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  • El malestar en el Psicoanálisis

    El malestar en el Psicoanálisis

     Néstor Braunstein

     

    La mayoría de los estudiosos de la cultura contemporánea considera que El malestar en la cultura, un pequeño volumen publicado por Sigmund Freud en 1930, es una de las reflexiones más lúcidas que vieron la luz en el siglo veinte acerca de la condición humana. En esa obra el fundador del psicoanálisis aborda los aspectos trágicos de la vida así como los distintos recursos que pueden ser puestos en acción para mitigar la infelicidad y para poner coto a los peligros que acechan a la especie y a cada uno de sus individuos. Los riesgos proceden –dice – de tres fuentes: de la naturaleza hostil e impredecible, de la propia constitución de su cuerpo, amenazado por las enfermedades y por la seguridad de la muerte y de la insatisfacción experimentada en la relación con los demás miembros de la cultura en la vida de las instituciones y de la sociedad.

    De estos tres torrentes de incertidumbre Freud privilegia en su ensayo al sufrimiento que parece más fácil de erradicar, el que se origina en la vida social, pues los otros dos parecen fatalidades imposibles de erradicar. Se estila decir que su reflexión es “pesimista” porque termina por encontrar también en la cultura, supuestamente organizada para aportar la mayor felicidad al mayor número de sus integrantes, la misma ciega ferocidad que pueden desplegar terremotos y epidemias, cánceres e inundaciones. Llega a la desoladora conclusión de que la felicidad no entra en el plan de la creación.

    La naturaleza propia del hombre incluye, en frente de las pulsiones de vida, a la pulsión de destrucción que se manifiesta de mil maneras: el sentimiento de culpabilidad que acompaña a los logros, el narcisismo de las pequeñas diferencias que conduce a la segregación y la discriminación, el ansia de poder y de dominio, la tendencia a utilizar el cuerpo del semejante como objeto de goce más allá del sufrimiento que ese otro puede experimentar, la explotación de la capacidad de trabajo de otros seres humanos reducidos a una esclavitud manifiesta o latente, etc. La naturaleza humana, en fin, encierra mecanismos más perniciosos que los que existen en el resto de las criaturas que vivimos en este planeta. En nuestros condóminos animales el “saber” instintivo está gobernado por el principio del placer. Mas nuestra especie, obedece a metas inescrutables que nos conducen más allá del placer, hacia un goce del que preferimos nada saber.

    La cultura moviliza y, a la vez, se ve necesitada de encontrar medios y procedimientos para controlar las manifestaciones de la pulsión de muerte. Contra Tánatos, Eros. Al analizar los recursos que tiene a la mano el simpático serafín con su carcaj preñado de flechas, Freud encuentra que es poco el consuelo que de ellos puede esperarse: el dominio técnico sobre la naturaleza obligándola a servir a la voluntad del hombre que acaba en ecocidio, las revoluciones sociales que tienden a acabar con la injusta distribución de las riquezas y acaban en dictaduras atroces, el alejamiento ascético de los demás, la sublimación de las pulsiones en actividades “nobles y elevadas” pero que no están al alcance de la mayoría, el amor, condenado por la fragilidad de los vínculos con otro ser, el sexo, cuyas satisfacciones son imposibles de sostener, las drogas que intoxican y provocan dependencias esclavizantes, el control del cuerpo por medio de disciplinas ascéticas o por el yoga que amortiguan ese goce del cuerpo que querríamos sentir, la devaluación de la vida terrenal en función de una problemática vida ultraterrena prometida por las religiones, todas estas recetas han sido ensayadas y continúan siendo utilizadas para disminuir el sufrimiento y procurar la felicidad… con escuálidos resultados. Son exiguas para procurar la satisfacción anhelada. Exiguas y, muchas veces, contraproducentes, pues el saldo final de su ejercicio rara vez es positivo. Así, Freud llega a la conclusión de que también en la vida civilizada se manifiesta, de modo encubierto, otra porción de la indomable naturaleza, una que corresponde a nuestra propia e incurable constitución psíquica.

    La “indomable naturaleza” es la de nuestra especie, ésta que se diferencia de las demás porque todo en ella está filtrado, precisamente, por la participación en instituciones sociales y, entre tales instituciones, una fundamental, constituyente de todas las demás: la del lenguaje. El ser humano es “lenguajero” y el “aparato del lenguaje” crea y organiza el mundo humano, es decir, la cultura.

    Para llegar a vivir como un miembro pleno en la sociedad es necesario que cada niña y cada niño atraviese por un largo y complicado proceso de “renuncia pulsional”, de canalización de las pretensiones para gozar en las satisfacciones orgánicas, de aprender a negociar con los demás la relación que tiene que guardar su deseo singular con la Ley que obliga a posponerlo y a trasponerlo en transacciones que implican su restricción. El diagnóstico freudiano es que la cultura exige constantemente mayores sacrificios por parte del individuo y por lo tanto genera una insatisfacción, un “malestar” (Unbehagen) creciente, sufrimientos subjetivos derivados de la imposibilidad del psiquismo para manejar esas tensiones impuestas por el Otro de la sociedad, de la cultura, del lenguaje.

    El sufrimiento individual es más la norma que la excepción y se manifiesta en incontables formas de “malvivir” humano. Todo cuanto el discurso médico ha encubierto bajo la forma de “psicopatología” es el objeto privilegiado de esta disciplina que Freud fundó. El psicoanálisis es un método para investigar esos dolores, una práctica para mitigarlos y una teoría para comprenderlos. Groseramente hablando podemos decir que lleva cien años de existencia. En este siglo la cultura ha cambiado de modo notable sin que podamos decir que su “malestar” haya disminuido. Muchos son los argumentos que hablarían, sea de una tasa constante de infelicidad sea, en todo caso, de su aumento, pese a ciertos importantes “avances” registrados en el control de los dos generadores de desdicha que Freud tuvo menos en cuenta en su ensayo: la naturaleza, cada vez más dominada por la industria, y el cuerpo, que ha entregado muchos de sus secretos a la investigación y que va cediendo su autonomía a un saber instrumental que controla muchas de sus enfermedades. El “malestar en la cultura”, sin embargo, pese al avance de las tecnociencias, persiste incólume y nuevas “enfermedades del alma”, nuevos modos de disolución del sujeto y de sus relaciones con el mundo, nuevos peligros acechan al mismo tiempo que se celebran discutibles aumentos en la libertad individual.

    La cultura ha cambiado y seguirá transformándose cada día de modo más vertiginoso e imprevisible. Es un hecho que esa cultura iluminista, freudiana, que fue el lecho natal del psicoanálisis era muy distinta de aquella de hace medio siglo en la que irrumpió el pensamiento renovador de los estudios freudianos personificado en Jacques Lacan. Y que ésta, a su vez, ha sido radicalmente trastocada en los últimos cincuenta años.

    No podemos tratar in extenso aquí nuestra tesis; intentaremos resumirla. En 1905 (comienzos de la enseñanza de Freud) refulgía plenamente a la vez que se anunciaba el ocaso del discurso del amo, centrado en la figura del padre y de sus sucedáneos (Dios y Estado). En 1955 (comienzos de la enseñanza de Lacan) se alcanza el apogeo y comienza el repliegue del discurso del capitalista, cuyo agente es un sujeto presuntamente soberano que pretende hacer lo que le viene en ganas teniendo en cuenta su propio beneficio. En 2005 apreciamos que el discurso del sujeto capitalista dueño de sí, está dando paso a una nueva modalidad discursiva, el discurso de los mercados; en él, la voz cantante es la de flujos de capital, cantidades impersonales, anónimas, sin rostro, trashumantes, que vagan de una manera al parecer caprichosa por la ‘aldea global’. Ese nuevo discurso, ventrílocuo y omnipresente, da consignas de consumir y de gozar, de permitir la libre ejecución de los impulsos momentáneos y de rehuir los compromisos sociales (religiosos, políticos, amorosos, familiares) a los que se acusa de limitar la “libertad” de quienes los asumen.

    Insistimos en que estos tres discursos que sucesivamente han sido dominantes no se eliminan recíprocamente. Coexisten ante nuestros ojos y oídos y tienen efectos que apreciamos en las demandas que llegan a nuestros consultorios psicoanalíticos. Si en los tiempos de la dominación del discurso del amo la patología predominante eran las clásicas neurosis freudianas (histeria, neurosis obsesiva y fobias), en los tiempos del capitalismo los casos más frecuentes son los de la organización narcisista de la subjetividad y la preocupación por lo imaginario, por la fortaleza del yo y del self. Ahora, en los tiempos que corren, gobernados por la consigna de “cada quien para sí y Dios contra todos”, por la urgencia del consumo de mercancías tecnocientíficas que están obsoletas en el momento de salir al mercado, por la ausencia de ideales congregantes y por el dominio del objeto-residuo, el clínico “psi” se ve abrumado por demandas para intervenir ante la droga-a-dicción, ante los trastornos de la alimentación que hacen de la obesidad y de la anorexia las dos caras de una misma moneda, ante una promiscuidad sexual compulsiva que hace del amor un ejercicio hueco, productor de vacío y decepción, ante un estado llamado de “depresión” provocado por la certidumbre de que si el Otro nada pide es porque nada le importa y que el sujeto puede naufragar en actos violentos o suicidas y en todo tipo de comportamientos autodestructivos que son vistos con indiferencia y fastidio por el entorno.

    Frente a esta multiforme manifestación de la caída del sujeto privado de puntos de referencia simbólica, se ofrecen, al mismo tiempo, infinidad de “soluciones” que se promueven con amplio despliegue publicitario. El sujeto es invitado y conminado a identificarse con reivindicaciones fundamentalistas, a adherir a cultos centrados en alguna particularidad (andar en moto, comer como vegetariano, pertenecer a una minoría sexual, escuchar una música peculiar, etc.), a pertenecer a sectas esotéricas o a integrarse desganadamente en corporaciones gobernadas por computadoras cumpliendo con tareas burocráticas, evaluando y siendo evaluado sin pausa por medio de criterios “objetivos”.

    Las tres modalidades clínicas, al igual que los tres discursos sucesivamente dominantes subsisten lado a lado: los casos de psiconeurosis (1905), los de “neurosis narcisísticas y del carácter” (1955) y los de sujetos despersonalizados, agobiados por la “depresión” y muchas veces llamados limítrofes (entre la cordura y la locura),borderlines (2005). La clínica de Freud (1856-1939), la clínica de Lacan (1901-1981) y la nueva clínica del siglo 21 coexisten y se expresan de modo variable, no sólo en diferentes individuos, también en el interior de cada uno.

    En esta argumentación hemos discurrido desde afuera del campo, aprovechando una extraterritorialidad que no tenemos: el psicoanalista habla de la cultura y del malestar que en ella impera… como si él no formase parte de la susodicha cultura. De tal modo, todo su discurso estaría tachado por un defecto radical. El psicoanálisis, propuesto para poner remedio a ciertas formas del sufrimiento humano, pertenece y está sumergido en las condiciones mismas de las que ese sufrimiento procede. La cultura se muestra perpleja y dividida frente a la emergencia de situaciones inhabituales en el conjunto social y muy particularmente en los jóvenes. La oferta de “terapias”, muchas veces derivadas del psicoanálisis, se multiplica con la misma velocidad que la variedad de mercancías en el supermercado y las hay para todos los gustos, compitiendo y ofreciendo un menú de opciones ilimitado.

    El psicoanálisis que era, hasta los años ’70 del siglo pasado, el paradigma de la práctica “psicoterapéutica” a partir del cual se consideraba a todas las demás como “hermanas menores”; el psicoanálisis que era la gran teoría del inconsciente y de los procesos de subjetivación; el psicoanálisis que era el interlocutor privilegiado en los campos de la estética, de la política, de la filosofía, de la medicina (“medicina psicosomática”) y de las ciencias sociales; el psicoanálisis que alardeaba de tener un sistema omnisciente de lectura, se ha visto progresivamente encerrado en posiciones defensivas frente a teorías y prácticas alternativas y frente a críticas procedentes de sectores rivales en donde la ponzoña va de la mano de la codicia. Desde el campo de la medicina por el descubrimiento, la promoción y el auge de nuevas sustancias químicas que prometen acabar con los síntomas del sufrimiento sin explorar los tortuosos caminos del vivir en sociedad. Desde el campo de las “terapias alternativas” por adaptaciones progresivas (regresivas) de los antiguos métodos de “condicionamiento” y “tratamiento conductual” adicionados con mecanismos “racionales” para “comprender” los problemas de una existencia dolorosa guiados por terapeutas expertos en el manejo de las relaciones interpersonales que recurren a dosis variables de sugestión y persuasión. Desde el campo de la política sanitaria a través de la imposición forzosa de instrumentos de clasificación de los “trastornos mentales” que dejan de lado a cualquier consideración teórica para centrarse en criterios descriptivos, “objetivos”, cuantificables y sometidos a una unificación globalizante que procede de la asociación de los psiquiatras de la potencia dominante, el DSM-IV y el inminente DSM-V. Desde el campo de las teorías explicativas del funcionamiento psíquico, el neoliberalismo rampante hace aparecer y difunde un pensamiento desestructurado, una ideología que celebra el fin de los “grandes relatos” y que se abre a una sucesión caleidoscópica de visiones del mundo que están sometidas a fenómenos mediáticos centrados en la aparición espectacular de figuras que gozan de una transitoriedad tan pasajera como la de los productos y servicios que se anuncian en el intervalo entre los “debates”.

    Este ambiente intelectual celebra lo “novedoso” independientemente de sus valores intrínsecos. En esta perspectiva, el psicoanálisis es presentado como un espectro anacrónico, una voz del pasado que procede de la vieja cofradía del diván. Los méritos personales e intelectuales de Freud son devaluados y su obra es desconocida y desfigurada. La teoría del funcionamiento subjetivo (inconsciente y sexualidad infantil) es vilipendiada y en su lugar se proponen formulaciones centradas nuevamente en la psicología de la conciencia, del yo, del self, del grupo, del género, de la identidad, de las gestalten relacionales, etc. La práctica del psiconálisis es descripta como un proceso sinuoso, oneroso, largo, extenuante, sin garantías de éxito, tendiente a descubrir verdades que no valen lo que cuestan y generador de una dependencia alienante. La participación del psicoanalista en los debates sobre la cultura y los problemas del mundo contemporáneo es supuesta antes aún de que empiece a hablar como una reiteración ya de sobra conocida sobre el sentido sexual de los síntomas y de los procesos sociales que no toma en cuenta el cambio producido por la “revolución sexual” y por la declinación de la figura paterna que el psicoanálisis sostiene aún como central en su “anticuada” teoría del complejo de Edipo. Políticamente, el psicoanalista se ve acusado hoy en día como abanderado de valores tradicionales centrados en el dominio masculino, en la organización familiar, en el dogma patriarcal, en la idea de una normalidad sexual que discrimina y relega a las mujeres y a las minorías sexuales. En síntesis, el psicoanálisis sería uno de los últimos reductos, junto con las religiones monoteístas, de unaheteronormatividad cómplice y autora material de esa represión que el psicoanálisis debería levantar. Lejos de ser un elemento activamente participante en la “subversión del sujeto” que Lacan esgrimió casi a modo de consigna, el psicoanalista sería un nostálgico de las viejas tradiciones falocráticas, un falso ateo que esconde sus hábitos monacales.

    Hay malestar en la cultura y, confirmando el pronóstico freudiano, tal malestar va en aumento. Una de sus muchas manifestaciones es el malestar con el psicoanálisis, la teoría llamada a dar cuenta de él, la que debería aportar respuestas para enfrentarlo (por lo menos en el nivel del sujeto singular), la práctica que tendría que amortiguarlo o emancipar de ese padecer. Por muchos canales se transmite la inconformidad con un psicoanálisis que no habría estado a la altura de las expectativas que generó, que defrauda a quienes “han creído” en él y que obliga a buscar alternativas y nuevas recetas, si no para poner fin, por lo menos para soportar las tensiones en la vida del sujeto y en la familia siempre en crisis. Tiempos también de la desilusión con la política y con la religión; tiempos en que se constata el sinsentido de los procesos de producción en los que el trabajador no puede reconocerse y del consumo desenfrenado de objetos cuya carencia de sustancia se transmite al usuario, tan descartable como el producto industrial que él compra y tira.

    El psicoanálisis, los psicoanalistas, acostumbrados a denunciar verdades incómodas, han pasado al banquillo de los acusados y han sido encaminados a usar los “mecanismos de defensa” que antaño catalogaron: intelectualización, represión, formaciones reactivas, desmentida, denegación, racionalización, camuflaje, identificación con el agresor, toda la vasta panoplia de procesos para desconocer la realidad y poder seguir viviendo como si nada pasara alrededor. El saber popular mexicano conoce la vanidad de estas actitudes y lo manifiesta con la expresión exacta: “no se puede tapar el sol con un dedo”.

    Son muchos los psicoanalistas que, tal como lo ordena la deontología profesional, no se tapan los oídos frente al estruendo sino que se dedican a lo que Freud manda: “escuchar”, renunciando a los prejuicios y a las posiciones subjetivas de defensa de los espejismos confortadores del yo sin caer por ello en el goce autoacusatorio y el rechazo de sí mismos y de cuanto pudieran haber descubierto en su propio análisis, en el de sus pacientes y en el de los textos fundamentales de la disciplina.

    El malestar con el psicoanálisis no puede coexistir con el bienestar de los psicoanalistas (y de sus instituciones); debe ser recibido, escuchado, cribado con un riguroso tamiz y, como no podría ser de otra manera, vivido bajo la forma de un malestar en el psicoanálisis.

    El psicoanalista y los psicoanalistas no pueden alegar una lisa y llana inocencia frente a las acusaciones de que son objeto y las desventuras que con frecuencia acompañan a su práctica. El rechazo a la fácil autocomplacencia implica dar oídos a una triple pregunta en relación con las tres dimensiones del tiempo. Con respecto al pasado y la tradición: ¿ha sido el psicoanálisis consecuente con la obra de Freud y la enseñanza de Lacan o, por el contrario, se ha involucrado en componendas con el establishment político y académico, renunciando a las tesis fuertes que lo asociaban a la teoría crítica del individuo y de la sociedad? Con respecto al presente: ¿está al tanto de las transformaciones en la vida social y de los desarrollos del pensamiento que acompañan a esa vertiginosa invasión de la tecnología en la vida privada y en la legislación reguladora de la vida de los cuerpos o se mantiene aferrado a concepciones rebasadas, propias de los tiempos del individualismo burgués, hoy en retirada? Con respecto al futuro: ¿cómo encarar –resistiendo a las tentaciones de renunciar a su singularidad crítica y su potencial subversivo – el avance de la burocratización en la prestación de servicios de “salud mental”, el predecible atosigamiento creciente de la población con todo tipo de sustancias químicas reguladoras de los desequilibrios y oferentes de sucedáneos de la felicidad, el desdén por la exploración a fondo de la subjetividad y la preferencia por mecanismos de control y manipulación de las representaciones mediante recursos “virtuales” que consagran la servidumbre de lo real a lo imaginario?

    La formulación misma de estas preguntas, la dificultad de las respuestas, la conciencia de tener que marchar en sentido contrario a los intereses tácitos del sistema de producción y consumo en el plano material e intelectual y una cierta fatiga producida por la rumiación de una jerga idiosincrásica que no sirve más que para la comunicación interna pero que aísla al psicoanálisis de la marcha del mundo de las ideas, hace que crezca, en el interior, el malestar en el psicoanálisis. Esa desazón se revela en la ausencia de palabras magistrales que se consideren autorizadas y gocen de una audiencia generalizada, en la multiplicación de instituciones que buscan la “convergencia” pero están asoladas por la angustia de perder su singularidad, en la precariedad de los pactos entre grupos minúsculos y en la desconfianza hacia los procedimientos de formación de los analistas que redunda en desconfianza de los psicoanalistas hacia los psicoanalistas mismos y refuerza el carácter “paranoico” de la profesión (Paul Valéry).

    El dilema es: ¿Integrarse al mundo contemporáneo perdiendo la especificidad del discurso psicoanalítico o romper con ese mundo, retirándose a las comarcas del idiolecto, consagrando la reclusión en una atmósfera sofocante de “puertas cerradas” y “muertos sin sepultura”, allí donde el infierno son los demás (psicoanalistas)?

    La tarea más urgente para el psicoanalista contemporáneo es la de hacerse la pregunta que formula de entrada al paciente que llega a consultarlo: “¿Qué tienes que ver tú en el dolor que te aqueja?” que implica, tácitamente, un consejo: “No puedes estar en la posición de la víctima que acusa a los demás sino que tienes que asumir la responsabilidad que te incumbe por el pecado fundamental: no haber sabido escuchar al Otro y haber interpretado sus palabras quitando el cuerpo a tu participación en el mensaje que se te dirige”.

    Si de algo tiene que acusarse el psicoanálisis ante el malestar que le aqueja es de haber permitido su “antiguamiento” (Marcuse) al pretender acomodarse a la demanda del otro, al renunciar a sus postulaciones más provocativas, al querer justificarse mediante la “investigación científica”, mediante el recurso a la cuantificación (“empirismo abstracto”), mediante la adopción de normas valorativas e ideales que proceden de la medicina, de la sociología o del comportamentalismo más ramplón. Acusarse de haber suspendido el diálogo con la cultura para encerrarse en un vocabulario presuntamente técnico que corta la circulación de la sangre por el cuerpo de sus descubrimientos fundamentales. Acusarse de haber sacrificado sus posiciones críticas respecto de la cultura, las enunciadas por Freud en “El malestar…”, maquillándose antes de aparecer en las pantallas de televisión para ofrecer arrobas y toneladas de sentido convencional, esperable y respetable, como respuesta a las preguntas de los “animadores” (entertainers).

    La “cultura” de la que venimos hablando, pese a las pretensiones de “globalización” no es única ni monolítica. Hay subculturas, hay conflicto entre ellas, hay presiones normalizadoras y hay posibilidades de desarrollo independiente y diferenciado. Hay necesidad de prolongar la reflexión de Freud de hace 75 años. En la cultura, no al margen de ella, está el psicoanálisis aportando su cuota de malestar y sufriendo el malestar que de ella procede. Hay desazón e inquietud en el psicoanálisis; esa molestia puede ser fecunda en la medida en que signifique una revisión crítica de su historia y una sensibilización para escuchar la demanda de un mundo sumido en la vorágine de transformaciones que tendrán efectos imprevisibles pero que no parece estar marchando por el camino de la superación de los males que le aquejan sino todo lo contrario. La ciencia, fuente de esperanza para Freud cuando formulaba sus reflexiones pesimistas, es más hoy causa de angustia que de expectativas venturosas.

    La humanidad entera asiste a procesos de “paranoización” (Allouch). Los movimientos migratorios de masas de seres que escapan de la miseria generan, como lo profetizó Lacan, un aumento de la discriminación. La “vida desnuda” (Agamben), efecto del ejercicio incontrolado de formas sofisticadas de “biopolítica” (Foucault) aumentan las de por sí altas cotas de descontento. La democracia, la tecnología y la economía cada vez más liberalizada parecen aumentar el poder de los menos sobre los más. El control de las imágenes desemboca en el control de los cuerpos y su puesta al servicio de intereses de corporaciones anónimas y atópicas que gobiernan sin decir cuáles son los objetivos que persiguen –cosa que tampoco ellas saben.

    En ese mundo hay presiones que promueven la desaparición del sujeto como polo de responsabilidad por sus elecciones. La “objetividad” se presenta como la meta a alcanzar y la “subjetividad” como una escoria prescindible. El psicoanálisis como ciencia potencial, siempre potencial, nunca realizada, ciencia del sujeto, debe encontrar, en ese mundo cuadriculado por las ciencias, donde falta un espacio utópico al cual escapar, su propio lugar en la consonancia con las demás ramas del saber crítico. ¿Desaparecerá así su malestar? No lo creo; pero, eso sí, se hará fecundo.

  • El poder y la pasión

    El poder y la pasión

     Crescenciano Grave Tirado

     

    Las pasiones a las que declara la guerra nuestra moral negativa son fuerzas de las cuales cada una tiene una raíz común con la virtud que le corresponde.

    Schelling

    El genio, el superhombre, no es un «hombre superior». Es simplemente un hombre que sabe explotar al máximo los «momentos excepcionales» o las «ocurrencias superiores», eso que «ocurre» o «se le ocurre» a todo mortal una, dos o tres veces en la vida.

    Y se las ingenia para repetir la experiencia.

    Trías

    La filosofía, asumida como excéntrica respecto a los carriles por donde se conducen los discursos dominantes, es expresión de ideas cuya constitución se nutre y se fortalece en y con la experiencia de lo vivido y lo pensado. El alzado o levantamiento de una filosofía que, por ser tal, no renuncia a la confrontación con los grandes temas que han constituido su asunto, se cimienta y estructura alrededor de una forma y un contenido que dan cuenta de una asunción peculiar de la experiencia del pensamiento. Ésta es la insistencia de las ideas que sujetadas, como aquello que pasa o le pasa, al alma fuerzan a ésta a buscar y hallar, mediante la elaboración detallada y el trabajo meditado, la expresión adecuada de las mismas ideas.

     Las ideas distan de reducirse a los meros conceptos porque no pretenden subsumir lo singular en lo general sino pensar lo singular como variación recreadora de su esencia. La esencia se presenta, variándose singularmente, en la pluralidad de los fenómenos de modo que éstos no remiten a una cosa en sí situada allende estos mismos, sino que la esencia se da en la presencia misma. Es en la penetración amorosa de lo presente donde el pensamiento encuentra sus fuerzas crítica y afirmativa: la filosofía es filosofía de la experiencia en tanto se abre a lo empírico para señalar los fenómenos reconociéndolos como realización de ideas.

     Lo vivido y pensado por el filósofo se trenza en la experiencia que se recrea, ideal y poéticamente, en su escritura. En la escritura la vida se renueva recreándose y fundándose como memoria de las ideas que han singularizado una vida dedicada a la filosofía.

     La escritura filosófica de Eugenio Trías sobre el poder y la pasión –plasmada inicialmente en libros aparecidos en los ya lejanos años setenta del siglo pasado– ha dejado memoria que se ha reanimado modulando variaciones de la idea de límite que, paradójicamente, es la inmensidad por la que se ha aventurado su pensamiento durante las tres últimas décadas. Nosotros, aquí, queremos recordar y, en la medida de nuestras posibilidades, recrear las ideas germinales de Trías sobre el poder y la pasión.

     Para el autor de La dispersión, la verdad de la filosofía se mide en términos de poder; su potencia afirmativa es lo que le otorga validez al mismo tiempo que muestra su valiente asunción cognoscitiva de lo esencial. “Pues todo pensar, si es esencial –y el pensar esencial, por ser pensamiento de esencia, es conocimiento– implica valor y arrojo.”[1] No renunciar a pensar la esencia no implica preservar, como a un cadáver en formol, vetustas nociones que al fijarse en el concepto someten a las cosas y los existentes a un mero estar encadenados a la monotonía de la individualidad sin cualidades. Reiterar diferencialmente el pensamiento sobre la esencia es no desligar a ésta del ser y del pensar mismos que se afirman en una filosofía singular.

    Las filosofías se miden, por consiguiente, en función de su poder de afirmación, de modo que la más afirmativa es también, si verdaderamente lo es, la más poderosa; y por lo mismo la más verdadera.[2]

     La verdad de una filosofía, definida por su poder afirmativo, implica que no puede haber síntesis definitiva; medir la verdad por el poder de lo que se afirma conlleva mantener abierta la posibilidad de una afirmación más potente. Y este aumento de la potencia proviene de afirmar el ser como poder que insiste en, variándose cualitativamente, ser más.

     La potencia afirmativa de una filosofía como la de Eugenio Trías –en textos como Meditación sobre el poder, La memoria perdida de las cosas y Tratado de la pasión– se nutre de pensar la esencia misma del poder recreando estos términos en función de salvaguardar la singularidad de las cosas y las existencias y, en el caso de estas últimas, concibiendo el poder no como antagónico de la pasión sino a ésta como aquello que atiza el fuego de aquél para que alumbre mejor sus virtudes.

     Lo que el poder es se dilucida aclarando su esencia. La esencia es aquello en lo cual algo consiste, y la condición de la consistencia se encuentra en el subsistir. La esencia del poder radica en la consistencia condicionada por su subsistir como poder.[3] La esencia como subsistir consistente no rebasa trascendentemente a las cosas y las existencias sino que se manifiesta en éstas intensificando su propia capacidad cualitativa. No es violentando o forzando a los entes como éstos revelan lo que propiamente son: en el dominio, lo sometido termina desvirtuado; el poder esencial se descubre desde un trato poético o artístico que permite que lo que es potencie sus virtudes.

    Solo, pues, a través del arte y de la poesía es posible que la cosa –y cosa es, en este contexto, <>, un alma, un amanecer, una ola, un árbol, una caricia, una pelea, un rostro– revele su secreta virtud. O lo que es lo mismo, su poder, ya que una misma cosa es virtud, poder, capacidad. El arte y la poesía hacen que una cosa llegue a ser capaz de <>, sea pues fuerte y, en lo posible y permisible, también perfecta.[4]

     Esta articulación poiética –pero también filosófica– de ser y poder permite pensar a lo que es como conteniendo en sí mismo sus posibilidades de llegar a ser lo que esencialmente es, y a este camino de transfiguración de lo existente hacia su perfeccionamiento esencial como precedido ontológicamente por la producción natural –por la poiesis productiva de la physis matricial– que lleva la esencia a la existencia.

     El término esencia es aquí recreado como aquello que opera en la producción de lo presente y, a la vez, como lo que localizado en los fenómenos mismos permite que éstos alcancen, desde el trato artístico o el cuidado ético, la perfección de su ser.

     El pasaje que va de la existencia a la esencia –o, dicho de otra manera, el paso de la existencia fáctica a la existencia adecuada a su esencia– requiere dejar a la cosa misma en libertad para que ella pula sus virtudes y alcance su singularidad propia. Esta singularización de la esencia en la existencia es la manifestación estética o ética de la idea. Manifestar o expresar la idea esencial en la singularidad de la cosa o en la singularidad existencial no es subsumir a una en el dominio general del concepto ni a la otra en la abstracción general del deber, pero tampoco es aislarlas en la mera individualidad cuantitativa; en la manifestación perfeccionadora de sus virtudes las cosas y las existencias se muestran como lo que son en un nexo de relaciones de poder cuya fluidez los patentiza como eventos, como aquello que ocurre o nos ocurre dándonos que pensar.

    Parece pues, que ser y poder encierran una relación intrínseca, de manera que pueda afirmarse acaso que lo propio, lo característico, lo esencial del ser sea emanar poder, sea, pues, y valga la redundancia, ser poder. Entonces puede afirmarse que tanto se es cuanto se puede, cuanto se puede llegar a ser. Se es más o menos según el grado de intensidad en que se llegue a ser. En última instancia, el ser absoluto sería el ser que llega a ser uno con su absoluto poder, uno con el poder absoluto. El ser es, pues, en esencia, omnipotencia.[5]

     La omnipotencia del ser es aquella que, pensando su ser en tanto que poder, excluye de su propio devenir productivo la realización consumadora de toda su potencia: la omnipotencia no coincide con la realización absoluta. El ser poder como poder ser es el permanente desgarramiento ontológico que, acaso, sólo alcanza una precaria y efímera redención en el perfeccionamiento estético y ético de aquellas producciones suyas que reciben y se dan el cuidado de su ser.

     Pensar el ser como ser poder exige poner el énfasis en su inagotable potencia imposible de consumarse al mismo tiempo que aceptar y asumir la persistencia de ese poder en la presencia de las posibilidades efectivamente realizadas. En la presencia efectiva el poder del ser se refiere, por una parte, a lo que cada cosa o existencia es como potencia y virtud que puede expresar, y, por otra parte, a lo que cada cosa o existencia es como presencia expresando de facto su poder.[6] Estos dos planos de distribución del poder se distinguen y, a la vez, se conectan en el dinamismo potencial del ser: todo lo que es, es producción del poder cuya persistencia en la presencia posibilita su transfiguración perfeccionando sus virtudes.

     Lo destacable de esta idea del poder consiste en sustraerse del concepto de posibilidad lógico-abstracta y asumirse como posibilidad física.[7] Poder es capacidad y fuerza que físicamente posibilita que lo que aún no es pueda llegar a existir. El poder, como productividad física, lleva el ser a la existencia presente. Y ese mismo poder, desde la efectiva y constantemente reiterada producción de lo existente, no se retrae de éste sino que continúa potenciándolo hasta la posible plenitud esencial de su entidad.

    El poder, en consecuencia, permite que lo que es y no existe llegue a existencia –tal sería su virtud productiva– y que lo ya existe se adecue máximamente con su esencia –tal sería su virtud perfeccionadora–.[8]

     El poder, pensado ontológicamente, es tanto producción que lleva el ser a la presencia como perfeccionamiento que lleva la presencia fáctica de las cosas y las existencias a la plenitud acorde con su esencia. En el último caso, la ontología se prolonga coherentemente con la estética y la ética: la poiesis artística consigue el tránsito de lo que es a la transformación transparente de su ser propio, y la praxis ética viste de hábitos que llevan a personalizar las virtudes propias singularizando al existente.

     Esta reflexión ontológica sobre la esencia del poder tiene en Trías –aspecto este que lo coloca como continuador y, sobre todo, recreador de una tradición que, iniciada por Heráclito y Sócrates, se ha reanimado moderna (Schelling, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche) y contemporáneamente (Heidegger, Sartre, Bataille y. de un modo menos estridente pero intensamente sutil, Benjamin) – un punto de partida estrictamente existencial.[9]

     La indagación desde la facticidad de la existencia permite profundizar reflexivamente tanto hacia atrás –la aparición de lo que soy propiciada por un ser o physis cuya necesidad productiva me precede– como hacia delante –la apropiación libre de las posibilidades que destinalmente se me han concedido y que pueden llevarme a sobrepasar mi ser fáctico.

