráneo, identificado con el mar en su eterno recomenzar, nos hablará de ese devenir que transcurre en el intervalo entre el instante y la eternidad; de ese semillero de virtualidades, de esa existencia siempre fuera de compás, destemplada y nostálgica que es el sujeto.

    En estas páginas, me centraré en su fascinante juego entre el yo- conciencia y el yo-azar, tema que sorprende al lector al ir descifrando el universo de ese gran escultor de la palabra que es Valéry quien, a golpe de cincel -verso a verso- pareciera ir esculpiéndose él mismo, a la escucha de ese trémulo palpitar entre su yo y su sí mismo.

    Antes de penetrar en sus dos ’yoes’, veamos qué es lo que para nuestro poeta puede aspirar a la categoría de existencia, qué puede gozar del status de ser. Afirma contundente que ’aquello que ha dejado de ser, ya no es más’. Con ello nos instala de inmediato en la problemática del Tiempo, de la temporalidad, y nos sitúa en el presente con todas sus proyecciones futuras. El porvenir habrá de ser su tiempo predilecto. Lo que categóricamente descalifica es el pasado. Revela abiertamente su fobia por él, de donde muchos críticos han desprendido su antihistoricismo.

    Aquí se perfila ya nuestro tema. La identidad la va a definir por las posibilidades que entraña, por lo que pertenecerá más al futuro que a cualquier otro tiempo: ’Lo más verdadero de un individuo -nos dice- lo más propio, es su posibilidad». Y en Melanges describe el porvenir como «la parcela más sensible del instante’. Esta concepción abre un campo de gozoso optimismo y anuncia otro tema de igual trascendencia: el de la libertad. El futuro es la región donde todo está permitido. Incluso la fantasía de ser otro! así como la posibilidad de elegir un ’yo’ de entre todos los posibles ’yoes’ que uno deseara ser para diseñarse, cultivarse, construirse … lejos de la acechanza de la univocidad y la tautología; del yugo inmemorial del principio de identidad… donde el recurso camaleónico y la anacronía están permitidos

     Pero ¡oh infortunio! todo ello vale, sólo hasta que el presente no lo fije o coagule, recordándonos que no hay tiempo más que para un solo ’yo’, de entre todos los posibles, ese Presente que no es más que el pasante que pasa, ese pasar de la presencia que se pierde en la invisibilidad del pasado, de la memoria o de la historia.

    ¿Qué perplejidades tejen sobre ese ser evanescente las modalidades del Tiempo?, sobre ese Yo en devenir constante, conminado a definirse, a nombrarse en primera persona. Ante cuestiones como ésta, que atañen profundamente a la condición humana y que tiene una clara raigambre filosófica, no queda más que recurrir a los poetas.

    Sin embargo, no es el Tiempo el único a maldecir. Es también la conciencia, con su malhadada lucidez, la que es incapaz de coincidir con su propia esencia y duración, y conformarse a ella. Se empecina en concebir más de lo que a su condición corresponde, condenándose así a una existencia fuera de compás por su nostalgia de infinito. Así, el ’yo’ está a la vez en el instante y fuera de él, «Quizá no exista el ’yo mismo’ fuera del instante, dirá Valéry.

    Pero entonces ¿qué es lo que nos ancla y lo que nos hace perseverar en nuestro ser? ¿lo que nos permite una mínima coherencia interna? En suma, ¿qué es lo que nos hace reconocernos, lo que evita el bautizo cotidiano? Es la conciencia la que garantiza que el yo-presente se reconozca en el yo-pasado, la que asegura una mínima coherencia y continuidad que se resiste a quedar reducida a una sucesión temporal y fragmentaria de actos amnésicos.

    «Todo pensamiento tiene su puerto de anclaje» dice Valéry en Varietés IV. Ese puerto de anclaje es simbolizado por su ’yo-conciencia’, en el juego que hace entre los dos yoes: conciencia y azar. El yo-conciencia sería el ancla: estable, persistente a través de las agitadas mareas que se disuelven y desfiguran con cada ola. Nos hace pensar en la categoría filosófica de sustancia: aquello que subyace y subsiste. Con gran audacia y originalidad Valéry compara el yo-conciencia con el O (cero), ese grado nulo pero necesario sin el cual no hay ni puerto de partida ni puerto de llegada, sólo naufragio. Afirma en Regards «me he atrevido a veces a comparar ese ’yo’ sin atributos con el 0 de los matemáticos.

    Es el ’yo-0’ el que con su inmovilidad y permanencia se convertirá en el guardián de la cordura interna; el que existe más allá de la duda y el remor-dimiento; el que por encima del caos afiebrado trata de extraer -entre todas las personalidades posibles y azarosas– una, susceptible de aprehensión sólida y estable. Para ello, la imaginación de Valéry desciende hasta las profundidades minerales donde va a encontrar una intimidad con textura de granito o de roca, inmutable y segura, capaz de responder a la intimidad más recóndita del ser.

    «Nuestro espíritu está aún dominado por una especie de roca visible pero inaccesible…representa un pensamiento más fino, más exacto y más rico que cualquiera que pueda conocerse. Hay en mi algo que parece comprenderme y que esa apariencia me torna insondable, incomprensible.»

    Frente a ese ’yo-0’ el poeta postula el ’yo-X’, donde la X representa una cualidad o atributo, el azar. Aquello que le otorga al ser su capacidad de variación, de posibilidad. Son configuraciones efímeras y caprichosas las que lo componen: tiempo, espacio, lengua, creencias, esperanzas, temores, ’ancestros, libros amores’,

    Es una relación de oposición la que une a los dos ’yoes’, la relación entre la mirada y lo mirado. Así como el ojo conserva un recinto fijo ’capaz de mundos’. La oposición fundamental entre el ’yo-0’ y el ’yo-azar o yo-X’ la expresa así: «No soy más que un efecto del azar…es decir, no me encuentro necesario en nada, tengo la impresión de que los elementos directos de mi vida bien pudieron ser completamente otros».

    Más adelante añade:

    «Tener conciencia de sí ¿no es acaso sentir que uno podría ser otro»? Y como para redundar nos dice: «En el lugar de cada hombre, con los mismos materiales de espíritu y de carne, varias ’personalidades’ son posibles. Uno se cree el mismo pero ese ’mismo’ no existe«.

    Recapitulando un poco, vemos que la paradoja que presenta Valéry es que lo único capaz de existencia plena es lo que goza de actualidad y presencia. Todo aquello cuya duración haya expirado, todo evento pasado, está condenado a la inexistencia. Y sin embargo, pareciera ser condición de vida el no poder verse, saberse ni percatarse de uno mismo más que en tiempo pretérito. No se conoce ni se piensa más que lo ya visto, lo ya hablado, lo ya conocido…es decir, lo ya vivido, porque al hablar en tiempo presente, arbitrariamente estamos amplificando un estado efímero e inasible. El presente es aquello que mientras dura permanece inacabado, en calidad de ’non-finito’ y por ende impronunciado, inaprehensible…hasta no verse consumado:

    «Todas las cosas, apenas desaparecen, me resultan claras» dice en Equinoxe.

    Esto nos incita a alterar el tiempo del ’cogito’ cartesiano y decir: No ’pienso luego soy’ sino ’pienso luego fui’. Pareciera no poderse hablar del yo actual más que en ausencia, ya transcurrido, en pasado.

    Curioso y anacrónico desencuentro entre el ’yo’ y el ser. Todo lo que fue y lo que será no es. El pasado y el futuro no realizan una actualidad siempre presente, están destinados a ser ’decadentes formas de simulación’. En esa su tendencia a prolongar la duración y la existencia, en ese anhelo de permanencia frente a la contingencia, el hombre se debate, y finalmente se disfraza tras una máscara. Simula para aceptarse, simula para soportarse.

      El yo, un juego de máscaras y de espejos

    «hay que ponernos en el lugar del ser que nos ocupa». Valéry.

    Podríamos decir que somos una máscara, una variable vacía, dispuesta a ser habitada y animada por otro. Pero no sólo eso, dispuesta incluso a comprender a ese otro, a ponernos en el lugar de ese misterioso morador que temporalmente nos habita, ¿el yo-azar? Si, cada máscara sería una variante del yo-azar, del yo-posible ilimitado y libre, en tanto que no ha sido apresado, detenido por el presente que lo condenaría al pasado, a la inexistencia. Por contraste, el tiempo del ’yo-azar’ del ’yo-posible’, es el futuro. Así como el pasado es para Valéry el tiempo de la impotencia, el porvenir es el tiempo de la posibilidad, del poder en estado de pureza. Es en el futuro donde el ’yo’ puede encontrar su albergue decisivo. Así, lo real se presentaría como una decadencia de lo posible, es decir, lo real se extraería de lo virtual que lo antecede. Entonces podría decirse legítimamente con el poeta:

    «La vida no es más que la conservación de un porvenir»

     Entrañablemente ligado al porvenir está la libertad. El espíritu libre vive en el ámbito de la posibilidad, no en el de la realidad: en el por-hacer, por realizar, no en lo ya hecho o consumado; en el actuar, no en la obra finiquitada. Pero de inmediato surge la paradoja con la que tanto gusta jugar nuestro autor, ahora en torno a la libertad:

    «Un pensamiento privado de toda sujeción externa, desprovista de toda sanción…ignora su verdadera naturaleza que consiste en compaginarse con el hombre en su totalidad, y puede fácilmente creerse todopoderoso y universal.»

    En la misma tonalidad, afirmará más adelante:

     «Mi libertad es la creación de mi propia sujeción» (contrainte)

     Como para los estoicos, la libertad es un fenómeno fundamentalmente interior para Valéry. Por ello, más que en la lucha o la rebelión, reside en la capacidad de disponer. Disponer como dueño y señor del universo del juego de posibilidades para dirigirlas al punto deseado. Para ello será a veces preciso constreñir la voluntad a fuerza de voluntad.

     Lo anterior puede recordarnos a André Gide, amigo y confidente de Valéry, cuando dice a propósito del arte:

    « El arte nace de un sujetamiento, vive de lucha y muere de libertad »

     «L’art nait de contrainte, vit de lutte et meurt de liberté »

    O como le reclama el poeta a Zenón en el Cementerio Marino:

    «Zenon, cruel Zenon, Zenón de Elea,

    ¿me has atravesado acaso con tu flecha alada

    que vibra, vuela y detiene su vuelo?

    El sonido me engendra y la flecha me mata«

      Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea! 

     «Zenon, cruel Zenon, Zenon d´Elée,

     m´a tu percé de ta fleche ailée

     qui vivre, vole et ne vole pas ?

     Le son m´enfante et la fleche me tue,

     Zenon, cruel Zenon, Zenon d´Elée !

    ¡Como si la plenitud se alcanzara sólo en la proximidad de su propia abolición!

     Ante el drama de la identidad y de la conciencia, tal como lo presenta Valéry, nos embarcamos en el recorrido de un interminable laberinto interior, cruelmente diseñado para confundirnos y extraviarnos en un juego de espejos y de máscaras en el que la noción de tiempo se pierde y no acertamos a saber si nacemos o morimos.

     Lo pretérito, en su lucha a muerte con lo presente/porvenir despoja al yo-conciencia de su ancla. Sin ancla y sin puerto no le queda más que vivir girando en torno a sí misma, cual planeta solitario:

     «Yo no vivo más que alrededor de mi mismo«

      (Cahiers II)

     En suma, el yo que se define por la imposibilidad de ser definido, se debate entre el azar y la conciencia, entre el futuro y el pasado. Tan pronto decide anclarse, se le pide su tarjeta de identidad y al identificarse queda solidificado.

     Este ser desgarrado y desgajado entre su ’yo’ que clama permanencia y absoluto y el que se sabe efímero, implora un mínimo de clemencia para eludir el vértigo del laberinto nocturno de muecas grotescas y reflejos.

    Para escapar al embate del tiempo en que pasado y futuro se disputan codiciosamente el ser, el ’yo’ se retrae y se refugia en lo más recóndito de su ser. Así nace Narciso, imagen por la que Valéry mostró una fascinación constante a lo largo de 50 años de creación poética. Fue también determinante en su concepción del ’yo’ como identidad aprehensible sólo a través de una dualidad:

      esa forma apenas aberrante de esquizofrenia

    Ejerciendo el principio de individuación Narciso busca la imagen que conoce al mirarse en la transparencia del espejo acuático sin reconocerse en ella. Se busca para asirse…y para conocerse descubre que es preciso amarse. Hay un intervalo entre las dos manifestaciones de sus ’yoes’: el intervalo de la conciencia de la propia identidad, distancia que los une en el amor más fiel y duradero que pueda haber, el amor de sí mismo.

