El supuesto saber psicosomático

 

ALBERTO PALACIOS BOIX

www.ocells.wordpress.com

Correo: dr.apboix@icloud.com

 

La experiencia clínica nos demuestra cotidianamente que el cuerpo habla cuando faltan las palabras. Es un lenguaje siniestro, desde luego, que permite la descarga pulsional, siempre a un costo inefable.

Territorio enigmático para la Medicina tanto como para el Psicoanálisis, la Psicosomática tiene pocos asideros, se escurre entre los huecos de la teoría y escribe su propio dialecto, intraducible, inefable.

A diferencia de mis colegas, reclinados en los polos del conocimiento de tales trastornos, tengo la fortuna de tratar enfermedades autoinmunes desde hace tres décadas y, forzado por la marea psicopatológica que promueven, haber estudiado psicoanálisis de forma limitada – siempre insuficiente – para adentrarme en sus derroteros.

Hace años veo cómo debutan las dermatitis, las tiroiditis y las artritis como sucesos que de alguna manera permiten elaborar o sublimar la carga de afectos que no pueden pronunciarse. La muerte de la madre, un divorcio trepidante, el distanciamiento de un hijo que se tenía por rehén, la propia incapacidad para hacer frente a un vuelco afectivo. Todos ellos impactos de lo innombrable que el cuerpo reclama.

De otro lado, está la convicción de que toda enfermedad autoinmune se inscribe en la narrativa emocional del sujeto. No se puede superar un brote de Lupus (que atañe a cualquier órgano, si quisiéramos mapearlo con ayuda de la Medicina Ayurvédica o Tradicional China) sin recurrir al carácter, la entereza psíquica o a los sucedáneos de ambos en la vida relacional.

Para quienes hemos atestiguado la oscilación y el impacto de estos padecimientos en la esfera afectiva, y su discurrir en paralelo a la evolución somática y sus complicaciones inmunopatológicas, no queda duda que la interdependencia del cuerpo y el alma bajo tortura es innegable. No obstante, ha resultado difícil convencer a los fisiólogos y a los puristas que no se requiere de conexiones endocrinas o moleculares para explicar este vínculo. Así como no es necesario trazar un mapa neuronal para descubrir el Ello o las vertientes de una fobia.

El cuerpo – que aquí es carne de cañón – habla, grita, solloza.

Una dermatitis eccematosa que aparece durante la lactancia es testimonio de una diada fragmentada o interrumpida, donde la madre no hace eco de la descarga afectiva (ambivalente de suyo) del hijo y este reclamo, recurrente y sordo, busca salida ahí donde podrá atraer la atención constante o donde servirá para aliviar la angustia que no ceja. En mayor detalle, habla del continuo, de lo no diferenciado que conecta la piel con un otro que no puede sacudirse. Estamos ante una fenomenología de lo amorfo, ante la violencia esparcida en un cuerpo que no puede dar cuenta del sujeto, de la individuación.

Me permito un ejemplo para ilustrarlo.

Una joven paciente con esclerosis múltiple me relata cómo, durante la cesárea de su segundo hijo, consciente pero muda por falta de una anestesia profunda, escucha durante minutos que parecen interminables como sufre su bebé por acopio de oxígeno, mientras ella se desangra ante el espanto y las órdenes imperiosas del equipo quirúrgico. Me atrevo a imaginar que en tal estado de indiferenciación y alarma psíquica, todas las terminales nerviosas, paralizadas por el efecto del bloqueador neuromuscular, sufren una descarga brutal, chispazos delirantes, que producen una denudación de la mielina en placas.

Probar lo anterior, sin embargo, requiere de cierta audacia técnica y una propuesta experimental con serias implicaciones éticas. De modo que quienes tenemos la fe puesta en ello, seguiremos predicando para los escasos acólitos que nos escuchan.

Ahora bien, pensemos en profundidad y tratando de esquivar los lugares comunes, cómo conectar el saber psicosomático desde una perspectiva fresca, libre de prejuicios y que no requiere justificar su campo de acción y de influencia por oposición o por petulancia.

Es claro que la conformación del sujeto parte de ese primer intercambio pulsional (es decir, instintivo empero adosado de afecto) que nos distingue de otras especies.

Pensemos en todos los mecanismos y estímulos que se suscitan a esa temprana hora. La piel de la madre en los labios hipersensibles del lactante; sus dedos tersos que sujetan el cuerpo, que así otorgan peso gravitacional y entallan los músculos. Un mensaje recurrente y modulador: la derrama tibia de leche nutricia que distiende la boca, que desciende por el esófago, alcanza la cavidad gástrica que al distenderse, dispara los péptidos vasoactivos que a su vez despiertan los jugos biliares y pancréaticos. Con ello, adviene la rotunda respuesta autonómica de placer y suficiencia.