     Al identificarse, coincidiendo parcialmente, con la esencia del poder, el existente se posesiona libremente de sí mismo disponiéndose a su singularización personal. Así, la meditación sobre el poder es una irónica vuelta de tuerca a la clásica meditación cartesiana sobre el sujeto puro de la modernidad. Pero aquí la ironía no excluye a la razón sino que se incluye, constituyéndola en parte, en ella.

    Existo, me reconozco situado y enmarcado. En algún profundo sentido encarcelado: hic et nunc, en este cuerpo, en esta alma, en este lugar, en este tiempo, en este nexo de relaciones. Pero algo distinto de mi existir fáctico es mi esencia. Reconozco en mi, a poco que sea atento a mi propio ser, un sustrato inagotable, casi inalcanzable, al que, de desviar un ápice el rigor racionalista en que quisiera moverme, me hallaría tentado de llamarlo espíritu o alma, eso que en mí mismo reconozco como inmortal. Eso inmortal es la sustancia, la esencia de la que yo participo. Participación que es esencial: soy esa parte de esencia y de sustancia que me ha sido otorgada y destinada. En ella se esconde el secreto de mi destino y vocación. Ya que en virtud de esa participación soy esencia y soy en principio perfecto. Perfecto en mi genero. Pero género que se agota en mi singularidad.[10]

     La ironía de este procedimiento rigurosamente racionalista radica en que el sujeto de la meditación no se pone a sí mismo como Yo o sujeto trascendental del que, como presunto lugar exclusivo del logos, quede desalojado el cuerpo. El sujeto de la meditación sobre el poder se reconoce no sólo arrojado a su facticidad sino también llamado a desbordar las constricciones del aquí y ahora en el perfeccionamiento de sus virtudes. Esto lo atraviesa de padecimientos tales como la vacilación, la duda, la indecisión, el vértigo, el temor y la angustia, pero también lo colma de atracción, fascinación, amor, resolución y voluntad. Al percatarse de que sólo desde la libertad puede transformarse –partiendo tanto de lo que se le ha dado esencialmente como de la casualidad fáctica de su existir –en necesaria perfección de sus virtudes, el yo de la meditación se descubre como sujeto pasional.

     La pasión, al interior de la filosofía de Trías, no es pensada como negativa respecto al poder y la acción que de éste se deriva, sino como la contraposición que permite que el poder se exprese propiamente, expresión que, al mismo tiempo, no cancela o suprime sino que manifiesta a la propia pasión. Esta expresión del poder propio del existente impulsada por una fuerza pasional dominante está precedida por el conflicto que ésta tiene que dirimir con otras pasiones que se disputan el papel protagónico en el escenario que es nuestro cuerpo como proceso de personalización. Nuestro cuerpo es un conflicto de tendencias estructuradas en un juego de fuerzas por imponerse unas sobre otras. En esta lucha, las fuerzas que consiguen afirmarse sobre las otras constituyen las virtudes que dominan lo que, como pasión propia, somos y que a la vez nos permite singularizarnos hasta constituirnos en personas insustituibles.

     La pasión que llega a dominar y a redefinir lo que somos es indisociable del poder propio por el que cada uno se singulariza no como cualquier otro sino como persona cuyo sentido es nudo de pasiones más o menos fuertes que al tirar los cabos de lo pasivo y lo activo más se aprieta constituyéndose en trabazón de sucesos que anteceden el desenlace que manifiesta propiamente nuestra subjetividad pasional. El poder y la pasión son condiciones de posibilidad de que el sujeto devenga singularidad personal; de que asuma la máscara o las máscaras en las que resuene (per-sonare) la expresión del poder que se afirma contraponiéndose a la pasión y a la vez permitiendo que ésta se asuma en propiedad.

     Pasión sobrevolaría, entonces, la dualidad de lo activo y lo pasivo; sería la Aufhebung, a la vez mantenimiento y suspensión, del sentido de los términos de esa dicotomía. Sería algo que sucede, ocurre o pasa de tal manera que eso-que-pasa constituye ni más ni menos la subjetividad, que sería efecto de aquello que padece o sufre. Y eso que padece o sufre es, ni más ni menos, la pasión. Respecto a ella, el sujeto sería efecto y resultado del poder de la pasión, o consecuencia de un entrecruzamiento de distintas fuerzas pasionales.[11]

     El juego de las pasiones, como savia que impregna y anuda cada una de las fuerzas o virtudes del cuerpo en su acicate y fertilización mutuas, es lo que ocurre o acontece forzando al sujeto a hacerse cargo de sí mismo en la potenciación o empobrecimiento de su existencia. La disposición pasional dominante convoca de manera ineludible la decisión respecto a su contención arrepentida o su afirmación incluso hasta el límite de la propia vida asumiendo el riesgo de perder a ésta en el mantenimiento de la pasión.

     La pasión enraiza la existencia en la esencia productiva del ser universal; la enajena en la alteridad que simultáneamente es la matriz y raíz de su fuerza y poder propios por lo que, a la vez, la impulsa conmocionando su facticidad y disponiéndola a la consumación de su acaecer. El acaecer pasional del cuerpo sujeta al alma de modo que ésta es aquello que le pasa en tanto está poseída por ello mismo. Ninguna experiencia ilustra esto mejor que el amor.

     El amor nos arrebata de nuestro estar sometidos por las estructuras del Capital, el Estado o por su siniestra colusión. Asumir la existencia como poder ser poder no carece de obstáculos. Estos se concentran en la estructura social y el dominio político que, incorporándonos a su propia lógica, pretenden reducirnos a un estado. El estado es lo que se interpone, separándolas contradictoriamente, entre la esencia y la existencia. La estructura social y económica, por su parte, también nos constriñen a determinados papeles sociales en los que se persigue mantener al existente como mero estar. Este estar como orden reiterativo halla su culminación en el Estado que como poder desvirtuado, esto es, como dominio somete imponiendo e imponiéndose el temor de hallarse constantemente amenazado: el Estado domina desde la permanente sombra de la insurrección.

     Para estas estructuras, como engranajes de su funcionamiento, no somos más que identidades vacías y subsumidas bajo un rol institucional que organiza muestro lugar garantizando el funcionamiento del orden establecido. Esta identificación abstracta pretende escamotearnos, señalándonos como culpables por el mero hecho de tenerlas, nuestras cualidades pasionales. Las pasiones –entre ellas, notablemente el amor– permiten alzarnos y, en cierto sentido, insurreccionarnos contra el orden dominante que amenaza sofocar nuestro poder propio.

     El amor se dirige a la posesión de la esencia propia y, desde ella, hacia la esencia de los demás e incluso de lo otro. Esto se muestra más claramente en el amor a otro ser humano singular. El arrebato que experimenta el alma en el amor es efecto de hallarse poseído por el ser amado. Esta posesión que afecta y acontece en el que llega a amar es la pasión.

     La posesión pasional que se experimenta en el amor es un don que le viene al alma no desde el exterior absolutamente ajeno a ella, sino de sí misma en tanto ella misma se halla poseída por el alma otra del ser que ama y que, por tanto, posee dentro de sí. En la posesión amorosa –en el doble sentido de poseer y ser poseída– el alma se dona a sí misma el perfeccionamiento de su propia esencia dándose al alma humana por la que se altera en su plenitud.

    El alma se enajena en el amor en sí misma, se abisma en su propia plenitud esencial. Y en ella encuentra, bajo la forma de Alma o Imagen del ser amado, su ser genuino y propio. En tanto su ser es uno con el Ser, esa alma o imagen es la propia alma diferente, externa, del objeto de sus desvelos, que mantiene en el Buen Amor su plena libertad e independencia precisamente en el hecho mismo de poseer y ser poseída.[12]

     En la pasión amorosa –desarrollada por Trías como una subversión crítica de la hegeliana lucha de las autoconciencias contrapuestas– el poder propio se manifiesta no como posibilidad previa al existir sino como potencia en acto constitutiva del existir mismo. Por esto, el amor nos lleva a excavar en nosotros para manifestar lo que somos en actos que pueden llegar a ser hábitos. Y estos actos y hábitos no se terminan mientras podamos descubrir, como diría Nietzsche, nuevos fondos del alma –de la propia y la ajena– que alarguen nuestra pasión.

     Esta profundización descubridora de los fondos de nuestra alma no sólo no está exenta de riesgos, sino que ella es, en tanto tal, el peligro que nos confronta con la siempre presente posibilidad de pretender ir más allá en la sincronía parcial de nuestro poder con el poder del ser llevándonos no a la plena posesión propia sino al abismo de la perdición. Al acercarnos nuclearmente a las fuentes del Ser recreamos a éstas como poder pasional, el cual, avecindándose en la hybris, “tiene su lugar de prueba en la muerte, en la locura, en el crimen, en la trasgresión.”[13]

     La pasión amorosa nos acontece como un don ambiguo: puede llevarnos a la perfección existencial de nuestras virtudes o puede también, sin que quepa establecer con precisión las fronteras, abrir el camino de exceso de nuestras propias potencias propiciando la inmolación y el sacrificio. No obstante este peligro, nada nos confronta más con la medianía de nuestro estar social y político que acoger nuestra existencia bajo el riesgo que lleva la afirmación de nuestras pasiones.

    Es, pues, excesiva la pasión, la pasión dominante que constituye al sujeto pasional, pero ese exceso es perpetuamente resistido, de manera que el sujeto pasional es, en su estructura misma, carga y contracarga, embestida y repulsión, juego de violencia y contraviolencia que ejerce la pasión consigo misma, la cual funda a la vez su explosión y su expiación, o es ella responsable de la marcha que se da y de la contramarcha con que se resiste. Ese juego dual, dialéctico, halla en la cita última su síntesis y su consumación.[14]

     Hay que aprender –como nos enseñó el trágico Zaratustra– a amar nuestras pasiones porque ellas nos harán perecer. El juego en que la pasión se pone en acto comprometiéndose hasta la consumación de su esencia es el juego existencial de nuestro propio poder. La complejidad constitutiva de nuestro cuerpo haciéndose alma desde lo que le ocurre se produce y perfecciona desde la disposición pasional que atiza consistentemente el poder. Y esta consistencia afirmativa de la pasión, aun con la ambigüedad que la caracteriza, es también apertura de lucidez.

     La lucidez que se destila por los laberintos del amor se manifiesta en la filosofía afirmativa que con una pasión irreducible al dominio de las distintas jergas contemporáneas, Trías ha levantado en las distintas singladuras que constituyen su aventura filosófica. Esta aventura ensaya sus recorridos pensando ideas que le permiten afirmar, al mismo tiempo, lo más universal y lo más singular. De este modo –apelando al caso que nos ha ocupado– el poder y la pasión abren una consideración de lo que somos enraizada en el poder universal del ser y, a la vez, un desprendimiento existencial de ese mismo poder concentrado en la personalización singular de nuestras pasiones.

    Pensar es, pues, para la filosofía afirmativa, abrirse a lo universal y singular sin reducir uno y otro a conceptos e individuos. Es un pensar necesariamente poético, en la medida que recrea singularidades, e ideal, en la medida en que muestra la idea de lo recreado.[15]

     Así, en la filosofía, el poder del pensamiento se nutre de la idea que al repetirse en la experiencia, desde el principio de variación que la constituye, se afirma diferencialmente dando forma a la propia pasión de pensar: “[…] pues todo lo que hace padecer <>; de hecho no se piensa en general; no hay pensamientos en general, sino cosas, acontecimientos, sucesos que fuerzan a pensar.”[16] Y en el asentimiento a este acontecer sucede la variación que al repetirse en clave diferente trama la experiencia de una singular y potente filosofía.

     

    [1] Eugenio Trías, Meditación sobre el poder, Barcelona, Anagrama, 1977, p. 86.

    [2] Ibid., p. 88.

    [3] Ibid., p. 21.

    [4] Ibid., p. 22.

    [5] Ibid., p. 26.

    [6] Cf. E. Trías, La memoria perdida de las cosas, Madrid, Taurus, 1978, pp. 111-112.

    [7] Cf. Ibid., p. 110.

    [8] Idem.

    [9] Este punto de partida existencial no coincide necesariamente con lo que, para su desgracia, se ha fijado escolarmente como existencialismo. La existencia es pensada aquí como aquello que, escindido de sus causas, refiere al mismo tiempo, como a su cuna y su sepultura, a una matriz que la precede y la excede.

    [10] E. Trías, Meditación sobre el poder, pp. 29-30.

    [11] E. Trías, Tratado de la pasión, p. 29.

    [12] E. Trías, Meditación sobre el poder, p. 60.

    [13] E. Trías, Tratado de la pasión, p. 118.

    [14] Ibid., p. 115.

    [15] E. Trías, Meditación sobre el poder, p. 100.

    [16] E. Trías, Tratado de la pasión, p. 77

  • El sueño de Edipo

    El sueño de Edipo

     Mario Alberto Domínguez Alquicira

     

    Se dice de mí que soy el mejor de los hombres, el primero en conocer los alternantes cambios y mudanzas de la vida humana. Amado soy por todos. Mi pueblo ha venido a mí, suplicante, a buscar alivio y esperanza. Mas no saben que soy el más atribulado de los hombres, el más vil, indigno y despiadado; el único capaz de corromperlo todo.

    He sido víctima de la crueldad divina y de los designios del sino. He sido burlado por la Esfinge, tan eterna como eternos son sus pavorosos cantos. Tuve que reconocer mi victoria-derrota ante los ojos de aquellos que aguardaban en secreto mi condena. Yo, el de los pies hinchados, el niño abandonado, el ignorante, el inculto; he venido aquí a derrumbar los artificios del Monstruo de la Tierra. He venido aquí a vengar la suerte de los que alguna vez sucumbieron ante sus falaces y veladas voces.

    Y aquí estoy, al lado tuyo. Hijo eres de mí y de mi abominable estirpe. Soy la incestuosa Bestia, el transgresor milenario, el usurpador de tronos, el rey parricida, el más infame de los infames, el más infausto y ruin de todos los mortales. Y conmigo llegó también la imborrable culpa que habeis de soportar infinitamente, que habeis de transmitir a vuestra progenie, y ésta a su vez a la que le sigue. Herencia culpígena, legado de muerte, alud de infortunios que crece al compás de los siglos.

    ¡Maldita la hora en que fui engendrado! ¡Maldita la hora en que hallé la respuesta del enigma! ¡Maldita la hora en que me encontré ante la encrucijada de los tres caminos! ¡Cuán aciago ha sido mi tránsito por esta tierra! Dispuesto estoy ahora a arrancarme los ojos para dejar de soñar, para poner fin a esta tremenda pesadilla.

    Vos sois espejo de mi horrorosa condición; estais condenado a repetir una y otra vez mi encuentro fatal con el destino. Heme aquí, habitando en lo profundo de un sueño que es tragedia. Heme aquí, representando el más antiguo y pertinaz de los dramas humanos. Un hado terrible pesa sobre mí, no cabe duda. Creo, por tanto, tener derecho a señalar el nefasto origen de mi destino.

    No pude detener la tremenda peste que por tanto tiempo asoló estos lares. Desaté, en cambio, nuevas y más devastadoras pestes. Pido piedad, si es que pueda haberla, para los que —como yo— han infringido la ley no por maldad sino por error y por ignorancia.

    Soy ahora el dolido y azotado padre ciego, forzado a vagar por rumbos lejanos. Apartado de mi reino —si es que alguna vez tuve alguno—, cuento al menos con la compañía de mi hija-lazarillo que me ayuda a tolerar el frío lacerante del destierro. ¿Quién mejor que ella para guiarme a través de esta oscura travesía? Hija cuya madre es también la mía. Hija de la desdicha, fruto del pecado. Ambos habremos de cruzar desposeídos la morada criminal que nos aterra.

    Sigo aquí, con mis ojos muertos. Me he privado de ellos porque me estorbaban para ver. En medio de este umbroso desierto creo poder divisar una tenue luz, que quizá sea la de la verdad. Creo, a pesar de todo, empezar a ver más claro. ¿Será que estoy despertando? O ¿será que estoy soñando que despierto?

    Pero ¿acaso puede alguien ser librado de sus sueños tenebrosos? ¡Y aunque así fuese! Nadie sale airoso del juicio divino; de ahí que seamos unos perpetuos fracasados. Raza de ciegos, empeñados en no querer ver más allá de lo que nos conviene. Eso es lo que somos y lo que seremos. Os lo debeis a mí, su insigne hermano.

    ¡Venid a mí con las manos manchadas de sangre y el corazón atormentado! ¡Venid a mí, que nadie mejor que yo sabrá entender lo que os ocurre! Fue bueno apartar la mirada del horror atroz; fue bueno desprender los ojos de sus órbitas. Han sido provechosas las noches amargas del dolor; fue útil dar la muerte al progenitor y unirse en nupcias con quien era ilícito. El daño está hecho y es irreversible. Cumplid pues con vuestro destino, que es lo único que os queda. Una cosa más: atended a los vaticinios y profecías de los oráculos y no descifrad más los enigmas que la Esfinge os ofrezca, que vos sabeis que es mejor ser devorado a padecer sin descanso mil tormentos.

  • Antígona: Pasión del límite

    Antígona: Pasión del límite

     Alberto Constante

     

    “La poesía parece tener su origen en dos causas,
    y ambas naturales. Y, en efecto,
    imitar es algo connatural en el hombre
    desde la infancia – ahí radica precisamente
    su diferencia respecto a los demás animales,
    en que es más apto para la imitación,
    aparte que adquiere sus primeros conocimientos
    imitando -; la segunda causa
    es el hecho de que goza con la imitación”

    Aristóteles

    Lo trágico puede asumir dos formas fundamentales: la primera y más reconocida proviene del enfrentamiento de los esfuerzos humanos con fuerzas que frustran intentos y aspiraciones por incompatibilidad, antagonismo o simple incongruencia. A este género de conflicto pertenecen las situaciones de anagnórisis para el héroe, los «descubrimientos» de ocultas claves que, de seguirse, hubieran «evitado» o al menos aliviado la tragicidad de las situaciones. En tal caso, es posible para el héroe la reconciliación con el poder desafiado conscientemente o no, pues en el fondo de los males sobrevenidos al héroe, yace la ignorancia en alguna de sus formas, ya sea como desconocimiento o como falso saber, no encaminado a lo recóndito sino a lo evidente y/o aparencial.

     Se producen así estados de «ceguera» que conducen al choque con el poder representativo de la fatalidad. Esta ceguera espiritual puede manifestarse como inocencia, desconocedora de toda maquinación -tal es el caso de la Desdémona de Shakespeare- o como culpa ajena que se arrastra por herencia -la estirpe de Edipo en su conjunto, concretamente Antígona-, o como desmesura (hybris) -el caso de Medea o, en otro sentido, el de Macbeth-, o como formas de justicia conflictivas, en cuyo trasfondo pugnan fuerzas suprahumanas, sobrenaturales o no -en Las Euménides -, o como pretensión de modificar la realidad a través del solo poder individual humano – Edipo o Hamlet.

     Hay otro tipo de conflicto trágico en el cual la relación se invierte: hay en el héroe una serena sabiduría que conduce a los actos por los cuales él mismo habrá de sucumbir. Está a solas con su deber. Se le ama o se le odia pero no se le comprende. Aun quienes parecen hacerlo revelan en algún momento su saber a medias – un modo del no-saber- y se retiran desconcertados, o cometen errores que agudizan el conflicto. La tragedia en este caso proviene de lo incomunicable del saber y de la consiguiente soledad, en sufrir sin opción las consecuencias de actuar en un mundo o medio dominado por la «ceguera» . Ver claro donde otros no pueden constituye en este caso quizás el elemento fundamental que acrecienta el dolor del héroe.

     Todos sabemos que Antígona es hija de Edipo y Yocasta. Y sabemos que cuando Edipo, por medio del oráculo de Tiresias, conoce sus crímenes, se quita la vista y decreta su propio destierro de Tebas. Ciego y mendicante deambula por el camino acompañado de esta hija. Cuando muere Edipo, Antígona regresa a Tebas; allí vive con su hermana Ismene y allí también están sus hermanos, Eteocles y Polinices. En la Guerra de los Siete Jefes, Eteocles y Polinices luchan en bandos contrarios; mueren ambos, uno a manos del otro. Creonte, rey de Tebas y tío de los hermanos, decretó exequias solemnes para Eteocles, y prohibió que se diese sepultura a Polinices, acusado de traidor a la patria. Antígona considerando el deber sagrado de dar sepultura a los muertos, deber primero impuesto por los dioses y las leyes no escritas, infringió el decreto de Creonte y cumplió con la obligación religiosa. Fue condenada a muerte y enterrada viva en la tumba de sus ascendientes, los Labdácidas. Se ahorcó en su prisión, y Hemón, su prometido e hijo de Creonte, se suicidó sobre su cadáver.

     Lo que nos muestra la actitud de Antígona es la «dimensión interior de la virtud (areté) o excelencia» . Es decir, Antígona es condenada y abandonada a la soledad absoluta que proviene de una misión incompartible, por un medio ajeno a esta «virtud interior», ignorante de la esencia de la virtud, la cual reduce a leyes y fórmulas inventadas por los hombres. En este tipo de tragedia se apela a los cimientos de la condición humana, lo cual impide que el sufrimiento del héroe resulte posible de detener o de aliviar siquiera. Sólo cabe vivirlo. Es “el enigma de los límites”. A este conocimiento de los límites se accede no sin dolor. «todo acontece en el límite, y nada fuera de él», nos dice Trías y tiene razón porque el límite comparece en su mismo mantenerse oculto. El límite en Antígona es lo divino, es todo lo que representa las leyes no escritas, tanto en el sentido de que Antígona es la heredera de Áte o la maldición que acompaña a la estirpe de Edipo, y, por ello, heredera de las leyes ancestrales, cósmicas, como en el sentido del saber que Antígona tiene de cumplir con la deuda, no de ella, sino de su padre.

     Por ello Antígona es la pasión por el límite. La pasión de Antígona es la que funda su acción, es el principio de todo su empeño, la instancia de un pathos irreductible e inherente a la propia dimensión del ser que habla, pasión organizada de modo permanente, como impulso inmediato a la acción, como fuerza que la empuja, que la anima, que la encierra finalmente en el círculo que la consume en una atmósfera incandescente. Es la pasión de Antígona la que la lleva a cumplir con ese límite que la excede y le otorga su tragicidad; Antígona es un habitante de la frontera que vive más la pasión del enigma, que la posibilidad de poder narrar la experiencia atravesada. En este sentido podemos entender que Antígona se instala más en el pathos que en el ethos.

     Sabemos que “Antígona representa las leyes no escritas, la conciencia”. Y aquí se ve la novedad de la propuesta de Antígona porque ese otro límite que pone la ley humana, ella lo niega, sabe que hay otra orilla y trata de honrar esa instancia sagrada con el culto a los muertos. Antígona posee sabiduría y la vive hasta las últimas consecuencias. Se percata de que es incomunicable y asume sin ayuda su tarea. Antígona está privada de elección, porque su saber la inclina sólo a la verdad. Hay una sola opción para ella. Y queda a solas con su destino, el destierro del mundo de los vivos, en la caverna que debe servirle de sepultura. Pero no es Antígona la que padece la hamartía o error de juicio por la que los dioses también castigan a los hombres

     Es Creonte quien sufre de ese error de juicio, de ese equívoco (hamartía), de esa vana locura que lo lleva a cometer el crimen. Antígona, por el contrario, se identifica con la verdad, sabe de su destino y sabe del límite, de la frontera que dota de sentido su acto. En la teoría trágica tradicional, el destino de los héroes trágicos consiste en incurrir en la desmesura o hybris y, como consecuencia, a padecer ese cambio fatal por el que el héroe cae (metabolé). Al igual que Edipo, Ayax y Teseo, Creonte cae, sufre, se arrepiente, y por eso nos despierta compasión y temor . En Creonte el error de juicio se conjuga con la inversión de la felicidad en desgracia (metabolé) y el hecho imprevisto, los incidentes espantosos o lamentables (peripateia), para lograr que la ganancia de saber implique una pérdida.

     En cambio, Antígona es mujer y doncella. Su sabiduría es de otra índole. El poder sagrado de la virginidad le comunica una sabiduría no perseguida ni conquistada mediante el esfuerzo de la razón, pero esto tampoco explica por completo su proceder. Antígona es una «elegida» y como tal, asume todas las implicaciones de una fuerza despierta en ella y dormida en otras doncellas. Ella “es arrastrada por una pasión”. La vehemencia no es pura incandescencia, sino sustantividad. Sin embargo, no se trata de las pasiones clásicamente consideradas como trágicas: es seguro que al menos uno de los dos protagonistas, hasta el final, no conoce ni la compasión ni el temor: y éste personaje es Antígona. Por eso ella es la verdadera heroína. Mientras que al final Creonte se deja conmover por el temor y, si bien no es ésa la causa de su pérdida, ella es ciertamente su señal

     Antígona sabe qué debería hacerse y lo expresa y decide obrar. Sacerdotisa de un oráculo unido a inevitables misterios, su saber es infuso, confirmado pero no buscado. Confirmado en la tragedia del padre, padeciente por haber pretendido tomar en sus manos las leyes secretas del cosmos. Lo oculto y ancestral se le ha presentado en la tragedia paterna, en su carácter terrible e irrevocable y ese es su saber. De este modo, el respeto a lo eterno, al límite, constituye la base de la virtud, del orden y conservación del universo. Antígona realiza en vida el descenso ad inferos para abrir los ojos de otros. Los suyos no lo necesitan.

     Sólo Antígona tiene plena conciencia del alcance y las dimensiones de sus actos, del golpe de la fatalidad, y aunque el temor y el dolor ante lo irremisible la sacudan, sus actos no suponen esa desmesura (hybris) pues no quebranta la medida propia de su tipo de virtud, de la virtud (areté) femenina que exige otro tipo de temple (sofrosyne), virtud (areté) que incluye llorar la muerte virginal, sin sucesión para la estirpe. Al cabo, sus actos abren los ojos de los necios, pero no de forma tranquila, iluminada por la alegría del descubrimiento, pues no le es dada la función pedagógica: a una mujer, y más aún, doncella, no se le escucha, según expresa el rey. La enseñanza que transmite viene a través de lo irremediable.

  • Psicoanálisis en México: una triple genealogía. Fromm, API, Caruso

    Psicoanálisis en México: una triple genealogía. Fromm, API, Caruso

     Rodolfo Álvarez del Castillo L.

    Etre psychanalyste implique une insertion dans la chaine des générations.

    Silvia Bleichmar (1985)

    Introducción

    Una investigación sobre los orígenes del psicoanálisis en México, ha de tomar en cuenta los antecedentes institucionales de los pioneros que lo introducen al país. Presentamos a continuación estas notas que nos sirven para establecer el recorrido genealógico inicial que la saga freudiana ha seguido hasta su establecimiento institucionalizado en México hace ya cincuenta años. Veremos el origen institucional de los primeros grupos que se gestan en México, así como las líneas genealógicas psicoanalíticas de los fundadores de esos grupos, sus posturas teóricas y sus objetivos institucionales y científicos. Seguiremos para ello un orden estrictamente cronológico desde la llegada de los primeros psicoanalistas –entendiendo por tales a aquellos sujetos que habían realizado alguna experiencia de análisis personal y recibido algún nivel de entrenamiento en una institución psicoanalítica–, la fundación de sus instituciones y las posiciones teóricas en las que se sostenía su trabajo, todo ello hasta su consolidación en nuestro país, aproximadamente a mediados de los setentas, antes de la llegada de la ola migratoria de analistas del cono sur de América que ayudó a permear, enriquecer y diversificar el rígido mundo institucional psicoanalítico mexicano de entonces.

    No incluiremos en este trabajo a las instituciones fundadas para formar psicoterapeutas psicoanalíticos, ni de carácter privado ni como programas de postgrado en universidades públicas o privadas, en virtud de que la misma ambigüedad en la nominación complica y diluye –casi siempre– en diversos grados, la dimensión psicoanalítica y la autorización-legitimación que de ella deviene, además de que al incluir a la institución universidad en las tareas de formación-transmisión del psicoanálisis se generan nuevas problemáticas que tornan aún más opaco el campo de estudio, su importante papel en el desarrollo del psicoanálisis en México merece un estudio aparte.

    Por lo general, cuando los psicoanalistas hablan y escriben acerca de la historia del psicoanálisis, hay un cuidado especial en cuanto a dejar claramente establecidas las condiciones de su propia formación: en donde, cómo y con quién se realizó. Importa en principio establecer un linaje que legitime y que autorice, que ubique al sujeto en la trama histórico-institucional del psicoanálisis. Encontramos así, que hay diversas maneras de legitimarse en el campo psicoanalítico: A) por su pertenencia a la institución analítica de formación, por ejemplo, el roster de la API determinaba –hasta no hace mucho tiempo–, para las lógicas de la institución, quienes son y pueden llamarse psicoanalistas. B) la que se realiza en los nombres de quienes participaron en las tareas de formación del interesado; el analista, los supervisores, los maestros, independientemente de pertenencias institucionales. C) otra forma de legitimarse, surgida en los años setenta, consiste en referirse a los textos de algún autor “cabeza de escuela”, generalmente para usar la producción teórica en cuestión para descalificar a quienes no comparten los argumentos teóricos de esa escuela en particular; hablaríamos entonces de una legitimación en el texto, en la que no importa tanto el haberse formado con algún analista en particular, sino en haberlo leído (caso de muchos de los primeros lacanianos en México). (Fernando M. González, 1989). Hay que decir que las anteriores son formas de legitimarse que a veces se entrecruzan y/o se superponen. Pero en los inicios del psicoanálisis en México se contaba solamente con la posibilidad de formarse como psicoanalista en alguna de las dos instituciones existentes en nuestro país, –o buscar la formación en el extranjero–, y el problema de la legitimación quedaba a cargo de las instancias internas de estas instituciones.

    El origen de la dimensión institucional del psicoanálisis se remonta al año de 1902 cuando un grupo de personas interesadas en el psicoanálisis se reunían en la casa de Sigmund Freud para discutir acerca de los descubrimientos psicoanalíticos. “…con el propósito expreso de aprender, ejercer y difundir el psicoanálisis.” (Freud, S., 1914). Sus miembros fundadores fueron Sigmund Freud (1856-1939), Alfred Adler (1870-1937), Wilhelm Stekel (1868-1940), Rudolf Reitler (1865-1917) y Max Kahane (1866-1923). Hasta el año de 1908 este grupo se conocía como la “Sociedad Psicológica de los Miércoles”, cambiaría su nombre por el de Sociedad Psicoanalítica de Viena, y en 1910 fue finalmente registrada ante las autoridades del Imperio Austro-Húngaro. Alfred Adler fue elegido como su primer presidente. Ante su posterior renuncia a la Asociación, en el año de 1911, por alejamiento (alejamiento que iniciará todo el asunto de la ortodoxia, de la creación de un centro al interior del movimiento que pudiera “declarar lo es psicoanálisis de lo que no lo es” y de la instauración de mecanismos de legitimación-deslegitimación) a las tesis freudianas, Freud mismo asumió el cargo para mantenerse en él hasta la disolución de la sociedad por los nazis en 1938.

    Berlín fue la segunda ciudad en la que se organizó un grupo de psicoanalistas en 1910, seguidos por Zurich 1910, Munich y Nueva York 1911, la Asociación Psicoanalítica Americana que regulará a las asociaciones estadounidenses en 1912, Budapest 1913, Londres 1914 y París 1926. Esta rápida expansión motivó la necesidad de construir una reglamentación que facilitara los intercambios científicos y regulara lo que circularía bajo el nombre de psicoanálisis y quienes podían ser reconocidos como psicoanalistas. Fue en el segundo congreso internacional celebrado en Nuremberg en marzo de 1910 que Sandor Ferenczi propuso la creación de una Asociación Psicoanalítica Internacional (API). “El creciente interés en América, la oposición creciente en los países de lengua alemana, el reforzamiento a través de los colegas de Zurich (Jung, Bleuler) así como el temor del mal uso del psicoanálisis con su popularidad creciente, fueron los motivos de Freud para la creación de este imperio científico.” (Fallend, K., 1997).

    La formación psicoanalítica no es concebible sin la experiencia del análisis personal del futuro analista, piedra angular incuestionable en la formación psicoanalítica, el cual debe realizarse por un analista que cumpla él mismo esa condición, es por esa razón que la difusión del psicoanálisis precisa de la existencia de una “red” (una institución) de legitimaciones y reconocimientos entre analistas y analizandos que a la manera de un hilo conductor –que en sus enredados avatares termina adquiriendo, según una simpática analogía de Ernst Falzeder (1995), la forma de un plato de espagueti– va recorriendo los diferentes escenarios en los que el psicoanálisis se despliega y desarrolla.

    Fue en el año de 1925, durante el IX Congreso Psicoanalítico Internacional celebrado en Bad Homburg que Max Eitingon propuso una reglamentación para la conducción de la formación psicoanalítica. Dicha reglamentación fue aprobada por unanimidad y durante muchos años normó la formación de analistas en el seno de las asociaciones miembros de la API, otorgándole a la experiencia del análisis del candidato a analista el carácter de obligatorio. Años atrás, en 1919, durante el Congreso Psicoanalítico de Budapest, Hermann Nunberg propuso, sin éxito, que se incluyera como obligatoria la experiencia del análisis didáctico. Al año siguiente con la fundación del Instituto Psicoanalítico de Berlín, inicia el establecimiento de un programa formal para la formación de psicoanalistas que contempla, como parte del mismo, la supervisión de casos y el análisis didáctico. Este movimiento de reglamentación del análisis provoca que las “costumbres anárquicas” iniciales, en cuanto al ejercicio del análisis, tales como analizar familiares directos, personas íntimas (amigos, amantes, etc.), y en mezclar estrechamente las relaciones amorosas y profesionales, fueran siendo formalmente evitadas.

