Comentario al libro* Historia del psicoanálisis en México. Pasado, presente y futuro (1)

 Fernando González

INTRODUCCIÓN

La primera virtud que hay que reconocerle a este libro es haber logrado reunir a un conjunto heterogéneo de individuos que se reclaman del psicoanálisis. Heterogeneidad doble: la de sus pertenencias institucionales y la de sus referencias. Y el mérito primero, sin duda, se debe a la diligente intervención de la doctora Martha Reynoso, cuya efectiva y no militante labor convocó en la Casa Museo León Trotsky al evento que se consigna en el libro en cuestión. Que sea este museo el que acoja a quienes pretenden operar como psicoanalistas que hablan de su historia, gracias a su director José Antonio García de León, tiene especial relevancia.

Ahora bien, tratándose de un evento que –hasta donde tengo noticia– no tenía antecedentes significativos respecto al volumen de participantes en nuestro medio,(2) en el cual se invitaba a hablar acerca de la historia del psicoanálisis en México, implicaba que surgiera una serie de posibilidades e, inevitablemente, también algunas limitaciones.

Entre las primeras, la libertad de hablar sin prescripciones muy precisas de lo que constituiría la “historia y/o novela institucional” de cada grupo psicoanalítico. Sin embargo, algunos de los participantes no se limitaron a hablar acerca de sus propias instituciones, sino buscaron ampliar el contexto en el que se produjeron y prosperaron, o incluso fenecieron estas.(3) Hubo uno que fue más lejos y que se abocó a explorar conflictos de larga data, que supuestamente se habrían mantenido por varios siglos. Este último lo comentaré más adelante. Y otro habló del producto de una investigación que no se refiere a su institución sino a la de terceros,(4) o también a la inserción del psicoanálisis en la UNAM.(5)

Por otra parte, un límite se encuentra precisamente en la libertad que se dio para narrar episodios de la historia del psicoanálisis según el real saber y entender de cada quien porque al mismo tiempo que creó las posibilidades arriba aludidas, permitió, en la mayoría de los casos, no tener que problematizar las diferentes maneras de encarar la escritura de la historia que emprendieron. A lo cual se añadió el hecho de no tener la posibilidad de discutirlas, dado el breve tiempo con el que se contó. Todo esto no le quita ningún valor a este evento, en buena medida, inaugural.

No es la primera vez que un conjunto de psicoanalistas se sienten –y me incluyo– perfectamente legitimados para endilgarle el psicoanálisis a la sociedad, al cine, a las esculturas, a la guerra, a la colonización o al futbol, etcétera. Entonces, ¿por qué no esta vez hacerlo con su propia historia? Hay que aclarar que el hecho de presentarse como psicoanalista no hace que automáticamente se proceda como tal, y menos aún en este caso en el que se pretende(mos)(6) escribir parte de su “historia”. Decirse ‘yo soy psicoanalista’ como si se tratara de una especie de esencia de tiempo completo no deja de resultar problemático.

Me voy a permitir tomar tres ejemplos del variado panorama que presenta el libro, que de ninguna manera rinde justicia a la riqueza de lo que ofrece, pero que ayudarán a hacerse una cierta idea de algunos aportes interesantes en este esfuerzo de autohistorizarse por parte de los psicoanalistas. O incluso –como en el primer caso que mostraré– de ser historizados por no psicoanalistas. En concreto, de diferentes tipos de “escritura de la historia” según los psicoanalistas.

I. FREUD Y STALIN EN MÉXICO
El primer texto que me pareció francamente interesante lo escribió el único participante que no se reclama como psicoanalista, sino como un estudioso del campo cultural: el doctor Rubén Gallo, y se titula “Freud y Stalin en México”. Este investiga el singular cruce de mínimo cuatro horizontes: el del psicoanálisis, el del marxismo, el del aparato judicial y el de la psiquiatría. Cruce que Gallo ofrece gracias a que sigue –como discípulo adelantado de Sherlock Holmes– las vicisitudes del único libro de un mexicano que se encontró en la biblioteca de Freud y que este no eligió para llevar a su exilio londinense. Me refiero al libro escrito por el juez Raúl Carrancá y Trujillo, Derecho penal mexicano. Parte general, editado en 1937.