Además, como cobijo recién descubierto y anhelado, el calor y las caricias sobre la piel finísima del lactante, que permiten aplacar y sosegar los continuos estímulos del entorno. Todo este escenario ambientado por una melodía permanente; el ritmo cardiaco de mamá que evoca la seguridad y la inmersión acuosa, donde toda excitación – que no fuese simbiótica – permanecía mitigada.

Es un periodo fundacional. El cuerpo expresa toda la subjetividad, desde el grito de hambre hasta el placer anal de la evacuación periódica. El olfato, sentido arcaico por excelencia, permite rastrear el perfume natural de mamá y el elixir de sus pechos, así como la descomposición – extraña aún y para siempre – de las excretas propias. Poco a poco el horizonte visual se va abriendo en un estallido de luces y reflejos: los ojos de mamá, apareados con su voz (ese murmullo exquisito y sedante) se asoman entre sombras y son constancia, porque anteceden a la saciedad, y gradualmente dan forma al deseo y al binomio placer/displacer.

Esa imagen, apropiada y complementaria, pero que por razones que cada vez son más inquietantes, viene y se va, constituye toda perspectiva, toda voluntad incipiente y todo discernimiento. El bebé aprende a contramano a esperar, sujetarse a distintos tiempos, anhelar, ver cumplido su deseo y a la par, reducir el montante de ansiedad que surge repetidamente de sus órganos ávidos y huecos.

Casi imperceptiblemente, el susurro, la voz tenue de la madre se vierte en afecto y acompaña la gratificación somática. Se acopla con el calor de su abrazo, con el placer cálido de su sustento, con la caricia de los orificios cuando se limpian o con la suavidad de su tacto cuando cae el agua y refresca como antaño, remedando el vaivén de los sueños prístinos.

La inserción de la fantasía y del deseo, como sabemos, es producto connatural de este proceso. Como lo es – análogo al dios Jano que abre toda compuerta – la angustia y la sensación de abandono. El decurso nutricio ocurre simultáneamente en la esfera somática y en la dimensión psíquica del infante. Tan amorfa y tan maleable una como la otra. Tan susceptibles – ambas – de rasgaduras y mudanzas.

Esta plasticidad se ve espejeada una y otra vez en el escenario psíquico de la madre. Su contención como un lugar donde todo cabe y se anticipa el orden. Su titubeo como un desaplomo, una hendidura en la carne. Su rechazo como una ruptura en la consistencia orgánica o en la materialidad psíquica del sujeto.

El eje, no obstante, está en conciliar esa precocidad del ente, que todavía es carne, con el devenir ulterior del sujeto. Nuestra hipótesis de trabajo es justamente que lo psicosomático es lo no inscrito, el remanente, la falta cárnica – por así decirlo – que no llega a verterse en cuerpo, mucho antes de la integración especular e imaginaria.

Ante este postulado, podemos agregar que es tan atávica tal inscripción en la vida que se requiere relativamente poco para despertar los fantasmas y alterar el oleaje del sistema inmunológico que subyace a toda nuestra identidad biológica. No en balde se le ha designado a la Inmunología como “The science of self non-self discrimination” (la ciencia que discierne lo propio de lo ajeno). Lo mismo podría decirse del psicoanálisis.

Introduzco aquí una digresión, para explicarme.

Hace poco más de cien años, se tenía por válida la noción de «horror autotoxicus«. Es decir, el cuerpo sano evita atacarse a sí mismo. Pero la intuición científica ha derogado este supuesto.

El ataque autoinmune es una aberración, un delirio que subvierte la homeostasis. No así el reconocimiento de lo propio, que es indispensable para mantener un balance funcional y una anticipación contra los intrusos. Nuestros anticuerpos y células inmunorreguladoras “ven” e interactúan con el endotelio vascular y el tejido linfático de forma continua a partir de la séptima semana de desarrollo intrauterino; pero no es hasta que abrimos la boca y entra, bajo presión negativa, la primera bocanada de aire extraño que suscita nuestro alarido, en que todo el sistema de verificación se pone en marcha. A partir de ese momento, todo antígeno externo desencadena una secuencia de señales de proliferación celular y acomodo que irán constituyendo lo que se ha dado en llamar el “repertorio antigénico”. Una suerte de impresiones moleculares que se adosan al bagaje genético heredado de ambos padres. La memoria inmunológica es, ante todo, una huella mnémica en la carne.