    Las primeras asociaciones mexicanas

    Durante la segunda mitad de la década de los 50’s dos instituciones psicoanalíticas van desplegando sus actividades en México; la Sociedad Mexicana de Psicoanálisis (SMP), y la Asociación Psicoanalítica Mexicana (APM). La primera sostenida en el prestigio profesional y en el trabajo teórico de Erich Fromm quién habiendo instalado, por razones de salud de su esposa, su residencia en México recibe de un grupo de psiquiatras mexicanos la solicitud de formación psicoanalítica. La segunda constituida por psicoanalistas mexicanos que habiendo recibido entrenamiento en el extranjero –Argentina, Estados Unidos y Francia– en asociaciones afiliadas a la API, van constituyéndose a su retorno al país como Asociación Psicoanalítica Mexicana.

    Años después, en 1971, surge de manera independiente a los ya existentes un tercer grupo analítico en el horizonte mexicano, esta vez sus raíces se ubican en la Viena de posguerra, en el resurgimiento del movimiento psicoanalítico en Austria a través del Círculo Vienés de Psicología Profunda fundado en 1947 por Igor A. Caruso. Las condiciones de posibilidad de su fundación estaban dadas en las personas de algunos discípulos de Caruso que habían iniciado su formación en el Círculo Vienés y radicaban en México.

    Así mismo, hay que mencionar la existencia de otras agrupaciones derivadas del trabajo de algunos analistas de la APM que ofrecían entrenamiento en psicoterapia, tales como la Asociación Mexicana de Psicoterapia Psicoanalítica, el Instituto Mexicano de Psicoterapia Psicoanalítica de la Adolescencia, etc., las cuales surgieron como respuesta a la creciente demanda de formación psicoanalítica que los psicólogos dirigían a sus maestros, miembros de la institución analítica, y que por no tener estudios de medicina les estaba vedada. Surge entonces una categoría “intermedia”, la de Psicoterapeuta Psicoanalítico o con orientación psicoanalítica, que durante muchos años se impuso formalmente como un paso previo al acceso de una verdadera formación psicoanalítica.

    Erich Fromm y la Sociedad Mexicana de Psicoanálisis

    En México, la práctica y la enseñanza del psicoanálisis fueron inauguradas por el Dr. Fromm en el año de 1950. Su presencia en el medio provoca que un grupo de médicos se dirijan a él para solicitarle análisis y formación psicoanalítica. De ese grupo surgirá la Sociedad Mexicana de Psicoanálisis en 1956. Fueron sus fundadores: Jorge Silva, Armando Hinojosa, Aniceto Aramoni, Guillermo Dávila, Jorge Derbez, José F. Díaz, Abraham Fortres, Ramón de la Fuente, Francisco Garza, Raúl González, Arturo Higareda, Alfonso Millán y Jorge Velasco. El caso de la Sociedad Mexicana de Psicoanálisis en la que el grueso de las tareas de formación y el total de los análisis didácticos recaían en el trabajo de un solo analista, no es único en la historia del movimiento psicoanalítico. Tenemos por ejemplo, a la Asociación Psicoanalítica Uruguaya, afiliada a la API, en la que Willie Baranger formado en la Asociación Psicoanalítica Argentina, es invitado a Montevideo, junto con su esposa Madeleine, para hacerse cargo del análisis de los 11 candidatos integrantes del grupo fundador. Podríamos encontrar otros ejemplos similares que ilustrarían una situación inicial del movimiento psicoanalítico en su etapa de expansión geográfica.

    Los antecedentes formativos de Erich Fromm al fundar la Sociedad Mexicana de Psicoanálisis, provenían de lo mas granado que el movimiento oficial había producido en Alemania. Incluso Fromm compartió con Ángel Garma, fundador de la Asociación Psicoanalítica Argentina, la formación en el Instituto de Berlín.

    Nueve años después de fundada, la SPM edita la Revista de Psicoanálisis, Psiquiatría y Psicología (1965-1975) con el sello editorial del Fondo de Cultura Económica. En la presentación editorial del primer número, firmado por Erich Fromm y Ramón de la Fuente (1965), explicitan la definición de psicoanálisis que sustentan como Asociación:

    Queremos aclarar que por psicoanálisis entendemos la ciencia fundada por Freud y basada en sus descubrimientos fundamentales del subconciente (sic), la represión, la resistencia, la transferencia y el significado de las experiencias de la primera infancia. No entendemos por psicoanálisis un movimiento dirigido por una burocracia y basado en ciertas doctrinas inviolables, sino una ciencia que, lo mismo que las demás ciencias, desarrolla y revisa sus teorías e hipótesis bajo el estímulo de nuevos hallazgos clínicos, mediante nuevas hipótesis filosóficas y mediante la contribución de otras ciencias. 

    En el mismo número de la revista, Alfonso Millán publica un trabajo titulado El desarrollo de la Sociedad Psicoanalítica Mexicana y del Instituto Mexicano de Psicoanálisis (el cual es fundado por Fromm en 1963), en el que expone la historia de las instituciones en cuestión y define los postulados básicos de la postura del maestro:

    Fromm designa frecuentemente sus aportaciones al psicoanálisis como Psicoanálisis humanista. Sabemos que no se trata de otra escuela, como aquellas de algunos de los antiguos colaboradores y seguidores de Freud, que han reemplazado los principales descubrimientos de éste por nuevas y distintas teorías. El psicoanálisis humanista es un desarrollo importante de la teoría humanista de Freud, que libera a ésta de las estrecheces impuestas por la teoría de la libido, teoría que Freud concibió bajo la influencia del naturalismo mecanicista que prevaleció en su época. P.5-6.

    La Asociación tuvo un crecimiento significativo y su rango de influencia incluyó a la facultad de medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde fundó un doctorado en psicoanálisis.

    Erich Fromm (1900-1989)

    Como hemos visto, la práctica y la enseñanza del psicoanálisis en México fueron inauguradas por el Dr. Fromm en el año de 1950. Conviene hacer notar, que entre el momento en que Fromm empieza a trabajar los análisis de formación de ese grupo de médicos en 1950 y el año de la fundación de la SPM en 1956, Fromm fue excluido de la API. Suponemos que dicha exclusión marcó de alguna manera un proyecto de trabajo con el grupo mexicano que debía de realizarse entonces al margen de las legitimaciones y/o reconocimientos institucionales de la primera asociación internacional psicoanalítica. Y que además, influyó en la configuración posterior del psicoanálisis en México que se desarrollará más allá de los límites del grupo analítico frommiano.

    Fromm nace en Frankfurt en el año de 1900, estudia filosofía en la Universidad de Heidelberg y comienza en 1928 sus estudios y entrenamiento psicoanalítico en el más importante centro de formación psicoanalítica de ese entonces; el Instituto Psicoanalítico de Berlín. Entabla contacto con la Escuela de Frankfurt donde trabaja con Herbert Marcuse, Walter Benjamin y Theodor Adorno. Su orientación teórica llevará en un inicio la marca importante de la Teoría Crítica, lo que redundará en un sistema teórico psicoanalítico con una fuerte interpretación sociológica.

    El ascenso del nazismo en Alemania lo lleva a emigrar a los Estados Unidos en el año de 1934 hasta que se traslada a México en 1950. Imparte clases en la facultad de medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México, funda y dirige la colección de Psicología y Psicoanálisis en la prestigiada editorial Fondo de Cultura Económica, practica el psicoanálisis y supervisa la práctica de sus discípulos.

    Pensador inquieto que publica una gran cantidad de libros de entre los que destacamos: El miedo a la libertad (1957), Psicoanálisis de la sociedad contemporánea (1956), El arte de amar (1959), Ética y psicoanálisis (1953), Psicoanálisis y religión (1956), La misión de Sigmund Freud (1959), etc.

    La API y los principios básicos del psicoanálisis

    Fromm fue excluido de la API en el año de 1953, había obtenido la categoría de miembro titular en el año de 1932 por su pertenencia a la Sociedad Psicoanalítica Alemana (Deutsche Psychoanalytische Gesselschaft); membresía que conservará hasta el año de 1936 cuando los analistas judíos miembros de la Sociedad fueron “invitados a renunciar” a ella a fin de evitar su disolución por los nazis. Ernest Jones, entonces presidente de la API, ofreció a los analistas judíos renunciantes la posibilidad de seguir perteneciendo a la misma afiliándolos a alguna Asociación miembro o extendiéndoles una afiliación como “miembro directo” (member-at-large). Fromm aceptó está última categoría; y en 1953, fue borrado del roster de la API. Al preguntar Fromm de las razones de su exclusión del listado de miembros, le informaron que se había eliminado la categoría de miembro directo y que las membresías a la API dependían de la pertenencia a alguna Sociedad Componente de la misma. Como Fromm pertenecía a la Sociedad Psicoanalítica de Washington la cual no estaba afiliada a la API, para renovar su pertenencia tenía que solicitar su admisión en alguna de las Asociaciones afiliadas a la Asociación Psicoanalítica Americana, la cual no aceptaba miembros que no fueran médicos, o presentar una aplicación a la API al Comité de Revisión de Afiliación. Ruth S. Eissler, entonces Secretaria Ejecutiva de la Asociación Psicoanalítica Internacional con quien Fromm estaba aclarando su situación societaria le escribe en una carta, un párrafo en el que se trasluce su forma de pensar acerca de la posición de Fromm en el campo analítico:

    No estoy, por supuesto en posición de anticipar la recomendación del Comité de Examen de Admisiones. Personalmente, pienso, asumo, que cualquiera que no se posiciona en los principios básicos del psicoanálisis no estaría interesado en devenir miembro de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Roazen, P. (2001).

    Fromm contesta que él considera compartir esos principios básicos, la pregunta sería que tan amplia o estrechamente la API los interpreta. “Esa no es la cuestión para analizar si alguien quisiera ser o no miembro de la API, sino mejor dicho, para analizar las razones de ser despojado de mi membresía.” Ante su negativa a someterse a una evaluación por parte del comité de selección Fromm queda entonces definitivamente separado de la API en el año de 1953. Vainer, A. (1998).

    La pérdida de su afiliación a la Internacional no impide que prosiga su trabajo en México y funde la Sociedad Psicoanalítica Mexicana en 1956. El Instituto Mexicano de Psicoanálisis en 1963 y la Revista de Psicoanálisis, Psiquiatría y Psicología en 1965.

    Fallece en Suiza en la ciudad de Muralto el 18 de marzo de 1980 a consecuencia de un cuarto infarto al corazón.

    De los analistas con los que Fromm realizó su análisis personal en diversos períodos de su formación destaquemos que los tres fueron miembros de la Asociación Psicoanalítica de Viena, los tres de origen judío y los tres formaron parte del Instituto de la Asociación Psicoanalítica de Berlín, en el que Fromm realizó su entrenamiento analítico.

    El Instituto Psicoanalítico de Berlín

    Fundado el 14 de febrero del año de 1920 por Max Eitingon, Karl Abraham y Ernst Simmel, junto con la policlínica del mismo nombre, fue el primer Instituto de formación psicoanalítica en el mundo. La Asociación Psicoanalítica de Viena inauguraría el suyo hasta tres años después el 19 de noviembre de 1923, con una Comisión de Enseñanza formada por Paul Federn, Eduard Hitschmann y Siegrfield Bernfeld. Helen Deutsch fue la primera directora del instituto vienés, el cual inauguraría oficialmente los ciclos de seminarios y conferencias hasta 1925, de ahí en más, la formación psicoanalítica se realizaría de manera programada, incluyendo desde entonces la exigencia del análisis personal del candidato con un analista experimentado. Sterba, R. (1986).

    El Instituto de Berlín produciría un modelo de formación que se impondría a escala mundial, inclusive en Viena. Su planta docente durante los primeros años de existencia estaba compuesta por analistas de primera línea: Karl Abraham, Franz Alexander, Siegrfield Bernfeld, Felix Boehm, Helene Deutsch, Max Eitingon, Otto Fenichel, Karen Horney, Sandor Radó, Géza Roheim, Theodor Reik, Hanns Sachs, Ernst Simmel, entre otros. Al final de los años veintes y principios de los treintas el Instituto se convirtió en un gran centro de atracción para quienes buscaban devenir psicoanalistas, tanto en Alemania como más allá de las fronteras. Entre los analistas formados en el mismo se cuentan a: Erich Fromm, Frieda Fromm-Reichmann, Angel Garma, James Glover, Martin Grotjahn, Heinz Hartmann, Paula Heimann, Karen Horney, Hermine Hug-Hellmuth, Edith Jacobsohn, Melanie Klein, Jeanne Lampl-de Groot, Karl Landauer, Sabina Spielrein, Rene Spitz, etc. El modelo de formación asignaba un lugar particular a cada una de las partes que conformarían desde entonces la tríada formativa: Análisis didáctico, supervisión o análisis de control y seminarios teórico-clínicos, separando al analista didacta del resto de las funciones formativas. Mientras que en el modelo de Budapest el análisis didáctico y la supervisión clínica se realizaban por el mismo analista, en Berlín se realizaban por analistas distintos.

    En el año de 1929 Erich Fromm, Karl Landauer, Frieda Fromm-Reichmann y Heinrich Meng fundan el Instituto Psicoanalítico de Frankfurt, que mantendría un estrecho contacto con el Instituto de Investigaciones Sociales formado por Herbert Marcuse, Theodor Adorno y Max Horkheimer quienes integraron el psicoanálisis a la Teoría Crítica. Poco tiempo después, el Instituto Psicoanalítico de Frankfurt fue albergado por la Universidad de Frankfurt, convirtiéndose en la primera Universidad Europea en contar con cursos de psicoanálisis acreditados. Esto representó para los psicoanalistas una oportunidad de participar en la vida académica establecida y que, por ejemplo, Anna Freud pensara en la organización de cursos de psicoanálisis de niños para estudiantes de educación. Durante el nazismo el Instituto Psicoanalítico de Berlín y todos los institutos y asociaciones psicoanalíticos se vieron forzados a disolverse –a pesar de haber “dado de baja” a todos los miembros judíos de los mismos– debido que se prohibió el estudio, difusión y ejercicio del psicoanálisis por el origen judío de su fundador, incluso llegó a prohibirse el uso de la terminología psicoanalítica. Los psicoanalistas “arios” que permanecieron en Alemania y Austria se integrarían al “Instituto Göring”, Instituto Alemán para la Investigación en Psicología y Psicoterapia, que se fundaría durante el régimen nazi y dirigiría Matthias H. Göring, sobrino del tristemente célebre mariscal Herrmann Göring. El Instituto de Berlín se reabriría algunos años después del término de la segunda guerra mundial y actualmente lleva el nombre de Karl Abraham Institut.

    De los analistas formados en el Instituto de Berlín que desempeñaron un papel, directa o indirectamente, en el desarrollo del psicoanálisis en México, debemos mencionar además de Erich Fromm, a Ángel Garma quien formaría parte del grupo fundador de la Asociación Psicoanalítica Argentina y sería el analista didacta de algunos de los analistas fundadores de la Asociación Psicoanalítica Mexicana. El primero realizó diferentes períodos de análisis con Hans Sachs, Theodor Reik y Karl Landauer y el segundo con Theodor Reik.

    La API y la Asociación Psicoanalítica Mexicana

    El grupo de los 12 miembros fundadores de la Asociación Psicoanalítica Mexicana, quienes en 1957 son reconocidos oficialmente como Asociación por la API, realizaron su formación psicoanalítica en 5 Instituciones afiliadas a la Asociación Psicoanalítica Internacional. La mayoría son egresados del Instituto de Formación de la Asociación Psicoanalítica Argentina que será la institución que supervisará la constitución de la Asociación Mexicana. Las condiciones en que la psiquiatría mexicana se encontraba en los años cuarenta eran de un desarrollo deficiente. Un grupo de jóvenes psiquiatras buscando alternativas para continuar su preparación profesional, y ya interesados en el psicoanálisis, deciden buscar en el extranjero la formación correspondiente. Durante los años de 1946, 48, 49 y 50 van saliendo de México conforme sus condiciones personales, profesionales y económicas se los van permitiendo. “… También se tuvo conciencia de la necesidad de crear para el futuro una escuela sólida, capaz y eficiente que brindara preparación y entrenamiento:” Ramírez, S. (1971). En 1952, con Santiago Ramírez, se inicia el retorno escalonado de quienes conformarían posteriormente la Asociación Psicoanalítica Mexicana.

    La distribución de la formación analítica del grupo de origen es la siguiente:

    Latinoamérica

    Asociación Psicoanalítica Argentina: 5 miembros.

    Europa

    Sociedad Psicoanalítica de París: 2 miembros.

    Estados Unidos

    Instituto para la Psicoterapia y Psicoanálisis de la Universidad de Nueva York: 1 miembro.

    Instituto Psicoanalítico de Columbia: 1 miembro.

    Instituto Psicoanalítico de Topeka: 1 miembro.

    Washington 1 miembro.

    El caso del Dr. Luis Feder es único en el grupo fundador por haber realizado su formación con los integrantes del grupo inicial, antes de la fundación de la APM, realizando su análisis con el Dr. Santiago Ramírez.

    La fundación de la APM se efectuó de alguna manera, con la referencia al grupo frommiano, que ya estaba trabajando en México cuando se fue efectuando el retorno de los que fueron a formarse al extranjero, incluso motivó a que la API, que había excluido de sus filas a Fromm en 1953 por sus posturas teóricas, apoyara a los formados de sus instituciones a la creación de la filial mexicana,

    Al retorno, el hallazgo del movimiento frommiano tiene un efecto catalítico que redobla su disposición a la integración, la lucha y el trabajo, y también alerta a las instituciones psicoanalíticas donde se formaron, en la necesidad de fortalecer al pequeño grupo freudiano, apoyarlo y acelerar su maduración. Dupont, M.A. (1997). P. IV.

    En 1955 el número de analistas era suficiente para que la API los reconociera como Grupo Mexicano de Estudios Psicoanalíticos, categoría previa al reconocimiento de Asociación Componente con plenos derechos societarios y autorización para la creación de un instituto de formación. El origen diverso del grupo fundador implicaba que las posturas teóricas no fueran completamente coincidentes, incluso, hay que decirlo, eran divergentes. Algunos de los llegados de Argentina tenían una fuerte tendencia a pensar la práctica y la teoría psicoanalíticas desde los postulados de la Escuela Inglesa encabezada por Melanie Klein, mientras que los formados en Institutos estadounidenses se movían más en la orbita de la psicología del yo norteamericana, lo cual se manifestaba en los cursos del instituto en el que los alumnos llevaban materias con contenidos de una y otra escuela.

    Los fundadores y los primeros didácticos veníamos de institutos con cierta raigambre teórica diferente, pues en el extranjero surgían diversas corrientes que profundizaban elementos iniciales de Freud. Nos costó trabajo aprender a tolerar y sacar provecho de las diferencias. José Remus Araico en Los fundadores P. 177

    La Asociación fue reconocida oficialmente por la Asociación Psicoanalítica Internacional como sociedad componente en la sesión administrativa del XX Congreso Internacional celebrado en París en 1957. Fueron miembros fundadores: Víctor Manuel Aíza, Rafael Barajas, Fernando Césarman, Carlos Corona Ibarra, Luis Féder, Avelino González, José Luis González, Francisco González Pineda, Ramón Parres, Santiago Ramírez, Estela G. de Remus y José Remus. Los analistas didáctas de está primer generación fueron: Rollo May, Michel Cenac, Lester Luborsky, Franz Alexander, Arnaldo Rascovsky, Marie Langer, Heinrich Racker, Ángel Garma y Paul Goolker.

    La APM se caracterizó en sus inicios por mantener una postura fiel a los principios imperantes en el seno de la API, en el sentido de excluir a los no-médicos de las posibilidades formativas, la imposición de criterios normativos sobre el análisis didáctico, etc. Ejerció un control estricto en cuanto a la administración de un poder apuntalado en la API y llegó a sancionar el uso del nombre psicoanálisis obligando por ejemplo, a que la Asociación Mexicana de Psicoanálisis Grupal cambiara su nombre por el de Asociación Mexicana de Psicoterapia Analítica de Grupo, aún y cuando sus fundadores fueran psicoanalistas miembros de la misma.

    Caruso y el Círculo Psicoanalítico Mexicano

    El Círculo Psicoanalítico Mexicano, fundado en 1971, fue en México la primera institución y la única que durante muchos años abrió la opción de formarse como psicoanalistas no sólo a médicos y/o Doctores en Psicología, sino a cualquier persona que cuente con una licenciatura –en cualquier rama–.

    Los antecedentes del Círculo Psicoanalítico Mexicano se remontan a la Viena de posguerra. Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial los pocos analistas austriacos que habían podido permanecer bajo el régimen nazi manteniendo viva la llama del saber freudiano trabajando en el Wiener Arbeitsgemeinschaft des Reichinstituts für Psychologische Forschung und Psychotherapie, se reorganizan y realizan en el año de 1946, principalmente gracias al impulso infatigable de August Aichhorn (1878-1949), la refundación de la Asociación Psicoanalítica de Viena (APV). Entre ellos se encontraba el Conde Igor Alexander Caruso (1914-1981), de origen Ruso-italiano. Fallend, Karl (2003).

    Caruso nace en Rusia en una familia perteneciente a la nobleza de ascendencia italiana. Formado en filosofía en la Universidad de Lovaina, Bélgica. (Páramo-Ortega, R. 2005). Realiza su análisis personal con Viktor E. F. von Gebsattel (1883-1976) durante los años 1944 al 46 (A propósito de las condiciones sociales que imperaban durante el análisis de Caruso, comenta Karl Fallend (2005) “No estoy seguro, que en ese tiempo, un psicoanálisis en el sentido que le otorgamos en el presente, fuera posible.”). Gebsattel, analista alemán nacido en Munich, analizado de Leonhard Seif, amigo de Rainer-Maria Rilke y Lou Andreas-Salome, había participado en el grupo de estudio de Freud durante los años de 1912 al 13. (Lund Edelweis, M. 2005, Fallend, K. 2003). Caruso participa en el grupo de analistas que se mantuvieron en Viena durante la ocupación nazi trabajando con August Aichhorn, sin aceptar las directrices de colaboración preconizadas por Ernest Jones, y que al término de la guerra y cuando las condiciones sociales fueron propicias refundó la disuelta Asociación Psicoanalítica de Viena. Caruso se integra a la nueva Asociación Vienesa, pero cuando ésta le pareció demasiado rígida y excesivamente dominada por la ideológia médica, se separa de la misma para fundar el Círculo Vienés de Psicología Profunda, primera Asociación freudiana no afiliada a la API. La trayectoria científica de Caruso lo lleva desde una concepción de la psicología existencial con fuerte influencia del catolicismo a una postura materialista dialéctica que provocará que se le ubique como un integrante más de la corriente freudomarxista.

    El pensamiento psicoanalítico de Caruso es conocido en los países hispano parlantes principalmente a través de sus libros Psicoanálisis dialéctico (Bs. As. 1964), El psicoanálisis lenguaje ambiguo (Méx. 1966), Psicoanálisis, marxismo y utopía (Méx. 1974), Narcisismo y socialización (Méx. 1979), La separación de los amantes (Méx. 1ª. Ed. 1969 25ª. Ed. 2003), Aspectos sociales del psicoanálisis (Méx. 1979). En México también por sus intervenciones en congresos, debates televisivos, y en menor medida, por la difusión de su pensamiento a cargo de sus discípulos y las instituciones fundadas a partir del espíritu crítico improntado en los círculos de psicoanálisis. Sus libros se siguen reeditando lo que indicaría que sus ideas continúan manteniendo cierta vigencia, aunque hay que reconocer, que no es un autor que se estudie sistemáticamente en las instituciones psicoanalíticas de hoy en día, si, en cambio, en algunas universidades.

    En el año de 1947 instituye Igor Caruso el Círculo Vienés de Psicología Profunda (CVPP) como una “comunidad privada de investigación” que se propone como tarea “promover los conocimientos de psicología profunda y su aplicación a la educación, la psicología práctica, la medicina, la sociología, etc.”, así como la crítica filosófica de sus propios supuestos. Durante un tiempo el Círculo funcionará como grupo de discusión variando en su composición de 8 a 15 miembros. En el año de 1950 la existencia del CVPP se oficializa. En la actualidad ha cambiado su nombre por el de Círculo Vienés de Psicoanálisis.

    En un principio, la ebullición del período de post-guerra, las directrices de crítica radical a cualquier ortodoxia o dogmatismo transformarán al Círculo Vienés en un centro de variada riqueza de estudios, donde psicoanálisis, psicología analítica y existencial, ecumenismo, psicología genética, etología, antropología, filosofía, etc. son abordados de forma amplia y sistemática, atrayendo la atención y la participación, en mayor o menor grado de celebridades como Konrad Lorenz, Jean Piaget, J. Nuttin, E. Bohn, J. Lacan, entre otros. En esas circunstancias, los pensadores de la Escuela de Frankfurt comenzarán a ser estudiados (Adorno, Horkheimer, E. Fromm); más tarde Herbert Marcuse, Ernest Bloch, Norman Brown, Jean Paul Sartre, lo que lleva a Caruso a confrontarse con los textos de Marx, Engels, Lukács, Reich, Gabel, Gorz y otros marxistas. La reflexión de esta riqueza de contenidos incorporados va a manifestarse en la extensa obra escrita de Caruso, que en las décadas siguientes abandona paulatinamente la actitud de un ecléctico humanismo cristiano, ubicándose progresivamente más próximo al materialismo dialéctico y tanto en la clínica como en su propuesta didáctica, a acercarse más a los trabajos de Freud. (Suárez, A. 1985)

    La notoriedad de la obra publicada por Caruso lleva a una cantidad importante de personas de las más variadas latitudes a buscar formación psicoanalítica en el Círculo Vienés, sus alumnos promoverán después en sus países de origen la creación de Círculos Psicoanalíticos que constituirán en el año de 1966 la Federación Internacional de Círculos de Psicología Profunda. En América Latina fundan Círculos: Rosa Tanco Duque en Colombia, Malomar Lund Edelweis en Brasil y Armando Suárez y Raúl Páramo-Ortega en México. Caruso propuso para la naciente Federación lo que sería el “mínimo común denominador”: técnica psicoanalítica “clásica” (freudiana) y apertura a todas las cuestiones sociales. Hasta la actualidad hay, o ha habido en algún momento, círculos y/o grupos de estudio constituidos en: Alemania, Argentina, Austria, Brasil, Colombia, México, y Suiza.

    En México el primer círculo llamado Círculo Mexicano de Psicología Profunda fue fundado en la ciudad de México en el año de 1969 por dos discípulos de Igor Caruso: Los Doctores Raúl Páramo-Ortega y Armando Suárez G. (1928-1988) y por el Dr. Jaime Cardeña, que había renunciado a su pertenencia a la Asociación Psicoanalítica Mexicana. Su existencia fue efímera y terminó disolviéndose en 1973. Suárez y Páramo renuncian a él en 1970 por desacuerdos en el procedimiento de inicio de la práctica clínica en los seminarios de formación, y fundan al año siguiente el Círculo Psicoanalítico Mexicano; asociación empeñada en el desarrollo, aplicación y crítica del psicoanálisis, entendido como ese campo problemático, teórico, clínico y metodológico, inaugurado por S. Freud para ser indefinidamente laborado. En el nuevo Círculo quedan incluidos en el programa de formación: Luis Moreno, Lilia Meza, Ana Ma. Martínez Camarena, Patricia Escalante, Magda Fernández, Ida Oynik, Juan Diego Castillo y Fernando M. González.

    La forma de concebir la institución psicoanalítica de los Círculos de Psicología Profunda como una federación en la que cada miembro cuenta con plena libertad de darse sus propias directivas organizativas y líneas de trabajo teóricas, lo que implica que el texto del fundador (Caruso en este caso) no esté necesariamente en el centro del programa de formación, fue lo que efectivamente ocurrió en el CPM en donde el referente principal era la obra de Sigmund Freud. Lo que si marcó como “herencia carusiana” de manera importante los inicios de la Asociación fue el estudio de la problemática psicoanálisis-sociedad, pero de nueva cuenta Caruso mismo no era considerado guía imprescindible. En el año de 1977 el Dr. Páramo-O. renuncia a su membresía del CPM y funda en Guadalajara el Grupo de Estudios Sigmund Freud. Grupo que se afiliará a la Federación Internacional de Círculos de Psicología Profunda, actualmente disuelta.

    Desde sus inicios el Círculo Psicoanalítico Mexicano comienza a desarrollar una actividad constante que va siendo lentamente reconocida en el medio psicoanalítico nacional, al poco tiempo atrae hacia él una demanda de formación creciente. Actualmente la mayoría de los miembros del CPM han abandonado el eje psicoanálisis-sociedad como problemática importante dentro de sus intereses científicos.

    Armando Suárez G. (1928-1988)

    Juan Diego Castillo (1990), psicoanalista discípulo de Armando Suárez, presentó un muy completo estudio biográfico de su maestro del que tomamos la mayoría de los datos que presentamos a continuación. Armando Suárez Gómez nació el 17 de junio de 1928 en Madrid, España. Sufrió los horrores de la Guerra Civil Española durante su infancia. Este trágico momento de la historia de su patria natal, dejó en él huellas imborrables. En 1945 termina el Bachillerato con Sobresaliente y obtiene el Premio Extraordinario en el examen de Estado. Ese mismo año y contando 17 de edad inicia los estudios de Derecho en la Universidad de Madrid; los concluirá en 1959 y recibirá su título, seis años después en 1965. Durante 1946 y 47 asiste a dos cursos de Ciencias Económicas en la misma Universidad.

    En 1949 ingresa a la Orden de los Dominicos en Salamanca, un año después profesa e inicia los estudios de filosofía en el Estudio General de Filosofía de Caldas de Besaya en Santander. En 1953 inicia los de teología en la Facultad Pontificia de San Esteban, en Salamanca. Ordenado sacerdote en 1956 continúa con la teología hasta terminar en 1958. Psicoanalista formado en el Círculo Vienés de Psicología Profunda, realiza su análisis personal con Igor A. Caruso y de grupo con Raoul Schindler. Emigra a México en el año de 1965 y funda el Círculo Psicoanalítico Mexicano en 1971. Dirige desde su fundación la importante colección de Psicoanálisis, psicología y etología de la editorial Siglo XXI que incluye trabajos de autores tan importantes como Jaques Lacan, Maud Mannoni, Paul Ricoeur, Igor Caruso, Wihelm Reich, Anna Freud, Helmut Dahmer, etc. Dentro del CPM realiza una importante labor en la formación de psicoanalistas. Su propia obra escrita es limitada en su extensión contando con 13 trabajos publicados. Entre ellos destacan Freudomarxismo: pasado y presente. Incluido en el libro Razón, locura y sociedad editado por Siglo XXI e Interpretación, construcción, realidad y verdad. Texto inacabado que se incluyó en el libro Psicoanálisis y realidad editado por Siglo XXI. Asimismo, hemos de mencionar la publicación en fecha reciente de las conferencias radiofónicas que sobre Psicoanálisis y Marxismo dictara por Radio UNAM en la ciudad de México en el año de 1966. (Suárez, A. 2003).

    Raúl Páramo-Ortega

    Psicoanalista mexicano radicado en Guadalajara, Jalisco. Nace en la Ciudad de México en 1935. Estudia Medicina en la Universidad de Guadalajara, siendo ahí donde su interés por el comportamiento humano se intensifica, llevándolo a iniciar su formación psicoanalítica en Viena en el Círculo Vienés de Psicología Profunda y posteriormente a sus repetidos re-análisis en Los Ángeles, California. (Páramo-Ortega, R. 2003). Sus influencias más definitivas, profesionalmente hablando han sido: Igor A. Caruso, Rudolf Ekstein, Hilda Rollman Branch y Raoul Schindler, en ese orden. Ha sido conferencista huésped en el Instituto Sigmund Freud de Frankfurt, en el Instituto de Psicoanálisis Político y en la Academia de Psicoanálisis de Munich, entre otros. Cofundador del Círculo Psicoanalítico Mexicano, en 1969 y del Grupo de Estudios Sigmund Freud, en 1977. Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas en México, Argentina, Brasil, Colombia, Austria, Suiza y Alemania. Asimismo ha publicado los siguientes libros en México y Alemania: Freud in Mexiko: Zur geschichte der Psychoanalyse in Mexiko Quintessenz (1992); Sentimiento de culpa y prestigio revolucionario Martín Casillas Ed. (1982); edición alemana: Das Unbehagen an der Kultur Urban & Schwarzenberg (1985); Obras en Castellano GESF, en publicación han aparecido 3 tomos de 5 proyectados: Vol. I 1963 a 1982 (1997). Vol. II 1982 (1996). Vol. III 1983-1988 (1999). Su postura como psicoanalista puede resumirse en las siguientes afirmaciones publicadas en el prólogo a la compilación de sus Escritos políticos (2001):

    Los presentes Escritos políticos no son solamente opiniones políticas de un psicoanalista que, al margen de su profesión, se inmiscuye en algo que no le toca, sino que se trata del ejercicio mismo de la profesión psicoanalítica. El psicoanálisis freudiano o es político o no es psicoanálisis. Quien se interese en la marcha de la sociedad o en las ‘leyes’ de la Historia no puede dejar de lado el estudio de los factores inconscientes, sean estos personales, institucionales, estructurales, culturales, etc. El freudismo tiene ingerencia en cualquier situación en donde el fenómeno inconsciente esté presente y en donde exista la tarea de transformarlo en consciente. (…) Una forma de defenderse de Freud consiste en ignorar que uno de sus méritos de más impacto fue haber señalado los senderos que nos llevan del malestar individual al malestar de la cultura y viceversa. P.3.

