¿Qué significa escuchar?

 Mariflor Aguilar Rivero

No es posible pensar en una sociedad libre si se acepta de entrada preservar en ella los antiguos lugares de escucha: los del creyente, del discípulo y del paciente

  1. Barthes, L’obvie et l’obtus, Seuil, 1982, p.228.

Desearía que fuese falsa esta afirmación de Roland Barthes porque en tanto que nuestra cultura es una cultura del habla, nadie está preocupado por cambiar los lugares de escucha. Lo primero que hay que decir es que sorprende que prácticamente ningún campo del saber de las llamadas ciencias sociales o humanistas tome en cuenta la escucha. La escucha se da como algo ya dado; se supone que para escuchar no se requiere habilidad ni aprendizaje ni cierta destreza, como si se tratara de un don natural; se le considera como supuesta en el diálogo, en las teorías del discurso, en las teorías de la acción comunicativa. Ni siquiera se considera pertinente preguntar qué significa escuchar. Si Heidegger habló del olvido del ser, nosotros ahora podríamos hablar del olvido de la escucha. Sorprende  que la tradición occidental, siendo una tradición del logos, no incluya a la escucha como parte central de la racionalidad. No se puede negar que hablar implica escuchar y sin embargo nadie se toma la molestia de señalar, por ejemplo, que en nuestra cultura hay profusión de trabajos escolares centrados en la actividad expresiva y muy pocos, ninguno en comparación, dedicados al estudio de la escucha.

Esto no significa que no participemos de diversas tradiciones de escucha que se entrecruzan y se refuerzan entre sí. Lo que ocurre es que la naturaleza de la escucha es siempre desplazada por el saber que de ella obtiene el “escuchante”; saberes varios que pueden ser el diagnóstico médico, el juicio o la sentencia en el saber jurídico, castigo y perdón en el saber confesional. Así, la práctica o, si se quiere, el complejo proceso de la escucha es elidido por el saber obtenido. Los sujetos que escuchan no existen en nuestra cultura salvo como material humano susceptible de ser impregnado por una racionalidad hegemónica auto-referente. Foucault vio esto bien en relación con la confesión [2] . El que escucha y calla tiene expectativas respecto del que habla; una de ellas es la expectativa de la verdad, que diga todo de sí. Hay, por parte del escucha, una pretensión de saber, de saber lo más posible acerca del sujeto que habla. Otra expectativa del escucha es que el confesante busque de alguna manera la renuncia de sí, bajo la forma de la culpa o del arrepentimiento o de la voluntad de modificar las conductas En esta medida, el que escucha cumple la función de gobernar la conducta del que habla.

El logos en el que nos movemos, es decir, la racionalidad que nos rige es, desde esta perspectiva, una racionalidad deficiente que habita una ceguera desde la cual toda forma de escucha se sitúa en alguno de los lugares tradicionales de escucha, el arrogante o el servil [3] , el arrogante que es el de la obtención del saber y el servil que es el de la obediencia. Hay que recordar que el verbo obedecer viene del latín oboedire que significa escuchar u oír.

Es interesante, por otro lado, que en todas las tradiciones de escucha en las que participamos ésta es unilateral, es decir, no hay una noción diádica del escuchar así como sí hay una noción dialógica del hablar. Pero esto no debería sorprendernos si tomamos en cuenta y en serio el trabajo de Carlos Lenkersdorf titulado Los hombres verdaderos[4] en el que analiza la estructura sintáctica del tojolabal en comparación con la del castellano y de las lenguas indoeuropeas en general. En su estudio Lenkensdorf da cuenta del hecho lingüístico que se presenta en el tojolabal de que las frases tienen dos sujetos agenciales en vez de uno solo como tienen las lenguas indoeuropeas; es decir, en tojolabal son dos los sujetos que ejecutan la acción de dos verbos que se corresponden, de tal manera que es imposible afirmar «yo les dije», pues la estructura de la frase equivalente incluye otro sujeto que es quien escucha, en tal forma que se diría «Yo les dije. Ustedes escucharon». Lenkensdorf subraya el hecho de que cuando en castellano se dice algo a alguien hay solamente un sujeto agente, solamente el que habla es el sujeto de la acción mientras que el que escucha mantiene una posición pasiva, subordinada. La hipótesis de Lenkersdorf es que en tanto que la lengua no está apartada de la manera en que vemos el mundo, las diferencias sintácticas corresponden a diferentes cosmovisiones, lo que en este caso significaría que nuestra cosmovisión tiene la estructura sujeto-objeto y no la de sujeto-sujeto como en las lenguas dialógicas y que por tanto el rol prioritario es de los actos de habla mientras que el papel subordinado, el papel de objeto, lo ocupa por lo general el papel del escucha.