    Transido en mi mirada de piedra, en el duro y fijo ’por qué, un negro trémulo palpita entre mi mismo y mi yo

     Ese intervalo interior es una promesa de amor. El amor necesita tanto de distancia como de semejanza. Pero Narciso aproxima la semejanza hasta la identidad:

     Mas Narciso no puede, no quiere, amar a nadie que no sea él mismo

     En un acto de afirmación de su propia identidad, el ’yo’ descubre como condición necesaria para el reconocimiento de un ’tu’, de otro, el conocerse a sí mismo y amarse. No advierte Narciso que quien traspasa y fractura el principio de individuación se percata de que para encontrarse, el ’yo’ necesita re/encontrarse en otro: y para conocerse, necesita reconocerse en otro. En este sentido escribe Valéry: «el instrumento más importante para mi conocimiento…eres tu, es la existencia indubitable de otro». Pero Narciso insiste:

     detrás de ti me sigo viendo a mí mismo

     Para Narciso amar a otro es sinónimo de traición. Su orgullo pareciera exigirle la unicidad. Oscilando entre la humildad y la arrogancia, muchas veces se potencia él mismo e imprime a su subjetivismo proyecciones cósmicas: Así lo escuchamos en Cantata del Narciso:

    Piensa por el universo 

    Monstruo privado de cabeza

    Que busca en el hombre

    Un sueño de razón

    Ante la altivez de Narciso podríamos preguntarnos si alguien -algún yo/conciencia o yo/azar- está totalmente exento de ella.

     Quiero concluir con dos estrofas del Cementerio Marino en donde el poeta canta magistralmente a la fragilidad humana, efímera y azarosa, a esa entidad indecisa, llámese ser-en-el-mundo, sujeto, o yo.

    Comme le fruit se fond en jouissance

    Comme en délice il change son absence

    Dans une bouche oú sa forme se meurt

    Je hume ici ma future fumée

    Et le ciel chante a l´ame consumée

    Le changement des rives en rumeur.

    Beau ciel, vrai ciel, régarde-moi qui change

    Apres tant d’orgueil, apres tant d´étrange oisiveté

    Mais pleine de pouvoir

    Je m’ abandonne a ce brillant espace

    Sur la maison des morts mon ombre passe

    Qui m’apprivoise a son frele mouvoir.

    — — — — —

    Como el fruto se funde en gozo

    Como en delicia cambia su ausencia

    En una boca donde su forma se extingue

    Aspiro aquí mi futura humareda

    Y el cielo canta al alma en consumación

    El cambio de la orilla a rumor

    Bello cielo, ¡mírame a mí que cambio!

    Tras tanto orgullo, tras tanta extraña ociosidad

     llena de potencia,

    Me abandono a este brillante espacio

    Sobre las casas de los muertos mi sombra pasa

    Que sucumbe a su frágil vaivén.

    BIBLIOGRAFIA

    Paul Valery, Cimetiere Marin, Gallimard, Paris.

    Variété I. Gallimard, Paris

    Régards. Gallimard, Paris.

    Cahiers II y IV. Gallimard, Paris.

    Mélanges. Gallimard, Paris.

    Poésies, «Cantate du Narcisse», Gallimard, Paris

  • Introducción a la Intersubjetividad

    Introducción a la Intersubjetividad

    Diana Cover van Putten

    Ya estamos aquí juntos y es imposible regresar a nuestro estado anterior. Habiendo leído las primeras palabras de este escrito han comenzado a entrar a la desconcertante experiencia de convertirse en sujetos que no habían conocido antes y, sin embargo, si reconocen. El escucha de estas palabras tendrá que crear una voz con la cual hablar (pensar) las palabras (pensamientos) que lo constituye. El escuchar, también en el espacio psicoanalítico, no es sólo una cuestión de considerar, sopesar, o aún tratar de reproducir las ideas del que presenta lo escrito o hablado. La escucha involucra un encuentro de mayor intimidad. Ustedes, los escuchas, tendrán que permitirme que ocupe sus pensamientos, su mente ya que no tengo otra voz con la cual hablar más que con la  suya. Si deciden escucharme/leerme, tendrán que permitirse pensar mis pensamientos mientras yo consentiré en volverme sus pensamientos y, en ese momento, ninguno de nosotros podrá reclamar el derecho sobre los pensamientos como una creación exclusiva. La conjunción de mis palabras y sus voces mentales no representan una forma de imitación, sino que estamos ante un evento humano de más interés y complejidad. Como dice Thomas Orden (1998): ha nacido un tercer sujeto desde la experiencia de la lectura con la escucha que no es reducible ni al que escribe ni a aquel que escucha. La creación de un tercer sujeto (que existe como sujeto separado en una especie de tensión entre aquel que escribe y el que escucha) es la esencia de la experiencia del que escucha, y la centralidad de la experiencia psicoanalítica.

    En su lectura generará una voz desde mis palabras que crearán en un sentido más amplio que el que yo misma podré crear. En ese proceso ustedes y yo nos habremos creado como un sujeto que hasta este momento no existía. Lo que hoy se diga aquí será transformado. Tal vez hasta sea destruido y a partir de esa destrucción, o en esa destrucción, aparecerá un sonido no totalmente conocido. El sonido será una voz, pero no una voz reconocida, ya que no me destruyeron previamente, ya que se tropezaron conmigo en su escucha de mi texto.

    Lo que estoy tratando de describir es el texto de «Sujetos de Análisis» que escribiera Thomas Ogden (1998), en donde el autor menciona que lo que juntos experimentamos hace unos momentos es una de las experiencias más misteriosas y, al mismo tiempo, de las experiencia más comunes. Es la experiencia de la lucha con nuestra identidad estática a partir del reconocimiento de una subjetividad (un Yo humano) que es de igual forma distinto a uno mismo: la alteridad. La confrontación con la alteridad no nos dejará descansar; esa percepción del yo/otro una vez percibido no nos dejara permanecer quien fuimos y, por consiguiente, no podremos llegar a aceptar la intrusión de quien éramos hasta antes de ser interrumpidos por ello.

    Haber entrado juntos a esta experiencia es un ejemplo de lo que ocurre en el espacio analítico entre analista y paciente. El analista tendrá que prepararse para destruir y ser destruido por el mundo subjetivo del paciente y para escuchar un sonido que pueda emerger desde la colisión de subjetividades que es familiar y distinto de cualquier situación escuchado con anterioridad. Esta destrucción no debe de ser completa ya que si eso sucediera el par habría caído en el abismo de lo autista o lo psicótico. Es preferible que el analista escuche, desde el filo, el grito de la destrucción o creación, desconociendo siempre en qué lugar esta la certidumbre del filo.

    Es cierto que el término intersubjetividad es usado de varias formas en la literatura psicoanalítica, de ahí que sea importante aclarar algunas de las posiciones más relevantes que se han manifestado en los últimos años. Robert Stolorow y George Atwood han sido, de alguna manera, quienes por vez primera presentaron el concepto de intersubjetividad en el psicoanálisis. Este desarrollo ha tenido al menos cuatro movimientos, cada uno puntualizado por una investigación. En el primero Faces in a Cloud (Stolorow y Atwood, 1979) demuestran, a través de estudios psicobiográficos, que la metapsicología psicoanalítica deriva enormemente del mundo subjetivo y personal de sus creadores. Los autores establecen una perspectiva des-centralizada con el propósito de integrar varias teorías de la personalidad tomando en cuenta su inevitable subjetividad, así como para demarcar los límites de cada teoría. Llevan a cabo estudios psicobiográficos de Freud, Jung, Reich y Rank en donde demuestran la relación que existe entre el mundo interno de cada autor y los principios motivacionales de cada teoría. Discuten sobre las abstracciones metapsicológicas de cada teoría asumiendo que ellas son defensivas o reparaciones internas de la psicodinamia de cada autor.

    En su segunda investigación: «Structures of Subjetivity» (1984), los autores exponen el concepto del campo intersubjetivo como un sistema formado por la organización de distintos mundos subjetivos recíprocos que interactúan como un constructo teórico fundamental. En la tercera «Psychoanalytic Treatment» (1987), con la participación de Bernard Brandschaft, los investigadores aplicaron el principio intersubjetivo a varios temas clínicos importantes como por ejemplo: el análisis de la transferencia y la resistencia; la acción terapéutica y el tratamiento de fronterizos, así como a los estados psicóticos. En la cuarta investigación: «Context of Being» (1992), ambos autores llevan a cabo un importante retorno a los cuatro pilares fundamentales de la teoría psicoanalítica, a saber: lo inconsciente, la relación entre mente y cuerpo, el trauma y la fantasía, reubicándolos desde una perspectiva psicoanalítica. En este libro comentan: «Tal como repetidamente hemos destacado, los fenómenos psicológicos no se pueden comprender aparte de los contextos intersubjetivos en los que toman forma». Para ellos no es la mente aislada, sino el más extenso sistema creado por el mutuo interjuego entre los mundos subjetivos del paciente y el analista o del niño y su cuidador, aquello que constituye el dominio apropiado de la investigación analítica. Desde esta perspectiva, el concepto de una mente individual o psique es en sí mismo un producto psicológico cristalizado desde dentro de un nexo de relación intersubjetiva y al servicio de unas funciones psicológicas. El último libro «Working intersubjectively» (1997) retoman la práctica psicoanalítica con un amplio contexto filosófico que refieren como contextualismo.

    Stolorow y Atwood no usan, como otros autores, el término como la adquisión del pensamiento simbólico (Daniel Stern) o del concepto de uno mismo como sujeto o de una relación intersubjetiva. Igualmente tratan de diferenciar en el estudio del desarrollo infantil, en el que la intersubjetividad es referida al dominio psicológico formado por campos de experiencia interactiva (Coderch, 2001).

    Para Jessica Benjamin (1995), defensora de la corriente feminista del psicoanálisis norteamericano, la base de la mente humana es interactiva más que monádica. A su vez describe al proceso psicoanalítico como algo que tiene lugar entre dos sujetos más que únicamente en la mente del analizado. Aunque dice Benjamin que esto nos confronta con el temor de reconocer al otro como un equivalente de experiencias, ya que uno es confrontado constantemente en el psicoanálisis con el término objeto.

    En la psicología del Self o sí-mismo y en las relaciones objetales, la relación de objeto tiene que ver con la internalización psíquica y a la representación de las interacciones entre el Self y los objetos internos. En estas teorías el otro queda descrito como «el objeto» y pierde todo elemento personal propio dejando únicamente la relación con el Self del otro (Coderch, 2001). El otro desaparece. Por lo que Benjamin (1988) describe: «Donde estaban los objetos han de devenir los sujetos». Así, para esta autora, la intersubjetividad, dentro de la situación analítica, busca luchar contra la sombra del sujeto bajo la noción del objeto. Concluyendo la idea de esta autora podríamos decir que para ella la intersubjetividad es un proceso dialéctico en que los interlocutores se reconocen uno al otro como un centro de experiencia subjetiva pero negando continuamente al otro como un sujeto separado. Es importante distinguir entre los dos extremos ya que si no se alcanza la mutualidad de reconocimiento del otro, como un sujeto separado y autónomo, es imposible que se establezca una relación de dominio-sumisión, mutuamente regulada. Creo que Joan Coderch (2001) acierta al decir que Benjamin tiene razón al pensar que cuando se alcanza la intersubjetividad en un proceso (por ejemplo, madre-bebé o en la díada analítica) substituya la relación sujeto-objeto, ya que cuando se logra la intersubjetividad, siempre habrá una tensión dialéctica con la relación sujeto-objeto (internalización psíquica y a la representación de las interacciones entre el Self y los objetos internos). Así como coexisten en tensión dialéctica la posición equizo-paranoide y la posición depresiva descrita por Melanie Klein

    Aquí podemos igualmente hablar de la identificación proyectiva, debido a su carácter interpersonal, da lugar a una profunda transformación de la subjetividad de receptor y del proyector. Cada uno pierde su mismidad y hay un fenómeno en donde cada uno viven experiencias que no estaban en su mente. Es decir, el proyector convierte al receptor en alguien diferente al que era antes de la proyección, mientras él mismo se convierte en otro que ya no se encuentra enteramente dentro de su propia mente, siendo que una parte de ella ha sido exteriorizada.

    Thomas Ogden considera que este proceso psicoanalítico, en donde es creada la figura del analista y la del paciente, es aquel en donde el paciente no sólo es el sujeto de una consulta analítica; el paciente debe ser al mismo tiempo el sujeto dentro de esa consulta, es decir, el creador de la consulta, ya que su reflexión es fundamental para la iniciativa psicoanalítica. De una forma similar, el analista no simplemente puede ser el sujeto observante de este esfuerzo ya que su experiencia subjetiva dentro de esta iniciativa es el único camino por el cual se adquiere conocimiento de la relación que está tratando de comprender.