    Conclusiones

    Como hemos podido constatar a lo largo de las páginas precedentes, el psicoanálisis en México cuenta con una genealogía psicoanalítica de origen muy diversa. Diversidad que produjo un inicio que podríamos caracterizar como esquizo-paranoide, ya que cada institución veía en las demás la encarnación de las desviaciones, los revisionismos y la falta de rigor en los procedimientos institucionales de formación, acompañada de la incapacidad de ejercer una sana autocrítica a fin de mejorar sus propios procedimientos institucionales.

    Para la Sociedad Mexicana de Psicoanálisis, el abordaje del psicoanálisis se caracterizaba por el abandono de la teoría freudiana de la libido, la que era considerada como un “lastre” que impedía el desarrollo pleno del psicoanálisis, al que Fromm designaría como Psicoanálisis humanista, demarcando con ello una distancia respecto de otras posiciones psicoanalíticas. Criticaba la burocratización que el psicoanálisis como institución sufría en manos de la Institución oficial aunque tendía a reproducir esa misma estructura en su organización.

    Para la Asociación Psicoanalítica Mexicana era la pertenencia a la Institución Internacional fundada por Freud la que determinaba en buena medida la legitimación psicoanalítica, integrando en su seno las diferentes posiciones teóricas que se desarrollaban al interior de la API, principalmente la psicología del yo norteamericana y la teoría kleiniana dominante en el psicoanálisis rioplatense. Tuvo un inicio productivo, interrumpido por conflictos internos provocados por luchas internas en el ejercicio del poder institucional, que provoca la salida de una parte importante de miembros de diferentes niveles jerárquicos.

    En el Círculo Psicoanalítico Mexicano el “desarrollo, aplicación y crítica del psicoanálisis, concebido como ese campo problemático, teórico y clínico y metodológico, inaugurado por Sigmund Freud para ser indefinidamente laborado” más los intereses en la dimensión social del psicoanálisis que manifestaban los analistas fundadores eran lo que definía su posición en el campo analítico. En ese sentido el estudio riguroso de la obra de Freud –con un especial cuidado en la revisión de las versiones castellanas de su obra– se constituía en el eje de la formación.

    En estas condiciones de existencia del psicoanálisis en México, como lo señala Fernando M. González (1989), la endogamia y el cartesianismo institucional (“no te formaste con uno de nosotros, ergo, no existes”) parecía ser la única alternativa para el desarrollo de los procesos de formación analítica. Destaquemos además que la presencia simultánea de agrupaciones analíticas, una afiliada a la API, una de inspiración frommiana y otra confederada a la Federación Internacional de Círculos de Psicología Profunda, fue una condición singular del psicoanálisis en México en los primeros años de su existencia. La existencia de estos tres interlocutores potenciales, representantes de tres de las posturas teórico-institucionales más importantes en el mundo analítico de entonces, no produjo ningún encuentro de trabajo conjunto de confrontación y análisis de sus posiciones, sus relaciones se limitaron a emitir eventuales descalificaciones mutuas y a esporádicas colaboraciones a título personal entre los miembros de unos y otras.

    Fue hasta la escisión de 1972 en la APM que algunos analistas renunciantes a la misma aceptaron colaborar con las tareas de formación en el Instituto del Círculo Psicoanalítico Mexicano (Santiago Ramírez e Isabel Díaz Portillo entre otros) y durante la fundación de la Asociación Psicoanalítica Jalisciense años después, en la que pudieron confluir, por intermedio de sus dos fundadores, analistas con orígenes institucionales distintos, SPM y APM, aparentemente sin que se provocara mayor conflicto entre sus posturas teóricas y sus legitimaciones institucionales diversas. En cuanto a los equipajes teórico-técnicos con que llegaron de sus respectivos centros de formación los analistas fundadores a nuestro país, podemos ver que en general las referencias y las posturas teóricas de los mismos se han diluido en diversos grados con el transcurrir de las generaciones, en donde las más jóvenes, en general, tratan de ajustarse a las “modas” del momento, repitiendo lo que se produce en los grandes centros psicoanalíticos, principalmente de Francia y Estados Unidos sin producir hasta la fecha un pensamiento psicoanalítico original.

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  • ¿Sexo y/o género?

    ¿Sexo y/o género?

    Reflexiones sobre la categoría de género y la filosofía foucaultiana desde el psicoanálisis

    Julio Ortega Bobadilla

    Marta Lamas (1995) en su artículo Usos, dificultades y posibilidades de la categoría de género analiza las dificultades que produce el uso de la categoría de género, señala que el término fue concebido en los círculos feministas anglosajones alrededor de los años setenta, como una expresión que aspiraba a diferenciar las construcciones sociales y culturales de las estructuras biológicas.

    Suponían quienes sostenían esa distinción, que diferenciando sexo y género se podría enfrentar mejor el determinismo biológico y se ampliaba la base argumentativa a favor de la igualdad de las mujeres.

    La adopción al español del término no ha carecido de dificultades pues el vocablo anglosajón no corresponde totalmente al uso del término género en nuestra lengua. Mientras que en el inglés refiere directamente a la cuestión sexual, en español, el significante refiere a clase, especie, tipo o grupo taxonómico.

    La revisión de los estudios de la perspectiva de género apunta una connotación sorprendente: teoría de género y estudios sobre la mujer se vuelven, para todo uso práctico, sinónimos.

    Más aún, puede constatarse el caso, de que estudios cuya materia era la historia de las mujeres, mudaron simplemente de nombre para buscar su mayor difusión y ahora se denominan de género.

    El uso indiscriminado del término género asociado a las mujeres, reduce las publicaciones a conceptos asociados con el estudio de cuestiones relativas a un solo sexo: estatuto femenino, niños, familias e ideología. De esta manera, se deniega la utilidad del término, devolviendo su uso a una división funcionalista con raíces biológicas. Las ventajas del concepto se pierden al hacer equivalentes los términos mujer a género. De nada sirve hablar de género si el término sólo refiere a mujeres y rechaza como parte de su materia, el estudio de los hombres manteniendo la idea de que la información sobre mujeres no implica a los hombres.

    Poco o nada se habla del género en relación a los hombres y a la constitución social que habría dado origen a su “machismo”. En esos artículos encontramos, más bien, el empeño en deconstruir y desmantelar el discurso milenario que justificaría el sometimiento institucionalizado de las mujeres a los varones, aludiendo a la supuesta inferioridad natural de éstas. Los estudios de género apuntan así, a la construcción histórico-social de la diferencia sexual (Ramos Escandón, 1999), que coinciden con la idea de Simone de Beauvior de que no se nace mujer, sino se deviene mujer.

    Sin embargo, el problema de multitud de estos análisis consiste en asumir la acción de un dominio simple de los hombres hacia las mujeres que las colocaría como víctimas pasivas de una situación de discriminación desventajosa en todas las sociedades conocidas.

    Vale la pena recordar, que en sus inicios, la teoría feminista retomó la simple lógica marxista de dominio de una clase sobre otra, para explicar la subordinación femenina generando así más de un problema en su aproximación: asunción del axioma del matriarcado primordial, afirmación de un binomio lógico que liga opresión capitalista y dominación de la mujer, pero sobre todo, la extrapolación de la relación burguesía – proletariado al de sujeción entre hombre y mujer que inspiraría a una conciencia de clase femenina a la que corresponde revelarse ante la opresión conciente de la clase dominante masculina.

    Estos estudios no han quedado completamente atrás, y sus secuelas pueden rastrearse en trabajos de género que refieren a una aproximación arqueológica (Sørensen, 1999) que, sin embargo, persiste acusar una influencia dominante de la crítica feminista, a pesar de que la sola evocación del nombre arqueología, refiera ¾explícitamente¾ a la filosofía de Michel Foucault.

    Más allá de este contexto y atendiendo de manera más puntual a los trabajos genealógicos de este autor, se ubican trabajos como la obra colectiva dirigida por Duby y Ariès (1989) sobre la vida privada y otra más reciente sobre las mujeres (Duby y Perrot, 2000) que se deslindan de la perspectiva feminista, no dejando de compartir la preocupación por rescatar la historia de la mujer como un campo de análisis y reflexión histórica.

    En esta nueva aproximación puede apreciarse la necesidad de resituar la observación del fenómeno fuera de la sociología marxista y en un contexto que tome en cuenta las reflexiones sobre la mecánica del poder ¾ saber provenientes del filósofo francés que Maurice Clavel en un ataque de entusiasmo ha nombrado como: “el Nuevo Kant”.

    Foucault nunca escribió sobre lo que hoy se denomina “estudios de género”, tampoco se ocupó específicamente de las mujeres. Sin embargo, su posición antimetafísica y ontoantropológica consiste un antecedente indispensable para comprender el cuestionamiento de la naturalidad de las diferencias sexuales.

    Debemos a su intervención, el rescate del testimonio biográfico (Barbin, 1985) de una hermafrodita que se atrevió a contar su drama en el siglo XIX. Se trata de un documento excepcional, no sólo por su contenido, sino por el prólogo (Foucault, 1985) escrito en 1978 que lo acompaña. Allí, el filósofo se toma el atrevimiento de preguntarse: ¿Necesitamos un sexo verdadero? No se trata de cualquier pregunta y el mismo Foucault, nos expone las variaciones de actitud ante el hermafroditismo a través de los tiempos.

    En la Edad media las reglas canónicas y civiles eran claras sobre este punto: se llamaba hermafroditas aquellos en los que se yuxtaponía, según proporciones que podían ser variables, los dos sexos. Correspondía al padrino en el momento del bautizo determinar la identidad que debía mantenerse, aunque llegado caso, se aconsejaba que escogiese el sexo que parecía predominante. Pero, más tarde, en la edad adulta y al aproximarse el momento de casarse, correspondía al hermafrodita decidir por sí mismo si quería continuar llevando el sexo que se le había atribuido o prefería el otro, bajo la única condición de no cambiar nunca más, y mantener hasta el fin de sus días la identidad bajo la que se había declarado, bajo pena de sodomía.

    Después en el siglo XVIII ante un hermafrodita, el médico intentará descifrar no cuál sexo prevalece sobre el otro o constatar la presencia de ambos sexos, sino determinar el sexo verdadero que se escondería bajo las apariencias confusas. Desde el punto de vista del derecho se releva al hermafrodita de la posibilidad de elegir y se pone en manos de un experto la determinación del sexo que ha escogido la naturaleza, y a la cual, por consiguiente, la sociedad debe exigirle que se atenga. Correspondería entonces a la justicia, en casos sospechosos, determinar la legitimidad de una naturaleza que no habría sido reconocida en forma suficiente. Pero si la naturaleza, en virtud del accidente, es capaz de equivocar al observador, siempre existirá pendiente en el experto, la sospecha sobre esos individuos que simulan a su antojo la conciencia de su sexo verdadero y aprovechan sus extravagancias anatómicas para servirse de su propio cuerpo como si fuera el de otro sexo.

    El siglo XIX y XX corrige en muchos aspectos de este simplismo reductor. Nadie que pueda considerarse serio, sostiene hoy, que los hermafroditas sean pseudohermafroditas, sin importar las anomalías anatómicas en juego. Incluso, llega a admitirse ¾no sin reservas¾, que un individuo se acoja a la identidad de un sexo que no es biológicamente el suyo y pueda ser aceptado y hasta celebrado socialmente por atreverse a hacer el cambio.

    Conviene evocar aquí, a una hermafrodita de nuestro tiempo, Roberta Close o Luiza Bambine Moreira o Luís Roberto Gambine Moreira, quien tiene su propia página web, participa en las campañas publicitarias de Visa y se dice amiga de celebridades como Robert DeNiro, George Clooney, etc. y proclamada por el tabloide amarillista World Weekly News en 1984 como “la más bella mujer del mundo”. Este hombre emasculado, Miss Gay Brazil, chica de portada de Playboy, animadora de televisión, nacido (a) en 1965 en Brasil, ha protagonizado un interés público sin precedentes que ha conmocionado a ex presidentes latinoamericanos, obispos y periodistas a declararse a favor y en contra, respecto al mostramiento público de su nueva identidad como supermodelo. Su nueva identidad ha sido rechazada en su país de origen, pero admitida en la documentación suiza oficial que adquirió al casarse con un ingeniero.

    En casos como el suyo, se pone al límite la discusión sobre lo que corresponde al sexo o a la educación de género. Si la educación de género determina exclusivamente lo que hace a una mujer, su estatuto es completamente femenino, haciendo caso omiso de su identidad cromosomática. Pero, entonces: ¿Juegan los genitales un papel nulo en la conformación de la subjetividad? ¿Son simplemente un accidente de la naturaleza? ¿Hay acaso más allá del cuerpo una identidad espiritual? Pareciera que la realidad sexual del inconsciente que tiene su contraparte en y sobre el cuerpo físico tiende a negarse en casos como éstos dentro de los estudios sobre género.

    La crítica al psicoanálisis es sumamente explícita en estas tendencias de la investigación originalmente inspiradas en el campo filosófico y en buena parte desde las posiciones de Michel Foucault quien ataca frontalmente al psicoanálisis al criticar la tendencia a mantener en campos como la psiquiatría, la psicología y el psicoanálisis, la opinión de que entre sexo y verdad existen relaciones obscuras y esenciales. Según el filósofo, se es más tolerante con las prácticas que transgreden las leyes pero se continúa pensando ¾especialmente en el dominio de la cotidianeidad¾ que algunas de ellas insultan a la verdad, verbigracia: un hombre pasivo, una mujer viril, o el caso de gente del mismo sexo que se ama entre sí. Nada de esto parece constituir en nuestros tiempos posmodernos un grave atentado contra el orden establecido, pero se tiende a considerar que la irregularidad sexual debía ser erradicada. Foucault, imagina ¾ en tono de broma¾ una arenga psicoanalítica que diría: ¡Despertad, jóvenes de vuestros disfraces y recordad que no tenéis más que un sexo, uno verdadero!

    Como psicoanalistas tenemos que contestar a los seguidores de Foucault de una manera singular. No tenemos un solo sexo verdadero sino dos. Freud (1905) ha captado desde los Tres ensayos para una teoría sexual, el fenómeno de la bisexualidad psíquica como constitutiva de la subjetividad humana. Pero aún y cuando esta precisión fuese aceptada, estaría aún pendiente la respuesta a la crítica sobre el interés primordial sobre la sexualidad de los psicoanalistas y la teoría de la libido implícita en estos planteos.

    El texto de Herculine, Alexine, Camille, o incluso Abel Barbin, es también interesante porque narra los recuerdos de una vida que fue empujada al suicidio por una sociedad ansiosa de establecerle un sexo. Pero lo más curioso, es que no habla en esas memorias el hombre que intenta recordar la vida y las sensaciones de cuando no era todavía él mismo, sino el discurso proviene de un sujeto que se experimenta sin un sexo determinado y que ha sido privado del goce de no tener una identidad nítidamente establecida. Así pues, lo que esas letras evocan es el paraíso de esa no identidad que le confería la extraña felicidad de no tener un sexo determinado.

    Lo que cuestiona Foucault a partir de este texto y que será desarrollado en otros lugares, es la obsesión de los psicoanalistas por buscar las verdades más secretas y profundas del individuo en el sexo.

    En este punto, no puede existir vacilación, para el psicoanálisis la realidad del inconsciente será siempre sexual. No hay transigencia posible en la respuesta, a riesgo de desvanecer la especificidad del descubrimiento freudiano.

    Según el filósofo, el psicoanálisis habría enraíza su vigor cultural en este supuesto y nos promete a la vez que nuestro sexo verdadero, la verdad que en nosotros habita.

    No sorprende que sus flechas den en el blanco y produzcan estragos en la literatura psicoanalítica, sobre todo, cuando encontramos múltiples estudios plagados de generalizaciones apresuradas y establecimiento de semejanzas entre clase diferentes de objetos, trabajos en los que se asume como natural la feminidad/pasividad en el recién nacido, o, se afirma que el actual desplazamiento del objeto hacia la pulsión en el campo de la sexualidad es más difícil de negociar para la niña que para el hombre, o bien, se traduce la búsqueda de la belleza en la mujer como una compensación de la carencia genital.

    Aún así, el problema de la diferencia de los sexos no se borra focalizándose sobre un enfoque sociológico que suprima la realidad del cuerpo. Resulta injusto el conceder cualquier privilegio al macho sobre la hembra, por el sólo hecho de portar un pene, pero no puede negarse que la anatomía en ambos casos es diferente y que cualquier cotejo de la sensibilidad y el estatuto físico o psicológico de los distintos sexos, generará heterotopías en la forma en que se construyen subjetivamente, los hombres y las mujeres, los niños y las niñas. Amén de que, por menos evolutiva que deseemos la historia, no podemos negar que somos producto de un desarrollo histórico en la que la huella de miles de años de patriarcado se ha impuesto en el inconsciente.

    Tres ensayos para una teoría sexual no sólo se mide en relación a sus planteamientos sobre la sexualidad infantil o la bisexualidad, sino por la no determinación estrictamente biológica de la motivación humana, lo cual no tendría por qué implicar, la eliminación completa del cuerpo como referente de reflexión.

    Es cierto que, el panorama ha cambiado para las mujeres profundamente. En el siglo XIX apenas, las histéricas de Freud que dieron lugar al psicoanálisis, reaccionaban con asco, extrañeza y furia frente a los acercamientos sexuales de los hombres que las rodeaban o asediaban. El creador del psicoanálisis tiene el mérito de haberlas escuchado y tomado en serio como quizá no podría haberlo hecho un médico de esa época sólo llevado por sus prejuicios. Es importante recalcar frente a las críticas de machismo que se hacen al psicoanálisis, que este saber fue construido precisamente sobre la escucha de las mujeres y en base a ellas se ha construido todo un edificio teórico que proporciona conocimientos sobre todo el género humano.

    La sexualidad ha dejado de ser cosa de hombres y el sacrificio, la frigidez o el placer fingido de las mujeres ante suspaternaires sexuales ha dejado de ser la regla, seguramente puede corroborarse muchos cambios en la sintomatología neurótica, aunque no es imposible encontrar aún casos de histeria similares a aquellos relatados por Freud y acaecidos aproximadamente a principios del siglo pasado.

    La satisfacción sexual para la mujer parece hoy, una norma de higiene necesaria y el tabú de la virginidad parece cosa del pasado. Priva en nuestros tiempos, la no distinción entre vida sexual y conyugal, el relajamiento de la conciencia moral, el alargamiento de la vida sexual, el acortamiento de la entrada en el espectro de permutación sexual y el coqueteo temprano, hechos totalmente disímiles a las conductas regulares, un par de generaciones atrás.

    La moral victoriana y sus secuelas hasta ayer, dictaban a la mujer: trabajo, economía y renuncia a los placeres de la carne. Sin embargo, el imperativo categórico en juego que es hoy un ideal, imposible de alcanzar es: “Sé feliz, sé colmada, no tengas prohibiciones… goza”.

    A pesar de los cambios, la sexualidad no deja de ser conflictiva, aunque los síntomas hayan cambiado, las quejas y señales se hayan desplazado. La clínica psicoanalítica permanecerá viva pese a la introducción de expectativas falsas de curación en los enfermos en una época plagada de terapias cosméticas. Constatamos diariamente en la clínica, un futuro para los psicoanalistas pese a bromas ¾como la ficción aparecida en la revista Topía: Nahuel X. Psíquembaum ¾ que proveen para el año 2050 la desaparición de los pacientes.

    La ilusión sexológica de que los problemas relacionados con este campo se resuelven mediante la difusión de la información sobre la naturaleza anatómica y las formas conocidas de erotismo, se verifica falsa en la cotidianeidad. Un síntoma como la frigidez, aún puede encontrarse ordinariamente en la clínica psicoanalítica, a pesar de la detallada ilustración sexual del paciente, echando por tierra la afirmación de que basta con el saber del conciente. No sólo es sólo la cuestión de saber ¿Cómo? lo que resuelve estas dificultades, por otro lado, el psicoanálisis se encontraría en problemas si sólo fuese planteado como una terapia de respuesta frente a problemas de alcoba.

    El erotismo sigue siendo misterioso, pues conecta con una serie de sentimientos y sensaciones que sólo pueden calificarse de inefables y que el psicoanalista identifica fácilmente con aspectos que van más allá de la lógica y la estructuración racional del hombre. Por ejemplo: Nadie ha podido transmitir exactamente en que consiste la experiencia del orgasmo. Sí puede medirse la temperatura del cuerpo, las pulsaciones eléctricas en el cerebro, la presión arterial, medirse la sudoración y filmarse el hecho como lo hizo Kinsey (1953) al estudiar la reacción del orgasmo de su esposa ante diferentes paternaires sexuales o Masters y Johnson (1983) con los voluntarios que acudían a su clínica para tener relaciones en el marco de un ambiente controlado, pero no puede traducirse de ninguna manera el prodigio y cualquier intento de estudiar la sexualidad bajo control experimental desconoce lo más esencial: nada hay de control en el intercambio sexual que se da en la vida cotidiana y quizá eso es lo que haga fascinante el fenómeno.

    Por otro lado, la definición del orgasmo femenino desde este tipo de investigaciones, como un breve episodio de relajación psíquica que incrementa la vasocongestión, y la contracción muscular en respuesta a estímulos sexuales, no aclara nada al efecto de comprensión del complicado fenómeno. Esta sensación, es intransmisible sin pérdida, subjetiva, liminar y de borde, porque es única.

    Existen sinnúmero de diferencias sexuales provistas por la anatomía: la mujer tiene la capacidad de embarazarse y convertirse en madre. Podrá aducirse que Roberta Close ha guardado para el efecto su semen, hecho pleno de repercusiones clínicas para los psicoanalistas, pero aún en este caso, se enfrentará ante la necesidad de una complementación sexual que introduce la falta y a la necesaria renuncia a la bisexualidad. Por otra parte, la capacidad de ser madre, proporciona a la mujer de inicio, la posibilidad de relacionarse con su producto (el niño) en una lógica diádica. La madre es la iniciadora de la vida sexual del niño al proporcionarles sus cuidados, amor y atenciones que la convierten en una continua fuente de excitación sexual para el niño. Lo cual hace que su inconsciente se estructure sobre una base materna (binaria) que determina su vida sexual posterior y sus posteriores tanteos de relación social hasta entrar en una lógica más compleja. No en balde las primeras diosas en la cultura del hombre son siempre diosas madres y muy posteriormente aparecen dioses fálicos y masculinos. Estas deidades arcaicas, mujeres maternas de rostros borrados, pero con conspicuos grandes vientres, remiten al misterio de la fertilidad femenina y la ligan en el pensamiento primitivo a la producción agrícola y el cultivo de la tierra, las fases lunares y los ciclos de la cosecha (Deschner 1993).

    ¿Hay restos psicosexuales de esta historia en las mujeres y hombres de hoy o la cortina del tiempo y las modificaciones sociales han enterrado estos vestigios? La dimensión intersubjetiva que construye los imaginarios sociales, revela que no hemos roto totalmente con este pasado y que esas imágenes de lo femenino y lo masculino perviven en nosotros constituyendo una realidad inconsciente.

    La supuesta inferioridad de la mujer sostenida por los hombres, puede entenderse, como una respuesta ante el misterio de la sexualidad desmedida que se manifiesta en el orgasmo múltiple y la maternidad, signos peligrosos e incontrolables de la fuerza de la mujer para el varón. El culto al falo, que aparece posteriormente, es una reacción de rebeldía ante ese poder y una manera de organizar de manera más económica la conservación de los bienes, al privilegiar la línea patrilineal sobre la materna.

    Freud señala que la vida emocional de la niña se inicia al igual que la del varón, ligada a la madre. Dice más, que el complejo de castración aparece como cierre al complejo de Edipo, mientras que en la mujer con el complejo de castración se inicia con dicho complejo.

    ¿Qué puede significar esto?

    El varón aparece enlazado a la madre y permanece ligado a ella hasta la constitución de su sexualidad madura en la que tomará como objeto sexual ¾si no hay vicisitudes que desvíen el camino de la normatividad¾ a una mujer que ocupa un lugar de desplazamiento – más metonímico que metafórico – respecto de la madre, que en esencia, conserva su elección sexual original.

    La niña, por el contrario, pasará por un proceso de desilusión hacia la madre que le empuja a elegir como objeto sexual al varón y cambiar su orientación erótica original. Este proceso viene acompañado por la verificación de la castración materna y la propia, que hoy traducimos sin problema, no por la falta de pene, sino de la investidura fálica ligada a él y que se demuestra en el poder de los hombres y la figura patriarcal en nuestra sociedad. La mujer ha ocupado en la sociedad judeo-cristiana una posición de inferioridad respecto al hombre, ésta es la herencia de occidente que seguramente puede variar con el tiempo, pero los cambios no se realizan sólo con la voluntad y las transformaciones en la historia de los hombres acontecen con lentitud.

    El niño – en el caso normal, o normativo – no necesita cambiar de objeto sexual y no toma como objeto sexual al varón, porque viene investido por la diferencia sexual que le hace portador de un pene identificado con el falo. Se refuerza por el contrario en su imago narcisística y se piensa orgullosamente varón. La mujer busca esa investidura fálica por otro medio: un hijo que puede convertirse en objeto de culto tal y cómo sería un dios fálico o el falo mismo, más todavía: también con la investidura de su propio cuerpo como un falo que puede ser recubierto de encajes y afeites. Lacan ha expresado éstas posibilidades a través de lo que llama la lógica de la sexuación (Ortega, 1991). Volviendo nuestros ojos sobre el caso de Close, nos sentimos autorizados a verlo como un caso paradigmático de una identificación del falo al cuerpo mismo que garantizaría imaginariamente un acceso privilegiado al placer.

    Pueden calificarse las posiciones psicoanalíticas como imbuidas de una metafísica sexual que no atiende a la historicidad para arrojar verdades sobre la esencia humana. La fuerza del deseo aparece como una constante en la historia para nosotros los psicoanalistas, a contrapelo de quienes formulan posiciones de verdades siempre contextuadas. El problema que se asoma a partir de esta discusión, es también, la imposibilidad de eliminar todo supuesto metafísico del razonamiento filosófico.

    Para el psicoanálisis la cuestión sexual es central. No porque cualquier cosa gire alrededor de la sexualidad y todo pueda reducirse ella. Freud reaccionaba con energía frente a las acusaciones de pansexualista, aunque la respuesta que daba es aún más incómoda para sus detractores. Freud siempre conservó una posición dualista y de conflicto en su visión, ya sea oponiendo el Yo al Ello, o las pulsiones sexuales contra las de autoconservación, para finalmente poner en juego un antagonismo de la pulsión de vida con la de muerte. Empero, colegir que la sexualidad no es la única determinante del comportamiento, no disminuye el papel fundamental que juega en la vida de todo ser humano, tal vez no necesitemos un solo sexo verdadero, pero la necesidad de individuación y ejercicio sexual en el género humano parece incuestionable.

    Forrester (1997) se preguntó cuál sería con precisión la relación de Foucault con el psicoanálisis y tomó el camino más directo a resolver sus dudas, acudiendo en persona a verlo. Cuenta que esa iniciativa no fue de gran ayuda para encontrar la respuesta a su pregunta, pues el filósofo francés se mostró evasivo y tras una larga conversación, llegó a conocerlo mejor, pero no a disipar sus interrogantes sobre la relación del psicoanálisis y la genealogía.

    A pesar de todas las dificultades para ligar ambos campos, pensamos que su arqueología es heredera del discurso freudiano en más de un sentido y conserva relaciones significativas. De hecho, la primera mención al término arqueología ¾ califica al psicoanálisis como una arqueología de la libido¾ aparece en su texto temprano Enfermedad mental y personalidad (Foucault 1991), que después fue renegado por su mismo autor.

    Para la creación de la genealogía, ha tomado ¾así lo pensamos¾ prestada la estructura de la teoría psicoanalítica y la ha convertido en un instrumento de análisis histórico que revela las contradicciones de los diferentes discursos sociales: el antihumanismo de su proyecto es análogo al desprecio por la conciencia en Freud; la crítica a la noción de verdad es similar a la propia crítica del psicoanálisis hacia el contenido manifiesto; el análisis de las condiciones de emergencia de las relaciones de poder se asemeja a la exploración de las determinantes relacionales en un universo familiar.

    Conviene contrastar aquí las posiciones no esencialistas de la arqueología, con algunas irreductibles del psicoanálisis, a fin de desentrañar lo que pertenece a cada campo.

    El examen arqueológico de los diferentes entornos epistemológicos y saberes establecidos, coincide con la mirada analítica al síntoma, formación de compromiso que está habitada por el conflicto y que no ocupa un lugar de verdad o mentira sino de proposición compleja a desentrañar en su (s) sentido (s).

    La actitud clínica de neutralidad del psicoanalista podría asemejarse a la del genealogista. La suspensión del juicio, la escucha y mirada atenta al discurso a analizar, la eliminación de un régimen que defina lo verdadero de lo falso, la imposibilidad última de retraducción del objeto de estudio a otros parámetros distintos a los que su forma impone, basten como muestra de las coincidencias de estas vocaciones, semejantes, pero no sinónimas.

    El arqueólogo o genealogista retrasa el mapa de una cultura y señala los puntos de equivalencia, incompatibilidad, coexistencia, existencia de vínculos analógicos, modelos de abstracción, correlatos, etc. que tienen las teorías de un horizonte determinado. También señala las formaciones no discursivas en el interior de prácticas discursivas.

    Foucault trata de no emplear ninguna estrategia psicoanalítica porque supone que los medios de producción social no actúan al modo del inconsciente freudiano, pero sobre todo, porque considera que no todo es discurso. He aquí un punto de diferencia específica entre el genealogista y el psicoanalista: la cuestión del lenguaje. La experiencia freudiana hace énfasis en que ese “hablar” del paciente le conduce a su propia verdad que se despeja a través de la palabra, único medio de elaborar la experiencia humana. La asociación libre es la vía hacia las claves de un determinismo psíquico en el que se cumplen las coordenadas de cada sujeto. Sin lenguaje no hay elaboración, sin elaboración no hay cura. Forrester (1997), señala, que la sexualidad aparece en el discurso freudiano como clandestina y evasiva, en una relación de intimidad y verdad, pero a la vez de oposición al lenguaje que al dar cuenta de ella la reduce, pero la traduce a términos más manejables.

    Para la genealogía, el lenguaje no está ligado ¾positiva o negativamente¾ de por sí a las cosas o al sujeto, es un instrumento de manipulación, de movilización, de aproximación y comparación de las cosas, un dispensador y no un revelador de orden, y ese orden, no necesariamente, remite a un Ser de Razón. Por ello, este tipo de reflexión no se ocupa sólo del dominio de la ciencia, sino que aborda cuestiones como la política, y el arte (objetos que no son necesariamente discursos, sino acontecimientos) que al analizarse van integrando una ontología particular que no puede ser sino la del sujeto.

    La genealogía al igual que el psicoanálisis, verifica el agotamiento del Cogito cartesiano.

    El psicoanálisis, en un dejo de aproximación geológica a su objeto, espera reconocer en el inconsciente: capas y erosiones. La genealogía reconoce monumentos y la no naturalidad de las manifestaciones culturales. El psicoanálisis arroja el descubrimiento de continuidades y progresiones, aún cuando puedan conservarse siempre restos pregenitales, sin que éstos constituyan por sí mismos un signo de detención en el desarrollo psíquico. La genealogía se basa en la discontinuidad: en la historia no hay leyes, esa suposición hace juego con la de orden cósmico. Asuntos como progreso, detención y retención, caros a cierto psicoanálisis, serán con desprecio desdeñados por el genealogista que prefiere el término sucesión.

    El genealogista estudia la sucesión de epistemes, ordenamientos de la experiencia humana bajo una triple relación: lingüística, perceptiva y práctica. Su tarea es restituir las modificaciones que se producen en el saber y en el modo de conocer lo que hay por saber.

    Un gran acierto de Foucault, es que, en la arqueología no existe una teoría de las ideologías, ni una teoría de la historia. Las epistemes tratan de ser analizadas en su concreción. Desde Descartes la filosofía ha confiado en el método. La verdad surge por medio de una estrategia que tiene como recursos el análisis y el aislamiento. El sujeto del enunciado finalmente predomina y hasta borra al sujeto de la enunciación redirigiendo la actividad filosófica hacia las llamadas cuestiones prácticas. En ese viaje lo que queda atrás es la reflexión sobre el sujeto: el cuidado de sí.

    La temática que dominará el interés de la última etapa de Foucault, la constituye un dominio tan fundamental que tiende a opacar sus anteriores análisis sobre la relación poder ¾ saber, para desilusión de muchos de sus seguidores. Sus estudios versan sobre lo que podría denominarse una genealogía de la ética. Esta investigación aborda la relación por la cual el individuo se constituye asimismo como sujeto moral, esclavo de comportamientos, códigos y sistemas de prescripciones. Según Foucault, existirían cuatro aspectos principales o dimensiones de análisis de la relación con uno mismo, que proporcionan inteligibilidad interna a un sistema ético: la sustancia ética o parte de uno mismo a la que le concierne la conducta moral; el modo de sujeción, o forma que se establece y reconoce la propia vinculación con la obligación moral; la ascética  o trabajo moral realizado sobre uno mismo; la teleología: el modo de ser al que se aspira a través del conjunto unitario de las acciones o conducta moral.

    Cualquier interés por la sexualidad será prácticamente desechado y esta temática tendrá interés sólo como uno entre varios dominios de problematización moral. Declarará en una entrevista ante Dreyfus y Rabinow (1988) realizada en esos años que: el sexo es aburrido.

    ¿Genealogía y psicoanálisis son opuestos entonces? Difícil formular una respuesta categórica. Nos atreveríamos a decir que no, que cada una de estas disciplinas tiene su campo específico y diría, puntos de intersección.