Sin embargo, cuando Heidegger analizaba el concepto de logos, de manera novedosa sí se plantea este problema y pregunta: «si tal es la esencia del habla, entonces ¿qué significa `escuchar’?» [5] . Parafraseando a Spinoza quien afirmaba enigmático: «nadie sabe lo que puede el cuerpo», puede decirse ahora que «nadie sabe lo que puede la escucha», o mejor, nadie sabe lo que es la escucha.

Y sin embargo podría decirse que la educación democrática enseña o debería enseñar a escuchar [6] , a salirse de la escucha autoritaria y del sometimiento para  considerarla como una actividad política central que nos permita dar forma democrática a las relaciones con los otros; se trataría de pensar en la escucha como un elemento constitutivo del proceso de tomar decisiones acerca de qué hacer en caso de un conflicto [7] , fuerza particular, pacientemente ejercitada.

Platón comienza la República con el reconocimiento de la centralidad de la escucha. Polemarco amenaza en broma con usar la fuerza sobre Sócrates y Glaucón si no aceptan quedarse con él en los festejos del Pireo. Sócrates sugiere otra alternativa, la de convencer a Polemarco de que los deje marcharse tranquilos. Pero Polemarco le aclara a Sócrates que no podrá convencerlo porque no está dispuesto a escucharlo. En ese momento interviene Glaucón y confirma que efectivamente sería imposible convencer a Polemarco si éste no está dispuesto a escuchar. Polemarco tiene clara la idea de que no escuchar es una forma efectiva del ejercicio del poder. La escucha era una alternativa distinta de la fuerza y el riesgo era cambiar de opinión, riesgo que habitualmente no se quiere tomar. Pero ni Platón, después, ni sus sucesores vuelven a dar importancia filosófica al papel de la escucha y podría decirse que este olvido se extiende hasta la teoría política contemporánea [8] .

En muchas reflexiones del rol que deben jugar las minorías en los procesos sociales se suele considerar la dimensión emancipatoria ligada exclusivamente con tomar la palabra. Expresiones como «dar la voz a los que no la tienen», «hacer escuchar la propia voz», la necesidad de que los grupos oprimidos «encuentren su propia voz», y otras semejantes, son habitualmente levantadas como armas liberadoras. Y como contraparte, los roles de escucha están asociados con los grupos oprimidos mientras que los grupos sociales poderosos son a menudo los que no escuchan o los que silencian a otros. Lo que emancipa no es, pues, escuchar sino hablar, tomar la palabra. Se cree que la única manera de cuestionar el paradigma de los lugares tradicionales de escucha, el arrogante y el servil, es disponiéndonos a hablar. La escucha queda entonces solamente en sus posiciones habituales: contra ellas, hablemos. Y hay que hablar, ciertamente. En favor de la escucha no se trata ahora de que todos callemos, de que las minorías guarden silencio. ¿De qué se trata entonces?

Para comenzar habría que buscar abandonar la relación directa entre escucha-opresión y palabra-emancipación. Para seguir, hay que tener claro que no se trata de escuchar de cualquier manera. Si lo que hay que evitar son sus formas tradicionales, esto implica guardarnos tanto de una escucha cuyo objetivo sea la configuración de un saber disciplinario así como de la escucha-obediencia.