Al citado libro, lo precedió un artículo que data de 1934 en Criminalia, y que también le fue enviado a Freud. Artículo que se titula: “Un ensayo judicial de psicotécnica”, en el cual Carrancá hablaba de explorar los deseos inconscientes de los criminales y llenaba de elogios el texto de Freud. Además, escribió en éste, acerca de uno de los casos que sometió al tipo de “psicoanálisis” que se le ocurrió ejercer con un tal RHV. Este individuo había tenido la lamentable ocurrencia de dispararle a su mujer en un ataque de celos. A falta de diván, lo puso en una silla mirando hacia una pared desnuda. Y supuestamente, debido a lo extraído de su “subconsciente”, llegó a la conclusión de que una parte fundamental de la responsabilidad del asesinato le correspondió a su coqueta mujer; por tanto, logró eliminar la acusación de crimen premeditado, lo cual hizo posible que solo le dieran tres años de cárcel. Según Carrancá, el celoso tenía una “imaginación muy creativa” y tendía a confundir fantasía y realidad.

Lo sorprendente es que Freud le respondió con una elogiosa carta en la que le decía: “Ha sido siempre un deseo ideal del analítico el ganar dos personas para nuestro modo de pensar: el joven profesor y el juez”. ¿A cuál modo de pensar se refería Freud? ¿Y con qué finalidad ganarlos? No lo sabemos. El hecho es que Carrancá se sintió autorizado para continuar con sus experimentos sin tener que pasar ni por la silla que apuntaba hacia la pared desnuda ni por una formación mínima. Le bastó al parecer con leer los textos del maestro vienés y citar la elogiosa carta de este para usar otra silla detrás de la del prisionero.

La segunda parte significativa del aludido texto de Gallo se ocupa de analizar el caso de Ramón Mercader, el asesino de León Trotsky. Dicho asunto cae en las manos del juez Carrancá, supuesto saber psicoanalista, quien decide remitirles el tratamiento de Mercader a dos colegas del aparato judicial y psiquiátrico, los doctores Alfonso Quiroz Cuarón –criminólogo– y José Gómez Robleda –psiquiatra forense–. Estos, según todos los indicios, se autorizaron como psicoanalistas no necesariamente por su saber universitario –que como ya sabemos es considerado por algunos psicoanalistas de orientación lacaniana como el lugar de la infatuación de un tipo de saber que oculta la falta que lo mina– ni –que se sepa– por el pasaje por la silla de adelante, sino gracias al encargo y ánimos que les dio el referido juez.
Ahora bien, abordar el psicoanálisis en general se presta a más de un equívoco. Ello porque se le aplicó a un prisionero que no lo demandó y al que no le quedaba otra posibilidad que soportar el ser conminado a buscar las razones que lo llevaron a encajarle un pioletazo mortal en la cabeza del citado revolucionario –él sí de tiempo completo–. Supongo que Gallo utiliza la ironía cuando señala:

Siguiendo las recomendaciones de Freud sobre la técnica, los dos doctores pidieron a Mercader que hablara con libertad y procedieron a analizar sus sueños, […] sus lapsus, su historia sexual […], etcétera. (7)

Gallo relata que después de 942 horas de este “análisis”, ejecutado durante seis meses, a razón de seis horas diarias y durante seis días de la semana, los dos terapeutas llegaron a la notable conclusión de que el asesino de Trotsky “había sufrido un trauma afectivo” –por supuesto, durante su infancia–, que lo había llevado a un “estado neurótico” que lo había conducido a desarrollar “Un complejo de Edipo muy activo”. Si tomamos a la letra las palabras citadas, los supuestos “Edipos muy activos” pueden tener consecuencias mortíferas. Aunque, justo es decirlo, la madre de quien sufrió tal Edipo era en realidad una muy activa militante al servicio de Stalin y, por lo tanto, enemiga jurada de Trotsky.