    Lo mismo podemos decir de las investigaciones sobre género, tienen su pertinencia en el campo social, e implican un avance importante, pues propician un desplazamiento de ciertos paradigmas que hacen depender completamente de la biología la estructuración del sujeto y la relación entre sexos. De hecho, coinciden en estos planteos con el psicoanálisis, pero la mayor parte de esos estudios padecen de intentos por borrar el campo de lo corporal, cuestión difícil de trabajar, pero que ningún psicoanalista puede o debiese ignorar. Un problema más, asociado a múltiples de estos estudios, es reconocer la formación de la identidad sexual a partir de un acto de conciencia ó libre determinación, ignorando los aspectos inconscientes implicados en ella y la inserción de ciertos procesos fundamentales de comprensión de la tesitura sexual, sólo a partir del fenómeno de après-coup.

    El género no puede dejar de articularse en la diferencia anatómica, el reconocimiento de ser mujer o ser hombre no sólo parte de la superestructura social, sino de la percepción de lo masculino y femenino a partir de esa diferencia sexual anatómica y ¿Por qué no? una elemental lógica binaria implicada por ésta. El estudio de los procesos de subjetivación no debería implicar un corte absoluto con la realidad biológica, si bien la sexualidad humana ocurre de manera completamente distinta a la del resto de los organismos sexuados, conviene no olvidar que seguimos, pese a nuestras fantasías y deseos, siendo animales.

    Por último, la identidad de género no debe considerarse sinónimo de identidad sexual, los estudios de género encuentran su pertinencia en lo Simbólico social, pero esta dimensión no agota la representación en el Inconsciente del sujeto, basculado por el conflicto de la dualidad psíquica del género humano, la lógica de la aporía, y el juego entre pulsión y objeto.

    BIBLIOGRAFÍA.

    Barbine Herculine llamada Alexina B. (1985) Mis recuerdos. Ed. Revolución. Madrid.

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    Duby Georges y Perrot Michelle (2000). Historia de las mujeres. Ed. Taurus. 1ª. Edición. Madrid.

    Dreyfus y Rabinow (1988) Sobre la generalización de la ética. Entrevista a Michel Foucault. En: Foucault y la ética. Entrevistas realizadas por los académicos norteamericanos. Editorial Biblos. Argentina.

    Forrester John (1997). Seducciones del psicoanálisis: Freud, Lacan, Derrida. Ed. F.C.E. México.

    Foucault Michel (1991). Enfermedad mental y personalidad. Barcelona. Paidós.

    Foucault Michel (1985). Prólogo a Mis recuerdos. Ed. Revolución. Madrid.

    Freud Sigmund (1905) Tres ensayos para una teoría sexual. Freud Total. Obras completas CD. Ed. Nueva Hélade. Argentina 1990.

    Kinsey Alfred Charles (1953). Sexual behavior in the Human female by the staff of the institute for sex research. Indiana University. Indiana University Press.

    Lamas Martha (1995) Usos, dificultades y posibilidades de la categoría de género. En: Ventana. Revista de estudios de género. No. 1. Universidad de Guadalajara. México.

    Masters y Johnson (1983). El vínculo del placer. Ed Grijalbo. México.

    Ortega Julio (1991). El Des (e) orden de la sexuación. Revista: La Nave de los Locos. No. 16. Editorial Lust. México.

    Ramos Escandón Carmen (1999). Historiografía, apuntes para una definición en femenino. En: Debate Feminista. Año 10. Volumen 20. Octubre de 1999.

    Sørensen M. L. (1999) Arqueología del género en la arqueología europea: reflexiones y propuestas.  En: Debate Feminista. Año 10. Volumen 20. Octubre.

    Páginas Web:

    Revista Topía: Nahuel X. Psíquembaum. Un psicoanalista en el año 2050.

    http://www.topia.com.ar/articulos/rudy2050.htm#arriba

    Roberta Close:

    http://www.robertaclose.com.br/

    http://www.geocities.com/coquetastvclub/RobertaClose.html

  • Michel Foucault y la historia del psicoanálisis

    Michel Foucault y la historia del psicoanálisis

     Juan Capetillo Hernández

    Caracterizado por John Forrester como historiador de las equivocaciones del presente, Michel Foucault mantiene una relación con el psicoanálisis que podría pensarse como de escrutador y crítico, como de alguien que no permite que el psicoanálisis se satisfaga narcisísticamente ante lo logrado por Freud en la historia del pensamiento, particularmente, del “sí mismo”. Al mismo tiempo que impugnación del psicoanálisis, hay una admiración por éste. Se trata de una relación que abarca un periodo largo de años, que está planteada en diferentes textos –algunos cruciales en su labor investigativa- y que está caracterizada por encuentros y desencuentros.

    La posición de Foucault con respecto al psicoanálisis alimenta al menos dos grandes líneas para la historia del mismo. Estas dos –que pueden ser vistas como antagónicas- se desprenden de su posición ambivalente hacia el psicoanálisis a lo largo de sus textos; ambivalencia que representa una contradicción presente en el psicoanálisis mismo, en “la cosa en sí” y que, por lo tanto, no es atribuible meramente a la motivación de Foucault, aunque ésta tampoco debiera descuidarse.

    Los enunciados foucaultianos sobre Freud y el psicoanálisis permiten configurar dos perspectivas históricas para el mismo, dos rieles por los que puede transcurrir la historización de este discurso, indiscutiblemente caro a la modernidad. Una de ellas remite a la inscripción de Freud en el linaje de los autores que caracterizarían el gesto fundamental de la modernidad: el diálogo con la sinrazón. La otra, paradójicamente, reinscribe a Freud y al psicoanálisis en la serie de los discursos que proseguirían el acto de la Edad Clásica de silenciar a la sinrazón a través de la exclusión y el encierro. Ambas posiciones se despliegan a lo largo de las investigaciones de Foucault en un movimiento pendular permanente.

    Si bien en La Historia de la locura en la época clásica (1964) se localiza lo que puede considerarse como la matriz de los enunciados de este autor con respecto al psicoanálisis, podríamos situar el inicio de la relación de Foucault con Freud en un texto anterior a esta obra clave: una introducción a la traducción al francés del libro de Ludwig Binswanger de 1954: Traum und Existenz (Le revé et l’existence) (Forrester, 1990).

    A partir del análisis que realiza el historiador inglés sobre este texto, detectamos una posición primera de Foucault con respecto a Freud que indica ya la complejidad de la relación y que resulta un tanto incomprensible en el que sería el Foucault de ¿Qué es un autor? (1969) y Las palabras y las cosas (1966) e incluso de la misma Historia de la locura; aunque simultáneamente, puede conciliarse con posicionamientos de este mismo texto y con los de Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. (1976)

    Basándose en el texto sobre Dora, (Freud, 1905) que es un trabajo asentado en la interpretación de dos sueños de esta paciente de Freud, Foucault desarrolla una disertación crítica sobre dos puntos principales: la interpretación freudiana y la teoría del sujeto contenida en ella. Dos temas serán ejes articuladores en los escritos posteriores de Foucault, en los que dedica su filo crítico a revelar las diferentes metafísicas que suponen.

    Hay, dos fuertes críticas a Freud en este texto un tanto impensable en Foucault:

    Una, el análisis freudiano de la imagen de los sueños, impide que ésta hable por sí misma, en su expresividad innata, ya que se efectúa siempre sobre las resonancias representativas semánticas de la imagen. El análisis semántico freudiano no toma en cuenta la forma y la sintaxis de la imagen en sí misma y por lo tanto, no logra “reconstruir el acto expresivo en su necesidad”[1]. En otras palabras, se privilegia y casi realiza únicamente, una apropiación significante de la expresividad humana.

    Dos, para Freud el sujeto siempre está en otro lugar del que se le supone, diseminado en los otros. Freud interpreta a Dora como si su deseo representara el de alguien más, cosa que él no puede permitirle. Más allá de los errores clínicos de interpretación de Freud en el sentido de que Dora transfiriera sobre su persona lo central de la relación con el señor K, para Foucault, la deficiencia en la interpretación freudiana reside en haber objetivado al sujeto del sueño, cómo aquel que siempre está a merced de las estratagemas de algún otro que: “está suspendido de alguna manera entre el que sueña y lo que se sueña”.[2] Prevalece un rechazo a la opción del sujeto de asumirse como distinto a los otros, como capaz de autodeterminarse y aparecer como responsable de sí mismo.

    Como señala Forrester: “El sujeto debe estar fundamentado, parece decir Foucault, y debe estar fundamentado antes del acto de interpretación y dentro de él; hasta pudiera ser que las dos críticas estén relacionadas y Foucault hubiera querido haber fundamentado al sujeto en relación con la imagen” (Ibíd. Pp. 349 – 350)

    Estas posiciones críticas serán muy diferentes a sus interpretaciones en Las palabras y las cosas, dónde realizará un trabajo interpretativo profundamente simbólico de Las meninas de Velásquez agregando, además, que ésta obra manifiesta sintéticamente, el pensamiento, el espacio y el poder de una era. Idea que en su conferencia en el Collège de France titulada ¿Qué es un autor?, aplica a la “función de autor” exponiendo la ineludible disgregación simultánea de los varios yoes del creador.

    Este texto en el que aparece una opinión inicial de Foucault sobre el psicoanálisis, muestra, ya desde ese principio, lo compleja que será su relación con este discurso; esta complejidad queda resaltada por el hecho de que Foucault está inscrito en la actualidad del psicoanálisis; es decir, habla desde lo que podría considerarse, con todas las reservas del caso, como una época psicoanalítica, una época marcada por el discurso psicoanalítico, como él mismo nos lo diría en el volumen uno de su Historia de la sexualidad. Para Foucault el psicoanálisis no es sólo aquello de lo cual él habla, sino también aquello desde lo cual habla. Las críticas al psicoanálisis recogidas por este texto temprano parecerían provenir de una actitud defensiva ante éste y resultan poco afortunadas, sobretodo si las cotejamos con las que vendrán después.

    Un indicio de la complejidad e importancia que el psicoanálisis tiene para Foucault, lo encontramos en la circunstancia, aparentemente contradictoria, de asignar a Freud una modesta participación en la historia del pensamiento y dedicar – en contraste – todo el volumen uno de esa Historia de la sexualidad a lo que puede verse como una arqueología del psicoanálisis, como él mismo lo señalara. Otra muestra de esta difícil relación puede estar dada en la presupuesta disparidad resultante de, por un lado, citar muy pocas veces el nombre de Freud y muchas menos el de sus textos, así como el de psicoanalistas como Lacan, (con quien –está demostrado- mantuvo un diálogo cercano y respetuoso de sus ideas) y, por el otro, destinar ese texto capital en su obra a la intención de una construcción arqueológica del discurso psicoanalítico.

    La ausencia de los nombres propios parece significar una masiva presencia del discurso. Puede tratarse de una elección de método, aunque, estrictamente no lo haya en Foucault: ¿Quién sino él, para alertarnos contra las hagiografías?

    Foucault pretende construir una genealogía del psicoanálisis y, a su vez, resiente – no puede ser de otra manera – los efectos de éste como uno de los discursos que constituyen su misma patria. Intenta eludirlo, pero su intención está contaminada desde el principio y por tanto condenada.

    Como mencionábamos antes, en Historia de la locura en la época clásica encontramos el patrón, la matriz de los principales enunciados de Foucault con respecto al psicoanálisis. Se trata de una matriz de doble entrada que está determinada por una ambivalencia foucaultiana hacia el psicoanálisis: aceptación o rechazo. En algunas partes, Freud es situado dentro de un linaje brillante, decoroso y, en otras, en un conjunto totalmente opuesto. Sus enunciados hacia el psicoanálisis, suponen un doble movimiento de inclusión / exclusión de Freud respecto a dos conjuntos:

    1) Es incluido, junto con Nietzsche, Artaud, Hölderlin, Nerval, etc., como parte de quienes rompen el silencio que el cogito cartesiano había difuminado sobre la locura, como quienes recuperan el diálogo con la sinrazón, interrumpido por la época clásica.

    El psicoanálisis es un discurso dispuesto a escuchar el murmullo de la sinrazón. La invención del inconsciente es el destronamiento de la conciencia como centro del psiquismo humano.

     El psicoanálisis impugna la prolongación del silenciamiento del loco, propia de la psicopatología; es ésta, la forma de tipificación que acalla la locura construyendo estantes clasificatorios. La historización del sujeto que se da en un psicoanálisis por medio de la palabra y la disolución de la discontinuidad entre lo normal y lo patológico operada por Freud, son los instrumentos de esta impugnación. Freud es legitimado por Foucault por estos gestos y se le alinea, junto con estos otros autores, en un lugar próximo a la verdad.

    2) Por otro lado, aparece excéntrico a este primer grupo (podemos decir: Freud mismo se excluye) y se le reinscribe, junto con Tuke y Pinel dentro del discurso psiquiátrico de “encerramiento moral” de la locura del que Freud, no sólo aparecería como heredero, sino que, vendría a ser la convergencia de toda la psiquiatría del siglo XIX; en esta reinscripción Freud aparece formando parte de las figuras del Padre y del Juez, de la Familia y la Ley, del Orden, de la Autoridad y del Castigo.

    Para Foucault, Freud traslada las condiciones del “encerramiento moral” al núcleo de la función analítica, deslizando hacia el médico (y al psicoanalista) todas las estructuras que Pinel y Tuke habían puesto en la internación. Esto le conduce a una deslegitimación de Freud, que le hace predecir, de alguna manera, la muerte del psicoanálisis al ser incapaz de liberarse de la herencia psiquiátrica y proseguir la estructura institucional en eso que se llama: la situación analítica.

    Texto fundamental en el camino abierto por Foucault, La historia de la locura aparece como un diagnóstico de la modernidad; esta modernidad que se iniciaría con la reapertura del diálogo con la sinrazón, estaría caracterizada por el alzamiento del elemento trágico en la historia, del elemento dionisiaco. Desde ésta época, escribe Foucault su texto, modernidad en la que Freud es colocado tanto adentro (cuando participa en la reapertura del diálogo con la sinrazón); como afuera (alineado en la serie de las figuras de la autoridad y de la ley, y vinculado al poder del asilo).

    En esta modernidad, Freud es reinscrito definitivamente a partir de la figura de la muerte, más específicamente, de la pulsión de muerte en su negatividad antropológica y psicológica.

    La ubicación en un sitio y otro es, curiosamente, dada través del mismo elemento: el lenguaje. Coincidiendo con la Edad Clásica en que la locura es parte de la razón, como sinrazón, Freud extrae la consecuencia contraria al silenciamiento producido en esta época: considera que hay que volver a hablar con ella. Aquí el lenguaje une a Freud con Nietzsche porque ambos pugnan por reabrir el diálogo con la sinrazón, lo que se traduce en un retorno a la proximidad con la locura; colocado junto a Nietzsche se convierte en parte de los discursos que posibilitan la historia foucaultiana de la locura, en el lugar desde el que es posible una escritura: la de la sinrazón.

    Por otro lado, la máscara de ese lenguaje, la misma libertad de la locura, ahora objetivada en el discurso psiquiátrico del XIX, es lo que va a hacer inasociable a Freud de Nietzsche. Porque toma en cuenta el lenguaje, primero, el psicoanálisis no es una psicología que objetiviza la locura; es el lenguaje mismo –pero en su estado hipócrita, secreto, de máscara – que lo reconduce al estatuto de esa psicoantropología de la alineación en la que Foucault lo condena a permanecer inamovible (Derrida 1996).

    Éstos son los términos de la matriz de los enunciados de Foucault con respecto al psicoanálisis, que se reproducirá en sus textos posteriores. Simulan un movimiento pendular, de balancín, que podría equipararse con el juego del fort /da que Freud analiza en Más allá del principio del placer (Freud 1919), un movimiento que acerca o aleja, abre o cierra, acepta o rechaza, incluye o excluye, y que en el fondo: legitima o descalifica.

    Michel Foucault en sus reflexiones en torno al psicoanálisis, imposibilita a Freud tomar un lugar histórico estable, identificable, unívoco, a veces lo acredita y otras lo desacredita. Reflejando la duplicidad estructural de la cosa misma: el acontecimiento del psicoanálisis.

    La mayor importancia que le concede Foucault, es la de haber inaugurado una nueva forma de discurso; la fortaleza del mismo y su supervivencia – consideramos – depende de que se reproduzcan fielmente en su ejercicio los elementos que constituyen la experiencia original freudiana. Si bien en ésta estarían presentes tanto aquellos elementos que harán al psicoanálisis ubicable entre los contemporáneos, también están aquellos que lo alejan de su contemporaneidad. Consideramos que estos últimos pueden recusarse por considerarlos accesorios a lo distintivo de la experiencia freudiana, por no calificar al psicoanálisis en lo que tiene de más singular, razón por la que puede prescindirse de ellos, aunque el límite que permitiría excluirlos es tan frágil, que su retorno es permanentemente posible. En este punto el esquema foucaultiano puede hacer las veces de un emplazamiento de vigilancia gnoseológica y epistemológica, que puede ser llevado más allá de donde, al parecer, Foucault mismo lo dejara.

    En este momento conviene detenerse un poco y aclarar una curiosidad – quizás menor – de la lectura de Foucault con respecto a Freud y al psicoanálisis: más allá de la poca presencia nominal de estos términos en sus textos (Foucault nunca cita a Freud y tampoco analiza ningún texto suyo) y, a pesar de que podría pensarse que, al referirse al acontecimiento del psicoanálisis, habla de su creador y en general del psicoanálisis: en ambos casos supone una unidad impugnable en la realidad, es decir, no puede hablarse de un solo Freud y mucho menos de un solo psicoanálisis sin caer en un error.

    Freud, estalla cuando se estudian con detenimiento diferentes etapas que caracterizan su pensamiento; si no tenemos en cuenta las abundantes notas al pie de página de Tres ensayos para una teoría sexual (1905), podemos localizar allí un Freud distinto al de Más allá del principio del placer(1919), por citar sólo un ejemplo. De igual manera, podemos señalar múltiples y significativas diferencias entre el psicoanálisis que se practicaba en Francia cuando Foucault desarrolla sus investigaciones y el que se ejercía en los EE.UU. Entonces formulemos esta pregunta: ¿A qué Freud y a qué psicoanálisis se refiere Foucault?

    Este punto que, aparentaría una relevancia poco significativa, puede conducir a preguntas o reflexiones de peso en función del recurso a los enunciados foucaultianos sobre el psicoanálisis para hacer una historia del mismo. Si partimos de la matriz enunciativa de Foucault que nos permite una visión profunda del acontecimiento del psicoanálisis, la multiplicidad a la que remiten los términos Freud y el psicoanálisis: ¿Puede ser presupuesta desde este mismo esquema de balancín, de fort/da, de bisagra, como le llama Derrida (Derrida, 1996)? ¿Podrían, por lo tanto, reducirse esta multiplicidad de opiniones a una dualidad? Dejemos por el momento esta vía de abordaje para proseguir con este breve desarrollo de las interpretaciones de Foucault sobre el psicoanálisis.

    El trabajo anterior Maladie mentale et psychologie (1954) es en buena medida una prefiguración, a la posición de Foucault respecto al psicoanálisis contenida en La histoire de la folie… Al ir más allá de la psicología del siglo XVII y más lejos del establecimiento positivista de la psicología en el XIX, Freud produce un replanteamiento de la psicología con su descubrimiento del inconsciente: se reconcilia con la edad clásica al pensar la locura como sinrazón, aunque, propugna un diálogo con ella. Por este gesto, Freud se excluye de una perspectiva evolucionista de objetivación de la enfermedad mental que ilustra progresos en el “dominio” de ésta; en cambio, al tomar una postura de desarrollo e historia de las fases de la libido, repatría su trabajo a una concepción evolucionista de la neurosis.

    El dominio de la locura presupone su silenciamiento; con introducción en la comprensión de las neurosis de procesos como fijación y regresión funda un “hombre freudiano” no distante del “homo psychologicus” de la racionalidad clásica. Y como psicología, el psicoanálisis se queda sin palabras ante el lenguaje de la locura. ¿Se trata de la misma partición del psicoanálisis formulada en La historia de la locura entre un discurso de la modernidad que reabre el diálogo con la sinrazón y otro que lo cierra por su posición clínica de saber-poder como heredero de la psiquiatría del XIX?

    La respuesta –positiva – la encontramos en El nacimiento de la clínica (1963). En este escrito, hay, también, una doble presencia del psicoanálisis: implícita como una de las formas modernas y alienantes de la relación médico-paciente y explícita como un discurso que, a través de la muerte, recusa la positividad evolucionista.

    El intento de Freud por llegar a un acuerdo con la sinrazón – el último de los tiempos modernos, según Foucault – resultará fallido por la alineación inevitable que se da en la relación médico/paciente sobre la que se construye la situación analítica. Freud libera al enfermo del asilo para reproducir la “internación” en el contexto de la relación analítica. El homo medicus, que encarna Freud en continuidad con Pinel y Tuke, actúa en nombre del orden del derecho y la moral, más que en nombre de la ciencia; en la figura del médico se reúnen todos los poderes “secretos, mágicos, esotéricos, taumatúrgicos”, que van a hacer que la situación analítica sea caracterizada por Foucault como: la mistificación taumatúrgica de la pareja médico/enfermo, regulada por protocolos institucionales. (Foucault, 1963) Esto es lo que inscribe a Freud dentro de esa experiencia moderna de la locura que descansa, según Foucault, en un doble movimiento de liberación y sojuzgamiento.

    Así, el evolucionismo biológico de Freud, destacado por Foucault en Maladie mentale et psychologie forma parte de ese movimiento de objetivación del hombre cuyo proceso esencial consistirá en el pasaje de la sustancia locura, a la condición de objeto susceptible de una percepción científica; movimiento alienante que se muestra claramente en la relación analítica, sustentada por la posición de saber/poder del psicoanalista.

    La lógica del movimiento pendular de la apreciación foucaultiana de Freud es ineluctable, en el Nacimiento de la clínica se prefigura lo que será uno de los temas centrales en Las palabras y las cosas: la colocación del psicoanálisis como figura protagónica en la epistêmê de las ciencias humanas a finales del XIX y principios del XX.

    La pulsión de muerte freudiana es nuevamente, el salvoconducto para volver a ser recibido en esa gran estirpe en la que Nietzsche es, para Foucault, una figura estelar. La pulsión de muerte, en su negatividad antropológica, rompe con el biologismo de Freud, y con su optimismo evolucionista. Ésta es la experiencia de la muerte que Foucault denomina “finitud originaria”, y que determina al Freud trágico.

    El péndulo foucaultiano lleva ahora al psicoanálisis a uno de los extremos que dibuja su movimiento: a un lugar de privilegio como discurso que, junto con la etnología, irrumpe en la epistêmê del orden de las ciencias del siglo XIX. En Las palabras y las cosas, aparece un momento de encuentro entre Foucault y Freud, puesto que el primero otorga al psicoanálisis en la configuración de la epistêmê de las ciencias humanas en el siglo XX un lugar de privilegio y hasta faro. Paradójicamente, es ahora situado en el espacio de una negatividad radical que ha hecho posible la positividad del hombre moderno.

    El reconocimiento de la locura como de otredad, como esa parte de la razón en dónde reside la verdad del hombre moderno – reconocimiento que llevó a su exclusión y silenciamiento – creó las condiciones en las que emergieron los discursos que objetivaron la locura: la psicología y la psiquiatría. Es la locura una de las figuras de la finitud del hombre moderno que forma parte de esa negatividad profunda que lo constituye como individuo, y ante la cual se abre o se cierra, inscribiéndose en la modernidad o negándose a ella. La Muerte, el Deseo y la Ley son otras de las formas de la finitud humana.

    La invención del inconsciente y su concomitante ejercicio permanente, inagotable de la sospecha, así como la impugnación del corte entre lo normal y lo patológico y la pulsión de muerte, son las armas de ese Caballo de Troya que será el psicoanálisis con respecto a lo que conocemos – con todas las precauciones que requiere el término – como ciencias humanas, señalando la finitud de las nociones básicas que las conforman y, con esto, despertándolas del sueño antropológico en el que se complacen. Más acá del debate que este binomio terminológico (ciencias humanas) suscita en la actualidad, para Foucault esta categoría tiene un uso preciso y delimitado a partir de su concepción del Hombre moderno como nudo epistémico en el que se entrecruzan vida, trabajo y lenguaje; cuya emergencia va acompañada del nacimiento de las Ciencias Humanas: Biología, Economía y Filología.

    Inscrita en la epistêmê que inaugura la época clásica, la representación es la modalidad que prescribe sus conceptos y sus métodos; los conceptos fundamentales de cada una de estas tres ciencias: la función en Biología, el conflicto en Economía y el signo en la Filología, son concebibles en el espacio de lo representable. El inconsciente freudiano es heterogéneo a la representación, su permanente deslizamiento disuelve toda representación, la desborda al mismo tiempo que a la conciencia y a las ciencias humanas que no van más allá de lo representable. Esta es la importancia que tiene el psicoanálisis para Foucault: el recurso al inconsciente, que disuelve toda representación, hará que el hombre desaparezca del lugar central que ocupa en la epistêmê que dará paso a la modernidad.

    Lo que Foucault encontró de valioso en el psicoanálisis: el concepto del inconsciente como limitante de las ciencias humanas, concepto del que procede una perpetua sospecha que se extiende por todas las ciencias que construyen el objeto “hombre”, marcando la finitud de los conceptos que las constituyen, (la muerte muda/vida; el deseo desnudo/trabajo; lenguaje como supremo delegado de la ley/lenguaje) restituyendo, de este modo, el saber del hombre a la finitud que lo funda (Forrester, 1990).

    De igual manera, al destronar a la conciencia como corte privilegiada de legitimación de las ciencias humanas, por haber revelado la incidencia del inconsciente en su campo, Freud aparece para Foucault, insólitamente, impugnando la noción misma de hombre.

    Por esto el psicoanálisis, como por otra parte la etnología, no pertenece al campo de las ciencias humanas. Están en una relación de exterioridad/interioridad con respecto a éste; en términos de Miguel Morey: “Desde esta perspectiva, el psicoanálisis pertenece a lo que bien podría ser el anuncio de una nueva modalidad de discurso, que desde el dominio de las ciencias humanas inaugura una tendencia de deconstrucción de este ámbito –tendencia que se orienta en la dirección de una desantropologización: [cursivas en el texto] entraña la quiebra del espacio en el que el hombre moderno se sostiene y reconoce” (Morey 1976, p. 174).

    Esta valoración foucaultiana del psicoanálisis como analítica de la finitud le restituye la proximidad al espacio, antropológicamente negativo, de la locura y con esto su reinscripción en el linaje de los locos geniales, caros a Foucault; estamos lejos aquí de la crítica al psicoanálisis como psicología evolucionista y como instrumento clínico de alineación de la sinrazón; con esta apreciación de Foucault, el psicoanálisis y el psicoanalista (para situarlos en el singular, recusable, que usa Foucault) adquieren estatuto de cierta nobleza.

    El desplazamiento operado por Foucault con respecto a Freud en este texto, es de tal radicalidad (recordemos el movimiento de péndulo, el fort/da) que le llevará, incluso, a cuestionar anteriores e inequívocas aseveraciones sobre el psicoanálisis, como su pretendida carta de defunción basada en la denuncia de la incorporación, en el núcleo de la operación psicoanalítica, de los presupuestos del “encerramiento moral” de la locura. En Las palabras y las cosas no sólo se recusa la afirmación anterior de que, en tanto heredera de toda la tradición psiquiátrica del siglo XIX, “la situación analítica” está permeada por la mitología y la taumaturgia, sino que, inclusive, el poder que el fenómeno de transferencia confiere al psicoanalista en la relación médico-paciente, la lógica de la alineación y la violencia, sutil o sublime de la situación analítica, dejan de ser rasgos esenciales del psicoanálisis y, contribuyen –más bien- al acceso a las figuras concretas de la finitud en esa experiencia singularísima que es un psicoanálisis.

    Un severo viraje a estas afirmaciones se observa en un texto posterior de Foucault: Historia de la sexualidad Tomo I.La voluntad de saber. Aquí encontramos, dicho por Foucault: “La historia del dispositivo de sexualidad, tal como se desarrolló en la época clásica, puede valer como arqueología del psicoanálisis”. (Foucault, 1976, p. 158)

    El objeto mismo que es el acontecimiento del psicoanálisis como discurso, revela, ante la mirada de Foucault, las aporías que lo habitan. Su admiración por este discurso puede ilustrarse con el juego del sube y baja de los parques infantiles que hace las delicias angustiantes de nuestros pequeños. Algunas veces está en el punto más alto y otras en el más bajo. Esta última situación es la que caracteriza a dicho discurso en el proyecto inacabado de La historia de la sexualidad.

    Su invención es aquí reinscrita en la historia de una dinámica disciplinaria, la de las estrategias de saber/poder (jurídicas, familiares, psiquiátricas) Esta es una de las vías –como señalábamos más arriba – por las que transita la que podría pensarse como una genealogía foucaultiana del psicoanálisis; los trazos de ésta están diseminados en sus diversos trabajos, como lo venimos demostrando, aunque el mismo Foucault se haya planteado expresamente su construcción.[3] En este mismo polo de esa genealogía de doble entrada, se sitúan las inculpaciones al psicoanálisis como práctica que desarrolla las astucias de la objetivación y la alineación psiquiátricas por medio de “encerrar sin encerrar al enfermo en el asilo invisible de la situación analítica”. (Derrida, 1996, p. 165) Si bien del mismo lado, las incriminaciones al psicoanálisis de La voluntad de saber, tienen un mucho mayor alcance, van mucho más allá que las anteriores, se dirigen a las estrategias inexorables del reinado del sexo y al efecto de poder que lo sostiene.

    Es importante destacar que La historia de la sexualidad inaugura lo que puede considerarse una etapa distinta en el trabajo de Foucault: la de la Genealogía. Algunos años antes – en 1970 – había escrito el que se podría considerar texto bisagra que “cierra” una etapa y “abre” otra: La arqueología del saber. (1969) En él expone los principales procedimientos que utiliza en sus investigaciones sobre la locura, la medicina y las ciencias humanas, las que vendrán a ser, retrospectivamente, arqueologías, miradas arqueológicas sobre los objetos que las ocupan. En esta nueva etapa inaugurada por el libro que comentamos, cambia el énfasis de Foucault: ya no se interesa tanto en las bases históricas y epistemológicas de las ciencias, en la arqueología del saber, más bien su interés se desplaza a la estrategia del poder que representa el conocimiento: el saber/poder.

    En consecuencia, aquí el psicoanálisis deja de ser un acontecimiento crítico en la historia de las ciencias humanas; ahora pasa a constituir sólo un elemento – ciertamente privilegiado – en todo el aparato de saber/poder ¿Cómo se opera este nuevo emplazamiento? ¿Por qué vías efectúa Foucault este proceso de reubicación, este veredicto negativo?

    Serán dos rutas – también pensables como una sola – las que indaga Foucault al pronunciarse por el nacimiento del psicoanálisis, dos caminos que le son dados por dos ascendientes históricos del psicoanálisis: la confesión cristiana moderna y la hermenéutica de la sexualidad, herencias discursivas del psicoanálisis que aparecen unidas y que lo hacen emerger cuando se mezclan con los procedimientos de la ciencia moderna.

    Para Foucault, la forma de discurso sobre la sexualidad a la que obliga la modernidad es la confesional. La confesión pastoral cristiana medieval – cuyo objetivo era la guía y la obediencia espiritual – ha sido modificada. Hasta el siglo XVIII, la utilizan los conventos, escuelas y academias militares, con el propósito de manejar la vida de las personas, el producto de esta transformación constituye una forma moderna de discurso sobre el sexo. El paso se da en el siglo XIX, cuando se escenifica el salto de las confesiones a las formas de conocimiento que podemos llamar ciencias humanas: pedagogía, medicina, criminología, psiquiatría, etc.

    El discurso moderno de la sexualidad vendría a ser resultado de la fusión exitosa de los procedimientos sagrados de la confesión y de los cánones científicos de discursividad aceptables. Los profesionales del “hombre”, al producir al individuo como categoría eminentemente moderna, instauran una verdad dentro de él como el centro de su ser: su sexualidad. Foucault impugna ese propósito declarado por las disciplinas del hombre –salud-felicidad- denunciando las intenciones de poder y sojuzgamiento que les subyacen.

    Ciencias humanas como la pedagogía, la sexología, la psiquiatría, la criminología, etc. son interesantes, para Foucault, como formas de conocimiento sólo en tanto que están íntimamente unidas con las relaciones de poder; ¿Qué posición guarda el psicoanálisis con relación a ellas? ¿Es una posición de alteridad?, ¿Acaso es crítico, a estas discursividades? o ¿Forma parte de ellas? ¿Tiene un parentesco cercano con ellas?, ¿Tiene un lugar al lado de las mismas en el dispositivo de poder? Foucault no sólo incluye categóricamente al psicoanálisis en este conjunto, sino que, incluso, le asignará una posición privilegiada aunque, de dudoso prestigio: será nada menos que  la más grande y pura de las herramientas para generar el saber y el poder, la disciplina confesional moderna por excelencia, generadora de un discurso que proclama, de manera religiosa, que la verdad del sujeto ha de encontrarse en su discurso secreto sobre la sexualidad.

    Para Foucault, el psicoanálisis aparece como la forma moderna y purificada de la confesión y representa, más que ninguna otra disciplina, la concepción de que la verdad del hombre reside en un secreto sexual; lo cual le colocaría como un elemento más, en la serie de una especie de teleología formulada y sostenida por el cristianismo moderno.

    Para Foucault la supuesta represión sexual de la época victoriana que habría ahogado a la sociedad occidental del XIX, vendría a ser no más que un epifenómeno de poca trascendencia, frente a la tendencia histórica principal del discurso moderno que propicia la proliferación de los discursos sobre el sexo como estrategia de sujetación social, al dar cuerpo al individuo sexuado que hay que controlar. De este modo el discurso moderno de la sexualidad se convierte en un dispositivo de sujetación social, dispositivo sexual cuya forma más acabada estaría dada por el psicoanálisis.

