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  • El Golem en el siglo XXI

    El Golem en el siglo XXI

    Editorial

     Julio Ortega Bobadilla

    Ésta es la piedra que parece un pedazo de grasa.

    Gustav Meyrink

    Asistí al estreno de la película Yo Robot (inspirada en el libro de Asimov) y me sorprendí con los prodigiosos efectos especiales de última generación que nos brinda la pantalla. Con la nueva tecnología de imágenes nos adelantamos a un mundo que ya no es imposible y que la película sitúa en unos treinta años de aquí a la fecha, apostando a que la causa de la inteligencia artificial puede llegar a sustituir la humana. La adaptación de la novela no es fiel, pero la película marcha, a pesar de que Will Smith interpreta una vez más en el cine “El príncipe de Bel Air”, demostrando que la generación metrosexual –la palabra más usada del año pasado según mi alumno R– continúa midiendo en el futuro, el largo de sus miembros, a pesar de que Freud y el complejo de castración, habrían pasado de moda.

    En la noche llegué cansado a casa, encendí la TV y encontré con que daban —una vez más— Terminator 2, que se ve bien a pesar de que el tiempo la empieza a dejar a la cola de las cintas de ciencia ficción y que Arnold Swarzennegger ha cambiado su porte de matón por el de político californiano. Al cambiar de canal, me encontré con una mesa redonda que promocionaba el 1er. Festival de Cine Erótico (“El sexo es cultura”) con la participación de Sabina Berman (autora teatral, intelectual mexicana de renombre y productora de Las Marionetas del Pene en nuestro país), realizadores y estrellas del cine porno. Las opiniones inteligentes y formadas fueron desplazadas pronto, por la de un artista español que se llamaba Nacho, un hombre de 40 años que decía tener 31 y que, cuando aclaró que el largo de su pene era de 26 centímetros, se convirtió automáticamente, en la máxima autoridad sobre el tema (“Hay que mojarse el culo para hacer cine porno”).

    Todos estos acontecimientos me devolvieron en un solo día, a una pregunta que me hacía un lector de la revista: “¿De verdad crees que el psicoanálisis desaparecerá?” ¡Hoy tengo más esperanzas de que sobrevivamos este siglo! Lo cierto es que el futuro nos ha tomado por sorpresa a muchos y que los psicoanalistas deberíamos tomar más cartas en la reflexión social en un época en que la información y la cultura no han contribuido a defendernos de los filisteos, pero sí nos empujan a la paradoja de convertir a las máquinas en humanos y a los humanos en máquinas.

    Quizá sea esto lo que Alberto Sladogna nos trata de comunicar en su artículo sobre la subjetividad posmoderna. Tal pareciera que los nuevos tiempos nos instigan a perder la culpa y volvernos autómatas productivos, acríticos y completamente egoístas. Sin mayor sentido que la acción por la acción misma y la búsqueda de nuestro provecho, es precisamente lo que ha desembocado en que la política en este país se demuestre cada vez más trapera, sucia y envilecida, a pesar de o justo por, las adiciones de los llamados intelectuales. CARTA PSICOANALÍTICA sufre un embate de esta desvergüenza, a cierto vivo se le ha ocurrido escribir a nuestros lectores conocidos del mundo psicoanalítico para pedir donaciones para el sostenimiento de la revista. Aclaro a quienes siguen nuestra labor que es un recurso que no descartamos, pero hasta ahora nuestro site se mantiene gracias a las aportaciones del comité editorial y a la publicidad que pueden contratar a: publicidad@cartapsi.org En el futuro próximo ofreceremos algunos servicios y productos, incluso tocaremos la puerta de nuestros lectores para que ayuden al mantenimiento de este trabajo que sí requiere de más recursos, pero ya les haremos saber con tiempo y por los canales adecuados. Guárdense de depositar dinero en cuentas no autorizadas por nosotros.

    El número 5 de nuestra revista contiene varios artículos que versan sobre la dimensión del Otro en los actos del individuo y toca en más de un punto la cuestión de la responsabilidad moral en casos extremos, tal es el caso del desequilibrado Eichmann. Descorrer el velo del pasado es una tarea que despoja de telarañas al futuro.

    Pero volvamos sobre nuestra reflexión del mañana: no podemos hacer más que conjeturas. El determinismo absoluto ha cedido su paso a las ciencias del caos, y la teoría de la necesidad universal fue desde el siglo XIX entrevista por Pierce como inútil. La probabilidad que tan en boga está en las encuestas y en los estudios psicológicos no es tampoco para nosotros una fórmula válida para controlar la incertidumbre, prueba de ello, son sus constantes fracasos y aunque se han consignado a su favor, triunfos metafísicos, epistemológicos, lógicos y hasta éticos (Ian Hacking lo ha señalado) al vaciar el costal, nos encontramos con la verificación de la miseria de nuestras teorías. Decía un maestro mío: “las estadísticas son como los bikinis, muestran muchas cosas pero siempre ocultan lo esencial”. Yo he dicho en mis clases y lo escribo ahora, necesitamos mejores teorías y menos observaciones estériles, en suma más reflexión sobre lo que decimos y hacemos.

    No quiero terminar estas líneas como ogro regañón, descontento con su presente e infeliz ante el mañana, prefiero tomarme con más humor el futuro por negro que parezca. Comparto con ustedes un pequeñito ensayo perdido, que escribí hace algunos años con motivo de la revisión obligada de un capítulo del atroz libro de Kurzweill “La era de las máquinas espirituales”, espero que les haga gracia.

    Quiero agradecer a Salvador Rocha acompañarnos hasta este punto del camino como miembro del comité editorial de la revista, nos deja ahora para seguir otros intereses, permanece como amigo entrañable de los que componemos este proyecto.

    Agradezco a todos los que han escrito: sugerencias, muestras de apoyo y trabajos.

  • Por qué somos lo que somos. De psicólogos a psicoanalistas a pesar de la UANL

    Por qué somos lo que somos. De psicólogos a psicoanalistas a pesar de la UANL

    Reseña

     Julio Ortega Bobadilla

    «La historia que vengo de reseñar es no sólo fragmentaria sino sesgada, cuanto lo puede ser una historia en la que uno mismo es o ha sido parte.»

    David C. Flores

    Flores Palacios, David C. Por qué somos lo que somos. De psicólogos a psicoanalistas a pesar de la UANL. Edición Privada. Monterrey, N.L. Octubre de 2001.

    Comencé a leer el libro de David, mitad crónica histórica y mitad biografía, con entusiasmo y a las pocas páginas interrumpí su lectura. Algo de desazón había causado en mí, ese relato tan directo y sencillo, que describía el difícil panorama de formación de un psicólogo, que hace treinta años, inició el camino para convertirse en psicoanalista. Nuestro colega y amigo Rodolfo Álvarez del Castillo me lo había hecho llegar por correo sin mayor explicación y pidiéndome que lo leyera.

    No sabía exactamente qué, pero me había causado enfado algo que no supe definir, hasta que retomé su lectura. Creí que había sido el carácter modesto de la publicación. A lo mejor, la falta de una revisión en galeras más cuidadosa que hiciese más elegante la presentación del pequeño libro. Quizá me había molestado el hecho de que la obra aparecía casi como un folleto y que al buscar la editorial encontré la misteriosa referencia: Edición Privada. Tal vez, me pareció un poco jactanciosa la dedicatoria que, al principio, abría fuego casi contra el lector: «a quienes no temen a las verdades, a mis amigos».

    Mi mujer, más joven muchos años, lo encontró en mi escritorio y lo sorbió como si se tratase de un solo trago. Ese hecho me intrigó y me hizo preguntarle qué le llamaba tanto la atención del texto. La respuesta me sorprendió sobre manera: «Estoy leyendo tu historia». Repuse que seguro estaba bromeando, porque yo no conozco a David y su relato tiene como escenario geográfico la ciudad de Monterrey y más precisamente, la Facultad de psicología de la UANL. Pero tengo que reconocer que tenía razón.

    A través de la segunda lectura, empecé a reconocerme en esas páginas. Las palabras del texto fluyeron entonces como si se tratase de un relato atropellado de hechos, contado con emoción y en secreto a un amigo. Recordé esos años 70’s en que estudié bajo la égida del conductismo en la Facultad de Psicología de la UNAM. Vino a mi memoria la huelga de los estudiantes que duró casi un año -mayo a noviembre de 1977-, en protesta por la deficiente educación en una psicología supuestamente empírica, que enseñaba de todo y no preparaba a los alumnos para nada. Los laboratorios fueron cerrados por los alumnos descontentos y las pobres ratas, lamentablemente, murieron por falta de atención (¡R.I.P. a más víctimas del conductismo!). Circulaba entonces, en broma, el dicho de que la Facultad de Psicología había cambiado espontáneamente el lema de nuestra UNAM por la invocación: «Por mi rata, hablará el estímulo». Resonó en mi cabeza, el estribillo que un compañero había escrito para acompañar el corrido de la Facultad: «Que refuerza. que refuerza. Sí  .. Que refuerza que refuerza. No .» Repasé en mi memoria esas clases inútiles de Pensamiento y lenguaje, Evaluación psicológica, Estadística, Métodos de investigación, que poblaban nuestros abarrotados horarios con saberes inservibles a la hora de enfrentar la clínica con los pacientes. Quizá ese currículo existía, porque en el fondo esos maestros anticipaban que los psicólogos no estarían jamás y de ninguna forma capacitados para ver un paciente, dejando ese trabajo a «verdaderos» profesionales como los psiquiatras. Fueron años aciagos en que me cuestioné el por qué no había estudiado una carrera útil como medicina, a pesar del rechazo que me causaba mi figura paterna, y encaminado mis pasos por ese recorrido hacia el psicoanálisis.

    Reconocí después con calma, muchos de los nombres de gente que fueron sus maestros y los identifiqué con mi propia genealogía: la blanca y generosa Marie Langer, el siempre inquieto Fernando González, el nebuloso doctor Braunstein, etc. La sucesión de nombres era muy parecida a la de mis maestros y en su historia aparecían también algunos colegas con los que más tarde establecería una relación cercana.

    Los recuerdos se agolparon en mí: el deseo de combinar la política marxista con el psicoanálisis, el aprendizaje y recitación de la althusser iana Psicología, Ideología y Ciencia, las primeras lecturas desconcertantes y maravillosas de Freud, un señor que según mis maestros de la Facultad era poco científico, caduco y aburrido, pero que ofrecía más preguntas y respuestas que cualquier autor de psicología contemporánea. Y después, las primeras experiencias de terapia, la lucha por conseguir los textos que no estaban en ninguna biblioteca, la compra de los primeros libros de psicoanálisis, el pago de los seminarios a los analistas argentinos, el entusiasmo de noches enteras de estudio y discusión, etc.

    Comprendí que se trataba, si no de mi propia historia, de una que se acercaba a la vivida por mí, en muchísimos puntos. De ahí el por qué, de mi irritación inicial. Muchos fantasmas se removieron con esas letras en mi inconsciente. Hechos lejanos ya en el tiempo, pero cercanos a la memoria. Las heridas de algunas de esas reyertas no han cerrado del todo y aún duelen al ser tocadas: las dificultades económicas y de búsqueda de formación para estudiar psicoanálisis, los enfrentamientos con el saber académico de la Universidad, las fascinaciones con maestros que después desilusionaron, la marginación que como psicólogo sufrí en los diferentes lugares de trabajo, la cruzada por el reconocimiento del compromiso teórico y clínico.

    En la medida de que leía más páginas, me fui sorprendiendo de que conservase un estilo tan directo para narrar sus aventuras y desaventuras. Había escogido una forma confesional, luego supe que se trataba de una carta dirigida a los alumnos del IFAS-Monterrey que no alcanzó su destino. En cierto modo, estaba frente a una «carta robada» que pese a sus críticas agudas al afrancesamiento de ciertos analistas, tenía todas las características de un discurso oral vuelto significante (como el del mismísimo Lacan), ahora a disposición de quien quisiera recogerlo.

    Me llamó la atención, el recuento de autores y referencias formativas: Roustang, M. Klein, pero también Balibar yFoucault . Lo que más me sorprendió, es que yo había tenido -hace muchos años- cuál tesoro invaluable, la edición de la revista IMAGO que Rodolfo y él fundaron. Recuerdo haberla hojeado, una y otra vez. Luego, pasó de mano en mano entre mis amigos con la idea de que era una carta (¡Otra!) que llegaba a su destino, nos interpelaba y animaba a seguir adelante hacia el camino del psicoanálisis.

    Finalmente el mundo es un pañuelo. Los extremos siempre terminan por tocarse y esta vez el contacto ha sido eléctrico. A mi recuerdo, también acudieron muchos compañeros dejados en el camino, algunos que por propia decisión siguieron otras rutas, otros que se desanimaron ante tantos obstáculos, unos más – ¿Por qué no decirlo así? – víctimas del psicoanálisis, que descubrieron su propia locura y se embrujaron con ella.

    David se había decidido a poner por escrito algo que muchos no nos hemos atrevido a hacer: el relato de una campaña que aún no termina. Lo ha hecho con generosidad y conocimiento, pero sobre todo con pasión. Quizá algunos lectores juzgarán que con demasiada pasión, porque uno no puede concordar del todo con sus opiniones sobre las instituciones analíticas, la formación del analista y su evaluación del saldo dejado por el lacanismo. A él no le impactó tan profundamente su lectura de «Jacques el fatalista», como a mi generación, fue la diferencia que nos decidió a partir en un barco que parecía zozobraría en cualquier momento, pues no ofrecía más garantía que la razón del «deseo de ser analista». Disiento de su opinión cuando afirma que la clínica no importa a los lacanianos y menciona, como de pasada, que su formación adolece de seriedad. En ese juicio pagan justos por pecadores y se confunden posturas éticas e intelectuales, con otras que deben -simplemente- clasificarse de iatrogenia y estafa. Es cierto, la figura de Lacan pesa mucho a algunos de sus seguidores, los imitadores abundan y hay algunos que se han identificado con el maestro al punto del delirio.

    David tiene la valentía de tocar un asunto delicado que es el de la impostura y la autorización como analista, tema que ocasiona posturas encontradas entre diferentes interesados que han entrado en la discusión. Pero, es sólo incidental ser analista para estar al corriente de que hay una diferencia entre contenido manifiesto y latente, no todos lo que se afirman como analistas lo son en realidad. No existe una legislación sobre nuestra profesión y tampoco es deseable que la haya. Quienes se acercan hoy al análisis como alternativa profesional y vital, seguro tendrán más valor para vencer los obstáculos transferenciales, y formular a sus maestros las preguntas que nosotros callamos acerca de su formación e intereses, a fin de, juzgar si están o no capacitados para encaminarlos en esta profesión imposible. Los que escogen el camino institucional saben a qué atenerse porque hoy existe más información sobre las perspectivas y proyectos de las sociedades analíticas. Hace poco encontré a un amigo al que no veía hace tiempo, ha recorrido varios divanes y se quejó amargamente de las sesiones cortas, los analistas que usan el teléfono para hacer sus sesiones, la llamada clínica de la efectuación, etc. Es conveniente, no fiarse del relato de una cura a partir del dicho de los pacientes, pero en su lamento, lo que más me llamó la atención era la insistencia por tocar siempre las puertas de un mismo vecindario en nombre de buscar un verdadero análisis. El poder de la transferencia hacia un analista, un maestro, o una teoría, no justifican cometer varias veces el mismo error, eso se llama -más bien- compulsión a la repetición.

    Hay inexactitudes en su libro, yo he captado al menos tres importantes y no es tan primordial señalarlas, como dar cuenta de que su crónica está comprometida con un punto de vista. En su crítica al lacanismo, toma lo accesorio por fundamental. No creo que ningún estudioso serio de Freud pueda atribuir a Lacan lo que éste dice y viceversa. Hay, evidentemente, diferencias entre ambos discursos. A mí no me parece haya una oposición evidente entre el espíritu de ambas disposiciones, opino también, que la historia reciente del psicoanálisis nos ha obligado a ser más humildes y aceptar las diferencias teóricas hasta cierto punto, amén de reconocer que el trabajo serio se realiza dentro y fuera de las instituciones analíticas.

    Creo, al igual que David, que Freud no ha sido desplazado. Nos debemos a su discurso. Las críticas en dirección a invalidar sus afirmaciones como producto de una época no me parecen válidas. La historia del hombre corre muy lentamente y aunque algunos incomode, vivimos en lo esencial en el mismo período histórico en que vivió Freud. Soy de los que piensan que los capítulos de nuestra fábula deben contarse por milenios, no por decenios o cientos. Aún existe discriminación política y económica hacia la mujer, la igualdad tan pregonada no se ha alcanzado y Lipovetsky ha reconocido el hecho públicamente. Estamos lejos aún de la tercera mujer. La envidia del pene y el complejo de Edipo no son más que metáforas que muestran la importancia de la diferencia de los sexos, el enigma que nos representa la sexualidad y la pervivencia del patriarcado en las sociedades modernas. Hoy algunos analistas afirman que Edipo no tuvo complejo de edipo, las aseveraciones en esta dirección esquivan el hecho de que, finalmente, nos encontramos frente a un mito y no una verdad histórica.

    El autor de este libro, en sus críticas hacia el lacanismo capta algo fundamental: el empuje del sujeto a hacerse de ídolos, de confundir la ciencia con la religión. Pero este asunto no es privativo de ninguna escuela de pensamiento, lo vemos repetirse en la filosofía y en multitud de otros discursos. El desamparo fundamental del hombre busca refugio bajo cualquier paraguas. La diferencia angustia y la búsqueda de una razón común consuela. Existen multitud de trabajos en el campo lacaniano que sólo buscan complacerse en la exégesis de la palabra del maestro, quien encuentra la cita adecuada gana puntos para su argumentación. Todo esto es para David completamente estéril y concedo base a sus críticas.

    Freud es la culminación de un camino filosófico que inicia en Kant, prosigue en Schelling y pasa después por Schopenhauer, Kierkegaard, y Nietzsche, en el que se demuestra la fragilidad del estatuto de la razón. Sin embargo, pareciera que sus mismas investigaciones le conducen a tomar por el sesgo inesperado del estudio del sin – sentido (la locura, los actos fallidos, el síntoma y el sueño), nuevamente el camino de la razón.

    El deseo se convierte en pivote último de todo devenir y a él se remiten todas las antes consideradas fracturas de la conducta humana, la razón parece así, entrar de nuevo por la puerta de atrás. Sin embargo, en el mismo Freud existe una resistencia a cerrar la puerta a lo incógnito que aparece en el llamado ombligo del sueño y su empresa interpretativa no parece cerrarse en una hermenéutica, el determinismo absoluto, o la verificación de constantes completamente universales. El psicoanálisis es un instrumento de pensamiento, no una doctrina cerrada a la palabra de un profeta o de un Mesías.

    Agradezco a David el esfuerzo de abrir para nosotros su memoria. Su relato tiene, entre otros méritos, el valor de registrar la importancia que tuvo para el movimiento psicoanalítico nacional la labor heroica de quienes fundaron el Círculo Psicoanalítico Mexicano en un esfuerzo por acercarse a Freud y su discurso, sin pedir permiso a las instituciones llamadas oficiales. Resalta en su crónica, la importancia del exilio argentino y uruguayo, los nombres de esos colegas son muchos y hacerles justicia es importante porque cambiaron el panorama nacional ampliando las alternativas de formación analítica y extendiendo el radio del psicoanálisis en la sociedad mexicana. Menciono sólo algunos nombres más que me vienen a la memoria y me disculparan los colegas de esa ola revitalizadora, si no ven aquí sus apellidos: Ignacio Maldonado, Leonardo Zack, Mara Lamadrid, Berta Blum, Diego García Reynoso, JaimeWinkler, Rubén Musicante, Ma. Eugenia Escobar, Gloria Benedito, Graciela Rahman, Marcelo Pasternac, Estela Maldonado, Miguel Matrajt, Enrique Guinsberg, Lidia Fernández, Aída Dinnerstein, José Perres, R. Foladori, Leda Datz, Daniel Gerber, Juan Carlos y Esperanza Plá, Fanny Blanck-Cereijido, etc.

    Encontré también, una crítica abierta no sólo a la forma en que se enseñó la psicología un cuarto de siglo atrás, sino a la manera en que suceden las cosas, actualmente, en las escuelas de Psicología de nuestro país, en dónde se enseñan materias como: Inglés, desarrollo de habilidades del pensamiento, computación, lectura y redacción, psicobiología, psicología política, procesos psicológicos básicos, etc. No son innecesarias, pero sí insuficientes, para preparar al psicólogo clínico para hacer su trabajo. El currículo del estudiante de psicología actual, adolece de los mismos defectos del que en su momento enfrentó David: parcialidad de la enseñanza, acumulación de saberes inútiles, falta de preparación filosófica e histórica en su disciplina, tendencia a la improvisación, etc. El horrendo panorama no es producto de un complot médico o de oscuros intereses que quieran hacer del psicólogo un futuro candidato al desempleo: los psicólogos y los estudiantes de psicología son también responsables de su miseria. Entiendo en este contexto, que su libro no haya sido publicado por ningún colegio de psicólogos, alguna Facultad o Universidad. Esta historia no interesa a la mayor parte de quienes hacen psicología en nuestro país. Es triste, pero completamente cierto. Me cuentan mis alumnos psicólogos que en una materia tan importante como Teoría del Conocimiento lo más que leen es resúmenes de Bunge y Nagel, que el maestro considera una pérdida de tiempo revisar a Descartes y a Kant, ya no digamos Bachelard o Heidegger. Hay quienes quieren convertir la psicología en un oficio de tontos.

    Ojalá que muchos jóvenes psicólogos pudiesen leer este texto, creo que está dirigido con cariño a las futuras generaciones que ahora mascan en clase los videos de M.A. Cornejo, memorizan como si fuese la biblia el DSMIV-R, se emboban copiando sus trabajos del Internet, y aprenden cosas como neurolingüísitica, sexología, gimnasia mental o psicología de la guestalt (escrito así, por sus mismos apóstoles). Les dirá que toda esa roña puede esquivarse y que se debe buscar una formación más seria, si verdaderamente están dispuestos a dedicar tiempo y esfuerzo, para verse a la altura del compromiso que representa tratar un paciente. Lamento que la edición sea tan doméstica y pueda no trascender de los ejemplares que están circulando.