Es decir, cuando menos en este caso, un Edipo activísimo más estalinismo asesino, articulados en una determinada coyuntura, resultaron ciertamente tan contundentes como la punta de un piolet. Me imagino que si Ramón Mercader hubiera previsto esta apabullante y exhaustiva inmersión “psicoanalítica” como uno de los efectos de su crimen, habría pensado dos veces antes de perpetrarlo. (8) Mínimamente, se habría preguntado por la omnipresente aparición del número seis. Hablé del cruce del psicoanálisis y el marxismo muy en general, pero en realidad se trató de algo más específico. En un primer plano, el cruce al que alude Gallo se refiere a dos individuos emparentados de apellido Eitingon. El primero de estos, Naum, asesino profesional, conocido también como general Kotov, era –nos dice Gallo– “uno de los agentes en quien más confiaba Stalin” y, además, amante de Caridad del Río, madre del hombre con el Edipo muy activo. El segundo era Max, analista nacido en Rusia, quien había presidido la Asociación Psicoanalítica Internacional de 1929 a 1932 y adicionalmente se había convertido en uno de los más cercanos colaboradores de Freud –quien, hasta donde se sabe– no estuvo para nada cerca del suceso en cuestión–, a diferencia de su pariente.
El Dr. Gallo remata su interesante investigación, afirmando:

Este episodio constituyó un choque histórico entre dos instituciones: el psicoanálisis y el estalinismo, cada una representada por uno de los Eitingon. El agente de Naum estaba sujeto a los métodos analíticos de Max y, al final, el seguidor de Max puso al lugarteniente de Naum tras las rejas, lo que le otorgó a Freud una victoria simbólica sobre Stalin. […] Cuando se le ordenó a Mercader someterse a un análisis, los freudianos llevaron al estalinismo al diván. (9)

Interpretados de esta manera los hechos, mínimamente se puede decir que sobredimensionan el análisis de lo ocurrido. Para empezar, no se puede decir seriamente que a Mercader se le aplicó un psicoanálisis, dadas las diversas circunstancias ya descritas. Gallo tiene especial cuidado en escribir “cuando se le ordenó a Mercader”; es decir, no hay las más elementales condiciones para hablar de un psicoanálisis. Tampoco se puede sostener que se haya jugado ahí una especie de sinécdoque del psicoanálisis y el estalinismo. Es pasar de lo macro a lo micro de manera vertiginosa y sin mediaciones.

Dejarse llevar “por la música” que destilan los apellidos Eitingon sirve para realizar lúdicas derivas interpretativas, pero no necesariamente ayuda a entender lo ocurrido; así como tampoco la inespecífica y cósmica categoría “Edipo muy activo” –utilizada por los singulares coterapeutas– es útil para entender nada significativo respecto del estalinismo. Menos aún para enorgullecerse y sostener que por el supuesto psicoanálisis, a Mercader se le recluyó en la cárcel el tiempo total de su sentencia. Esto es hacerle un flaco favor al saber y proceder psicoanalíticos. En todo caso, lo que el texto sí aporta, y con suficiencia, es una serie de datos históricos de primera importancia que permiten reflexionar sobre algunas de las creativas y heterodoxas maneras que tienen que ver con la recepción del psicoanálisis en México.(10) No obstante, deja varios temas sin desarrollar; como, por ejemplo: ¿pueden existir –como señala Gallo– “jueces freudianos”?