    Habiendo mencionado algo sobre la interdependencia del analista y paciente (como sujetos que crean y creados, destructores y destruidos por ambos). El autor introduce un tercer término, ya que sin él no podremos describir apropiadamente el proceso psicoanalítico, en el cual el analista y el paciente, como sujetos de análisis, se crean. Es aquel que define la naturaleza de la experiencia psicoanalítica que lo diferencia de cualquier otro evento intersubjetivo humano.

    En el mismo momento que analista y paciente son creados aparece un tercer sujeto que es denominado el tercero analítico (Analytic Third) Es un término medio que sostiene tanto al analista como al paciente dentro del de un espacio de subjetividades. Es decir, en este proceso hay una negación de los dos integrantes de la díada en tanto que sujetos separados, el resultado de esta reciproca negación da lugar a que cada uno de ellos llegue a ser un tercer sujeto, esto es, el sujeto de la identificación proyectiva, alguien creado desde una experiencia distinta a la vez, del proyector y del receptor.

    Para Daniel Stern (citado por Coderch, 2001) es la capacidad, adquirida a través del desarrollo, de reconocer al otro como un centro separado de experiencia subjetiva con el que se pueden compartir los propios estados subjetivos. Él considera que las expansiones del sentido del Self han dirigido el interés hacía el planteamiento de la relación intersubjetiva. Con la atención fijada en el hecho de que nuestra relación incluye el reconocimiento de los estados mentales subjetivos del otro, así como en uno mismo. Vemos claramente que este autor pone un mayor énfasis en el desarrollo infantil y la interacción entre el bebé y los padres.

    Después de una introducción a algunos de los autores intersubjetivos podríamos describir a la intersubjetividad como:

    • Un conjunto de fenómenos psicológicos que no se pueden comprender aparte de los contextos intersubjetivos en los que toman forma.
    • Cualquier campo psicológico formado por mundos interactivos de experiencia, sea cual sea el grado de reconocimiento del otro.
    • Los procesos psíquicos como inseparables de una fuente relacional.
    • Un interjuego dinámico entre las experiencias subjetivas del analista y paciente en la situación clínica.
    • Actualmente constituye un reto epistemológico y clínico al «paradigma» clásico que se basa y esta orientada al positivismo científico.
    • Aquello que envuelve la noción que la formación del proceso terapéutico es derivado de una enmarañada mezcla de las reacciones mutuas subjetivas de los participantes en el setting analítico.
    • El nexo interaccional es considerado la fuerza primaria del tratamiento psicoanalítico.
    • La posición intersubjetiva se refiere a que el fenómeno mental no podrá ser lo suficientemente conocido si es abordado como una entidad que existe desde el interior de la mente del paciente, conceptualmente aislado del ambiente social de donde emerge.
    • La construcción de la información clínica/analítica es la co-construcción que tendrá lugar desde la interacción de la psique particular de cada uno.

    En el proceso psicoanalítico la relación intersubjetiva se establece cuando cada uno de los participantes percibe al otro como un centro independiente y autónomo de sentimientos, deseos y fantasías parecidas al propio Self, a la vez que, en tensión dialéctica, intenta negar esta independencia. Retomando a Jessica Benjamin (1995) y tomando en cuenta lo anterior, ella postula que el otro ha de ser reconocido como sujeto a fin de que el Self pueda experimentar en su presencia la propia subjetividad.

    Bibliografia

    Atwood, G.E.; Stolorow, R.D. (1979). Faces in a Cloud. Intersubjectivity in personality theory. New Jersey: Jason Aronson Inc.

    Atwood, G.E.; Stolorow, R.D.; Brandchaft B. (1987). Psychoanalytic Treatment an Intersujective approach. Hillsdale, N.J.: The Analytic Press.

    Benjamin, J. (1995). Recognition and destruction: An outline of Intersubjectivity. Psyche Matters.http://psychematters.com/art.htm. 2003

    Benjamin, J. (1988). Los lazos de amor. Barcelona: Paidós.

    Coderch, J. (2001). La relación paciente-terapeuta. El campo del psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica. Barcelona: Fundació Vidal i Barraquer. Paidós.

    Ogden, T. (1998). Subjects of Analysis. New Jersey: Jason Aronson Inc.

    Orange, D.M.; Atwood, G.E.; Stolorow, R.D. (1997). Working Intersubjectively. Contextualism in psychoanalytic practice. Hillsdale, N.J.: The Analytic Press.

    Stolorow, R.D.; Atwood, G.E. (1992). Contexts of being. The intersubjective foundations of Psychological Life. Hillsdale, N.J.: The Analytic Press.

    Ogden, T.H. (1997). Reverie and interpretation.sensing something human. London: Karnac Books.

  • El sujeto y las trampas de lo visible

    El sujeto y las trampas de lo visible

    Josafat Cuevas S.

    I

    La cuestión del sujeto es central en el psicoanálisis. Aunque Freud nunca habló en sentido estricto de un «sujeto del inconsciente», es indudable que sus descubrimientos e invenciones singulares afectaron de manera radical la concepción del sujeto clásico instaurado desde Descartes. Tocó a Lacan recoger el guante de cierto desafío lanzado por el fundador del psicoanálisis: ¿Qué noción de sujeto conviene a ese descentramiento y desplazamiento producido por la invención freudiana?

    Ligada a esta cuestión, encontramos en Lacan varios momentos de problematización del estatuto del psicoanálisis respecto de su ubicación en el terreno de las ciencias.

    En cierto momento ubica al psicoanálisis como formando parte de una disciplina más amplia que englobaría a las «ciencias del signo». O dentro del paradigma de las «ciencias conjeturales». Otro momento de este recorrido lo encontramos hacia los años 60, cuando ubica la experiencia del psicoanálisis y su saber, respecto a esas otras prácticas y saberes singulares de occidente: la magia, la religión y la misma ciencia (lo que indica que no lo ubica sin más en este territorio).

    Pero quizá el momento que retendremos, tiene que ver con su formulación y crítica de las llamadas «ciencias del hombre», en las que también se ha querido ubicar al psicoanálisis. A este respecto, Lacan decía: «No hay ciencia del hombre, porque el hombre de la ciencia no existe, sino únicamente su sujeto» [1] .

    Si hay una experiencia enclavada de lleno en el ámbito de la subjetividad, ésa es precisamente la práctica del psicoanálisis. Se ha dicho, y lo repetimos: el análisis es una vía de subjetivación.

    Para evidenciar el desplazamiento del sujeto aludido antes, Lacan acuña una serie de enunciados, entre los que podemos citar los más célebres: «el sujeto se constituye como segundo respecto del significante» y «el significante representa al sujeto para otro significante». Este último encontrará su articulación más rigurosa en la fórmula de la transferencia, que vertebra su «Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela»; se pone así en evidencia que el sujeto que concierne al psicoanálisis es aquél sujeto afectado por una Spaltung fundamental , tal como «el psicoanalista lo detecta en su praxis», que implica el sostenimiento de un enigma y una pregunta radical acerca del deseo suscitado por aquélla:

    El sujeto subjectus, «puesto debajo»: «…el sujeto está allí bien supuesto, muy precisamente bajo la misma barra trazada bajo el algoritmo de la implicación significante. El sujeto es el significado de la pura relación significante. ¿Y al saber, donde asirlo? El saber no es menos supuesto, acabamos de advertirlo, que el sujeto . Dos sujetos no son impuestos por la suposición de un sujeto, sino únicamente un significante que representa para otro cualquiera, la suposición de un saber como adyacente a un significado…» [2] .

    Volveremos después a los elementos de esta fórmula, aunque en otro contexto; por ahora recordemos que Lacan establece, sin más, la homología de los mecanismos freudianos fundamentales del funcionamiento del inconsciente, condensación y desplazamiento, tal como los muestra en acto la Traumdeutung, con los mecanismos básicos de producción de significación -aislados por la lingüística estructural, y en particular por R. Jakobson- metáfora y metonimia, respectivamente. Lacan da las fórmulas, organizadas por los ejes sincrónico y diacrónico, en el corazón mismo del texto La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud [3] ; escrito Manifiesto, si todavía los hay, pues ya el título indica que para Lacan se trata de una razón no kantiana, aunque sus límites no le sean ajenos; menos aún se trata de la razón cartesiana.

    Precisemos: Lacan sigue el camino que inicia con una pregunta radical acerca de las relaciones del sujeto con el saber; cuestión que al mismo tiempo atañe al problema de la verdad, que apunta al deseo. El viaje cartesiano pone en evidencia que existe una escisión irreductible, de la que el sujeto es un efecto, entre el saber y la verdad. En La ciencia y la verdad escribe: «El estatuto del sujeto en el psicoanálisis, ¿diremos que lo hemos fundado el año pasado? Llegamos al final a establecer una estructura que da cuenta del estado de escisión, de Spaltung en que el psicoanalista lo detecta en su práctica» [4] . Lacan se refiere al hecho de haber tomado «como hilo conductor el año pasado cierto momento del sujeto que considero como un correlato esencial de la ciencia: un momento históricamente definido del que tal vez nos queda por saber si es estrictamente repetible en la experiencia, aquel que Descartes inaugura y que se llama el cogito« [5] . Para Lacan, esa escisión, esa hendidura fundamental del sujeto está centrada en una división constituyente entre el saber y la verdad.

    Según él, es esta Spaltung la que articula de cabo a rabo el inconsciente freudiano, que oculta revelando el deseo. Y es para ubicar en sus términos el descentramiento del sujeto producido por Freud, que en 1960, en los «Coloquios Filosóficos Internacionales», en el marco del Congreso de Royaumont, a invitación expresa de Jean Wahl, Lacan presenta su Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano.

    Digamos de pasada que esa idea «posmoderna» de una anulación, una aniquilación del sujeto es, desde el psicoanálisis, insostenible. No se trata en absoluto de la «disolución» del sujeto, sino, justamente, de su subversión, como lo indica con todas sus letras el título de la alocución. El psicoanálisis no anula al sujeto por la sencilla y elemental razón de que con él tiene que vérselas en su práctica cotidiana, como acaba de decir también Lacan.

    Para ubicar entonces su subversión propone Lacan partir de la necesidad de situar a ese sujeto en relación con el saber, no sin apuntar de entrada que esa relación está marcada por la ambigüedad. En su intento por despejarla, Lacan hace explícita una doble referencia: al sujeto absoluto de Hegel y al sujeto abolido de la ciencia. El primero concebido por el filósofo como un sujeto omnisciente y omniconsciente, idéntico a sí mismo, autotransparente; el segundo pura y simplemente anulado por el ideal no menos absoluto de objetividad de la ciencia positiva.

    Después de esta doble referencia que sitúa los límites de la cuestión, Lacan plantea que el sujeto con el que tiene que vérselas el psicoanálisis está escindido entre el saber y la verdad. Para articular esa «división constituyente» del sujeto construye el llamado «grafo del deseo» [6] , es decir la posición de ese sujeto en un topología de relaciones, cuyos principales elementos desplegaremos en lo que sigue.

    El primer nivel del grafo atañe a la dependencia del sujeto con respecto al orden significante. Es en ese nivel que encuentran su lugar las diversas formulaciones de Lacan acerca del lugar capital del lenguaje en la estructuración subjetiva, por ejemplo: «el inconsciente está estructurado como un lenguaje», «el inconsciente es el discurso del Otro», y «el inconsciente, a partir de Freud, es una cadena de significantes que en algún sitio (en otro escenario, escribe él) se repite e insiste para interferir en los cortes que le ofrece al discurso efectivo y la cogitación que él informa» [7] . Fórmulas todas solidarias del lugar del registro simbólico, del lugar del Otro como propio del significante.

    Sin más trámite, Lacan homologa, como se dijo antes, las estructuras freudianas de formación del sueño (y de todo síntoma neurótico, pues ellas son un «paradigma» de toda formación del inconsciente, de todo síntoma), condensación y desplazamiento, con la metáfora y la metonimia aisladas por el estructuralismo lingüístico.

    Después de horas y horas de su célebre seminario dedicado a asentar, desplegar, confirmar y fundamentar esta tesis, añade Lacan en el texto que venimos desgranando: «Una vez reconocida en el inconsciente la estructura del lenguaje ¿qué clase de sujeto podemos concebirle?» [8] .

    En este punto Lacan se apoya nuevamente en un par de articulaciones producidas en el terreno de la lingüística. La primera atañe a la función del yo [je], designado por los lingüistas como shifter, que es un índice que en el sujeto del enunciado designa al sujeto en tanto que habla en el momento (o sujeto de la enunciación); es decir -añade Lacan- «que designa al sujeto de la enunciación, pero que no lo significa» [9] .