    Creo que el gesto de David, debe motivarnos para investigar más acerca de la historia de nuestra profesión y escribir nuestras propias vivencias. No sé si yo me atrevería en este momento a hacer tal cosa, me molestan todavía demasiadas piedras en el zapato y tengo otros pendientes. Creo que para escribir un libro como éste, se necesita haber hecho cuentas con el pasado a la manera de un final de análisis. En este sentido, la espontaneidad con que está escrito, la comprendemos como una forma de asociación libre.

    Quedan muchas dudas sobre su recuento y el desarrollo del psicoanálisis en nuestro país, creo que David no tuvo la ambición de escribir una historia completa, sino una microhistoria. La humildad con la que asumió su trabajo tenemos que agradecerla por partida doble. No se trata de la verdadera historia del psicoanálisis sino de la historia que él vivió. Así nos la ha ofrecido y su singularidad la hace extremadamente valiosa.

    No sé si he cumplido con los requisitos de una reseña. Lo mejor es que el lector decida por su cuenta si está, o no, de acuerdo con mis apreciaciones.

  • Santa anorexia. Viaje al país del «nuncacomer»

    Santa anorexia. Viaje al país del «nuncacomer»

    Reseña

     Ricardo García Váldez

    Fendrik, Silvia I. (1997). Santa anorexia. Viaje al país del «nuncacomer». Buenos Aires: Corregidor

    El diagnóstico de anorexia es, de entrada, un enunciado fuerte; es una categoría diagnóstica que adquiere resonancia en distintos planos si -como es el caso- quien lo enuncia está colocado, en tanto mujer (psicoanalista), en una lectura arqueológico-genealógica de problematización de la misma.

    Es en el terreno de la Iglesia cristiana en el que la autora incursionará a partir de la emergencia de este signo del deseo entre santas o poseídas por el demonio, en medio de las cuales existe, más que una antítesis, una «notoria continuidad de estructura», según afirma en la página 88 del texto que nos ocupa. Desde ahí va a arribar, con sólidos fundamentos de análisis histórico, a la crítica radical de que la anorexia sea solamente «una patología de fin de milenio».

    El más reciente libro de Silvia Fendrick se intitula así: Santa Anorexia. Viaje al país del «Nuncacomer». En él hace hablar a la anorexia. De las mujeres anoréxicas místicas narra fragmentos de su ya de por sí fragmentada historia tomados de «los registros escritos de sus vitas«, es decir, de sus biografías. De las perseguidas y ajusticiadas por la Inquisición nos transmite lo que sólo se sabe secundariamente. Así, las vitas dan cuenta de la tragedia singular de las santas, al tiempo que sirven de referente tangencial de la tragedia colectiva, aunque singular, vivida por esas otras mujeres para quienes el ajusticiamiento inquisitorial fue, paradójicamente, su única salida ante la aparente inminencia de la muerte misma: las brujas.

    Si bien es un estudio sobre el deseo de comer nada y sus circunstancias (motivaciones inconscientes, «víctimas», tratamiento religioso judeo-cristiano, médico, cultural, psicológico y demás), resulta que, en tanto fenómeno, es también un significante-analizador de las diferencias socioculturales en las vidas del hombre y la mujer que lo viven.

    No obstante, el feminismo -en su consideración reduccionista de que la anorexia es, por excelencia, una cualidad de género, donde se trata de convencer a los «machos» de la fortaleza física y espiritual de las mujeres para resistir las imposiciones- obtura la ventana que permite asomarse y vislumbrar mejor esta manifestación del deseo inconsciente marcado por la historia.

    Algo fundamental que es posible apreciar desde la primera lectura del texto es la búsqueda que la autora hace de las herramientas que le permiten pensar y entender aquello que, siendo tan humano y tan cercano, nos resulta tan ajeno e incomprensible, tan inefable: el hambre de símbolos. La autora aborda el tema por dos vías diferentes, si bien indudablemente complementarias. A partir de los registros escritos de las santas, cuyo paradigma es la carta que envía Catalina de Siena a su confesor, así como de la transmisión oral de las leyendas de místicas y brujas, emprende por un lado un análisis documental y por el otro un estudio con referente clínico -en esta ocasión desde la psiquiatría, a través de dos mujeres cuyo rechazo sistemático de los alimentos las hizo converger en un punto más allá del tiempo que las separó. He ahí dos historias iniciales: de La Salpetrière a Aluba. La autora misma señala el propósito de la revisión tanto de la historia como del caso cuando nos indica textualmente que se trata de «cuestionar los lugares comunes que insisten en considerar a la anorexia como ’una patología de fin de milenio’». Así, logra reconstruir la serie de circunstancias que antecedieron al hecho contemporáneo de la anorexia con el objeto de poder destacar el interrogatorio de «las marcas invisibles de una historia inmemorial que sin que [las anoréxicas] lo supieran, estaba escrita en sus cuerpos».

    Aquí valdría la pena detenernos un poco y preguntar a Silvia Fendrick una y otra vez para qué lo hace, no con el propósito de interrogarla sobre la utilidad de su trabajo sino con la intención de que nos transmita algo de las insospechadas consecuencias clínicas de haber trabajado esos testimonios dejados de lado por la historia oficial. La palabra de la mujer en el convento -y la misma autora permite pensarlo- sólo existe en tanto sujeta de Dios.

    Así, ¿cómo «darle voz» a esas mujeres para que narren frente a otro su historia, para que las escuche otro, para eventualmente construirse de otra forma, en condiciones de espacio-tiempo diferentes? ¿Cómo hacer para que sea aceptada la inexistencia de un significante universal de La Mujer, «necesario» para darle a la historia singular de cada una (tomada una por una) el lugar de soporte del discurso colectivo de lasmujeres? ¿Cómo evitar que sean llevadas al extremo de transgredir el límite, en la lógica del goce del cuerpo, aunque ello implique morir en vida? Silvia se preocupa por recordarnos la advertencia del psicoanálisis: «se trata de soportar el enigma que representan» (p. 141), en tanto que «no hay clones de Ella».

    De esta manera, las historias que nos ofrece la autora se convierten en testimonios de ese ser hambriento de símbolos que, en su lucha por la subjetivación, sólo puede enfrentase a la triple raíz lacaniana de la falta; de la mujer anoréxica, esa que habla, desde los tres de Lacan, de la nada: privación de alimentos en lo real del cuerpo, frustración en lo imaginario de la cultura que no logra con sus imágenes dar constancia del rasgo «esencial» de su ser femenino, y castración en lo simbólico de la intimidad subjetiva, donde se finca su posibilidad histérica, su posibilidad de hacer síntoma. Estas mujeres han denunciado a lo largo de la historia aquello que las ha llevado al lugar de portadores sanos de un significante, en un proceso en el que, de una forma u otra, el amor del padre hacia su hija-mujer (que al mirarla mirar la père version propia de ésta) es causante, en el sentido de que engendra los elementos de estructura necesarios para, en un segundo tiempo, reinstalar el «universo hipersexuado del mundo de la infancia» a través del síntoma anoréxico, que, a decir de la autora, se debe al afán de no correr el destino de una madre portadora en tal caso del enigma que re-presenta.

    Pero retornemos, en otro orden de ideas, a la estructura. Puede reconocerse que el libro proviene ―principalmente y en primer lugar― de un recorrido histórico de matiz foucaultiano al trabajar una arqueología de saberes sobre la anorexia. Así, deriva de manera importante de una correspondencia metodológica con Michel Foucault al historizar el país del «Nuncacomer» (con sus comillas muy bien puestas). Religión y cultura resaltan significativamente al tomar esta vía. En segundo término, de la crítica al saber médico, que en sus abordajes fisiológicos o psiquiátricos ―con dos fragmentos de historiales clínicos incluidos al inicio del texto― no logran tampoco decir el ser femenino. Por último, de una lectura psicoanalítica sintetizada en un epílogo que (¿será cuestión de gula?) continúa pareciéndome breve.

    Valga tal precisión contextual para entender cómo, a pesar de ser este libro un abordaje de las huellas invisibles de una historia inmemorial de la anorexia ―lo que la desbanca del estatuto de la moda―, la estrategia metodológica, mediante su dispositivo de análisis, distingue la singularidad de las (y eventualmente los) sujetos anoréxicos a los que intenta comprender en su conjunto.

    La bruja, por su parte, está representada -en ausencia― por los datos obtenidos de los expedientes de la Inquisición, con todo lo que ello implica en cuanto a la sustitución de su palabra por la palabra de los funcionarios del sistema inquisitorial. La Santa, en cambio, está encarnada en presencia por su palabra (hablada o escrita) con fragmentos de su vida recuperados a través de su narración. Pero detengámonos más en la estructura de la obra para ver la forma en la que la autora define su campo de análisis y construye sus estrategias metodológicas para obtener información e «intervenir» en el terreno.

    El texto se divide en siete capítulos antecedidos por una introducción y complementados por el epílogo de corte psicoanalítico al que ya me he referido, y que resulta muy pertinente a los efectos de un estudio serio de la anorexia.

    El primer capítulo, «Las poseídas de Morzine», establece una pregunta: ¿por qué, aunque la Iglesia convoque -en contradicción con su pasado inmediato donde los exorcismos eran la respuesta― al saber médico, éste no es capaz tampoco de responder por qué son las mujeres quienes expresan, fundamentalmente con el síntoma de la anorexia, la falta de elementos simbólicos para dar cuenta de las fallas o de las contradicciones?: «¿Por qué el diablo que todos quieren expulsar de la aldea, el diablo de las nuevas ideas que afectan las tradiciones, se apodera del cuerpo de las hijas?» (p. 19). Se trata de plasmar la idea de un ingreso a la modernidad que se extiende hasta nuestros días (a través de un diablo que no termina de ser exorcizado). Cabe destacar que como consecuencia de este pasaje el poder de la Iglesia queda seriamente cuestionado. El universo de poseídas que se conformó queda así constituido pordemonópatas, histerodemonópatas, histéricas y finalmente anoréxicas, según el contexto ideológico, religioso o médico-científico en que se inscribieran.

    En el segundo capítulo, «El saber sobre la mujer en el siglo XIX», la autora hace hablar a la psiquiatría de Briquet y del gran Charcot. En el manejo de archivos de esta naturaleza se nota en Fendrick no solamente la pericia de la investigadora experimentada, sino una chispa contagiosa, pues entre otras cosas afirma que el espíritu que habita a las histéricas de Briquet no es santo como él lo quiso, y «sin ninguna duda prefiere a las mujeres de raza blanca» (en virtud del atributo de la blancura de la piel femenina como un argumento del psiquiatra para explicar la razón corporal del gusto del espíritu al preferir mujeres). Así, tendríamos no sólo un diablo racista, sino puras santas güeras. De la lectura de los dos autores mencionados, Silvia organiza un anexo al Petit Robert seleccionando y clasificando algunos de los usos figurados del término histeria en su uso corriente. Como resultado de todo ello, en las páginas 34 y 35 aparece un listado en el que se puede observar la preponderancia del género femenino y el desconocimiento de las bases neurológicas establecidas por la psiquiatría. Más que a un concepto, nos enfrenta aquí a una serie de construcciones en las que, de manera definitoria, interviene el dispositivo imaginario que incluye miradas, escenas, simulación, exageraciones y demás, pero que está en direc-ta relación con un sujeto producido por la institución psiquiátrica, dejando de lado ―aunque sin anularlo totalmente gracias al recurso ya superado de la hipnosis― el sentido del discurso de ese sujeto que hasta el momento de convertirse en anoréxico se encontraba, valga la expresión, al interior del ámbito de otras prácticas institucionales relativamente independientes de las instituidas por las nuevas formas de abordaje de la histeria, originadas en esta psiquiatría que, con Charcot, liberaba a la misma de su origen etimológicogriego y, por consiguiente, de los tratamientos que se aplicaban, en gran parte, por ese origen. Esto, por otro lado, da fe nuevamente de que el síntoma anoréxico de santas, poseídas o modernas resulta, como la autora lo supone, de una trama discursiva que podría tener un sentido muy distinto si estas mujeres narraran su acto de comer nada ante un otro que no sea un empleado de la institución psiquiátrica o religiosa y mediante un dispositivo distinto del utilizado por estos funcionarios que interrogan sometiendo, a la usanza de cualquier sistema judicial que forcluye siempre la escucha de la verdad del síntoma.

    Una conclusión de la autora al final de dicho capítulo refleja de manera precisa el estupor frente a lo supuestamente conclusivo de los enunciados asentados en la historia oficial y que aparece como un leitmotiv del texto: «Aun los más anticlericales y ateos reconocerán finalmente que, si bien la Iglesia ha cometido imperdonables crímenes, también, sin ninguna duda, aunque se niegue a reconocerlo, ha sido engañada por las histéricas. Sobre todo por las santas» (p. 47). Esta cita produce una doble sensación: por un lado, que lo que faltaba ya está cubierto por el texto procedente de la mano de la doctora Fendrick, o bien que podría ser el motivo para continuar el estudio hasta el punto de explicitar la trascendencia clínica hacia donde nos encamina como «especialistas» de la subjetividad. Para sostener esta sensación-petición, recurro a un Foucault que, escribiendo en el contexto de la criminalidad sobre el caso de Pierre Rivière, considera que «no habría discurso científico capaz de añadir o recubrir lo ya dicho por el testimonio del parricida». Cabe recordar que lo que Foucault hace con el testimonio de Pierre Rivière, en relación con los demás discursos, es parte del trabajo de un Foucault que persigue otros propósitos [2]. En igual forma que como lo ha hecho Silvia Fendrick con santas, poseídas y anoréxicas, la palabra del criminal de Foucault es obtenida a través de un arduo trabajo de archivo histórico. No es posible escucharla (lo cual no tiene importancia para los efectos de su trabajo). Circunstancialmente, en cambio, la de algunas santas anoréxicas de Fendrick viene del expediente de vitas, que aunque tal vez equivale al archivo histórico, no es tampoco la única fuente utilizada para arribar al testimonio de la vida de tales mujeres.

    En los «Pactos de la Iglesia», que es el capítulo tercero, Fendrick insiste en la profunda perturbación que sufre la Iglesia por la facultad de las santas de vivir sin alimentos. Recurre al saber del MalleusMaleficarum, donde se confirma su idea de continuidad entre santa y poseída, pues, a su decir, la equivalencia entre mujer y bruja en ese texto es una constante. Termina con algunas conclusiones que son resultado del análisis anterior. Destaca la característica del Demonio como único Amo al que Dios le dio el poder de provocarlo. Así, el falo del Demonio sólo pertenecería a Dios. El capítulo es interesante y extenso.

    Los motivos de Catalina de Siena, en el capítulo cuarto, son explicados básicamente a partir de que el ayuno anoréxico, como rasgo de las santas, era la reivindicación de la autonomía y rebeldía a acatar tanto las opiniones terrenales como las de la propia Iglesia en materia de alimentación: «…autonomía y rebeldía a las que se sumaban los profundos estados de éxtasis erótico que alcanzaban mediante las visiones en las que se alimentaban con la carne y el cuerpo de Cristo». Santa Clara de Asís, Hadewijch, Benvenuta Bojani y Colomba de Riete compartían la característica voluptuosa del desenfreno sexual.

    El capítulo cinco da fe del engaño a través del saber médico. Ann Moore, Sarah Jacob y Mollie Fancherpermiten de manera paradigmática ratificar la conexión entre anorexia, histeria y adolescencia femenina, donde las fasting girls terminaron denunciando tanto su horario como su condición predilecta para ingerir alimentos: por la noche y a escondidas. En muchos de los casos, los testimonios orales, además de conmovernos, nos convocan para jugarnos como «especialistas» ante lo angustiante del acto de las anoréxicas, e intentar explicaciones de las causas de esta sinrazón. Paradójicamente, como sujetos «especialistas de la subjetividad», en el juego imaginario de la cultura siempre estaremos convocados no solamente a hacer decir, sino a decir, decir para obturar rápidamente con respuestas y más respuestas lo que hace agua por todos lados; para comprender, aun cuando siempre haya algo imposible de ser dicho (como los científicos en el caso de Pierre Rivière).

    En el sexto capítulo, «La mujer fatal y la atracción del abismo», se establece otra hipótesis importante. Cito in extenso el párrafo final de la página 122: «No estamos lejos de pensar que los ideales del romanticismo hechos trizas, pero huellas significantes al fin -fracaso del padre, madre omnipotente, hombres consumidos en la búsqueda del ideal, mujeres etéreas hambrientas de símbolos que no las consuman-, constituyen la trama discursiva inconsciente en la que se sostienen los síntomas anoréxicos de nuestro tiempo. Trama discursiva que hereda a su vez una ’esencia’ de lo femenino que ni Dios ni el Diablo lograron capturar». Sin duda es una hipótesis comparable por su trascendencia a la que establece la función de la mirada del padre como caldo de cultivo para el surgimiento del síntoma anoréxico.

    El capítulo siete, «El estado de las cosas», es trabajado de otra forma. Se trata de una evaluación de las explicaciones. Para tal caso queda ubicado un núcleo trazado por la siguiente secuencia: enfoque cultural→enfoque psicológico→bi-enfoque cultural/psicológico. Respuestas, respuestas, respuestas, va a decirnos la autora; respuestas con suficiente fuerza lógica e ideológica para alimentar a quien quiera in-formarse. En todos los casos se puede observar la bulimia metafórica de la abundancia de criterios, donde cierto menú psicoanalítico es tan generador de confusión como el mismísimo conductismo actual, que retorna, en su pretendida modernidad, a los métodos de la psiquiatría del siglo pasado.

    Por último está el epílogo. Mi propuesta, a partir de las consideraciones hechas hasta aquí, es que el lector lea con detenimiento este capítulo, que es, al final de cuentas, el que le da sentido al libro, y que lo relacione con el texto en su conjunto. Se trata, como ya quedó asentado, de leer la palabra de la mujer anoréxica rescatada de la simple moda gracias a la intervención de un trabajo formal como el que nos presenta Silvia Fendrick. Palabra dicha que apunta, como lo hemos visto, a planos muy diversos, entre los que -a riesgo de caer en reiteraciones- deben destacarse, a saber:

    1. a) el del testimonio de la mitificación de La mujer, con el objeto de desmontar clínicamente una imposibilidad, donde la construcción de la subjetividad singular implique a la Una y no a la Ella como clon;
    2. b) el del sujeto femenino que se construye contando la historia de sí, en tanto yo alienado en un Otro habitado por la falta, desde el interior mismo de su síntoma. Es éste un ejercicio en el cual se intenta recuperar algo de la memoria y del sentido de sus actos, de su dolor, de su responsabilidad y de la imposibilidad de haber sido otra persona bajo las circunstancias en las que parece que no hubo otra opción que haber sido lo que las instituciones le dicen que es, y
    3. c) el de la historia particular, que junto con otras conforma esa suerte de historia paradigmática de la mujer anoréxica, cuya voz intenta hacerse oír más allá de los discursos que la deshistorizan y atribuyen la explicación de su síntoma a determinantes místicos o cientificistas que la etiquetan, estigmatizan y, consecuentemente, la anulan.

    Leer el trabajo desde esta mirada -tomado la investigación histórica en su dimensión de intervención a través de las herramientas metodológicas que potencian la luz de la lectura psicoanalítica- nos coloca como escuchas de una polifonía de voces de mujeres anoréxicas. A la manera de un Foucault, por lo tanto, no podemos dejar de pensar en otras exclusiones. Nuevos viajes a geografías fantásticas que prometan develar, siempre fracasando, la esencia del ser femenino.

    El sentido con el que Silvia Inés Fendrick orienta su análisis y ofrece la escritura de este libro nos permite poner los acentos en otros lugares antes relegados. Queda pendiente, como ya lo he dicho, compartir las consecuencias clínicas de quien hace hablar en el libro a estos sujetos-mujeres olvidadas por la sociedad y, desde hace varios siglos, condenadas al síntoma anoréxico. La invitación es a que hagamos nuestra lectura en diálogo con el texto de la autora y que pensemos en otros sujetos igualmente excluidos, frágiles y conminados al olvido por la masificación mediática. Son varios los grupos de sujetos que, silenciosos e desguarnecidos, habitan el mundo sin poder tomar la palabra, y que eventualmente emergen cuando las redes de los defensores de los derechos humanos y/o de otros grupos igualmente solidarios literalmente los «pescan» para convertirlos en sujetos de derecho y, de esta manera, se atrevan a hablar. De otra forma, desde muy lejos escucharemos apenas sus reclamos, y cuando éstos suenan fuerte y se tiñen de sangre o de vómito, son recuperados por las múltiples estrategias periodísticas, no siempre con inspiración ética (esas que imponen la moda de que se acusen a sí mismas), llegando inclusive a constituirse en hechos que sólo sirven para alimentar, a través de la construcción de la nota roja, los bolsillos de los dueños de los medios.

    Con trabajos como el de Silvia Fendrick, sin embargo, queda la esperanza de que las reflexiones teóricas no se queden en los gabinetes de los investigadores, ya que a través de referentes críticos -como los que ella ha utilizado- se puede articular la teoría con la experiencia y fundamentar la intervención en aquellos espacios que hasta ahora se han mantenido refractarios a esta clase de dispositivos. Se trata, por lo pronto, de diseminar el fundamento psicoanalítico en la clínica de la anorexia.

    [1] Pierre Rivière es el caso paradigmático de un personaje extraordinario a través del cual Foucault muestra los límites de aprehensibilidad de los discursos científicos de la época, a los que siempre se les escapa una zona oscura de un sujeto que está fuera de toda explicación posible, zona oscura que prefiero llamar «inconsciente»

  • La odisea es un asedio

    La odisea es un asedio

    De la epistemología de la subjetividad a la ética de la diferencia

     Walter Beller Taboada

    Al titular esta presentación elegí el anagrama «La odisea es un asedio» para subrayar la incongruencia de que el psicoanálisis sea un logro de la cultura contemporánea y al mismo tiempo se le rebata su especificidad como teoría y práctica científicas. Nuestro campo forma parte de la cultura, de la misma manera como ocurre con las innovaciones artísticas; o como sucede con los teoremas de Gödel, la lógica difusa, la teoría del caos y las estructuras disipativas de Prigogine; o como los estallidos de los movimientos contestatarios y las luchas de los excluidos. Sean científicos, artísticos o sociales, hay productos culturales que resultan inasimilables por la cultura. La situación del psicoanálisis es todavía más radical pues busca decirle al ser humano la verdad de su deseo; y eso lo perturba, lo irrita, lo desasosiega. Freud le dio nombre a tales objeciones en 1924: son las resistencias contra el psicoanálisis. Por supuesto, provienen de temas cardinales como la sexualidad y la muerte; pero también son resistencias en la palabra y a la palabra. Es inevitable: no hay ni puede haber psicoanálisis sin resistencias.