Y es aquí donde el psicoanálisis puede hacer aportes importantes ya que puede decirse con Roland Barthes que el psicoanálisis, al menos en su desarrollo más reciente, modifica la idea corriente del acto de escucha. Mientras durante siglos el acto de escuchar ha podido definirse como un acto de audición intencional, hoy en día, se le reconoce la capacidad de barrer los espacios desconocidos: la escucha incluye en su territorio no sólo lo inconsciente en el sentido tópico del término, sino también, por decirlo así, sus formas laicas: lo implícito, lo indirecto, lo suplementario, lo aplazado; la escucha se abre a todas las formas de la polisemia, de sobredeterminación, superposición, la Ley que prescribe una escucha correcta, única, se ha roto en pedazos; hoy en día lo que se le pide con más interés es que deje surgir [9] .

“Dejar surgir”. Suena fácil pero representa todo un programa de transformación no sólo de las formas de escucha sino del ejercicio de la subjetividad. “Dejar surgir” es en heidegeriano el “dejar que la cosa sea” y en hegeliano es “el hacer de la cosa misma” [10] . A diferencia de la escucha autoritaria tradicional, en el “dejar surgir” no se trata de una acción sobre la cosa, sino en todo caso de una no acción: de no poner obstáculos al proceso de articulación.

Por más que hoy nos resulte obvio y elemental, no deja de ser paradójico que esta suspensión relativa de la acción sobre la cosa sea más compleja y menos habitual que la acción misma. Es ahí donde se expresa una nueva forma de subjetividad. No son pocos los años que requieren analista y paciente para aprender a escuchar. Como dice Lacan, en nombre del paciente la escucha también será paciente. ¿Y como no ha de ser paciente si de lo que se trata es de destejer demorándose las comprensiones implícitas de sentido asentadas como capas geológicas?

Pero ¿cómo es este paciente dejar surgir? Es muy simple, consiste en la famosa regla fundamental de la “atención flotante”. Muy simple, pero la sola expresión marca una tensión y una dificultad: o se atiende o uno se dispersa y flota. Barthes se refiere a esto e indica que la originalidad del modo de escuchar psicoanalítico se cifra en ese movimiento de vaivén entre la neutralidad y el compromiso, el suspenso de la orientación y la teoría: “El rigor del deseo inconsciente, la lógica del deseo no se revelan sino al que respeta de modo simultáneo las dos exigencias, en apariencia contradictorias, que son el orden y la singularidad”. Con la atención flotante se exige en realidad una división entre el extremo de la concentración y el extremo de la dispersión.

Por un lado la concentración, la orientación, la teoría. Desde cierto ángulo puede decirse que no hay tal flotación en realidad, que en el análisis de lo que se trata es de una terrible concentración en un código que no es el circulante; es otro código; el del deseo ligado a los deslizamientos lúdicos y trágicos del significante. Puede decirse que la escucha del psicoanalista tiene como finalidad un reconocimiento: el del deseo del Otro [11] . No se escucha cualquier cosa. Si hay alguna diferencia entre el psicoanálisis y cierta hermenéutica es esto precisamente: el psicoanálisis está orientado teóricamente. Pero lo interesante y lo complicado es que una vez admitido esto todo lo demás es “flotación”, dispersión, desde la cual sí se trata de oír todo según indica la regla fundamental: “no hay que dar importancia particular a nada de lo que oigamos y es conveniente que prestemos a todo la misma atención ´flotante´”.

Pero esta dualidad de atención y flotación recorta una ausencia, la de la particularidad o la singularidad. Si la orientación es teórica, podría pensarse que cada hallazgo en el análisis es del orden de lo generalizable o universalizable. Si por otra parte, la atención es flotante esto implica que no es concentrada, por lo que lo particular y lo singular queda desdibujado. Según esto, la fórmula “atención flotante” va doblemente en contra de la especificidad del sujeto: la “atención” por su articulación teórica, lo “flotante” por la dispersión y lo brumoso. Para salir de este equívoco hay que pensar quizás que a lo que la expresión se refiere es a una atención multiplicada por el acto mismo de flotar, es decir, que el hecho de que tal atención sea “flotante” no reduce su intensidad sino por el contrario hace que prolifere, de tal manera que pueda prestarse atención no solamente al deseo en abstracto sino a su actualización en pausas, cortes,  discordancias, repeticiones, contradicciones, ecos, analogías.