Este texto se constituye en un suculento platillo para los análisis que desarrolló Michel Foucault en Vigilar y castigar, cuando escribe que desde hace al menos 150 años se comenzó a dar un deslizamiento que se consolidó mínimo hace un siglo, en el cual los jueces “se han puesto a juzgar otra cosa distinta de los delitos: el ‘alma’ de los delincuentes”.(11) Alma construida en el siglo XIX y en la cual aún estamos inmersos. De ahí que Foucault concluya señalando que una serie de dispositivos y tecnologías terminan por hacer confluir…

Todo un conjunto de juicios apreciativos, diagnósticos, pronósticos, normativos, referentes al individuo delincuente […] Un saber, unas técnicas, unos discursos “científicos” [que] se forman y se entrelazan con la práctica del poder de castigar. [En síntesis], la operación penal se ha cargado de elementos y de personajes extrajurídicos.(12)

Digamos que el texto de Gallo también se podría subtitular, de manera interrogativa, ¿Psicoanalizar y juzgar? Y –rindiéndole mínima justicia a este investigador de la Universidad de Princeton– hay que decir que no ignora que lo que ahí se jugó es una especie de “psicoanálisis salvaje”, pero lo que prima, finalmente en su texto, es la otra posición ya citada.

II. DE LA ONTOLOGIZACIÓN DE LA HISTORIA Y LOS NUEVOS MISIONEROS
El segundo texto que comentaré se intitula “La rotura y la vergüenza”, y es obra del doctor Manuel Hernández. Comienza con dos afirmaciones contundentes y englobantes. Veamos:

¿En qué radica la vergüenza del analizante que decide instalar consultorio cuando, interpelado, tendría que decir: “soy psicoanalista”? ¿En qué consiste la vergüenza de ser mexicano?(13)

Luego de este planteamiento queda la impresión de que “se empieza a hacer un testamento antes de tener que heredar”. Es decir, cuál sería la investigación realizada que avalaría tal contundencia, que se presenta sin fisuras aparentes. En todo caso, expresando sus interrogantes de esa manera, le plantean al autor un desafío de cierta envergadura, dadas las diferentes temporalidades, escalas y objetos de conocimiento que se ponen en juego. Desafío que, en realidad, no es el principal del texto, lo que más adelante explicitaré.

El desafío y las incertidumbres que podrían traer aparejadas las preguntas rápidamente se conjuran por la alusión a uno de los productores referenciales del psicoanálisis.(14) El autor afirma que las dos cuestiones tan distantes y distintas pueden ser articuladas gracias

[…] dos momentos del seminario de Jacques Lacan en donde se trata, por un lado, de México y, por otro, de la vergüenza (honte), a la que Lacan le dio un estatuto ontológico al hablar de hontologie.(15)

Dicha hontologie de Lacan, le va a permitir atravesar como mínimo cinco siglos con total tranquilidad, obviando discontinuidades y singularidades, así como comparar un objeto denominado la vergüenza del mexicano con la vergüenza de alguien que pretende poner su consultorio. La vergüenza adquiere una homogeneidad que la desingulariza en sus posibilidades de manifestación del contexto, ya que –como bien lo señala Hernández– está ontologizada.

Por un momento, uno puede sospechar que el planteamiento desarrollado sería en parte una reedición de la “psicología del mexicano” –esta vez en clave lacaniana–, a las que eran tan afectos algunos miembros de la Asociación Psicoanalítica Mexicana en los sesenta. Ello con la diferencia, respecto los psicoanalistas aludidos, que en este caso el mexicano es concebido de manera heterogénea, y con la semejanza de que pretende hablar por todos, englobándolos en la vergüenza.(16)
Lacan no solo era un teórico sorprendente y un clínico notable, sino –al parecer– también un antropólogo vertiginoso porque observa, en su viaje a este país, un mural –según entendí en la presentación de la ponencia– y deduce

[…] que en México hay un lazo invisible que pasa a través de una rotura entre generaciones que se sublevan y los estudiantes de Ciudad Universitaria; con estos signos algo está roto para siempre y, sin embargo, siguen aquí traduciendo de manera visible una relación conservada.(17)