    En el «Discurso de Roma» Lacan restituye y amplía el lugar de la palabra, al tiempo que desenmascara los intentos de disminuir las posibilidades del lenguaje y eclipsar el poder simbólico de la palabra. ¿De qué palabra se trata? De aquella que se dispersa y se nos escapa, que es plena, aunque fragmentaria, pero no vacía; la que elude la domesticación y libera sus elementos indóciles y salvajes; la que rehuye su traducción en términos exactos y cuantificables; la que habla en el silencio; la que al mentir expresa la verdad; la que se abre en la dimensión significante; en suma, la palabra subjetivizada. El psicoanálisis no toma a la palabra como información ni como comunicación, sino sólo en su relación con otras palabras, en su relación con el lenguaje y con el núcleo más entrañable e íntimo del hablante. Por eso, la oposición al psicoanálisis es, a la vez, la destitución de la palabra.

    No se trata solamente de un asunto de teoría de la ciencia, pues la degradación de la palabra es una cuestión ética. El psicoanálisis anticipó lo que ha dando en llamarse la tercera revolución en ética, basada en el giro hacia lo lingüístico, después de que la ética estuvo centrada, primero en el ser, a la manera platónica o aristotélica, y después en la conciencia, a la manera kantiana. La verdad es el núcleo de la ética y para el psicoanálisis no hay presencia de la verdad sino en y por la palabra. La verdad, la palabra y el deseo resultan inseparables. Por el contrario, la tradición del «análisis lógico del lenguaje», de raigambre positivista, redujo las posibilidades de la palabra a una visión cientificista que ahoga y reprime al deseo, mediante la misma operación con la que forcluye al sujeto. Y puesto que esas interpretaciones anidan en el lecho protector del poder, la reprobación y desautorización del psicoanálisis se convierten en una cuestión política.

    El objeto de la objetividad y el sujeto de la subjetividad

    Para contradecir la odisea del psicoanálisis se suele contraponerle el criterio epistemológico de la objetividad. Con diferentes variantes, el argumento se reduce a lo siguiente: las ciencias elaboran un conocimiento objetivo, y puesto que el psicoanálisis no ofrece pruebas objetivas, no existe fundamento para considerarlo dentro del conjunto de las ciencias.

    Se mantiene todavía hoy la versión de que la ciencia (así, en singular) conforma explicaciones objetivas, para lo cual hay que suponer que la realidad antecede al conocimiento y existe con independencia del sujeto que la conoce. Todos los materialistas, entre ellos Lenin, desplegaron un sinnúmero de argumentos para intentar «demostrar» la existencia objetiva, independiente de todo sujeto. Quien no acepta la tesis de la objetividad termina condenado como «solipsista». El solipsismo consiste en no creer más que en la propia existencia: considerar que uno mismo (ipse) es lo único (solus) que existe. Por supuesto, calificar a alguno de esa manera no implica refutar el solipsismo. En realidad, el solipsismo no tiene defensores; sólo adversarios.

    Según versiones aún dominantes en muchos terrenos, el conocimiento no depende de las sensaciones, ni de la conciencia, del pensamiento o las pasiones, la voluntad o la imaginación de los sujetos. Una explicación será científica en la medida en que se refiera a procesos que existen objetivamente. Asimismo, se impone la exigencia de que el conocimiento pueda ser confirmado en cualquier momento y por parte de cualquier sujeto. La comprobación opera mediante la observación (controlada) y la experimentación (planeada).

    Desde esa perspectiva, el psicoanálisis postula como objeto privilegiado el inconciente, pero no da pruebas objetivas de su existencia, pues no puede ser corroborado por la observación y mucho menos por la experimentación. Tal argumento parece apoyarse en la idea de que todo conocimiento se refiere a entidades que son de algún modo observables y verificables o falsables; pero esto ha sido desmentido una y otra vez por las corrientes críticas del empirismo lógico, las cuales demuestran que cada teoría crea sus propios observables y establece sus específicos criterios de confirmabilidad.

    En el caso del psicoanálisis, no puede haber experimentación porque la emergencia del inconciente no puede ser decretada. Sabemos del inconciente por sus efectos: por el retorno de lo reprimido, por las formaciones de lo inconciente. Lo cual no es muy distinto a lo que ocurre con otros conceptos consagrados por el discurso científico, como sería el caso de la noción de estructura; no hay percepción u observable que den cuenta de ninguna estructura. La objetividad de los objetos es una noción crítica en la ciencia.

    Freud demostró que en el análisis el objeto está irremediablemente perdido y, por consiguiente, no hay identidad de percepción. El sujeto es hijo del fracaso ante la percepción, ya que carece de unidad en el perceptum. Y por eso tiende a la alucinación. Sin la corrección de la ley de castración, sin la aceptación del fracaso de la identidad de percepción, el sujeto quedaría devorado en su alucinación.

    Por su parte, las ciencias duras y las formales no quieren saber nada del sujeto, de modo que el conocimiento sería un proceso sin sujeto. Al contrario, el psicoanálisis reivindica una teoría del sujeto que no es subjetivista. En términos generales, se puede asentar que el subjetivismo es una doctrina epistemológica según la cual toda certeza y toda verdad dependen en última instancia de los criterios, percepciones o estados sensoriales del sujeto que conoce, ya sea en forma individual o colectiva. La teoría de la subjetividad en el psicoanálisis no es subjetivista porque, como lo mostró Lacan, el sujeto es sujeto del inconciente, de modo que constituye un lugar excéntrico, una alteridad respecto al yo oficial. Este sujeto no es una sustancia, sino una pulsación que se abre y se cierra a la aprehensión por la conciencia. Siendo ajeno a sí mismo, el sujeto carece de identidad, de permanencia, y se presenta escindido por la acción del significante. Se desvanece por la ausencia de un significante que lo represente en el universo simbólico.

    Asimismo, el psicoanálisis abandona la dicotomía sujeto-objeto, tan para ciertas posiciones epistemológicas. El algoritmo de la fórmula del fantasma no deja lugar a dudas: el sujeto del inconciente se encuentra dividido y se muestra vacilante ante su propia desaparición, pero se sostiene en un objeto, el objeto a, que pasa a ser la causa de la división del sujeto y también la causa de su deseo. El sujeto no tiene una realidad al margen del fantasma; él mismo está atrapado, capturado, tomado por la propia referencia al fantasma. No le pertenece al sujeto, sino que el sujeto pertenece al fantasma. El objeto no se enfrenta a nadie porque está perdido y sólo tiene cabida en el fantasma bajo la forma de múltiples sustituciones. La fórmula del fantasma liquida cualquier parentesco con las clásicas duplas epistemológicas.

    El psicoanálisis constituye, pues, la teorización de la subjetividad inconciente que nada tiene que ver con el subjetivismo ni con el solipsismo, ni mucho menos con el egocentrismo, el fenemenalismo o con el perspectivismo. Tampoco es una forma larvada de humanismo. Escapa a los moldes canónicos de la ciencia sin renunciar a la ciencia. Es una teoría y una práctica, y en ambas dimensiones encara resistencias.

    Queda todavía otra avenida para el psicoanálisis: admitirlo como una técnica, como una terapéutica más. En tal caso su rendimiento tendría que medirse en términos de utilidad, pero el psicoanálisis no puede mostrar que sus procedimientos sean más eficaces que otros. Peor aún: el psicoanálisis cuestiona el concepto de salud-enfermedad, propio del campo médico. Es más, la experiencia analítica constituye un largo trayecto que culmina en algo distinto a la concepción médica de la salud. La cura analítica se sitúa en el ámbito de la resignificación, en el sujeto, de su historia y destino.

    Lacan ha dicho que «el psicoanálisis es una terapéutica que no es como las demás»; afirmación que supone definir algo por lo que ese algo no es; el añejo problema de las definiciones negativas. Sin embargo, el psicoanálisis se determina por no ser como las demás terapéuticas porque éstas son terapéuticas y aquél es una terapéutica cuyo rasgo más destacado -en lo que se diferencia de las otras- es que no es una terapéutica. O dicho según los cánones de la lógica tradicional: no hay un género próximo entre las terapéuticas y el psicoanálisis; lo que hay es pura diferencia. De modo que el psicoanálisis debe su efecto profundamente terapéutico a la paradoja de sostener a ultranza su aspecto no terapéutico. Por eso no se puede tener la expectativa de esperar de un análisis la salud o la normalidad, sino que hay que esperar que afecte el destino, que convierta las «miserias humanas» en algo distinto de lo que hubieran sino de no haber transitado por el análisis. El camino del análisis es la aventura azarosa del deseo inconciente, sin otra promesa que la aventura misma.

    El psicoanálisis ante el reduccionismo

    Dígase lo que se diga, el psicoanálisis es hijo de la ciencia. La revolución científica iniciada con Galileo fue creando paulatinamente el clima cultural que desembocó en una nueva manera de interpretar los fenómenos naturales y sociales. Sin duda, el positivismo de Comte fue el portador más importante de esa nueva forma de interpretar el universo. Como puntualizó O. Mannoni, el psicoanálisis de Freud y el positivismo de Comte responden al mismo momento cultural. Para ese entonces la ciencia parecía haber triunfado definitivamente sobre la superchería y el oscurantismo. Ese es el programa de la Ilustración, de Bacon, y también de Freud: saber en lugar de ignorancia, ciencia en lugar de creencias supersticiosas.

    Característico de tales creencias es que otorgan sentido a lo que no lo tiene: un gato negro, un eclipse o un sueño. Por el contrario, el psicoanálisis las asimila en el marco de un proceso causal y establece que los sueños, como los síntomas, vienen a configurar índices o efectos. Al buscar explicaciones causales de la misma manera que lo hacen las ciencias, transforma la superstición en objeto de saber y no de culto. Mientras que la superstición concede sentido a lo que no lo tiene, el psicoanálisis refiere el sentido a otra cosa y al hacerlo va disolviendo el sentido.

    El psicoanálisis desaprueba la sugestión porque, como cualquier otra práctica mágica, puede inducir en el sujeto significaciones que le son ajenas. El método de la asociación libre supone que no hay un código para la interpretación simbólica, ni tampoco un sentido oculto y dado que hay que revelar. Las significaciones que busca la práctica analítica no se dirigen al referente ni al significado, sino que permanecen en la exterioridad de la cadena significante del discurso. De esta manera, lo que se produce son efectos de sentido, algo muy distinto a pretender un acceso al sentido. El análisis se sitúa en el polo opuesto de la certeza cartesiana que declaraba que lo mejor repartido entre los hombres es el buen sentido. Demuestra, por el contrario, que el único sentido es el sinsentido, puesto que hablar del sentido presupone identidades fijas, mientras que la experiencia analítica se enfrenta permanentemente con la división, la fragmentación y la multiplicidad subjetivas. Cuando hablamos de creación de sentido nos referimos a esa aventura que se abre a una pluralidad de sentidos que tiene insospechadas repercusiones y jamás unifican al sujeto.

    Uno de los hallazgos de Freud es que no hay sentido del sentido. Desde luego, esto no deja perturbar al ser humano. El sinsentido emerge en las formaciones inconcientes y es a partir de ellas que aparece algún sentido como un efecto, de la misma manera en que se habla de efecto óptico, sonoro o lingüístico. No hay sentido primero ni último porque siempre hay algo que permanecerá ajeno, extraño, inaccesible, inescrutable. Si esta afirmación es verdadera, va en contra de toda aspiración humanística.

    Las ciencias no revelan el sentido último de las cosas y de la vida; el psicoanálisis tampoco. Las religiones y algunas filosofías se echan a cuestas semejante empresa. En 1937, en una misiva a Marie Bonaparte, Freud acotaba de manera taxativa: «La existencia humana no tiene sentido. Cuando alguien se pregunta acerca del sentido, es que está enfermo». Su conclusión es científica aunque no quede comprendida por ciertos modelos de ciencia.

    Con el positivismo, de vocación estatolátrica, la ciencia fue adquiriendo un cuerpo institucional, académico, universitario, al amparo del poder económico y político. Asimismo, la clasificación comteana de las ciencias se utilizó para ordenar las facultades universitarias. Desde el punto de vista positivista, el psicoanálisis selló su destino: nunca sería incorporado como conocimiento científico. La psicología fue incluida posteriormente por John Stuart Mill dentro del corpus de las ciencias. Pero nada más. Esta situación le quedó muy clara a Freud cuando se interrogaba, en 1919, si el psicoanálisis podía o no enseñarse en la Universidad.

    No obstante, sólo sobre el terreno cultural abonado por la ciencia podría haber surgido el psicoanálisis.

    Por supuesto, el positivismo no es la ciencia. Sin embargo, en la época de Freud parecía que tal equiparación era concebible. El propio Freud había firmado, con otros, en 1911, un manifiesto que proclamaba la creación de una sociedad en la que se desarrollaría y difundiría la filosofía positivista. Entre los firmantes se encuentran los nombres de E. Mach, D. Hilbert y A. Einstein. Desde luego, ese manifiesto revelaba la importancia que se concedía al positivismo como filosofía promotora de la ciencia, pero nada más.

    Como quiera que sea, el positivismo, primero el de Comte y luego el de Carnap, incorporó el reduccionismo como tesis central de la filosofía de la ciencia. En el primer caso, el reduccionismo lleva a considerar que las ciencias no son más que física; es por ello que Comte concebía a la sociología como «física social». En el segundo caso, el reduccionismo se transformó en un programa titulado «fisicalismo», postulando que una teoría se reduce a otra cuando una es traducida al el lenguaje de la otra; o cuando las leyes de un dominio se reducen otro dominio más fundamental. El programa fisicalista implicaba que las leyes psicológicas se reducen a las leyes de la biología, que a su vez se reducen a la química, que a su vez se reducen a la física.

    Cuando Freud sostuvo que no había más que dos ciencias, a saber, la ciencia de la naturaleza y el psicoanálisis, estaba en realidad defendiendo una posición antireduccionista que contravenía al positivismo de su época e incluso al de la época posterior. El inconciente freudiano es, por derecho propio, un concepto irreductible, de la misma manera que es un objeto indubitablemente nuevo en la epistemología y una constante referencia en la cultura contemporánea.

    El concepto de aparato psíquico que Freud construye piensa un dispositivo autónomo y singular. No es un concepto físico, biológico, ni tampoco psicológico o social. Es un concepto no-reductible. En todo caso, los vínculos del aparato psíquico se establecen con la cultura, entendida, justamente, en oposición a la natura; como una dimensión propia, edificada en y por el lenguaje. No se trata de la cultura objetiva o de la cultura subjetiva, sino de la investigación fundamentada en el malestar en la cultura; del malestar inescapable que se origina por la esfera del lenguaje, ámbito donde el hombre no es dueño de su propia casa.

    El antirreduccionismo freudiano, que es una forma de antipositivismo, alcanza su mejor expresión con la enseñanza de Lacan. Su teoría del significante recoge los logros más importantes de la lingüística estructural, pero colocados en otro orden de funcionamiento. En Radiofonía, Lacan señala: «el inconsciente es la condición de la lingüística». De esta manera, propone una teoría de la subjetividad dependiente del orden significante, que es el lugar donde se juegan la verdad y el saber.

    Como lo había advertido Freud, el sujeto preferiría no saber, preferiría ignorar la verdad; preferiría no saber nada de lo que es, en la vida humana, el desgarro, el desamparo, la falta de objeto que constituye su relación con el mundo como consecuencia de la subordinación del sujeto al lenguaje. La resistencia al psicoanálisis significa que el sujeto antepone la ignorancia, el no saber, optando por el horror y la ferocidad pero pensando que horror y ferocidad son momentos transitorios, «malos momentos», circunstancias que a «cualquiera le puede pasar», salvaguardando así la imagen del humano como un ser esencialmente benevolente y amable.

    Con la pulsión de muerte, descubierta por Freud, es imposible mantener la hipótesis o la creencia optimista del hombre como un ser naturalmente inclinado hacia el bien y la bondad. La pulsión de muerte implica que el ser humano tiene una disposición estructural para la ferocidad y el horror. Estructural quiere decir aquí que no es contingente, que no es consecuencia de determinadas condiciones sociales, familiares o somáticas. Asimismo, Lacan demostró que la pulsión de muerte freudiana es un efecto fundamental de la subordinación del sujeto al lenguaje. Afirmación que deja de lado por completo otras determinaciones, ya sean biológicas, psicológicas o mentales. Por el lenguaje el ser humano se separó de la naturaleza, y al distanciarse de ella se alejó de la causalidad natural. El orden significante impone otro tipo de relaciones causales que ya no son naturales. La lógica de la pulsión de muerte se impone sobre lo que hay o habría de naturaleza en el hombre.

    Dada la subordinación del sujeto al lenguaje, el principio de objetividad científica pierde sustento: no puede probarse, pues cuando yo digo que hay un objeto que es del todo independiente de mí o de cualquier otra persona, tal objeto depende de mí o de cualquier otro que por lo menos lo nombra, y si lo nombra ya no es por completo independiente de algún sujeto.

    Lacan sitúa la pérdida del objeto como inexorable resultado del lenguaje. En efecto, al hablar perdemos el objeto: las palabras no son las cosas, ni las cosas las palabras. Otra manera de expresarlo es definir que lo real previo al lenguaje está irremediablemente perdido para el sujeto. Antes del lenguaje, un árbol sería naturaleza pura, como lo es para el perro que lo orina, o para el pájaro que anida en sus ramas, o para la tormenta que lo arrasa y lo despega de la tierra. Pero ni el perro, ni el pájaro ni la tormenta saben nada del árbol. La existencia objetiva sin sujeto sería la cosa en-sí de Kant. En cambio, nosotros, sujetos parlantes, sujetos del lenguaje, podemos saber muchas cosas sobre el árbol, pero no podemos tener ninguna idea de él como puro real; nada podemos saber fuera del lenguaje; nada podemos saber que no esté contaminado por el lenguaje. Acceder al lenguaje implica perder la cosa. La palabra mata la cosa, decía Hegel y lo repetía Lacan.

    La regla de la objetividad no es del todo incorrecta. Es evidente que existieron árboles antes del lenguaje. No se trata aquí de revivir el infructuoso solipsismo. Pero el punto de vista de la regla de objetividad es extremadamente limitado e insuficiente de cara a la relación entre lenguaje y realidad. Con Lacan sabemos que el lenguaje no sólo sirve para nominar objetos, sino que introduce la diferencia en el mundo. No únicamente la diferencia entre esto y aquello, sino la diferencia como tal, la diferencia propiamente dicha.

     Diferencia y ética de la diferencia

    Saussure demostró que en la lengua no hay más que diferencias; Levy-Strauss comprobó que desde las organizaciones elementales de parentesco hasta la estructura de los mitos, todos son efecto del pensamiento de la diferencia, y Lacan estableció que lo inconciente se encuentra regido por el significante y significante es diferencia. Hablar de diferencia significante implica un problema porque de ella no puede haber una representación mental o imaginaria. Supone introducir -otra vez- una definición de lo que algo no es, o que sólo es por la ausencia ante la presencia. Hegel mencionaba la negatividad para establecer diferencias. El psicoanálisis las piensa con categorías tales como falta o castración, que no corresponden al registro imaginario sino que se inscriben en el orden simbólico. La diferencia entraña un problema lógico y un tema de profundo interés ético.

    Desde el punto de vista lógico-formal, se impugna la diferencia significante porque tarde o temprano conduce a paradojas, y las paradojas son anomalías inaceptables para los modelos clásicos de ciencia. El neopositivismo, como el primer Wittgenstein, admite que la lógica se inspira en el lenguaje común, siempre y cuando sea depurado y esclarecido con el fin de evitar las paradojas que inevitablemente surgen por su uso. Para eso se deben expulsar el equívoco, la ambigüedad, la homonimia y la indeterminación, privilegiando en cambio la identidad y la univocidad. Semejante expurgación trae como consecuencia una escritura que resulta útil para los cálculos formales o para la informática, pero que no puede ser hablada. Hablar es producir equívocos, ambigüedades, homonimias, homofonías. Cuando se habla se engendran cadenas significantes que implican necesariamente malentendidos. Por el contrario, la escritura implica hacer letra de lo que se dice, evitando así el malentendido. Cuando se construye una semántica se atiende al significado y no al significante, buscando prescindir o reducir el equívoco.

    Decir y leer no son lo mismo. El decir se ubica en el nivel significante, mientras que el leer permite que haya significado, trasponiendo la barra que opone el significante al significado. El Amo, sea lingüista o lógico, desconoce la especificidad del significante y cree que es posible subyugarse a la lectura unívoca. Pero suponer un significado único para cualquier significante hace que el primero se convierta en letra muerta. El discurso del psicoanálisis no se encuentra en la misma posición del Amo, pues el analista escucha a partir de la letra y genera diversas lecturas de lo que el analizante dice. En la experiencia analítica predomina el significante. El lapsus, como el chiste o el albur, no pueden ser leídos por el Amo ya que éste se mantiene en la univocidad del lenguaje. En cambio, el analista hace infinidad de lecturas y de puntuaciones porque se basa en el significante, que es ambiguo, inconsistente, difuso. Cuando el analista lee, metaforiza y entonces traspone la barra en la producción de un sentido. De manera que su lectura corresponde a la escucha del significante. Esta lectura no supone la revelación de un sentido oculto, sino la producción de sentido a partir de una cadena que es inaprensible como tal, porque el lenguaje es diferencia y heterogeneidad. En psicoanálisis, hacer letra es explorar el malentendido en lugar de intentar domesticarlo. La letra que se lee es efecto y causa de la diferencia. Por el contrario, la lectura única esclerotiza la diferencia.

    Ahora bien, desde el punto de vista ético, la diferencia se opone a la uniformidad y la homogeneidad en la que se quiere encajonar a los seres humanos. Todo concepto de normalidad concierne a una idea de conformidad con la uniformidad. El psicoanálisis muestra que una de las raíces de ello es la sistemática y neurótica oposición a la diferencia sexual, que no se refiere a las preferencias sexuales, sino a la diferencia entre lo masculino y lo femenino. La dicotomía fálico/castrado, que atormenta el fantasma del neurótico, que es diferencia de la que no se quiere saber.