    La otra tiene que ver con un intento de ubicación más precisa de ese sujeto de la enunciación, del sujeto que enuncia, y es aquí que Lacan se refiere al llamado ne «expletivo» de los gramáticos: lo que éstos consideran una función de cierto «completamiento» de la frase, casi ornamental, para él, por el contrario, es el significante que indica justamente el lugar de ese sujeto de la enunciación, aunque borrando su huella. Cuestión que de inmediato remite a la clínica, pues de ella se desprenden las preguntas ¿quién habla en el análisis? y ¿desde qué lugar?. Lacan concluye que ese lugar «es el mismo donde se divide la transparencia del sujeto clásico para pasar a los efectos de fading que especifican al sujeto freudiano con su ocultación por un significante cada vez más puro» [10] . Cuestión evidenciada con la mayor nitidez en el lapsus, caída, desfallecimiento del discurso, y emergencia del deseo inconsciente. Es por los cortes en ese discurso que se produce esta emergencia, el advenimiento de ese «ser de no-ente» que especifica para Lacan al sujeto del inconsciente: ni atemporal, ni apriorístico, ni sustantificado, sino produciéndose cada vez en una escansión temporal, pues «este corte de la cadena significante es el único que verifica la estructura del sujeto como discontinuidad en lo real. Si la lingüística nos promueve el significante al ver en él el determinante del significado, el análisis revela la verdad de esta relación al hacer de los huecos del sentido los determinantes de su discurso» [11] .

    Después de asentar lo anterior, Lacan propone que hay una hiancia, una separación radical entre las concepciones del sujeto hegeliano y el freudiano, en relación con el saber. Y el punto donde se anuda precisamente esa hiancia tiene que ver, de manera no menos radical, con el problema del deseo, «pues en Hegel, es al deseo, a la Begierde, a quien se remite la carga de ese mínimo de nexo que es preciso que el sujeto conserve con el antiguo conocimiento para que la verdad sea inmanente a la realización del saber. La astucia de la razón quiere decir que el sujeto desde el origen y hasta el final sabe lo que quiere», gran mentira evidenciada hasta la náusea por la más mínima puesta en acto de la experiencia del psicoanálisis. Freud vuelve a abrir, añade Lacan, «la juntura entre verdad y saber», pues el deseo no une al saber con la verdad -como en Hegel-, para rematar «que el deseo se anuda en ella al deseo del Otro, pero que en ese lazo se aloja el deseo de saber» [12] .

    Pero el punto más determinante de la irreconciliable separación entre Hegel y Freud, respecto del sujeto, atañe de modo directo al hecho de que, mientras para el primero el saber absoluto comanda toda su dialéctica, lo que para Freud articula la dialéctica del inconsciente, es el anudamiento del deseo no con el saber, sino con la muerte, amo absoluto. Se reconoce aquí entonces el lugar capital que Lacan le conserva a la pulsión de muerte freudiana, en contra de toda esa tendencia del psicoanálisis, que actualmente se regodea en su liviandad, que desconoce lisa y llanamente su lugar absolutamente central en el pensamiento de Freud y en la praxis psicoanalítica. No sobra aquí decir que ese desconocimiento sistemático, hijo de las buenas conciencias, es el responsable de la proliferación apabullante de técnicas ortopédicas de la subjetividad, de las más diversas raleas: terapias de toda laya que prometen la felicidad garantizada, siempre y cuando el sujeto esté dispuesto a negar más radicalmente aún, lo que su deseo debe a la muerte. Y que no se piense que nos referimos solamente a las diversas técnicas del cachondeo sistematizado (masajes, olores, esencias y ritmos orientales, etc.), o a los mágicos tarotistas, mánticos y adivinadores que desde las capitales del «primer mundo» nos invaden y se instalan en ciertos lugares «magnéticos» de nuestra geografía. No. Nos referimos a la casi totalidad de «corrientes» psicoanalíticas (tampoco se piense que excluimos de esta lista ciertos modos de «lacanismo») que, bajo la égida de Freud, se entregan sin recato a esa manipulación y adaptación de las conciencias; del inconsciente ni hablar, les resulta de lo más molesto…

    Pero volvamos a lo nuestro. Después de articular así ese primer momento del grafo, que escribe las relaciones del sujeto, su sujeción al significante, desplegando los lugares del código y del mensaje, sobre los que se anudarán los de la demanda al Otro y la pulsión (niveles superiores del esquema), el recorrido por los diferentes momentos se cerrarán -ubicando al grafo entero como signo de interrogación- con la fórmula de la fantasía àa, correlativa de la estructuración del deseo: «el grafo inscribe que el deseo se regula sobre la fantasía, así establecida, homólogo a lo que sucede con el yo con respecto a la imagen del cuerpo» [13] . Estas correlaciones se ubican en los diferentes niveles:

    Es preciso aquí repetir aquí que durante un buen trecho de su enseñanza en el célebre seminario que Lacan sostenía semana a semana, se dedicó a construir y desplegar la estructura del registro simbólico, conformado por el orden significante; y aunque había dedicado un tiempo no menor al registro imaginario, marcado por el estadio del espejo, en el cual se funda el yo imaginario, solidario del narcisismo, con su tesis correlativa del conocimiento paranoico, absolutamente fecundo en su abordaje clínico de las psicosis, parece que a la intelligentsia del momento y aún a los mismos analistas les resultó más aprehensible la conformación del registro simbólico. Se pensaba que Lacan era una rara avis con una idea fija en el lenguaje y sus funciones. Al grado de que todavía hoy se habla, erróneamente a nuestro juicio, de una «primacía del significante». Nada más falso. Esa pretendida primacía sólo alcanza hasta el punto en que es preciso para Lacan remachar el descentramiento del sujeto producido por Freud: del papel preponderante de la conciencia en el sujeto, que había marcado toda la tradición moderna, al inconsciente.

    Todo su trabajo con los nudos, que se inicia hacia la década del setenta, marca claramente que Lacan se percató del riesgo que implicaba esa promoción al primer plano de la estructura simbólica. El nudo borromeo de tres consistencias, Real, Simbólico e Imaginario, está construído sobre la constatación de que ninguna de esas consistencias tiene un papel más relevante que los otros en el mantenimiento del nudo: los tres son estrictamente equivalentes: «no he encontrado, por decirlo así, más que una sola manera de dar a e esos tres términos: Real, Simbólico e Imaginario una medida común, que anudarlos en ese nudo bobo, bobo, borromeo» [14] .

    Pero a pesar de que Lacan se dedicó con ahínco durante sus últimos años a trabajar con los nudos, al grado de introducir después una cuarta consistencia [15] , ello no impidió que esa famosa «primacía del significante» se impusiera y reinara entre los analistas «lacanianos». Aún hoy se repiten a diestra y siniestra, convertidas en clichés, sin la menor consistencia clínica, sus diversas formulaciones sobre el lenguaje. Error garrafal; ya en los años cincuenta, mucho antes de haberse topado con el borromeo, Lacan advertía claramente a sus discípulos que su referencia al lenguaje era solamente «propedeútica». Si la experiencia del análisis -decía- pasa de manera privilegiada por la palabra, es entonces imprescindible establecer su estructura y funciones; de ahí su famoso Discurso de Roma, publicado en los Escritos como «Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis».

    II

    Pero incluso antes de la aparición de los nudos, ubicamos un momento de viraje capital en la enseñanza de Lacan, durante los años 1962-1963, en el transcurso del seminario sobre la angustia. En él, y a partir de la cuestión de los objetos parciales (seno, heces, falo) propuesta por Freud y desplegada de manera especial por Karl Abraham [16] , Lacan produce algo que a nuestro juicio todavía no ha alcanzado su justa dimensión en el análisis: la invención del objeto a, definido por él como el «objeto causa de deseo». A partir de ella, Lacan propone la reformulación de una serie de cuestiones capitales; en primer lugar sus consecuencias en la clínica del psicoanálisis: El objeto a desplazará el acento del significante como causa del sujeto.

    Para llegar ahí Lacan discute el lugar mismo de la causa tal como se ha abordado en la tradición filosófica, e incluso científica, pero no se detiene ahí. Una de las principales especificaciones del objeto a es su carácter no especular, vinculado estrechamente con la función del corte sobre una estructura topológica llamada cross-cap. Para Lacan el espacio no es un dato dado a priori, sino un efecto de ese corte, lo que le lleva a plantear incluso la necesidad de reformular la estética trascendental kantiana.

    No desarrollaremos aquí esta cuestión. Para lo que nos ocupa destacaremos en cambio lo siguiente: a la lista de objetos parciales nombrados antes, Lacan añade dos: la mirada y la voz. Nos ocuparemos ahora de la primera.

    Como hemos dicho antes, es en el seminario de 1962-1963 donde Lacan introduce la mirada como objeto a. Durante varias sesiones ha mostrado de qué modo la angustia es correlativa de cada uno de los momentos de relación del sujeto con los objetos parciales, relación marcada, incluso instaurada, por la dimensión de la pérdida [17] : seno, heces, falo…En la sesión del 15 de mayo de 1963 dice: » Si partimos de la función del objeto en la teoría freudiana, objeto oral, objeto anal, objeto fálico -como saben, pongo en duda que el objeto genital sea homogéneo a la serie- todo lo que ya he bosquejado (…) les indica que ese objeto definido en su función por su lugar como a , el resto de la dialéctica del sujeto con el Otro [18] , que la lista de esos objetos debe ser completada. En cuanto al a, objeto que funciona como resto de dicha dialéctica, ciertamente tenemos que definirlo en el campo del deseo en otros niveles, de los que ya les indiqué lo bastante como para que sientan, si quieren, que groseramente es cierto corte que sobreviene en el campo del ojo y del que es función el deseo fijado a la imagen» [19] . Y esta imagen no es otra que la que se instaura desde el momento constituyente del estadio del espejo, núcleo del registro imaginario. Resulta absolutamente sorprendente constatar la audacia de Lacan, pues para ubicar esa función de corte en la imagen, retoma su antigua formulación del estadio del espejo, caracterizado precisamente por su función totalizadora; es precisamente esa función de totalización de la imagen especular, la que brinda al sujeto la ilusión narcisista de un dominio que aún no posee. De ahí el carácter ilusorio del yo (ideal) que en ese momento se coagula alienándose en la propia imagen reflejada [20] . Cito: «El investimiento de la imagen especular es un tiempo fundamental de la relación imaginaria, fundamental por el hecho de que tiene un límite y es que no todo el investimiento libidinal pasa por la imagen especular. Hay un resto. Ya he intentado (…) hacerles concebir cómo y por qué podemos caracterizar ese resto bajo un modo central, pivote en toda esta dialéctica (…) bajo el modo, digo, del falo. Y esto quiere decir que desde ese momento, en todo lo que es localización imaginaria el falo llegará bajo la forma de una falta, de un – j . En toda la medida en que se realiza en i(a) [21] lo que llamé la imagen real, la constitución en el material del sujeto de la imagen del cuerpo funcionando como propiamente imaginaria, es decir, libidinizada, el falo aparece en menos, aparece como un blanco. El falo es sin duda una reserva operatoria, pero ella no sólo no está representada a nivel de lo imaginario sino que se halla delimitada y, digámoslo, cortada de la imagen especular» [22] . La función del corte se revelará fundamental en la causación del deseo, correlativa de la causa misma del sujeto, aunque implicando otro registro, real, en su incidencia en la imagen especular: «les enseño a localizar, a enlazar el deseo con la función del corte, a ponerlo en cierta relación con la función del resto. Ese resto lo sostiene, lo anima, y aprendemos a localizarlo en la función analítica del objeto parcial» [23] . Precisando: Lacan va a ubicar, en la dialéctica de la imagen total, identificatoria, del espejo, aquello que se hurta, que escapa. Y eso es la mirada: función de hueco, de agujero, de falta en el espejo, de mancha irreductible… Un paso imprescindible en esta demarcación de Lacan, es el axioma de una distinción radical entre el campo de la visión, comandada por el ojo, y la función de la mirada operando en el lugar, como ya se dijo, de objeto a, resto caduco…Por eso habla en la misma sesión del espejismo incluido «desde el primer funcionamiento del ojo, el hecho de que el ojo es ya espejo e implica ya en cierto modo su estructura, el fundamento, por así decir ’estético trascendental’ de un espacio constituido, debe ceder el sitio a esto: que cuando hablamos de esa estructura trascendental del espacio como un dato irreductible de la aprehensión estética de cierto campo del mundo, esa estructura no excluye más que una cosa: la de la función del ojo mismo, de lo que él es. Se trata de encontrar las huellas de dicha función excluída que ya se indica lo suficiente para nosotros como homóloga de la función del a en la fenomenología de la visión misma» [24] . Antes de explicitar aún más esta operación de Lacan, de colocar en dos planos radicalmente distintos la visión (del ojo) y la mirada, refiriéndose y apoyándose en la fenomenología desplegada por M. Merleau-Ponty, citemos todavía este pasaje de la siguiente sesión a la que venimos comentando: «El origen, la base, la estructura de la función del deseo como tal es, en un estilo, en una forma que debe precisarse, ese objeto central, a , en tanto que está no sólo separado sino además elidido, siempre en otra parte que allí donde el deseo lo soporta y sin embargo en profunda relación con él. Dicho carácter de elisión en ninguna parte es más manifiesto que en el nivel de la función del ojo. Y por eso el soporte más satisfactorio de la función del deseo, la fantasía, está siempre marcado por un parentezco con los modelos visuales en los que comúnmente funciona, en los que, por así decir, da el tono de nuestra vida deseante»[25] .