Una afirmación de esa amplitud y de esta opacidad –que Lacan con solo ver captó “al vuelo”– es documentada en el texto por las investigaciones de Guillermo Bonfil Batalla, Jacques Soustelle, Chakravorti Spivak y Federico Navarrete, entre otros. El autor –apoyado en estos– nos va a hablar de la violenta debacle del universo simbólico que representó la Conquista. Obviamente también se apoya de manera muy firme en Lacan y sus conceptos pret a porter y omniabarcativos –entre otros, el del “significante amo”, que florece robustamente en los saberes que circulan por la universidad, el del objeto pequeño a, así como el infaltable de la falta (manque).

Armado con esa robusta batería conceptual y ontológica, el autor marcha seguro para “articular” las dos preguntas del inicio de la siguiente manera y sin pausa:

El indio y el mestizo –dice– han perdido su genealogía, y al quedar inmersos en el sistema hegemónico no tienen inscripción en él y se inundan de vergüenza, el analizante que instala su consultorio no ha sido dotado por su análisis de ningún referente simbólico que le permita legitimar su movimiento, al contrario, si se ha analizado realmente, cualquier “motivo” para ser analista y cualquier apelación a un “modelo” de psicoanálisis habría quedado disuelto por su análisis
[…] Ningún S1, [léase, significante Amo] lo puede sostener como psicoanalista.
En este sentido, cualquier analizante que está en el momento de pasar hacia la posición de analista está en la posición de mexicano, pues ha perdido su nombre y sus orígenes han perdido relevancia, en suma ha perdido su inscripción en el universo simbólico.(18)

Entonces, ¿qué hacer con el caso del psicoanalista que además –para colmo– es mexicano? Por lo pronto –según entiendo–, habría que acompañarlo en su proceso de ascesis para que lleve hasta las últimas consecuencias la caída de todas las genealogías de substitución que le obturen la falta que lo habita y constituye. Y esto solo es posible si el que logró poner su consultorio –ya sin vergüenzas paralizantes– no actúa como los misioneros devastadores de la Colonia –quienes “buscaban salvar el alma” de los desarraigados del orden simbólico, ofreciéndoles como moneda de recambio a Cristo y su sacrificio sin par–, sino colocándose como un misionero de otro orden; es decir, como misionero de la falta, quien, armado de la teoría lacaniana que viene de ultramar, se abstiene de ofrecerle cualquier significante amo.
Ello aunque me imagino que el famoso ritual del pase para autorizarse como psicoanalista – instaurado por Lacan– lo hace dentro del contexto y de los significantes, significados y rituales de una escuela que se cuela a pesar de que el autor –en un acto de escamoteo– pretende hacerla desaparecer, como si solo se tratara de una relación dual en la cual el analista cae para que el analizante, asumiendo su vergüenza, pueda por fin instalar su consultorio.

En síntesis, como decía la crítica supuestamente “radical” de Lacan, no se trataría –a diferencia del tipo de psicoanálisis que se practicaba en Estados Unidos– de que el analizante se adapte al modelo de vida de aquellos lares, pero supongo que sí a los referentes de las diversas y auténticas escuelas lacanianas que lo calificarán y le dirán en su momento si logró realizar el buen pase que lo llevará del diván al sillón –que no silla–, cuando lo denomine AE –que me imagino significa analista de la escuela “que se cuela”. Ahora bien, concederse el poder de adaptar o no al analizante a partir de la experiencia psicoanalítica, sea al modo de vida americano o de la Rive Gauche, es concederse desde mi punto de vista, un poder un poco desmesurado.
¿Y qué hacemos con los mexicanos desarraigados que no pueden tener acceso colectivo al análisis salvífico mata amos? Paradójicamente, si seguimos el planteamiento del autor, la feroz conquista los puso en el borde de la conversión a un buen pase masivo: ¿acaso les bastaría con confesar su vergüenza y asumir su falta?, pero ¿a quién dirigirse? He ahí un problema. Al parecer, no le queda al colectivo de los arrebatados de su sistema simbólico sino el autoanálisis o, al menos, leer a Lacan.