    De un tiempo para acá, es usual que se distinga lo masculino de lo femenino en tanto que género. La tan traída y llevada visión de género constituye un avance porque abandona el criterio de lo anatómico. Las diferencias no se dan por natura sino por cultura. Se desechan así los términos de macho/hembra, renunciado a la distinción biológica. Es cierto: el machihembreo es natura, no cultura. Sin embargo, con Lacan la diferencia masculino/femenino no se basa en la cultura sino en la lógica; lo cual no deja de ser sorprendente. Pero la sorpresa se diluye cuando se constata que las oposiciones del «enfoque de género» se refieren a diferencias culturales, sociales, jurídicas o históricas. En cualquier caso, se trata de diferencias contingentes y como tales con posibilidad de desvanecerse o eliminarse. Por ejemplo, el derecho al voto (que tanto les costó conseguir a las mujeres) eliminó las diferencias: porque ahora el voto de una mujer vale lo mismo que el de un hombre.

    Es por eso que Lacan recurre a la lógica para establecer las diferencias entre lo masculino y lo femenino. Pero la lógica en la que se apoyan las fórmulas de la sexuación no se ajusta a los lineamientos de la lógica clásica, ni tampoco a los de las lógicas no-clásicas (aunque tenga algunas similitudes con estas últimas). Para empezar, es una lógica que postula el No todo, consistente con la aseveración de que en una cadena significante siempre hay uno significante de más y uno de menos. Es consistente con la noción de falta en psicoanálisis. Por otra parte, las fórmulas de la sexuación, que emplean los cuantificadores clásicos, se fundamentan en cuantificador particular o existencial, cosa que contraviene los presupuestos lógicos basados en la universalidad. En suma, la lógica del significante que desarrolló Lacan es una forma transgresiva de usar la lógica ordinaria. Y es que con ella defiende el axioma de que No hay relación sexual, con lo cual Lacan constata la imposibilidad de escribir la relación de cada sexo con el otro. La fórmula No hay relación sexual significa que no la hay para el sujeto parlante, para el sujeto capturado y habitado por el lenguaje. Lo cual reafirma la distancia, la diferencia estructural que se le presenta al sujeto en su vinculación con el lenguaje.

    Todos estos desarrollos parecen concordar con la ética de la diferencia, tendencia reciente entre las teorías éticas que se opone a las disposiciones homogeneizadoras y afirma las diferencias (entre ellas masculino/femenino). Por lo expuesto, se podría pensar que el psicoanálisis se adheriría a la corriente de la ética de la diferencia. Pero no es así. Esa corriente permanece en los límites del universalismo, tratando de encontrar pautas éticas que concilien la diferencia con la igualdad, que mantengan las particularidades dentro de la universalidad ética. Inclusive, la ética de mínimos -referida a aquellos contenidos éticos que todos deberíamos aceptar, más allá de las diferencias- se fundamenta en patrones de justicia que se proponen como universalmente exigibles. La historia reciente de los derechos humanos comprende un primer momento en el que se apuesta por una universalidad -abstracta, como dijera Hegel- concurrente con el principio de la igualdad formal, hasta derivar en un momento posterior en el cual se reconoce el derecho a la diferencia, como una de las prerrogativas de la tercera generación de derechos humanos.

    Admitir y asumir la diferencia como un componente de la ética es importante. La lucha del psicoanálisis contra el reduccionismo positivista y contra la hegemonía del discurso del Amo, parece dotar de argumentos a favor de la ética de la diferencia. Pero de nuevo encontramos otros obstáculos. La ética en el campo del psicoanálisis es la ética del deseo, pero del deseo inconciente, aquel que siendo el motor de nuestras acciones y elecciones, desde las más nimias hasta las más trascendentes, es el deseo situado en lo ajeno, lo extraño, lo extranjero, lo difuso y lo confuso, lo incapturable y lo inasible. El deseo inconciente muestra que no es cierto que seamos dueños de nuestra propia casa, ni timoneles de nuestro propio barco. Creer lo contrario es una concepción del psicoanálisis dictada por la neurosis.

    Guyomard ha propuesto una equiparación entre la ética del deseo y la ética del desamparo. Sostiene que la verdad del desamparo constituye un valor ético. Como ya lo había intuido Sartre, el desamparo es consecuencia de la soledad; de la soledad frente al Otro, añadimos nosotros. En última instancia, la soledad ante la muerte es la experiencia del «desamparo absoluto». Frente a la propia muerte no hay universalismo posible. Esta es una conclusión de la teoría y la práctica psicoanalíticas.

    Por consiguiente, el psicoanálisis vendría a decirles a los defensores de la ética de la diferencia que todavía hay más diferencias que pueden y deben tomarse en consideración. Aunque no se puede ser optimista a este respecto, pues lo más seguro es que una aseveración así genere nuevas resistencias contra el psicoanálisis.

  • Por una ética más allá de los amos de la ciudad

    Por una ética más allá de los amos de la ciudad

     Rosario Herrera Guido

    La cuestión ética, en la medida en que la posición de Freud nos permite progresar en ella, se articula a partir de una orientación de la ubicación del hombre en relación con lo real.

    Jacques Lacan, L’étique de la psychanalyse

    En lo concerniente a aquello de lo que se trata, a saber, lo que se relaciona con el deseo, con sus arreos y su desasosiego, la posición del poder, cualquiera sea, en toda circunstancia, en toda incidencia, histórica o no, siempre fue la misma.

    ¿Qué proclama Alejandro llegando a Persépolis al igual que Hitler a París? Poco importa el preámbulo -He venido a liberarlos de esto o de aquello.

    Lo esencial es lo siguiente -Continúen trabajando. Que el trabajo no se detenga. Lo que quiere decir -Que quede bien claro. Que en caso alguno es una ocasión para manifestar el más mínimo deseo.

    Jacques Lacan, L’étique de la psychanalyse.

    1. A propósito de las masas.

    Para pugnar por una ética del psicoanálisis más allá de los amos de la ciudad, me parece preciso recurrir a la crítica freudiana de las masas y el yo, a fin de acceder al sujeto del inconsciente, sujeto del deseo. Una ética que evoca un pensamiento de Michel Foucault: «…el tipo de relación que se tiene con uno mismo, la relación a sí mismo, que yo llamo ética, y que determina cómo el individuo juzga constituirse en sujeto moral de sus propias acciones

    Ciertamente una crítica de las masas a fondo exigiría revisar no sólo la  Psicología de las masas y análisis del yo  de Sigmund Freud, sino El discurso contra el Uno o de la servidumbre voluntaria  de Ettienne de La Boétie, el rebaño del Zaratustra y El caso Wagner de Friedrich Nietzsche, la Psicología de las multitudes de Gustav Le Bon, La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset, la Psicología de las masas en el fascismo de Wilheim Reich, A la sombra de las mayorías silenciosas de Jean Baudrillard, Freud ¿apolítico de Gérard Pommier, Persona y democracia, una historia sacrificial de María Zambrano,  Masa y Poder de Elías Canetti y otros textos sobre las masas y lo grupal. Pero por razones de tiempo y espacio, el recorrido es muy modesto: una breve lectura por la Psicología de las masas y análisis de yo de Freud, A la sombra de las mayorías silenciosas de Jean Baudrillard y Freud ¿Apolítico? de Gérard Pommier.

    La censura de la segunda parte del título de Psicología de las masas y análisis del yo, habla del destino que ha tenido una de las críticas freudianas más radicales al yo y su registro imaginario. Una crítica que tuvo que ser vacunada para poder dar lugar no sólo a las terapias «psicoanalíticas» grupales sino a intervenciones desde el yo a nombre del psicoanálisis, incluso lacaniano y allouchianom con sus espejismos, en las que priva la in-diferenciación, la sugestión y el dominio del amo, que hace imposible escuchar al sujeto del inconsciente.

    La gregariedad humana se ha abordado de diversas formas. Pero voy a compartir la metáfora que Freud toma de El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, que vierte en la Psicología de las masas y análisis del yo, para dar cuenta de la dinámica grupal: la sociedad es como un grupo de puercos espines que durante el invierno se aproximan para darse calor, pero al acercarse se clavan las púas, lo que los obliga a retirarse y a volver a padecer el frío. Una metáfora que da cuenta de la ambivalencia humana: la oscilación entre el amor y el odio.

    A pesar de que la modernidad pensó lo grupal a partir de la necesidad, en lo social, como sostienen Freud, Claude Lévi-Strauss, Pierre Clastres y Jacques Lacan, prevalece una causalidad trascendente, un símbolo que hace lazo social: el tótem, el ancestro, el líder, el jefe, el amo, el maestro, el rey y Dios. Un símbolo que identifica y cohesiona a los pueblos. Pero Freud va más allá del símbolo al inventar el mito de Tótem y Tabú (1913), en el que los hermanos matan al padre porque es un obstáculo para que los hijos puedan gozar de sus mujeres, especialmente de la madre. El motivo del asesinato es la falta de goce, al que ya no tendrán acceso, pues la falla moral -como colige Eugenio Trías en Pensar la religión– conlleva la culpa, que eleva al objeto del crimen al rango de lo sagrado, motivo de culto: nacimiento de la cultura [1] . Una falta que sella el primer lazo social que une a la humanidad: en el lugar de la fiesta totémica los hermanos edifican el tótem, juran una alianza fraterna y promulgan dos interdictos sobre los que se funda la cultura: la prohibición del incesto y el parricidio. Se trata de un mito moderno que, justo por carecer de pruebas científicas, posibilita el acceso a la simbolización.

    Este mito, como es transhistórico, se hace actualiza cada vez que hablamos, pues lo hacemos en nombre de nuestro ancestro: el tótem. La firma, sugiere Gérard Pommier [2] , es la impronta de nuestro origen, desde donde nos autorizamos a hablar como sujetos al y del lenguaje.

    Como el sujeto del lenguaje no puede definirse a sí mismo con ninguno de los significantes que emite, dado que ninguno designa su ser, pues cada palabra remite a otra para poderse significar, está marcado por una incompletud radical, ya que hablar es evocar la falta de goce, la falta en ser que evoca cada frase. Sólo el nombre del tótem, nombre patronímico se define a sí mismo, puesto que no remite a otro, ya que designa el origen mismo de la cadena significante, el origen de nuestra falta de goce, que es el Nombre-del-Padre, que introduce el interdicto del incesto, la ley del parentesco, el linaje y la cultura. El nombre patronímico es el garante desde donde el sujeto hablente (parlêtre) se autoriza el acceso al goce del habla, goce fálico, que envuelve su cuerpo.

     

    1. El yo en el espejo.

    Por ello, el ser, el bien, el goce, la felicidad, son móviles de lo grupal, cuya consistencia es el símbolo. El motor de la historia es el rescate del goce perdido por la escala invertida del deseo. Los hombres y las mujeres no pueden gozar plenamente porque el nombre propio de cada cual no designa su ser. Por esta falta de goce, los hombres y las mujeres enganchan su ser a la imagen que les da el espejo y al semejante como espejo, del que esperan un goce pleno, gracias a esa completud imaginaria que llamamos yo, que cree que la imagen del espejo es el sí mismo, el ser: acto que constituye el narcisismo humano. Sin el espejo, la imagen propia la percibimos fragmentada, marcada por una incompletud radical. El yo -decía Hume- es una colección de estampas. En palabras de Borges: No hay detrás de las caras un yo secreto que gobierna los actos y recibe las impresiones, somos únicamente la serie de esos actos y esas impresiones errantes. [3] Una frase que evoca La fase del espejo de Lacan. De aquí que Pommier proponga que como no podemos estar todo el tiempo frente al espejo para asegurarnos de esa completud imaginaria, recurrimos al prójimo, con amor, odio y angustia, para tomarlo como espejo. Michel Tournier lo sugiere en su novela filosófica sobre Robonson y Viernes: Narciso de un género nuevo, abismado de tristeza, extenuado de sí, meditó largamente cara a cara consigo mismo. Comprendió que nuestro rostro es esa parte de nuestra carne que modela y remodela, entibiese y anima sin pausa la presencia de nuestros semejantes. [4] El prójimo aporta el rasgo unificador, el trazo de identificación, que asegura la existencia, el trazo colectivo, lo social mismo. El encuentro de nuestra imagen en el otro, es lo que hace grupo. Lo imaginario es del orden del semblante. Por ello las masas viven en lo imaginario. A las masas, como dice Baudrillard: «…Se les da sentido, quieren espectáculo. Ningún esfuerzo pudo convertirlas a la seriedad de los contenidos, ni siquiera a la seriedad del código. Se les dan mensajes, no quieren más que signos ( …) idolatran todos los contenidos mientras se resuelvan en una secuencia espectacular.[5] Y en líneas anteriores: ...sólo hacen masa los que están liberados de sus obligaciones simbólicas. [6]

    El grupo, advierte Freud, sólo se sostiene gracias al líder que refuerza el lazo social, colocándose para la masa en el lugar del Ideal del Yo. Y es que el Yo Ideal sólo se identifica con la imagen del espejo, pues ella le aporta una completud imaginaria. En el Ideal del Yo, la completud imaginaria la aporta la identificación y el amor al líder. Pareciera que la masa se encuentra estática, pero es dinámica. Ciertamente el fenómeno grupal fortalece la imagen que cada cual tiene de sí mismo, posibilitando que la masa viva momentos de excelsa felicidad, aunque no es un júbilo permanente, ya que llega a experimentar malestar (que Freud al igual que Marx llama síntoma social). Entonces la relación que mantenemos con la imagen de nuestro cuerpo está marcada por una falla que hace síntoma, una respuesta inadecuada a nivel del propio cuerpo o el cuerpo del otro, síntoma del propio cuerpo o síntoma del cuerpo social. No obstante, los hombres y las mujeres buscan gozar de la imagen del propio cuerpo o el ajeno. Una búsqueda que hace historia, lazo social, pero también síntoma. Como la satisfacción plena del deseo se topa con una imposibilidad, el goce está mediatizado. La vida en sociedad se levanta sobre la carencia de goce: una negatividad que es sin embargo positividad y afirmación del deseo.

    1. De la ética a la (po)ética.

    Toas las éticas desde los griegos reconocieron un fin supremo de la acción humana: el Bien, el Placer, la Felicidad, la Salud, etc. Es Freud, en Más allá del Principio del Placer (1920), quien descubre que los seres humanos no sólo buscan su bien sino que también pueden precipitarse en el displacer, en el exceso de placer, insoportable: el goce (Genuss). El bienestar y la defensa de la vida son puestas en cuestión a partir de que Freud postula la pulsión de muerte.

    El mismo Kant, que postula una de las éticas más lúcidas, pasa de ingenuo al suponer que un hombre racional debe optar por la vida en lugar de gozar de una mujer a condición de la muerte. Fue necesario esperar a Bataille para ahondar en la complicidad de la ley y la trasgresión de la ley. [7] Lo que Lacan llama la faz obscena de la ley, que ordena gozar, antes que salvaguardar la vida. Es lo imposible de cada cual lo que bosqueja el horizonte del deseo y el lazo con el semejante (con el que se espera gozar plenamente). Lo advierte el mismo Bataille: la continuidad en ser falla, pues al desprendernos del ser, caímos en la discontinuidad, nos individuamos como entes; por eso buscamos la continuidad perdida a lo largo de la vida, que sólo alcanzamos hasta la muerte (como sostiene Lacan: cuando ya no hay un cuerpo que lo sienta). La continuidad en ser falla dice Bataille, los cuerpos no pueden continuarse uno en el otro, los corazones tampoco. Una falla que Lacan enuncia como: la relación sexual no existe. Una falla que el joven Adso de Melk, en la novela El nombre de la rosa de Umberto Eco, expresa así: La ausencia del objeto que había saciado mi sed, me hizo ver de golpe la vanidad de mi deseo como la perversidad de esa sed. Omne animal triste post coitum. [8]

    La cultura se derrumbaría sin líder, pues es el único que puede asegurar el lazo social. Cuando no hay un líder auténtico hay que inventarlo, para que le recuerde al grupo que el goce es imposible. El grupo no se rige por el inconsciente colectivo de Jung. El inconsciente es singular y sólo se define a través de la ausencia del sujeto en un saber no sabido. La lengua es colectiva, pero lo inconsciente que ella provoca sólo atañe de forma irrepetible a cada sujeto. Lo inconsciente es la causa de que la lengua pierda su rasgo colectivo. Es este no saber, lo inconsciente, el que señala el fracaso del goce que nos consagra a la incompletud. No hay inconsciente colectivo; lo colectivo es una formación de lo inconsciente. No hay ninguna frontera entre lo privado y lo político; hay quiasmo entre lo individual y lo colectivo, porque el individuo es producto de la masa que surge de la relación con el semejante. ¿Y el yo? No existe antes de la relación especular. Lo que pre-existe al individuo es el lenguaje, que está esperándolo antes de su nacimiento. Por lo que el individuo está escindido de la masa, a través de una autonomía problemática, ya que necesita del semejante para sostener su yo. Que el orden simbólico preceda a lo grupal, al orden imaginario, implica la primacía del sujeto del lenguaje, sujeto del inconsciente y el deseo. Como afirma Néstor Braunstein: No puede el hombre llegar a ser uno si no es pasando por el rodeo del Otro, lugar donde habrá de ser reconocido para alcanzar una problemática unicidad y desde donde quedará para siempre amenazado por la fragmentación. [9] Tenemos tres tiempos: 1). el sujeto, 2). la masa y 3). el individuo. El sujeto está, según Hegel, desgarrado porque: «…el lenguaje del desgarramiento es el lenguaje completo y el verdadero espíritu existente de este mundo total de la cultura. [10] El sujeto está dividido porque le habla a alguien, que al sancionar su mensaje crea una división entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación. Y porque alguien se dirige a otro, la masa exige un líder que venga a crear la unidad donde hay división. Lo social no se opone al individuo. Es el sujeto desgarrado el que busca en la masa suturar su herida.

    1. Más allá de la masa y del amo.

    Hasta aquí pareciera que la masa es la salvación del individuo. Sin embargo, es también su alienación. Por estar alienado en la imagen del otro, en el semejente, y porque no sabe lo que dice, pues es sujeto del inconsciente, crea la masa y su propia trampa. El líder parece salvar al grupo de la ambivalencia amor-odio. Pero al líder se le ama y se le odia porque interdicta el goce, o por gozar y no dar cuenta al grupo de su goce. En este caso tenemos la figura del tirano, que cree encarnar la ley; no tiene autoridad porque es autoritario.

    Sólo el sujeto del lenguaje precede a la masa y al yo, y está entre cada palabra, anclado a una cadena inconsistente de palabras pues ninguna designa su ser. Sólo el rey que se cree rey, que cree que de su ser emana el ser rey (caso del psicótico), no se encuentra dividido entre el nombre que lo representa ante los demás y su propio ser.

    Como el sujeto no se reconoce ni en la masa ni en el individuo, es el sujeto que puede poner en peligro a la Polis, pues es el sujeto del deseo, opuesto al poder. Aquí resplandece Sócrates, quien al lanzar sus ironías al amo de la Polis, le revela su impotencia. Brilla también la imagen de Antígona, que colocándose más allá de las leyes de los dioses y de la Polis, pone en cuestión la arbitraria ley de Creonte. Destacan Romeo y Julieta, que con su trágico amor trasgreden la ley del odio que reina entre sus familias.

    Anclaje imaginario, espejo, el yo sólo vive y se sostiene en el espejismo de lo grupal y en la fascinación hacia el amo, el padre imaginario, el Ideal del Yo. Espejismo de la masa, pues como afirma Baudrillard, sólo retiene imágenes, jamás ideas; goza con el espectáculo, ya que es incapaz de pensar. Y respecto del Dios bíblico señalaBaudrillard: Las masas apenas retuvieron su imagen, y jamás su idea (…) Lo que retuvieron, es el mundo mágico de los mártires y de los santos, el juicio final, el de la Danza de la Muerte, es la brujería, es el espectáculo y el ceremonial de la iglesia, la inmanencia del ritual -contra la trascendencia de la idea. Paganas fueron y así se quedaron a su manera (viviendo de las monedillas de imágenes, superstición y diablo). [11] La masa, reitera Baudrillard, se alimenta de la imagen opaca que retuerce todo lo simbólico hasta anularlo.

    El grupo permite la constitución del yo, pero ahí se está en un callejón sin salida; el yo al no tener más soporte que el del semblante le requerirá siempre para sostenerse, y le será imposible -según Nietzsche- trascender el rebaño.

    Es a partir del imperativo ético del psicoanálisis (la ley del deseo, que ordena rescatar el goce por la escala invertida del deseo), que propongo una ética del deseo que abre una dimensión estética, es una (po)ética, que ordena hacer ser ahí donde no se le puede nombrar; a partir de la ruptura con la alienación en el otro, en el grupo. Un imperativo ético que choca con la masa, que prefiere la alienación como refugio óntico, a correr el riesgo de la inconsistencia subjetiva, la del sujeto del inconsciente, inconsistencia simbólica: (po)ética del psicoanálisis.

    Se puede combatir la alienación, abandonar al amo de la Ciudad, rechazar y resistir a su poder, para encontrarse con el poder propio: con una (po)ética. Pero es el yo el que hace difícil el encuentro con el poder propio, por el miedo al propio poder, como dice Eugenio Trías. [12] El mismo Marx, que no se aventura en la servidumbre voluntaria de Etienne de La Boétie, afirma que el esclavo besa sus cadenas. El miedo al propio poder, al deseo, es uno de los más notables descubrientos de Freud. Por ello, Lacan destaca el espanto que se apodera del sujeto al descubrir su propio poder.

    Es difícil apartarse de las insignias imaginarias del poder, porque son signos de goce, tan falsas como impotentes, puesto que caen en el ámbito de la dominación. Pero la impugnación del amo de la Ciudad no debe traducirse en anarquía, sino en distancia con el grupo. Es preciso inventar en el instante en que el sujeto está solo y el amo no significa gran cosa para él; un instante en que surge una ética que rompe el espejo y abandona la servidumbre a las imágenes del poder, porque está ante su más genuino deseo. Y es que lo grupal, la polis, el Estado, siempre mortifican al sujeto con su proyecto unificador y totalizador, como sostiene Eugenio Trías. [13]

    El sujeto de esta (po)ética es excéntrico a la masa; se retira a su soledad, y atormentado por sus demonios y pacificado por sus ángeles, inventa su propio nombre y los significantes de su existencia. No se trata de una ruptura apolítica sino de atentar contra el poder en su forma de dominación.