    Después de establecer estas primeras, capitales puntualizaciones sobre la mirada como objeto a en el seminario sobre la angustia, Lacan volverá con mayor detenimiento al tema en su seminario del año siguiente 1963-1964, llamado «Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis»; en la sesión del 19 de febrero de 1964 alude nuevamente al «camino del sujeto» y dice: «este camino, en tanto es búsqueda de la verdad ¿habrá que desbrozarlo con un estilo de aventura con su trauma reflejo de facticidad? ¿o localizarlo donde siempre lo ha hecho la tradición, a nivel de la dialéctica entre lo verdadero y la apariencia, tomada a partir de la percepción en lo que tiene de fundamentalmente ideica, estética, digamos, y acentuada mediante un centramiento visual [26] . Después de estas palabras, Lacan reconoce ante su público su relación de amistad y de diálogo fecundo con Maurice Merleau-Ponty, cuyo libro póstumo Lo visible y lo invisible acaba de aparecer, gracias al cuidado de Claude Lefort: «Lo visible y lo invisible puede señalar para nosotros el punto de llegada de la tradición filosófica -esa tradición que empieza en Platón con la promoción de la idea, de la que podemos decir que, de un punto de partida tomado en el mundo estético, se determina por dar al ser un fin, el bien supremo, alcanzando así una belleza que es también su límite. Y no en balde Maurice Merleau-Ponty reconoce en el ojo su rector» [27] . En un escrito homenaje a la memoria del filósofo, titulado simplemente Maurice Merleau-Ponty, Lacan se refiere al «ojo tomado aquí por centro de una revisión del estatuto del espíritu, comporta sin embargo todas las resonancias posibles de la tradición donde el pensamiento permanece empeñado. Es así que Maurice Merleau-Ponty, como cualquiera en esta vía, no puede hacer más que referirse una vez más al ojo abstracto que supone el concepto cartesiano de la extensión, con su correlato de un sujeto, módulo divino de una percepción universal» [28] . Como ocurre con otras muchas de sus referencias, Lacan toma las formulaciones de Merleau-Ponty como punto de partida de sus elaboraciones; así, destaca la vocación anti-idealista del filósofo al promover al primer plano la «función reguladora de la forma», tal como éste la había expuesto en su Fenomenología de la percepción, pues esta obra «nos remitía por tanto a la regulación de la forma, que preside no sólo el ojo del sujeto, sino toda su espera, su movimiento, su aprehensión, su emoción muscular y aún visceral -en suma, su presencia constitutiva, señalada en su así llamada intencionalidad total« [29] . Lacan señala a continuación la manera en que Merleau-Ponty «fuerza los límites» de su propia fenomenología, al plantear que, antes de que el sujeto vea, «es mirado desde todas partes»; es decir, se plantea la preexistencia de una mirada, o de otro modo, «de la dependencia de lo visible respecto de aquello que nos pone ante el ojo del vidente. Y aun es demasiado decir, pues ese ojo no es sino la metáfora de algo que más bien llamaría el brote del vidente -algo anterior a su ojo. El asunto está en deslindar, por las vías del camino que él nos indica, la preexistencia de una mirada -sólo veo desde un punto, pero en mi existencia soy mirado desde todas partes» [30] . En esta formulación, para nada idealista, Lacan confluye con el Sartre de El ser y la nada, y con las sugerentes indicaciones de Roger Caillois acerca de la función de los ocelos en la naturaleza, que más que referidos a una cuestión «mimética», poseen todo el estatuto de una mirada ciega, cuyo objetivo es aterrar al depredador.

    Pero a la vez que reconoce la pertinencia del punto de partida de su amigo filósofo, Lacan se deslinda de la vía fenomenológica: «En el campo que nos brinda Maurice Merleau-Ponty, más o menos polarizado, por cierto, por los hilos de nuestra experiencia, el campo escópico, el status ontológico se presenta por sus incidencias más facticias, e incluso más caducas. Pero nosotros no tendremos que pasar entre lo visible y lo invisible. La esquizia que nos interesa no es la distancia que se debe al hecho de que existan formas impuestas por el mundo hacia las cuales nos dirige la intencionalidad de la experiencia fenomenológica, por lo cual encontramos límites en la experiencia de lo visible. La mirada sólo se nos presenta bajo la forma de una extraña contingencia, simbólica de aquello que encontramos en el horizonte y como tope de nuestra experiencia, a saber, la falta constitutiva de la angustia de castración. El ojo y la mirada, esa es para nosotros la esquizia en la cual se manifiesta la pulsión a nivel del campo escópico» [31] . Como veremos enseguida, esta distinción que Lacan establece entre el campo de la visión, centrado en el ojo, y la función de la mirada resulta capital para la formulación de ésta como objeto a. Añade enseguida: «En nuestra relación con las cosas, tal como la constituye la vía de la visión y la ordena en las figuras de la representación , algo se desliza, pasa, se transmite, de peldaño en peldaño, para ser siempre en algún grado eludido -eso se llama la mirada» [32] . Lacan va a ubicar a continuación lo que llama «función de la mancha», punto focal, escotoma en el cuadro total de la «representación». Antes de abordar ese punto, asentemos ahora que para él el ejercicio cartesiano del cogito, en el que el sujeto se capta como pensamiento, y que a la vez instaura la conciencia en su relación con la representación, es correlativo de la formulación me veo verme: Je me voyais me voir, cita Lacan a la Joven Parca de Valéry. Y avanza: «Esta captación del pensamiento por sí mismo aísla un tipo de duda, llamada duda metódica, que incide sobre todo lo que puede dar apoyo al pensamiento en la representación»[33] . Pero lo que muestra Lacan es que en el enunciado me veo verme, no es seguro ni palpable que yo sea invadido por la visión; más bien es un momento que funda cierta certeza del sujeto ligada a una representación. Para Lacan el momento inaugural de la experiencia cartesiana del sujeto es correlativo, históricamente, del establecimiento de un modo del espacio que marca de manera rotunda la episteme de varios siglos: «en la misma época en que la meditación cartesiana inaugura en su pureza la función del sujeto, se desarrolla una dimensión de la óptica que, para distinguirla, llamaré geometral» [34] . Esta óptica geometral basada fundamentalmente en el gradual desarrollo de la perspectiva, es, por así decir, el sustrato que va a posibilitar el surgimiento del sujeto en sentido moderno; el sujeto de la ciencia que, aunque suene paradójico, es también el sujeto del psicoanálisis, aunque no sin la subversión que, con Lacan hemos venido desplegando. Citaremos a continuación un pasaje un tanto extenso del seminario, pero que condensa muy bien su posición: «El arte aquí se liga con la ciencia. Leonardo da Vinci, por sus construcciones dióptricas, es un sabio a la par que artista. El tratado de Vitrubio sobre la arquitectura no está muy lejos. En Vignola y en Alberti encontramos la indagación progresiva de las leyes geometrales de la perspectiva, y en torno a las investigaciones sobre la perspectiva se centra un interés privilegiado por el dominio de la visión -es imposible no ver su relación con la institución del sujeto cartesiano, que también es una especie de punto geometral, de punto de perspectiva. Asimismo, en torno a la perspectiva, el cuadro -esa función tan importante de la cual tendremos que hablar más adelante- se organiza de una manera completamente nueva en la historia de la pintura» [35] . Recordemos que para da Vinci y compañía, el cuadro es una metáfora de la ventana; es este un motivo que insiste en su célebre Tratado de la pintura, así como en el de Alberti, en Durero, y lo encontramos profusamente ilustrado en Vasari, testigo privilegiado de la época. El marco de la ventana es equivalente al marco del cuadro, por el que confluyen los rayos luminosos focalizándose en el ojo del espectador-vidente. Este es el espacio geometral que para Lacan aloja y es correlato del sujeto cartesiano; podemos precisar todavía más que es el mismo espacio enmarcado por el espejo, en el cual el yo ideal se coagulará en una forma que lo aliena desde su origen.

    Y tanto en el espejo, como en lo que Lacan llamará la «función del cuadro», encontraremos un escotoma, un punto ciego resistente a la proyección en la imagen; como vimos antes, Lacan escribe – j para indicar eso que se hurta a la dialéctica totalizadora de la imagen. En cuanto al cuadro, va a hablar de la función de la mancha, punto en el que de nuevo ubicará aquello que agujera la superficie representada en él: «Si la función de la mancha es reconocida en su autonomía e identificada con la de la mirada, podemos buscar su rastro, su hilo, su huella, en todos los peldaños de la constitución del mundo en el campo escópico. Entonces nos daremos cuenta de que la función de la mancha y de la mirada lo rige secretamente y, a la vez, escapa siempre a la captación de esta forma de la visión que se satisface consigo misma imaginándose como conciencia« [36] . Es decir que, así como antes Lacan había cuestionado a Descartes por hacer del momento terminal del cogito un momento de coagulación en la certidumbre, fundadora del ser, y no como sostiene él, un punto de «puro desvanecimiento», de fading, de caída del sujeto, así ahora propondrá un momento homólogo, en el cual la mirada-mancha horada la representación-cuadro-«espectáculo del mundo». Agujero de la mirada que implicará una caída no menos radical del sujeto en su función de resto: «La mirada, en cuanto el sujeto intenta acomodarse a ella, se convierte en ese objeto puntiforme, ese punto de ser evanescente, con que el sujeto confunde su propio desvanecimiento« [37] . Entonces todo aquello que permite al sujeto de la conciencia volverse «hacia sí mismo», implica un escamoteo radical de la función de la mirada; por eso Lacan puede afirmar que «en esta materia de lo visible todo es trampa«.

    Concluyamos refiriéndonos a un trayecto que ha marcado de manera contundente el arte del siglo XX: el de Marcel Duchamp. En un trabajo en curso, intentamos desplegar el lugar central de la mirada como resto, en el sentido expuesto antes, en varios de sus objetos, -«cosas», como él las llamaba-: del Gran vidrio, en línea recta hasta esa fascinante instalación que es Etant donnés.

    Coyoacán, septiembre de 2003

    [1] Lacan, J. Escritos. Siglo XXI Ed. México, decimoquinta edición, 1989, p. 838.

    [2] Lacan, J. Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela. Ornicar? No. 1, Ed. Petrel, Barcelona, 1973, pp. 16-17. Para un despliegue de este punto, remitimos al lector al artículo De un genio al otro (lecturas de Descartes), Cuevas, J. Revista de psicoanálisis «Me cayó el veinte», no. 3, México, D.F., primavera de 2001.

    [3] Lacan, J. , en Escritos. Op. cit., pp. 473-508. Las fórmulas en cuestión, p. 495.

    [4] Lacan, J. La ciencia y la verdad. Op. cit., p. 834.

    [5] Ibidem, p. 835.

    [6] Cfr.Infra, p. 8.

    [7] Lacan, J. Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. Op. cit., p. 779.

    [8] Ibidem, p. 779.

    [9] Ibidem.

    [10] Ibidem, p. 780.

    [11] Ibidem, p. 781.

    [12] Ibidem, p. 782.

    [13] Ibidem, p. 796.

    [14] Lacan, J. Seminario R.S.I., 10 de diciembre de 1974. Inédito (traducción nuestra).

    [15] En el seminario Le Sinthome, inédito.

    [16] Abraham, K. Psicoanálisis clínico. Ediciones Hormé, Buenos Aires, 1980 (segunda edición).

    [17] «En cada nivel, en cada etapa de la estructuración del deseo, si queremos comprender de qué se trata en la función del deseo, debemos localizar lo que llamaré el punto de angustia». Seminario del 15 de mayo de 1963.

    [18] Puede verse aquí claramente el desplazamiento aludido antes. No se trata tanto del significante (y el saber adyacente) en la relación del sujeto con el Otro, sino del objeto que para Lacan es un índice del resto irreductible de esa relación.

    [19] Lacan, J. Seminario La angustia. 15 de mayo de 1963. Inédito. Subrayado nuestro.

    [20] Lacan, J. «El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica», en Escritos, op. cit., pp. 86 ss.