Hemos alcanzado por consenso la idea de que, una vez traspuesto el umbral de lo fisiológico, todo embate autoinmune deriva en inflamación, perpetuación del daño tisular y, por ende, en padecimiento autoinmune. Los melanocitos de la piel son escanciados, los islotes de Langerhans avasallados por linfocitos citotóxicos, las cavidades articulares se pueblan de anticuerpos dirigidos contra otros anticuerpos en un desconcierto que sólo puede materializarse en daño, desgarro, destrucción, desviación de la normalidad y de la homeostasis.

Sin embargo, pensado en un sentido teleológico, la autoinmunidad es una sobrecarga en proporción directa a la magnitud del estímulo interno que se inscribe en los genes y que no puede expresarse contra el entorno (contra el otro, contra lo ajeno). Responde necesariamente a un desequilibrio entre las fuerzas expresivas del cuerpo.

Más aún, cuando es patológica, produce inflamación, que es el único mecanismo innato que tiene el organismo para frenar la proliferación aberrante de células o señales disociadas. Repito: disociadas. Es decir, que han desconocido lo propio o lo designan escandalosamente como un extravío o una perversión. Algo que ha mutado y deja ser parte discernible de la propia naturaleza, pero no obstante, está inserto en el microcosmos interno y exige atención.

Sigamos esta línea de pensamiento. La enfermedad psicosomática es, entonces, la manifestación anormal (fuera del orden) de un afecto que no ha podido verbalizarse, sea por inmadurez psíquica o por negación acaudalada, y que busca su cauce en la carne, en los confines más recónditos del soma. No resulta insólito, conceptuado así, que encuentre su vocablo en tejidos envolventes (el yo-piel) o aquellos que están cerca o auxilian como canales de la motricidad; léase tiroides, pulmones, articulaciones o músculos.

La metáfora es exacta. Así como el trastorno psicosomático expresa la insolvencia, la no diferenciación; la enfermedad autoinmune describe con claridad la falta de una discriminación – al nivel de los receptores antigénicos – entre lo propio y lo que procede del exterior.

Trataré de elaborar con más detenimiento esta tesis.

El epítome del padecimiento autoinmune es el Lupus Eritematoso. Se han descrito más de cuarenta loci en el genoma humano que transcriben para la producción de anticuerpos, el desequilibrio de los linfocitos T, la expresión defectuosa de ciertas citosinas, etcétera. Articulados como una colección filatélica o como un rompecabezas, estas constantes genéticas deberían ser suficientes para invocar la enfermedad. Pero no bastan, se quedan en lo descriptivo. Igual que el predominio del sexo femenino no se justifica por la carga hormonal, como se pudo deducir por los estudios en Klinefelter.

Lo físico-químico no explica cómo se detona esa transcripción aberrante que produce autoanticuerpos sin control, que – a fuerza de abundancia y persistencia – terminan por bloquear los glomérulos, erosionarlos alveolos pulmonares o rasgar las arteriolas del sistema nervioso central.

Hace treinta y cinco años se acuñó el concepto de «trastorno de la inmunorregulación» al descifrarse la insuficiencia de interleuquina-2, la oligoclonalidad idiotípica y más tarde, los distintos artilugios que tipifican la inmunopatogenia del lupus.

Pero nadie sabe dónde radica el Big-Bang, dónde se pierde – en la inmensidad del universo subcelular – eso que denominamos tolerancia a lo propio.

Debo insistir, se tolera lo propio porque se sabe distinto de lo extraño.   Memoria inmunológica, registro inconsciente. Cuando esa función elemental se debilita o se desintegra, todo es difuso, incluso espectral. Las enfermas de Lupus (en su mayoría mujeres) se ven obligadas a inscribir el padecimiento en su propia narrativa. Su vida se ve puntuada por los avatares de su sintomatología y el complejo tratamiento. Su feminidad, su fecundidad y su integridad en más de un sentido están seriamente afectadas. Hacen sustancia con la enfermedad, son las mariposas procurando no marchitarse prematuramente.

Las he visto sufrir, caer, renacer y también morir. He aprendido a escucharlas y hacerme parte de su predicamento. A cuidar su aspecto, sus despropósitos y su maternidad en riesgo. Desde ese lugar me intriga si a tanta ruina subyace un odio primigenio: ¿Contra la herencia, es decir, su linaje? ¿Contra su médula, que desconocen en esencia?