    Como lo grupal sufre ambivalencia, es algo que flota. Amamos al prójimo porque sostiene nuestra imagen, pero lo odiamos porque al verlo completo creemos que es dueño de un goce que se nos escapa. Sólo un líder auténtico puede aligerar esta ambivalencia y cohesionar al grupo, a través de la solidaridad, en un momento creador de la vida histórica de los pueblos, en respuesta al ser ético del ciudadano, que doblega al egoísmo, con lo que la sociedad se fortalece; un impulso ético que si se anestesia engendra la decadencia. Una solidaridad expresada, como diría Freud, en la disposición del individuo a sacrificarse por la masa, que hace pensar en la faz virtuosa de la masa, cuya fuerza se advierte en la acción conjunta. Un grupo sin líder desconoce la solidaridad, la fraternidad y el odio es su ley.

    Se trata de una (po)ética que niega la función principal del Estado: la administración del goce. El sujeto de la (po)ética del psicoanálisis tiene como imperativo rechazar e impugnar al poder en su faz opresiva porque es opuesto al deseo.

    Notas

    [2] Cf. Gérard Pommier, Freud ¿apolítico? Buenos Aires, Nueva Visión, 1987, p. 19.

    [3] Jorge Luis Borges, «Otras inquicisiones», en Prosa Completa, Barcelona, Bruguera, 1980, vol. 2, p. 289.

    [4] Michel Tournier, Viernes o los limbos del pacífico, Caracas, Monte Ávila, 1971, pp. 76-77.

    [5] Jean Baudrillard, A la sombra de las mayorías silenciosas. Barcelona, Kairós, 1978.

    [6] Ibídem., p. 8.

    [7] Georges Bataille, El Erotismo. Barcelona, Tusquets, 1985. p. 53.

    [8] Umberto Eco, El nombre de la rosa, México, Lumen, 1982, p. 306.

    [9] Néstor Braunstein, «Las pulsiones y la muerte (College)», en La reflexión de los conceptos de Freud en la obra de Lacan, México, Siglo XXI, 1983, p. 20.

    [10] G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, México, F.C. E., 1966, p. 306.

    [11] Baudrillard., op.cit., p. 9-10.

    [12] Ver en particular la Segunda Meditación que se titula «Sobre la angustia ante el poder propio», en la que es posible reconocer la lectura de Spinoza, Freud y Lacan, en la asunción del deseo de ser, ante la que se prefiere capitular y fracasar. La influencia del psicoanálisis en la filosofía de Trías es constante, más en este libro en el que en la presentación reconoce la influencia de un curso que ha tomado con Oscar Masotta sobre Lacan. Eugenio Trías, Meditación sobre el poder, Barcelona, Anagrama, 1977, pp. 33-65.

    [13] Ibídem., p. 40.

  • ¿Qué significa escuchar?

    ¿Qué significa escuchar?

     Mariflor Aguilar Rivero

    No es posible pensar en una sociedad libre si se acepta de entrada preservar en ella los antiguos lugares de escucha: los del creyente, del discípulo y del paciente

    1. Barthes, L’obvie et l’obtus, Seuil, 1982, p.228.

    Desearía que fuese falsa esta afirmación de Roland Barthes porque en tanto que nuestra cultura es una cultura del habla, nadie está preocupado por cambiar los lugares de escucha. Lo primero que hay que decir es que sorprende que prácticamente ningún campo del saber de las llamadas ciencias sociales o humanistas tome en cuenta la escucha. La escucha se da como algo ya dado; se supone que para escuchar no se requiere habilidad ni aprendizaje ni cierta destreza, como si se tratara de un don natural; se le considera como supuesta en el diálogo, en las teorías del discurso, en las teorías de la acción comunicativa. Ni siquiera se considera pertinente preguntar qué significa escuchar. Si Heidegger habló del olvido del ser, nosotros ahora podríamos hablar del olvido de la escucha. Sorprende  que la tradición occidental, siendo una tradición del logos, no incluya a la escucha como parte central de la racionalidad. No se puede negar que hablar implica escuchar y sin embargo nadie se toma la molestia de señalar, por ejemplo, que en nuestra cultura hay profusión de trabajos escolares centrados en la actividad expresiva y muy pocos, ninguno en comparación, dedicados al estudio de la escucha.

    Esto no significa que no participemos de diversas tradiciones de escucha que se entrecruzan y se refuerzan entre sí. Lo que ocurre es que la naturaleza de la escucha es siempre desplazada por el saber que de ella obtiene el “escuchante”; saberes varios que pueden ser el diagnóstico médico, el juicio o la sentencia en el saber jurídico, castigo y perdón en el saber confesional. Así, la práctica o, si se quiere, el complejo proceso de la escucha es elidido por el saber obtenido. Los sujetos que escuchan no existen en nuestra cultura salvo como material humano susceptible de ser impregnado por una racionalidad hegemónica auto-referente. Foucault vio esto bien en relación con la confesión [2] . El que escucha y calla tiene expectativas respecto del que habla; una de ellas es la expectativa de la verdad, que diga todo de sí. Hay, por parte del escucha, una pretensión de saber, de saber lo más posible acerca del sujeto que habla. Otra expectativa del escucha es que el confesante busque de alguna manera la renuncia de sí, bajo la forma de la culpa o del arrepentimiento o de la voluntad de modificar las conductas En esta medida, el que escucha cumple la función de gobernar la conducta del que habla.

    El logos en el que nos movemos, es decir, la racionalidad que nos rige es, desde esta perspectiva, una racionalidad deficiente que habita una ceguera desde la cual toda forma de escucha se sitúa en alguno de los lugares tradicionales de escucha, el arrogante o el servil [3] , el arrogante que es el de la obtención del saber y el servil que es el de la obediencia. Hay que recordar que el verbo obedecer viene del latín oboedire que significa escuchar u oír.

    Es interesante, por otro lado, que en todas las tradiciones de escucha en las que participamos ésta es unilateral, es decir, no hay una noción diádica del escuchar así como sí hay una noción dialógica del hablar. Pero esto no debería sorprendernos si tomamos en cuenta y en serio el trabajo de Carlos Lenkersdorf titulado Los hombres verdaderos[4] en el que analiza la estructura sintáctica del tojolabal en comparación con la del castellano y de las lenguas indoeuropeas en general. En su estudio Lenkensdorf da cuenta del hecho lingüístico que se presenta en el tojolabal de que las frases tienen dos sujetos agenciales en vez de uno solo como tienen las lenguas indoeuropeas; es decir, en tojolabal son dos los sujetos que ejecutan la acción de dos verbos que se corresponden, de tal manera que es imposible afirmar «yo les dije», pues la estructura de la frase equivalente incluye otro sujeto que es quien escucha, en tal forma que se diría «Yo les dije. Ustedes escucharon». Lenkensdorf subraya el hecho de que cuando en castellano se dice algo a alguien hay solamente un sujeto agente, solamente el que habla es el sujeto de la acción mientras que el que escucha mantiene una posición pasiva, subordinada. La hipótesis de Lenkersdorf es que en tanto que la lengua no está apartada de la manera en que vemos el mundo, las diferencias sintácticas corresponden a diferentes cosmovisiones, lo que en este caso significaría que nuestra cosmovisión tiene la estructura sujeto-objeto y no la de sujeto-sujeto como en las lenguas dialógicas y que por tanto el rol prioritario es de los actos de habla mientras que el papel subordinado, el papel de objeto, lo ocupa por lo general el papel del escucha.

    Sin embargo, cuando Heidegger analizaba el concepto de logos, de manera novedosa sí se plantea este problema y pregunta: «si tal es la esencia del habla, entonces ¿qué significa `escuchar’?» [5] . Parafraseando a Spinoza quien afirmaba enigmático: «nadie sabe lo que puede el cuerpo», puede decirse ahora que «nadie sabe lo que puede la escucha», o mejor, nadie sabe lo que es la escucha.

    Y sin embargo podría decirse que la educación democrática enseña o debería enseñar a escuchar [6] , a salirse de la escucha autoritaria y del sometimiento para  considerarla como una actividad política central que nos permita dar forma democrática a las relaciones con los otros; se trataría de pensar en la escucha como un elemento constitutivo del proceso de tomar decisiones acerca de qué hacer en caso de un conflicto [7] , fuerza particular, pacientemente ejercitada.

    Platón comienza la República con el reconocimiento de la centralidad de la escucha. Polemarco amenaza en broma con usar la fuerza sobre Sócrates y Glaucón si no aceptan quedarse con él en los festejos del Pireo. Sócrates sugiere otra alternativa, la de convencer a Polemarco de que los deje marcharse tranquilos. Pero Polemarco le aclara a Sócrates que no podrá convencerlo porque no está dispuesto a escucharlo. En ese momento interviene Glaucón y confirma que efectivamente sería imposible convencer a Polemarco si éste no está dispuesto a escuchar. Polemarco tiene clara la idea de que no escuchar es una forma efectiva del ejercicio del poder. La escucha era una alternativa distinta de la fuerza y el riesgo era cambiar de opinión, riesgo que habitualmente no se quiere tomar. Pero ni Platón, después, ni sus sucesores vuelven a dar importancia filosófica al papel de la escucha y podría decirse que este olvido se extiende hasta la teoría política contemporánea [8] .

    En muchas reflexiones del rol que deben jugar las minorías en los procesos sociales se suele considerar la dimensión emancipatoria ligada exclusivamente con tomar la palabra. Expresiones como «dar la voz a los que no la tienen», «hacer escuchar la propia voz», la necesidad de que los grupos oprimidos «encuentren su propia voz», y otras semejantes, son habitualmente levantadas como armas liberadoras. Y como contraparte, los roles de escucha están asociados con los grupos oprimidos mientras que los grupos sociales poderosos son a menudo los que no escuchan o los que silencian a otros. Lo que emancipa no es, pues, escuchar sino hablar, tomar la palabra. Se cree que la única manera de cuestionar el paradigma de los lugares tradicionales de escucha, el arrogante y el servil, es disponiéndonos a hablar. La escucha queda entonces solamente en sus posiciones habituales: contra ellas, hablemos. Y hay que hablar, ciertamente. En favor de la escucha no se trata ahora de que todos callemos, de que las minorías guarden silencio. ¿De qué se trata entonces?

    Para comenzar habría que buscar abandonar la relación directa entre escucha-opresión y palabra-emancipación. Para seguir, hay que tener claro que no se trata de escuchar de cualquier manera. Si lo que hay que evitar son sus formas tradicionales, esto implica guardarnos tanto de una escucha cuyo objetivo sea la configuración de un saber disciplinario así como de la escucha-obediencia.

    Y es aquí donde el psicoanálisis puede hacer aportes importantes ya que puede decirse con Roland Barthes que el psicoanálisis, al menos en su desarrollo más reciente, modifica la idea corriente del acto de escucha. Mientras durante siglos el acto de escuchar ha podido definirse como un acto de audición intencional, hoy en día, se le reconoce la capacidad de barrer los espacios desconocidos: la escucha incluye en su territorio no sólo lo inconsciente en el sentido tópico del término, sino también, por decirlo así, sus formas laicas: lo implícito, lo indirecto, lo suplementario, lo aplazado; la escucha se abre a todas las formas de la polisemia, de sobredeterminación, superposición, la Ley que prescribe una escucha correcta, única, se ha roto en pedazos; hoy en día lo que se le pide con más interés es que deje surgir [9] .

    “Dejar surgir”. Suena fácil pero representa todo un programa de transformación no sólo de las formas de escucha sino del ejercicio de la subjetividad. “Dejar surgir” es en heidegeriano el “dejar que la cosa sea” y en hegeliano es “el hacer de la cosa misma” [10] . A diferencia de la escucha autoritaria tradicional, en el “dejar surgir” no se trata de una acción sobre la cosa, sino en todo caso de una no acción: de no poner obstáculos al proceso de articulación.

    Por más que hoy nos resulte obvio y elemental, no deja de ser paradójico que esta suspensión relativa de la acción sobre la cosa sea más compleja y menos habitual que la acción misma. Es ahí donde se expresa una nueva forma de subjetividad. No son pocos los años que requieren analista y paciente para aprender a escuchar. Como dice Lacan, en nombre del paciente la escucha también será paciente. ¿Y como no ha de ser paciente si de lo que se trata es de destejer demorándose las comprensiones implícitas de sentido asentadas como capas geológicas?

    Pero ¿cómo es este paciente dejar surgir? Es muy simple, consiste en la famosa regla fundamental de la “atención flotante”. Muy simple, pero la sola expresión marca una tensión y una dificultad: o se atiende o uno se dispersa y flota. Barthes se refiere a esto e indica que la originalidad del modo de escuchar psicoanalítico se cifra en ese movimiento de vaivén entre la neutralidad y el compromiso, el suspenso de la orientación y la teoría: “El rigor del deseo inconsciente, la lógica del deseo no se revelan sino al que respeta de modo simultáneo las dos exigencias, en apariencia contradictorias, que son el orden y la singularidad”. Con la atención flotante se exige en realidad una división entre el extremo de la concentración y el extremo de la dispersión.

    Por un lado la concentración, la orientación, la teoría. Desde cierto ángulo puede decirse que no hay tal flotación en realidad, que en el análisis de lo que se trata es de una terrible concentración en un código que no es el circulante; es otro código; el del deseo ligado a los deslizamientos lúdicos y trágicos del significante. Puede decirse que la escucha del psicoanalista tiene como finalidad un reconocimiento: el del deseo del Otro [11] . No se escucha cualquier cosa. Si hay alguna diferencia entre el psicoanálisis y cierta hermenéutica es esto precisamente: el psicoanálisis está orientado teóricamente. Pero lo interesante y lo complicado es que una vez admitido esto todo lo demás es “flotación”, dispersión, desde la cual sí se trata de oír todo según indica la regla fundamental: “no hay que dar importancia particular a nada de lo que oigamos y es conveniente que prestemos a todo la misma atención ´flotante´”.

    Pero esta dualidad de atención y flotación recorta una ausencia, la de la particularidad o la singularidad. Si la orientación es teórica, podría pensarse que cada hallazgo en el análisis es del orden de lo generalizable o universalizable. Si por otra parte, la atención es flotante esto implica que no es concentrada, por lo que lo particular y lo singular queda desdibujado. Según esto, la fórmula “atención flotante” va doblemente en contra de la especificidad del sujeto: la “atención” por su articulación teórica, lo “flotante” por la dispersión y lo brumoso. Para salir de este equívoco hay que pensar quizás que a lo que la expresión se refiere es a una atención multiplicada por el acto mismo de flotar, es decir, que el hecho de que tal atención sea “flotante” no reduce su intensidad sino por el contrario hace que prolifere, de tal manera que pueda prestarse atención no solamente al deseo en abstracto sino a su actualización en pausas, cortes,  discordancias, repeticiones, contradicciones, ecos, analogías.

    Si esto fuera así, no es para tranquilizar al analista pero sí en cambio al llamado “paciente”. Pero ¿por qué el gran esfuerzo de atenciones múltiples por parte del analista debe tranquilizar al sujeto que se analiza? Porque es la posibilidad del surgimiento de la singularidad.

    Y es esta otra dimensión de la escucha del psicoanálisis que puede y debe, me parece, exportarse hacia la teoría política. Porque según algunas concepciones contemporáneas ésta no consiste en “un debate racional entre intereses múltiples, sino que apunta a lograr que la propia voz sea escuchada y reconocida como la voz de un asociado legítimo” [12] , apunta a recortar la especificidad de quienes no tienen parte en nada y que sólo pueden identificarse con la entidad abstracta del todo de la comunidad [13] . La relevancia de la singularidad para el análisis se pone de manifiesto en la afirmación de Julia Kristeva de que “un analista que no descubre en su paciente una nueva enfermedad del alma, no lo escucha en su singularidad” [14] . Singularidad que rebasa la individualidad y que tiene que ver con la rearticulación del sujeto con su historia y con la estructura de la relación dual.

    En este sentido, la escucha analítica va en el sentido contrario a la escucha social hegemónica puesto que no promueve la identificación abstracta con la totalidad sino la identificación concreta con la propia historia.

    Por otra parte y por último, así como la escucha analítica nos ilustra sobre el complejo proceso de cercamiento en la cura del objeto a, no simbolizado, donde se inscribe lo turbio, lo inquietante, lo terrible, también puede ilustrarnos sobre la importancia de prestar atención en el espacio social a territorios no evidentes desde la perspectiva de los códigos hegemónicos. Como lo plantea Zizek, la representación simbólica del todo social se construye sobre la necesaria negación de un antagonismo básico, antagonismo cuya existencia y postulación previene que la realidad social se constituya como un todo cerrado o como una estructura armónica o balanceada [15] . Pero esta negación regresa a la representación global bajo la forma de algo indeterminado o indecidible. Tan indeterminado y monstruoso como las muertas de Juárez, tan inquietante e indecidible como los caracoles zapatistas. Por eso, tal vez podemos decir con Derrida: “Debemos aprender cómo dejar que el espectro hable, cómo devolverle el habla, aunque esté dentro de nosotros, en el otro, o en el otro que está en nosotros” [16] .

    [2] Cfr. M. Foucault, Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona, 1990

    [3] R. Barthes, op.cit.,, p.229.

    [4] Cfr. Carlos Lenkersdorf, Los hombres verdaderos, Siglo XXI,

    [5] Citado por Gemma Corradi Fiumara en The other side of language, a philosophy of listening, Routledge, London and New York, 1990, p.6 de M. Heidegger, Early greek thinking, New York, Harper &Row, 1975, p.64.

    [6] Cfr. Norbert Bilbeny, Democracia para la diversidad, Ariel, Barcelona, 1999.

    [7] Ibid., p.19.

    [8] Este pasaje de La República es comentado por Susan Bickford en The dissonance of democracy, Cornell University Press, 1966, p.1.

    [9] R.Barthes, Lo obvio y lo obtuso, Paidós, Barcelona, 1992, p.255.

    [10] VM, p.555.

    [11] Barthes, op.cit., p.255.

    [12] S. Zizek, El espinoso sujeto, Paidós, Barcelona, 2001, p.202.

    [13] Cfr. J. Ranciere, El desacuerdo, Nueva Visión, 1996.

    [14] Me remito a lo que expuso Julio Casillas en el coloquio “Filosofía y psicoanálisis” en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, en septiembre del 2003.

    [15] Zizek,, “`I Hear You with My Eyes´; or, The Invisible Master”, en Renata Salecl and Slavoy Zizek, eds., Gaze and Voice as love objects, Duke University Press, 1996, pp.113-4.

    [16] Cit. por M.Shildrick, en “Monsters, marvels and metaphysics”, de J. Derrida, Spectres of Marx, en Maureen McNeil, Lynne Pearce and Beerley Skeggs, eds., Transformations, Thinking through Feminism, Routledge, London and New York, 2000, p.313.

  • Eros y civilización. Espectáculo, política, televisión, imagen y pornografía

    Eros y civilización. Espectáculo, política, televisión, imagen y pornografía

     José Eduardo Tappan Merino

     

    El presente trabajo trata de un problema socio-cultural desde una perspectiva panorámica con el propósito de abrirlo a un debate más amplio. Adopto el título del libro de Herbert Marcuse, quien intentó conciliar la tesis de Marx con el psicoanálisis freudiano. Simpatizo con las preocupaciones que él y la izquierda han estudiado: la relación entre la manera en que vivimos y lo que somos, dime cómo vives y te diré quién eres. Carlos Marx en su Crítica a la Economía Política (prefacio) reseña el espíritu de una falsa conciencia: «El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina su ser; al contrario es su ser social lo que determina su conciencia». Se muestra que la conciencia de los hombres no es causa sino el efecto de la manera en que éstos viven con otros semejantes; por tanto, no se puede apelar a la conciencia para revertir u orientar el destino de un individuo, éste se define por un conjunto de fenómenos que él mismo desconoce tanto psíquicos como sociales; es necesario atender a lo que de verdad se erige como el determinante prístino del conjunto de relaciones entre los hombres. Marx propone al ser social como lo que determina a la conciencia, que no será íntima ni primaria; el ser social es efecto únicamente de su historia y de las circunstancias en que se ve envuelto, no existe un ser independiente ni de la cultura ni de la historia, como podría pensarse desde una perspectiva estructural. Por otra parte, hay otra determinante como es el caso del pneuma como aire, soplo o aliento que se diferencia de lo psíquico, cuya fuerza aparece en la voz, en el habla, articulado a la estructura misma de la subjetividad; ese viento que al izar las velas nos lleva por el camino de la vida, se encuentra por lo tanto de manera intangible, y que propiamente diríamos es subconsciente más que inconsciente. Pneuma adquiere otro sentido vinculado con el alma con la posibilidad de ser un des-almado, o bien, con el ánima que bascula el ánima o desanima, que nos conduce a realizar o a evitar alguna cosa. Aunque, hay que distinguir entre lo psíquico y lo inconsciente cuya especificidad puede encontrarse en la teoría freudiana. En cambio, lo mental y la ideología ocupan a Marx y a Marcuse.

    Existe así una posibilidad de un ser sin la conciencia de su existencia, alejado del conocimiento de su mortalidad; ignorancia que le da enormes posibilidades de desperdiciar el tiempo de su vida. Estas formas de estar sin ser, se encuentran repletas de abusos a los esquemas, a los medios masivos de comunicación; pero sobre todo a lo permisivo que alguna persona pueda llegar a ser sobre; su tiempo, lo que considera importante, el amor, la solidaridad, el bienestar y la satisfacción, la posibilidad de preguntarse, la emergencia de una perspectiva propia, el conversar. Este abuso impregna no únicamente el sentido de búsqueda de la felicidad, de la libertad o de la dignidad, sino también en enrarece y enajena aún más la manera de estar y de ser en el mundo; aleja la pregunta sobre su propia condición. «¡Somos libres! Esa es la mentira más perversa del mundo contemporáneo. Pues como ya indicara Marx de lo único que la mayoría de la gente es libre hoy en el mundo capitalista es de venderse en el mercado al mejor postor; de comprar(se) y de vender(se), de ser esclavos de la oferta y la demanda. Por eso la proclamación de que seamos libres es hoy una mentira necesaria para la continuidad del sistema de explotación vigente»..