    [21] Desde el grafo del deseo, i(a) es «imagen de a«. Cfr. Supra, p. 9.

    [22] Lacan, J. Seminario La angustia, 28 de noviembre de 1962.

    [23] Ibidem, sesión del 15 de mayo de 1963.

    [24] Ibidem.

    [25] Ibidem, 22 de mayo de 1963.

    [26] Lacan, J. Seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Ed. Paidós, Barcelona, 1987, p. 79, subrayados nuestros.

    [27] Ibidem.

    [28] Lacan, J. «Maurice Merleau-Ponty», en Autres écrits. Ed. Du Seuil, París, 2001, p. 176.

    [29] Lacan, J. Seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Op. cit., pp. 79-80.

    [30] Ibidem.

    [31] Ibidem, pp. 80-81.

    [32] Ibidem.

    [33] Ibidem, p. 81.

    [34] Ibidem, p. 92.

    [35] Ibidem,  p. 93.

    [36] Ibidem, p. 82, subrayado nuestro.

    [37] Ibidem, p. 90, subrayado nuestro.

  • Nuevas formas de subjetivación

    Nuevas formas de subjetivación

    Susana Bercovich

    Resulta siempre engorrosa y difícil la pretensión de pensar la actualidad de nuestra cultura. La dificultad reposa en el hecho de que estamos inmersos en aquello mismo que pretendemos abordar. La lógica con la que pensamos nuestra actualidad es efecto de esa actualidad. Las coordenadas de la razón son atravesadas por lo que quiere razonar. Así, la tarea de pensar la contemporaneidad es siempre algo aventurada. Sin embargo, los filósofos, pensadores, poetas, artistas, nos han enseñado la apertura a los horizontes de la época como condición para pensar el mundo y para indagar por lo que somos. Entonces, es con el espíritu abierto a nuestros tiempos como podemos palpar lo que hoy es el sujeto como efecto de la cultura y su malestar.

    El mito es un modo privilegiado, nos enseña Levi Strauss, para el abordaje de la cultura. Pero, nuestra modernidad ya no produce mitos desde hace tiempo. En la falta de producción de mitos leo uno de los rasgos de nuestros tiempos.

    Ante la pregunta por el origen y en el lugar de la falta de respuesta se aloja el mito. Una verdad en forma de ficción que permite pasar de un real a un simbólico. Pasaje culturalmente saludable.

    La ausencia de mitos indica la ausencia de la pregunta por el origen. El mito freudiano del asesinato del padre como origen de la cultura, es el único mito, cito a Lacan «del que nuestra modernidad ha sido capaz». Freud pone en mito lo que el filósofo venía anunciando: la muerte de Dios.

    El mito es el modo de subjetivar un real. Su ausencia, nos hace pensar en los nuevos modos de subjetivación.

    El sujeto es, más que nada, el modo en que subjetiva sus experiencias. Allí estamos en la exacta bisagra entre el sujeto y la cultura, o más exactamente, en la lógica de una relación moebiana, de continuidad.

    ¿Cuáles son los modos modernos de subjetivación?

    Tomemos el duelo: nuestro modo de subjetivar la experiencia del duelo, no es igual en oriente que en occidente, ni es igual ahora que antes. México afortunadamente es la valiosa excepción occidental. Si antes el lugar del ritual era esencial como un modo de pasar a lo público y de compartir con la comunidad la muerte de un ser querido. Hoy la muerte debe ser una experiencia aséptica y hospitalaria. El lugar del ritual se ha perdido, la dignidad de morir rodeado de los seres queridos también [1] . No ofrendamos al muerto (México con su día de muertos es la benéfica excepción). No sólo no ofrendamos algo al muerto, sino que esperamos ávidos la herencia que nos deja. El modo de subjetivar la experiencia del duelo ha cambiado en la cultura occidental. La ausencia del ritual comunitario deja al doliente más sólo que antes. Nuestra relación con la muerte se habrá transformado.

    De igual modo ha cambiado nuestra relación con el saber y con nuestro modo de subjetivarlo. La pedagogía griega estaba íntimamente ligada a una erótica. La palabra misma filosofía, indica un eros en relación al saber. La relación del maestro con su discípulo era también una relación erótica. El saber se ha alejado del amor del que originalmente formaba parte. La pedagogía hoy es pensada absolutamente fuera del campo de la erótica, y resulta más que nunca una pedagogía adaptativa, censuradora, violenta y, aún con sus múltiples cursillos de educación sexual, puritana.

    Nuestro modo de subjetivar la experiencia del saber y nuestra relación con él, excluye hoy la dimensión amorosa (lo que no quiere decir que la erótica deje de operar allí). Esta separación eros-saber no es sin consecuencias para la historia del pensamiento.

    Un parámetro mayor, en el que me detendré algo, es nuestra relación con el sexo y con los cuerpos.

    Ya Foucault decía que las formas según las cuales los sujetos se reconocen como sexuados nos son impuestas. Si nos acercamos con él a eso que llamamos «normalidad», muy pronto descubrimos que se trata de una construcción moderna. La normalidad es una construcción en la que intervienen tres ejes: el discurso religioso, el discurso médico-científico, y la moral de los sistemas de poder dominantes. (Mismos ejes que intervienen en el cambio de nuestra relación con el saber en cuanto a la exclusión de eros).

    En el fervor científico por la clasificación, los seres serán clasificados según parámetros arbitrarios de salud-enfermedad. La sexualidad estará marcada por este acontecimiento, tanto la forma de practicarla como de pensarla y estudiarla. El saber psicomédico clasificará a los sujetos según sus gustos sexuales. Se habrá producido la homosexualidad como un «desvío», y todo un abanico psicopatológico del que nadie sale vivo. He pensado que rara vez nos equivocamos cuando pensamos el mundo con esta lógica: la medicina produce enfermedad, las fuerzas llamadas del «orden» producen violencia y desorden, la psiquiatría produce locura.

    En todo caso, la moral de los sistemas dominantes promueven, transmiten y aseguran los modelos construidos de normalidad, como imperativos del ser. La pedagogía tendrá un lugar privilegiado en el aseguramiento y la transmisión del discurso medicopsicomoral.

    La moral de turno penetra en los cuerpos a través de múltiples lugares. Desde las pantallas televisivas, como un ojo hipnotizador, nos son impuestas identidades y modos de deber ser que aceptamos gustosamente, que encarnamos inconscientemente. Damos cuerpo a los modelos: el ideal de belleza, comida light, la potencia fálica del carro nuevo, el modelo de familia ideal que nos impone la telenovela, estamos impregnados de modos en que debemos ser. Como diría Leo Bersani [2] : La buena esposa-esclava que sirve el desayuno en las mañanas, nos enseña qué es ser una buena esposa; coca cola, símbolo de amistad muestra qué es ser amigo. Hay una producción de identidades (cómo ser, hacer, comprar, vestir) que hacen a nuestro ser.

    La presencia del sexo en nuestra modernidad (pornografía, objetos sexuales, shop-sex, hot line, sexo virtual) lejos de expresar una liberación, resulta todo lo contrario. Foucault nos advierte que la represión no es el silencio y la prohibición, también es una multiplicidad y manipulación de discursos e información [3] . En nuestro liberal occidente moderno la sexualidad es virtual, solitaria y masturbatoria, no hay encuentro entre los cuerpos.

    Las pantallas esculpen realidades y moldean nuestros gustos: los dispositivos de poder rigen nuestro modo de estar en el mundo y nuestro modo de vivir los cuerpos, el sexo y la vida. La proliferación de esta suerte de ortopedia sexual, lejos de mostrar una liberación habla de miedo, miedo al encuentro con otros. La represión se manifiesta en la superproducción de sexo.

    Afortunadamente desde los años sesentas existe una corriente intelectual: la queer theory, que contesta a este estado de cosas, planteando la inexistencia de la sexualidad como una identidad, y en última instancia en lo ficticio de toda identidad, de lo cual los trasvestis constituyen la muestra: la identidad sexual es un disfraz y se produce por imitación.

    Es un hecho que nuestro modo de subjetivar la experiencia con el cuerpo y con el sexo ha cambiado. Y aquí no creo ser impertinente al suponer que el distanciamiento que ha operado el saber respecto de la erótica ha tenido mucho que ver. La erótica griega era la transmisión del arte de dar y recibir placer. El hecho de que se trate de una transmisión signa esta práctica como una pedagogía. La distancia entre el saber y el amor (tal vez una de las condiciones de las ciencias modernas) ha operado en el cambio de nuestra relación con el sexo y con el cuerpo. Las cosas se complican cuando pensamos que el sexo y el cuerpo son construcciones culturales, fenómenos de discurso que producen una moral y un modo de ser.

    Y puesto que estamos en el cuerpo y en el sexo, no podemos desconocer la obra de Sade. Aquel para el cual todo empieza y termina en el cuerpo.

    Lo que sigue a continuación forma parte de un tejido en proceso, y considero que hace al meollo de este recorrido que aquí les presento.

    Ante todo, digamos que Sade (el gran ateo, precursor de Nietztche y según Lacan también predecesor de Freud), descarado, digámoslo ¿por qué no?, filósofo y pedagogo, desenmascara algo que hoy más que nunca aparece como un sin remedio: nuestro gusto por la violencia.

    Es en su obra donde se nos presenta al desnudo la naturaleza erótica de la estructura política opresor-oprimido. Por ser un par erótico, opresor-oprimido se extiende hacia todas las formas sociales del dominio y la jerarquía. La voluntad de dominio y de sometimiento marca el ritmo de nuestra relación con los otros desde todos los tiempos y promueve, en la cultura, malestar. Y con el malestar, los goces del consuelo, por ejemplo, la cultura del consumo en soledad.

    Freud no pudo haber leído a Sade (su obra muy censurada hasta hace poco, desconocida en época de Freud). Sin embargo, encontramos a Sade en Freud. ¿Sade precursor de Freud? Lacan ilumina lo sadiano de Freud en el seminario La ética del psicoanálisis [4] , donde acude nada menos que a Kant y a Sade para abordar el tema. Allí Lacan lee fragmentos de El Malestar en la Cultura [5] , que podrían pasar por enunciados de Sade. Un Freud más visionario que optimista nos advierte: no queremos el bien del prójimo, ni el nuestro propio (que es el mismo), el bien conduce a lo peor, la pulsión de muerte y la agresividad son los operadores en nuestra relación con los otros, el masoquismo es erógeno. Los avances de Freud se asemejan a lo que Sade presenta y reflexiona en su obra, un «bloque de abismo» como la llama Annie Le Brun [6] , en el pensamiento occidental.

    Aún no le perdonamos a Sade que haya tenido el tupé de mostrarnos en su obra una verdad injustificable: la violencia como un fenómeno excitante. Sade muestra que estamos formados en el placer por el ejercicio del poder y del control sobre otros. Por ser una estructura erógena, el par opresor – oprimido constituye al mismo tiempo un regulador y un punto de imposibilidad en la vida social y en la cultura. Al mismo tiempo, la falicización de emblemas, uniformes, himnos, revelan lo que Leo Bersani define como «la naturaleza sexual secreta de la autoridad» [7] . Erigimos (verdades, dioses, ideas) para someternos a ellos. Existe una voluntad masoquista de sometimiento que va a la par (es una misma voluntad) con el placer en el ejercicio del poder y la opresión sobre otros.

    Los medios masivos, el cine de Hollywood, la televisión, muestran una gran explotación comercial de nuestra fascinación por la violencia, dando así la razón a Sade a cerca de nuestro irremediable gusto por ella. Ya sea como verdugos o como víctimas, la violencia nos inflama. Bersani sostendrá que las performances sádicas y masoquistas revelan esta verdad secreta: la erotización del poder [8] . Muestran el resorte opaco de la articulación: el poder como falicizado. En el teatro sádico – masoquista surge lo que vivimos de manera hipócrita cotidianamente: un placer en el ejercicio del poder y en la sumisión.

    En este mismo hilo se sitúa la crítica que hace el filósofo francés Alain Badiou a la ética occidental [9] . Esa ética con la que nos llenamos la boca fácilmente: desde los derechos del hombre hasta la tolerancia a las diferencias, (cuyo enunciado nada ético supone que las diferencias son algo a tolerar), la ética occidental, dirá Badiou, enmascara el fantasma de victimización del hombre. Así lo formula: «la ética enmascara la figura del hombre víctima, el hombre bueno, el hombre blanco».

    Amos o esclavos, vamos de una orilla a la otra, con singular alegría. Y así vivimos, formados y atrapados en las coordenadas erógenas del siervo y del soberano. Constatamos nuestro gusto por el dominio y por el servilismo en las páginas de los periódicos y en nuestras nimias vivencias cotidianas.