Si esto fuera así, no es para tranquilizar al analista pero sí en cambio al llamado “paciente”. Pero ¿por qué el gran esfuerzo de atenciones múltiples por parte del analista debe tranquilizar al sujeto que se analiza? Porque es la posibilidad del surgimiento de la singularidad.

Y es esta otra dimensión de la escucha del psicoanálisis que puede y debe, me parece, exportarse hacia la teoría política. Porque según algunas concepciones contemporáneas ésta no consiste en “un debate racional entre intereses múltiples, sino que apunta a lograr que la propia voz sea escuchada y reconocida como la voz de un asociado legítimo” [12] , apunta a recortar la especificidad de quienes no tienen parte en nada y que sólo pueden identificarse con la entidad abstracta del todo de la comunidad [13] . La relevancia de la singularidad para el análisis se pone de manifiesto en la afirmación de Julia Kristeva de que “un analista que no descubre en su paciente una nueva enfermedad del alma, no lo escucha en su singularidad” [14] . Singularidad que rebasa la individualidad y que tiene que ver con la rearticulación del sujeto con su historia y con la estructura de la relación dual.

En este sentido, la escucha analítica va en el sentido contrario a la escucha social hegemónica puesto que no promueve la identificación abstracta con la totalidad sino la identificación concreta con la propia historia.

Por otra parte y por último, así como la escucha analítica nos ilustra sobre el complejo proceso de cercamiento en la cura del objeto a, no simbolizado, donde se inscribe lo turbio, lo inquietante, lo terrible, también puede ilustrarnos sobre la importancia de prestar atención en el espacio social a territorios no evidentes desde la perspectiva de los códigos hegemónicos. Como lo plantea Zizek, la representación simbólica del todo social se construye sobre la necesaria negación de un antagonismo básico, antagonismo cuya existencia y postulación previene que la realidad social se constituya como un todo cerrado o como una estructura armónica o balanceada [15] . Pero esta negación regresa a la representación global bajo la forma de algo indeterminado o indecidible. Tan indeterminado y monstruoso como las muertas de Juárez, tan inquietante e indecidible como los caracoles zapatistas. Por eso, tal vez podemos decir con Derrida: “Debemos aprender cómo dejar que el espectro hable, cómo devolverle el habla, aunque esté dentro de nosotros, en el otro, o en el otro que está en nosotros” [16] .

[2] Cfr. M. Foucault, Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona, 1990

[3] R. Barthes, op.cit.,, p.229.

[4] Cfr. Carlos Lenkersdorf, Los hombres verdaderos, Siglo XXI,

[5] Citado por Gemma Corradi Fiumara en The other side of language, a philosophy of listening, Routledge, London and New York, 1990, p.6 de M. Heidegger, Early greek thinking, New York, Harper &Row, 1975, p.64.

[6] Cfr. Norbert Bilbeny, Democracia para la diversidad, Ariel, Barcelona, 1999.

[7] Ibid., p.19.

[8] Este pasaje de La República es comentado por Susan Bickford en The dissonance of democracy, Cornell University Press, 1966, p.1.

[9] R.Barthes, Lo obvio y lo obtuso, Paidós, Barcelona, 1992, p.255.

[10] VM, p.555.

[11] Barthes, op.cit., p.255.

[12] S. Zizek, El espinoso sujeto, Paidós, Barcelona, 2001, p.202.

[13] Cfr. J. Ranciere, El desacuerdo, Nueva Visión, 1996.

[14] Me remito a lo que expuso Julio Casillas en el coloquio “Filosofía y psicoanálisis” en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, en septiembre del 2003.

[15] Zizek,, “`I Hear You with My Eyes´; or, The Invisible Master”, en Renata Salecl and Slavoy Zizek, eds., Gaze and Voice as love objects, Duke University Press, 1996, pp.113-4.

[16] Cit. por M.Shildrick, en “Monsters, marvels and metaphysics”, de J. Derrida, Spectres of Marx, en Maureen McNeil, Lynne Pearce and Beerley Skeggs, eds., Transformations, Thinking through Feminism, Routledge, London and New York, 2000, p.313.