    La supuesta liberación sexual atribuida al psicoanálisis por levantar los diques de la represión –por lo cual se le ha acusado de pansexualismo- representaría, para Foucault una mascarada que oculta el verdadero significado del psicoanálisis como la expresión más pura del dispositivo sexual moderno de control.

    Freud no libera al sexo del poder, afirma Foucault; la acusación de pansexualista, hecha al psicoanálisis desde una perspectiva de mojigatería, de puritanismo, sería la más ciega de todas. Pero igual de ciega sería la visión optimista que sostiene la ilusión de que Freud, ha jugado un papel emancipador de la sexualidad cuando, más bien, ha constituido un discurso normativizante de la sexualidad.

    La eficacia del psicoanálisis como dispositivo sexual de sujetación no se reduce, por supuesto, a la práctica psicoanalítica, ya que, en todo caso, su alcance estadístico es limitado; más bien su efectividad estaría dada por la permeabilidad que este discurso ha logrado en el pensamiento moderno; vivimos –de acuerdo con Foucault- en una cultura definida por el psicoanálisis, como diría Forrester parafraseando a Foucault: “… la telaraña micropolítica en la que podemos encontrar las relaciones de verdad, conocimiento y sexualidad, es precisamente lo que el psicoanálisis ha arrojado para atraparnos”. (Forrester 1990 p. 361)

    Así, tenemos en este texto una sentencia implacable de Foucault sobre el psicoanálisis que podríamos resumir en una crítica a tres de sus componentes pretendidamente estructurales: 1. Discurso confesional, acompañado de una hermenéutica sexual del sujeto; 2. Discurso normativizante de la sexualidad, al engarzarla a la novela edípica y 3. Discurso de dominación, dispositivo de poder, tanto en la relación analítica (médico-paciente), como en la contribución que ha tenido en la conformación del individuo psicológico moderno controlado, sujetado por dispositivos interiores.

    Este cambio de punto de vista tendría íntima relación a las referencias personales de Foucault y su actualidad científica y política, correlativas a los diferentes momentos en que produce sus trabajos.

    Sin pretender desarrollar esta línea de investigación, y solamente con el propósito de indicar lo fructífera que puede resultar su exploración, señalaremos que en La voluntad de saber, Foucault se solidariza con los autores delAntiedipo –Deleuze y Guattari – en sus críticas formuladas al psicoanálisis como sistema represivo y edípico.

    Este texto, al igual que los anteriores de Foucault, generó con su aparición una fuerte polémica intelectual con adhesiones y rechazos radicales en su mayoría, y constituye uno de los documentos más importantes del archivo histórico para pensar nuestra contemporaneidad.

    Si bien La Voluntad de saber y 1976 no son ni el espacio ni el tiempo en que se detiene la emisión de enunciados de Foucault sobre el psicoanálisis, nos detendremos en este punto, considerando que, más allá de las aplicaciones que le daría en sus pronunciamientos posteriores, el esquema enunciativo elemental de Foucault sobre el psicoanálisis, queda hasta aquí, claramente ilustrado. Aunque La historia de la sexualidad, Vol. 1 podría hacer pensar en una detención del movimiento de balancín en uno de sus extremos, su misma lógica echaría por tierra esta posibilidad; es decir, si la posición de Foucault respecto al psicoanálisis es paradojal, es porque la paradoja está en el discurso psicoanalítico mismo. La prueba de esto es que, en el mismo texto que por ahora comentamos, se encuentran las condiciones que impulsarán un nuevo movimiento pendular, en la dificultad de conciliar el tratamiento de las perversiones hecho por Freud y, aún más, su tesis fundamental de la ausencia radical de objeto para la pulsión, con la estimación del psicoanálisis como discurso normativizante de la sexualidad.

    Cabría preguntarse por el destino de al menos dos de las caracterizaciones de Foucault sobre el psicoanálisis, consustanciales al concepto del inconsciente que lo ubicarían entre los discursos de avanzada de la modernidad: 1. El carácter de permanente ejercicio de la sospecha de la interpretación psicoanalítica y 2. El descentramiento del sujeto operado por Freud y que constituye una idea fundamental en la crítica de Foucault sobre el concepto del hombre y, por consiguiente, en la subversión de la posibilidad de las ciencias humanas. Si hay consistencia y verdad en afirmaciones de este tipo, estas deberían manifestarse impulsando el balancín en sentido de aprobación crítica del legado de Freud.

    Las posiciones foucaultianas que hemos comentado en las páginas anteriores suscitan innumerables adhesiones, críticas e interrogantes de diferente índole. Para concluir consideramos que, al margen de éstas, su posición filosófica contiene un potencial heurístico importante para – además de reflexionar sobre la relación del psicoanálisis y la historia – ensayar su aplicación en el proyecto de producir historias del psicoanálisis delimitadas regional o nacionalmente como sería el caso de México, que es el que ocupa mi interés.

    BIBLIOGRAFÍA

    Derrida, J. “Ser justo con Freud.” La historia de la locura en la edad del psicoanálisis, en Pensar la locura. Ensayos sobre Michel Foucault, Paidos, Buenos Aires,  1996.

    Foucault, M. (1961) La Historia de la locura en la época clásica, F.C.E., México, 1967

    Foucault, M. (1963) El nacimiento de la clínica, Siglo XXI, México, 1981 (8ª. Edición)

    Foucault, M. (1966)  Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México, 1984 (15ª. Edición)

    Foucault, M. (1969) La arqueología del saber, Siglo XXI, México, 1978 (5ª. Edición)

    Foucault, M. (1969) ¿Qué es un autor? (Conferencia en el College de France del 22-II-69) Universidad Autónoma de Tlaxcala y La Letra Editores, 1990 (2ª edición).

    Foucault, M. (1976) Historia de la sexualidad. La voluntad de saber, Siglo XXI, 1979 (5ª. Edición)

    Foucault, M. Microfísica del poder, Ed. La piqueta, Madrid, 1978 (1ª. Edición)

    Freud, S. (1905) Fragmento de análisis de un caso de histeria, en Obras Completas de Sigmund Freud, Amorrortu ed., Buenos Aires, 1978

    Freud, S. (1905) Tres ensayos de teoría sexual, Ibid.

    Freud, S. (1920) Más allá del principio del placer, Ibid.

    Forrester, J. Seducciones del psicoanálisis: Freud, Lacan y Derrida, F.C.E., México, 1990.

    Morey, M. Lectura de Foucault, Ed. Taurus, Madrid, 1975

    Roudinesco, E. Y col. Pensar la locura. Ensayos sobre Michel Foucault, Ed. Paidos, Buenos Aires, 1996

     

    [1] Foucault citado por Forrester (1990) p. 346

    [2] Ibíd., p. 348

    [3] Foucault, M., Microfísica del poder, Ed. La Piqueta, Madrid, 1978(1a. edición), p. 161 “Cómo pudo formarse el psicoanálisis en la fecha que ha aparecido, intentaré verlo en volúmenes posteriores. Temo simplemente que respecto al psicoanálisis suceda lo mismo que sucedió con la psiquiatría cuando intenté hacer la “Historia de la locura”; había intentado contar lo que había pasado hasta comienzos del siglo XIX; pero los psiquiatras han entendido mi análisis como un ataque a la psiquiatría. No sé qué pasará con los psicoanalistas, pero temo que entiendan como “antipsicoanálisis” algo que no será más que una “genealogía”

  • La violencia y lo sagrado en la tradición judeocristiana. Un enfoque psicoanalítico

    La violencia y lo sagrado en la tradición judeocristiana. Un enfoque psicoanalítico

    Ricardo Blanco Beledo

    Haya alabanzas a Dios en sus labios,
    y en su mano una espada de dos filos
    para vengarse de los paganos,
    para castigar a las naciones
    Ps. 149, 6

    Se recita al fin de Laudes en Domingo y
    en las festividades mayores de la Primera
    Semana en el Oficio de la ICR

    Oh Dios,
    no te quedes callado ante mi oración,
    pues labios mentirosos y malvados
    hablan mal de mí,
    y es falso lo que de mí dicen.
    Sus expresiones de odio me rodean;
    ¡me atacan sin motivo!
    A cambio de mi amor, me atacan;
    pero yo hago oración.
    Me han pagado mal por bien,
    y a cambio de mi amor, me odian….

    (6) Pon como juez suyo al malvado,
    y que lo acuse su propio abogado;
    que lo declaren culpable en el juicio;
    que lo condene su propia defensa.

    ¡Qué viva poco tiempo
    y que otro se apodere de sus bienes!
    ¡Que sus hijos queden huérfanos
    y viuda su esposa!

    ¡Que sus hijos anden vagando y pidiendo limosna!
    ¡Que los echen de las ruinas de su casa!
    Que se lleve el prestamista
    todo lo que le pertenecía.
    Que gente extraña le arrebate
    el fruto de su trabajo.

    Que no haya quien tenga compasión
    de él ni de sus hijos huérfanos.
    Que se acabe su descendencia,
    que se borre para siempre su apellido.

    Que se acuerde el Señor de la maldad de su padre
    y nunca borre el pecado de su madre;
    (15) que el Señor los tenga siempre presentes
    y borre de la tierra su recuerdo.

    Ps. 109, 6-15[1]
    Versículos “que pueden omitirse”: 6-15, el miércoles
    del Sexto Domingo después de Epifanía, en el Oficio

    Diario del Año 1, LOC.

    Antecedentes

    Definimos aquí el término “violencia” como un vocablo aplicable propiamente en el orden de lo humano, de lo simbólico humano. Aunque, en general, el término tiene una connotación y una extensión bastante mayores a las aquí planteadas, creemos que las acciones destructivas no humanas se califican como “violentas” a partir de un cierto antropomorfismo aplicado a fuerzas o seres no humanos. Según lo antedicho, nos atendremos a una caracterización de la violencia como el acto o intento, por parte de una persona o grupo de personas, de imponer su deseo o voluntad sobre otros a través de medios verbales, no verbales o materiales, y que provoca daño físico, psíquico o moral al otro u otros. Varios autores apoyan esta aproximación[2] que, en cierta medida, refleja el factor común que hemos encontrado en las diferentes definiciones del término[3]:

    • Fuerza: Poder y energía de producir algo.
    • En contra de: lo natural, un estado, situación o modo; lo regular, el orden (moral, jurídico o político), la razón, la justicia; lo que merece respeto o reverencia; la voluntad.
    • Modalidad: ímpetu, falsedad, vehemencia, intensidad, alta excitación, injuria, rapidez, furia, por medios no naturales, pasional, severa, extrema, aguda, brutalidad, crueldad.

    También es posible definir la violencia en un sentido más amplio, pero dentro de los límites establecidos, como el ejercicio de una fuerza tal que la naturaleza de la persona no puede metabolizar por sí misma.

    Para encontrar la voz “violencia”, “acciones violentas” en índices de materias—por otra parte tan minuciosos—de obras de Teología Veterotestamentaria, habrá que esperar hasta 1911. Sin embargo, cuando el Diccionario Teológico de Botterweck y Ringgren no había llegado siquiera a la mitad del alfabeto, registraba ya más de treinta voces que directa o metafóricamente designaban acciones violentas (Lohfink, 1990). Schwanger ha hecho el siguiente recuento: 600 pasajes que hablan expresamente de pueblos, reyes e individuos que exterminan o matan a otros seres humanos; mil pasajes en los que se inflama la ira de Yahvé, quien castiga con la muerte y la ruina, y enjuicia en forma de fuego devorador, se venga y amenaza con el exterminio de los seres humanos; y cien pasajes en los que Yahvé ordena expresamente matar a personas. Lohfink, empero, afirma que en sus investigaciones de ciencias veterotestamentarias nunca emerge la violencia como esa cuestión básica que todo lo polariza y lo permea (Lohfink, 1995:23).

    Siebers (1995) se atreve a considerar que la filosofía, desde Platón hasta Girard, ha hecho de la violencia su “otro excluido”. Él sostiene que la filosofía ha representado y reprimido la violencia, excluyéndola como fenómeno para auto-conformarse. Hoy día, estamos acostumbrados a reconocer que las disciplinas se fundan en términos de lo que excluyen y que la identidad de las disciplinas se cimienta en el acto de excluir al otro de la escena de sus representaciones. Según Siebers, la filosofía ha tratado de representar la violencia como una idea más que como un fenómeno—pasional, por cierto—. Pero, como sabemos, excluir no es algo “pasivo”, sino que requiere una acción, una actividad. Por lo tanto, el término “represión”, en el sentido freudiano de exclusión activa, sería el más adecuado para hablar de esta historia de la violencia traducida en objeto de representación. Violencia sería, entonces, tanto para Platón como para Sade, Girard o Lacan, algo que la representación toma por su objeto[4].

    Lo que la representación hace a la violencia es re-presentarla en forma de diferentes ideas. Este proceso tiene una dimensión extra, (¿ética?), en cuanto constituye un intento por contener la violencia en sí. Sin embargo, indica Siebers, “cualquier cosa que elija re-presentar la violencia, más que revelarla, se colude con la violencia” (1995).

    Ambivalencia violento/amoroso en lo sagrado

    Por definición, lo sagrado ejerce violencia sobre el ser humano. Si por violencia entendemos el ejercicio de una fuerza tal que la naturaleza de la cosa, sujeto o persona no alcanza a metabolizar por sí misma, entonces la relación de un ser humano—creatura limitada—con el Otro Absolutamente Otro es por axioma un vínculo violento. La divinidad, lo trascendente, lo sagrado pertenece a un orden de realidad completamente diferente a la condición limitada de la mente humana. Es por ello que nuestra relación con lo sagrado resulta naturalmente un fenómeno violento.

    Ahora bien, el ser humano tampoco es un ser “natural” y su constitución, su estructura también está dada a través de la violencia[5]. El hombre deja atrás su ser natural en el momento en que establece de manera violenta un orden simbólico. Este orden ejerce una fuerza contraria al devenir de lo natural, separa al hombre de otros tipos de bestia y le permite acceder al ámbito de la cultura.

    En el origen de este proceso está la Ley. La violencia de la Ley obliga a un distanciamiento de lo estrictamente biológico, de manera que casi podríamos definirla como contra natura. La Ley, que procura el establecimiento de un nuevo orden, impide regresar a lo natural y, por lo tanto, detona un proceso social en el que el futuro es cada vez más complejo y cada vez más distante de esa naturaleza perdida e irrecuperable. Cada generación es hija de la violencia en la medida en que está precedida por antepasados que ya han contrariado la naturaleza y han dado algunos pasos en el orden de lo cultural.

    Quizás esa violencia originaria es la que nos permite prefigurar otro mundo de la violencia, fruto este último de la incapacidad humana para sobrepasar ciertas redes de significación. Esto querría decir que, entre las experiencias humanas, habría una—la del roce, el avistamiento incluso tangencial de lo sagrado—que inevitablemente nos conduce a estrellarnos con una fuerza muy superior a nuestras limitadas fuerzas de auto-reorganización.

    La experiencia bíblica y la de los grandes místicos confirmaría la afirmación anterior. En esta experiencia, empero, que a su vez es experiencia de la divinidad que se revela, la tradición judeocristiana parece establecer una ambivalencia entre lo que hemos definido como violento y lo que será el carácter amoroso de Dios. Si bien “Dios es amor” en San Juan (I Jn. 4:8), Dios es también quien pide el sacrificio de Isaac. Si bien Jesús es el “manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29), también es él quien utiliza las metáforas guerreras para describir su misión: “No crean que yo he venido a traer paz al mundo; no he venido a traer paz, sino guerra [literalmente, la espada]” (Mt. 10:34). Si bien el Dios bíblico es como la gallina bajo cuyas alas maternales se refugia el ser humano (Lc. 13:34), también es el guerrero implacable del herem, anatema de destrucción de los vencidos, en la propuesta de los Deuteronomistas (v. gr. Dt. 20:16-17, Ex. 23 y 34). La lista de oposiciones puede ser interminable.

    Cierto que no es nuestra tarea disolver la tensión ni endulzar el conflicto. Hay quienes han querido sostener una pedagogía progresiva que iría desde la aceptación inicial de la violencia de un pueblo “primitivo” que escalaría hasta una no violencia casi gandhiana en el Nuevo Testamento. Pero ése es un camino poco claro, pues a mi modo de ver la tensión persiste desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Ahí, lo sagrado parece ser poder, fuerza y energía que violentan, rompen y estremecen el orden de lo cotidiano y regular para mostrarnos siquiera un atisbo de la bondad divina.

    Ambivalencia violento/amoroso en el psicoanálisis y la experiencia bíblica

    El psicoanálisis, un procedimiento al fin y al cabo humano, tendría por objeto, en última instancia, el tema de la violencia. La teoría psicoanalítica buscaría, entonces, la violencia originaria y originante de la exclusión, la represión de lo inconsciente. ¿Sería posible, entonces, que por ambos márgenes de la existencia humana, lo basal inconsciente y lo liminar de la trascendencia, nos situáramos en las riberas de la violencia?

    En el corazón de nuestra herencia griega—y psicoanalítica—mora el texto de Sófocles: “Habita con unos hijos de los que es hermano y padre; es hijo y esposo de su madre; es el asesino de su padre con cuya esposa se ha casado” (Edipo Rey). En el núcleo de la dramática psicoanalítica coexisten, ab initio, sexo y violencia; en el eje de la dinámica freudiana, en Edipo, dos ejes se entrelazan: sexo/incesto y violencia/parricidio.

    Curiosamente, vemos suceder lo mismo en la tradición bíblica desde el libro del Génesis. Ahí se lee: “creced y multiplicaos”. En la traducción de la Biblia de Estudio este pasaje reza “Tengan muchos, muchos hijos; llenen el mundo y gobiérnenlo”. Esta es la primera vez que la divinidad se dirige al ser humano en tono imperativo. En realidad, el primer mandamiento es el sexo. Pero con él, a renglón seguido, viene la expulsión violenta del Jardín del Edén con una espada de por medio: “y una espada ardiendo que daba vueltas hacia todos lados”, dice el Génesis en una escena que, a su vez, es seguida por el fratricidio de Caín (Gen. 3:21 y 4).

    Sexo, amor, creación, fructificación. Muerte, asesinato, violencia. En el origen de las tradiciones bíblica y psicoanalítica (y, claro, la mítica griega) encontramos la ambivalencia entre lo amoroso y lo violento. Además, encontramos un lugar intermedio, la Palabra. Entre el cuerpo y el espíritu, la palabra funge como afirmación que reúne, como Eros, como palabra creadora y ordenadora en medio de la oscuridad. “La tierra no tenía entonces ninguna forma; todo era un mar profundo cubierto de oscuridad y el espíritu de Dios se movía sobre el agua. Entonces Dios dijo: ‘¡Que haya luz!’”. Mas también cumple la palabra una tarea de negación que expulsa, también es Thanatos: “Por eso Dios el Señor sacó al hombre del jardín de Edén” (Gen. 1:23); “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste formado, pues tierra eres y en tierra te convertirás” (Gen. 1:19); “Un día, Caín invitó a su hermano Abel a dar un paseo, y cuando los dos estaban ya en el campo, Caín atacó a su hermano Abel y lo mató” (Gen. 4:8) [6] .

    Esta ambivalencia ínsita en las tradiciones que nos conforman como cultura parece conducirnos a un límite. La violencia es ciega y ciega. La violencia deshace la diferencia de la Palabra creadora que establece la diferencia: no hay otro/Otro, no hay diferencia, marca de Caín, el otro queda eliminado. El fenómeno de la destructividad, de la negación de lo complejo, de lo repetitivo se impuso al pensamiento de Sigmund Freud. Muy a su pesar, el fenómeno de lo violento constituye la hipótesis, la mitología de la oposición pulsional, oposición en que se estrellan los esfuerzos optimistas y aun los realistas.

    La violencia, como ejercicio de fuerza para someter al otro al propio deseo o voluntad es, en último término, negación del otro y de la diferencia. Si la alteridad es condición de posibilidad de lo simbólico (Lacan), la violencia retrotrae ese esfuerzo de construcción, esa complejidad para fundirse en la mismidad (Dolto), para funcionar en la continuidad de lo imaginario. La violencia quiere o bien fusión o bien exclusión, no tolera el tercero que habita la alteridad y es, por ello mismo, destrucción.

    En una excelente síntesis de Denis Vasse (en Beauchamp, 1992), vemos desde la perspectiva bíblica y psicoanalítica que

    En el asesinato, la violencia niega el principio según el cual todo ser viviente tiene derecho a la vida por la sencilla razón de que se le ha dado. El asesino, en efecto, denuncia el desorden que la presencia del otro representa a sus ojos y restablece el orden imaginario anulando el don.

    En la violación, la violencia niega el principio de un goce de la vida en la alegría del encuentro. El violador tiene que gozar solo. Más aún, goza entregando al otro a un goce vacío, sin encuentro y sin gozo. Se hace cómplice de un gozo arrancado o arrebatado a la fuerza sobre el cuerpo, sin haberlo perdido y sin estar de acuerdo, sin compartir. La violación se repite apoyándose en el fantasma de un goce triunfante, de un placer que sería la finalidad de sí mismo en el aniquilamiento de la intersubjetividad.

    En el terrorismo, la violencia niega el principio según el cual la diferencia—de comportamiento, de ideología o de religión—tiene que encontrar un reconocimiento de derecho en la medida en que no va contra el espíritu de la ley que rige a la sociedad. El terrorista pretende hacer la ley. Se convierte en un tirano cuando se sirve de la ley para realizar la idea que tiene del hombre, de la humanidad tal como él se la imagina. De este modo, en cualquier lugar en que se encuentre, la violencia se basa en un mundo imaginario que, para asegurar su primacía sobre lo real, no puede menos que repetirse. (pp. 27-28)[7]

    De las tres modalidades de constitución de la subjetividad—neurosis, psicosis y perversión—parece ser que esta última es la que nos permitiría ver con más claridad qué lugar ocupa la violencia. Cierto que en la actualidad, a partir de Lacan, el concepto de perversión no coincide totalmente con la concepción freudiana, trascendiéndola. En el caso lacaniano, la perversión es una forma particular de relación con el otro, supone una forma de organización del sujeto en tanto éste es una internalización de relaciones—o de no relaciones—con el otro [8] . De ahí que, en el tema que nos ocupa, lo más relevante sea la capacidad de la estructura perversa para forzar al otro, para despertar su angustia por esa posición en la cual, y desde la cual, desea hacer gozar al otro, y al propio tiempo, hacerle ir más allá del límite de sus deseos reconocidos, obligarlo a traspasar las barreras de la represión y de la inhibición, Goce.

    A título de ejemplo, la perversión narcisista

    Un caso especial de violencia, que creemos ejemplar y que encontramos con frecuencia en los ambientes religiosos cristianos, es el descrito por Racamier (1980) como perversión narcisista. De esta estructura conviene mostrar ahora el eje de la seducción narcicista.

    La seducción narcisista tiene como meta “abolir la alteridad”. El sujeto pretende instaurar en “el vínculo” una fascinación mutua, “mantener en la esfera narcisista una relación susceptible de desembocar en una relación de objeto deseante, o de regresarla hacia atrás” (p. 123). Como madre hostil a sus propios deseos, el narcisista desea reincluir al hijo impidiéndolo. Así, el perverso narcisista quiere al otro como a su sueño encarnado, su fetiche viviente. La relación que busca establecer no tolera ni el pensamiento ni el deseo, pues éstos serían prueba de insurrección. De esta manera, el sujeto narcisista se presenta como un ser bueno, simpático, que conoce el camino correcto y está dispuesto a enseñárselo a los demás. El vacío propio de esta estructura se revela de inmediato cuando alguien en el entorno disiente, se opone o busca su propio deseo.

    El perverso narcisista se valora y existe a expensas del otro. Racamier señala que en la relación contratransferencial, el analista va “insidiosa y secretamente a sentirse la única persona en el mundo capaz de comprender a ese paciente; él es irremplazable, el paciente está en él, él lo alberga, también él está en el paciente, juntos forman un mundo; mutuamente ellos se crean; esta ‘díada’ que no soporta el impacto de lo real externo, y la sola representación de los otros toma la figura de una intrusión”, una creación que no acepta terceros (p. 125).

    En el contexto de la vida cotidiana encontramos esta situación en comunidades y congregaciones religiosas, donde vínculos aparentes de acompañamiento espiritual o pastoral se destrozan cuando alguno piensa por sí mismo. Quien alce una voz propia será despedazado, calumniado, desvalorizado, expulsado a las tinieblas exteriores. Según Mirta Zelcer (2002) el perverso narcisista es “otro prototipo de producción subjetiva en la actualidad” de nuestras sociedades regidas por el mercado, y hoy asistimos a un “traslado dentro de la normalidad de lo que se solía llamar una sociopatía”. Esta configuración perversa parece ser ahora sintónica con los lazos sociales-laborales e incluso con los propios de ciertas organizaciones religiosas, requeridos por una cultura regida por el mercado neoliberal y globalizado, posmoderno.

    Los ejemplos clínicos nos ayudarían a ver con mayor claridad lo que consideramos la esencia de la violencia intersubjetiva; en ellos descubrimos un tema central; estas personas quieren reducir, destruir, el encuentro ínter subjetivo para restablecer la unidad, impedir la diferencia objetiva. Lo que buscan es imponer al otro su desaparición en el interior de una persona que es vacía (el perverso narcisista), procurar que mueran vaciándose como vacío esta el perverso. Es un encuentro vivido en lo imaginario; se niega uno de los términos por exclusión o por fusión.

    La violencia, en el vínculo del perverso narcisista, ejemplifica el mal tanto para el psicoanálisis como para la tradición judeocristiana. Se trata de una relación en lo imaginario, entre espejos múltiples, ídolos que reflejan el vacío de la nada que muestran. La violencia se yergue, a fin de cuentas, como ajenidad a la Palabra que establece la diferencia, “la mala relación con las imágenes que denuncia la Biblia consiste precisamente en esto: da la palabra a una imagen, en vez de hacer que las imágenes dependan de la palabra, que es la que da la vida en la carne” (Beauchamp, 2002:26).

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    Stam, Juan, “El lenguaje religioso de George W. Bush: Análisis semántico y teológico”, 2003, dirección electrónica:http://www.puertachile.cl/articulos/2003/bush_lenguaje.htm

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    [1] Dios Habla Hoy – La Biblia de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998.

    [2] Hernández, 1996; Tubert, 1996; Hall, 2001; Popich, 2001

    [3]

    1.- El Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, 19ª. Edición, dice remitiendo a violento: “Que está fuera de su natural estado, situación o modo” en la acepciones 2, 6 y7 define: “Que obra con ímpetu y fuerza” y “fig. Falso torcido, fuera de lo natural. Dícese del sentido o interpretación que se da a lo dicho o escrito. 7. Fig. Que se ejecuta contra el modo regular o fuera de razón y justicia”.

    2.- El New Webster Encyclopedic Dictionary of the English Language incluye las definiciones de violencia y violento dentro de la entrada “violate” y dice: “ violence The quality of being violent; vehement; intensity of action or motion; highly excited feeling; impetuosity; injury done to anything which is entitled to respect or reverence; profanation; violation; unjust force; outrage; attack , assault. – violent, Characterized by the exertion of force accompanied by rapidity, impetuous; furious; effected by violence; not coming by natural means (a violent death); acting or produced by unlawful, unjust, or improper force; unreasonably vehement; passionate; severe; extreme; sharp or acute.”

    3.- Nicola Abbagnano, Diccionario de Filosofía, F.C.E., México, 1963 1.- Acción contraria al orden o a la disposición de la naturaleza. …2.- Acción contraria al orden moral, jurídico o político…

    4.- Por su lado Guido Gómez de Silva en el Breve diccionario etimológico de la lengua española, F.C.E:, 1989) dice de violencia: “Acción o efecto de aplicar medios violentos o brutales; fuerza física que se usa con el propósito de hacer daño” y de violento: “impetuoso, fuerte, que usa inmoderadamente la fuerza; brutal, cruel”. En tanto se reitera el termino brutal debemos hacer notar que en la pg. 120 por brutal entiende: “tonto, irracional pesado”

    5.- Qarl Hörmann en su “Diccionario de Moral Cristiana”, (Herder, 1979) define violencia como “una acción exterior corporal que se sufre con resistencia de la voluntad. Sosteniendo que en razón del Bien Común o por defensa contra daño injusto “la violencia no es en todo caso reprobable; no existe una virtud de no violencia que obligue sin excepción.”

    Fuerza GEN. / EPIST.

    6.- En el “Diccionario de filosofía Herder, en CD-ROM”. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Todos los derechos reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu.

    Cuando la fuerza, física o moral, se impone en contra de una voluntad en el terreno de la ética y el derecho se habla de violencia.

    Dentro del artículo “fuerza” encontramos: (del latín fortis, sólido, enérgico, fuerte) Concepto antropomórfico que se aplica a muy diversos campos y en diversos sentidos, amplios y definidos. En general se relaciona su concepto con el de poder producir algo, o la energía en sentido familiar y, así, se comprende la carga antropomórfica de la palabra y su relación primitiva con el concepto de causa, tal como atestigua Hume cuando indaga si acaso la noción de causa proviene de la experiencia interna de la propia fuerza.

    [4] “Insofar as Lacan accepts Hegel’s definition of desire as the desire for recognition, he remains both an ego psychologist and an idealist of violence, and he fails to reconcile this definition of desire with the autonomy of self-aggressivity- In the end, Lacan contains violence within a metaphorical conception of Being” –

    (Siebers, 1995, pg 6.)

    [5] Lo cual, quizás, la prepararía para este otro nivel u orden de violencia.

    [6] Dios Habla Hoy – La Biblia de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas) 1998.

    [7] Análisis similares realiza el Dr. Juan Stam (2003), en su comentario semántico y teológico al lenguaje religioso de George W. Bush.

    [8] El Dr. Adalberto Levi me hace notar que desde una perspectiva topológica, en la lectura de Lacan, no podríamos hablar de relación con el otro, o de diálogo.

  • El atravesamiento de la imagen en la mirada de van Gogh

    El atravesamiento de la imagen en la mirada de van Gogh

     Alejandro Montes de Oca

    Entre el 23 de octubre y el 23 de diciembre de 1888, Vincent van Gogh y su amigo Paul Gauguin comparten en Arles, dos meses de intensas discusiones y trabajo creativo. El 1 de diciembre Gauguin termina el retrato de su amigo que titularía El pintor de girasoles, la visión que obtendría Vincent a través de esa pintura, habría de desatar una tormenta entre ambos pintores que culminaría con el autocercenamiento de la oreja de van Gogh y su reclusión en psiquiátricos donde pasaría sus últimos dos años de vida. El presente artículo indaga, desde una perspectiva psicoanalítica, sobre lo que la mirada del otro desvela para Vincent y, la manera en como la mirada de van Gogh atraviesa la imagen instaurando una subjetividad de otro orden, que a la vez que produce la emergencia de un designio mortal que lo transfigura literalmente y lo precipita en la locura.

    In 1888, between October 23rd, and December 23rd,, Vincent Van Gogh and his pale Paul Gauguin shared in Arles , two months of intense discussions and creative work. On December 1st, Gauguin finished his friend’s portrait which he titled The Painter of Sunflowers, the vision attained by Vincent through that painting, would untie a storm amongst both painters that would conclude with the self retrench of Van Gogh’s ear and his confinement in psychiatric facilities during his last two years of life. This paper inquires from a psychoanalytical perspective, what the Other’s look unfold to Vincent and the way in which Van Gogh’s point of view crisscross the image, restoring a different kind of subjectivity, and at the same time, produces the emergency of a mortal design, that literally transfigures him and pushes into madness.

    El 30 de marzo de 1852 nace Vincent Willem van Gogh, muerto. El mismo día del mismo mes, un año más tarde, nace el segundo Vincent Willem van Gogh, le sobrevivirá a su hermano, 47 años. Con el tiempo, este segundo Vincent van Gogh llegará a convertirse en pintor, no sin padecer enormes dificultades. Es destacable que Vincent Willem no recibió el nombre del padre como era costumbre, sino el de su abuelo paterno, reverendo y teólogo como lo fue también su padre Theodorus van Gogh. Pero existía otro Vincent, el hermano mayor de su padre por sólo un año de diferencia y además, casado con una hermana de la esposa de Theodorus. El tío Vincent fue comerciante de arte y no tuvo hijos. Es así como los orígenes de Vincent van Gogh se tejen de esta forma, notoriamente enrevesados, él quien nace un año después de un niño nacido muerto y de quien heredará el nombre, lo recibe no de su padre, como debiera haber sido según la tradición, sino de éste tío, curiosamente un año mayor que su padre y casado con una hermana de su madre. Al morir éste Vincent, van Gogh diría: “Tengo una impresión muy rara, pues la imagen del hombre que guardo en la memoria está formada por recuerdos de mucho tiempo atrás, y me es muy curioso que alguien a quien se ha conocido tan de cerca se haya convertido en tan extraño.” (Nágera, 1980:13) Resulta así significativa, esta particular sensación frente a esta otra muerte, que estaría marcando por un notorio extrañamiento frente a lo inefable de sus orígenes.

    En 1876 van Gogh le escribe a su hermano Theo: “Algunas veces nos sentimos solos y anhelamos tener amigos y pensamos que seríamos muy diferentes y más felices si hallásemos un amigo de quien pudiésemos decir, Éste es él. Pero también tu comenzarás a comprender que tras este anhelo se esconde una falsa ilusión y, si cedemos demasiado, este deseo nos apartará del camino.”[1] (Nágera, 1980:28) La forma en que Vincent escribe sobre lo que él llama su falsa ilusión, es impactante en varios sentidos, resulta inevitable, por un lado, el relacionar la expresión: Éste es él, de ésta manera escrito por Vincent, con cierta mención bíblica a Dios, y además, no debemos dejar de lado que a partir del año en que le escribe esto a su hermano Theo, Vincent se empeñará en convertirse a la profesión de su padre y su abuelo. “Sé que su corazón anhela que ocurra algo que me permita seguir su profesión; papá siempre lo esperó de mí. ¡Oh, que esto ocurra y que Dios lo quiera así!” (Nágera, 1980:35) Pero por otra parte, las cosas parecieran plantearse para Vincent, como una disyuntiva entre la amistad y la felicidad o, la soledad y lo que él entiende como su camino.