    Regresemos a Marx cuando nos plantea que la producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social y política, ¿qué es la producción de la vida material?, simplemente Marx toma esta idea de los trabajos de Lewis H. Morgan sobre la sociedad primitiva, quien habla del lugar fundamental y determinante de «las artes de subsistencia» en la vida y en las relaciones entre los hombres, que dan cuenta de las maneras en las que se sirven los seres humanos para sobrevivir. Además, se relaciona con todo el despliegue tecnológico como formas de vida que entretejen los cimientos para constituir las formaciones sociales específicas; las clases sociales, las instituciones y las características opresivas que imprimen las culturas hegemónicas sobre las culturas y clases subalternas, de sus diferentes sistemas de valores y metas, etc.; lo que tiende a perpetuarse en la sociedad. Este ser social expresa las formas de dominación, las clases, los sistemas de privilegios, la división del trabajo, etc. Marx emplea otro concepto que se articula con la conciencia, esto es, la ideología y la idosincracia, con el que da cuenta del sistema de creencias, de todo el aparato ideacional que nos presenta un mundo como si no pudiera ser de otra manera, como regido por leyes inmutables que garantizan el orden de las cosas; esto es, una mentalidad, un sistema de ideas y representaciones del mundo y de nosotros mismos, de lo que son nuestros papeles como padres de familia; empleados, ciudadanos, amigos, cómplices, etc. Los hombres guían sus vidas a través de este conjunto de articulaciones complejas que, Marx sabe que no es volitivo; no es la conciencia de los hombres la que determina su ser, antes bien, en el mejor de los casos ésta es rehén, una simple marioneta de procesos de los que no tiene noticia (de carácter inconsciente). Se trata de una relación dialéctica en la que los hombres actúan conformando a la cultura y luego ésta se revierte sobre los hombres, les genera la idea de la independencia como si deberian someterse «libremente» a su directrices, valores, leyes, etc.

    «¡Oh buen Dios! ¿Qué título daremos a la suerte fatal que agobia a la humanidad? ¿Por qué desgracia o por qué vicio, y vicio desgraciado, vemos a un sinnúmero de hombres, no obedientes, sino serviles, no gobernados, sino tiranizados; sin poseer en propiedad ni bienes, ni padres, ni hijos, ni siquiera su propia existencia? Sufriendo los saqueos, las torpezas y las crueldades, no de un ejército enemigo, ni de una legión de bárbaros, contra los cuales hubiera que arriesgar la sangre y la vida, sino de Uno solo, que no es ni un Hércules ni un Sansón; de un hombrecillo, y con frecuencia el más cobarde» (La Boétie, 1548). La Boétie hacia (1548) Sobre la servidumbre voluntaria. Nota: Es el antropólogo frances Piere Clastres en su trabajo sobre antropología política quien re introduce la idea de la servidumbre voluntaria, de La Boétie, causando un gran el dolor en la reinante antropología marxista, que intentaba mirar desde los ideales de lo que debería ser y no analizaba lo que era.

    Es común la idea de que Marx era una autor que concebía en lo económico como el único de los determinantes sociales, Engels en una carta a Joseph Bloch de 22 de septiembre 1890 dice: «…Según la concepción materialista de la historia, el factor que determina la historia es la producción y reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta y absurda.» Marx y Engels proponen que la filosofía, las ideas políticas, los aspectos pertenecientes a la conciencia y los conflictos sociales entre otros ocupan un lugar muy importante en los procesos históricos. Sin embargo, serán el húngaro George Lukács y el italiano Antonio Gramsci y Rosa de Luxemburgo, entre otros, fueron quienes se ocuparon en especial, dentro de la teoría marxista de estudiar los aspectos superestructurales, ideológicos, los relacionados con la conciencia y la cultura; dentro de este movimiento Herbert Marcuse es quien integra al análisis las propuesta del psicoanálisis freudiano, al entender la relevancia del psiquismo, lo inconsciente y la sexualidad en la constitución de la conciencia y del proyecto humano en general.

    Marcuse fue el primero en entender que los discípulos de Freud abandonaban los aspectos potencialmente subversivos del psicoanálisis, pues criticó de modo directo las posiciones de psicoanalistas como: E. Fromm, K. Horney o H.S. Sullivan, Jacques Lacan después regresará sobre esta crítica centrada en ese psicoanálisis que pretendía integrar al hombre con su sociedad, sin ninguna distancia crítica. Estaba perspectiva estaba protagonizada con la escuela del «yo» y especialmente capitaneada por: Kris, Lowenstein y Hartmann quienes además construyeron un psicoanálisis light con base en la tradición, al que acusa Marcuse de constituirse en instrumento de integración de los individuos en una sociedad represiva; propone que la auténtica emancipación social debía pasar por una revolución no sólo en lo referente a las relaciones sociales de producción, sino también a la dimensión cultural y sexual. Marcuse, en su obra Eros y civilización de 1955 reinterpreta El malestar en la cultura de Sigmund Freud, y elabora un estudio de las causas de la represión social y sexual, e intenta teorizar las condiciones de una sociedad y una cultura no represivas; este es el punto en el que el pensamiento marcusiano perdió su filo, al situarse en un escenario muy hegeliano de una aufhebung. Es decir, en el de la necesidad de progreso, en suponer metas y destinos superiores a los que el género humano podríamos aspirar y desde la voluntad grupal dirigirnos y cambiar la inercia de nuestra historia. Otro de los problemas principales del pensamiento marcusiano fue que no logró sustraerse del humanismo como perspectiva filosófica en la que no se miraba en realidad al hombre, sino a los ideales que sobre él habíamos construido. O sea, el hombre es bueno por naturaleza, la sociedad es quien lo corrompe, siguiendo a los marxistas este pensamiento ha transitado con una larga tradición forjada quizá por el filósofo romántico Jean Jacques Rousseau, quien propone la idea del buen salvaje, que muestra que el hombre naturalmente es bueno como el «Emilio» expone su ideal pedagógico. «Todo sale bien de las manos del creador, todo degenera en las de los hombres». En el estado de naturaleza, el hombre es espontáneamente bueno, lo que lo corrompe es la sociedad porqué lo aleja de los valores esenciales, es indispensable retirar a los niños de la vida urbana. El maestro intentará que surjan libremente del fondo de su alma los criterios morales no corrompidos aún por la sociedad. Rousseau ve a la sociedad como algo destructivo y a sus instituciones aun las religiosas como parte de este mismo sistema perverso. El gusto y el juicio moral surgirán de la sensibilidad debidamente educada, igual como de la conciencia surgirá la razón. El objetivo de la educación es formar un nuevo tipo de hombre. Por esto, los proyectos de los teóricos marxistas giran alrededor de que la revolución más importante sería la educativa, pues creían que transformaría al hombre en lo más profundo de sus referencias y valores; los grandes héroes civilizadores son los educadores, los intelectuales y los maestros; eran ellos los que obtenían al hombre nuevo al rescatar esos valores prístinos, naturales; posición ingenua como lo ha demostrado el inexorable juicio de la historia, pero, hoy continúa encontrando adeptos. Esta perspectiva no observa al ser humano habitado por contradicciones, Dios y el diablo, Eros y Tánatos, que asume servilmente como lucha para mantener su condición sojuzgada, sometida. «Efectivamente, la servidumbre voluntaria que podemos ver hoy en día no se caracteriza por un esclavo con conciencia de sus cadenas, sino por el fenómeno del esclavo satisfecho, por el eunuco que se cree dotado de genitales sin en realidad poseerlos. Sólo así se explica que esas sendas perdidas de la liberación, de la igualdad y del comunismo, al resurgir en nuestro tiempo, sean vistas y descalificadas por los esclavos satisfechos como si fuesen lo peor que pudiese pasarles. Después de ese proletariado del que hablaba Marx en el Manifiesto Comunista que sólo tenía que perder sus cadenas, han surgido unas clases híbridas (semiproletarias y semiburguesas) que lo único que tienen que perder son también sus cadenas; pero son ahora cadenas de bisutería, pesados grilletes bañados en oro plomizo; con lo cual creen que son muy valiosos y los defienden con uñas y dientes. ¿Qué sería de sus manos sin el peso de las argollas?».

    El freudomarxismo se tropezaba al no respetar las características epistemológicas de cada campo debido a que intentaban edificar una teoría general que lo explicara todo; lo público y lo privado, lo social y lo individual, lo estructural y lo histórico, a fin de generar una comunión disciplinaria; para estos fines extrapolaba sobre todo los conceptos psicoanalíticos de sublimación, represión, principio del placer y principio de realidad, para integrarlos con los conceptos marxistas de alienación, fetichismo de la mercancía y explotación.

    Marcuse denuncia que lo más destructivo en el hombre es la represión que se agrava en las sociedades opresoras, y en las modernas sociedades industriales de consumo se añade una sobre represión, fruto de la unión de la represión del principio de realidad con la del principio de rendimiento, que está en la base de las sociedades capitalistas. En las sociedades capitalistas más desarrolladas la sobrerrepresión es más eficaz por estar del todo enmascarada a fin de mistificar la conciencia de los hombres. Desde el punto de vista epistemológico, esta particular manera de entender la represión tiene que ver con que no diferenció lo psíquico de lo mental, lo estructural frente a lo histórico-social de la subjetividad. Marcuse sólo aborda una mínima parte de la represión de la que habla Freud, quien la concibe con un carácter constitutivo mientras que para el primero sólo muestra una expresión patológica de la dominación.

    La felicidad para Freud estaba lejos de significar un valor o alguna meta; sin embargo, Marcuse no lo escucha. El hombre de la sociedad capitalista, obnubilado por un consumo sin freno y por una falsa liberalización de las costumbres, pierde todo sentido crítico, se convierte en un hombre unidimensional, con miras a integrarse más y más en el sistema para comprar capturados por el espejismo del falso bienestar ofrecido por entero al consumo. Resumiríamos este proceso al decir que se trata de la constitución de un mundo de trivialidad; aunque lo que nunca soñó Marcuse es que la propia especie (homo sapiens) estuviera en peligro de extinción pues se ha dirigido a una evolución del todo distinta (homo videns). O bien, de una manera de estar en el mundo fuera de la dimensión de Eros y Tanathos, una vida pornográfica como intentaré dilucidar más adelante. Ante la alienación y lo unidimensional de los hombres es preciso, según Marcuse, a la vez, reivindicar y reinterpretar el pensamiento de Marx y de la lucha política en vistas a añadir la dimensión de lo lúdico, de la alegría, del erotismo y de la eudaimonía cuyo significado es el equivalente a la búsqueda para poseer la felicidad. Aristóteles señala que la felicidad es el objetivo de toda ética. Desde esta perspectiva se construye el humanismo marxista. Marcuse también encuentra un prejuicio que considera impensable que alguien en su sano juicio acepte o busque su propio sometimiento, considera toda aceptación a la sujeción como efecto de la ideología dominante, por lo que para él la educación es la solución.

    La explotación capitalista se mantiene, pero las formas de dominación se han hecho más sutiles, y el sistema ha llegado incluso a obtener el consentimiento de los explotados (ya que la manipulación de las necesidades los lleva a aceptar una forma de servidumbre voluntaria, besan el látigo que los fustiga). Los teóricos y políticos marxistas creen en la lucha contra la falsa conciencia y la alienación, además de que la conciben en todos los terrenos.

    En la actualidad destaca el pensamiento del politólogo Giovanni Sartori, que discute sobre la manera en que la conciencia de los hombres es determinada por su ser social. Desde esta perspectiva, Sartori expresa «que el ser humano se ha vuelto estúpido» En su libro titulado: Homo videns. La sociedad teledirigida (Sartori, 1988) escribe que: El homo sapiens, un ser caracterizado por el logos, por la palabra, por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira sin pensar, que ve sin entender. La vídeopolítica transformada en espectáculo, en una televisión que favorece su emotivización dirigida y reducida a episodios emocionales muy intensos. De modo lamentable produce efectos en el público a fin de entretenerse cuenta una infinidad de historias lacrimógenas y sucesos conmovedores. La cultura de la imagen creada por la primacía de lo visible es dirigida a conmovernos a emocionarnos; manipula nuestros sentimientos. Aunque no podemos concebir a los seres humanos como pasivas víctimas, deciden no decidir. «Es el pueblo quien se esclaviza y suicida cuando, pudiendo escoger entre la servidumbre y la libertad, prefiere abandonar los derechos que recibió de la naturaleza para cargar con un yugo que causa su daño y le embrutece» (La Boéti, 1548).

    El acotamiento de un niño a la libertad comienza desde antes de que nazca, con las enormes expectativas de éxito que los padres depositan en ellos, pero no cualquier triunfo sino aquél proporcional al consumo; comprarse cosas, esta es la red simbólica que soporta al niño. Luego, la televisión se transforma en nana o niñera, en donde el niño crece con imágenes que le enseñan que lo que ve es lo único que cuenta. Los valores y principios de la vida están dictados por los guionistas de los programas infantiles y de los publicistas, que orientan al consumo desde temprano, se desmantela la función simbólica de las palabras en una dinámica de interlocución. La palabra se relega a un decir impositivo de la pantalla, cuya consecuencia es una actitud pasiva generando una actitud pasiva de quien sólo recibe información; o sea, una manera desvinculatoria con un carácter onanista.

    Quién abandona la posibilidad de ser un homo ludens, el juego como un camino hacia el conocimiento, como una forma para compartir con otros niños, adultos, etc. El homo videns es indiferente, pues sobre todo es receptivo, campo fértil para la manipulación, despojado de ideas y de vida propia, todo debe hacerse según arquetipos comerciales, los estereotipos norman lo que está bien (inn) y lo que esta mal (out). El niño crece junto al televisor, su concepción del mundo se vuelve una acartonada caricatura; conoce la realidad por medio de palabrería e imágenes y él se reduce a éstas. Se privilegia el campo de la especularidad, de lo visible, de ver para creer, la capacidad de estar y actuar está condicionada al espectro de lo visible, por lo que su capacidad de abstracción, de trascender, por decirlo de algún modo, lo que le dicta el ojo es sumamente pobre. Además, de un empobrecimiento del campo semántico, no sólo en cuanto al número de palabras, sino sobre todo en cuanto a la riqueza de significado. El concepto ahora es la imagen.

    En el mundo del homo videns no hay más autoridad que la de la pantalla: el individuo sólo cree en lo que ve, «lo vi con mis propios ojos en la televisión», queda atrapado «ya que una imagen vale más que mil palabras», de hecho es ya un modo de corroborar y certificar algo, en muchos productos comerciales aparece la leyenda: «como lo vio en la T.V.» Una manipulación de la cual el manipulado se transforma en defensor de su manipulador, en su principal abogado sin entender que la propia naturaleza del espacio televisivo tiende, irremediablemente, a descontextualizar las imágenes que transmite, pues mientras se ocupa de las últimas noticias y de las imágenes más escandalosas, margina otros aspectos que aunque pueden ser más importantes pero que no se puede generar una imagen para ser trasmitida por televisión. Por esto la noticia es aquello que tiene una imagen de preferencia sensacionalista o escandalosa o muy llamativa. Lo inquietante es que lo visible tiene el poder de la evidencia, como si uno mismo fuera testigo presencial de los hechos.

    La televisión lo convierte todo en espectáculo, atropella la posibilidad del diálogo: uno y la pantalla, simplemente, no tiene interlocutores. La imagen no discute, ¡decreta! Es al mismo tiempo juicio y sentencia, en tanto que cualquier otra opinión requiere de un discurso, de un diálogo que es aburrido e indescifrable para el ojo vacío. Si en los medios alguien es acusado es culpable inmediatamente, aquello que se discute en los medios es por fuerza importante, la boda de un actor se presenta en el mismo noticiero que la guerra en Irak. Además, obtiene el poder de penetrar en la intimidad de una recamara, en la sala de la casa, convivir con los niños y con los adultos, nos toma por asalto en los lugares en que somos más vulnerables.

    Como botón de muestra del poder que tiene la televisión, podríamos examinar muchísimos ejemplos, pero dos muy influyentes fueron en Brasil e Italia con Color de Mello y Sivio Berrusconí quienes son los propietarios de las cadenas más influyentes de televisión en sus respectivos países; de hecho, no tuvieron ningún otro mérito, ese fue lo que los llevó a la presidencia: su poder mediático. También como elemento significativo para ver el dominio de los medios en la construcción de falsas expectativas. La actitud que en EUA se dio en los «medios de comunicación especialmente en la televisión» En la intervención militar en Irak, carecieron del mínimo análisis crítico y de hecho se transformaron en el eco de la actitud beligerante, a fin de justificarla a través de una propaganda nacionalista llena de fraseología grandilocuente, incluso se llegó a despedir a los informadores que no mantuvieran el tono jacobino: «con nosotros o contra nosotros», «simplemente no hay más que dos sopas: eres amigo (forma en que se habla de los países rehenes o cómplices) o eres enemigo». Eres bueno y estás conmigo o eres malo y te encuentras aliado de los ejércitos terroristas. La actitud de los medios, de auto censurarse y de generar esa campaña nacionalista no fue producto de una Política de publicidad del Estado, sino simplemente resultado del «raiting», eso era lo que el norteamericano quería ver y escuchar, eso fue lo que las cadenas de televisión le dieron: al cliente lo que pida, sin importar que se tergiversaran los propios hechos. Para las televisoras le guerra es otro espectáculo que vende, nada más pero también nada menos.

    Los procesos electorales se vuelven una exhibición ridícula, además, de la imposibilidad de cumplir sus “promesas”. No hay programas de gobierno. Son rostros, frases aisladas y promesas llenas de emoción que se graban en la mente del elector. «La televisión nos propone personas en lugar de discursos […] El video-líder más que transmitir mensajes es él mismo el mensaje.» Las ciudades en las campañas políticas son espacios idóneos para colocar carteles con rostros sonrientes, cuyo sostén es sólo el slogan. La política por televisión se fundamenta en la exhibición de rostros, ropas, sonrisas, actuaciones, frases elocuentes y sentimientos sin importar de qué tipo de candidatos se trata, sean estos plurinominales, uninominales, federales, locales, etc. La televisión banaliza lo que toca incluso, el amor, la sexualidad, la educación y por supuesto la política, transforma en espectáculo la vida, aparece confundida al intentar comprenderse a partir de los parámetros que propone la televisión, por ello la idea de Aristóteles de que el hombre es un Zoon politicón, se está desquebrajando, para transformarse en un simple Zoon sin adjetivos: un ser de consumo, compro luego existo. Fácilmente manipulable, sin intereses políticos ni mucho menos el anhelo por transformar el estado de las cosas; de hecho, ni se pregunta sobre el estado de las cosas, se adapta de manera torpe o hábil, pero quiere encontrar un sitio para él en el mundo como el que ha visto el la T.V. Abusan de las imágenes cuyos efectos se constatan en la falta de interés por los procesos electorales, lo que redunda en abstencionismo, pero a fin de cuentas ¿qué es más importante?,la frase de los grupos que buscan perpetuarse en el poder: «al pueblo pan y circo, pero cuando falta el pan más circo». La característica de la cultura y el nuevo hombre se están haciendo solidarios, la aceptación de su condición servil.

    Como ciudadanos nos estamos transformando en algo viscoso, informe y maleable. Cuando José Ortega y Gasset y Sigmund Freud proponen que «el hombre-masa no atiende a razones», sus juicios eran exactos. El homo videns, aun en su individualidad es masa, ocupa el lugar de objeto se cosifica él mismo en un mundo de apariencia construido con cuerpos hermosos, ropas de marca; se promueve la emotividad y la excitación antes que el pensar sin examinar o argumentar una decisión. En un mundo es mejor comunicar con el menor número de palabras; sus condicionamientos los determinan sin sesgos racionales, se transforma en un automatón, un ente predeterminado por los intereses de las grandes empresas multinacionales que intentan vender sus productos en cualquier parte del mundo, con miras a unificar el mercado y uniformar a los consumidores para transformar la diversidad cultural en una global y uniforme pseudocultura, que permite vender el mismo disco en Singapur, Zaire y México.

    La difusión y empleo de encuestas pretenden ser llamada opinión pública, degenera en una aplicación inescrupulosa y tergiversada de los sondeos de opinión. La consistencia de las opiniones expresadas estadísticamente es casi nula, los grupos muestra son representativos rara vez, en general, son pobres sus argumentos y su profundidad inexistente. Así, quien da una respuesta equivocada o diferente a los deseos de la empresa se edita y desaparece, se encuentra lo que se busca con el propósito de manejar la pregunta se obtiene lo que se desea, la opinión que se obtiene es la de una doxa domesticada por los medios masivos de comunicación, no una doxa salvaje. Por lo general, la llamada opinión pública no es por fuerza la opinión del encuestado, sino la que el encuestador persigue. Hoy en día gobiernan los medios no el Estado.

    En el lazo social ha cambiado, las maneras de vivir la vida, la axiología se encuentra determinada por las modas y la cultura del consumo, se han modificado los contratos entre las personas, trabajar significa otra cosa diferente a la que se tenía hace 20 o 30 años. Hoy se genera un prestigio social pertenecer al engranaje de una importante empresa multinacional a la cual los individuos aspiran. El tiempo libre se llena de deportes o actividades extremas en las que la adrenalina transforma la calidad en cantidad de emoción, la sexualidad ha entrado en la lógica del consumo y en la cultura de lo desechable. No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, al contrario es su ser social lo que determina su conciencia; ¿de qué conciencia estamos hablando?, ¿de que ser social?, ¿cuál es el sujeto histórico llamado hombre en estos días?. Aparece ahora hombres bestias supertecnificados y animados por la compulsiva existencia programada; con miras a desear permanecer en el mundo sin mayores cuestionamientos existenciales, des-almados, con un alma alquilada o comprada. Para ser en el mundo se emplean un conjunto de prótesis y emblemas ontologizables: marcas prestigiosas, objetos de moda, con vistas a identificarse o de estar dentro de lo que la industria ha transformado en un nicho de mercado, eso es lo prestigioso. Existen maneras de estar en el mundo llenas de abusos sobre la mismísima condición humana, existe algo peor que la muerte: una existencia hueca, vacía, aplanada, programada.