¿Acaso el mexicano tan plural que nos presenta el autor –ya que su noción abarca a los denominados indios, a los negros y a los mestizos– ya existía antes de la feroz conquista que nos dibuja, y por eso todo lo que sigue es puro desarraigo y ruptura? ¿O como construcción comenzó a existir cuando ya habían pasado como mínimo dos siglos del inicio de la conquista? Me pregunto si Hernández –quien se refiere con tanto esmero a los aportes franceses de Lacan– encontró ahí cobijo para tanto desarraigo genealógico.

Esta última cuestión me lleva directamente a lo que considero como el desafío principal, el que Hernández plantea y tematiza así en su escrito:

Dadas las grandes diferencias que hay con la cultura francesa desde la que produjo Lacan, ¿es posible generar en México una veta del discurso psicoanalítico que no sea una impostura bajo la forma de la importación de conceptos que deriva de la pura glosa?(19)

Creo que, al menos en este escrito, no. Ahora bien, puede que no haya comprendido nada de la argumentación y esto en parte sería explicable porque trabajo en la universidad. Pero si fuera el caso, “No hay mal que por bien no venga” porque será entonces una oportunidad magnífica para empezar a asumir mi vergüenza y algo de mi falta.

III. LA AMPIEP O EN BUSCA DEL AMO PERDIDO
El tercer caso que quiero comentar fue tratado por la doctora Raquel Berman en un artículo titulado “Breve historia de la Asociación Mexicana para la Práctica, Investigación y Enseñanza del Psicoanálisis (AMPIEP)”. La citada doctora relata, de manera muy breve y precisa, el largo periplo que lleva al reconocimiento como “sociedad componente” por parte de la Asociación Internacional del Psicoanálisis (IPA) a la ahora –desde 2009– denominada AMPIEP. Y digo a la ahora denominada AMPIEP porque en la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado se llamó Asociación Mexicana de Psicoterapia (AMP) –1965-1973– y luego le añadió una letra más, por Psicoanalítica, AMPP –1973-2009–.

Esta institución constituye un adecuado analizador de la mirada y el control que la ortodoxia psicoanalítica ejerció sobre las instituciones que se reclamaban dentro de su campo de poder y legitimación. Compuesta fundamentalmente por psicólogas, su destino estaba subordinado a no poder ejercer el psicoanálisis tal cual, aunque sus materias y formación fueran dadas por psicoanalistas considerados ortodoxos. Por ejemplo, no les estaba permitido usar el diván, ni interpretar la transferencia. Digamos, vuelta a la silla de Carrancá y compañeros, pero teniendo – como ya señalé– un tipo de formación ciertamente muy diferente.

Berman afirma que la AMPP “fue la primera institución psicoanalítica en México que abrió el entrenamiento psicoanalítico a profesionistas no médicos”,(20) bajo las condiciones descritas. Es decir, son pero no serán legítimamente reconocidos porque primeramente no son médicos ni psiquiatras. En aquel momento, el triste machismo psicoanalítico calificó a estas seis mujeres pioneras –según relata la autora– como “mujeres fálicas”, “amantes de Freud” y “amazonas”. Ellas, a pesar de todo, persistieron incansablemente en ser reconocidas por la IPA. Ello se logró, en buena medida, debido a los cambios ocurridos durante los años ochenta en Estados Unidos, cuando un grupo de cuatro psicólogos, pertenecientes a la American Psychological Association, iniciaron un juicio legal a nombre de otros miles de colegas

[…] contra la hegemonía de la American Psychoanalytic Association a la que [se] acusó de manejos monopólicos por restringir el entrenamiento psicoanalítico a los médicos psiquiatras. (21)