    En 1877 Vincent se emplea como vendedor en una librería, dedicándose por las noches a leer la Biblia, elaborar notas y redactar sermones, llevando una vida ascética al extremo de dejar de comer en ocasiones, y realizando varias visitas a diferentes iglesias por los domingos. El 16 de marzo en carta a Theo, Vincent escribe: “Es bueno pensar en Jesús en todo lugar y circunstancia. No puedo decirte hasta qué punto tengo a veces necesidad de la Biblia; la leo diariamente, pero lo que me gustaría realmente es saberla de memoria y ver la vida a la luz de aquella frase que dice: ‘Antorcha de mis pies es tu palabra, y luz para mi senda.’ Espero y creo que de alguna manera mi vida habrá de cambiar, y que este anhelo por él habrá de ser satisfecho. También yo a veces estoy solo y triste, en especial cuando me hallo cerca de una iglesia o una rectoría.” (Nágera, 1980:33) Aquí vuelve a aparecer este él, y aunque la referencia pareciera explícita a Jesús, llama la atención que aquí no empleé la mayúscula, ni cursiva, “sé que su corazón anhela” escribía en relación a su padre, anhela de mí, y sin embargo se siente solo y triste, en especial cerca de una iglesia, paradójicamente. Pero, ¿quién anhela? ¿Qué es lo que él anhela? Espero y creo que de alguna manera mi vida habrá de cambiar, y que este anhelo por él habrá de ser satisfecho. El esfuerzo realizado por Vincent para ser reconocido por el padre resulta evidente y desesperado, dos meses más tarde escribirá a su hermano: “¡Oh! Theo, Theo muchacho, si pudiese tener éxito sólo esta vez, si pudiese ser liberado de esa penosa presión causada por mis fracasos en todo aquello que he emprendido, de ese torrente de reproches que he escuchado y sentido; si me fuese dada la ocasión y las fuerzas necesarias para alcanzar un desarrollo pleno y no cejar en ese camino por el cual mi padre y yo daríamos gracias tan fervientemente a Dios.” (Nágera, 1980:38) Pero todos sus esfuerzos no serán suficientes, no logrará convertirse en clérigo, sin embargo, su espíritu ascético y su dedicación extrema no lo abandonarán nunca.

    Son importantes las breves referencias precedentes para bosquejar las coordenadas fundamentales, que aún sin ser analizadas en todas sus implicaciones en este trabajo, me permitirán contextualizar adecuadamente lo que sigue. Es necesario no perder de vista que van Gogh, una vez que abandona su empeño por convertirse en clérigo, emprenderá el camino del arte de forma igualmente apasionada y torturada, pintará de forma frenética, poseído de una pasión irrefrenable que lo llevará a producir hasta una obra diaria. Pero todo lo anterior, sólo cobrará su verdadero relieve al considerar los acontecimientos habidos, dos años antes de su muerte, en relación a un retrato que de él hará Gauguin.

    En febrero de 1888 Vincent Van Gogh se mudó a la ciudad de Arles, ciudad del sur francés que llegaría a quedar asociada a su nombre, y en junio de ese mismo año le escribe a Theo acerca de la posibilidad de iniciar en ese maravilloso lugar pleno de una luminosidad que lo entusiasma; “estoy convencido de que la naturaleza de estas latitudes es justo lo que necesitaba para hacer color” (Rewald, 1982:16), una asociación de impresionistas, para lo cual, le propone que considere la posibilidad de que Paul Gauguin se reúna con él. Theo, quien fue el único miembro de su familia que siempre creyó en el genio de su hermano, realizará una serie de gestiones gracias a una pequeña herencia que recibe en esas fechas y que le permitirá firmar un contrato con Gauguin, a cambio de cuadros además de vender su trabajo como ceramista y comprometerse a pagar su viaje y alojamiento. No obstante esto, a principios del mes de agosto Vincent se hallaba sufriendo terriblemente, llegando a escribirle a Theo que sentía “una terrible necesidad -¿diré la palabra?- de religión”. Y si bien esta necesidad era en Vincent algo en referencia al padre, aquello que lo vincula a él de una forma imposible y desesperada y que por lo mismo, lo angustia terriblemente, en ese momento se encontraba buscando construir algo, que al parecer, le permitiría resarcir esa desgarradura en relación con esa suerte de incapacidad de filiación paterna. Este resarcimiento o suplencia de filiación paterna, se juega precisamente en la posibilidad de creación por al arte, tanto así, que es capaz de llegar a escribir: “Puedo pasarme sin Dios en mi vida y también en mi pintura, pero, al sufrir como lo hago, no puedo pasar sin algo más grande que yo mismo, algo que es mi vida: el poder de crear”

    Para septiembre de ese mismo año Vincent ya había elaborado una serie de ideas relativas al arte, en donde ubicaba a éste, en algo que él entendía como una “religión del futuro” y en donde su proyecto de una asociación de pintores en Arles, cobraba ahora el muy especial sentido de convertirse en un “paraíso del pintor”[2]. En esa perspectiva es que Vincent empezó a amueblar lo que sería la sede de tal asociación y que el llamó la Casa Amarilla. “Además, al adornar la sede de la religión del arte, los girasoles representarían la misión que, según Vincent, Gauguin y él mismo iban a realizar: preparar unas vidas más ricas para los pintores que ‘sigan nuestros pasos’ (…) Para amueblarla (…) Vincent compró una docena de sillas. Apenas necesarias eran adornos simbólicos: el número doce estaba asociado en su mente con la hermandad prerrafaelista, el grupo de pintores ingleses que había invocado cuando propuso una cooperativa impresionista. Se equivocaba en los hechos (los prerrafaelistas no eran doce), pero su error reflejaba su ideal de una asociación de pintores como un discipulado leal, como los doce apóstoles de Cristo. El mismo simbolismo numérico puede ayudar a explicar por qué Vincent planeaba pintar doce lienzos con girasoles y por qué decía repetidamente que su primera gran tela con Girasoles incluía doce flores, cuando en realidad había más.” (Druick y Zegers, 2002:139) De esta forma se operaba esta suerte de suplencia en van Gogh, y así, parecía podría resarcir exitosamente aquella serie de fracasos de filiación al padre y así, aquello que el entendía como su camino, cobrará ahora sentido en relación a la creación.

    Finalmente el 23 de octubre llegaba Gauguin a Arles, el Estudio de Sur al parecer comenzaba a plasmarse. No se podía saber en ese momento lo que resultaría de esa asociación tan anhelada por Van Gogh, y aunque en realidad los siguientes dos meses serían de una gran creatividad para ambos, gestarían también, de cierta forma oblicua, una experiencia excepcional en torno al sentido último de la creación en y por el arte. “Entre dos seres, él y yo, uno, todo un volcán, y el otro también ardiente pero por dentro, había una especie de lucha que se preparaba” (Gauguin, 1989:221), escribiría Gauguin tiempo después. Más, entre tanto, en diciembre de 1888, Paul Gauguin produjo: El pintor de girasoles. Contemplemos tan espléndida pintura.

    Lo que sucedió entre ambos alrededor de esta pintura sería relatado quince años más tarde por el propio Gauguin, de la siguiente manera, escuchémosle:

    Se me ocurrió hacer su retrato mientras pintaba la naturaleza muerta que tanto le gustaba, los girasoles. Una vez terminado el retrato me dijo: “Soy realmente yo, pero soy yo que me he vuelto loco”.

    La misma noche fuimos al café. Él tomó un ajenjo ligero. De pronto, me lanzó a la cabeza el vaso y su contenido. Evité el golpe y, cogiéndole por el brazo, salí del café, atravesé la plaza Víctor Hugo y algunos minutos después, Vincent estaba en su cama donde se durmió al cabo de pocos segundos, para no despertarse hasta la mañana siguiente.

    Cuando se despertó, muy calmado me dijo:

    — Mi querido Gauguin, tengo el vago recuerdo de que ayer por la noche le ofendí.

    — Le perdono francamente y de todo corazón, pero la escena de ayer podría repetirse, y si me llega a golpear podría no ser dueño de mí mismo y estrangularle. Permítame, pues, que escriba a su hermano para comunicarle mi marcha.

    ¡Que día, Dios mío! Cuando llegó la noche, había empezado a preparar mi cena y sentí la necesidad de ir a tomar el aire solo, para oler los laureles en flor, casi había atravesado la plaza Víctor Hugo cuando oí detrás de mí unos pasos muy conocidos, rápidos y entrecortados. Me volví en el momento en que Vincent se lanzaba sobre mí con una navaja abierta en la mano. Mi mirada en aquel momento debió ser muy poderosa porque se detuvo y, bajando la cabeza, volvió corriendo a casa.

    ¿Acaso fui cobarde en aquel momento y hubiera debido desarmarle e intentar calmarle? A menudo he interrogado a mi conciencia y no me he hecho ningún reproche. Que me lance la piedra quien quiera. Me fui inmediatamente a un buen hotel de Arles donde, después de haber preguntado la hora, pedí una habitación y me acosté. Estaba muy agitado y no pude dormir hasta las tres de la mañana, y me desperté muy tarde, hacia las siete y media.

    Al llegar a la plaza vi en ella una gran muchedumbre. Cerca de nuestra casa habían unos policías y un señor bajito con un sombrero hongo, que era el comisario.

    He aquí lo que ocurrió. Van Gogh había vuelto a casa inmediatamente y se había cortado la oreja de raíz. Debió pasar un cierto tiempo hasta que consiguió cortar la hemorragia, puesto que al día siguiente había numerosas toallas mojadas en el suelo de las dos habitaciones de abajo. La sangre había ensuciado ambas habitaciones donde dormimos.

    Cuando fue capaz de salir, con la cabeza envuelta en una boina vasca totalmente calada, fue directamente a una casa donde, a falta de un compatriota, se encontró a un conocido y entregó al funcionario su oreja bien limpia y metida dentro de un sobre. “Tome esto, dijo, en recuerdo mío”, y luego huyó, volvió a casa, se acostó y se durmió. Sin embargo, tuvo la precaución de cerrar las ventanas y de poner una lámpara encendida sobre la mesa, al lado de la ventana.

    Diez minutos después, toda la calle de las muchachas alegres estaba en movimiento y se discutía el acontecimiento.

    Yo estaba lejos de saber todo esto cuando llegué a nuestra casa y el señor del sombrero hongo me dijo bruscamente, con tono más que severo:

    — ¿Qué ha hecho usted, señor, con su compañero?

    — Yo no sé…

    — Sí… Usted lo sabe bien está muerto.

    No deseo a nadie un momento como éste; necesité algunos largos minutos para ser capaz de pensar y de contener los latidos de mi corazón.

    Cólera, indignación, dolor y también la vergüenza de todas esas miradas que destrozaban toda mi persona, me ahogaban; dije balbuceando:

    — De acuerdo, señor, subamos y hablaremos arriba.

    Vincent yacía en la cama totalmente envuelto en las sábanas, acurrucado; parecía inanimado. Con muchísima dulzura, palpé su cuerpo, cuyo calor anunciaba con toda probabilidad que estaba vivo. En aquel momento fue como si recobrara toda mi inteligencia y mi energía.

    Casi en voz baja, le dije al comisario de policía:

    — Señor, despierte a este hombre con mucho cuidado y si pregunta por mí, dígale que me he marchado a París; verme en este momento podría ser funesto para él.

    Debo decir que a partir de este momento, el comisario fue lo más cortés posible e, inteligentemente, mandó a buscar un médico y un coche.

    Una vez despierto, Vincent preguntó por su compañero, su pipa y su tabaco; incluso pensó en la caja que estaba abajo y que contenía nuestro dinero. ¡Fue una duda que me asaltó, estando como estaba armado contra todo sufrimiento!

    Vincent fue llevado al hospital donde, inmediatamente, su cerebro empezó a delirar. El resto es conocido en el mundo en el que puede interesar y sería inútil hablar de ello, si no es para recordar el sufrimiento extremo de un hombre que, mientras estaba en un manicomio, a intervalos mensuales recobraba la razón lo bastante como para darse cuenta de su estado y pintar, con rabia, los cuadros admirables que se conocen. (Gauguin, 1989:224-227)

     Aunque el relato es en sí mismo estremecedor, lo es más aún si pensamos en el enigma que nos ha legado. ¿Respecto de qué, es de lo que Gauguin duda? Es precisamente a partir de las dudas abiertas en mí, por este relato, que este trabajo se escribe. Y es sobre el misterio de la relación entre los acontecimientos relatados por Gauguin y lo visto por van Gogh en su retrato, que quiero apuntar algunas reflexiones. Sorprende de entrada lo dicho por Vincent: “Soy realmente yo, pero soy yo que me he vuelto loco”. ¿Qué es lo que él ve en el cuadro? ¿Qué es aquello que lo perturba de tal forma? ¿Por qué es que él puede ver en lo pintado por Guaguin su locura?

    Nos encontramos frente a un retrato de van Gogh admirable en más de un sentido, mas para nosotros reviste un especial interés, ya ésta imagen en donde podemos contemplar a Vincent pintando sus girasoles inmortales, fue capaz de desatar una tormenta entre aquellos dos grandes pintores, precisamente porque a través de esa pintura, le fue dado a Vincent, contemplar el destello de su sino trágico. Ese cuadro lo encandila y produce en él una suerte de caída que lo avoca a la muerte, primero lo ataca con un vaso en el café, pero más adelante intentará matar a Gauguin, para más tarde casi conseguir su propia muerte. Y es precisamente en razón de esta especie de lucha entre estos dos genios, que esta pintura ha suscitado la atención de numerosos estudiosos del arte, pero finalmente siempre ha conseguido resguardar su enigma. Nos encontramos frente a esta obra detenidos ante un mensaje opaco, excepto para van Gogh, que no alcanzamos a descifrar, y que por lo mismo, nos interpela profundamente. Se trata sin duda, de un mensaje en sí mismo ambiguo, condición que podemos constatar en ese efecto de reconocimiento-desconocimiento que suscita en Vincent, él enuncia: “Soy realmente yo, pero soy yo que me he vuelto loco”. Algo en el cuadro lo desconcierta, para un instante después, deslumbrarlo con su revelación. No lo sabía, pero esa locura, es él realmente, la constatación le resulta brutal y lo aliena. Pero eso en lo que la pintura parece convertirlo, lo anonada. Y es necesario destacar que ese deslumbramiento que lo encandila y lo enajena, le viene de fuera. Pareciera querer comprenderlo más tarde, cuando le avienta el vaso a la cabeza a Gauguin, ya que eso que el ha entrevisto en su retrato, al parecer habría sido visto por Gauguin y aún sin comprenderlo, habría sido capaz de plasmarlo en la imagen que de él pinta. Tal parece que el cuadro formula una escena por la cual, si bien Vincent se reconoce después de un breve instante de vacilación, su mirada traspasa la imagen de sí mismo y vislumbra la cifra de su locura. Es una mirada que se gesta en otra escena, que le es ajena, pero le concierne en la forma de un imperativo, por eso surge este designio mortal en él.

    Van Gogh se encuentra en este retrato, pintando sus amados girasoles, su concentración es absoluta, pero lo decisivo aquí, es la mirada del otro, cómo Gauguin pinta ese momento trascendente por todo lo que la asociación y los girasoles le representaban a Vincent. Y con su pintura, Gauguin introduce algo del orden simbólico entre ambos, que sin saberlo, sitúa a Vincent en relación con la verdad de su locura. Escribe Lacan: “Apenas hacemos intervenir el significante, cuando dos sujetos su dirigen el uno al otro y se relacionan el uno con el otro por intermedio de la cadena significante, hay un resto, y entonces es cuando se instaura una subjetividad de otro orden, porque se refiere propiamente al lugar de la verdad.” (Lacan, 1999:109) Porque en la mirada, al igual que en la voz, desde una perspectiva psicoanalítica, a diferencia de lo oral y lo anal en donde estaría puesta una demanda dirigida al otro, en la mirada, decíamos, estaría presente algo del orden del deseo. En la mirada del otro descubrimos el deseo, la mirada nos captura, una cierta mirada nos atrapa y arrebata. “Ver va de mí hacia la imagen del mundo, imagen pregnante; —nos dice Nasio— mirar, comienza con una imagen, una imagen especial, es una imagen deslumbrante, ya no es pregnante, es deslumbrante, es una imagen confusa, casi un destello que ni se ve.” (Nasio, 1992:47) Me parece que podemos empezar ha entender el efecto que produce en van Gogh esta imagen, si atendemos a que en este retrato se produce una excepcional articulación entre al menos tres elementos que atañen al deslumbramiento que van Gogh no puede soportar ya que le desvela, decía, la verdad de su locura, pero de qué manera. Por una parte he aludido a esa mirada de Vincent que traspasa la imagen y que podríamos pensar como la emergencia de una mirada inconsciente, que por su mismo carácter produciría una suerte de confrontación brutal con un mensaje venido del Otro, segundo elemento, que opera en él una transfiguración y hace surgir así, ese designio mortal, ya que lo coloca respecto de la creación, y es éste el tercer elemento, en una posición en la que el no puede sostenerse a la vez que le resulta vital.

    Eso que emerge así, desde el otro lado de la imagen para Vincent, es algo que configura un llamado que solamente él es capaz de mirar y lo fascina, algo que hiende a través de su hendidura palpebral y encaja en su matriz psíquica, pero que a la vez lo aterra y se ve precisado a conjurar cortándose la oreja. “El Otro habla como en un murmullo silencioso, habla casi más allá de la oreja del sujeto” (Nasio, 1992:105) Es su mirada, no la de Gauguin, la que ha quedado absorta, la que observa su retrato tanto como la del retrato mismo—“Soy realmente yo, pero soy yo que me he vuelto loco”—, su mirada deslumbrada atraviesa la imagen y se vuelca en él, de tal forma que por una suerte de reversión de la estructura del cuadro, algo que le viene del Otro le resulta intolerable, dicha reversión lo transfigura literalmente, y lo hace caer en la locura al quedar, de esta manera, su realidad psíquica prendida de la relación con el Otro. “¿Con qué Otro? Con el otro que se encaja.” (Nasio, 1992:117) Ese atravesamiento de la imagen que opera en él esa transformación, lo atraviesa a sí mismo en su estructura y lo trastorna, y lo que emerge de tal reversión, lo arrebata y sella su destino fatal, lo que resta, es un cuerpo atrapado en la locura y destinado a la muerte.

    En opinión de Douglas W. Druick y Meter Kort Zegers, importantes y minuciosos estudiosos de la relación entre ambos pintores y del episodio alrededor del Estudio del Sur, el cuadro “El pintor de girasoles indica, los sentimientos de Gauguin por Vincent y su obra (y estos no podrían resumirse adecuadamente en el espacio de este artículo). Visto a la luz de críticas posteriores, —escriben— el retrato de Gauguin presenta comentarios ambivalentes sobre el pintor y sobre lo que para ambos artistas era la marca de la creación.” (Druick y Zegers, 2002:240) El proyecto del Estudio del Sur para Vincent, como hemos apuntado, revestía una gran importancia, estaba marcado simbólicamente de forma contundente, y en este sentido, el estudio de Gauguin sobre van Gogh se constituye en una suerte de encrucijada. Y será a partir de esa suerte de choque, que para Vincent significa la confrontación con el retrato pintado por su amigo que todo se viene abajo, en poco tiempo Gauguin abandonará Arles y Vincent será recluido en un hospital psiquiátrico, desde donde no obstante, continuará su trabajo. Tratemos ahora de reconstruir, con la ayuda del importante estudio de Druick y Zegers, las coordenadas fundamentales que construyen la excepcional encrucijada que esta admirable pintura produce, más arriba he hablado ya de tres elementos: esa mirada que atraviesa la imagen y que he nombrado inconsciente, el mensaje venido del Otro que tal mirada transporta, y lo que de esta articulación surge en relación a su colocación respecto de la creación.

    El episodio que nos ocupa se teje durante el mes de diciembre de 1888. El primero de diciembre Gauguin termina El pintor de girasoles y en la noche del 23 de ese mes, van Gogh, se corta la oreja de raíz. Desde la llegada de Paul Gauguin a Arles tiene lugar una relación intensamente nutrida de discusiones, y aunque éstas abarcarán una gran cantidad de temas, serán tres también los que desde nuestra óptica adquirirán particular relieve. En una de las hojas del Cuaderno de Arles y Bretaña, en sus notas de los últimos días pasados con Vincent, Gauguin hace “una lista intrigante, seguramente un índice y un memorándum, que revela el carácter altamente mítico de las discusiones de diciembre:

    Incas
    Serpiente
    Mosca (?) sobre el perro
    León negro
    El asesino en fuga
    Saulo Pablo. Ictus
    Salvar nuestro honor (dinero lien(zo))
    Orla (sic) (Maupassant)

    Cada una de esas indicaciones enigmáticas alude a temas tratados semanas e incluso años antes. “Ictus” se refiere al acróstico Ichthys, es decir, Iesous Cristos Theou hyrios Soler (Jesucristo hijo de Dios Salvador) (…) Saulo era el fabricante de tiendas que utilizó el nombre latino de Pablo después de su milagrosa visión de Cristo en la carretera de Damasco. El ejemplo del apóstol, cuyas epístolas a los corintios incluyen la admonición de estar triste y sin embargo alegre, había sido crucial para Vincent en el primer periodo de su carrera evangélica, que había terminado en Borinage. Al contar con la participación de Gauguin en la segunda fase de la misión, (la del Estudio del Sur), Vincent identificó (a éste) con su tocayo del Antiguo Testamento y le asignó un papel comparable en el nuevo evangelio que imaginaba.” (Druick y Zegers, 2002:234-235) Ese sexto renglón en la lista me parece particularmente revelador, ya que señala y cifra la enorme importancia que para Vincent tenía el tema religioso, que si bien ya habíamos puesto de relieve, es importante ahora aludir a la serie de posibles identificaciones sugeridas en esta lista y que para él habrían tenido una importancia capital, ya que como hemos dicho, había fracasado en su intento por seguir los pasos de su padre y su abuelo Vincent en su intento por convertirse en clérigo, por lo que en este contexto cobra particular relevancia el recordar que, van Gogh, nunca se habría desprendido de aquello, que para él era, una terrible necesidad de religión.

    La segunda vía de análisis a la que quiero apuntar, es la sugerida por la novela de Maupassant: “Le Horla —que en dialecto normando quiere decir El Extraño— es una crónica en primera persona de la caída del narrador en la paranoia y la locura. Después de un periodo de varios meses, pierde gradualmente el sentido de la realidad y llega a convencerse de que los espectros malévolos de sus alucinaciones y pesadillas lo persiguen. Trata de deshacerse de sus demonios mediante una acción violenta que motiva la perdida de vidas inocentes; acosado por la culpa y aterrorizado, en la conclusión del relato contempla el suicidio. Los dos artistas pudieron pensar en Le Horla cuando un experto en artes de hipnotismo y magnetismo (…) apareció en Arles a mediados de diciembre. Pero el tema de la creatividad y la locura —de los peligros planteados por la imaginación desligada de la realidad— ya había sido discutido en la Casa Amarilla, gracias a la referencia compartida a L Oeuvre de Zola y, lo que es más importante, al resultado de sus propios experimentos en las semanas anteriores. Simbólicamente ese tema había sido identificado con el amarillo.” (Druick y Zegers, 2002:235) Es inútil quizás el intentar destacar la enorme importancia que el amarillo habría tenido en el arte de van Gogh, es el color que él consideraba fundamental y la nota esencial de los numerosos lienzos dedicados a los girasoles, pero es importante destacar, que si el tema de la creatividad asociado a la locura había sido identificado por los pintores en sus discusiones con el amarillo, éste color jugó también, como podemos ver, un papel destacado en el retrato que Gauguin pintó de él, y que está compuesto de tonos amarillos y ocres, exceptuando el espacio al centro que contiene su brazo extendido y la mano sosteniendo el pincel con el que pinta. Hay aún una mención al color, que resulta en este contexto deslumbrante y que fue hecha por Gauguin tiempo después: “Sí, le gusta el amarillo a este buen Vincent, este pintor de Holanda, fulgores de sol que calentaban su alma a la que horrorizaba la niebla. Una necesidad de calor. Cuando estábamos los dos en Arles, los dos locos, en una guerra constante por los colores hermosos, yo adoraba el rojo; ¿dónde encontrar un bermellón perfecto? El, con su pincel más amarillo, de pronto violeta, escribió en la pared:

    Je suis sain d’esprit

    Je suis le Saint Esprit ” [3]

    (Gauguin, 1989 :216-217)

     Finalmente, la tercera referencia que quiero destacar entre los temas tratados por los pintores, y que para esta argumentación resulta de capital importancia, tiene que ver también con el color pero sobre todo con cierta relación de tutelaje que se habría establecido entre ellos, ya que Gauguin era mayor que Vincent y con mayores conocimientos de arte y técnica. En Escritos de un salvaje, Gauguin escribe: “Vincent, cuando llegué a Arles, estaba metido de lleno en la escuela neoimpresionista y chapoteaba considerablemente, lo que le hacía sufrir; no porque esta escuela, como todas las demás, fuera mala, sino porque no correspondía a su naturaleza, tan poco paciente y tan independiente. Con todos sus amarillos sobre violeta, todo ese trabajo de (colores) complementarios, un trabajo desordenado por otra parte, sólo llegaba a dulces armonías incompletas y monótonas; faltaba en todo ello el sonido del clarín. Emprendí la tarea de ilustrarle, lo que me resulto fácil, porque encontré un terreno rico y fecundo. Como todas las naturalezas originales y que están marcadas con un sello original, Vincent no tenía ningún temor al vecino ni ninguna testarudez. A partir de ese día, mi van Gogh hizo unos progresos sorprendentes; parecía entrever todo lo que había en él, y de ahí provienen toda esa serie de soles sobre soles, a pleno sol.” (Gauguin, 1989:223-224)

    Y aunque el tono con que lo escribe pudiera sonar condescendiente, revela lo que podría ser una cierta intención exculpatoria. En opinión de los estudiosos Druick y Zegers, “la afirmación de Gauguin de que las composiciones en amarillo de Vincent se basaran en su tutela es claramente falsa, como también la descripción de la receptividad de Vincent. Al identificarse como el sol del girasol de Vincent, el sembrador del fértil suelo de Vincent, Gauguin cambió la cronología de los acontecimientos, se atribuyó el mérito de las imágenes de Vincent, se apropió de su lenguaje emblemático y sugirió un dominio indecentemente sexualizado sobre él.” (Druick y Zegers, 2002:242) En torno a este importante punto, el mismo van Gogh se habría expresado, de una forma que requiere ser sopesada, ya hemos hecho mención a la enorme importancia que para Vincent tenía el proyecto del Estudio del Sur, y por lo mismo, cuando se encontraba esperando la llegada de Gauguin quien sería el primero, ya que en su proyecto habrían de seguirlo otros pintores, se había sumido en una actividad febril que le llevaba a concluir una tela en una sola sesión de trabajo entre el amanecer y la puesta del sol, sin interrupciones, acaso para tomar algunos frugales alimentos, pero todo este trabajo inclemente tenía un propósito que en comunicación a su hermano Theo expresaría de la siguiente forma: “He adelantado todo lo posible lo que ya tenía empezado (…) llevado por mi gran deseo de mostrarle algo nuevo y de no verme sometido a su influencia (porque espero, desde luego, que tenga cierta influencia sobre mí) antes de poder demostrarle incuestionablemente mi propia originalidad.” (Rewald: 1982,181) Se habría entablado de esta manera, por lo que podemos colegir, una auténtica contienda entre ambos pintores. Lucha que llega a ser reconocida por Gauguin como hemos visto. Pero, ¿cuál era el sentido de esa disputa? Era mucho lo que se jugaba para van Gogh en éste, su tan ansiado proyecto, lo hemos visto. ¿Por qué si Vincent estaba dispuesto a recibir una influencia de alguien a quien reconocía su valía, pero ante quien no estaba dispuesto a abdicar de su originalidad, Gauguin habría tenido que adoptar de forma tan grotesca, ese lugar de tutelaje?

    Es importante ahora señalar un importante aspecto del relato que hace Gauguin sobre lo suscitado en van Gogh por su pintura. Dicha narración, que hemos transcrito en extenso pareciera hacer coincidir los hechos que nos ocupan en el lapso de dos días, siendo que en realidad, como ya se ha dicho, estos tuvieron lugar a lo largo de casi todo el mes de diciembre, un tenso mes a lo largo del cual, la relación entre ambos habría sido descrita por van Gogh comoexcesivamente eléctrica. ¿Qué fue lo que sucedió entre el primer día de diciembre, que es cuando Gauguin termina El pintor de girasoles y se lo enseña a Vincent, y la fatal noche del 23 en que van Gogh, se corta la oreja? Por la documentación disponible podemos saber que después de que Vincent observa el cuadro de su amigo tiene en efecto el altercado con él, en el café, en donde le avienta un vaso a la cabeza, pero es hasta el día 8 que Gauguin le escribe a Theo:

    “Querido Monsieur van Gogh,

    Me sentiría muy agradecido si me enviara parte del dinero de las ventas de mis cuadros. Dada la situación, me veo precisado a regresar a París; Vincent y yo no podemos vivir juntos sin que la incompatibilidad de nuestros temperamentos produzca altercados; y tanto él como yo necesitamos tranquilidad para trabajar. Él es un hombre de notable inteligencia al que estimo mucho y dejo con pesar, pero le repito que es necesario. Aprecio la discreción de su conducta y le ruego que me perdone por mi decisión.

    Cordialmente suyo,

    Paul Gauguin”

    (Druick y Zegers: 2002,247)

    Vincent debe de haber sentido, a partir de que se enterara de las intenciones de su amigo, que todo lo que había construido con tantas esperanzas y expectativas se venía abajo, y esta caída arrastraba consigo sus sueños respecto de lo que el entendía como la segunda etapa de su misión, además de que no se avizoraba en el horizonte algo que le hiciera pensar en la posibilidad de reorientar su misión, su destino estaba atado al Estudio del Sur. Todos sus esfuerzos estuvieron así dedicados a convencer a Gauguin de que reconsiderara su partida. Y el día 16 los artistas realizan juntos una excursión a Montpellier para visitar el Museo Fabre, y el 17 Gauguin le escribe a Theo para que no tome en cuenta su carta anterior, ha decidido permanecer en Arles. Sin embargo, el día 19 Vincent le escribe a Theo: “Nuestra discusiones están cargadas de una electricidad excesiva y a veces salimos de ellas con la cabeza tan fatigada como una batería que ha quedado descargada.” (Rewald: 1982:203) La lucha entre ambos era en verdad encarnizada y al parecer incesante, el 22 Gauguin le escribe a su amigo Schuffenecker: “Por desgracia, no regresaré todavía. Mi situación aquí es difícil. Les debo mucho a (Theo) van Gogh y a Vincent, y a pesar de algún desacuerdo no puedo guardar rencor a una buena persona que está enferma, que sufre y que pide que me quede. ¿Recuerda usted la vida de Edgar Allan Poe, que se convirtió en un alcohólico como resultado de sus aflicciones y de su condición nerviosa? Algún día se lo explicaré a fondo. En cualquier caso, sigo aquí, pero estoy decidido a marcharme en cualquier momento.” (Druick y Zegers: 2002:256)[4]

    Recordemos en este punto que entre los temas enlistados en aquella memoranda de sus discusiones de diciembre, aparece uno referido como: El asesino en fuga. En octubre de ese mismo año, los periódicos de Arles habían empezado a ocuparse de un asesinato ocurrido en 1886 que no había sido resuelto y del que los pintores habían hablado, y el 23 de diciembre de 1888, “leyendo L’Intransigeant, Vincent se fijó en una noticia menor: la noche anterior un hombre de diecinueve años, que volvía a su casa, había sido atacado por un asaltante provisto de un cuchillo, que le causó un profundo corte en el costado izquierdo. La víctima gravemente herida, fue llevada al hospital y, según el conciso final de la información: El asesino emprendió la fuga. Vincent arrancó el párrafo. (…) Unos días más tarde Gauguin ofreció a Bernard una versión de lo que había sucedido esa tarde, y éste la trasmitió a Aurier como sigue:

    El día previo a mi marcha… Vincent corrió detrás de mí (había salido, era de noche), me di la vuelta porque, durante algún tiempo, había estado actuando de forma extraña. Pero desconfiaba de él. Entonces me dijo: “Eres silencioso, pero yo también seré silencioso”.

    Desde que (quedó claro) que iba a abandonar Arles, se comportaba de una forma tan extraña que no podía soportarlo. Incluso me dijo: “¿Vas a irte?” Y cuando le dije: Sí, arrancó esta sentencia de un periódico y la puso en mi mano: “el asesino emprendió la fuga”.

    Pasé la noche en un hotel y cuando regresé todo Arles estaba enfrente de nuestra casa. La policía me arrestó porque la casa estaba cubierta de sangre. Eso es lo que sucedió.

    Vincent había regresado a casa después de mi marcha, había cogido una navaja y se había cortado la oreja. Luego se puso una gran boina en la cabeza y se fue a un burdel para llevarle la oreja a una desdichada muchacha, a la que le dijo: “Te acordarás de mí, te lo aseguro”. La muchacha se desmayó al momento. Alguien llamó a la policía, que fue a la casa.

    Vincent fue hospitalizado. Su estado es peor, quiere dormir con los pacientes, persigue a las enfermeras y se baña en el cubo del carbón. Es decir, sigue con las mortificaciones bíblicas. Tuvieron que encerrarlo en una habitación.