    El contraste que se perfila es entre el homo sapiens y el homo insipiens. El homo insipiens (necio, compulsivo, impulsivo, orgullosamente ignorante, hombre-masa) siempre ha existido pero lo novedoso es que ahora es el modelo, la forma de vida a la que aspiran los jóvenes, a fin de mantener ligas sociales pobres por las avenidas de alta tecnología. Conceptos como solidaridad, amistad y amor son remplazados por competencia, individualidad, sociedad, uso sexual, etc. Una reorganización del hombre debido a la resemantización del mundo a la reorganización de las relaciones sociales. «¡Hombres miserables, pueblos insensatos, naciones envejecidas en vuestros males y ciegas cuando se trata de vuestra felicidad! ¿Cómo os dejáis arrebatar lo más pingüe de vuestras rentas, talar vuestros campos, robar vuestras casas y despojarlas de los muebles que heredasteis de vuestros antepasados? Vivís de manera que pudiérais asegurar que nada poseéis, y aún tendríais a gran dicha el ser verdaderos propietarios de la mitad de vuestros bienes, de vuestros hijos y hasta de vuestra propia existencia» (La Boéti, 1548).

    Siempre los pobres de mente han existitdo, la diferencia es que se multiplican y se potencian, al transformarse ahora en una manera idealizada, legítima desde los parámetros culturales, las culturas subalternas son el modelo ya no las hegemónicas. Se vende lo que es fácil de venderse, lo que se codicia de las clases hegemónicas es su poder adquisitivo, únicamente su poder de compra.

    La tesis de fondo de la presente ponencia es que un hombre que pierde la capacidad de abstracción se transforma en un ser incapaz para sostenerse y alimentar el mundo y las instituciones construido por el homo sapiens. Numerosas civilizaciones han desaparecido sin dejar huella, el hombre occidental ha superado innumerables caídas. Sin embargo a la luz de los teóricos este homo sapiens era el resultado de la lucha dialéctica entre sus fuerzas constitutivas del Eros y Tánatos, entre los salvaje y primitivo y lo social o lo cultural, lucha que hoy se traslada a Eros y Porné, desaparece el polo de lo salvaje y primitivo y aparece una condición de domesticación que tiene que ver con la porné, que representa lo pornográfico, los abusos, el maltrato, el sinsentido. Algo es pornográfico porque desaparece del territorio de Eros; implica lo banal, lo trivial, la pura forma sin fondo, lo desmetaforizado, la apariencia, el cadáver como excrecencia, la cópula sexual como inercia, como compulsión alejada del afecto, de la pasión, el querer sepulta al deseo. Se trata de vivir de una manera sana y adaptada a los estándares y arquetipos sociales. Esta manera alienada de vivir desechable, uno no debe construir lazos sentimentales con los objetos ya que pronto serán remplazados por los nuevos modelos, la primacía de la intensidad efímera y deleznable, de la acción sin concertación como puro arrebato, con la imposibilidad de la detención, de la dificultad del discernimiento, el mantener juicios poco o nada documentados, la falta de perspectivas personales, juicios fundamentados, ligas sociales endebles, donde las personas y las relaciones son prescindibles: ¡todo esto es vivir pornográficamente!. Estamos frente a algo mucho más complejo que un simple fenómeno cultural, si bien existen nuevas formas de conciencia, estas muestran otro tipo de relaciones, formas que muestran un hombre nuevo, un sujeto inédito para la historia, el factor que lo determina se encuentra en la producción y reproducción de la vida real, de la vida como es vivida en los programas de televisión, de la manera en que organiza el trabajo. En suma, de diferentes formas de relación y defensa de la producción y reproducción de la manera en que viven su vida, se trata de nuevos recipientes imaginarios para contener y dar forma al viejo orden simbólico.

    Bibliografía citada.

    La Boétie (hacia 1548) Sobre la servidumbre voluntaria En: httphttp://www.sindominio.net/oxigeno/archivo/servidumbre.htm

    Marx, Carlos, Crítica a la Economía Política, México, Siglo veintiuno 1979.

    Giovanni, Sartori. Homo videns. La sociedad teledirigida, traducción de Ana Díaz Soler, Madrid, Taurus 1998.

    Royo, Simón, La esclavitud en que vivimos,

  • Un psicoanalista ante la guerra o, mejor, ante las víctimas de la guerra

    Un psicoanalista ante la guerra o, mejor, ante las víctimas de la guerra

    Felipe Flores Morelos

    «Lamentaciones por la ruina de Ur

    Lamentación (Fragmentos)
    …Abandonado quedó, el redil se queda al viento.
    El búfalo dejó el establo, el redil se queda al viento.
    El amo dejó su granja, el redil se queda al viento.
    Enlil nos abandonó, el redil se queda al viento.
    Nippur nos abandonó, el redil se queda al viento.
    Ninnil deja ya su casa, el redil se queda al viento.
    ……………………………………………………………………………….
    ¡Ciudad, alza tu lamento; que sea amargo tu lamento!
    Amargo sea tu lloro, álzalo tan grande cuanto puedas.
    De una santa ciudad destruida el lamento ha de ser muy alto.
    Ur, la santa, ya derruida: amargo sea su lamento.
    Ladrillos de la ciudad, alzad el doliente son.
    Santuarios de las deidades, alzad el doliente son.
    ………………………………………………………………………………
    Se desató la tormenta: su aullido sopla en mi alma.
    Mujer dolorida soy… su aullido sopla en mi alma.
    Se desató la tormenta: saturada estoy de amargura.
    Todo el día cayó sobre mí la tormenta de amargura.
    Y aunque estoy estremecida, no huyo ante la tormenta.
    Nada en el día de consuelo: en la noche todo horror.
    Se alzó ante mí un lamento en la noche
    Y aunque me espeluzno de horror,
    No huyo ante la amargura.
    En el sitio en donde reposo vino a dar el torbellino,
    Y en medio de mi amargura, no huyo ante la tormenta.
    Yo, cual vaca que patea el suelo,
    Cuando al becerro ha perdido, bramo de amarga tortura:
    El horror en mi país reina.
    Yo, cual ave sin su nido, hago trepidar mis alas:
    Mi ciudad fue descuajada de sus cimientos.
    Ur yace en tierra; ya Ur no existe.
    Yo soy la esposa que llora en Enunkug, mi palacio:
    Nadie viene a consolarme: mi llanto corre sin freno.
    Queda cual cabaña de campo sembrado: toda endeble y solitaria.
    Cual tienda que tuvo mercancía y ha sido saqueada.
    Cual la troje que acumulaba granos y ahora está llena de polvo.
    Cual el redil de un pastor, que emigra y deja olvidado.
    Los destructores, subarianos y elamitas,
    Arrasaron mi ciudad: la dieron en treinta siclos.
    Cuando sus picas derrumban el muro,
    Gime atormentado el pueblo.
    Un hacinamiento de ruina dejaron:
    Gime atormentado el pueblo.
    La reina estaba gritando: «¡Ay de mi ciudad, ay!
    ¡Ay de mi casa, ay, ay, ay!
    Ningal el rey exclamaba
    ¡Ay de mi ciudad; ay de mi casa!
    Y yo su esposa decía: Destruida quedó, destruida…
    ¡Ay, Ur destruida quedó: su pueblo vaga disperso!» [3]

    A la memoria de Rafael.

    Era muy joven, apenas entrada en la adolescencia… tenía temor; pero también voluntad muy decidida. «-No hablaré (se dijo), no diré nada». Cuando la llevaron los militares ella se sostuvo, no habló cuando la torturaron, no habló por muchos años, perdió el habla. También estaba perdiendo la memoria. Trabajé con ella frente a frente, con un escritorio de por medio, con papelitos. A nuestro alrededor se escuchaban las voces del departamento jurídico y las teclas de la máquina de escribir. Ella apenas escribía, yo le hablaba y preguntaba, callaba, esperaba. Poco a poco lo papelitos se fueron haciendo palabras, poco a poco.

    Así también yo aquí, con este papelito en las manos temblorosas, con el pretexto de este coloquio… (invención, inventar, del latín invenire, encontrar), quizá yo también encuentre mis palabras.

    Mi lengua estaba atada, anudada, enmudecida. ¿Por qué tanto tiempo en silencio sobre esto? ¿No era necesario hablar, gritar, denunciar? Pero también fue necesario callar, estábamos convencidos de que la denuncia se convertía a la vez en difusión, toxicidad, contaminación ¿Cómo denunciar sin contaminar? Además, sus muertos en un momento se encontraron con los míos, su dolor se mezcló con mi dolor y su mudez se hizo la mía. Además, yo tenía prohibido hablar, había cosas de las que no se podía entonces hablar, era necesario callar para proteger la palabra, el grito, el gesto comunicativo, a los sujetos implicados. Solamente mi silencio les permitía hablar. Por eso todavía hoy no diré muchas cosas. Aunque mucho tiempo ha pasado y por eso mi lengua se desata; no diré nombres, lugares, circunstancias que puedan reconocerse. Además los actores ya desaparecieron, ya no sé dónde están ni quienes son hoy día. Cada uno lleva el nombre de muchos y cada ciudad se hermana con todas las ciudades. Yo también he cambiado.

    Si hoy denuncio y cedo a la palabra es porque la muerte no pasa de moda, ni el horror, ni la guerra de los poderosos; los genocidas siguen persiguiendo el poder, el asesinato, el engaño… como Ríos Mont de nuevo amenazando en Guatemala, como muchos otros… no solamente por dinero o por poder, sino también por el placer, por el goce de su mirar perverso… ya lo sabemos.

    Estoy tras una máscara, no sé quién soy, no debo ser quien soy. Mi rostro se esconde como en aquel dibujo que a mi pedido hacían dos niños: vivían en una casa de seguridad que ya no existe, habían nacido en la clandestinidad: ni su nombre, ni su rostro, solo caritas tras las máscaras claramente dibujadas, sólo máscaras, no sabían quienes eran ¡habían cambiado tanto de nombres! Ni de dónde venían. Pero, y finalmente, ¿no somos todos únicamente máscaras?

    Comencé a trabajar en esto por solicitud de un muy querido amigo hoy fallecido. Él me puso en contacto. A su memoria dedico esta lectura.

    «Y», así le llamaré, tenía ya a sus 8 años varios intentos de suicidio. No era el único; él y otros de sus compañeritos se tiraban de las literas cabeza abajo, con el deseo de romper el mucho ruido que les atormentaba. A «Y» lo llamaba su madre desde el río en que había sido ahogada, en su presencia, y un día se tiró al aljibe de la casa. Había visto llegar a los tigres devoradores de carne humana, el terror se había congelado en su mirada; huyó después, se escondió algunos días haciéndose el muerto entre los cadáveres amontonados hasta que no escuchó más la presencia de los aterrorizadores; el hambre lo movió a caminar hasta que, exhausto a su tierna edad, se encontró con otros caminantes; juntos se salvaron la vida.

    Yo no sabía a qué me enfrentaría. ¿Cómo trabajar a tan grande distancia y pudiendo venir solamente un fin de semana cada quince días? ¿Me alcanzaría la teoría psicoanalítica que había adquirido para poder callar y abrirme a lo nuevo y a lo desconocido? ¿Cómo perder mi rigidez escolástica de defensor de settings y de dispositivos sin perder por ello el silencio, la ausencia, las orejas; para seguir siendo analista, es decir «hombre de palabra»? ¿cómo, en estas condiciones, garantizar la escucha?

    Después vinieron los demás chicos, las «madres», la asamblea, la comunidad terapéutica, las revelaciones, las sorpresas, el traslado y el final de la experiencia. Fue una prueba importante en la tensión, in-tensión, entre la creatividad necesaria y la fidelidad al psicoanálisis. Creo que aprendí mucho, pero no quiero hablar de eso ahora, quizá después. Una cosa estaba clara: la creatividad funcionaría solamente si se mantenía la fidelidad al psicoanálisis; por lo menos ese fue nuestro principio.

    Esta experiencia era sostenida con las aportaciones de una organización internacional que desde la segunda guerra mundial apoya proyectos de «asistencia» a las víctimas de guerra, especialmente si son niños. Esta misma organización organizó un encuentro de personas de diversos países y campos de trabajo interesados en la misma problemática. Eso me permitió después pasar al ACNUR y continuar algún tiempo más en esta área.

    Comencé trabajando con niños… todos jugaban a la guerra. En cada sesión se hacía la guerra, una y otra vez. La guerra era asunto de la cotidianidad, la guerra era tan común que era impensable vivir sin ella o que algún lugar del mundo no estuviera inmerso en ella. «¡En tu país no hay guerra! ¿cómo podrá ser eso?» Recuerdo, sin embargo, una ocasión en que después de algunos meses de trabajo la mayor de los pequeños gritó: «¡Basta! No se puede hacer la guerra todo el tiempo… ¡hay que reconstruir el país!»: había vuelto a ver a su padre. Cometimos errores importantes. Por ejemplo, introdujimos el canasto de juguetes en un grupo donde ningún niño los había tenido jamás y en un inmueble en colonia adinerada; ustedes entienden: se nos coló la sociedad de clases en un santiamén. Tardamos mucho en resolver el problema. Cambiamos el lugar y los medios de trabajo. Además, no podíamos tener solamente al grupo de niños en nuestro único espacio: estaban los hermanos y las mamás presentes: había que organizar actividades elaborativas para ellos mientras funcionaba el grupo terapéutico. Las madres podían venir una vez a la semana desde poblaciones lejanas para que sus niños fueran atendidos.

    Recuerdo especialmente a dos pequeños: «T», que no crecía; le habían revisado diversos médicos, «no tenía nada». Como «tambor de hojalata» se negaba a crecer, no quería dejar de usar la última ropa que había recibido de su padre. «M» por su parte, era una pequeña que gustaba de dibujar mucho, especialmente mariposas, mientras decía su nombre: «Mari… mari… posas». Tenía en la piel manchas de colores claros y obscuros. No sabíamos por qué. En una ocasión, al señalarle que dibujaba, casi invariablemente, al sol con una enorme sonrisa y muy visibles y puntiagudos dientes pudo comenzar a contarnos su historia. A su pueblo habían llegado los tigres que devoran a los hombres. Ella y su madre estaban fuera del poblado, lavando la ropa en el río. Su padre corrió a avisarles pero ellas ya habían huido en la lancha de un mexicano que las pasó a la ribera de nuestro territorio, en ella, detrás de unos matorrales se escondieron y desde ahí vieron cómo a su padre lo asesinaban y abandonaban el cadáver. Pasaron horas, días, escondidas, mirando, famélicas, cómo las «rapiñas» devoraban el cadáver abandonado del padre.

    Los que más sufren generalmente son los más pobres y los más débiles: mujeres, ancianos, niños. Basta que haya alguien débil para que aparezca quien abuse de él. Los varones generalmente no llegaban a refugiarse, morían antes de lograrlo. Los tigres se ensañaban aterrorizando a las poblaciones, asesinando a la gente públicamente: por ejemplo a las embarazadas, a las cuales abrían el vientre para introducir en ella su tortilla y devorarla ensangrentada al grito de «¿Qué comen los tigres? ¡Los tigres devoran carne humana!»

    El grupo de niños llegó a un término y comenzamos a atender a la población adulta. El ACNUR creó un organismo especial para su atención. Exiliados, refugiados, víctimas de la tortura, aterrorizados, en general muy dañados, procedentes de casi toda Centroamérica; aunque alguna rara vez llegaba por aquí algún europeo. Todos eran pobres, generalmente campesinos. Con ellos estaban todos los miserables, los explotados, los excluidos de este mundo, los destinados al exterminio.

    Trabajábamos en varios planos: trabajo individual y/ o grupal (grupos terapéuticos, grupos de elaboración inicial -después varios pasaban a trabajo individual-, grupos operativos con metas diversas -como, por ejemplo, constituir una cooperativa-). Los que teníamos formación analítica aprendimos a trabajar con compañeros que tenían otros enfoques de trabajo, así que a las dificultades con los refugiados se añadieron las de la necesaria creación de «interfases», las llamaré así, que nos permitieran ubicar nuestro trabajo y articularlo con el de otros. Además tratábamos de estar al corriente de lo que se hacía en otros países ya sea con población latinoamericana, del norte o del sur, o con población, por ejemplo, de lengua árabe o centroeuropea. Así supimos del Colat, en Bélgica y de las clínicas escandinavas para víctimas de la tortura.

    Cada día, cada uno de nosotros se veía sumergido a través de la expresión verbal, o gutural, o corporal, o todas ellas, en la soledad, en el desamparo más completo, en el dolor de las pérdidas irreparables, en los duelos en todos sus estados, y habitualmente también, en lo siniestro, en el horror, en el museo de las crueldades, en la creación interminable y reiterada de todos los fantasmas: del cuerpo despedazado, de las pulsiones parciales y las zonas erógenas cualesquiera, de las pulsiones desintrincadas más primarias, de la voluntad perversa y planificadora de la degradación y de la destrucción. Con frecuencia no se trataba solamente de aterrorizar para frenar las acciones, ni de eliminar sádicamente al enemigo, sino de gozar morosamente, desde la miseria que habita en la obscuridad del hombre, en el diseño pervertido del teatro loco de la muerte.

    «H» vino a verme muy angustiado, por decir poco. Estaba en un estado lamentable. No duraba en los trabajos. Cada vez que alguien se le acercaba por la espalda o inesperadamente él saltaba con agilidad increíble y se le iba encima. Alucinaba. Las fotografías y las ilustraciones de las revistas se deformaban y sangraban. «Vengo porque no sé hacer otra cosa que matar» me dijo. Había sido militante de una organización revolucionaria en Centroamérica; pero no solamente… como supe meses después. Tenía cuatro años cuando su padre mató a su hermano, a patadas, en su presencia. Huyó y atravesando el campo llegó a la casa de su abuelo; este lo recogió para hacerlo trabajar desde la madrugada hasta la noche en la milpa –padre padrone-; así pasó varios años hasta que volvió a huir. Atravesó el bosque, la frontera, comenzó a trabajar en un taller de hojalatería. A los 12 o 13 años la organización revolucionaria lo enroló para volantear. Muy pronto participó en una acción militar, en un ataque a un cuartel del ejército. Fue capturado y maltratado. Llevábamos ya varios meses trabajando cuando me contó como ese mismo ejército lo enroló por la fuerza. Lo llevaron a un campo militar para entrenarlo, era muy joven, todavía menor de edad. Se fijó en una joven prisionera en el campo. «Te gusta ¿verdad? Pues ahora tienes que verla y sacarle la verdad» le dijeron. Esto equivalía a violentarla, quizá a torturarla. Se negó. Lo obligaron a golpes. Una noche llegaron unos encapuchados a su dormitorio, lo llevaron y lo torturaron. Eran algunos de sus compañeros del cuartel. Se quejó ante los superiores y estos le aconsejaron vengarse haciéndoles lo mismo, en su rabia aceptó. Así comenzó su entrenamiento como torturador. El entrenamiento lo condujo a las más abyectas y degradadas condiciones. Debía tornarse en un buitre, en un comedor de carroña. Así, literalmente, lo dejaron caer en paracaídas en medio del bosque, sin medios. Debía sobrevivir como fuera y demostrar, haciendo de sus huesos un collar después de haber peleado al buitre su botín y habiéndolo comido para sobrevivir. Enloqueció. Fue internado en un psiquiátrico militar y permaneció en él varios meses. No quería volver a su tarea de torturador ni quería regresar al ejército. Debía salir del país. Alguien le ayudó a escapar en una ambulancia dentro de una bolsa para transportar cadáveres. Caminó, caminó kilómetros y kilómetros, atravesó países y llegó a México.

    Al terminar la jornada de trabajo, que tenía que ser diversificada y corta, teníamos una enorme y ambivalente necesidad de hablar entre nosotros: «Hoy me enteré de otra nueva», pero sin decir en qué consistía. Necesitábamos hablar, elaborar entre pares, pero al mismo tiempo no queríamos repetir lo relatado y deseábamos cuidarnos unos a otros de la sangre que bañaba nuestra alma.

    Había que denunciar, gritar lo que sucedía. Pero muchos lo hicieron y nadie les creyó o tuvieron poco o nada del efecto buscado…

    O peor, estábamos, y creo que aún lo estamos, convencidos del efecto contaminante, tóxico, venenoso, que las palabras y los gestos vehiculizaban. Poco a poco todos volvimos a análisis. Sostenerse en el lugar del analista nunca fue tan difícil. Pocos permanecieron mucho tiempo. Así les pasó a algunos más en otros organismos y países: a los escandinavos, por ejemplo, que no muy metafóricamente «estallaron» su clínica psiquiátrica después de comenzar a agredirse entre ellos, si el rumor era cierto nunca lo comprobé. Me fui después de algunos años. Varios nos fuimos. El único espacio en que pude, por muchos años, hablar de esto fue el espacio de mi análisis. Por muchos años el material, las notas, etc. ha quedado guardado en el silencio. Esta es la primera vez que hablo públicamente sobre el tema. Me movió a ello la pretensión del genocida Ríos Mont de alcanzar otra vez el poder en Guatemala, la guerra contra Irak, la convicción de que no se trataba de contar una historia pasada, sino de algo que de un modo u otro, por desgracia, está siempre vigente.

    Reformulando: En lo que hasta aquí dicho, de este modo tan personal y tan testimonial, he querido dejar ver muchos problemas y provocar muchas preguntas: Sobre el dispositivo de la escucha, sobre la ética del analista, sobre los alcances de la teoría psicoanalítica, sobre la psicopatología, la perversión y las psicosis, sobre las diversas maneras de romperse los sujetos y sobre sus líneas de fractura, sobre la transferencia, sobre las maneras de reparación y reconstrucción o construcción del sujeto, sobre lo que podría ser un trabajo preventivo, sobre los alcances y limitaciones de una clínica psicoanalítica de la guerra en y fuera de las instituciones, sobre las diversas maneras de la violencia, sobre el análisis del analista, sobre la especificidad de este campo clínico y teórico: «la clínica psicoanalítica de guerra».

    A estos temas de trabajo habría que añadir los referentes al enlace entre la clínica psicoanalítica y las instituciones; y entre la teoría psicoanalítica y las ciencias sociales. Cuando se da una guerra cada uno de los individuos implicados se ve afectado más o menos profundamente, también dependiendo de su estructura psíquica, pero también el conjunto de las redes sociales y el conjunto de los significantes compartidos desde los cuales se estructura el sujeto. Hace falta más trabajo que explique la relación entre la estructuración del sujeto y el conjunto de redes sociales y de significantes compartidos en una cultura dada: es decir, en la interfase entre el sujeto y lo social. Por otra parte los procesos mencionados no afectan solamente a las víctimas directas, sino que, por mediación intergeneracional y por el desmembramiento de la coherencia simbólica social, afectan también a sus hijos y aun a las generaciones por venir. Esto ha sido claramente descrito, que no explicado, en relación con, por ejemplo, la Shoah. Seguramente los efectos de las guerras en Centroamérica, en Afganistán, en Irak… otras más en África, y las que siguen… afectarán a varias generaciones no solamente en lo social y cultural, sino en la constitución misma del psiquismo.