    El arte no queda fuera: el llamado nouveau art, que consiste por ejemplo en que el artista se desangra o se perfora para beneplácito de un ávido público, o las modernas esculturas hechas de restos de cuerpos humanos (piel, cabellos, órganos, dan la razón a Sade: «la atracción del placer es inseparable de la atracción del mal» [10] . El extremo más moderno de esta serie sería el llamado cine snuf. Esta práctica -que consiste en filmar personas sobre las que se ejercen torturas, violaciones y mutilaciones en vivo para luego venderlo como material pornográfico- constituye un elocuente indicador cultural de nuestros tiempos. Es la brújula que señala lo excitante que resulta la violencia ejercida sobre otros, sobre otros que soy yo mismo: la identificación masoquista con la víctima está también del lado del sádico.

    De «la dicha en la esclavitud», como dice el poeta, al goce del amo. El carácter masoquista del goce se presenta como la fuente erógena de la estructura amo-esclavo. La necesidad de erigir para servir, de someternos a emblemas y modas tiene sus resortes en un masoquismo ya planteado por Freud como constitutivo. Y sus efectos de insistencia se nos desbordan por todos lados: en la clínica, en la sociabilidad, en el hipócrita discurso ético-ideológico que disfraza el crimen con maquillajes loables pretendiendo justificar lo injustificable, en fin, que constatamos nuestro gusto por el sometimiento en todo lo que hace al orden de las jerarquías y del dominio.

    ¿Desde cuándo la violencia es excitante? ¿Responde a una necesidad estructural o se trata de una formación cultural? ¿Cómo salir de las coordenadas sadianas víctima-verdugo en las que hemos sido formados? ¿Son acaso modificables estas condiciones?

    A lo largo de mis lecturas en este tema, encontré que la imposibilidad de estar juntos así como los sesgos por donde salir de esta imposibilidad, hace al nódulo de muchos pensadores contemporáneos. Constituye también un punto límite en sus obras y sus discursos. La dicha en la esclavitud y nuestro gusto por la violencia marcan un límite de lo decible.

    Así, en Freud el masoquismo erógeno, la pulsión de muerte, y el castigo como el lado gozoso de la ley, hacen al umbral de su obra. Al malestar en la cultura Freud opone el complejo concepto de sublimación: un modo de estar con otros a través del arte, el amor, la ciencia.

    Por otro lado no podemos desconocer al psicoanálisis mismo como una salida posible: a diferencia de las disciplinas occidentales (por ejemplo la pedagogía, la medicina), cuyas prácticas han enmascarado el carácter erógeno que sin embargo las rige, el psicoanálisis se distingue por hacer del eros su marco: vuelve a reunir el saber y el amor vía la transferencia. El análisis como análisis de la transferencia signa la práctica psicoanalítica como una práctica erótica. Por ello constituye una de las resoluciones alternativas fuera de las coordenadas erotopolíticas opresor – oprimido.

    En otro orden, Alain Badiou, el filósofo, encuentra modalidades cercanas al psicoanálisis en cuanto a las vías por donde sortear el malestar: él habla de la experiencia subjetiva de una verdad y sus modos de transmisión en el quehacer del hombre: el amor, el arte, la ciencia y la política [11] .

    Leo Bersani, por su parte, ve en el ligue una relación impersonal, anónima, y amorosa que constituye también un modo de hacer pasar la violencia sexual por lo social, sin matar ni morir en el intento. También ve en el arte como una práctica universal una alternativa ante nuestra «aprehensión sádica del mundo» [12] .

    Pero lo esencial de su pensamiento, a mi modo de ver, es lo que ve en las prácticas masoquistas: un placer en la pérdida del poder. El poder en occidente está falicizado, sería necesario desmitificar el poder y valorizar el placer, no en la detención, sino en la pérdida del poder. El placer en la pérdida del poder supone la disolución de un yo narcisista e hiperbólico encerrado en sí mismo. Supone también la extensión de sí en el otro, el universo como una extensión de sí. Bersani, retoma el proyecto de su amigo Foucault a cerca de la necesidad de inventar los nuevos modos de estar juntos. Así en su libro Homos, postula el concepto de un narcisismo comunitario, y el olvido de sí como un modo de cuidado de sí. (En su visita a México en el 2000 me comentaba en una plática informal: «¿cómo sería la sociabilidad y el mundo si en lugar de educar a los niños en la moral del «derecho y respeto a las diferencias» se les educara en el sentido de la mismidad? Es decir: tu compañero es una extensión de ti, igual los árboles y todo lo que nos rodea. La mismidad sobre la base de una diferencia estructural. No hacer valer la diferencia sino la mismidad comunitaria»).

    En cuanto a la filosofía, considero que es tarea del filósofo contemporáneo volver a enlazar el saber con el eros. Excluir la erótica es quedarse con la pura razón y a la deriva de los monstruos que esta razón eventualmente produce.

    Sabemos que el pensamiento produce realidades, por lo tanto hay allí, en lo que pensamos, una responsabilidad.

    Al confort intelectual, tan criticado por Foucault, se le opone la figura del filósofo que sale al mundo para descifrar este planeta que no está sólo hecho de palabras.

    Para finalizar diré que se trata de ver, nuestra responsabilidad en nuestro modo de estar y de ser en el mundo. Ver allí, para no engañar.

    [1] Ver Jean Allouch. La erótica del duelo en tiempos de la muerte seca. Ed. Epeele, México, 2000.

    [2] Leo Bersani. ¿Es el recto una tumba? En Cuadernos Litoral, Córdoba, Argentina, 1999.

    [3] Michel Foucault. Historia de la sexualidad. Vol. I La voluntad de saber. Ed. Siglo XXI, México.

    [4] Lacan. Seminario VII. La ética del psicoanálisis. 1959. Ed. Paidos. Argentina.

    [5] Sigmund Freud. El malestar en la cultura. 1929. En obras completas.

    [6] Annie Le Brun. De repente un bloque de abismo, Sade. Ediciones literales, Córdoba, Argentina 2002.

    [7] Leo Bersani. Homos. Ed. Manantial, Buenos Aires, Argentina.

    [8] Leo Bersani. Homos. Op. cit.

    [9] Alain Badiou. «La ética. Tratado de la conciencia del mal». En Batallas éticas. Ed. Nueva visión. Buenos Aires, Argentina, 1995

    [10] Leo Bersani. «Merde, alors!» En Me cayó el 20 N° 5. México, 2000

    [11] Alain Badiou. «La ética…» op.cit.

    [12] Leo Bersani, «Sociabilidad y sexualidad». En Litoral 31, Córdoba, Argentina. Y Les secrets du Caravagio. Ed. Epel, Paris, 2003.

  • El sonido de la música

    El sonido de la música

    Mariflor Aguilar Rivero

    Una manera cómoda de hablar de la interpretación en el psicoanálisis es comenzar preguntando, desde la filosofía, si el psicoanálisis es o no una hermenéutica. En relación con esta pregunta podemos adherirnos a posiciones como la de Michel Tort quien considera la hermenéutica como una lectura no crítica, reduplicación de los sentidos inmediatos, y que además afirma contundente que «Freud no descubrió la clave de los sueños porque era hermeneuta…sino precisamente porque no lo era» [1] ; o bien podemos aceptar posiciones opuestas como las que circulan entre nosotros según las cuales la hermenéutica es el paradigma de la actividad científica freudiana [2]. También podríamos recurrir a esquemas ya para estas fechas considerados clásicos sobre las distintas hermenéuticas o los distintos tipos de interpretación. Uno es el de Paul Ricoeur quien, como se sabe, distingue entre la hermenéutica de la sospecha y la de la «recolección» de sentido y coloca a Freud como modelo de la primera. El otro esquema que podría sernos útil es el de Umberto Eco, tan conocido y tan citado como el primero, quien como se sabe señala la aparición de la hermenéutica en la civilización griega bajo dos modalidades extremas, la «deriva infinita» y la del «sentido literal». La primera surge «fascinada por el infinito», y elabora «junto con el concepto de identidad y no contradicción, la idea de la metamorfosis continua, simbolizada por Hermes. Hermes es volátil, ambiguo, padre de todas las artes pero dios de los ladrones…En el mito de Hermes se niegan los principios de identidad, de no contradicción, de tercero excluido, las cadenas causales se enroscan sobre sí mismas en espiral, el después precede al antes, el dios no conoce fronteras espaciales y puede estar, bajo formas diferentes, en lugares distintos en el mismo momento» [3] . La otra modalidad hermenéutica, la del sentido literal, representa la tradición del racionalismo griego, la tradición del modus, del límite. Esta tradición, en el polo extremo de la «deriva hermética», considera que sólo una interpretación es válida o correcta, y ofrece principios que ayudan a explicar el universo mediante causas, tales como el de identidad, no contradicción y tercero excluido; principios que representan límites a las cadenas causales, límites a las asociaciones, gracias a los cuales puede haber un orden en el mundo o «al menos un contrato social» [4] , dice Eco. En relación con esta distinción podría haber una discusión interminable como puede ser si el psicoanálisis es también, o no, interminable, si se acerca más o menos a la deriva infinita o a la tradición del modus.

    Prefiero dejar estos esquemas de lado y acercarme, confieso que tímidamente, a otras cuestiones, como por ejemplo a algunas de las cosas que pasan en análisis.

    Habla y decires, escucha y habla que según dicen son cortes, escritura. El analizante habla, escribe; el analista habla, escribe, corta. También escucha: escucha sonidos, fonemas, palabras, locuciones, sentencias, periodos, pausas, escansiones [5] : significantes; se escucha escritura; se lee escritura; se lee lo que se escucha del significante [6] .

    Decir algo acerca del oír y de la escucha en el análisis no es fácil. Es un tema del que, como recuerda Lacan, Freud ni siquiera nos habla [7] . Escuchar no es convertirse en un ser, en una persona, en un «tú» a la manera de Buber donde hay simetría y reciprocidad. No; es ello que escucha, dice Lacan. El analista es sólo una oreja que escucha y no responde, pero al mismo tiempo no se escucha con los oídos. El analista, entonces, no es oído sino oreja, es significante. Escuchar no es oir; escuchar no tiene que ver con los oídos sino, dice Lacan, con el significante, con la palabra [8] . Pero ocurre que escuchar tampoco es escuchar con las orejas [9] . No se escucha con los oídos, no se escucha con las orejas, porque lo que se escuchan no son ruidos; ¿qué se escucha? ¿con qué se escucha? ¿Con la «intuición analítica»? [10] Eso no suena bien. Pero si lo que se escuchan son pausas, cortes, escansiones, entonces se escucha el ritmo; el ritmo no se oye, vibra; vibra en el cuerpo; se escucha con el cuerpo.

    Y ese cuerpo que escucha que no es más que un significante, es nada menos y nada más que el lugar de la «verdad». La escucha es el lugar donde se constituye el sujeto que habla. En términos derrideanos, es la oreja que firma, que signa al sujeto que habla. Es ello que escucha y al escuchar suscita nada menos que la transferencia.

    Pero a la escucha también se le llama «atención flotante» y a lo que se escucha también se le puede llamar «voz». En una sesión hay intercambio de ruidos, voces y silencios. Pero al referirnos a la «voz» empiezan los problemas, porque como dice Mladen Dolar en un libro sobre la voz y la mirada, no es fácil lidiar con la voz [11] . La voz es el objeto incómodo de la fonética, que Saussure disolvió para definirla por su función, donde lo que cuenta son las oposiciones diferenciales de los fonemas, su naturaleza relacional, es el objeto de carne y hueso (como Jakobson dirá más tarde), y por ende de mal gusto.

    La voz tuvo que ser cuidadosamente descartada para que pudiera iniciar una nueva ciencia de lenguaje. Los sonidos de la fonética tradicional se transformaron en una entidad muy diferente que la nueva lingüística tiene que desenterrar: el fonema.

    Tampoco en la filosofía contemporánea le fue bien a la voz. Es sabido que Derrida, que pone en cuestión la metafísica de la luz bajo el desarrollo de la «metafísica de la presencia» incluye en ésta, en la metafísica, también a las perspectivas auditivas. Por «metafísica de la presencia» Derrida se refiere críticamente a un modelo cognitivo que tiene las siguientes características: primera, está centrado en la noción de `presencia la que a su vez puede comprenderse de tres maneras: en sentido temporal como independencia del momento presente respecto del pasado y del futuro; epistemológicamente, como la presencia a sí mismo, o la auto-presencia o certeza de la conciencia para consigo misma; y en sentido estructural que se refiere al hecho de que así como el presente particular es independiente del contexto temporal también lo es de todo contexto. Es autosuficiente y va contra el flujo del tiempo. En este sentido es pura `forma´ [12] , pura «forma» descontextuada.