    Los periódicos locales corroboraron esos hechos. Vincent apareció en el burdel a las 11:30 p.m., preguntó por una tal Rachel, con la que estuvo hablando, y luego regresó a casa y se metió en la cama. Allí lo encontró la policía a la mañana siguiente, sin dar apenas señales de vida. Fue llevado al hospital local.” (Druick y Zegers: 2002:260) Gauguin partiría el 25 en el tren nocturno a París. Los importantes estudiosos: Druick y Zegers, de cuya investigación nos hemos beneficiado enormemente, si bien aportan una muy minuciosa documentación que logra cercar el misterio alrededor del retrato realizado por Paul Gauguin, y lo que éste desata en van Gogh, no logran, pese a su enorme penetración, llegar hasta el fondo del problema; ¿cómo es que ese retrato fue capaz de provocar tales reacciones?, ¿cómo es que ese retrato produce una imagen capaz de arrebatar al yo de van Gogh toda cordura?, ¿cómo es, finalmente, que aquello que Vincent mira en ese retrato es capaz de hacerle perder todo sentimiento de alteridad, de unidad y de reconocimiento, precipitándolo en la locura?

    Pero volvamos ahora al cuadro después de haber intentado bosquejar, de la manera más breve que me ha sido posible posible, las circunstancias que rodean la lucha que implicaba a estos dos genios de la pintura, y que desde mi punto de vista constituyen las coordenadas que en esta pintura se anudan y se confunden, y que sólo en ella adquieren cabal pertinencia y sentido. Nuevamente agruparé mis argumentos en tres grupos, aunque en cierta manera procederé ahora en sentido inverso a como los tomé en la primera ocasión. A lo primero que haré referencia entonces, es a las relaciones de color en el cuadro. Esta pintura ha sido compuesta utilizando precisamente las gamas de amarillos y ocres que tanto gustaban a Vincent, excepto el centro del cuadro que es azul y que por eso mismo contrasta y va hacia nosotros. Recordemos lo que escribe Gauguin al respecto: “Con todos sus amarillos sobre violeta, todo ese trabajo de (colores) complementarios, un trabajo desordenado por otra parte, sólo llegaba a dulces armonías incompletas y monótonas; faltaba en todo ello el sonido del clarín. Emprendí la tarea de ilustrarle”. (Gauguin, 1989:223-224) Ahí no hay ese violeta, que Gauguin desprecia, sino un azul que resonará en Vincent con la fuerza del clarín. Es claro, por todo lo que hemos dicho, la enorme importancia que para van Gogh revestía la presencia de Gauguin en la Casa Amarilla, y es en este sentido que Humberto Nágera, en su estudio psicológico sobre van Gogh, afirma que Gauguin representaba una “poderosa figura paterna” (Nágera, 1980:125) para Vincent. Aquí he destacado el sentido tutelar que esta relación encarnó, lo que hace comprensible entonces, que los colores empleados en esta composición tuviesen para van Gogh un valor significante, y que al enmarcar con sus colores, no los de Gauguin, el gesto de su mano pintando sobre un fondo azul, aquello representara para él, una importante llamada. Gauguin adoraba el rojo y en esta pintura no hay ningún rojo o bermellón.

    En segundo término, si “El pintor de girasoles ilustra la crítica de Gauguin a los hábitos de trabajo de Vincent y a sus limitaciones, y traza las líneas de la acusación que dirigiría más tarde”. (Druick y Zegers, 2002:24) ¿Cómo es que esa acusación se manifiesta a la vez que emite una suerte de condena para van Gogh, en esa pintura? Por que si ahora atendemos al “tema” del retrato, habría dos cosas a destacar; por una parte hay una inquietante afirmación visual al tema de la creación, que se representa en la pintura en la ambigüedad del trazo del pincel de Vincent, que no sabemos si se posa sobre el lienzo que el pinta o si acaricia suavemente los girasoles que retrata y que tanto le significaban. Pero esto es capital y Gauguin lo destaca con el fondo azul, enmarcado por toda la composición, ya que desde el título mismo que Gauguin da a la pintura, es apreciable un sesgo fuertemente irónico, sobre todo si atendemos ahora a la manera en que Vincent es representado. La posición del pintor parece envarada, con la cabeza aplanada y la boca protuberante, y lo que es más importante, los ojos aparecen extrañamente entornados, pareciera la mirada de un ciego. “Gauguin repitió esas distorsiones fisonómicas en un esbozo de la cabeza de Vincent y en un estudio compositivo (elaborados como esbozos para la pintura). (…) ¿Qué es lo que estaba en juego aquí? El esbozo y la pintura enviaron un mensaje a Vincent en el momento de su ejecución”. (Druick y Zegers, 2002:238) Y lo que más sorprende, es el brazo de Vincent, pareciera ser ajeno al cuerpo, está colocado de tal forma adosado al cuerpo, que se aprecia elevando forzadamente el hombro, de tal suerte, que ese brazo que se extiende desde su cabeza y sus ojos hasta el objeto de su creación, pareciera flotar sobre el fondo azul y unir, de esta peculiar manera, su mirada enceguecida con el objeto de su pasión; su pintura y en un mismo gesto sus girasoles amados.

    Y finalmente, si hemos señalado como es que el Estudio del Sur quedaba para van Gogh, imbricado en más de un sentido, con significados religiosos que lo vinculaban por una parte, con su fracasado anhelo de emular a su padre y a su abuelo, de quien llevaba su nombre, pero que también tenían que ver, para él, con lo que entendía como una segunda y definitiva fase, de lo que el sólo podía sentir como una terrible necesidad de religión, y que estaba ahora, precisamente atada a la creación. Ése retrato, así realizado, también estaba cargado de referencias simbólicas. En el sentido de lo que he referido como el aspecto tutelar jugó en ese momento crucial en su historia un papel fundamental, en tanto que desde ese lugar de investimiento que para él tenía la figura de Gauguin, éste lo juzgaba y lo ridiculizaba, de una forma explícita y manifiesta. Pero es en este punto que se produce el quiebre. La mirada de van Gogh atraviesa la imagen en lo que tiene de manifiesto y lo enfrenta con una escena estructurada, que se le revierte y lo atraviesa en su propia estructura al confrontarlo con algo que le resulta insostenible, que es así, porque lo implica con respecto al lugar trascendente de la creación. Rudolf Arnheim lo expresa así en su libro sobre El poder del centro: “El retrato de de van Gogh obra de Gauguin podría recordar compositivamente la Creación del hombre de Miguel Angel en el techo de la Sixtina. En ambas obras el brazo del creador salva la distancia existente entre los dos centros laterales. El creador, a la derecha, está situado de cara a la masa que de él recibirá vida, a la izquierda, y en ambos casos es un leve toque de los dedos el que opera el milagro de la creación.” (Arnheim, 1984:114) Es esta implicación, lo que Vincent no puede sostener, es por lo que esta implicación anuda en relación con Vincent, que él no puede sostenerse en ese lugar que el Otro lo coloca y cae.

    Cuando Lacan en el seminario sobre El deseo y su interpretación, habla sobre lo que de nuevo, respecto del significado, surge como un sentido enigmático en la metáfora del sueño, escribe: “Esa confrontación, esa escena estructurada, ese escenario ¿no nos sugiere que en el mismo debemos tratar de situar el alcance? ¿Qué es? Esto tiene un valor fundamental de estructurado y estructurante, que es lo que trato de precisar (…) bajo el nombre de fantasma.” (Lacan: Seminario El deseo y su interpretación. Clase 3. 26/11/1958) Esto es lo que sólo Vincent es capaz de mirar. La estructura de la composición en el retrato, que es del orden del significante, se organiza en el cuadro a partir de un triángulo invertido, que se forma a la izquierda, por las líneas que perfilan el lienzo en donde pinta van Gogh y que se continúa por el borde de los girasoles, a la derecha, el triángulo esta limitado por la línea del borde del cuerpo de Vincent, ambas líneas unen su vértice abajo, en la paleta que sostiene Vincent y de la que emerge “el pulgar rígido y fálico”. (Druick y Zegers, 2002:242) En el centro de dicho triángulo encontramos inscrito el trapezoide azul en donde flota el brazo de Vincent. “Y cómo sólo la noción de las estructuras que permiten ese funcionamiento del discurso, pueden permitir también dar sentido a lo que (…) (puede) (…) ser verdaderamente el contenido, como dice Freud, la realidad, lo que está realmente reprimido.” (Lacan, ¿…?:66) Es así que emerge en la mirada de Vincent, aquello que surge en y por el atravesamiento de la imagen.

    Es en este sentido que podemos decir que en el punctum de la tragedia de van Gogh, “ese punctum más o menos borroso” que somete a quien captura en el “vértigo del tiempo anonadado”, (Barthes, 1982:165,167) se produce en relación con lo que podría haber sido una cierta forma del logro en la creación, se precipita sin embargo, por la matriz psíquica de Vincent, como pérdida. Todo triángulo compositivamente ejerce un tirón en el sentido de su vértice, y el de éste retrato arrastra en su caída a van Gogh. Lo que su mirada puede ver atravesando la imagen es su propia herida interior, no es su retrato, sino su espíritu desgarrado lo que Vincent mira en el cuadro. “Del mismo modo que el inconsciente está en el lapsus, la mirada está en esta falla de la visión (…) que llamamos fascinación.” (Nasio, 1992:51) Soy realmente yo, pero soy yo que me he vuelto  loco.

    Escribe Elías Canetti en La antorcha al oído, que “sólo adquiere consistencia real lo que se reconoce una vez vivido. Primero reposa dentro sin que uno pueda nombrarlo, luego surge de improviso como imagen, y lo que a otros les ocurre se abre paso en uno mismo en forma de recuerdo: entonces es algo real.” (Canetti, 1984:123) Recordemos que entre el momento que van Gogh observa la pintura y su quiebre, media casi todo el mes de diciembre. Cuando Vincent ve su retrato, observa una imagen de sí, enceguecido, pero no es lo que podemos ver, lo que constituye la realidad de la imagen para van Gogh, sino lo que está realmente reprimido, su mirada atraviesa la imagen y lo transfigura, ya que esa mirada que en el cuadro parece no ver lo que es la creación, lo lleva a algo que podemos suponer lo somete a “sentimientos de invasión o de irrupción, o a momentos fecundos de la psicosis donde el sujeto piensa que tiene frente a sí efectivamente algo mucho más cerca que la imagen del sueño que nosotros no podemos esperar ahí, es decir, que tiene frente a sí a alguien que esta muerto, que el vive con un muerto que, simplemente, no lo sabe que él está muerto.” (Lacan, ¿…?: 67) En la interpretación que de él hace Gauguin, su visión parece no poder atestiguar el proceso de la creación, y en eso, esta solo. Su mirada sin embargo, en el atravesamiento de la imagen lo vuelca radicalmente en otro que le es ajeno y siendo él, se ha vuelto loco.

    Bibliografía:

    Arnheim, Rudolf (1984), El poder del centro, Alianza Editorial, Madrid.

    Barthes, Roland (1982), La cámara lúcida, Editorial Gustavo Gili, Barcelona

    Canetti, Elías (1984), La antorcha al oído, Alianza/Muchnik, Madrid.

    Druick, Douglas W. y Zegers, Meter Kort (2002), Van Gogh y Gauguin. El Estudio del Sur,

    Electa, Milano.

    Gauguin, Paul (1989) Escritos de un salvaje, Editorial Debate, Madrid—

    Lacan, Jacques (1999),

    – El Seminario 5. Las formaciones del inconsciente 1957 – 1958,

    Ediciones Paidós, Buenos Aires.

    – El Seminario 6. El deseo y su interpretación 1958 – 1959. Biblioteca y Centro de

    Documentación, Escuela Freudiana de Buenos Aires.

    Mier, Raymundo y Saettele, Hans (2004). Seminario: “Interpretación, ética y escritura”. Impartido en la Casa del Tiempo (UAM), notas personales.

    Montes de Oca, Héctor (1996), “La mirada de van Gogh desde una pintura de Gauguin”, en

    En Síntesis, núm. 23, Departamento de Síntesis Creativa, CYAD, UAM – Xochimilco, México.

    Nágera, Humberto (1980), Vincent van Gogh. Un estudio psicológico, Editorial Blume,

    Barcelona.

    Nasio, Juan David (1992), La mirada en psicoanálisis, Editorial Gedisa, Barcelona.

    Rewald, John (1982), El postimpresionismo de van Gogh a Gauguin, Alianza Editorial, Madrid.


    [1] Las cursivas son de van Gogh.

    [2] Las citas precedentes de van Gogh, son tomada de Druick y Zegers, 2002:138 y 139.

    [3] Yo soy sano de espíritu. Yo soy el espíritu santo.

    [4] La cita no es exacta, ya que he completado la que hacen Druick y Zegers, con la mención que al mismo documento ha hecho Rewald.

  • Psicoanálisis y libido. Un arte de la interpretación

    Psicoanálisis y libido. Un arte de la interpretación

     Teresa del Conde

    1.- Ya sabemos que libido en latín significa deseo y creo que también envidia, según definen los diccionarios latinos. En el lenguaje psicoanalítico, la libido va cambiando de significado. Freud declaró haberlo tomado de A. Moll y lo usa ya con frecuencia en sus cartas a Fliess. Así, en el apartado “G” que le hace llegar a principios de 1895, utiliza un símil que hasta donde yo veo, conserva vigencia. Se refiere a la melancolía: “La melancolía consiste en dolerse por pérdida de libido”. En este contexto, afirma que la melancolía se combina de manera prototípica con ansiedad intensa, pero en todo caso, Freud de lo que suele hablar es del desarrollo de la libido. Con el tiempo, y respondiendo a su propio método de “construcciones provisionales”, él fue modificando el significado del término, ya fuere que lo adscribiera a la teoría de las pulsiones en sus diferentes etapas, o que hiciera una distinción, como sucede en el texto sobre El narcisismo, entre la libido del “yo” y la libido objetal. Se supone que la libido objetal no incluye al “yo”, pero desde mi punto de vista y siguiendo las acepciones que el mismo Freud propone, el “yo” siempre queda inmiscuido en los procesos libidinales.

    En 1916 (26ª conferencia sobre el psicoanálisis) dice que “lo correcto es reservar el sustantivo “libido” para las fuerzas pulsionales de la vida sexual”. Pero poco más adelante, en la misma conferencia añade que “a las investiduras energéticas que el yo dirige a los objetos de sus aspiraciones sexuales”, las llamamos libido, a todas las otras las llamamos interés, que es la palabra que se utiliza en la traducción de Laplanche y Pontalis (en realidad, neigung quiere decir más bien inclinación, tendencia, fijación). No obstante conviene tener muy en cuenta, con todo y la contundencia con la que Freud expone su doctrina sobre las pulsiones, él, de manera implícita, acepta que las investiduras energéticas dirigidas a los objetos suponen también cargas libidinales. Su vida misma lo ejemplifica. Así, fue un coleccionista (“deposité en ello grandes cargas de libido” llega a decir) que pese al peligro que su permanencia en Viena entrañaba , sólo aceptó el exilio (1938) cuando se le prometió que su colección se trasladaría a Londres, cosa de la que se encargó, con gran empeño y resultados positivos, su amiga y discípula la princesa Marie Bonaparte.

     Las investiduras depositadas en objetos desde luego que tienen, o pueden tener, una fuerte base sexual, tal y como se desprende de las consideraciones que hizo sobre el fetichismo. En todo caso se trataría de una forma sublimatoria más.

      Al referirse al “interés por el yo”, reelabora anteriores insights que finalmente vuelca en uno de sus escritos pivote: en efecto, La Introducción al narcisismo marca un hito respecto a la evolución del pensamiento freudiano y data de 1914, año en el que ya habían tenido lugar las disensiones de Adler y Jung. Allí postula la definición de lo que entiende por narcisismo (no me adentraré en la distinción entre narcisismo primario y secundario). En términos generales, afirma que el narcisismo patológico nace a expensas de la libido de objeto. “La libido sustraída del mundo exterior fue conducida al yo, y así surgió una conducta que podemos llamar narcisismo”. El que Freud afirme que esa parte de su teoría fue extraída de su conocimiento de casos que ofrecían índices patológicos extremos, nos pone en guardia sobre dos cuestiones. La primera es archisabida. No existen fronteras netas entre lo que solemos llamar “normalidad” y lo considerado “anormal”. La segunda está referida al amor que, en diferentes dosis, todos tenemos hacia nosotros mismos. Ese amor, si no es exacerbado, es “normal” (narcisismo secundario) porque, además de estar al servicio del instinto de conservación, sin algunos índices de autoestima, nada podríamos hacer. Sólo cuando ese amor que se desborda cae en el terreno de la patología gruesa, y puede incluso conducir al suicidio, casi no sería necesario proponer ejemplos. Salvo casos particulares, como cuando una persona afectada de cáncer terminal decide mejor suicidarse, como sucedió con Jaime Torres Bodet, o cuando no es posible sobrellevar el duelo implícito en la pérdida de una persona profundamente amada, todo suicida termina con su vida, debido en primer término a depresión severa (que generalmente es de carácter congénito) o afán desmedido por quererse a sí mismo o a sí misma de un modo impoluto. El afán de perfección puede conducir no sólo al estancamiento, sino hasta la pérdida misma de la vida.

     Entre todos los casos posibles, que forman pléyade, propongo el ejemplo mexicano analizado con dotes indudables por Marco Antonio Campos en Las ciudades de los desdichados. Está referido al poeta Manuel Acuña (1849-1873) y al leer el escrito de Campos (2002), nos damos cuenta de que Acuña, lejos estaba de haberse suicidado debido al supuesto rechazo que sufrió por parte de la protagonista de su más conocido poema ( Nocturno a Rosario, que no es por cierto el mejor, pero sí el más conocido).

    Campos hace uso de un auténtico arte de la interpretación, tomando como base las circunstancias históricas y biográficas de Acuña y examina minuciosamente el poema titulado A un cadáver, que según él es superior al Nocturno.

    Podría adentrarme en estas cuestiones y argüir a manera de conjetura las preguntas: ¿Acuña se suicidó porque se había involucrado en serio con la carrera de medicina y sentía que no era esa su vocación, con lo que fallaría a la promesa hecha a sus padres?, ¿Debido a qué murió su padre y perdió apoyo afectivo y moral además del discreto apoyo económico que recibía? ¿Supo que Laura (su amante vigente, no tan estimada en ese momento como Rosario) estaba embarazada y él era el responsable? ¿Todo la vez, cuando que Acuña era la máxima joven promesa del momento y sus mentores literalmente lo adoraban? ¿Tales exigencias lo llevaron a decidir que era mejor cancelar su decurso existencial porque no se sentía a la altura de responder a las mismas?

    El desenlace lo conocemos bien. Se administró dosis excesivas de cianuro (en ese aspecto, lo cursado en la carrera de medicina le sirvió bien), las suficientes para matar dos caballos. Previamente escribió limpias notas que ató con listoncitos negros para que no se culpara a nadie de su muerte. Sus exequias fueron dignas de un prócer . Hubo trayecto en carroza, presidido por personajes como Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio y Luis G. Ortiz. En el Cementerio de Campo Florido, Justo Sierra leyó el siguiente poema de su autoría:

     Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
    De un porvenir feliz, todo en una hora
    De soledad y hastío
    Cambiaste por el triste derecho de morir
    Hermano mío.

    Ese cementerio ya no existe, como otros: el de Santa Paula, el de La Piedad y quién sabe cuantos más, tampoco. Se destruyeron durante el porfiriato.

    José Martí (1853-1895) que lo admiraba a profundidad, se lo reprochó: “Paz y perdón para aquel grande que faltó tan temprano a su deber…”

    Rosario sigue siendo “Rosario, la de Acuña”, aunque después otros poetas de su tiempo, entre ellos Ignacio Ramírez “El nigromante”, le siguieron dedicando poemas.

    Y todavía hoy, Rosario es la de Acuña porque tendemos a adherirnos a la romántica fábula del suicidio por amor, que el mismo poeta, en su propio proceso creativo se encargó de difundir, aunque en el “nocturno” no hay amenazas de suicidio, sino una tierna resignación, y a la vez un apasionado rompimiento que cancelaría cualquier esperanza futura, pues nunca su madre “como un dios” compartiría en Saltillo la vida bucólica con Rosario. Ni el propio Acuña lo consideraba plausible o deseable. A pesar de sus promesas reiteradas y de sus cartas, nunca volvió a Saltillo, de donde salió para siempre en 1864 a los 15 años para inscribirse en el Colegio de San Ildefonso.

     ¿Sería que Acuña prefirió creer que “el ser que muere es otro ser que brota”?

     La idea que persiste es la de la muerte por amor. Los motivos cardinales fueron otros. Depresión severa, posible delirio de grandeza, deterioro físico (aunque hasta donde se sabe, él no contrajo sífilis), turbaciones (no perturbaciones) mentales y, desde luego, instinto de muerte. Existe además la cuestión de la “moda”. El índice de poetas suicidas es alto en todos los tiempos y Acuña es un romántico.

    2.- Desde Galileo en adelante, nos advierte Carlo Ginzburg en Mitti, emblemi, spie (Einaudi 1986. “Mitos, emblemas, indicios”) que los paradigmas de las ciencias de la naturaleza, han llevado a las llamadas “ciencias humanas” (a las que se supone nos dedicamos quienes participamos en este simposio y nos vemos vinculados a esta Facultad) a encarar un dilema difícil. O se asumen postulados científicos fuertes para llegar a resultados que suelen ser, a veces, de escasa relevancia, o bien se asumen estatus científicos débiles para llegar a resultados que pueden ser de relevancia. Ginzburg propone adherirse a lo que llama “un rigor elástico”. El término “rigor elástico” es una paradoja, pero es propio del psicoanálisis, aunque quizá su fundador nunca lo hubiera admitido. Como la lingüística sí parte de estatus fuertes (creo que es la única de las disciplinas humanísticas que se encuentra en esa condición), deberíamos remitirnos a lo que quería decir Wissenschaft cuando reclamaba la condición de Wissenschaftlich para el psicoanálisis. Debido a que no es ese el tema de mi participación, me remito a indicar que Freud poseía mucha de la intuición, y de los métodos del artista y aún del arqueólogo (porque hasta Schliemann se equivocó), para desentrañar códigos. Sólo recuerdo aquí que “sabiduría” es wissen y que Freud continuamente se refiere a “la ciencia del arte” en un tiempo paralelo al del primer auge de la escuela vienesa de historia del arte, que tenía status científico apuntalado en la metodología, paralela a la científica, que allí se empleaba adhiriendo al campo teórico, la práctica empírica propia del connoisseur. También me atrevo a decir que nadie aprende o practica la actitud de connoisseur o de diagnosticador, si se limita a poner en juego reglas o teorías preexistentes. Estas son útiles y hasta necesarias, pero no bastan. El psicoanálisis y aún la medicina poseen índices insuprimibles de aleatoriedad. En este terreno, el peso de las conjeturas (el término es de origen adivinatorio) tiene un peso fundamental.

     El conocedor de materias artísticas (como ejemplo paradigmático me refiero sobre todo a la identificación de originales, copias o a falsificaciones) y el método psicoanalítico de algún modo se emparentan con el método detectivesco. La comparación de las pesquisas psicoanalíticas con el método de Giovanni Morelli y las de éste con Arthur Connan Doyle y Freud, son casi del dominio común. En su ensayo sobre Miguel Ángel (que inicialmente se publicó como anónimo en 1914), Freud habla del método de Giovanni Morelli y de la analogía que ofrece con el psicoanálisis. Lo refiere a la importancia de prestar atención al refussé de la observación.

     Edgard Wind lo pone muy claro: nuestros pequeños gestos inconscientes revelan nuestro carácter en mayor grado que cualquier otra actitud formal, para la cual solemos prepararnos con bastante cuidado.

     En esta sección he propuesto asociaciones entre Morelli , Arthur Connan Doyle y Freud. Este era afectísimo a los héroes de Doyle: Sherlok Holmes y el Dr. Watson aparecen en las cartas a Fliess. Su creador, que desaparece tras de su personaje principal (llegaron a publicarse en Londres esquelas ¡sobre la muerte de Sherlok Holmes que vivía en Baker Street¡ ) era médico, como lo era también Morelli y como lo fue Freud. Los tres utilizaron el método de la sintomatología médica, que permite la diagnosis de enfermedades inaccesibles a la observación general directa, la que era propia, pongamos por caso, del Dr. Watson, un médico común y corriente, en contraste con el detective agudísimo que era Holmes.

     El arte de las conjeturas, o si se quiere de la interpretación, nos llevó a varios el año de 1990 a revisar los expedientes relativos al suicidio de Van Gogh, puesto que se conmemoró entonces el centenario de su fallecimiento. A su extraordinaria fama póstuma, desde luego que contribuyó el suicidio ocurrido cuando tenía 37 años. Pero, ¿fue realmente un suicidio plenamente logrado? Por lo menos un intento serio de parte del pintor sí lo hubo, pero como erró el tiro, regresó por su propio pie a la casa de los Ravoux, donde se alojaba y donde lo atendió el Dr. Gachet, que decidió dejar a la voluntad divina la vida del pintor. No extrajo la bala ni lo llevó a un hospital. La voluntad divina determinó que Van Gogh muriera en brazos de Theo tres días después del disparo, ya que sí se presentó una septicemia, que fue la que lo privó de la vida. Vale recordar en este momento que el Dr. Gachet era naturista y homeópata. Su diagnóstico determinó con toda probabilidad que si Van Gogh quería de veras morir, era mejor dejarlo a su destino porque de todas formas sufría mucho. Mi conjetura es que después del disparo, Van Gogh sí quiso que lo atendieran porque la atención sobre su condición perturbada era aguda. No se disparó en la boca para no fallar (como Torres Bodet) quizá, lo admito, obedeciendo tal vez a alguna razón estética. El hecho ocurrió en 1890 en Auvers sur Oise, en las afueras de París, de modo que de haberlo querido Gachet, (había trenes, recordemos) la transportación a St. Anne o a cualquier otro hospital era posible.

    3.- Siguiendo a Freud, el tipo narcisista ama

    a)  A lo que uno mismo es (a sí mismo)

    b)  A lo que uno mismo fue

    c)  A lo que uno querría ser

    d)  A la persona o personas que fueron una parte del sí mismo propio

     La sobreestimación (marca inequívoca de narcisismo exacerbado) gobierna las elecciones de objeto. Es un “sentimiento de sí” (selbstgefül) que expresa el grandor o grosor del yo, pero al parecer, la fuente principal de ese sentimiento está en el empobrecimiento del yo, en el deterioro del yo debido a condiciones adversas, o también a aspiraciones exacerbadas ( no sólo primariamente sexuales) , que han quedado fuera de control.

     La contrapartida a lo que hasta ahora he intentado explicar está en los estados agudos de enamoramiento. El enamoramiento “consiste en un desborde de la libido yoica sobre el objeto”. El objeto de amor (por ahora me estoy refiriendo sólo a personas) entra en una relación auxiliar con el ideal del yo. Se ama, dice Freud “a lo que posee el mérito que falta al yo para alcanzar el ideal”, que fue, pongamos por caso, lo que debido a una cuota excesiva de autoestima ocasionó la desgracia de Oscar Wilde, quien confió demasiado en sus propias dotes cuando el joven Lord Alfred Dowglas lo obligó a desatar un enfrentamiento legal, muy poco recomendable, con su padre, el marqués de Queensberry. Los resultados son los que de sobra conocemos, Queensberry, acusado por Wilde, presentó evidencias en contra de Oscar y éste fue condenado a trabajos forzados en la cárcel de Reading. No es necesario explicar aquí que Wilde sobreestimó al joven , un ser seductor, bello, frívolo y nefasto. Basta leer el De Profundis (la larga carta a Bossie escrita en Reading) para confirmarlo. Ni tampoco es necesario objetar su amor por este sujeto más joven a quien trató en cierto modo como discípulo a la vez que como amante. En lo que falló fue en ceder a la provocación del joven, cosa de la que se lamentó amargamente después. Al impedir que su adorado Bossie se sentara en la silla de testigo enfrentando a su padre, firmó su propia sentencia. “ I determined to bear on my own shoulders whatever ignominy and shame might result from my prosecuting Lord Quensberry”. (En Inglaterra la sodomía se encontraba sólo un peldaño abajo del asesinato, dice Richard Ellmann). El resultado fueron los dos años en Reading. Wilde no esperaba tal desenlace. Esto ocurría en abril de 1895. “Wilde’s love affair provides an example of berserk passion”, es decir, el affaire provee de un ejemplo de amor desenfrenado. En parte le costó la vida a Constance, la esposa de Wilde y madre de sus dos hijos, que murió en 1898. Wilde murió dos años después en París, el mismo año de la publicación de La interpretación de los sueños.

     El caso Wilde involucra los afanes culturales, filosóficos y creativos que nos tienen aquí reunidos y que representan las “investiduras de objeto”, a las que el padre del psicoanálisis hace continuas alusiones en un número considerable de sus escritos. Vale recordar ahora que sin Reading no tendríamos ni el De profundis, ni la Balada de la cárcel de Reading.

     Oscar Wilde aparece dos veces en la obra de Freud. La primera es sólo una mención que le hace una paciente y queda registrada en Psicopatología de la vida cotidiana en el apartado del olvido de nombres propios. Se trata de un caso de olvido de nombre que Sandor Ferenczi le comunicó. La paciente quiere, pero no logra, recordar el nombre de un autor que es Carl Gustav Jung. Le vienen a la mente otros nombres: Wilde, Nietzsche y Hauptman. Ferenczi le pide que asocie. Ella dice “no puedo tolerar a Wilde y a Nietzsche. No los comprendo. Me entero de que ambos eran homosexuales. Wilde se ha dado al trato con gente joven (jungen leuten).” Ya en esa frase estaba el apellido de Jung.

     La segunda vez que lo menciona es una referencia directa que incluye en Das Unheimliche, que para mí es su mejor ensayo sobre cuestiones estéticas, publicado en 1919. Se trata de una referencia a El fantasma de Canterville, que en el cuento es un fantasma “real”. Freud dice que ese fantasma tiene que perder sus poderes (el poder de causar horror) en el momento en el que su creador, Wilde, se permite divertirse con él, ironizándolo. A través del talante elegido por Wilde, la comicidad toma la delantera al aspecto aterrorizante que debe tener todo fantasma. Este fantasma pierde su misterio porque el autor así lo quiere, se trata de una elección de material literario. Para Freud, Wilde, en este cuento, supera lo ominoso porque en el terreno de la ficción no son ominosas muchas cuestiones que, de ocurrir en la vida real, producirían ese efecto inquietante y extraño.

     En una serie de conversaciones que llevaron a cabo el filósofo Remo Bodei, catedrático de filosofía en la Universidad de Pisa, con la psicoanalista Cecilia Albarella se discute, una vez más en los últimos tiempos, las cuestiones del psicoanálisis aplicado. Este diálogo que tuvo lugar en 2001, fue editado el año pasado por la editorial valenciana Pre-textos, y consta de tres rubros: el primero vincula el análisis con la sociedad; el segundo, que es el que más compete a la generalidad de los temas que en este simposio se van a tratar, abarca posibles relaciones entre filosofía y psicoanálisis, y el tercero que desde mi punto de vista converge tanto con Carlo Ginzburg como conmigo, establece que el psicoanálisis es un puente entre hermenéutica y ciencia.

     En lo personal, yo no comparto la idea de que el psicoanálisis pueda ser considerado tan solo como una terapia para “los nervios del alma”, acertado título que abarca las consideraciones que todos los participantes en este coloquio presentarán, es decir, que en varios momentos la idea del psicoanálisis como “cura” fue para mí condición sine qua non para abordarlo, hoy día admito con Remo Bodei que esa especie de “descarga de detritus psíquicos individuales” no es la meta fundamental del psicoanálisis en general.

     El psicoanálisis es un método que contribuye a aclarar los problemas relativos al funcionamiento mental y el análisis del yo, a partir de las pesquisas siempre conjeturales dirigidas a que el ello tramite sus códigos a la conciencia.

     Pero el psicoanálisis como teoría y desde luego que también como práctica, implica, además del deseo de un imposible conocimiento absoluto de uno mismo, una actividad de reflexión duradera y articulada. A lo largo del tiempo yo me he topado con personas inteligentes y preparadas en filosofía y en historia, que abominan el psicoanálisis. No puede tratarse más que de uno de los principales tópicos psicoanalíticos: la resistencia, inclusive la resistencia ya no digamos a situarse como analizandos, sino también a todo vislumbre teórico. Esto, con todo y que el psicoanálisis se encuentra en relación de interdependencia con contextos cada vez más amplios, ya sea que nos refiramos a Freud, a Adler, a Jung, a Carl Jaspers o a Lacan, el fundador y después cancelador de la Escuela freudiana de París y puntal indiscutible de las teorías discursivas.

     Por último, ¿es posible incluir al psicoanálisis en las disciplinas científicas? El recientemente fallecido Paul Ricoeur en un texto muy conocido titulado Freud una interpretación de la cultura, vincula las teorías freudianas más que a la ciencia a la hermenéutica, es decir, a la capacidad de interpretar de acuerdo con métodos precisos, pero de una manera abierta y siempre aleatoria, las experiencias psíquicas.

     Como conclusión que no es tal. En el tipo de conocimiento que el psicoanálisis depara entran en juego elementos imponderables: golpe de vista, intuición, el refussé de la observación, los indicios, las conjeturas, las hipótesis, lleguen o no a encontrar pruebas.

     Aunque los procedimientos psicoanalíticos tuvieron y tienen aún, una base clínica en el mejor de los casos, y en este aspecto son empíricos, la parte especulativa es fundamental en ellos. De aquí que el psicoanálisis, como disciplina humanística, se encuentre cada vez más cerca de la filosofía. Es parte del episteme.