    Esta breve intervención desea ser también una convocatoria a trabajar en equipo sobre el tema; va especialmente dirigida a los muchos que en muchos países se ocuparon o se ocupan del problema. Este trabajo es muy difícil de hacer solo. No hay que olvidar en ningún momento, sin embargo, que lo que podamos aprender sobre el tema no solo servirá para la clínica y la función del analista, sino que puede también, como ha sucedido, servir al enemigo de los hombres.

    «Por la atención que se sirvieron prestar a la presente…»

    Muchas gracias.

    [1] Intervención en el coloquio «Política y psicoanálisis» organizado por Invención del Psicoanálisis, A.C. el 27 de septiembre de 2003, en México, D.F.

    [3] Este poema se editó por primera vez en Assyriological Studies, del Instituto Oriental de la Universidad de Chicago, en l940 (citado por Angel Ma. Garibay K, Voces de Oriente, México, Porrúa, Sepan Cuantos…, 1982, p. 29s). La ciudad de Ur fue destruida por el año 2006 A.C. La caída fue famosa en todo el Oriente y se hicieron varios poemas. Ur estaba al norte de Uruk, en Mesopotamia. La población más importante de esta cultura de Sumeria fue Babilonia, hoy en Irak.

  • Una oscura pasión

    Una oscura pasión

     Alberto Constante

    Peores son los odios ocultos que los descubiertos

    Séneca

    Escribo «los servios» como puedo escribir «los kurdos», «los bosnios», «los judíos» y tantos otros. «los homosexuales», «los negros», «los indígenas», las mujeres. Lo escribo así, con minúscula, para decir que no pienso en naciones. En plural, como dijo Lyotard, para indicar que no invoco con ese nombre a una figura o a un sujeto político, religioso, ni filosófico. Entre comillas, para evitar la confusión de éstos con aquellos reales. Todos constituyen el objeto del no ha lugar por el que estas minorías son golpeadas realmente por una obscura pasión: el odio.

    El odio se desnuda hoy en día en el seno de nuestro malestar social. Sus expresiones infunden tanto el despertar de los viejos nacionalismos [1] hoy reeditados, como el incremento de los integrismos religiosos, del antisemitismo a las diversas formas de xenofobias o también a la proliferación de las manifestaciones del odio a sí mismo (como son las distintas formas de melancolía, o los diferentes pasajes al acto suicidarios) [2] .

    Lacan advertía que no hay teoría de la historia que pueda dar cuenta de la barbarie desencadenada por la promoción del odio racista tal como se encarnó en el nazismo;

    «Hay algo profundamente enmascarado en la critica de la historia que hemos vivido-el drama del nazismo-, que presenta las formas mas monstruosas y supuestamente superadas del holocausto… nada es capaz de dar cuenta de este resurgimiento mediante el cual se evidencia que son muy pocos los sujetos que pueden no sucumbir, en una captura monstruosa, ante la ofrenda de un objeto de sacrificio a los dioses oscuros. La ignorancia, la indiferencia, la mirada que se desvía, explican tras que velo sigue todavía oculto este misterio. Pero para quien quiera que sea capaz de mirar de frente y con coraje este fenómeno, y repito, hay pocos que no sucumben a la fascinación del sacrificio en si-el sacrificio significa, que en el objeto de nuestro deseo, intentamos encontrar el testimonio de la presencia de ese Otro que llamo aquí el Dios oscuro»

    (J. Lacan, 24 de Junio 1964).

    Tenía razón. En la Shoah caducaron todos los Otros, y en cualquier testimonio, hasta el dios más personal fue sospechoso de desear ese mal. «¿Y si Dios se pone del lado del enemigo?» se preguntaban. ¿Fue la Shoah un precursor brutal de los tiempos en que «el Otro no existe»? Entonces, la Shoah es el caso único y primero en que no sólo se pierde el nombre, no sólo todo lo simbólico queda agujereado, no sólo se produce una mortificación constante del cuerpo, sino que se pone en escena como alternativa última y única, la presentificación de un real hasta entonces innombrable. Es cierto, esa inscripción evoca en su espesor intertextual otro enunciado -«después de Auschwitz»- que, sin embargo, se concibió tan irrepetible como la experiencia límite a que se refería. Como precisa Lyotard: «Auschwitz es un modelo, el modelo es una especie de paraexperiencia (…) en la que la herida del espíritu no cicatrizaría….» [3] . La xenofobia, en sus diferentes expresiones, ensombrecería no sólo el siglo XX, sino éste que despunta. «¿Cuál es la intención del discurso del odio si, en realidad, no aspira a cambiar nada?… La tolerancia a la diferencia es tan solo una forma diferente de tolerancia que habilita a los gobiernos para tratar los conflictos étnicos y raciales en otras naciones de acuerdo con sus propios intereses» [4] .

    De todas las virtudes, la más abierta e insistentemente promocionada por la Ilustración es sin duda la tolerancia. Ya antes del siglo de las luces diversos autores como Milton o Spinoza, habían abogado elocuentemente por ella. Pero son los nombres de Locke, Voltaire, Diderot, Kant o Lessing los que han quedado más decisivamente unidos a los orígenes modernos de esta reclamación fundamental, cuya exposición clásica aún sigue siendo el On Liberty de Stuart Mill. Pero, ¿en qué consiste la tolerancia? La tolerancia es el reconocimiento del derecho a no creer: a no creer en la religión establecida, en la ciencia establecida, en el orden establecido, en la democracia establecida, en la sexualidad establecida, en el sentido común establecido, en todo lo que de una u otra manera hemos falicisado. No hay consideración de orden público o estrategia democrática que justifique el castigo de un ser humano por lo que supone, añora o respeta; no hay intransigencia de la verdad, sino esa verdad de la intransigencia que pretende conseguir un ser humano sin trasfondo, sin sorpresa y sin discrepancia: es decir, que pretende acabar con la humanidad misma.

    El diccionario político de Basil Backwell [5] la define del modo siguiente: «Determinación de no prohibir, obstaculizar o interferir una conducta que se desaprueba, cuando se tiene el poder y el conocimiento necesario para hacerlo». En esta definición negativa se aportan dos datos importantes: la desaprobación por lo tolerado, piedra de toque de la tolerancia, y el poder de obstaculizar o prohibir en el tolerante. El primero subraya que tolerar no es suspender nuestro juicio acerca de creencias y conductas, sino renunciar a utilizarlo como fundamento de persecución; el segundo indica que la tolerancia nunca es la resignación del impotente, sino la restricción voluntaria del poderoso.

    Como todas las virtudes que pueden atribuirse tanto a individuos morales como a instituciones públicas, la tolerancia implica numerosos conflictos entre lo que Max Weber llamó «ética de los principios» y ética de la responsabilidad». El problema fundamental es determinar los límites de lo intolerable, pues la tolerancia no debe confundirse con ni con la simple indiferencia ante lo que ocurre a nuestro alrededor ni con la indulgencia cómplice con crímenes y desafueros. Por ello, ante la exigencia de tolerancia en el mundo actual, no podemos olvidar que la petición de tolerancia brota como una reacción ante la intolerancia, no al revés.

    Desde Nerón y Constantino, pasando por la Inquisición, hasta Auswichtz y el Gulag, el mundo ha conocido constantes persecuciones de toda índole. El poder de cada jefe político o religioso se ha afirmado en la unanimidad forzosa y en el exterminio o el sometimiento de los diferentes. El término «etnia», por ejemplo, sirve para acotar el campo de estudio de una de las ciencias humanas que ha alcanzado mayor desarrollo y resultados más interesantes en nuestro siglo, la «etnología». Pero también es el nombre de una suerte de Leviathan. Su sanguinaria tarea ha despedazado los Balcanes, amontona cientos de miles de víctimas en Palestina o Ruanda, ha diezmado a los indígenas en varios países latinoamericanos, y provocó, casi hasta la extenuación, estragos en Timor Oriental [6] ; impidió hasta hace muy poco la convivencia civilizada en Irlanda y la sigue dificultando seriamente en el mundo contemporáneo.

    Esta palabra, «etnia», casi una metáfora, se ha convertido en uno de los peores nombres del espanto humano, ella nos ha enseñado que los crímenes nunca quedan fijados en un pasado histórico; por el contrario, se encierran en un presente eterno desde el que piden justicia a gritos.

    En todas estas guerras siempre aparece en el fondo una evocación de la génesis misma de la violencia fratricida mitológicamente formulada en el texto de la Biblia: la historia de Caín y Abel que pone en escena la rivalidad asesina entre dos hermanos que se desencadena bajo la mirada arbitraria y terrible del Padre. Abel criaba ovejas y Caín cultivaba el suelo. Al final de la temporada ambos llevaron su ofrenda a Dios: productos de la tierra para el uno, productos de los animales para el otro. «El Señor giró su mirada hacía Abel y su ofrenda pero desvió su mirada de Caín y su ofrenda. Caín se irritó enormemente» [7] . Freud también formuló un mito en Tótem y Tabú. El odio al Padre, figura fantasmática y figura mítica en la cual se proyecta el acaparamiento de todos los bienes y todos los goces, en particular el goce de todas la mujeres. Los hijos lo asesinan pero, luego, y bajo el peso de la indomable culpa, elevan al padre odiado a la figura de un padre idealizado del amor, un padre todo amor que ama a todos los hijos por igual. Es en el nombre del padre muerto que los hijos pactan un Contrato Social sometiéndose voluntariamente a la ley, que es prohibición del goce de al menos una mujer. En el mito de la horda primitiva reside el origen de la prohibición, ahí la Ley adviene con la desaparición del padre. Interdicción y odio. Lacan dice que incluso tras su muerte y sobre todo a causa de ella, no puede evitarse el refuerzo de la Ley [8] . Uno de los mitos pone en escena el odio asesino entre hermanos diferenciados por la mirada de Dios Padre; el otro, pone en escena el odio de los hijos ante un padre tiránico acaparador de todos los bienes, y de todas las mujeres. El mito bíblico pone en escena:

    1. La voluntad terrible y arbitraria del padre (en este caso ante las ofrendas sacrificiales de sus hijos);
    2. Una demanda divina de esa mirada que requiere más y más ofrendas(apetencia superyoica) para ser satisfecha y que sólo se calma, mas no se satisface, con el sacrificio de Abel;
    3. La faz profundamente maligna de Dios; y
    4. La génesis de nuestra existencia signada por el crimen.

    El mito freudiano pone en escena

    1. El odio hacia el padre, como relación primera;
    2. El odio ligado a los intereses yoicos narcisistas;
    3. La figura del Padre que, en contrapartida, y gracias a la culpa, se constituirá como figura idealizada en el amor.
    4. La ley referida a una instancia idealizada o, en términos lacanianos, a un puro significante.

    Los ejemplos que hemos evocado aquí intentan ilustrar que el «horror» no escapa enteramente a la producción inconsciente, efectivamente, el odio al padre está en el origen de la ley simbólica de la interdicción, es decir, del lazo social o, al registro de la producción imaginario-simbólica que rige a la formación de un grupo humano en una comunidad [9] . Pero además, Freud llamó a los fenómenos de segregación el «narcisismo de las pequeñas diferencias» que introduce hostilidad en las relaciones de quienes precisamente más se asemejan entre sí: hacia los vecinos del próximo barrio, hacia los habitantes del pueblo limítrofe, hacia los creyentes de una religión levemente disímil de la nuestra, hacia los inmigrantes que vinieron aquí desde fuera tal y como nuestros padres o nosotros mismos.

    El registro de la segregación y de los fenómenos que de él se derivan como la exclusión, la violencia, y el genocidio sólo se desarrollan completamente en la medida en que movilizan lo que hay de más sagrado en la socialización del sujeto, a saber: el Nombre del padre, su mirada «aprobadora» y la invocación angustiante de una amenaza de invasión que propiciaría el retorno por la mirada maligna del extranjero. Parece ser muy difícil dar cuenta de las lógicas de la exclusión o del genocidio (o de purificación étnica) sin convocar el lugar del «complejo paterno». ¿Cuál es entonces, desde el psicoanálisis, la génesis de esta «obscura pasión»?

    En efecto, si seguimos los rastros de la pasión del odio y sus consecuencias en las formaciones colectivas, cuatro son las líneas que abren la perspectiva psicoanalítica trazada por Freud y, posteriormente, por Lacan.

    • El narcisismo, sin duda es el rasgo identificatorio en torno al cual se agrupan las comunidades, el rasgo diferencial con el cual se marca al otro como extranjero a excluir y segregar y, en particular, los fenómenos que Freud clasifica bajo el título de «narcisismo de las pequeñas diferencias».
    • La tendencia natural del hombre a la maldad, la agresión, la crueldad y la destrucción, que viene del odio primordial y tiene incidencias sociales desastrosas, pues el hombre satisface su aspiración al goce a expensas de su prójimo, eludiendo las interdicciones [10]
    • Como debe renunciar a satisfacer plenamente esta agresividad en sociedad, le encuentra un camino de salida en los conflictos tribales o nacionalistas. [11]
    • Los desarrollos de Lacan acerca del odio que deben ser referidos a una teoría acerca de la economía del goce.

    Lacan definirá en la dimensión del goce aquello que es específico de la pasión del odio tal como ella se realiza en el racismo: el racismo es el odio al goce del Otro. El sujeto goza en detrimento del otro semejante. Nada más cercano a la definición de la violencia que la búsqueda de la división subjetiva, la cual apunta al sufrimiento o a la anulación material o simbólica del semejante, reduciéndolo a la condición de objeto. Es esta suposición del Goce del Otro la que se ofrece como objeto a la pulsión de muerte, al Otro constituido como «extranjero». Por ello, definir el racismo como el rechazo de la diferencia no basta [12] .

    Entonces, ¿qué descubre el psicoanálisis concerniente al odio? Su presencia indestructible en el inconsciente. Esta presencia es a tal punto permanente e indestructible que Freud llega a formular una primera tesis respecto a este oscuro afecto: el odio es precursor del amor y debe postularse la existencia de un odio originario. Por ello, se ve conducido a afirmar que la fuerza psíquica del odio es mucho más fuerte de lo que pensamos. Esta fuerza indestructible, este empuje a un retorno siempre posible del odio, sólo puede ser explicado por la conexión de esa oscura pasión con la pulsión de muerte. Freud hace del odio el afecto propio de la tendencia a la destrucción, y a esta tendencia la representante de la pulsión de muerte. Si tenemos en cuenta que para Freud «Toda pulsión es pulsión de muerte» se ve que este registro indestructible del odio es el registro mismo del empuje a la satisfacción pulsional, indiferente al objeto y ciega en cuanto a la preservación del otro. La fuerza al odio le es dada de su nexo con la pulsión de muerte.

    El mundo es lo primariamente odiado; el mundo, siempre extranjero. En el comienzo lo exterior, el objeto y lo odiado son idénticos. Sólo después, una vez que el objeto se manifiesta como fuente de placer es amado, pero entonces es incorporado al yo de tal modo que el yo-placer vuelve a situar como odioso todo aquello que le es extranjero.

    Freud no duda en afirmar que los grupos humanos necesitan de la formación de círculos reducidos para abrir una vía de solución a la pulsión de destrucción, convirtiendo en enemigos a quienes se sitúan en el exterior del círculo. Se ama según la identificación, se odia también según ella, pero al contraidentificado. ¿Qué concluir entonces? La estructuración misma de la identificación significante es acompañada por la creación de un objeto de rechazo ofrecido a la insaciable satisfacción pulsional. El resto de goce -resto de real no absorbido por lo simbólico- que no entra en la circulación significante regida por la identificación, hace retorno para alimentar nuestra obscura pasión.

    Nada permite sostener la idea de una evolución de la civilización que aseguraría, según el pensamiento de los positivistas y la ilustración, el pasaje de la barbarie a la civilización entendida como erradicación definitiva de las potencialidades destructivas. Como el superyo, la lógica capitalista impone una voracidad ilimitada: entre más se le ofrece más demanda. Hoy, cuando parece jugarse el enfrentamiento sin mediación entre un mercado internacionalizado e identidades replegadas sobre sí mismas, la diversidad de las culturas tiende a disolverse en el anonimato o bien, inversamente, se transforma en nacionalismos identitarios intolerantes que desembocan en los estragos de la purificación étnica y condena a las minorías numerosas a la deportación, la violación, al exilio o a la desaparición.

    Lacan, con Freud, nos conduce a una conclusión inquietante. Una conclusión que intenta dar respuesta a un interrogante que no es el por qué del odio y de la violencia, sino el por qué el amor y la paz, cuando dicen que a lo que retrocedemos frente al odio es a atentar contra la imagen del otro, sobre la cual nos hemos formado en tanto «yo». Nos encontramos en el campo de las identificaciones imaginarias y simbólicas que tienen su importancia fundamental en la constitución del sujeto, las relaciones y el orden social, es decir, lo político. Pero si estas identificaciones son objeto de leyes supremas y muestran al mismo tiempo todos sus fracasos, quiere decir que la identificación sobre la que se constituyen tiene el carácter de un «hueco» [13] . Tanto en lo imaginario como en el simbólico, la falta y el vacío son sus características. «Las imágenes, dice Lacan, son engañosas (…) También el hombre, en tanto que imagen, es interesante por el hueco que la imagen deja vacío» [14] .

    Alberto Constante

    [1] Se suele contemplar la aceleración del proceso de globalización como preludio del fin del estado-nación. Pero realidades como los bloques políticos antagónicos o los nacionalismos indican su pervivencia como principal instancia política. ¿De qué hablamos cuando decimos «nacionalismo»? Históricamente se podrían distinguir dos tipos básicos: un nacionalismo separatista o centrífugo (representado hoy en el nacionalismo vasco, el escocés, el proyecto de «Padania» de Bossi…) y otro unificador o centrípeto. El primero es de base étnica, y en gran medida es una reacción frente al segundo, que se basa en el concepto de nación como proyecto político integrador. Los nacionalismos actuales promueven un hecho diferencial que en realidad es siempre preferencial: esta identidad en vez de aquélla. Y el establecimiento de una preferencia propia como derecho incontrovertible sobre otros (sea apelando a fundamentos étnicos, como en la ex Yugoslavia, o socioeconómicos, como los de la Padania de Bossi) despierta de inmediato una feroz resistencia de igual signo y la discordia civil.

    [2] M. Zafiropoulos y P. L. Assoun, La haine, la jouissance et la loi, Anthropos, Paris, l995.

    [3] Jean Francois Lyotard, La diferencia, Gedisa, Barcelona, 1991, p. 208.

    [4] Renata Salecl, (per)versiones de amor y de odio, Ed. Siglo XXI, México, 2002, p. 135

    [5] David Millar, Diccionario político, ed. Basil Backwell, Oxford, 1987, trad., esp. Alianza Editorial.

    [6] Desde el 20 de mayo del 2002, la República Democrática de Timor Oriental es el país número 190 de la Organización de Naciones Unidas. El nacimiento de la nación más joven del planeta nos enseña que la dignidad de un pueblo puede ser más fuerte que la supremacía militar de cualquier potencia mundial.

    [7] Pareciera que el tiempo soñado de la venganza se caracterizara por la simultaneidad.

    [8] Para Lacan «…el goce permanece tan interdicto para nosotros como antes -como antes de que supiésemos que Dios está muerto». La prohibición del goce le sobrevive a aquél -el padre- que aparece como su principal obstáculo. Entonces, ¿cómo se puede entender la subsistencia del goce incluso en medio del odio? Sólo sería porque el padre de la horda, el padre cruel y gozoso, es él mismo portador de un mandato de goce. El mito del padre de la horda, aparece metafóricamente, en los discursos de autoridad en el que no hay espacio simbólico para la participación del otro. Cfr., Jaques Lacan, Seminario 7, «La ética del psicoanálisis», ed., Paidós, México, 1988, pág. 223.

    [9] Todas las guerras, todos los conflictos xenófobos, los odios sepultados bajo el fragor de la palabrería han dejado inscripto un «después-de» que no es simplemente el marcador temporal de una periodización sino la figura de un hiato abierto en el mismo espacio donde se escribirán los relatos de nuestra historia cuando ese pasado ominoso haya cesado de ser reciente.

    [10] Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, Obras Completas, Amorrortu Buenos Aires.

    [11] Sigmund Freud, El malestar en la cultura en Obras Completas, ed. cit. No pueden abordarse estas formaciones sin pasar por la erección del monumento al Padre. El padre sigue siendo el operador que distribuirá tanto la vía del amor idealizante y pacificador como el retorno del odio mortífero que el resquebrajamiento del dispositivo idealizante puede inducir, ilustrando así las raíces inconscientes en las cuales todo lazo social se afinca. En este punto conviene recordar el mito freudiano de Tótem y Tabú, que coloca en el inicio del contrato social el acto de parricidio.

    [12] El racismo de los discursos en acción no se reduce a un puro problema de identificación, sino que concierne a lo que en el discurso no es lenguaje: es decir, al goce

    [13] Jaques Lacan, La ética del psicoanálisis, en op. cit. pág. 237

    [14] Ídem.

  • Presentación

    Presentación

     José Eduardo Tappan Merino

    Los días 26 y 27 de septiembre del año en curso [2004] tuvo lugar en el auditorio Alfonso Reyes de El Colegio de México un coloquio sobre Política y Psicoanálisis.

    Las circunstancias vividas entre marzo y agosto por un grupo de psicoanalistas que hasta entonces había trabajado en el Centro de Investigaciones y Estudios Psicoanalíticos (CIEP), hicieron impostergable ese debate, originalmente propuesto por Alfonso Herrera. Era preciso generar una reflexión sobre la política que impera entre las instituciones psicoanalíticas y sobre la política implicada como ética en dirección de una cura. Aunque formalmente la organización de dicho coloquio se atribuyó a Alfonso Herrera y José E. Tappan, su culminación hubiera sido imposible sin la participación decidida de Natalia Pérez Vilar y Néstor A. Braunstein.
    Hemos hecho público el compromiso de organizar anualmente a un coloquio que verse sobre la misma temática intentando que el espectro de procedencias institucionales de los convocados se amplíe cada vez más.

    Agradecemos a Carta Psicoanalítica su interés por publicar las ponencias que surgieron de ese coloquio y el compromiso de que en este medio aparecerá la próxima convocatoria para debatir sobre la misma problemática.

    Atentamente

    José Tappan