Algunos de ellos –añade Berman– terminaron reuniéndose en dos asociaciones psicoanalíticas de psicólogos que fueron apoyadas por psicoanalistas europeos. E incluso, en 1987, en el Congreso de Montreal “los miembros europeos se rehusaron a sufragar los gastos legales del litigio de la APA con los cuatro psicólogos”.(22)

Dos temas hay que remarcar de este escrito. El primero es que parecería que, en la incoercible y persistente necesidad de buscar la legitimación de la IPA, no hubiera otra mirada sino para lo que sucede en los Estados Unidos. Las transformaciones ocurridas en el campo psicoanalítico mexicano, así como del tipo de legitimaciones que se inicia en la década de los sesenta y que se despliegan hasta los ochenta, parece no haberles afectado, ni menos aún considerado. Entre otras, el tipo de legitimación que se deriva de los Círculos de Psicología Profunda y remata en el Círculo Psicoanalítico Mexicano (CPM) –la escisión de la Asociación Psicoanalítica Mexicana (APM), el exilio psicoanalítico del Cono Sur–, o el arribo de las corrientes que se reclaman del pensamiento de Jacques Lacan. La segunda cuestión que subyace como una especie de enigma es por qué estuvieron dispuestos a soportar la larga espera y una serie de desaires para finalmente ser legitimados. ¿Acaso en la IPA se guarda algo muy, pero muy valioso, e incomparable? A saber.
Posdata
En su artículo,(23) el doctor Raúl Páramo, aduciendo razones muy atendibles, afirma sin empacho que

El creador del psicoanálisis no pudo haber sido un ario como Jung, tampoco pudo haber sido ningún cristiano, y desde luego ningún latinoamericano.
[…] En Latinoamérica y en México producimos buenos toreros, buenos jugadores de fútbol, pero desde Juárez y Lázaro Cárdenas(24) ningún estadista.(25)

No me queda muy claro lo de los buenos futbolistas, pero al menos creo que el Dr. Páramo podrá conceder, sin dificultad, que al menos algunos mexicanos tienen la capacidad y la posibilidad de recibir lo que los no mexicanos producen, a veces de manera crítica –no beata– y a la vez generosa, sin necesariamente saber de toros o futbol. E incluso entre los toreros y futbolistas a veces se cuela –me imagino como un lapsus– un premio Nobel.

En fin, se trata de un libro lleno de sugerencias y caminos a repensar.
FERNANDO M. GONZÁLEZ – IISUNAM