Pero es menester evitar las tautologías. En el desorden psicosomático lo que prevalece es una identidad no diferenciada, un furor que se resiste a la fusión, que no distingue, que no se sabe. El individuo puede asomar apenas como un otro, como un barrunto de sujeto. Pero ese remanente que no se ha disociado, el residuo de lo que no era todavía, de lo inexistente, sirve de plataforma para expresar lo impronunciable.

Llegados a este punto, no debe sorprendernos que en territorio cutáneo figuren como paradigmas el vitíligo – dispersión de melanocitos, mancha indeleble, ausencia – o bien el eccema atópico – descamación, escozor, desprendimiento.

De interés es que las características epidemiológicas de estos dos padecimientos refrendan nuestra hipótesis vinculante. A saber, el vitíligo se detona comúnmente tras un impacto emocional muy perturbador; en las manos, alrededor de la boca, los genitales o el ano. Y la inmensa mayoría de las dermatitis eccematosas (más del 70%) ocurren antes de los cinco años de edad, sugiriendo que más que una alergia en el sentido clásico, son un rechazo a la carne infectada de extrañeza.

Otro ejemplo esclarecedor, que se anida en el tracto digestivo, sustrato prístino de las emociones, es la enfermedad inflamatoria intestinal (CUCI o Crohn). A diferencia del síndrome de colon irritable, que evoca un clamor histérico, la ulceración intestinal presupone un daño orgánico que remeda al llanto; duelo con sangre, derrumbe interno, desamparo. Las biopsias de colon muestran intensa inflamación y devastación del epitelio, pero nunca se ha demostrado una causa exógena ni un perfil inmunogenético constante.

Ésta es, en efecto, la encrucijada a la que aludo. Una hidra de varias cabezas, que repta por los órganos, envenenándolos, mordiendo lo innato y horadándolo.

En contrate con la experiencia de deseo, el soma no es tan versátil. Se queja en una sobrecarga de angustia que ya no habla, que se derrama en impulsos autonómicos o movilización celular que desconoce lo originario y promueve inflamación como subterfugio.

Tal es el denominador común de los padecimientos autoinmunes que, por su naturaleza arcana, tienden a atribuirse a presagios divinos, estigmas genéticos o estéreos microorganismos.

Si hemos de aceptar – ¿porqué no? – la existencia de síndromes que surgen del horror a la manera de Joseph Conrad, como una vesania que se instala en la materia porque no puede ser expresada, porque evade el lenguaje; tendremos que reconocer también que una vez detonada la enfermedad, solamente se reconoce mediante signos biológicos. No deja traza, precisamente porque se origina más allá de lo discernible.

No es sino hasta que asoma en la carne, que delata su existencia y sus derroteros. Duelen las articulaciones, se fatigan los músculos, sangra el intestino, yerran las terminales nerviosas o los riñones se fracturan al paso de proteínas. Si uno indaga más a fondo, son evidentes los marcadores de inflamación, los autoanticuerpos pueden cuantificarse y las variantes hematológicas dan cuenta del fárrago.

Aún más, si se pregunta intencionadamente – como solemos decir en Semiología -, acaso queda algún vestigio. El sujeto parece recordar que estuvo sujeto a un sibilino desamparo, murió la compañera, le privaron de la libertad, un hijo ha desaparecido…

Son hipótesis de trabajo, que orientan a seguir la pista hasta donde alcance la represión y lo perdido. Pero nadie tiene la respuesta. Teorizar como lo he pretendido hacer en esta tarde, no es un ejercicio fútil porque refrenda la convicción aristotélica de que el alma es inmanente al cuerpo, es actualidad y potencialidad inseparable, aquello que rige antes que el sustento nos confiera la vida.

Si quisiéramos concluir en qué radica el saber psicosomático, tendríamos que admitir que nuestros impulsos inconscientes, nuestra fantasía incestuosa – ahí donde aún no hay diferencia ni singularidad – quedan como un resto, una flagelo rezagado y desatado contra el sí mismo que todavía no es otro. Un vestigio que, a falta de vocablos, se encarna, se inscribe en pictogramas y, de manera perentoria, deviene organicidad y perjudica en aras de hacerse maleable y revelarse.

Nuestra intervención terapéutica, en cualquier caso, debe orientarse a provocar el llanto, rastrear la falta entre los entresijos del sueño o los recuerdos encubridores y, cuando eso sea posible, devolver – como en el trabajo de psicosis – un metalenguaje que sirva de molde, una suerte de argamasa para imprimir el rostro perdido del deseo.

Sugerencias bibliográficas.

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