    Pero el siguiente paso que da Derrida es transformar esta forma en sonido, en tanto que reducir un ser a su forma significa asimilarlo al sujeto que conoce y tal asimilación sólo puede ser completamente lograda cuando el objeto no sólo es asimilado al sujeto sino que lo envuelve y atrapa por completo, y esto sólo puede ocurrir mediante procesos que mejor se explican con metáforas auditivas. Dice Derrida: «saber cómo aprender, y aprender cómo saber, la mirada, la inteligencia y la memoria no son suficientes. Debemos también aprender a oír, a escuchar. Quiero sugerir, dice, que debemos saber cómo cerrar los ojos para ser mejores escuchas» [13] . La sujeción de la visión a la forma es entonces sólo el primer paso hacia una mayor sujeción de la visión al discurso -en particular al «escucharse uno mismo hablar» que para Derrida es el summum de la auto-presencia husserliana y, como tal, el último estadio de la metafísica [14] . Dice Derrida: «La voz es escuchada (comprendida) -eso sin duda es lo que le llama conciencia- lo más cercano al yo como el absoluto desplazamiento del significante: pura auto-afección que necesariamente tiene la forma del tiempo y que no requiere de nada exterior a sí misma en el mundo en la «realidad», ningún significante accesorio, ninguna sustancia de expresión ajena a su propia espontaneidad…» [15] .

    Pero la voz excluida de la lingüística y de la filosofía reaparece de otra manera en el psicoanálisis. No ciertamente reintroduciendo la fonética, pues el resonar de las voces que se oyen en una sesión no pertenece, como vimos, solamente al campo de lo acústico; no es solamente el sonido que cae dentro del campo auditivo; como dice Lacan, no es solamente el ruido que se produce en la medida que estamos en un planeta donde hay aire que vehiculiza el sonido [16] ; tampoco es una cuestión de timbre. Se trata más bien de un objeto extraño; de esos objetos-frontera, objetos de excepción, objetos poco conocidos [17] , tan poco conocidos que tratando de decir qué es la voz, Lacan dice que «la voz puede ser estrictamente la escansión con la que les cuento todo esto» [18] . También aclara Lacan que el estatuto de la voz está todavía por determinarse porque aunque sepamos que los fenómenos de voz van acompañados de movimientos laríngeos y musculares alrededor del aparato fónico, esto no agota el tema.

    La voz es del tipo de «objetos que por su naturaleza se escapan»: soportes del deseo que son desechos [19] .

    Desechos. Pero aun así no son para nada irrelevantes: en la voz se desliza el deseo del Otro; es el soporte de la articulación significante; resuena en un vacío que es el vacío del Otro y por eso, y no por otra cosa, desprendida de nosotros, nuestra voz se nos presenta como un sonido ajeno. Ahora bien, es en ese vacío que la voz en tanto que distinta de las sonoridades, es voz no modulada pero articulada, y en ese vacío resuena. La voz de que se trata es la voz en cuanto imperativa, en cuanto reclama obediencia o convicción, en cuanto se sitúa, no en relación con la música, sino en relación con la palabra [20] .

    El analista escucha al sujeto no como se escucha la música. Las voces que resuenan en el análisis no son como la música, porque la música, la perversa música…

    Lacan contrapone la música a la palabra; la voz, si tiene relevancia en el análisis es porque se articula con la palabra, no con la música. También para Jacques Alain Miller la música con su fuerza seductora y su atractivo irresistible, es más bien un intento de domesticar al objeto, volverlo un objeto de placer estético, levantar una pantalla contra lo que es insoportable de él. Dice Miller: «Si hacemos música y la escuchamos…es para silenciar lo que merece llamarse la voz en tanto objeto a« [21] .

    Pero me parece que aquí hay algo que no encuadra bien, porque muchas de las asociaciones que se pueden derivar de la música van precisamente en el sentido lacaniano de la voz.

    Slavoj Zizek y otras teóricas han visto esto y han planteado que la voz, en tanto que sonido, es relativamente independiente de la voz en tanto que palabra o en tanto que texto y puede incluso establecer una ruptura con el texto y con lo visible, como si se tratara de una voz, de un sonido que no está ligado a un cuerpo, como si se tratara de un sonido espectral que flota libremente en un dominio intermedio que puede ser misterioso y terrible.

    Desde este punto de vista, hay algo de la voz que es indeterminado. Así como en la literatura sobre la mirada se identifica a ésta con una fuerza y un poder autoritario y cosificante que juzga, cosifica y clasifica, las asociaciones acerca de la voz y lo que se escucha apuntan a mundos diversos: a la voz del amo y la voz del persecutor, por un lado; a la voz interior y la voz de la conciencia, por otro; y a la voz de lo reprimido, de lo negado por las estructuras hegemónicas. El mundo del sonido de la voz es, dice Zizek, un mundo misterioso, como el de un cuerpo extraño en mí que adquiere existencia positiva en diferentes disfraces. La tesis de Zizek es que «la voz es lo que en el significante escapa al significado» [22] .

    Para pensar esto Zizek recurre a la noción de «espectro» que usa Derrida en su libro Los espectros de Marx para referirse a una pseudomaterialidad elusiva que subvierte las oposiciones clásicas de la ontología como realidad/ilusión, femenino/masculino, etc. Lo que no queda simbolizado vuelve, entonces, como espectros que escapan a las oposiciones clásicas de la ontología y a las precisiones esencialistas de la identidad. Lo que Zizek plantea es que si bien es cierto que la vida de la voz puede ser opuesta a la letra muerta de la escritura, esta vida no es la saludable vida de la autopresencia del significado sino la misteriosa vida de un monstruo muerto [23] . La voz no es entonces ni el lugar privilegiado de las identificaciones del sujeto consigo mismo, ni lo visible cosificado por la mirada. Si esto es así, hay que decir que no sólo la escritura sino también la voz puede aparecer como amenaza a la consistencia metafísica y puede ser vista como disruptiva de presencia y sentido [24] .

    La ambigüedad de la voz ha sido tratada también en la metafísica en relación con la música. Es ésta, dice M. Dolar, una perspectiva limitada pero que ciertamente arroja dudas.

    Platón en la República [25] considera que el primer paso para combatir el caos de la civilización es haciendo que «la música y el ritmo sigan el discurso», que no se separen, que no se independicen de las palabras.  En Agustín podemos leer otra versión de lo mismo cuando el santo confiesa que «cuando se cantan santas palabras [su] alma se estremece con un mayor fervor religioso y se enciende en una llama de piedad más intensa que si no se cantaran…aunque cuando [se siente] más emocionado por el canto que por las cosas que se cantan, entonces [confiesa] que [peca] en ello, que [merece] castigo y que querría no oír cantar [26] . Agustín mismo cuenta también que Atanasio, obispo de Alejandría y padre de la Iglesia, hacía cantar al lector los salmos con una modulación de voz tan débil que parecía que más que cantarlos los recitaba; y en el mismo universo, pero ahora en el siglo XVI, el Concilio de Trento tuvo que encarar el mismo problema y  recomendó el mismo antídoto de la inteligibilidad contra la voz: in tono intelligibili, intelligibili voce, voce clara, cantu intelligibili... [27] (en tono inteligible, voz inteligible, voz clara, canto inteligible…).

    Dos siglos después Rousseau opina algo parecido en el Ensayo sobre el origen de las lenguas, que toda música separada de la palabra o del discurso debe ser considerada como «degenerada [28]

    Y si nos remontamos casi 4,000 años atrás a uno de los textos escritos más antiguos sobre la música, veremos que ahí se cuenta que el emperador Chun (2200 a.C.) enuncia un sencillo precepto que dice así: «Dejen que la música siga el sentido de las palabras. Manténganla simple e ingenua. Se debe condenar a la música pretenciosa vaciada de sentido y afeminada».

    Comenta Dolar: en todos los casos la misma obsesión, engrapar la voz a la letra, limitar su fuerza disruptiva, disipar su ambigüedad inherente. La música, y sobre todo la voz, no deben quedarse fuera de las palabras que le dan sentido; si se aparta de su anclaje textual la voz se vuelve amenazante.

    Es importante señalar que tanto Zizek como Mladen Dolar toman distancia de una oposición simple entre la palabra articulada «represora» y la voz-resto transgresora, puesto que tienen claro que lo importante de la voz y del espectro es que es indecidible y puede estar al servicio del poder más autoritario. Lo mismo que la música. El punto es que, como vimos, hay voces y voces y hay música y música: no sólo está la voz lúdica que se aleja de la palabra, ni está sólo el sonido que amenaza perturbar el orden, están más bien en igualdad de posibilidades la voz de Dios, o la voz del diablo, la música que subvierte, o los coros que subliman al dictador.

    El psicoanálisis nos enseña a escuchar de una determinada manera pero también a prestar atención a ruidos raros, sonidos extraños, inespecíficos, como en cierto restallar del sonido de la música.

    [1] Michel Tort, La interpretación o la máquina hermenéutica, Ediciones Nueva Visión, 1976, p.40

    [2] Mauricio Beuchot, en «El psicoanálisis y su dimensión hermenéutica», en M. Beuchot, Ricardo Blanco (Comps.), Hermenéutica, psicoanálisis y literatura, UNAM-IIFl, 1990, p.23.

    [3] U. Eco, Los límites de la interpretación, Lumen, México, 1992, p.52.

    [4] Ibíd., p.49.

    [5] Lacan, Escritos 1.

    [6] Lacan, Seminario 20.

    [7] Seminario 11

    [8] Lacan, Seminario 19.

    [9] Seminario 3 sobre la psicosis.

    [10] Escritos 1.

    [11] Mladen Dólar, «The object voice», en Renata Salecl and Slavoj Zizek, Eds., Gaze and voice as love objects, Duke University Press, Durhan and London, 1996, p.10

    [12] Tomado de John McCumber, «Derrida and the Clousure of Vision» en David Michael Levin ed., p.236.

    [13] Cit. por John McCumber en «Derrida and the Clousure of Vision» en David Michael Levin, Ed., op.cit., pp. 236-237 de J. Derrida, «The Principle of Reason», Diacritics, vol.13, no.3 (Fall 1983), p.4.

    [14] John McCumber, op.cit., p.237.

    [15] Cit. Por Dolar, Ibid.., pp.12-13 de J.Derrida, De la gramatología, p.20.

    [16] Seminario 13.

    [17] Seminario 14.

    [18] Seminario 21

    [19] Seminario 15.

    [20] Seminario 13

    [21] Cit. por M. Dólar, op.cit., p.10, de Jacques-Alain Miller, «Jacques Lacan et la voix». En La voix: Actes du colloque d’Ivry, by Ivan Fonagy et al. Paris: La Lysimaque.

    [22]  S. Zizek, «`I Hear You with My Eyes´; or, The Invisible Master», en Renata Salecl and Slavoy Zizek, eds., Gaze and Voice as love objects, ed.cit., p.92.

    [23]  Ibíd., p.102.

    [24]  Dólar, op cit., p.16l

    [25]  Platón, República, 3,398d y 400d,cit. por M. Dólar en op. cit., p.18.

    [26] Vale la pena reproducir el texto a pesar de su extensión: «Y reconozco también que hay modulaciones particulares en el canto y en la voz que sintonizan con la gama de mis emociones y las estimulan en virtud de cierta relación misteriosa que existe entre ambas. Pero no debo permitir que mi alma quede paralizada por la delectación sensual…El resultado es que peco en estas cosas sin darme cuenta…Otras veces, por guardarme exageradamente de este engaño, yerro por demasiada severidad. Hasta el punto de que algunas veces quisiera alejar de mis oídos y de la misma iglesia, toda melodía de los cantos suaves con que se suelen cantar los salmos de David. En tales casos me parece más acertado lo que he oído decir muchas veces de Atanasio, obispo de Alejandría: Este hacía cantar al lector los salmos con una modulación de voz tan débil que parecía que más que cantarlos los recitaba. Pero cuando me acuerdo de las lágrimas que derramé con los cánticos de tu iglesia en los comienzos de mi conversión y de la conmoción que ahora siento -no con el canto, sino con las cosas que se cantan, al ser cantadas con voz clara y modulación adaptadísima- reconozco una vez más la gran utilidad de esta costumbre.

    …Sin dar un juicio irrevocable, me inclino más a aceptar la costumbre de cantar en la iglesia a fin de que con el deleite del oído los espíritus débiles despierten a la piedad. Aunque cuando me siento más emocionado por el canto que por las cosas que se cantan, entonces confieso que peco en ello y que merezco castigo y que querría no oír cantar», Confesiones, Libro X, 33.

    [27] Cit. por Dólar, op. cit., p.22.

    [28] Cfr. Jacques Attalí , Bruits, Fayard/PUF, Paris, 2001, p.46.