* La presente es una versión inicial de un texto todavía en preparación.
1 Coordinado por Martha Reynoso de Solís y editado por el Instituto del Derecho de Asilo-Museo Casa León Trotsky.
2El libro contiene dieciséis ponencias reescritas para publicación.
3 Esto último, cuando menos, en un caso, consignado en el texto de la doctora Raquel Radosh, intitulado “El Instituto Mexicano de Psicoterapia de la Adolescencia – IMPPA”.
4 Me refiero al texto del doctor Juan A. Litmanovich, “Un monasterio en psicoanálisis. Coordenadas sobre las operaciones psicoanalíticas gestadas en el monasterio benedictino. Ahuacatitlán, Cuernavaca, Morelos, México (1960-1967)”.
5 Por ejemplo, el texto de la doctora Bertha Blum, “El psicoanálisis y la Facultad de Psicología de la UNAM. Una relación difícil”.
6 Quien escribe esta reseña participa en el mencionado libro. 7 Pág. 34.
8 Según refiere el doctor Gallo, de la lectura de su biógrafo Isaac Don Levine, “Mercader experimentó las pruebas como una tortura”. Y no sólo alude con ello a las sesiones “psicoanalíticas”, sino a la serie de baterías de test que se le aplicaron.
9 Óp. cit., pág. 39.
10 Citaré dos datos interesantes para abundar en esa línea. El primero tiene que ver con el asesino del presidente electo Álvaro Obregón, José de León Toral, a quien un doctor de nombre Aurelio Rojas Avendaño le practicó un “examen psicoanalítico” en agosto de 1928. Digamos, aproximadamente doce años antes que a Mercader. Al menos, el referido galeno tenía conciencia de ciertos límites. Veamos lo que dice: “sobre el somero examen psicoanalítico que hice al detenido José de León Toral […] no se desprendió en modo alguno que yo afirmara que el reo se encuentre loco o deje de estarlo, sino tan solo, como consta en la misma declaración estampada en el expediente, que León Toral confirmó, durante el interrogatorio psicoanalítico a que lo sometí, las declaraciones preliminares que había rendido ante la propia Inspección General de Policía. Pero, de ninguna manera, repito, pude externar o insinuar nada relativo al estado mental del detenido. Esto es obvio, toda vez que el procedimiento psicoanalítico no prejuzga sobre la anormalidad del individuo, sino simplemente pone a flote estados subconscientes olvidados o negados por la misma conciencia”. El Universal, 24 de agosto de 1928. Como se podrá apreciar, este “psicoanalista”, a diferencia del juez Carrancá y los coterapeutas de Mercader. no pone el énfasis en si se trató de un loco o de un Edipo muy activo. El otro caso es el del célebre Gregorio Cárdenas, quien en la “primera quincena del mes de agosto de 1942, asesinó a cuatro mujeres, a las que sepultó clandestinamente en el jardín de su casa. Las tres primeras víctimas tenían algo en común: se dedicaban a la prostitución. La cuarta era su novia. Las cuatro fueron estranguladas”. Proceso, núm. 652, 1 de mayo de 1989, pág. 48. A este hombre lo trató el ya mencionado doctor Alfonso Quiroz Cuarón. El caso da para mucho y felizmente ya se ha abundado en este. No obstante, lo que me interesa remarcar, para los fines de este escrito, es que en los 34 años que estuvo preso “los expertos le hicieron más de treinta diagnósticos y recomendaciones”. Andrés Martinez Corzos, “Pour la défense de la société, pour le bien du pacient”. En Roger Dadoun y Armando Verdiglione, La folie politique, Éditions Payot, París, 1977, pág. 203. Todos los diagnósticos fueron diferentes. Ironías aparte, se puede decir que el “Goyo” Cárdenas sirvió de pantalla de proyección para que los expertos psiquiatras, psicoanalistas y criminólogos, practicaran sus capacidades diagnósticas. Al final, el citado se convirtió en abogado y terminó defendiendo a otros prisioneros, e incluso editando una revista que hablaba de los “casos del Goyo”. Este caso resulta invaluable para analizar –a lo largo de más de tres décadas– las teorías en boga que circulaban en México y la relatividad que las atravesaba.
11 Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI Editores, México, 1976, pág. 26 12 Óp. cit., págs. 26 y 29.
13 Pág. 245.
14 En ciertos artículos de psicoanalistas –de todas las corrientes- así como de teólogos que trabajan la dogmática, queda la impresión que antes de empezar sus trabajos ya saben la respuesta porque sólo se trata de aplicar conceptos omniabarcativos –“Cósmicos diría R. Lourau-, válidos para toda época, contexto y circunstancia
15 Ibíd.
16 ¿Y por qué no ya entrados en tales generalizaciones, por ejemplo por la rabia en algunos de ellos?
17 Op. cit., pág. 246. 18 Pág. 265.
19 Pág. 246.
20 Pág. 131.
21 Pág. 132. 22 Ibíd.
23 “¿Hay un caldo de cultivo favorable, respectivamente desfavorable, para el desarrollo del psicoanálisis? El psicoanálisis y sus dialectos”.
24 Quien, por cierto, nos legó al que después se denominaría PRI –ya constituido en todos sus sectores–, y perfeccionó el sistema del “dedazo”; lo cual, por otra parte, no le quita sus méritos de “estadista”.
25 Pág. 192.